A partir de la Segunda Guerra Mundial, las preocupaciones intelectuales de las ciencias han sufrido un desplazamiento importante. En los años sesenta y los setenta, por ejemplo, los descubrimientos en química de moléculas muy complejas proporcionaron a los biólogos una nueva clave sobre los problemas principales de la genética, la fisiología y la medicina. Al principio, hubo quien vio en la “biología molecular” una victoria más del materialismo mecanicista y calificó sus implicaciones más amplias de irremediablemente reduccionistas y antihumanistas. La reacción madura a este cambio es más esperanzadora, pues recuerda que los procesos bioquímicos tienen su raíz en la ecología local de cada “microhabitante” del interior del cuerpo. El impulso platónico hacia una teoría universal puede, así, equilibrarse con una mayor atención de sesgo aristotélico, a las épocas, lugares, circunstancias y ocasiones distintas en que se dan los hechos biológicos, así como con los problemas prácticos que su gran variedad crea a la biología. Más sorprendente aún resulta ver cómo la línea que divide los aspectos morales y técnicos de la medicina ha ido adelgazando durante los últimos veinte o treinta años conforme los tecnólogos desarrollaban nuevas maneras de alargar las vidas de los pacientes, a menudo hasta un punto en el que no tiene ningún sentido la mera prolongación de las funciones corporales o vegetativas. Stephen Toulmin, Cosmópolis, El trasfondo de la Modernidad