365 dias con San Agustin – Jose Maria Fernandez

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Table of Contents
Presentación
Siglas y abreviaturas de las obras de san Agustín
Enero
1 de enero
2 de enero
3 de enero
4 de enero
5 de enero
6 de enero
7 de enero
8 de enero
9 de enero
10 de enero
11 de enero
12 de enero
13 de enero
14 de enero
15 de enero
16 de enero
17 de enero
18 de enero
19 de enero
20 de enero
21 de enero
22 de enero
23 de enero
24 de enero
25 de enero
26 de enero
27 de enero
28 de enero
29 de enero
30 de enero
31 de enero
Febrero
1 de febrero
2 de febrero
3 de febrero
4 de febrero
5 de febrero
6 de febrero
2
7 de febrero
8 de febrero
9 de febrero
10 de febrero
11 de febrero
12 de febrero
13 de febrero
14 de febrero
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18 de febrero
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20 de febrero
21 de febrero
22 de febrero
23 de febrero
24 de febrero
25 de febrero
26 de febrero
27 de febrero
28 de febrero
Marzo
1 de marzo
2 de marzo
3 de marzo
4 de marzo
5 de marzo
6 de marzo
7 de marzo
8 de marzo
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10 de marzo
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19 de marzo
20 de marzo
21 de marzo
22 de marzo
3
23 de marzo
24 de marzo
25 de marzo
26 de marzo
27 de marzo
28 de marzo
29 de marzo
30 de marzo
31 de marzo
Abril
1 de abril
2 de abril
3 de abril
4 de abril
5 de abril
6 de abril
7 de abril
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Mayo
1 de mayo
2 de mayo
3 de mayo
4 de mayo
4
5 de mayo
6 de mayo
7 de mayo
8 de mayo
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10 de mayo
11 de mayo
12 de mayo
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Junio
1 de junio
2 de junio
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Julio
1 de julio
2 de julio
3 de julio
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5 de julio
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31 de julio
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Agosto
1 de agosto
2 de agosto
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31 de agosto
Septiembre
1 de septiembre
2 de septiembre
3 de septiembre
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5 de septiembre
6 de septiembre
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8 de septiembre
9 de septiembre
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14 de septiembre
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30 de septiembre
Octubre
1 de octubre
2 de octubre
3 de octubre
4 de octubre
5 de octubre
6 de octubre
7 de octubre
8 de octubre
9 de octubre
10 de octubre
11 de octubre
12 de octubre
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21 de octubre
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23 de octubre
24 de octubre
25 de octubre
26 de octubre
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28 de octubre
29 de octubre
30 de octubre
31 de octubre
Noviembre
1 de noviembre
2 de noviembre
3 de noviembre
4 de noviembre
5 de noviembre
6 de noviembre
7 de noviembre
8 de noviembre
9 de noviembre
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26 de noviembre
27 de noviembre
28 de noviembre
29 de noviembre
30 de noviembre
Diciembre
1 de diciembre
2 de diciembre
3 de diciembre
4 de diciembre
5 de diciembre
6 de diciembre
7 de diciembre
8 de diciembre
9
9 de diciembre
10 de diciembre
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12 de diciembre
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29 de diciembre
30 de diciembre
31 de diciembre
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365 días con
Agustín de Hipona
Edición a cargo de
José María Fernández Lucio
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12
Versión electrónica
SAN PABLO 2012
(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: [email protected]
[email protected]
ISBN: 9788428542081
Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web
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Presentación
Agustín nació el 13 de noviembre del 354 en Tagaste (Numidia) actual ciudad argelina de SoukAhras. Todo el norte de África estaba dividido en dos grandes zonas: la oriental, bajo el influjo de
Alejandría y la occidental, bajo Cartago, romanizada. Hacía excepción Numidia, cuyos habitantes
eran bereberes del desierto y por tanto poco, por no decir nada, civilizados. Su padre, Patricio, era
un pequeño terrateniente que tenía que compaginar el trabajo del campo con el de empleado
municipal para sacar adelante la familia. Su madre, Mónica, era una cristiana muy virtuosa que
acompañará, sobre todo con la oración, el itinerario espiritual de su hijo hasta que lo vea hecho
hijo de la Iglesia. El coloquio con sus hijos en Ostia, poco antes de morir ella, es una página
magnífica de su hondura religiosa.
San Agustín es el hombre siempre actual porque en él se dan las grandes inquietudes humanas,
el que busca y al fin encuentra el camino que puede conducirlo a aquella paz que él mismo expresó
con estas palabras: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no
descanse en ti». Benedicto XVI nos dice: «Su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe
hasta que su corazón encontró descanso en Dios» (Porta fidei, 7).
Un ejemplo de la situación en que se encontraba Agustín, en su tiempo de búsqueda, podemos
hallarlo reflejado en el Sermón 346, predicado por él hacia el año 405, donde dice: «Todo hombre
que aún no cree en Cristo no se halla ni siquiera en el camino; está extraviado, pues. También él
busca la patria, pero no sabe por dónde ha de ir ni conoce dónde se halla. ¿Qué quiero decir al
afirmar que busca la patria? Toda alma busca el descanso y la felicidad. Nadie, a quien se le
pregunte si quiere ser feliz duda en responder afirmativamente; todo hombre grita que quiere
serlo; pero los hombres ignoran por dónde se llega a la felicidad y dónde se la encuentra; por tanto
están extraviados. Nadie que no esté en marcha se encuentra extraviado; el extravío surge cuando
se inicia la marcha y no se sabe por dónde hay que ir. El Señor te reconduce al camino; al hacernos
fieles, creyentes en Cristo, no podemos decir que estamos ya en la patria, pero hemos comenzado
ya a caminar por el camino».
Él mismo se define con estas palabras: «He aquí mi anhelo. Soy un peregrino sediento, la sed me
abrasa en la carrera, corre, pues, a la fuente, desea el agua viva. Desea esta iluminación, esta
fuente, esta luz. Corre a la fuente, desea el agua viva» (Enarraciones in Psalmos 42, 1). Ardua tarea
puesto que no le resultó fácil llegar a esa fuente y a esa luz, dado que tuvo que probar el fracaso de
otras aparentes fuentes que, lógicamente, no saciaron su sed ni le proporcionaron la verdadera
luz.
Durante su largo recorrido en busca de la verdad pasó a través de las grandes corrientes
filosóficas de su tiempo: maniqueísmo, donatismo, pelagianismo. En el pelagianismo estuvo
encerrado desde el 377 al 383. El motivo principal era que esta doctrina, por sus enseñanzas de las
dos realidades: el bien y el mal, justificaban su vida licenciosa ya que según la misma no era él el
que pecaba, sino el mal que residía en él y le eximía de su propia responsabilidad. Cuando Agustín
escriba sus Confesiones descubrirá la falacia de esta herejía enfrentándose con la totalidad de sus
recursos teológicos y dialécticos. Por su parte, el donatismo pretendía construir una Iglesia sin
pecadores. Más tarde, cuando escriba sobre las herejías, arremeterá contra ellos y su doctrina. A
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su vez, el pelagianismo negaba la gratuidad del amor de Dios a los hombres. También en sus
Confesiones dará un mentís a esta teoría.
Tanto él, como cualquier cristiano sabe de la gratuidad de la gracia de Dios por mediación de su
Hijo Jesucristo. Ya san Pablo, escribiendo a los romanos, les había dicho: «Pues bien, Dios nos
demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8).
Agustín era un gran amante de la estética como se ve en sus Confesiones. Cuando su padre,
pequeño terrateniente y empleado municipal, haciendo un gran esfuerzo, le envía a estudiar a
Madaura, tendrá la oportunidad de leer la Eneida de Virgilio que dejó en él una huella profunda.
Más tarde, en el año 370, encuentra un bienhechor, Romaniano, que le costea los estudios de
Elocuencia (retórica, filosofía, derecho y estética). Se halla perdido en la gran ciudad y enfrentado
consigo mismo, deseoso de verdad y de amor. Dirá de sí mismo: «Aún no amaba yo, pero quería
ser amado» (Confesiones III, 1). Es entonces, y en esa ciudad corrompida, cuando vive un
concubinato que le dio un hijo: Adeodato, al que él llamará el «hijo del pecado».
A simple vista, la vida de Agustín puede parecernos la de un gran pecador, pero no hemos de
olvidar que lo que se descubre en él es la actitud de un inconformista con la vida que arrastra. Se
da cuenta de su situación, trata de buscar y encontrar una salida, pero los caminos que emprende
no le llevan a ninguna parte y se halla como en un laberinto. Por otra parte, sabe que con las
propias fuerzas no le es posible porque lo intenta una y otra vez pero vuelve a las andadas.
Demuestra una gran dignidad y que, como dirá más tarde Benedicto XVI, existe «una invitación
permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a
Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido» (Porta fidei, 10). Por otra parte, su actitud de
búsqueda sincera demuestra que quien busca termina encontrando lo que busca.
Caerá en sus manos la obra de Cicerón: Hortensio, que invitaba a la búsqueda de la verdadera
sabiduría, le ayudó a cambiar sus afectos y deseos, despertó en él el ansia de la inmortalidad, la
sabiduría y el deseo de salir del abismo en que se encontraba. Ya no le importaban ninguna de
aquellas sectas sino buscar, amar y retener la Sabiduría misma, estuviese donde estuviese. Solo
una cosa no había encontrado en el libro: el nombre de Cristo. Desilusionado por no haberlo
encontrado, lo buscó en la Sagrada Escritura y no lo halló. «Desde que el año decimonono de mi
edad leí en la escuela el libro de Cicerón llamado Hortensio, inflamose mi alma con tanto ardor y
deseo de la filosofía, que inmediatamente pensé en dedicarme a ella. Pero no faltaron nieblas que
entorpecieron mi navegación y durante largo tiempo vi hundirse en el océano los astros que me
extraviaron porque cierto terror infantil me retraía de la misma investigación» (De la vida feliz, I,
4).
La vida le había proporcionado éxitos. En el año 385 quiso ir a Roma, capital del Imperio.
Esperaba encontrar allí alumnos menos indisciplinados. Su madre quiso acompañarle pero,
fingiendo que iba a despedir a un amigo al puerto, en realidad el que se embarcó fue él.
A la edad de treinta años ganó, en concurso, la cátedra imperial de elocuencia de Milán,
convocada por Símaco, prefecto de la ciudad donde entonces residía el emperador. A partir de este
momento puede decirse que llega a lo que sus aspiraciones humanas tendían. Pero también fue allí
donde Dios se le hizo encontradizo.
La lectura fue un vehículo por donde se fue acercando, casi sin darse cuenta, a Dios. La lectura
de los platónicos Plotino y Porfirio le abren una ráfaga de luz e hicieron estallar en su interior «un
incendio increíble». El neoplatonismo le abría el camino de la interioridad haciéndole descubrir el
mundo incorpóreo y trascendente de la verdad y liberándole del golpe del materialismo
maniqueo. Ellos le invitan, en sus escritos, a elevarse hacia el Unum. Después, el sacerdote
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Simpliciano le hará conocer la identidad divino-humana de Cristo y la verdadera naturaleza de la
religión cristiana (Confesiones VII, 21.27). Por entonces escucha a Ambrosio, la gran figura de la
Iglesia católica. Pero no le resultaba fácil soltar las amarras que le tenían atado a la vida anterior,
como al otro gran convertido, Pablo, al que había comenzado a leer. Como él, sentía en su interior:
«No hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero» (Rom 7,19). Es la condición
pecadora que Agustín sentía con gran fuerza, como lo demuestra con esta frase: «Lo que me
retenía eran frivolidades de frivolidades, vanidades de vanidades, antiguas amigas mías que me
sacudían la vestidura carnal diciéndome: “¿Con que nos vas a dejar? ¿Desde este momento no vas
a tenernos contigo por toda la eternidad? ¿Nunca más va a serte lícito esto y lo otro?”»
(Confesiones VIII, 11). Y antes había escrito: «Iba cargando mi alma destrozada y sangrante, que no
se dejaba cargar, y yo no sabía en dónde ponerla» (Confesiones IV, 7).
El golpe definitivo en el encuentro con Dios de Agustín se debe a Ambrosio, obispo de Milán. Es
él quien le ofrece ideas, le aconseja y le soluciona los problemas, el que le instruye y le ilumina, el
mediador de Dios, hasta que llegue al seno de la Iglesia católica. Las grandes conversiones son
como un gran maremoto y hay que esperar a que las aguas vuelvan a su cauce. Se requiere el
desierto, la tranquilidad, la reflexión y la oración.
Agustín ya había renunciado a la persona que durante tanto tiempo había sido su compañera.
También había renunciado a su cátedra de elocuencia, dejando de ser «vendedor de palabras»,
según su propia expresión, para darse por entero a Cristo. Junto con su madre, que ya había
llegado a Milán, su hijo, Adeodato, con su hermano Navigio y Alipio, «el hermano de su corazón»,
se retira a una finca, Casiciaco, que le regaló un amigo rico de Milán, Verecundo. «Allí –escribe
Agustín– disertábamos de todo lo que nos parecía provechoso, recogiéndolo por escrito por ver si
esto favorecía a mi salud» (De Ordine I, 2.5). Allí se prepararon al bautismo, mediante el
catecumenado: Agustín, Adeodato y Alipio recibieron este sacramento la vigilia de Pascua del año
387 de manos de Ambrosio.
