CAPITULO VI TEORIA_DEL_PROGRESO EL PROGRESO COMO IDEOLOGIA La eclosión moderna de la ciencia y de la tecnología se había hecho ya posible hacía tiempo, a partir de un determinado nivel de desarrollo del cerebro humano. Al ser una posibilidad, tarde o temprano tenía que llegar. Que el proceso fuera más o menos rápido dependía del azar, entendiendo esta palabra en el sentido de que la concurrencia de circunstancias sin conexión aparente pueden desencadenar grandes procesos, o al revés, que acontecimientos decisivos pueden frustrarse por la ausencia de un factor relativamente independiente o aparentemente vanal. En un principio, ciencia y técnica no tuvieron una relación directa. Las ciencias tenían más bien el carácter de filosofía, o sea, de conocimiento conjetural, mientras que las técnicas no pasaban de oficios y prácticas artesanales. Quizá el único campo en que ciencia y técnica empezaron a tener contacto inicialmente fue el de la matemática, porque resultó necesario cultivar esta última para resolver los problemas de intereses en las cada vez más complejas delimitaciones que planteaba la vida cotidiana. Fué solamente a partir del Renacimiento cuando se empezó a tener conciencia de las ventajas que el cultivo de las ciencias de la naturaleza podían proporcionar para la creación de nuevas técnicas. Y fue justamente a partir de ese momento cuando se inició el todavía entonces impensable maratón del progreso tecnológico. Es indudable que nadie se arriesga ni emplea su esfuerzo en algo en cuyo resultado no tiene un mínimo de fe, tenga ésta fundamentos racionales o no los tenga. Así, es forzoso preguntarse cuáles fueron los factores que determinaron la aparición de esa nueva fe, la que hizo caer en la cuenta de que la naturaleza se prestaba a ser escudriñada; y asimismo, de que los nuevos conocimientos podrían ser utilizados en provecho del hombre, al tiempo que, como ventaja adicional, permitiría ir sustituyendo las conjeturas de la filosofía (ajustadas más bien a las conveniencias de ideologías vigentes) por otros conocimientos más seguros. La pregunta hay que formularla así: ¿Cuales fueron los factores que hicieron nacer la fe en el progreso de las ciencias y de las técnicas? Hay culturas en las que resulta difícil que se den esos factores, porque parten de la creencia dogmática de que éste es el mejor de los mundos posibles y tratar de mejorarlo es pura quimera. Son ideologías que han logrado una perfecta compensación o especialización para la adaptación a unas condiciones de vida, por lo general miserables, que sería imposible sin esas ideologías. En las civilizaciones de origen europeo, en cambio, siempre hubo gente con una visión del mundo como pura naturaleza, aunque tan minoritaria y tan marginada por los detentadores de las ideologías vigentes que no pudieron prevalecer. He afirmado en otro lugar que solamente una mente marginal —un poco loca si el medio ambiente imperante es muy tenso y hostil— se atreve a perder el respeto a la ideología vigente y a formular una concepción distinta del mundo, porque en la ideología vigente se apoya siempre la legitimación de grandes intereses personales o de clase que, por instinto, se defienden ferozmente. Después de los filósofos de la Antigüedad, citaré como ejemplo notable al fraile inglés Rogerio Bacón, siglo XIII, enfermizo él, lo que puede ser significativo. En parte se le persiguió y en parte se le toleró, lo que debe ser interpretado como síntoma de que algo se movía en cierto substrato cultural de la época. Una visión profética de futuros adelantos de la técnica quedó escrita en sus obras y fue sin duda semilla en un terreno que encontró después abonado. Otro síntoma de lo mismo es la alquimia, que revelaba una concepción de los elementos de la naturaleza muy distinta a la de las filosofías tradicionales encasquilladas en ver la realidad como resultado de combinaciones de cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua. Estas prácticas protocientíficas eran consideradas por las autoridades de la ideología vigente como casi demoníacas, pero demuestran que algo bullía en el subsuelo de la cultura medieval. Ahora bien, cuando lo que germinaba solamente en algunas mentes se extiende y toma carta de naturaleza en el seno de una sociedad, y cuando personas con cierto prestigio social reconocido abrazan la nueva ideología, o, al revés, cuando algunas personas que asumen las nuevas inquietudes se convierten en prestigiosas, es señal de que en las entrañas ideológicas de esa sociedad se ha producido un cambio o hay un desajuste que puede precisar de concepciones que entran en contradicción con los dogmas de la ideología vigente. Pues bien, la nueva forma de ver la naturaleza, cada vez más desvinculada de la concepción tradicional que la consideraba como simple morada del hombre en tránsito hacia la definitiva del cielo, empezó a ser ampliamente aceptada y defendida durante los siglos XVI y XVII por personas que cada vez alcanzaban más prestigio. Copérnico (1473-1543), Francisco Bacón (1561-1626), Galileo (1564-1642), Kepler (1571-1630), Leibnitz (1646-1716), y el más decisivo, Newton(1642-1727), en el campo de la investigación; y Descartes (1596-1650), Espinosa (1632-1677), Locke 1632-1704) y el mismo Leibnitz en el de la nueva filosofía, son algunos de los más conocidos. Todos estos hombres, movidos sin duda por la nueva fe, se aplicaron a una doble tarea: la primera, liberar la mente humana, a veces sin proponérselo, de las limitaciones que imponía la teología, proclamando la soberanía del intelecto, o sea, de la 'razón', perdiendo poco a poco el miedo a que en los conflictos con los dogmas llevasen éstos la peor parte. Como modelo de la producción intelectual bajo el imperio de la razón se propuso el desarrollo de las matemáticas. La segunda tarea fue descubrir y demostrar que la experimentación era la más útil y segura fuente de conocimiento. ¿Qué había pasado? ¿Porqué esto no había ocurrido antes? Tengo que empezar por descartar algunas teorías. Por ejemplo la de que el hombre del Renacimiento europeo fuera más inteligente que el de la Antigüedad grecorromana. Eran los mismos europeos latinos, germanos, celtas y eslavos. También hay que descartar la falta de tiempo suficiente. Griegos y romanos, después de ocho o diez siglos de cultura llegaron a un nivel que se ve claramente que no iban a sobrepasar. Los últimos tiempos del Imperio fueron, desde este punto de vista, más bien de retroceso, pues empezaron a predominar filosofías de fondo místico frente a otras anteriores más racionalistas, como las de Aristóteles (siglo IV a.C.), Epicuro (siglo IV a.C.), Lucrecio (siglo I a.C.) y Plinio (siglo I d.C.). Sin embargo, teniendo en cuenta que hasta el siglo X, no llegó Europa a recuperar el nivel social, económico y cultural que había en el Imperio Romano, resulta que en sólo seis siglos —del XI al XVI—afloraron los factores que habían de producir la nueva mentalidad progresista, la cual empezó a manifestarse abiertamente en el Renacimiento. Tampoco fue por falta de intuiciones geniales de tipo casual que abrieran el camino. Citaré solamente, por poner un par de ejemplos, que Eratóstenes en el siglo III a.C. no sólo supo que la tierra era redonda, sino que hasta midió su tamaño con mucha aproximación. Aristarco de Samos, también en el siglo III a.C., sostuvo que era el Sol y no la Tierra el que ocupaba el centro del universo. Se cree que las ideas de Copérnico sobre el geocentrismo, que él demostró con cálculos matemáticos, se inspiraron en Aristarco a través de Averroes, el filósofo árabe español del siglo XIII. Pero aquellas geniales intuiciones no caían en terreno abonado y pasaron todas al más estéril olvido. ¿Se deberá tal vez el progreso moderno al genio de una raza especialmente dotada? Puesto que la ciencia y la técnica han tenido sus más fundamentales impulsos entre pueblos germámicos, como Inglaterra y Alemania, o de alta influencia germánica como Francia y el norte de Italia, habría que pensar que se les debe a ellos el progreso. Pero esto no se sostiene. ¿Porqué entonces estuvieron durante varios milenios esperando aferrados a su vieja cultura? Cuando los griegos andaban ya estructurando el sistema de las ciencias, ellos estaban sólo cazando por los bosques del norte de Europa, agarrados a una religión bastante primitiva. Conocieron el hierro (por cierto, de mano de los celtas) casi al mismo tiempo que en el Mediterráneo. Pero no les dio por la ciencia natural. Para ilustrar más lo que acabo de decir, me referiré al caso de los japoneses. Nadie duda, pues a la vista está, de que son gentes especialmente dotadas para la ciencia y la técnica. Pero pasaron siglos y siglos de estancamiento sociocultural y no les dio por cultivar el huerto de investigación de la Naturaleza hasta que los europeos les mostraron los frutos que dicho huerto podía producir. Entonces se pusieron a ello como locos, y por cierto, con tanto éxito que ahora nos traen locos a nosotros los europeos y los americanos, obligándonos a competir con sus muy calificados productos. Asimismo hay que descartar la influencia que pudo tener para la nueva mentalidad la coincidencia de unos cuantos inventos que empezaron a usarse durante el siglo XV, como son la pólvora, el papel y la imprenta. Todo esto ya lo conocían los chinos y nunca se les ocurrió pensar que tuvieran otro alcance que el de perfeccionamientos de las artes y los oficios. Asimismo esos inventos fueron igualmente conocidos y usados por los pueblos del área islámica; sin embargo, los musulmanes apenas han sido capaces ni siquiera de ir asimilando la ciencia y la tecnología que se ha ido produciendo en los países del espacio cristiano, cuando es sabido que en la Edad Media los filósofos y los médicos del Islám estaban