Una vez convertido, pudo decir en el Sermón 360: «Demos gracias a la paciencia y misericordia
del Señor nuestro Dios; a la paciencia que soportó mis tardanzas, y a la misericordia, porque se
dignó acogerme al volver. Esta es la viña en que no he trabajado, habiendo consumido mis fuerzas
en otra... Llego tarde, pero no pierdo la esperanza de recibir el denario».
Durante el verano del 386, atravesó una grave crisis, que maduró en él la decisión de
abandonar la enseñanza y darse por entero a Cristo. En el año 387, después de un breve retiro en
Casiciaco, donde ya había empezado a escribir los primeros diálogos, inició el viaje que debía
llevarlo de regreso a su patria. Pero los planes de Dios eran otros. Fue entonces cuando se
desarrolló el célebre éxtasis de Ostia. Esa ascensión del alma hacia Dios, a través de las criaturas,
que el santo repetirá varias veces, es una oración del hombre interior muy querida y vivida por
Agustín.
De ahora en adelante tendremos que contemplar a Agustín en sus escritos. En primer lugar, en
las Confesiones, además de pertenecer a la literatura universal, el autor expresa en ellas su
experiencia religiosa honda y sincera. En ellas se tratan las más variadas cuestiones filosóficas y
teológicas, como puede ser la naturaleza del pecado, la necesidad que el hombre tiene, aunque a
veces no se dé cuenta, de que Dios le ame y, como consecuencia, de que este amor le salve. Agustín
escribe las Confesiones diez años después de ser cristiano y en ellas trata de demostrar cuáles
fueron las circunstancias y razones, el porqué se decidió por la Iglesia católica, naturalmente con
la gracia de Dios como agente principal.
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En
este
camino
hacia
la
Iglesia,
la
Escritura
desempeña un papel importante, aquel «toma y lee». Esa lectura le irá despejando poco a poco sus
prejuicios sobre la misma. Más tarde será un gran impulsor de la lectura tanto personal como
comunitaria y en ella cotejará la propia existencia. En la Biblia tienen también su lugar la Creación
y los Salmos. Los Salmos representan para él como un devocionario, son la iniciación para la
oración, como él mismo reconoce: «¡Qué exclamaciones las mías con aquellos salmos que me
inflamaban de ti; cómo me enardecía su recitación; me gustaría poder recitarlos ante todo el
mundo para luchar contra el orgullo del género humano!» (Confesiones IX, 4). Los sucesos, los
personajes, los gritos o quejas, las alabanzas y plegarias explican y nutren todos los aspectos y
etapas de la existencia de los bautizados. Son sobre todo una confesión de cómo su creador va
tejiendo un texto de alabanza y agradecimiento donde se muestra que todo viene de Dios. Muestra
en ellas cómo ha pasado de la altivez a la confesión, al reconocimiento de Dios y de sus acciones en
él y a favor de él. Es la actitud correcta de todo cristiano.
Cuando Agustín escribe las Confesiones, a la vez que piensa en su vida, entabla un diálogo con
Dios, le sirve para afianzar su fe en él y a la vez seguir su búsqueda. Dada su antigua situación, lo
acontecido en su vida no puede reconocerse nada más que como pura gracia y misericordia.
«Narro esto para que yo y quienes esto leyeren meditemos en la posibilidad y la necesidad de
clamar a ti desde los más hondos abismos» (Confesiones II, 3). Las Confesiones pertenecen, desde el
punto de vista literario, no solo a la literatura universal sino que es experiencia religiosa, filosofía,
teología, poema sinfónico. Es una lucha contra el error, la ignorancia, la frivolidad y la adoración
de uno mismo.
Otra gran obra de Agustín es La Ciudad de Dios. Corre el año 410 cuando Alarico y sus
mercenarios arrasan la ciudad de Roma. No se trató solo de un desastre sino que encerraba un
gran interrogante. La ruina de Roma despierta entre la nobleza romana una gran pregunta: ¿Es un
castigo de los dioses por el avance del cristianismo? Agustín nos da la respuesta en su obra La
Ciudad de Dios, que es la primera filosofía y teología de la historia. Para combatir la acusación,
Agustín ideó esa obra colosal en la que no solo entra lo sucedido en Roma sino que envuelve al
Señor de la historia: Dios, quien es el que la conduce, a pesar de la maldad de los hombres. Es una
apología, una advertencia, una invitación de fe para el futuro. La idea no es nueva, pues ya se
hallaba en los Salmos, Agustín la toma como sinónimo del reino de Dios que tiene dos momentos
claves: uno, terreno y temporal, envuelto en el mal y el pecado del mundo; otro, eterno, cuando
será purificada definitivamente en la Jerusalén celestial. La Ciudad de Dios parte de la convicción
de que un misterio permanente atraviesa la historia humana, que la ciudad de Dios se construye
con los materiales que proporciona la realidad histórica presente.
Los dos polos sobre los que gira la investigación agustiniana son Dios y el hombre como queda
expresado en aquella frase: «Que te conozca a ti y que me conozca a mí». Los dos misterios: el de
Dios y el del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. Él mismo dirá que «se había convertido
para sí mismo en un misterio». Ese abismo que no puede salvarse sino con la luz de lo alto. Agustín
es el más profundo filósofo de la realidad humana. Es pensador y escritor por una auténtica
vocación universal; es filósofo y teólogo; teólogo en cuanto filósofo leal y ávido de recorrer todo el
itinerario de la verdad.
El conocimiento del hombre madura en su interior. Conocerse a uno mismo es el principio de
salvación. Para eso no hace falta salir de uno mismo, sino entrar dentro, puesto que dentro de
nosotros habita la verdad. Hay que trascenderse a sí mismo. Lo expresará lapidariamente en
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aquella expresión: «más íntimamente que mi misma interioridad» para narrar su búsqueda
durante tantos años en las cosas exteriores.
A Agustín le atraía la estética. Sintió gran curiosidad por la creación de la que se sentía partícipe
y rodeado. Sentía la atracción por la belleza humana hasta quedar como ensimismado y
encantado, lo que a su vez le impedía llegar hasta la fuente de toda belleza.
En la mente de Agustín «nada humano le resultaba ajeno», tanto es así que encontramos en sus
escritos los más variados temas: la educación, la solidaridad humana, la realidad política, la
justicia humana, las cuestiones morales, la cultura, la razón y la fe... La lista podría alargarse.
Escogió todo lo aprovechable del saber y del quehacer antiguos y lo cristianizó de manera única
siempre bajo la inspiración de la Sagrada Escritura.
Al ser ordenado obispo deja aparte la filosofía que había ocupado muchos años de su vida y se
dedica, por imperativo pastoral, al estudio de la Sagrada Escritura, que le llevó a descubrir un tipo
de ciencia diferente de la filosófica. Solo se podría llegar a la sabiduría progresando en el
conocimiento de la Sagrada Escritura. Siguiendo una idea de Aristóteles distingue dos funciones
en la razón humana: una se refiere a las actividades necesarias para la vida terrena; la otra,
contempla las realidades eternas e inmutables. La primera lleva a la ciencia y la segunda a la
sabiduría. La ciencia es el conocimiento de las cosas temporales y cambiantes necesarias para
llevar a cabo las actividades de la vida. Por el contrario, la sabiduría es la contemplación de las
realidades eternas, es limitada y tiene su fundamento en la fe. Para encontrar a Dios son siempre
necesarias la purificación de la mente y la oración.
En su estudio de la Escritura, donde espera encontrar todos los remedios útiles para la
salvación, los puntos más importantes son el Sermón de la Montaña, al que califica como la carta
magna de la moral cristiana, y las cartas paulinas a los romanos y a los gálatas. Sin olvidar el
comentario incompleto del Génesis, debido a las dificultades que encuentra, así como el
comentario al evangelio de Juan, a la primera Carta de Juan y a los Salmos.
Agustín amó profundamente la oración de los Salmos desde que, estando en Casiciaco captó su
belleza y no los abandonó. Los Salmos son el canto de la creación, la voz del universo, la voz de la
Iglesia y la voz de los cristianos.
Agustín es un creador de civilización y un generador de épocas luminosas. Es más actual hoy de
lo que lo haya sido en su tiempo; será más actual mañana que hoy, como afirma Jean Guitton. Hay
que leerlo con avidez, porque basta una sola centella para encender el motor de nuestra mente,
haciéndola correr por el camino de la meditación y de la contemplación, en los espacios que nos
acercan a Dios. Nos traza un programa al concebir el cristianismo como una lucha continua y con
resultados alternos, entre el bien y el mal, hasta que no llegue el tiempo que la Providencia ha
establecido a la dramática historia del hombre sobre este planeta.
Agustín fue un hombre interior, un santo, un místico experimental en el sentido más riguroso
de la palabra. Ojalá también, como él, nosotros un día podamos decir: «Cierto estoy y ninguna
duda me cabe, Señor, de que te amo. Con el dardo de tu palabra heriste mi corazón y te amé (...). Y
a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne les dije: “Pero, ¿qué me podéis decir
acerca de Él?”. Y todas respondieron clamando en voz alta: “Él nos hizo”» (Confesiones X, 6).
Las lágrimas de Mónica, su madre, como le dijo Ambrosio: «No es posible que se pierda un hijo
de tantas lágrimas», no solo dieron un santo a la Iglesia sino también una lumbrera que con su luz
ha iluminado y sigue iluminando a todo hombre que se acerque a él a través de sus escritos,
«escritos en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, y que permanecen aún hoy
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como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a
Dios encontrar el sendero justo para acceder a la puerta de la fe» (BENEDICTO XVI, Porta fidei, 7).
JOSÉ MARÍA FERNÁNDEZ LUCIO, SSP
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20
El papa Pablo VI era un enamorado de san Agustín y compuso la oración que a continuación
reproducimos. La ofrecemos a nuestros lectores para que, o bien antes de la lectura, o bien después,
puedan rezarla.
Oración
Agustín, ¿no es verdad que nos has llamado
a la vida interior?
¿Aquella vida que nuestra educación moderna,
toda proyectada sobre el mundo externo
y toda inspirada por las dominantes impresiones
del mundo externo,
deja languidecer y casi nos causa cansancio?
Ya no sabemos recogernos,
no sabemos ya meditar,
ya no sabemos rezar.
Hemos conquistado el mundo
y hemos perdido nuestra alma.
Si entramos en nuestro espíritu,
nos cerramos dentro
y perdemos el sentido de la realidad exterior,
de la realidad total;
si salimos fuera, perdemos el sentido
y el gusto de la realidad interior,
de la verdad, que solo la ventana de la vida interior
nos descubre.
Ya no sabemos establecer la relación justa
entre inmanencia y trascendencia;
ya no sabemos encontrar el sendero de la verdad
y de la realidad
puesto que hemos olvidado el punto de partida
que es la vida interior,
y su punto de llegada que es Dios.
Haznos volver, san Agustín, a nosotros mismos;
enséñanos el valor de la amplitud del reino interior;
recuérdanos aquellas palabras tuyas:
«a través de mi alma yo subiré...»;
infunde en nuestro ánimo tu pasión:
«¡Oh verdad, oh verdad,
qué profundos suspiros subían... hacia Ti
de lo más íntimo de mi alma!».
Agustín, sé para nosotros un maestro
de vida interior;
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haz que nos recuperemos con ella
a nosotros mismos,
y que volviendo a la posesión de nuestra alma
podamos descubrir interiormente el reflejo,
la presencia, la acción de Dios,
y que, dóciles a la invitación
de nuestra verdadera naturaleza,
más dóciles aún al misterio de su gracia,
podamos alcanzar la sabiduría, o sea,
con el pensamiento la Verdad,
con la Verdad el Amor,
con el Amor la plenitud de la Vida
que es Dios. Amén.
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Siglas y abreviaturas de las obras de san Agustín
CdeD La Ciudad de Dios, en Obras Completas, BAC, Madrid.
Conf. Las Confesiones, San Pablo, Madrid 2007.
Com. Sal Comentario a los Salmos, en Obras Completas, BAC, Madrid.
DeOrd. De Ordine, en Obras Completas, BAC, Madrid.
Ev. Jn. Trat. Tratado sobre el evangelio de Juan, en
Obras Completas, BAC, Madrid.
Serm. Sermones, en Obras Completas, BAC, Madrid.
Sol. Soliloquios, en Obras Completas, BAC, Madrid.
VF Vida Feliz, en Obras Completas, BAC, Madrid.
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Enero
1 de enero
El Verbo es inefable
Dilatad vuestros corazones; suplid la pobreza de mi palabra. Oíd lo que yo pueda deciros, y lo que
no pueda decir, pensadlo vosotros. ¿Quién comprenderá el Verbo permaneciente? Todas nuestras
palabras suenan y pasan. ¿Quién comprenderá la Palabra permaneciente sino el que permanezca
en ella? ¿Quién comprenderá la Palabra permaneciente? No sigas el río de la carne. Esta carne es
un río, porque nunca está quieta. Nacen los hombres como de una fuente oculta de la naturaleza;
viven y mueren, y no sabemos de dónde vienen ni adónde van. Está escondida el agua hasta que
brota el manantial; corre y aparece el río, y luego se oculta en el mar. No hagamos caso del río este
que mana, se desliza y corre a desaparecer; despreciémosle. Toda carne es heno; y todo el honor de
la carne, como la flor del heno. El heno se secó, la flor se cayó. ¿Quieres ser inmutable? Pero el Verbo
de Dios permanece para siempre.