más al corriente de los conocimientos de la Antigüedad que los pueblos europeos. Se ha pensado también que la caída de Constantinopla en manos de los turcos y la inmigración a Occidente de muchos de sus sabios fue ocasión para difundir la filosofía griega y el saber clásico de la Antigüedad, y que este hecho despertó una nueva conciencia cultural. Contra esto se puede argüir preguntando porqué no lo aprovecharon los bizantinos de los siglos anteriores. Además, la filosofía griega estaba ya difundida a través de los sabios musulmanes y judíos, y tampoco habían hecho prácticamente nada con ella. Es que el interés por el saber antiguo que se despertó en Occidente durante el Renacimiento fue más bien consecuencia que causa de ese movimiento, verdadera mutación cultural. Que no fue el factor decisivo lo demuestra más el hecho de que, habiendo sido anterior y más intenso en el Sur, tuvo en cambio menos consecuencias que en el norte de Europa. Resulta significativo que en Italia, que es donde más se manifestó la nueva actitud, lo hiciese sobre todo en el campo de las artes, mientras que la nueva ciencia fue despiadadamente perseguida en sus cultivadores más conspicuos. La conclusión es que la expansión moderna del progreso técnico y científico no empezó antes porque faltaba la fe en el mismo, es decir, la ideología que, con error o acierto, lo presentase como bien alcanzable o como aventura estimulante. Nadie está dispuesto a seguir un camino que no conduce a ninguna parte. Por el contrario, la gente se obstina en una dirección y arriesga lo que sea por seguirla si piensa que le conduce a satisfacciones legítimas y a una mejor calidad de existencia, sea material o sea espiritual. Lo que hay que averiguar es porqué prendió esa fe en tantas personas del siglo XVI y XVII, bajo la forma de una nueva ideología que tuvo que entrar en conflicto con la vigente, hasta llegar más tarde a sustituirla prácticamente como ideología imperante. TEORIA DE LA GENESIS DEL PROGRESO MODERNO Voy a exponer ahora mi propia teoría sobre la génesis del progreso moderno. En mi opinión éste es el resultado de un proceso que se produjo en la antigua Grecia hace dos mil quinientos años, en el que concurrieron unas circunstancias que se han vuelto a repetir en la Modernidad y que lo mismo podían haberse presentado mucho antes. Más tarde me referiré a la ciencia griega. De momento me parece más clarificador analizar la Modernidad. Mi teoría es la siguiente: Cuando se hundió el Imperio Romano de Occidente, ya con el Cristianismo como única religión, o al menos como religión hegemónica, hubo varios siglos de inestabilidad y desmoralización, en contradicción con las esperanzas que sobre el Reino de Dios anunciaba el Evangelio. Esto tuvo menos transcendencia entre los habitantes del viejo Imperio, o sea, el mundo mediterráneo, pues ya llevaban unos cuantos siglos acostumbrados a vivir como súbditos del estado. En cambio para los germanos, que de conquistadores pasaron a ser conquistados en tiempos de Carlomagno, y que acababan de salir de las formas de agrupación consanguíneas y de una religión todavía muy orientada y basada en las fuerzas naturales, "el Cristianismo, que se convirtió en la religión de estos pueblos tan profundamente conmovidos en sus tradiciones, relajó y quebrantó la significación religiosa de todos los vínculos de clan" (Weber, 1, p. 961). Voy a tratar de demostrar que fue precisamente este choque entre una cultura muy apegada a la naturaleza y a los valores propios de las agrupaciones consanguíneas, pero ya habituada a la actividad fatigosa, con otra que necesitaba ser más mística, pero en realidad más apegada al sentido comercial, calculador y racionalista propio del mundo grecorromano, lo que produjo una actitud psicológica que resultó en una visión de la naturaleza como el campo más prometedor donde aplicar el entendimiento, hasta entonces acaparado por la teología. El trauma ideológico a que se refiere Weber no podía ser superado en el Cristianismo ni siquiera en los pueblos del sur de Europa, aunque en cada área fue aliviado o compensado por distintos caminos. Lo que los pueblos germánicos necesitaban de la nueva religión eran remedios que no les podía dar. Puede decirse que con la adopción del Cristianismo que se les impuso, todo el mundo germánico se hizo psicológicamente inestable y marginal desde el punto de vista ideológico. La inestabilidad resultó del choque brutal entre las dos formas de ver el mundo y la sociedad. Una con predominio de lo biológico y natural, con una religión basada aún en las fuerzas naturales; otra, el Cristianismo, con predominio de lo místico y menosprecio de la realidad natural. Venció la segunda, pero sólo en apariencia, porque en la psicología profunda de los pueblos germánicos subsistió la primera, como negación frente al pretendido racionalismo místico grecorromano y del duro sistema de