(Serm. 119, 3)
2 de enero
Diferencia entre el catecúmeno y el cristiano
Ven a la gracia del bautismo. Poder recibiste de hacerlo, porque está escrito: Dios les dio el poder
ser hechos hijos de Dios. Empieza a ser hijo tú, que ya eras un mal siervo (pues habías comenzado a
pertenecer a la gran familia). Habiendo comenzado a ser siervo, procura ser hijo; séante
perdonados los pecados que llevas encima. ¿Por qué temes lo que aún no hay en ti y no temes lo
que hay en ti ya? Y cuando hayas sido renovado por la remisión de los pecados, una vez que todos
los pasados han sido perdonados, se te concede un largo espacio de vida en este mundo, para que
a tu fe le sigan buenas obras; como hijo que has sido hecho de la familia de un tal Padre, vive cual
conviene a uno sobre quien se invoca el nombre del Señor. Vive así; avanza, desprecia lo presente,
espera lo futuro, séate de ninguna calidad lo temporal, y cobre a tus ojos estimación lo eterno.
Cumplamos los preceptos del Médico para merecer el gozo de una eterna salud, pues quien hiciere
la voluntad de Dios permanecerá por siempre, lo mismo que Dios permanece por siempre.
(Serm. 2, 4)
3 de enero
Tres modos de nombrar a Jesucristo
Por cuanto he podido vislumbrar en las páginas sagradas, hermanos, a nuestro Señor Jesucristo se
le considera y nombra de tres modos cuando es anunciado tanto en la ley y los profetas como en
las cartas apostólicas o en los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El
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primero de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto Dios y en referencia a la
divinidad, igual y coeterna a la del Padre. El segundo se refiere al momento en que ha asumido ya
la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es
hombre es Dios, según una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se equipara a los
restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer modo es lo que en cierta
manera denominamos Cristo total, en la plenitud de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la
plenitud de cierto varón perfecto, de quien somos miembros cada uno en particular. Tal es lo que
se proclama a los creyentes y se ofrece como cognoscible a los sabios. En tan breve espacio de
tiempo no me es posible ni recordar ni explicar los numerosos testimonios de la Escritura con que
probar los tres modos mencionados; pero no puedo dejar todo sin probar. Así, pues, trayendo a la
memoria algunos de esos testimonios, vosotros mismos podéis ver y encontrar en las Escrituras
los restantes, que la premura del tiempo no me permite mencionar.
(Serm. 341, 1)
4 de enero
Nadie busca sin hallarte
A ti vuelvo y torno a pedirte los medios para llegar hasta ti. Si tú abandonas, luego la muerte se
cierne sobre mí; pero tú no abandonas, porque eres el sumo Bien, y nadie te buscó debidamente
sin hallarte. Y debidamente te buscó el que recibió de ti el don de buscarte como se debe. Que te
busque, Padre mío, sin caer en ningún error; que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en
vez de ti. Pues mi único deseo es poseerte; ponte a mi alcance, te ruego, Padre mío; y si ves en mí
algún apetito superfluo, límpiame para que pueda verte. Con respecto a la salud corporal, mientras
no me conste qué utilidad puedo recabar de ella para mí o para bien de los amigos, a quienes amo,
todo lo dejo en tus manos, Padre sapientísimo y óptimo, y rogaré por esta necesidad, según
oportunamente me indicares. Solo ahora imploro tu nobilísima clemencia para que me conviertas
plenamente a ti y destierres todas las repugnancias que a ello se opongan, y en el tiempo que lleve
la carga de este cuerpo, haz que sea puro, magnánimo, justo y prudente, perfecto amante y
conocedor de tu sabiduría y digno de la habitación y habitador de tu beatísimo reino. Amén, amén.
(Sol. I, 1, 6)
5 de enero
El bien del hombre
Me congratulo contigo y doy gracias a nuestro Dios y Señor por tu fe, esperanza y caridad, y
también te doy gracias a ti ante el Señor, porque tan honestamente me estimas, creyendo que soy
un fiel siervo de Dios y amando ese bien en mí con un purísimo corazón. Más bien que dar gracias,
debemos felicitar a tu benevolencia por ello. A ti te beneficia el amar mi supuesta bondad; ama la
bondad todo aquel que ama a quien cree bueno, ya lo sea de veras, ya sea distinto de lo que parece.
En este punto solo ha de evitarse un posible error: nadie debe sentir, no respecto del hombre, sino
respecto del bien del hombre, otra cosa que la que pide la verdad. Mas tú, hermano amadísimo, no
yerras, ni en tu creencia ni en tu ciencia, cuando estimas que es un gran bien el servir a Dios
espontánea y castamente; cuando amas a cualquier hombre porque le crees participante del tal
bien, tú ganas tu futuro aunque él no sea tal. Por eso tengo que felicitarte por ello; en cambio, al
otro hay que felicitarle no cuando es amado por tal motivo, sino cuando es tal cual le pinta el que
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le ama. Cuál sea yo y cuánto me haya acercado a Dios, Él lo sabe, pues su juicio no puede
equivocarse ni acerca del bien del hombre ni acerca del hombre mismo.
(Carta a Antonino, 20, 2)
6 de enero
La Epifanía
A la solemnidad que celebramos hoy se le da el nombre de Epifanía en atención a la manifestación
del Señor. En efecto, al manifestarse en el día de hoy, se ofrece a los magos, primicias de los
gentiles, que lo adoran, el que hace pocos días se les entregaba al nacer. Él es la piedra angular que
juntó en su unidad a las dos como paredes que traían dirección contraria, es decir, la de la
circuncisión y la del prepucio; con otras palabras: la de los judíos y la de los gentiles, y se convirtió
en nuestra paz, él que hizo de los dos pueblos uno solo. Para dar el anuncio a los pastores judíos,
bajaron los ángeles del cielo, y para que los paganos gentiles lo adorasen, ya mediante la estrella,
los cielos pregonaron la gloria de Dios, para que por la gracia del nacido la pregonasen también los
apóstoles, llevando al Señor como si fueran cielos, y su sonido llegase a toda la tierra, y sus
palabras, al confín del orbe de la tierra. Palabras que llegaron también a nosotros; las creímos, y
por eso hablamos.
Hay muchas cosas, hermanos, en la lectura evangélica que merecen consideración. Llegan los
magos del Oriente, buscan al rey de los judíos quienes nunca antes habían buscado a tantos otros
reyes judíos como hubo. Pero buscan no a alguien en edad viril o entrado en años, visible a los ojos
humanos en un trono elevado, poderoso por sus ejércitos, terrorífico por sus armas,
resplandeciente por su púrpura, de brillante diadema, sino a un recién nacido que yace en la cuna,
ansía el pecho materno; que no destacaba ni por los adornos de su cuerpo, ni por la fuerza de sus
miembros, ni por la riqueza de sus padres, ni por su edad, ni por el poder de los suyos. Y
preguntan al rey de los judíos por el rey de los judíos, a Herodes por Cristo, al grande por el
pequeño, al ilustre por el oculto, al elevado por el humilde, al que habla por el que no habla, al rico
por el necesitado, al fuerte por el débil, y, no obstante, al que lo desprecia, por el que ha de ser
adorado. Efectivamente, en él no se veía ninguna pompa, pero se adoraba la auténtica majestad.
(Serm. 373, 1-2)
7 de enero
Velaba meditando
Velaba yo una noche, según costumbre, meditando en silencio sobre unas ideas que no sé de
dónde me venían, pues por amor a la investigación de la verdad solía estar desvelado la primera o
la segunda parte de la noche, reflexionando sobre lo que fuera. No quería distraerme discutiendo
con los jóvenes, porque durante el día ellos trabajaban tanto que me parecía demasiado hurtarles
algo del sueño, por razón de estudio, si bien me tenían encargado que, fuera de los libros, les
mandase otros trabajos con el fin de habituarse al recogimiento interior.
Yo, pues, como digo, velaba aquella noche, cuando me obligó a aplicar el oído y prendió más
fuertemente que de costumbre mi atención el rumor del agua que corría junto a los baños. Me
causaba mucha admiración que la misma agua, al precipitarse sobre las piedras, unas veces
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resonaba con más claridad y otras más amortiguadamente. Púseme a averiguar la causa, y lo
confieso, no atinaba en ella, cuando Licencio andaba a golpes en la cama con una tabla contra unos
ratones molestos, y esto me dio a entender que estaba despierto. Yo le dije:
—¿Has notado, Licencio, pues parece que tu musa te ha encendido la lámpara para que
poetices, cómo el agua de ese canal discurre con sonido irregular?
—Esto no es nuevo para mí –contestó él–. Pues algunas veces, al despertarme con el deseo de
saber si se ha engrosado con la lluvia su caudal, me ha hecho aplicar el oído y advertir el mismo
fenómeno.
También Trigecio dio señal de aprobación, pues, aunque recostado en su lecho del mismo
aposento, velaba sin saberlo nosotros. Había obscuridad, cosa que en Italia es necesaria aun para
los ricos.
(DeOrd. I, 3, 6)
8 de enero
Quién posee a Dios
Al día siguiente, también después de comer, pero un poco más tarde que el anterior, nos reunimos
y sentamos todos en el mismo lugar.
—Tarde habéis venido al banquete –les dije yo–, lo cual creo se debe no a una indigestión, sino
a la seguridad que tenéis de que serán escasos los manjares; por lo cual me ha parecido que no
debíamos entrar tan pronto en la materia, pues tan luego pensáis acabar. No hay que creer que
quedaron muchas sobras, cuando no hubo abundancia de platos, en el día mismo de la
solemnidad. Y todo tiene sus ventajas. Qué se os ha preparado, ni yo mismo puedo decirlo. Pero
hay quien ofrece a todos la copia de sus alimentos, mayormente los especiales de que aquí
tratamos. Si bien, nosotros nos abstenemos de tomarlos o por debilidad, o por estar ahítos, o por la
ocupación, pues ayer piadosa y firmemente convinimos en que Dios, permaneciendo en nosotros,
hace bienaventurados a los hombres que lo poseen. Habiendo ya probado razonadamente que es
bienaventurado el que tiene a Dios (sin rehusar ninguno de vosotros esta verdad), se propuso la
cuestión: ¿quién os parece que posee a Dios? Tres definiciones o pareceres se dieron acerca de
este punto, si la memoria me es fiel. Según algunos, tiene a Dios el que cumple su voluntad; según
otros, el que vive bien goza de esa prerrogativa. Plúgoles a los demás decir que Dios habita en los
corazones puros.
Pero quizá todos con diversas palabras dijisteis lo mismo. Pues si consideramos las dos
primeras definiciones, el que vive bien hace la voluntad divina y quien cumple lo que Él quiere
vive bien. Vivir bien es hacer lo que a Dios agrada, ¿no estáis conformes? Asintieron todos.
(VF III, 17, 18)
9 de enero
La barca batida por las olas
La lección evangélica recién oída es para nuestra humildad una invitación a ver y comprender
dónde nos hallamos y adónde hemos de dirigirnos a toda prisa. Porque su significación tiene la
nave aquella donde van los discípulos, fatigada por vientos contrarios en medio de las olas. Y el
haber el Señor despachado a las turbas y subídose al monte para orar en soledad, y el venir
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después a los discípulos y hallarlos en peligro, y el andar sobre la mar, y el darles ánimo con su
entrada en el barco, y el apaciguar el oleaje, no fue sin algún motivo. ¿Es maravilla pudiera
sosegarlo todo el Criador de todo? Sin embargo, fue después de haber subido a la nave cuando los
tripulantes se llegaron a Él y le dijeron: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios. Antes de la
evidencia esta perdieron la serenidad viéndole venir sobre la mar, pues dijeron: Es un fantasma.
Mas, en subiendo Él al navío, les quitó la fluctuación interior de sus corazones, donde la duda
estaba poniendo a riesgo mayor las almas que a sus cuerpos las olas.
(Serm. 75, 1)
10 de enero
Todos deseamos la felicidad
Todo hombre, quienquiera que sea, desea ser feliz. No hay nadie que no lo desee ni que no lo desee
por encima de las demás cosas; más aún, todo el que desea cualquier otra cosa, la desea con la
mirada puesta en aquella. Los hombres son arrastrados por diversos deseos; uno ambiciona esto,
otro aquello. Dentro de la raza humana hay distintos estilos de vida. Y, dentro de esa multitud de
estilos de vida, cada uno elige y se apodera de una cosa; sin embargo, cualquiera que sea el estilo
de vida elegido, nadie hay que no desee la vida feliz. Por tanto, la vida feliz es posesión común a
todos; pero la división de pareceres comienza a propósito de por dónde se va a ella, cómo se
tiende a ella y por qué camino se llega a ella. Por esta misma razón, ignoro si podremos encontrar
la vida feliz si la buscamos en la tierra; no porque sea malo lo que buscamos, sino porque no la
buscamos en el debido lugar. Unos dicen: «Felices son los hombres de armas». Lo niega el otro,
que dice a su vez: «Felices son los que cultivan el campo». También esto es negado por un tercero,
que añade: «Felices son quienes viven en el foro en medio de la gloria popular, defienden las
causas, y con sus palabras disponen sobre la vida y la muerte de los hombres». Esto lo niega otro, y
dice: «Felices, sí, pero los jueces, que tienen poder de oír y sentenciar». Otro, negando lo anterior,
dice: «Felices son los marineros, que conocen muchas regiones y adquieren grandes fortunas».
Veis, amadísimos, que dentro de esta gran multitud de estilos de vida no hay una sola cosa que
agrade a todos. Pero la vida feliz, sí. ¿Qué significa que a todos agrade la vida feliz, siendo así que
no a todos agrada cualquier vida?
(Serm. 306, 3)
11 de enero
Tuviste misericordia
Tú, Señor, permaneces eternamente, pero no es eterno tu enojo contra nosotros, porque tuviste
misericordia del polvo y la ceniza y te agradó reformar mis deformidades. Con vivos estímulos me
agitabas para que no tuviera reposo hasta alcanzar certidumbre de ti por una visión interior. Y así,
el toque secreto de tu mano medicinal iba haciendo ceder mi fatuidad, y la agudeza de mi mente
conturbada y entenebrecida se iba curando poco a poco con el acre colirio de mis saludables
dolores.
(Conf. VII, 8.12)
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12 de enero
El Precursor
Así, pues, Juan precedió al Señor no como el maestro al discípulo, sino como el heraldo al juez; no
para imponerle su autoridad, sino para cumplir una función. El testimonio del mismo Juan a este
respecto suena así: Quien viene detrás de mí ha sido hecho antes que yo, porque era anterior a mí. El
Señor vino después que Juan por lo que se refiere a su nacimiento de la virgen María, no al de la
sustancia del Padre. Conocemos dos nacimientos del Señor, uno divino y otro humano, pero ambos
admirables; aquel sin madre, este sin padre; aquel eterno, para crear el temporal; este temporal,
para manifestar el eterno. Aquel del que dice Juan, no el bautista, sino el evangelista, que en el
principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios, y que por ella se
hicieron todas las cosas, y sin ella nada se hizo; aquel tan grande e igual al Padre en la forma de
Dios, aquel que carece de tiempo y es creador de los tiempos, que es juez del que hasta nació de
una mujer, pero permaneció tan grande que no se separó del Padre. Obsequiosos ante él, como
lámparas ante el día, y ofreciéndole su testimonio, todos los profetas que lo anunciaron le
precedieron en el nacer, y, al creer y unirse a él, él les precedió. Convenía que anunciasen su
venida y milagros; milagros que a los buenos entendedores le mostrarían como Dios, aunque a
quienes se limitasen a mirar con ojos humanos lo viesen como hombre, pequeño para los
pequeños, pero humilde para los soberbios, enseñando al hombre, con su pequeñez, a reconocerse
pequeño y a no creerse grande por hallarse hinchado sin haber crecido. La soberbia, en efecto, no
es grandeza, sino hinchazón. Para sanar esta hinchazón del género humano, siendo él mismo
médico y medicina, es decir, no solo mostrando la medicina, sino convirtiéndose él mismo en ella,
apareció ante los hombres como hombre, ofreciendo su ser humano a quienes le veían y
reservando su ser divino para quienes creyeran en él. La mirada de su humanidad sanó a los
débiles; la contemplación de su divinidad requiere gente fuerte. Aún no había hombres que
pudieran ver a Dios en el hombre, no podían ver más que al hombre; con todo, no deben poner su
esperanza en el hombre. ¿Qué hacer, pues? El hombre puede ver al hombre, pero no puede seguir
al hombre. Había que seguir a Dios, al que no se podía ver, y no seguir al hombre, al que se podía
ver. Así, pues, Dios se hizo hombre a fin de mostrarse al hombre para que el hombre lo viera y lo
siguiera. ¡Oh hombre, por quien Dios se hizo hombre! Debes creerte grande en verdad; pero
desciende para ascender, puesto que también Dios se hizo hombre descendiendo. Adhiérete a tu
medicina, imita a tu maestro, reconoce a tu Señor, abraza a tu hermano, comprende a tu Dios. Esto
era aquel, tan grande y tan pequeño: un gusano, no un hombre; mas por él fue hecho el hombre.
Esto es él; ¿qué es Juan sino lo que dice de él quien es veraz, lo que dice de él la verdad? En efecto,
si debemos creer a Juan hablando de la verdad, ¿no hemos de creer a la verdad hablando de Juan?
(Serm. 380, 2)
13 de enero
Una cosa me faltaba
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¡Qué incendios los míos, Señor, por volar hacia ti lejos de todo lo terrenal! No sabía yo lo que
estabas haciendo conmigo tú, que eres la Sabiduría. «Filosofía» llaman los griegos al amor de la
sabiduría; y en ese amor me hacían arder aquellas letras. Cierto es que no faltan quienes engañan
con la filosofía, cubriendo y coloreando sus errores con ese nombre tan digno, tan suave y tan
honesto. Pero todos estos seductores, los de ese tiempo y los que antes habían sido, eran en ese
libro censurados y mostrados por lo que en verdad son; y se manifiesta en él, además, aquella
saludable admonición que tú nos haces por medio de tu siervo bueno y pío: Cuidaos de que nadie
os engañe con la filosofía y una vana seducción según las tradiciones y elementos de este mundo y no
según Cristo, en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad (Col 2,8-9).
Bien sabes tú, luz de mi corazón, que en esos tiempos no conocía yo aún esas palabras
apostólicas, pero me atraía la exhortación del Hortensius a no seguir esta secta o la otra, sino la
sabiduría misma, cualquiera que ella fuese.
Esta sabiduría tenía yo que amar, buscar y conseguir y el libro me exhortaba a abrazarme a ella
con todas mis fuerzas. Yo estaba enardecido. Lo único que me faltaba en medio de tanta fragancia
era el nombre de Cristo, que en él no aparecía. Pues tu misericordia hizo que el nombre de tu Hijo,
mi Salvador, lo bebiera yo con la leche materna y lo tuviera siempre en muy alto lugar; razón por
la cual una literatura que lo ignora, por verídica y pulida que pudiera ser, no lograba apoderarse
de mí.
(Conf. III, 4.8)
14 de enero
Cómo vivir santamente
El Doctor de las Gentes dice también que todos los que quieran vivir santamente según Cristo, han
de sufrir persecuciones. Es preciso, pues, hacerse a la idea de que no pueden faltar en ningún
tiempo. Porque, cuando parece reinar la paz por parte de los enemigos de fuera, y en realidad
reina, y esta brinda un gran consuelo sobre todo a los débiles, dentro no faltan, más aún, son
muchos los enemigos que atormentan el corazón de los hombres de bien en sus rotas costumbres.
Estos son la causa de que el nombre cristiano y católico sea blasfemado, y cuanto más aman ese
nombre las almas piadosas, anhelantes de vivir según Cristo, tanto más sienten que hagan esa
injuria los malos cristianos, y sea por eso menos amado de lo que ellos desean. Otro objeto de
dolor para los piadosos es pensar que los herejes, que se dicen también cristianos y tienen los
mismos sacramentos, y las mismas Escrituras, y la misma profesión, enviscan con sus disensiones
en la lucha a muchos dispuestos a abrazar el cristianismo. Y dan lugar a blasfemias contra el
nombre cristiano, nombre que también ellos ostentan. Estas y parecidas posturas y desviaciones
de los hombres son una persecución callada para los que quieren vivir santamente en Cristo aun
sin que nadie atormente y veje su cuerpo. Es una persecución interior, cordial, no corporal. Esto
arrancó aquel grito: A proporción de los muchos dolores que atormentaron mi corazón, pues no dice
mi cuerpo. Pero además, como es sabido que las promesas de Dios son inmutables y que el Apóstol
dice: El Señor conoce a los suyos, pues a los que tiene previstos, también los predestinó para ser
conformes a la imagen de su Hijo, y, por lo tanto, de estos no puede perecer ninguno, el Salmo
añade: Tus consuelos han llenado de alegría mi alma. El dolor que roe el corazón de los piadosos
perseguidos por las costumbres de los cristianos malos o falsos es útil a los que lo sienten, porque
nace de la caridad, que se alarma por estos miserables y por quienes impiden la salud de otros. En
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fin, los fieles reciben grandes consuelos de la enmienda de los malos, y su conversión esparce
sobre sus almas un riego de tanta fecundidad cuanto fue el dolor que los atormentó antes. La
Iglesia en este siglo, en estos tristes días, no solo desde Cristo y los apóstoles, sino desde el primer
justo Abel, a quien dio muerte su impío hermano, y hasta el fin del mundo, camina su jornada
entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios.
(CdeD XVIII 51, 2)
15 de enero
Autoridad divina y humana
La autoridad puede ser divina y humana; la divina es la verdadera, firme y suprema. Y al buscarla
se ha de temer la maravillosa potencia de engañar que tienen los demonios, pues por medio de la
adivinación de cosas relativas a la percepción sensible y por algunas obras han logrado engañar
fácilmente a las almas amigas de sortilegios, ambiciosas de mando o temerosas de milagros vanos.
Aquella es la verdadera autoridad divina que no solo trasciende con signos sensibles toda
humana potestad, sino que, actuando sobre el hombre, le manifiesta cómo se abatió por él y le
manda librarse de la tiranía de los sentidos y aun de los mismos milagros sensibles elevarse a su
interpretación espiritual, demostrándole a la par cuánto puede él obrar aquí y por qué puede todo
esto y lo poco que lo estima. Ha de descubrir con sus milagros el poder, y con la humildad su
clemencia, y su naturaleza con mandatos, cosas todas que se nos enseñan más íntima y
seguramente en las verdades sagradas en que estamos iniciándonos, pues por ellas la vida de los
buenos se purifica muy fácilmente, no con rodeos de disputas, sino con la autoridad de los
misterios.
La autoridad humana, en cambio, engaña muchas veces; y en ella aventajan particularmente,
según el aprecio de los ignorantes, los que dan muchos indicios de la verdad de su doctrina,
conformando su enseñanza con el ejemplo. Y si a esto se agrega que tienen algunos bienes de
fortuna, cuyo uso los engrandece y les granjea reverencia, será muy difícil que quien dé crédito a
sus preceptos de buen vivir sea digno de censura.
(DeOrd. II, 9, 27)
16 de enero
Andaba en busca
Andaba yo en busca de alguna manera de adquirir la energía necesaria para gozar de ti, pero no
pude encontrarla mientras no pude admitir que Jesucristo es mediador entre Dios y los hombres;
que está sobre todas las cosas y es Dios bendito por todos los siglos (1Tim 2,5; Rom 9,5). Y Cristo me
llamaba diciendo: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). El alimento que yo no podía
alcanzar no era otro que tu propio Verbo por quien hiciste todas las cosas, el cual al hacerse
hombre y habitar en nuestra carne (Jn 1,14) se hizo leche para nuestra infancia.
Pero yo no era humilde y por eso no podía entender a un Cristo humilde, ni captar lo que Él nos
enseña con su debilidad. Porque tu Verbo, eterna verdad y excelente sobre lo más excelso que hay
en tu creación, levanta hacia sí a quienes se le someten. Siendo la excelsitud misma, quiso
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edificarse acá en la tierra una humilde morada de nuestro barro por la cual deprimiese el orgullo
de los que quería atraer a sí y los sanara nutriéndolos en su amor; para que no caminaran
demasiado lejos apoyados en su propia confianza, sino que más bien se humillaran al ver a sus
pies a una persona divina empequeñecida por su participación en la vestidura de nuestra piel
humana; para que sintiéndose fatigados se postraran ante ella y ella, levantándose, los levantara.
(Conf. VII, 18.24)
17 de enero
Antonio, el monje egipcio
Y un día sucedió que estando Nebridio ausente por no recuerdo qué motivo, vino a visitarnos a
Alipio y a mí un cierto Ponticiano, paisano nuestro de África, que desempeñaba un alto cargo en la
corte; quería pedirnos un favor, no recuerdo cuál. Nos sentamos pues a conversar. Y en un
momento dado sus ojos se fijaron sobre la mesa de juegos, en la cual estaba por pura casualidad
un libro. Lo tomó, lo abrió, y con sorpresa advirtió que no se trataba de ninguna materia literaria
de las que yo enseñaba sino de las cartas de san Pablo. Me miró sonriendo y muy admirado me
felicitó de que semejante libro fuera el único que yo tenía allí. Porque él era un cristiano fiel que
con frecuencia se postraba ante ti, Dios nuestro, en largos tiempos de oración. Y cuando le dije que
tenía gran interés por esas escrituras, se inició una conversación en la cual empezó a hablarnos de
Antonio, el monje egipcio, de glorioso nombre entre tus hijos pero desconocido para nosotros en
aquellos días. Cuando se dio cuenta de nuestra ignorancia se extendió más en la narración,
admirado de que pudiéramos desconocer a tan conocido personaje.
Quedamos atónitos de oír estos hechos de memoria reciente, casi de nuestro tiempo, maravillas
bien documentadas que se dan en la recta fe de tu Iglesia católica. Y estábamos admirados los tres:
Alipio y yo, de que sucedieran cosas tan grandes; y él, de que nosotros no las conociéramos.
(Conf. VIII, 6.14)
18 de enero
¿Cómo era el Paraíso?