dominación en que se transformó. La inestabilidad ideológica generada por la imposición forzada del Cristianismo en los pueblos germánicos necesitó para aliviarse la persistencia de los valores de la sociedad consanguínea, que al no quedar totalmente atrofiados en la población, afloraron posteriormente de uno u otro modo. Así se fue cuajando una cultura más adecuada a las necesidades de índole profunda en el área germánica. El choque entre las dos formas culturales se resolvió facilitando la penetración progresiva de una nueva forma de mirar el mundo, tímidamente primero y decisivamente después. Nadie sería consciente en un principio de los efectos de una mutación psíquica, resultado y síntesis de las dos culturas, que afloraba desde tan profundo nivel, ni mucho menos a dónde conducía. Nadie tenía la audacia de oponerse a los dogmas, porque los necesitaban tanto más cuanto más inestable resultaba la situación ideológica y política, pero conforme pasaba el tiempo, surgían discrepancias que iban haciendo perder fuerza a la autoridad teológica. La guerra de las Investiduras entre los emperadores germánicos y los papas, durante los siglos X y XI, fueron los primeros enfrentamientos, ya de carácter global, entre ambas corrientes culturales, crecientemente discrepantes. Las herejías de Huss entre los eslavos de Bohemia y de Wiclef en Inglaterra durante el siglo XIV, marcan otros hitos en el sordo proceso. El éxito de un Erasmo, a principios del siglo XVI, haciendo una crítica del mundo cristiano —aunque la hiciese desde dentro-, pero que suponía una enorme pérdida de respeto hacia las autoridades teológicas, hace pensar que para entonces, la nueva actitud había madurado y se había consolidado mucho. La Reforma protestante, que se generó en la mentalidad germánica y triunfó en todo el ámbito de los pueblos germánicos —y nada más que en ellos — reveló la zozobra ideológica de forma mucho más patente, tanto en lo que se refiere a pérdida de respeto a la jerarquía cristiana, como al abandono de una actitud pasiva ante los dogmas. Lo que pasaba en realidad es que la nueva corriente se había consolidado y había aflorado a la conciencia lo suficiente como para arriesgarse a un abierto enfrentamiento con el poder papal, sin temor a sentimientos adicionales de desfondamiento y la posible angustia que puede generar la puesta en cuestión de una ideología asumida. Sin embargo, todavía a aquellas alturas, nadie se percataba del carácter de la mutación que estaba teniendo lugar, consistente en un cambio de protección para el muñón consanguíneo mediante la substitución del vendaje del cielo por el de la tierra, más en consonancia con el carácter de la antigua cultura germánica. Y con esto llego al meollo de la cuestión. El concepto clave, acuñado desde entonces, el que nos da la pista, es el de 'madre naturaleza'. Se trata siempre de una recuperación de los valores perdidos por la destrucción de la sociedad consanguínea primitiva en la que el hombre vivía sumergido toda su vida como pez en el agua. La fraternidad mística y dura fundada en el Padre Celestial, propia del Cristianismo, y la otra, que se va perfilando dentro del nuevo concepto de 'humanidad', tienen en común el ser concreciones o plasmaciones ideológicas en busca de una consolación para mitigar la desazón y la angustia producida por el viejo trauma. La diferencia entre ellas consiste en que la nueva consolación obedece a la satisfacción de anhelos más maternales. Se puede afirmar, pues, que aquellas sociedades estaban impregnadas de los valores que hoy reconocemos como fraterno-maternales. Dentro del Imperio Romano, las antiguas religiones paganas, con divinidades muy humanas, casi familiares, con cierto equilibrio entre lo masculino y lo femenino, suplían mejor o peor los antiguos sentimientos grupales, ya gravemente debilitados en sociedades organizadas según las exigencias de la producción agrícola. El Cristianismo substituyó a los antiguos dioses paganos, que eran de ambos sexos, por un sólo dios masculino (dejemos a un lado las disquisiciones teológicas a este respecto). Es la forma de fraternidad adecuada a la sociedad universal que era el Imperio Romano, donde el grupo deja de ser identidad frente a otros grupos y donde, perdida también toda esperanza de liberación, todo tiene que quedar postergado para otra vida. Es la única consolación posible en el seno de estructuras de dominación brutal, irremediable y definitiva. Menos éxito tuvieron otras formas de aprendizaje para la resignación perfecta, casi masoquista, expuestas en filosofías de carácter ascético de origen griego. La evolución social del mundo romano hizo que se perdieran definitivamente las antiguas religiones paganas. Por esto, y quizá también por la influencia de las invasiones germánicas, empezó a sentirse en las mentes medievales la nostalgia profunda e indefinida que, sin saberlo, anhelaba