Se cuestiona, y no sin razón, si el primer hombre, o los primeros hombres (pues el matrimonio era
de dos), antes del pecado, estaban sujetos en este cuerpo animal a esos afectos, de los que nos
veremos libres en el cuerpo espiritual una vez purgado y finido todo pecado. Si estaban sujetos a
ellos, ¿cómo eran felices en aquel celebrado lugar de beatitud, es decir, en el paraíso? ¿Quién
puede llamarse absolutamente feliz estando afectado de temor o de dolor? Por otra parte, ¿qué
podían temer o de qué se podían doler aquellos hombres, que nadaban en tanta afluencia de
bienes, en un estado en que no teman la muerte ni enfermedad corporal alguna, en un lugar en que
no faltaba nada a su buena voluntad y en que no había cosa que ofendiera la carne o el ánimo del
hombre que vivía en felicidad? Reinaba allí un amor imperturbable a Dios, y los cónyuges entre sí
vivían en una familiaridad fiel y sincera, y de este amor fluía un grande gozo, sin faltar un objeto
de amor digno de disfrute. Evitaban el pecado sin inquietud alguna, y al esquivarlo no irrumpía en
ellos otro mal que les angustiara. ¿O es que ardían en deseos de acercarse al árbol prohibido para
comer de él y temían morir, y por eso el deseo y el miedo turbaban a aquellos hombres ya en el
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paraíso? Lejos de nosotros pensar que sucediera esto cuando no existía el pecado, ya que no
carece de pecado desear lo que la ley de Dios prohíbe y abstenerse de ello por temor a la pena, no
por amor a la justicia. Lejos de nosotros –repito– pensar que antes de todo pecado existiera ya allí
ese pecado, el admitir aplicando al árbol lo que el Señor dice de la mujer: Si alguien mirare a una
mujer con mal deseo, ya adulteró en su corazón.
Así, pues, toda la humanidad sería tan feliz como lo eran los primeros hombres, cuando ni las
perturbaciones anímicas les inquietaban ni las incomodidades corporales les hacían mella, si ni
ellos hubieran hecho el mal que transmitieron a sus descendientes, ni sus descendientes la
iniquidad, merecedora de condenación. Y esta felicidad perduraría hasta que, en virtud de la
bendición: Creced y multiplicaos, se colmara el número de los santos predestinados y se concediera
otra felicidad mayor, cual se da a los muy bienaventurados ángeles. En ese estado sería ya cierta la
seguridad de que nadie ha de pecar y nadie ha de morir, y la vida de los santos, sin haber probado
el dolor, el trabajo y la muerte, sería tal cual será después de todo esto, en la incorrupción de los
cuerpos, llegada la resurrección de los muertos.
(CdeD XIV, 10)
19 de enero
El agua convertida en vino
El milagro de nuestro Señor Jesucristo de la conversión del agua en vino no es una maravilla a los
ojos de quienes saben que lo ha hecho Dios. El que, con ocasión de las bodas, hizo el vino en seis
ánforas, aquellas que mandó llenasen de agua, es el mismo que todos los años hace eso mismo en
las vides. Lo que los servidores echaron en las hidrias fue convertido en vino por la acción del
Señor. Esta misma acción convierte en vino lo que echan las nubes. Esto no nos admira, porque
sucede todos los años y por la frecuencia ha dejado de ser admirable, y, sin embargo, es más digno
de reflexión que lo que hizo en las hidrias de agua. ¿Quién que piense detenidamente en las obras
de Dios, por las que rige y gobierna todo el mundo, no se pasma de asombro y queda como
aplastado por el peso abrumador de tantos milagros? La potencia de un grano de semilla
cualquiera es cosa de tanta grandeza, que estremece de espanto a quien lo considera. Pero, como
los hombres, atentos a otras cosas, no consideran las maravillas de Dios, por las que sin cesar
glorificaran al Creador, se reservó Dios el hacer prodigios no ordinarios para que los hombres, que
están como aletargados, despierten con estas maravillas y le rindan adoración. Resucita a un
muerto, y el hombre se admira. Nacen miles todos los días, y nadie se extraña. Sin embargo, si bien
se examina, mayor milagro es comenzar a ser lo que no era que resucitar al que ya había sido. El
mismo Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo hace estas maravillas por su Verbo y las gobierna
el mismo que las realiza. Los primeros milagros los obra por su Verbo, que es Dios con Él; y los
segundos, por el mismo Verbo suyo encarnado y hecho hombre por nosotros. Del mismo modo
que se admira lo realizado por Jesús hombre, se debe admirar lo realizado por Jesús Dios. Por
Jesús Dios se hizo el cielo y la tierra, y toda la hermosura de los cielos, y toda la opulencia de la
tierra, y la fecundidad de los mares, y todo lo que se ofrece a nuestra vista, todo se hizo por Jesús
Dios. Contemplamos estas cosas, y, si se tiene su Espíritu, nos agradan de tal forma, que alabamos
al Artífice. No nos alejamos de Él mirando sus obras, dando la cara a lo que hizo y volviendo las
espaldas a su Hacedor.
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(Ev. Jn. Trat. VIII, 1)
20 de enero
La pasión de los mártires
Dichosos los santos en cuyas memorias celebramos el día de su martirio: A cambio de la salud
temporal recibieron la corona eterna, la inmortalidad sin fin, y a nosotros nos dejaron en estas
fiestas solemnes una exhortación. Cuando escuchamos la pasión de los mártires, nos alegramos y
en ellos glorificamos a Dios, sin sentir pena por su muerte. En efecto, de no haber muerto por
Cristo, ¿seguirían, acaso, hoy en vida? ¿Por qué no podía realizar la confesión lo mismo que iba a
hacer la enfermedad? Cuando se leía la pasión de los santos, escuchasteis las preguntas de los
perseguidores y las respuestas de los confesores. Entre otras, ¡qué bella fue la del bienaventurado
obispo Fructuoso! Cuando alguien le dijo y le suplicó que lo tuviese en su recuerdo y orase por él,
respondió: «Es necesario que ore por la Iglesia católica, extendida de oriente a occidente». ¿Quién
puede orar por cada uno en particular? Pero quien ora por todos no olvida a nadie en concreto. De
ningún miembro se olvida aquel que ora por todo el mundo. ¿Cuál os parece que fue la advertencia
hecha a quien le pedía que orase por él? ¿Cuál pensáis? Sin duda alguna, ya la habéis captado, pero
os la voy a recordar. Le suplicaba que orase por él. «También yo, dijo, oro por la Iglesia católica,
extendida de oriente a occidente». Si quieres que ore por ti, no te apartes de la Iglesia por la que
oro.
¿Qué decir de la respuesta del santo diácono que sufrió y fue coronado con su obispo? Le
pregunta el juez: «¿También tú adoras a Fructuoso?». Y él respondió: «Yo no adoro a Fructuoso,
sino al Dios que adora también Fructuoso». De esta forma nos exhortó a honrar a los mártires y a
adorar a Dios en su compañía.
(Serm. 273, 2-3)
21 de enero
Inés, virgen mártir
Dichosos aquellos cuya pasión hemos leído. Dichosa Santa Inés, que sufrió su pasión en el día de
hoy. Esta virgen era lo que indicaba su nombre. Inés, Agnes, en latín significa «cordera», y en
griego, «casta». Era lo expresado por el nombre. Con razón, pues, fue coronada. Por tanto,
hermanos míos, ¿qué puedo deciros de aquellos hombres a quienes los paganos adoraron como
dioses y a quienes ofrecieron templos, sacerdotes, altares y sacrificios? ¿Qué puedo deciros? ¿Qué
no admiten comparación con nuestros mártires? El mismo decirlo es ya una injuria. ¡Lejos de
nosotros comparar a esos sacrílegos con cualquiera de los mártires; más aún, con cualquiera de
los fieles, aunque sean débiles, aunque sean aún carnales y hayan de ser alimentados con leche y
no con alimento sólido! ¿Qué vale Juno al lado de una fiel viejecita cristiana? ¿Qué Hércules al lado
de un anciano débil y tembloroso en todos sus miembros, pero cristiano? Hércules venció a Caco,
venció al león, al cancerbero; Fructuoso venció a todo el mundo. Compara hombre con hombre.
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Inés, niña de trece años, venció al diablo. Esta niña venció a quién engañó a tantos respecto a
Hércules.
(Serm. 273, 6)
22 de enero
La victoria de san Vicente
Con los ojos de la fe hemos contemplado un grandioso espectáculo: la victoria total del santo
mártir Vicente. Venció en el interrogatorio, venció en los tormentos, venció en la confesión, venció
en la tribulación, venció al ser quemado por las llamas y venció al ser sumergido en las olas;
finalmente, venció siendo torturado y venció muerto. Cuando su cuerpo, en el que estaba el trofeo
de Cristo vencedor, era arrojado desde una barquichuela al mar, él decía en silencio: Se nos arroja,
pero no perecemos. ¿Quién otorgó esta paciencia a su soldado sino el que antes derramó su sangre
por él? Aquel a quien se dice en el salmo: Porque tú eres mi paciencia, Señor; Señor, tú eres mi
esperanza desde mi juventud. Combate grande que trae consigo gloria no menor, no humana ni
temporal, sino divina y eterna. Es la fe quien lucha, y, cuando ella combate, nadie vence a la carne;
pues, aunque sea desgarrada y despedazada, ¿cuándo perece quien fue redimido con la sangre de
Cristo? Un hombre poderoso no puede perder lo que compró con su oro, y, ¿va a perder Cristo lo
que compró con su sangre? Pero todo esto ha de parar en la gloria de Dios, no en la del hombre. De
él procede, en verdad, la paciencia, la verdadera, la santa, la devota y recta paciencia; la paciencia
cristiana es un don de Dios. En efecto, también muchos salteadores sufren con gran paciencia los
tormentos; no ceden y vencen a sus verdugos, pero son castigados después con el fuego eterno.
La causa es lo que distingue al mártir de la paciencia, mejor, de la resistencia de los criminales.
El castigo es el mismo, pero distinta es la causa. Con la voz de los mártires hemos cantado estas
palabras que Vicente había repetido en sus oraciones: Júzgame, ¡oh Dios!, y discierne mi causa de la
gente no santa. Su causa está ya discernida, puesto que luchó por la verdad, por la justicia, por
Dios, por Cristo, por la fe, por la unidad de la Iglesia, por la caridad única. ¿Quién le otorgó esta
paciencia? ¿Quién? Indíquenoslo el salmo. En él se lee y se canta: ¿No se someterá mi alma a Dios?
De él procede mi paciencia. Quien piense que san Vicente pudo todo eso por sus fuerzas, cae en un
grave error. Quien presuma de poderlo por los propios recursos, aunque parezca que vence con la
paciencia, es vencido por la soberbia. Vence tú completamente, es decir, destruye todas las armas
del enemigo. Si él se vale de los placeres, se le vence por la continencia; si aplica castigos y
torturas, se le vence con la paciencia; si sugiere errores, se le vence con la sabiduría. Y cuando,
destruidas todas esas armas, como último recurso halaga al alma, diciéndole: «¡Brava, brava! ¡Qué
fuerza, qué combate el tuyo! ¿Quién puede comparársete? ¡Qué victoria más pulcra!», respóndale
el alma santa: Sean confundidos y avergonzados quienes me dicen: «¡Brava, brava!». Pues, ¿cuándo
vence sino cuando dice: Mi alma se gloriará en el Señor; escúchenlo los mansos y alégrense? Los
mansos, en efecto, saben lo que digo, porque en ellos moran las palabras y los hechos. Quien no es
manso ignora a qué saben estas palabras: Mi alma se gloriará en el Señor. Todo el que no es manso
es soberbio, áspero, orgulloso; busca la gloria en sí, no en el Señor. Quien, en cambio, dice: Mi alma
se gloriará en el Señor, no dice: Escuchen los pueblos y alégrense; escuchen los hombres y alégrense,
sino: Escuchen los mansos y alégrense. Escúchenlo quienes pueden saborearlo. Manso era Cristo:
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Fue llevado como una oveja al sacrificio. Fue manso porque fue llevado al sacrificio como una oveja.
Escuchen los mansos y alégrense, puesto que saborean estas palabras: Gustad y ved qué suave es el
Señor; dichoso el varón que espera en él. La lectura escuchada fue larga y el día es corto; no
debemos abusar de vuestra paciencia con un largo sermón. Sé que me habéis escuchado
pacientemente, y, al estar de pie durante largo tiempo, habéis sufrido juntos cual si fuerais
mártires. El que os escucha, él os ame y os corone.
(Serm. 274)
23 de enero
Amor a la vida
Amamos, pues, la vida, y de ello no nos queda ninguna duda. En ningún modo podremos negar que
la amamos. Elijámosla, pues, si es que la amamos. ¿Qué elegimos? La vida. Primeramente, una vida
santa aquí; después de esta, la eterna. Primero una vida santa aquí, pero aún no feliz. Vívase ahora
una vida santa, a la que está reservada para después la feliz. El llevar una vida santa es la tarea; la
vida feliz, la recompensa. Lleva una vida santa, y recibirás la vida feliz. ¿Hay algo más justo, algo
mejor ordenado? ¿Dónde estás, amador de la vida? Elige la vida santa y buena. Si quieres tener
mujer, solo la quieres si es buena; amas la vida, ¿y la eliges mala? Muéstrame algo malo que te
agrade. Cualquier cosa que sea lo que quieres o amas, quieres un bien. Con toda certeza, no
quieres ni un jumento malo, ni un siervo malo, ni un vestido malo, ni una villa mala, ni una casa
mala, ni una esposa mala ni malos hijos. Solo quieres cosas buenas; sé bueno tú que eso quieres.
¿Qué tienes contra ti para querer ser el único malo entre tantas cosas como quieres buenas? Amas
tu finca, tu mujer, tu vestido y, para descender hasta lo último, tus cáligas. ¿Y te resulta
despreciable tu alma? Esta vida está ciertamente llena de fatigas, preocupaciones, tentaciones,
miserias, dolores y temores. De todo ello está llena esta vida. Es demasiado evidente que abunda
en todos estos males. Y, con todo, llena de males como está, si alguien nos la concediese eterna tal
cual es, ¡cuántas gracias no le daríamos por ser miserables para siempre! No es así la que nos
prometió no un hombre cualquiera, sino el Dios verdadero. La verdad verdadera nos promete la
vida, una vida no solo eterna, sino también feliz, donde no habrá ninguna molestia, ninguna fatiga,
ningún temor y ningún dolor. Allí la seguridad será plena y asegurada. Una vida bajo la mano de
Dios, una vida con Dios, una vida de Dios, una vida que es el mismo Dios: esta vida eterna es la que
se nos promete; ¡y se le antepone una vida temporal; y una vida temporal como esta, es decir,
miserable y llena de preocupaciones! ¿Se le antepone, repito, o no? Se le antepone cuando estás
dispuesto a cometer un homicidio con tal de no morir. Temes que te dé muerte tu siervo, y se la
das tú a él. Temes que te mate tu mujer, sobre la que alimentas, quizá, falsas sospechas, y tú,
abandonando tu mujer, deseas unirte adúlteramente con otra. Ve cómo, amando la vida, perdiste
la vida. Preferiste la vida temporal a la eterna, la miserable a la feliz. ¿Y qué has conseguido? Quizá,
mientras guardas tu vida, expiras sin quererlo. Ignoras cuándo vas a salir de aquí. ¿Con qué cara
vas a presentarte ante Cristo? ¿Con qué cara rehúsas el tormento? Por no decir, ¿con qué cara
reclamas el premio? Serás condenado a la muerte eterna tú que eliges la vida temporal, cuya sola
elección es un desprecio de la eterna.
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(Serm. 297, 8)
24 de enero
Vida y costumbres
En realidad no importa nada a esta ciudad el género de vida que adopta el que abraza la fe que
lleva a Dios, con tal de que no vaya contra los preceptos divinos. Por eso, a los filósofos que se
hacen cristianos no se les obliga a cambiar su tren de vida si no lo impide la religión, sino sus
doctrinas falsas. Así, le da de lado la diferencia señalada por Varrón en los cínicos, con tal de que
no se haga nada contra la honestidad y la templanza. En cuanto a los tres géneros de vida, el
ocioso, el activo y el mixto, aunque, salva la fe, cada uno puede elegir el que le plazca y llegar por él
a los premios eternos, interesa, sin embargo, cuál se abraza por amor a la verdad y cuál por deber
de caridad. No se debe uno entregar al ocio desentendiéndose de ser útil al prójimo, ni a la acción
olvidando la contemplación de Dios. En el ocio no se debe amar la inacción, sino la búsqueda y
hallazgo de la verdad, a fin de que cada cual avance en ese conocimiento y no envidie a nadie. Y en
la acción no debe amarse el honor o la potencia en esta vida, porque cuanto hay bajo el sol es
vanidad, sino el trabajo que acompaña al honor o a la potencia si se obra recta y útilmente, es
decir, contribuyendo a la salud de los que nos están sometidos según Dios. De esto ya hemos
hablado más arriba. Esto hace decir al Apóstol: Quien desea el obispado, desea un buen trabajo. Su
intención era dar a entender que el episcopado era un nombre de trabajo, no de honor. La palabra
es griega, y significa que el que está al frente es superintendente de sus subordinados, es decir,
tiene el cuidado de ellos. Epí significa sobre, y kopos, intención; por tanto, si se nos antoja, podemos
traducir epíscopos por superintendente. Según esto, no es obispo el que ama presidir, no el ser útil.
Así, pues, todos pueden aplicarse a la búsqueda y al estudio de la verdad, en que consiste el ocio
loable; pero el lugar superior, sin el cual el pueblo no puede ser gobernado, aunque sea como es
debido, es indecoroso desearlo. Por eso, el amor a la verdad busca el ocio santo, y la necesidad de
la verdad carga con el negocio justo. Si nadie nos impone esta carga, debemos entregarnos a la
búsqueda y a la contemplación de la verdad. Y si alguien nos la impone, debemos aceptarla por
necesidad de la caridad. Aun en este caso no deben abandonarse de plano las dulzuras de la
verdad, no sea que, privados de esa suavidad, nos oprima la necesidad.
(CdeD XIX, 19)
25 de enero
La conversión del apóstol Pablo
Acabamos de oír las palabras del Apóstol, o mejor, las de Cristo, que habla por la boca de aquel a
quien hizo, de perseguidor, predicador; hiriéndolo y sanándolo, dándole muerte y vida a la vez;
cordero degollado por los lobos, hace de los lobos corderos. Estaba ya vaticinado en una célebre
profecía. Cuando el santo patriarca Jacob bendecía a sus hijos poniendo sus manos sobre los
presentes y la mirada en el porvenir, predijo lo que aconteció en Pablo. Según su propio
testimonio, Pablo era de la tribu de Benjamín. Cuando Jacob, en el acto de bendecir a sus hijos,
llegó a Benjamín, dijo de él: Benjamín es un lobo rapaz. ¿Qué decir? Si es lobo rapaz, ¿lo será por
siempre? En ningún modo. ¿Qué entonces? Por la mañana hará presa y por la tarde repartirá el
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botín. Esto se cumplió en Pablo, porque a él se refería la profecía. Si os place, considerémosle ya
haciendo presa por la mañana y repartiendo el botín por la tarde. Los términos «mañana» y
«tarde» equivalen aquí a «antes» y «después». Entendámoslo, pues, de esta manera: primero hará
presa y después repartirá el alimento. Vedle como raptor: Saulo, según atestiguan los Hechos de
los apóstoles, habiendo recibido cartas de los príncipes de los sacerdotes para que, dondequiera que
encontrase seguidores del camino de Dios, los detuviese y los llevase para ser castigados, se puso en
camino anhelando y ansiando muertes. Este es el que de mañana hace presa. También, cuando fue
lapidado Esteban, el primero en sufrir el martirio por el nombre de Cristo, estaba Saulo presente
en primera fila. Y en tal modo se asociaba a los que lo apedreaban que no le parecía bastante el
arrojar piedras con sus propias manos. Para estar él mismo en las manos de todos, les guardaba la
ropa, mostrándose más cruel con esta ayuda a los demás que con las piedras que arrojaban sus
propias manos. Hemos escuchado: Por la mañana hará presa. Veamos ahora lo otro: Por la tarde
repartirá el botín. La voz de Cristo desde el cielo lo derribó, y, al serle prohibido su ensañamiento
cruel, dio de bruces en tierra. Primero había de ser postrado en tierra, para ser luego levantado;
primero herido, luego sanado. Pues Cristo no viviría en él si antes no moría su mala vida anterior.
¿Qué oyó cuando yacía en tierra? Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa es para ti el dar
coces contra el aguijón. Él respondió: ¿Quién eres, Señor? Y la voz de lo alto: Yo soy Jesús Nazareno,
a quien tú persigues. La cabeza, desde el cielo, levantaba su voz en favor de sus miembros aún
presentes en la tierra; pero no decía: «¿Por qué persigues a mis siervos?», sino: ¿Por qué me
persigues? Él replica: ¿Qué quieres que haga? El que antes se ensañaba en la persecución, se
dispone ya a obedecer. El perseguidor va tomando ya forma de predicador; el lobo, de oveja; el
enemigo, de soldado. Escuchó lo que debía hacer. Ciertamente quedó ciego; para que en su
corazón resplandeciese la luz interior, se le privó temporalmente de la exterior; se le quitó al
perseguidor para serle devuelta al predicador. Y durante el tiempo en que no veía nada veía a
Jesús. De esta forma, hasta en su misma ceguera se manifestaba el misterio de los creyentes,
puesto que quien cree en Cristo es a él a quien debe mirar, considerando las demás cosas como no
existentes; para que la criatura aparezca como vil y el creador se muestre dulce al corazón.
(Serm. 279, 1)
26 de enero
Riqueza y soberbia
Escribiendo a su discípulo Timoteo, entre otros avisos le dice: Mándales a los ricos de este
mundo... La palabra de Dios hallolos ya ricos; de haberlos hallado pobres, hubiérales dicho lo ya
mencionado. Manda, pues, a los ricos de este mundo que no sean orgullosos ni esperen en las
riquezas caducas, sino en Dios vivo, que nos provee abundantemente de todo para nuestro uso.
Sean ricos en buenas obras, den con facilidad, comuniquen sus bienes, atesoren un buen fondo
para lo porvenir, a fin de alcanzar la vida eterna. Ponderemos algo estas breves palabras. Ante
todo, dice, mándales a los ricos no sean soberbios. Nada engendra tanta soberbia como las
riquezas. Si el rico no fuere soberbio, pondrá debajo de sus pies las riquezas, asírase a Dios; el rico
soberbio no posee, más bien es poseído. El rico soberbio es semejante al diablo. El rico soberbio,
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¿qué tiene si no tiene a Dios? También añadió: Ni pongan la esperanza en las riquezas caducas.
Tenga sus riquezas como quien sabe lo perecedero de cuanto tiene. Tenga, pues, lo que no puede
perder. Habiendo dicho: Ni en las riquezas caducas, añadió: sino en Dios vivo. Porque las riquezas
ciertamente pueden perderse, y plegue a Dios se pierdan de modo que no te pierdan a ti. Habla el
salmista y se burla del rico que pone su esperanza en las riquezas. Aunque el hombre lleve la
imagen de Dios. Cosa es averiguada el haber sido hecho el hombre a imagen de Dios; reconozca,
pues, en sí el hombre aquello que él fue hecho; pierda lo hecho por él, quede lo hecho por Dios.
Pues aunque el hombre lleva la imagen de Dios, con todo, se inquieta vanamente. ¿Qué significa se
inquieta vanamente? Atesora, y no sabe para quién junta sus tesoros. Los vivos pueden echarlo de
ver en los muertos; vean cómo los bienes de muchos muertos no están en manos de sus hijos, sino
que o los derrocharon disolutamente o los perdieron a efecto de alguna calumnia; y lo que aun es
más grave, cómo andan otros por hacerse con lo que tiene, y el que lo tiene perece; que muchos
son muertos a causa de sus riquezas. Ved, pues, cómo dejaron aquí sus bienes; no habiendo hecho
con ellos lo mandado por Dios, ¿con qué rostro se habrán presentado a Él? Sean, pues, las tuyas
riquezas verdaderas, sea tu riqueza el mismo Dios, que nos provee de todo abundantemente para
nuestro uso.
(Serm. 11, 4)
27 de enero
Fe en la Escritura
A veces lo creía con fuerza, y otras con debilidad; pero siempre creía que existes y que diriges la
marcha de las cosas del mundo, aunque no sabía qué es lo que se debe pensar de tu sustancia o de
los caminos que llevan a ti o apartan de ti. Por eso, siendo yo débil e incapaz de encontrar la
verdad con las solas fuerzas de mi razón, comprendí que debía apoyarme en la autoridad de las
Escrituras, y que tú no habrías podido darle para todos los pueblos semejante autoridad si no
quisieras que por ella te pudiéramos buscar y encontrar.
En los últimos días había yo oído explicaciones muy plausibles sobre aquellas necias objeciones
que antes me habían perturbado; y me encontraba dispuesto a poner la oscuridad de ciertos pasos
de la Escritura a la cuenta de la elevación de los misterios; y por eso mismo tanto más venerable y
digna de fe me parecía la Escritura cuanto que, por una parte, quedaba accesible a todos y, por
otra, reservaba la intelección de sus secretos a una interpretación más profunda. A todos está
abierta con la simplicidad de sus palabras y la humildad de su estilo, con el cual ejercita, sin
embargo, el entendimiento de los que no son superficiales de corazón; a todos acoge en su amplio
regazo, pero a pocos encamina a ti por angostas rendijas. Pocos, que serían muchos menos si ella
no tuviera ese alto ápice de autoridad ni atrajera a las multitudes al seno de su santa humildad.
Tú estabas a mi vera cuando pensaba yo todo esto; yo suspiraba y tú me oías; yo andaba
fluctuando y tú me gobernabas, sin abandonarme cuando iba yo por el ancho camino de este siglo.
(Conf. VI, 5.8)
28 de enero
Qué es la sabiduría
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Mas convinimos al principio de nuestra discusión de hoy que si lográbamos identificar la miseria y
la indigencia, estimaríamos bienaventurado al no indigente. Pues bien: ya hemos llegado a este
resultado.
Luego ser dichoso es no padecer necesidad, ser sabio. Y si me preguntáis qué es la sabiduría
(concepto a cuya exploración y examen se consagra la razón, según puede, ahora), os diré que es la
moderación del ánimo, por la que conserva un equilibrio, sin derramarse demasiado ni encogerse
más de lo que pide la plenitud. Y se derrama en demasía por la lujuria, la ambición, la soberbia y
otras pasiones del mismo género, con que los hombres intemperantes y desventurados buscan
para sí deleites y poderío. Y se coarta con la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia y otras
afecciones, sean cuales fueren, y por ellas los hombres experimentan y confiesan su miseria. Mas
cuando el alma, habiendo hallado la sabiduría, la hace objeto de su contemplación; cuando, para
decirlo con palabras de este niño, se mantiene unida a ella e, insensible a la seducción de las cosas
vanas, no mira sus apariencias engañosas, cuyo peso y atracción suele apartar y derribar de Dios,
entonces no teme la inmoderación, la indigencia y la desdicha. El hombre dichoso, pues, tiene su
moderación o sabiduría.