recuperar los valores maternales propios de la agrupación primitiva. Como dice Eric Fromm: "Puesto que es imposible arrancar del corazón humano el anhelo de amor materno, no es sorprendente que la figura de la madre amante no se haya podido expulsar totalmente del panteón". (Fromm, 1, p. 269). El Cristianismo, por su rígido monoteismo masculino, no pudo dar verdadera satisfacción a ese anhelo. Fué entonces cuando, a manera de solución chapucera, se desarrolló el culto a la Virgen María, cuya devoción se fue intensificando más y más durante la Edad Media hasta llegar a ser vista como otra divinidad, sobre todo en los países del mundo latino. La marióloga Hilda Graef pone de relieve cómo Erasmo reprocha a los cristianos, a finales del siglo XV, que "en los peligros, sólo se vuelvan a María y los santos, jamás a Dios" (Graef. María, p. 343), lo que demuestra por dónde andaban las carencias de aquellas generaciones. Antes de la Edad Media, no existió tal culto, sino sólo algunas discusiones teológicas acerca de la virginidad de María. He aquí lo que dice Hilda Graef para explicar esa ausencia de culto mariano en los primeros siglos del cristianismo: "El mundo pagano del helenismo era muy distinto del de la antigüedad clásica. Sus dioses ya no eran los del Olimpo greco-romano...La religión helenística era sincretista, con rasgos desagradables de éxtasis desenfrenados y perversiones sexuales. Una de sus figuras principales era la diosa madre, venerada bajo muchos nombres: la Magna Mater, la frigia Cibeles, la palestina Astarté, la Isis egipcia y la Diana de Efeso, cuyos devotos tan violentamente atacaron a San Pablo (Act. 19). El culto de esta diosa madre estaba extraordinariamente difundido; pues, aparte de que a menudo complacía los más bajos instintos, respondía también a un anhelo profundamente humano de protección maternal y comprensión femenina, que no podían satisfacer los dioses masculinos"... "la primera labor de los apóstoles y sus sucesores hubo de ser asentar de manera inequívoca que había un sólo dios...que no toleraba rivales masculinos ni femeninos" (Graef. p. 41-42). Lo que interesa hacer notar de esta cita es lo del "anhelo profundamente humano de protección maternal". Ese anhelo se manifestará más tarde en el mundo cristiano por dos vías completamente distintas. Una, por el culto a María, como madre tierna, pero celestial, de efectos más bien esterilizantes desde el punto de vista del progreso cultural, porque miraba a la tierra como el habitáculo hostil, "valle de lágrimas" y lugar de "destierro", como reza la oración. La otra vía fue el movimiento de otro tipo que se desarrolló y evolucionó hasta llegar también a encontrar otra madre propicia, la "madre naturaleza". En efecto, mientras se desarrollaba en el área mediterránea el culto a la Virgen, las cosas discurrieron por otro camino en el ámbito de los países germánicos. No es que rechazaran ese culto, sino que la desazón ideológica, más vigorosa, no pudo neutralizarse con lo que en el Sur fue la solución. Como dije antes, las herejías de Juan de Wyclif, en Inglaterra, y la de los hussitas, en Bohemia, siglo XIV, fueron los primeros chispazos —abiertas rebeliones— de la gran revolución ideológica que se avecinaba: la Reforma Protestante. Diré de paso que el caso de Bohemia-Moravia, predominantemente eslavas, hace pensar que los eslavos tienen, desde el punto de vista ideológico, una historia paralela a la de los germanos, pero que no pudo desarrollarse en otros lugares por la dominación mongola y turca, que los mantuvo sometidos. Es en el área germánica, durante el primer tercio del siglo XVI, donde aflora con todo vigor el movimiento latente. Buscando formas ideológicas más acordes con sus necesidades profundas, dio lugar a lo que se llama la Reforma, el Protestantismo, y con ello a casi dos siglos de enfrentamientos bélicos en Europa por motivos religiosos. Y fue precisamente durante la Reforma protestante y la Contrarreforma católica, cuando se puso de relieve la gran diferencia entre las áreas culturales latina y germánica en lo referente al culto a la Virgen, lo que prueba el verdadero fondo de donde surgían las fuerzas de las convulsiones que afloraban. Mientras en el Norte se prescindió sin más de este culto, en cambio en el Sur se utilizó el argumento de que los protestantes no creían en la Virgen como el arma más eficaz para imbuir en las gentes aversión contra la Reforma. Es justo reconocer, sin embargo, que el culto a la Virgen en los países protestantes más bien se apagó por sí solo. Parece indudable, por lo que llevo dicho, cuál es el verdadero fondo en donde se produjo la mutación cultural que condujo al progreso moderno. Pero surge la pregunta: ¿Porqué la búsqueda de los añorados valores maternales se plasmó en una especie de humanización de la naturaleza? ¿Porqué la madre propicia se buscó y se encontró en ella? ¿Porqué