(VF IV, 33)
29 de enero
La sabiduría que no ayuda
¿De qué me sirvió, pues, siendo como era esclavo de mis malos apetitos, el haber leído y entendido
por mí mismo todos aquellos libros de las llamadas artes liberales? Mucho me alegraba con ellas,
pero no sabía cuál era el origen de cuanto hay en ellas de cierto y verdadero. Tenía vuelta la
espalda a la luz, y la cara a las cosas por ella iluminadas, por lo cual mi propio rostro, que veía
iluminadas las cosas, no era él mismo iluminado.
Todo lo que entendí sin mayor trabajo y sin maestro alguno acerca del arte de hablar y de
disertar, sobre las dimensiones de las figuras, sobre la música y acerca de los números, lo entendí
porque tú, Dios mío, me habías dado el don de un entendimiento vivaz y agudo para discutir; pero
siendo dones tuyos no los usaba yo para tu alabanza. Por eso mis conocimientos me resultaban
más que útiles, perniciosos. Me empeñé en conservar para mí la mejor parte de mi herencia y no te
consagré a ti mis energías, sino que me marché lejos de tu presencia a una región remota para
malbaratarlo todo con las meretrices de mis malos apetitos.
¿De qué podía servirme una cosa buena si la usaba mal? Pero de la dificultad con que
tropezaban personas estudiosas e inteligentes para entender esas artes no me percataba yo sino
cuando me ponía a explicárselas; y el mejor de mis discípulos era el que con menor tardanza me
podía seguir.
(Conf. IV, 16.30)
30 de enero
La ciencia verdadera
¿Acaso, Señor, el que sabe estas cosas te agrada con solo saberlas? Pobre del hombre que sabiendo
todo esto no te sabe a ti; y dichoso del que a ti te conoce aunque tales cosas ignore. Pero el que las
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sepa y a ti te conozca no es más feliz por saberlas, sino solamente por ti, si conociéndote te honra
como a Dios y te da gracias y no se envanece con sus propios pensamientos.
El que posee un árbol y te da las gracias por sus frutos sin saber cuán alto es y cuánto se
extienden sus ramas está en mejor condición que otro hombre que mide la altura del árbol y
cuenta sus ramas, pero ni lo posee ni conoce ni ama a su creador; y de manera igual, un hombre
fiel –cuyas son todas las riquezas del mundo y que sin tener nada todo lo posee (2Cor 6,10), con
solo apegarse a ti, a quien sirven todas las criaturas– aunque no conozca los giros de la Osa Mayor,
en mejor condición se encuentra que el que mide el cielo y cuenta los astros y pesa los elementos,
pero no se esmera por ti, que todo lo hiciste en número, peso y medida (Sab 11,20).
(Conf. V, 4.7)
31 de enero
Enseñanza a los jóvenes
Esta disciplina es la misma ley de Dios, que, permaneciendo siempre fija e inconcusa en Él, en
cierto modo se imprime en las almas de los sabios; de modo que tanto mejor saben vivir y con
tanta mayor elevación, cuanto más perfectamente la contemplan con su inteligencia y la guardan
con su vida. Y esa disciplina a los que desean conocerla les prescribe un doble orden, del que una
parte se refiere a la vida y otra a la instrucción.
Los jóvenes dedicados al estudio de la sabiduría se abstengan de todo lo venéreo, de los
placeres de la mesa, del cuidado excesivo y superfluo ornato de su cuerpo, de la vana afición a los
espectáculos, de la pesadez del sueño y la pigricia, de la emulación, murmuración, envidia,
ambición de honra y mando, el inmoderado deseo de alabanza. Sepan que el amor al dinero es la
ruina cierta de todas sus esperanzas. No sean ni flojos ni audaces para obrar. En las faltas de sus
familiares no den lugar a la ira o la refrenen de modo que parezca vencida. A nadie aborrezcan.
Anden alerta con las malas inclinaciones. Ni sean excesivos en la vindicación ni tacaños en
perdonar. No castiguen a nadie sino para mejorarlo, ni usen la indulgencia cuando es ocasión de
más ruina. Amen como familiares a todos los que viven bajo su potestad. Sirvan de modo que se
avergüencen de ejercer dominio; dominen de modo que les deleite servirles. En los pecados ajenos
no importunen a los que reciban mal la corrección. Eviten las enemistades con suma cautela,
súfranlas con calma, termínenlas lo antes posible. En todo trato y conversación con los hombres
aténganse al proverbio común: «No hagan a nadie lo que no quieren para sí». No busquen los
cargos de la administración del Estado sino los perfectos. Y traten de perfeccionarse antes de
llegar a la edad senatorial, o mejor, en la juventud. Y los que se dedican tarde a estas cosas no
crean que no les conciernen estos preceptos, porque los guardarán mejor en la edad avanzada. En
toda condición, lugar, tiempo, o tengan amigos o búsquenlos. Muestren deferencia a los dignos,
aun cuando no la exijan ellos. Hagan menos caso de los soberbios y de ningún modo lo sean ellos.
Vivan con orden y armonía; sirvan a Dios; en Él piensen; búsquenlo con el apoyo de la fe,
esperanza y caridad. Deseen la tranquilidad y el seguro curso de sus estudios y de sus
compañeros; y para sí y para cuantos puedan, pidan la rectitud del alma y la tranquilidad de la
vida.
(DeOrd. II, 8, 25)
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Febrero
1 de febrero
Existe una Providencia
Cosa muy ardua y rarísima es, amigo Cenobio, alcanzar el conocimiento y declarar a los hombres el
orden de las cosas, ya el propio de cada una, ya sobre todo el del conjunto o universalidad con que
es moderado y regido este mundo. Añádase a esto que, aun pudiéndolo hacer uno, no es fácil tener
un oyente digno y preparado para tan divinas y oscuras cosas, ya por los méritos de su vida, ya por
el ejercicio de la erudición.
Y con todo, tal es el ideal de los mejores ingenios, y hasta los que contemplan ya, como quien
dice con la cabeza erguida, los escollos y tempestades de la vida, nada desean tanto como aprender
y conocer cómo, gobernando Dios las cosas humanas, cunde tanta perversidad por doquiera, de
modo que, al parecer, ha de atribuirse su dirección no ya a un régimen y administración divinos,
pero ni siquiera a un gobierno de esclavos, al que se dotara de suficiente poder. Por lo cual, los que
se inquietan por estas cuestiones se ven casi en la necesidad de creer que o la divina Providencia
no llega a estas cosas últimas e inferiores o ciertamente todos los males se cometen por voluntad
de Dios.
Impías ambas soluciones, pero sobre todo la última. Porque, aunque es propio de gente muy
horra de cultura y además peligrosísimo para el alma creer que hay algo dejado de la mano de
Dios, con todo, entre los hombres, nunca se censura a nadie por su impotencia; pero el vituperio
por negligencia es también mucho menos denigrante que el reproche por malicia y crueldad. Y así,
la razón, moviéndose por piedad, se ve como forzada a reconocer que las cosas humanas no están
regidas por la Providencia divina, o son objeto de desatención y menosprecio antes que de un
gobierno donde toda queja contra Dios sería benigna y disculpable.
(DeOrd. I, 1)
2 de febrero
Los testigos del Señor
Los profetas pregonaron que el creador de cielo y tierra iba a aparecer en la tierra entre los
hombres; el ángel anunció que el creador de la carne y del espíritu vendría en la carne. Juan saludó
desde el seno al Salvador, que estaba también en el seno; el anciano Simeón reconoció a Dios en el
niño que no hablaba; la viuda Ana, a la virgen madre. Estos son los testigos de tu nacimiento, señor
Jesús, antes de que las olas se te sometiesen cuando las pisabas y las mandabas calmarse; antes de
que el viento se callase por orden tuya, que el muerto volviese a la vida ante tu llamada, que el sol
se oscureciese al morir tú, que la tierra se estremeciese al resucitar, que el cielo se abriese en tu
ascensión; antes de que hicieses estas y otras maravillas en la edad juvenil de tu cuerpo. Aún te
llevaban los brazos de tu madre y ya eras reconocido como Señor del orbe. Tú eras un niño
pequeño de la raza de Israel, y tú también el Emmanuel, el Dios con nosotros.
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(Serm. 369, 1)
3 de febrero
Fe y esperanza
La fe no desfallece, porque la sostiene la esperanza. Elimina la esperanza, y desfallecerá la fe.
¿Cómo va a mover, aunque solo sea los pies, para caminar quien no tiene esperanzas de poder
llegar? Si, por el contrario, a la fe y a la esperanza les quitas el amor, ¿de qué aprovecha el creer, de
qué sirve el esperar, si no hay amor? Mejor dicho, tampoco puede esperar lo que no ama. El amor
enciende la esperanza, y la esperanza brilla gracias al amor. Pero, ¿qué fe habrá que elogiar
cuando lleguemos a la posesión de aquellas cosas que hemos esperado creyendo en ellas sin
haberlas visto? Porque la fe es la prueba de lo que no se ve. Cuando veamos, ya no se hablará de fe.
Entonces verás, no creerás. Lo mismo sucederá con la esperanza. Cuando se haga presente la
realidad, ya no la esperarás. Pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Ved que, cuando hayamos llegado,
dejará de existir la fe y la esperanza. Y, ¿qué pasará con el amor? La fe aboca en la visión; la
esperanza, en la realidad. Allí existirá ya la visión y la realidad, no ya la fe o la esperanza. Y el
amor, ¿qué? ¿Acaso puede desaparecer también él? Si ya se inflamaba ante lo que no se veía,
cuando lo vea, sin duda, se inflamará más. Con razón, pues, se dijo: Pero el amor es la mayor de
todas, porque a la fe le sucede la visión; a la esperanza, la realidad; pero al amor nada le sigue: el
amor crece, el amor aumenta, y alcanza su perfección mediante la contemplación.
(Serm. 359A, 4)
4 de febrero
Virtud y religión
Por más dichoso que parezca el imperio del alma sobre el cuerpo y de la razón sobre las pasiones,
si el alma y la razón no están sometidas a Dios y no le rinden el culto que Él manda, ese imperio no
es justo y verdadero. ¿Cómo una mente que desconoce al Dios verdadero y que, en lugar de estarle
sujeta, se prostituye a los más infames demonios, que la violan, puede ser señora del cuerpo y de
los vicios? Las virtudes que cree tener, al mandar al cuerpo y a las pasiones, para el logro y
conservación de algo, si no las refiere a Dios, son más bien vicios que virtudes. Y es que, aunque
algunos piensen que las virtudes son verdaderas y honestas cuando son referidas a sí mismas y
puestas como fin propio son hinchadas y soberbias. Por ende, no son virtudes, sino vicios, y por
tales deben tenerse. Así como no procede del cuerpo, sino que es superior al cuerpo, lo que hace
vivir al cuerpo, así no procede del hombre, sino que es superior al hombre, lo que hace vivir al
hombre felizmente, y no solamente al hombre, sino también a toda otra potestad y virtud celestial.
(CdeD XIX, 25)
5 de febrero
Hermosura de la castidad
Si quieres ver algo de la hermosura espiritual de la castidad, si tienes ojos, cualesquiera que sean,
capaces de verla, te voy a proponer algo a modo de ejemplo. Tú amas la castidad en tu esposa. No
odies en la ajena lo que amas en la tuya. ¿Qué amas en la tuya? La castidad. Esa castidad que amas
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en tu mujer la odias en la ajena. La odias en la mujer ajena, cuya castidad quieres echar a perder
yaciendo con ella. ¿Quieres dar muerte en la mujer ajena lo que amas en la tuya? ¿Quieres echar a
perder en la mujer ajena lo que amas en la tuya? ¡Cómo vas a tener el argumento de la piedad tú,
asesino de la castidad! Salvaguarda, pues, en la mujer ajena lo que quieres ver salvaguardado en la
tuya. Ama, más bien, la castidad en sí. Pero quizá piensas que amas la carne de tu esposa, no su
castidad. Pensamiento a todas luces sórdido, pero no te dejo sin ponerte un ejemplo. Yo, en efecto,
pienso que tú amas en tu esposa más la castidad que la carne. Mas para mostrarte que tú eres de
todo punto amante de la castidad, te digo que la amas en tu hija. ¿Qué hombre hay que no quiera
que sus hijas sean castas? ¿Qué hombre no se goza de la castidad de sus hijas? ¿Acaso amas en
ellas su carne también? ¿Acaso deseas su cuerpo hermoso, que, si no es casto, te causa horror? Ve
que he mostrado que tú eres amante de la castidad. Si, pues, he mostrado que tú eres amante de la
castidad, ¿qué ofensa te has hecho para no amarla también en ti? Aquí tienes una breve síntesis:
ama en ti mismo lo que amas en tu hija. Ámalo en la mujer ajena, puesto que también tu hija será
mujer de otro. Ama, pues, la castidad también en ti. Si llegas a amar a una mujer de otro, no la
tendrás indefinidamente; pero, si amas la castidad, la tendrás al instante. Ama, por tanto, la
castidad para poseer la eterna felicidad.