se la feminizó? La verdad es que resulta difícil escudriñar cómo tienen lugar las operaciones profundas de la mente humana. Más bien hay que limitarse a comprobar hechos. No obstante, aventuro la respuesta de que en realidad no había alternativa. Una vez descartada la de reinventar divinidades femeninas, hay que considerar que la tierra —que para el hombre es casi toda la naturaleza— tiene muchas semejanzas con la madre: En efecto, da alimentos; da el calor del fuego; acoge en su seno a los seres humanos tras el supremo decaimiento de la muerte; yace como hembra debajo del cielo, del que se deja fertilizar, etc. Como dice el psicólogo y antropólogo Norman Brown, "el prototipo de toda división en dos sexos es la separación de tierra y cielo, de Madre Tierra y Padre Cielo" (Brown. p. 31). El cielo y la tierra no dan para ninguna otra alternativa. Así tuvo que convertirse inevitablemente la naturaleza en "Madre Naturaleza". Pero esta vuelta al pasado no podía ser simplemente eso, porque la mentalidad germánica había pasado ya por el baño ideológico que suponían los siglos vividos bajo la influencia del cristianismo. La ideología cristiana llevaba en sí, aunque en forma mistificada, toda la elaboración cultural grecorromana, la cual en su momento había de germinar y desarrollarse de modo incontenible. Justamente de esa cópula y gestación histórica entre los valores maternales que nunca dejaron de impregnar las culturas germánicas, y el racionalismo griego que portaba el Cristianismo, casi sin ser consciente de ello, surgió la nueva mentalidad que creyó en la investigación de la naturaleza como actividad loable y fructífera, lo cual puede considerarse como el parto más trascendental de la historia. El Protestantismo negó valor santificante a la vida mística y sacramental, pero se lo reconoció en cambio a todas las actividades terrenales, que pasaban a ser 'profesiones', en el sentido de entrega devota. "Cómo haya de representarse en concreto el alcance práctico de aquella aportación del Protestantismo, es cosa más oscuramente sentida que claramente conocida" (Weber, 2, p. 93). Dice esto Weber, porque constata que los reformadores, empezando por Lutero, estaban en contra del espíritu de lucro del capitalismo incipiente, y del afán de riqueza, lo que, a pesar de que más tarde surgieron sectas que veían de otra manera el afán de enriquecerse, contradice su tesis de que Protestantismo y capitalismo van muy ligados. No cayó en la cuenta de que ambas cosas, la santificación de las actividades terrenales y un desarrollo más racional de la economía, y con ella del enriquecimiento, había que verlas como plantas surgidas, con otras más, de la misma raíz, que era la nueva visión de la naturaleza como madre propicia que está esperando ser aprovechada, por muy dispares y contradictorias que parezcan las múltiples manifestaciones de este sentido de provecho. Lo que dice Weber es que el Protestantismo produjo un tipo de hombre que consumía poco, (ascético), trabajaba mucho, (la actividad laboral como 'profesión'), y era muy dócil (efectivamente, muy diferenciado del hombre natural), para la mayor gloria de Dios. El Protestantismo, en lo que menos era una novedad es en su énfasis sobre el ascetismo, la laboriosidad y la docilidad, que según Weber han sido los factores más importantes en el desarrollo del capitalismo. Los analistas de tendencia marxista piensan, como es sabido, que la relación causal es la contraria. Yo pienso que ambos fenómenos, y otros, como el desarrollo del progreso, no están relacionados causalmente —aunque sí se han reforzado mutuamente— sino que tienen una causa común: la nueva manera de ver el mundo como madre naturaleza propicia, no hostil, para el hombre y campo de aplicación de su racionalidad. Aunque la discordancia entre la ideología antigua de los pueblos germánicos y la que se les impuso con el Cristianismo se resolvió en la Reforma, generó y necesitó aquietar importantes dosis de angustia ideológica. Uno de los caminos para conseguirlo fue, con ocasión de la Reforma Protestante, arrogarse el libre y minucioso examen de la Biblia, lo que revela una necesidad de proclamar la superioridad de la razón individual sobre la autoridad. Dado este paso, nada impedía asumir también el libre examen de la naturaleza, es decir, la investigación científica. Unido esto al impulso de la nueva fe, la que surgía de la actitud que miraba a la naturaleza como madre propicia, a la que se podía escudriñar y penetrar intelectualmente sin que respondiera con hostilidad ni supusiera pecado, el camino del progreso quedaba abierto. Paralelamente, al ganar importancia el poder propicio de la madre, lo ganó también el sentimiento fraternal que de él deriva. Dios perdió el rigor de padre exigente; dejó de ser el juez implacable y castigador al que hay que suplicar clemencia sin cesar y pasó a convertirse en un poder de hermano mayor que protege gratuitamente sin pedir a cambio otra cosa que la adhesión fraterna pero incondicional a los valores del grupo, es decir, la fe, que es el fundamento único de las agrupaciones protestantes. Según esta nueva actitud, fue posible pensar que el intelecto lo había dado Dios para esclarecerlo todo y comprenderlo todo, como un camino más por el que acercarse confiadamente a El. Esto hizo desaparecer el miedo a la actividad científica, que pasó, de ser diabólica expresión de soberbia, a convertirse en un medio para identificarse con la obra divina, ya desdiabolizada. Llegar a la confianza de que escudriñar e investigar la naturaleza no tenía que ser considerado como una imprudente entrega a curiosidades insanas, totalmente inútiles y muy peligrosas, como hasta entonces lo habían sido, para pasar a ser vistas como formas de elevación a realidades sublimes por otros caminos, fue el gran salto psicológico decisivo. La filosofía de la Ilustración, que recoge este espíritu, plasmó los nuevos ideales, en su vertiente más pragmática, en la Enciclopedia Francesa del siglo XVIII, la Enciclopedia por antonomasia. En otro aspecto, como expresión la más fiel del anhelo profundo que dio origen a la nueva actitud, se formuló el lema de la Revolución Francesa: "Libertad" e "Igualdad" que son corolarios de la "Fraternidad" cuando esta deriva de la madre. Est lema revela cuáles son los valores reprimidos en el alma humana, que fueron naturales e impregnaron en su forma más auténtica la agrupación consanguínea primitiva y que una y otra vez tratan de aflorar en diversas formas en las sociedades posteriores. El que haya sido Francia el país en que tuvo que formularse la nueva ideología y en el que con más violencia se manifestó el choque con la antigua, obedece a las mismas razones por las que el enfrentamiento entre Catolicismo y Reforma fue en este país también más radical y sangriento. En el área germánica, la resistencia a la Reforma puede decirse que venía de fuera, principalmente de España, por eso se resolvió en guerras formales. Pero en Francia, como pueblo culturalmente a caballo entre lo germánico y lo latino, esa resistencia implicaba una profunda división en la conciencia misma de la sociedad francesa. Por eso los enfrentamientos fueron despiadados y monstruosos, como las matanzas de San Bartolomé. Pasó lo mismo con las ideas de la Ilustración en el siglo XVIII; tuvieron que concretarse y formularse en Francia precisamente porque en este país resultó obligada una crítica radical para validarlas frente a una oposición que también se hizo radical. Mientras tanto, en el área germánica se buscaba y se recibía a los hombres de la Ilustración con los brazos abiertos, si bien no tanto sus ideas políticas, lógicamente, como las de progreso científico y tecnológico. En la Revolución Francesa, se vuelve a repetir el mismo fenómeno. Es el precio que tiene que pagar la Francia semigermánica para incorporarse plenamente al pensamiento progresista. Como contrapartida, hay que decir que EEUU fue el país en que las ideas de la Ilustración fueron trasladadas en su formulación más depurada y en el que sirvieron de guía a la conciencia política de este país desde su origen. Los fundadores de EEUU tuvieron que estar empapados de las nuevas ideas de la Ilustración, críticas de una parte, pero movidas por el sentido de utilidad y de provecho por otra. La libertad y la utilidad; la primera, como una especie de vuelta al hombre sencillo e independiente de Rouseau, y la segunda, asumiendo la nueva manera de ver la naturaleza y la sociedad. Esos fueron los principios que inspiraron los documentos fundacionales de la nueva nación. Estos mismos principios siguen hoy rigiendo el país más rico y tecnológicamente más desarrollado de nuestro tiempo. GENERALIZACION DE LA TEORIA DEL PROGRESO. De lo dicho hasta aquí se podría extraer la tesis de que cuando a un pueblo con una cultura montada sobre valores consanguíneos y maternales, o lo que es lo mismo, sobre valores fraternales y protectores, se le impone otra cultura de carácter más masculino y patriarcal, se produce un choque y, al tratar de recuperar los valores en peligro, y asimilar al mismo tiempo las ventajas de la nueva cultura, se produce, a manera de síntesis, un esfuerzo racionalizador y una mutación cultural orientada hacia el progreso. Las mutaciones culturales son como un golpe de timón para remediar grandes desajustes patentes o evitar grandes males que amenazan la estabilidad ideológica y la supervivencia de la agrupación humana o sociedad que los adopta. Pero esos golpes de timón culturales suelen ser tan exagerados que si bien evitan, o al menos alivian, el mal que los provocó, condicionan de tal modo las preocupaciones colectivas que por sobreprecaución propician valoraciones aberrantes de la realidad. La cultura maternofraternal propia del grupo primitivo no resultó idónea para avanzar culturalmente porque era cerrada sobre sí misma y excesivamente autosuficiente. Cuando el grupo decidió acomodarse a crecientes trabajos y disciplinas y cuando el poder y la autoridad crecieron lo suficiente, se produjo la gran contradicción de la que resultó el salto a las culturas del trabajo. Fué un progreso, pero el timonazo cultural resultó deletéreo para el bienestar psíquico, que se adulteró para mucho tiempo. Sólo choques con culturas materno fraternales han podido hacerle intuir caminos de superación. Dentro de esta teoría, resulta comprensible que la cultura griega se originase en la Jonia como resultado del cruce entre la cultura de carácter materno fraternal de los jonios establecidos en las costas de Asia Menor y la de sentido más paterno-racionalista de los pueblos navegantes y comerciantes de la costa mediterránea oriental. Como ha ocurrido en casos posteriores, los discípulos helenos superaron a sus maestros y crearon las disciplinas del pensamiento científico. Es evidente que en muchas ocasiones ha tenido lugar el fenómeno histórico de la superposición de culturas del trabajo con sentido más o menos racional sobre otras con valores maternales y sentido de consanguinidad. Este es el caso de la dominación de la América precolombina por los europeos. Es cierto que la dominación fue tan absoluta que resultó imposible una adecuada reacción suficientemente rápida por parte de las culturas indígenas; pero también lo es que muchas de esas culturas sufrieron una dominación muy relativa y aun hoy siguen existiendo muchos grupos autóctonos que viven sus vidas sin aspirar a otra cosa que a evitar todo contacto con las culturas de origen europeo. La conclusión es que entre las especies culturales, como entre las especies animales, sólo es posible el cruce en casos muy determinados. Resulta imposible, por ejemplo, que grupos con ideologías mágico-animistas sean capaces de asimilar y desarrollar como semilla germinadora la racionalidad de las culturas del trabajo. Por otra parte, el hecho de que las culturas indígenas hayan permanecido en ese tipo de ideologías revela un desfase también en el aspecto evolutivo relacionado con su capacidad para asumir actividades fatigosas, a las cuales incita la racionalidad. Considero digno de especial mención el caso del Japón. La cultura japonesa no era progresista, pero su capacidad de trabajo era muy alta, como todas las culturas con ideologías de resignación. El Sintoismo y el Budismo, principales religiones del Japón, eran las más idóneas en ese aspecto. El sentido de la consanguinidad, como aglutinante grupal, estaba preservado por el Sintoismo, que fomenta el culto a los antepasados, y por el carácter insular, que suele inspirar sentimientos de ser un mundo especial y aparte que se estructura rígidamente para exigir altas dosis de resignación y sometimiento. Se dieron, pues, todos los ingredientes: alta capacidad de actividad y sufrimiento, estricto sentido de unión grupal, y contacto con la cultura racional-naturalista de Occidente; por eso tenía que prender y germinar. El caso de China, con el Confucionismo y el Budismo como religiones, es muy semejante al de Japón si se exceptúa lo del carácter insular; la cultura occidental ha prendido también con la misma intensidad, pero en su versión socialrevolucionaria, lo que hace de China un caso distinto. Creo que se puede sacar como conclusión que sólo un cruce cultural que proporcione la visión racionalista a otra cultura que haya superado los sistemas mágico-animistas por haberse capacitado para la actividad fatigosa, pero que conserva aún el fuerte sentido comunal y naturalista del hombre primitivo, tiene que producir esfuerzos superadores al querer conjugar ambos valores. La dosificación adecuada inicial de esas dos culturas para evitar que una de ellas quede ahogada por la otra, excesivamente predominante, puede ser la clave que explique porqué no siempre se produce el mismo resultado. Tanto Japón como China fueron culturalmente inseminadas por la cultura occidental, pero no dominadas. Fué también el caso del área germánica durante la Edad Media; se le impuso el Cristianismo, pero no fue verdaderamente dominada, como se reveló en la guerra de las Investiduras. Me he referido antes al caso de la antigua Jonia. La tribal cultura helena fue inseminada allí por la de sentido práctico comercial — otra forma de racionalidad— de los pueblos de la costa mediterránea oriental, lo que produjo las bases de la filosofía y la ciencia griegas. Termino este capítulo resumiendo mi tesis sobre la teoría de la génesis del progreso moderno. Un adecuado equilibrio de los valores materno-fraternales predominantes en el área de los pueblos germanos, de una parte, y de los de carácter racionalista que el Cristianismo llevaba en su seno, de otra, produjo el estallido científico y tecnológico de Occidente.