(Serm. 343, 7)
6 de febrero
Juicios humanos
¿Qué decir de los juicios que los hombres dan sobre los hombres, actividad que no puede faltar en
las ciudades por más en paz que estén? ¿Hemos pensado alguna vez en cuáles, cuán miserables y
cuán dolorosos son? Juzgan quienes no pueden leer en las conciencias de quienes son juzgados. De
aquí nace con frecuencia la necesidad de recurrir con tormentos a testigos inocentes para declarar
la verdad de una causa ajena. Y, ¿qué diré del tormento que se hace sufrir al acusado en su propia
causa? Y, ¿qué cuando para saber si es culpable le atormentan, y, siendo inocente, se le imponen
penas ciertas por un crimen incierto, no porque se descubre que lo ha cometido, sino porque se
ignora que no lo ha cometido? La ignorancia del juez es, con frecuencia, la desdicha del inocente. Y
lo que es más intolerable, más de llorar y más digno, si fuera posible, de un riego abundoso de
lágrimas es que, ordenando el juez atormentar al reo para no hacer morir a un inocente por
ignorancia, sucede, por la miseria de esa ignorancia, que mata al atormentado e inocente, a quien
había atormentado para no matarle inocente. Si, según la doctrina de estos filósofos, el reo amara
más huir de la vida que sufrir por más tiempo esos tormentos, diría que ha cometido un crimen
que no cometió. Y lo he ya condenado y muerto, y el juez aún no sabe si ha dado muerte a un
culpable o a un inocente, habiéndolo atormentado para no matar por ignorancia a un inocente. Lo
atormentó para conocer su inocencia y lo mató sin conocerla. En estas tinieblas de la vida civil, un
juez que sea sabio, ¿se sentará o no en el tribunal? Se sentará, sin duda, porque le constriñe a eso y
le obliga la sociedad humana, a la que considera crimen abandonar. ¡Y no considera crimen
atormentar a testigos inocentes en causas ajenas, y que los acusados, a menudo vencidos por la
vehemencia del dolor, declarando de sí mismos cosas falsas, sean condenados siendo inocentes,
después de haber sido atormentados inocentes! ¡Y no considera crimen tampoco que a veces los
acusadores, quizá con el deseo de ser útiles a la sociedad humana y con el fin de que no queden
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impunes los crímenes, mintiendo los testigos, y el reo haciendo con bravura frente a los
tormentos, no confesando, sin poder probar aquellas sus declaraciones, aunque sean verdaderas,
son condenados por un juez ignorante! Estos no creen pecados tantos y tan enormes males,
porque el juez sabio no los hace con voluntad perversa, sino por ignorancia invencible, y como le
fuerza a ello la sociedad humana, lo hace también obligado por su oficio. Pero, si esto no puede
achacarse a malicia del todo, sí merece el nombre de miseria humana. Y si la necesidad, es decir, su
ignorancia y su oficio de juez le constriñen a castigar y a atormentar a los inocentes, ¿es poco no
ser reo si no es además feliz? ¡Ah! ¡Cuánto más cuerda y dignamente obraría reconociendo su
miseria en esta necesidad y odiándola en sí mismo, y, si tiene algún sentimiento de piedad,
clamando a Dios: Líbrame de mis necesidades!
(CdeD XIX, 6)
7 de febrero
Somos peregrinos
Recordad conmigo, amadísimos hermanos, que el Señor dijo: Mientras vivimos en el cuerpo somos
peregrinos lejos del Señor, pues caminamos en la fe, no en la visión. Jesucristo nuestro Señor, que
dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida, quiso que camináramos no solo por él, sino hacia él.
¿Por dónde caminamos sino por el camino? ¿Y adónde caminamos sino a la verdad y a la vida, es
decir, a la vida eterna, la única que merece llamarse vida? En efecto, esta vida mortal en que nos
encontramos, comparada con aquella, aparece ser, más bien, una muerte, pues cambia con tan
grande mutabilidad y se termina en un brevísimo espacio de tiempo. Por eso el Señor, al rico que
le había dicho: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?, le respondió: Si
quieres llegar a la vida, guarda los mandamientos. Se encontraba, pues, en alguna otra vida, dado
que no hablaba a un cadáver o a un hombre carente de ella. Mas, cuando él le preguntó sobre la
consecución de la vida eterna, el Señor no le respondió: «Si quieres llegar a la vida eterna», sino: Si
quieres llegar a la vida, queriendo dar a entender que la vida que no es eterna no merece llamarse
vida, puesto que vida verdadera no lo es más que la eterna. De aquí que también el Apóstol,
aconsejando a los ricos dar limosnas, dijera: Sed ricos en buenas obras, dad con facilidad, repartid,
atesoren un buen fundamento para el futuro, a fin de alcanzar la vida verdadera. ¿A qué llama vida
verdadera sino a la vida eterna, la única que merece llamarse vida, porque es la única que es feliz?
En efecto, aquellos ricos a quienes decía el Apóstol que había que ordenarles que alcanzaran la
vida verdadera, vivían esta vida en medio de abundantes riquezas; pero, si el Apóstol la hubiese
considerado como vida verdadera, no hubiera dicho: Atesorad un buen fundamento para el futuro,
a fin de alcanzar la vida verdadera, no indicando otra cosa sino que no es verdadera vida la de los
ricos; vida que los necios no solo consideran verdadera, sino hasta feliz. Mas, ¿cómo puede ser
vida feliz si no es verdadera? No se ha de llamar vida feliz sino a la verdadera; ni es vida verdadera
sino la eterna, vida que los ricos se dan cuenta que no tienen todavía, cualesquiera que sean los
placeres de que dispongan; razón por la cual se les exhorta a que la alcancen mediante las
limosnas para que puedan oír al final: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que está
preparado para vosotros desde el comienzo del mundo; pues tuve hambre, y me disteis de comer.
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Cómo el mismo reino es la vida eterna lo mostró con lógica el mismo Señor poco después al decir:
Aquellos irán al fuego eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna.
(Serm. 346, 1)
8 de febrero
Divinidad y humildad
Esta lección del santo Evangelio nos enseña la excelencia de la divinidad de nuestro Señor
Jesucristo y la humildad de aquel hombre que mereció ser llamado el amigo del Esposo, para que
así sepamos la diferencia que hay entre un hombre que es solo hombre y un hombre que es Dios
también. Porque el hombre Dios, nuestro Señor Jesucristo, Dios antes de todos los siglos y hombre
en nuestro siglo, Dios que nace del Padre y hombre que nace de la Virgen, es, sin embargo, uno
solo y mismo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, Dios y hombre. Mas Juan, sobremanera agraciado, es
enviado delante de Él e iluminado por el que es la luz misma. De Juan se dice: No es la luz él, sino
quien da testimonio de la luz. Puede llamarse, sin duda, luz y con razón se lo llama él mismo. Pero
luz iluminada, no luz que ilumina; porque una cosa es la luz que ilumina, y otra muy distinta la luz
que es iluminada. Luceros se llaman nuestros ojos, y, sin embargo, están abiertos en la oscuridad y
no ven nada. La luz que ilumina es luz por sí misma, y es luz de sí misma, y es luz que no necesita
de otra luz para lucir, mientras que todas las demás necesitan de ella para lucir.
(Ev. Jn. Trat. XIV, 1)
9 de febrero
Palabra viva
El evangelio es la palabra viva de Dios, que penetra hasta el fondo de nuestras almas y busca el
quicio del corazón se nos ofrece saludablemente a todos nosotros y a nadie pasa la mano
adulatoriamente, si el hombre no se la pasa a sí mismo. He aquí que se nos ha propuesto como un
espejo en que podemos mirarnos todos; si tal vez advertimos una mancha en nuestro rostro,
lavémosla con esmero para no tener que avergonzarnos cuando volvamos a mirarnos en el espejo.
Una muchedumbre seguía al Señor, según escuchamos cuando se leyó el evangelio; él, volviéndose,
le dirigió la palabra. En efecto, si lo que les dijo lo hubiera dicho solamente a los doce apóstoles,
cada uno de nosotros podía decir: «Se lo dijo a ellos, no a nosotros. Unas cosas parece que cuadran
a los pastores y otras al rebaño». El Señor lo dijo a la muchedumbre que lo seguía; por tanto, a
todos nosotros y a todos vosotros. No debemos pensar que no nos lo dijo a nosotros por el hecho
de que entonces aún no existíamos; nosotros creemos en aquel a quien ellos vieron; tenemos
presente por la fe a quien ellos contemplaron con sus ojos. Ni fue gran cosa el ver a Cristo con los
ojos de la carne; si ello significase algo grande en verdad, el pueblo judío hubiese sido el primero
en encontrar la salvación. Ciertamente, ellos lo vieron, pero lo despreciaron, y además, visto y
despreciado, le dieron muerte; nosotros, en cambio, no lo vimos, y, sin embargo, hemos creído y
hemos acogido en nuestro corazón a quien no vimos con los ojos. Razón por la cual dijo a uno de
los suyos que formaba parte entonces del grupo de los Doce: Porque has visto has creído; dichosos
quienes no ven y creen. En efecto, si ahora se hiciese presente en su carne Jesucristo, nuestro Señor
y Salvador, pero se quedase callado de pie ante nosotros, ¿de qué nos aprovecharía? Si, pues, fue
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provechoso por su palabra, también ahora sigue hablando cuando se lee el Evangelio. Cierto,
también su presencia, en cuanto Dios, es muy provechosa. Pero ¿dónde no está presente Dios o
cuándo está ausente? No te alejes tú de Dios, y Dios estará contigo. Sobre todo, teniendo en cuenta
que lo prometió él mismo y que poseemos lo que podemos llamar la firma autógrafa de su
promesa: He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo: a nosotros nos tenía en su
mente, a nosotros nos lo prometía.
(Serm. 301A, 1)
10 de febrero
Cómo pagar al Señor
¿Cómo pagar a mi Señor el que mi memoria recuerde todo esto sin que mi alma sienta temor? Te
pagaré con paga de amor y de agradecimiento. Confesaré tu Nombre, pues tantas obras malas y
abominables me has perdonado. Fue obra de tu gracia y de tu misericordia el que hayas derretido
como hielo la masa de mis pecados; y a tu gracia también soy deudor de no haber cometido
muchos otros; pues ¿de qué obra mala no habría sido capaz uno que pecaba por gusto?
Pero todo me lo has perdonado: lo malo que hice con voluntad, y lo malo que pude hacer, y por
tu providencia no hice. ¿Quién podría, conociendo su innata debilidad, atribuir su castidad y su
inocencia a sus propias fuerzas? Ese te amaría menos, como si le fuera menos necesaria esa
misericordia tuya con que condenas los pecados de quienes se convierten a ti.
Ahora: si hay alguno que llamado por ti escuchó tu voz y pudo evitar los delitos que ahora
recuerdo y confieso y que él puede leer aquí, no se burle de mí, que estando enfermo fui curado
por el mismo médico a quien él le debe el no haberse enfermado; o por mejor decir, haberse
enfermado menos que yo. Ese debe amarte tanto como yo, o más todavía; viendo que quien me
libró a mí de tamañas dolencias de pecado es el mismo que lo ha librado a él de padecerlas.
(Conf. II, 7.15)
11 de febrero
Dualismo maniqueo
De aquella enfermedad me hiciste volver a la vida y salvaste al hijo de tu sierva para que pudiera
más tarde recibir otra salud mucho mejor y más cierta. Y en Roma me juntaba yo todavía con
aquellos santos falsos y engañadores; y no solo con los simples oyentes de cuyo número formaba
parte el dueño de la casa en que estuve enfermo, sino que también oía y servía a los elegidos.
Todavía pensaba yo que no somos nosotros los que pecamos, sino que peca en nosotros no sé
qué naturaleza distinta; y mi soberbia sentía complacencia en no considerarme culpable ni
confesar, cuando algo malo había hecho, mi pecado para que tú sanases mi alma, porque contra ti
era contra quien yo pecaba. Me complacía en excusarme y en acusar no sé qué otra cosa que estaba
en mí y no era yo. Y, no obstante, yo formaba un todo, y era mi impiedad la que me había dividido
contra mí mismo. Y este pecado era más incurable porque yo no me tenía por pecador, deseando
más mi execrable iniquidad que tú fueras vencido por mí en mí para mi perdición, que no serlo yo
por ti para mi salvación. Porque todavía no habías tú puesto una guarda a mi boca ni puerta de
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comedimiento a mis labios para impedirme la palabra maliciosa y que mi corazón se excusara de los
pecados junto con hombres obradores de la iniquidad (Sal 140,3-4); por eso seguía yo tratando con
aquellos electos sin esperanza ya de aventajar en la secta, pues había determinado quedarme
provisionalmente en ella mientras no diera con cosa mejor; y su doctrina la retenía aún, pero cada
vez con mayor tibieza y negligencia.
(Conf. V, 10.18)
12 de febrero
Tradiciones y prácticas
Todo lo que observamos por tradición, aunque no se halle escrito; todo lo que observa la Iglesia en
todo el orbe, se sobrentiende que se guarda por recomendación o precepto de los apóstoles o de
los concilios plenarios, cuya autoridad es indiscutible en la Iglesia. Por ejemplo, la pasión del
Señor, su resurrección, ascensión a los cielos y venida del Espíritu Santo desde el cielo, se celebran
en el aniversario. Lo mismo diremos de cualquier otra práctica semejante que se observe en toda
la Iglesia universal.
Hay otras prácticas que varían según los distintos lugares y países. Así, por ejemplo, unos
ayunan el sábado y otros no. Unos comulgan cada día con el cuerpo y sangre del Señor, otros
comulgan solo en ciertos días. Unos no dejan pasar un día sin celebrar, otros celebran solo el
sábado y el domingo, otros solo el domingo. Si se consideran estas prácticas y otras semejantes
que pueden presentarse, todas son de libre celebración. En todo esto, la mejor disciplina para el
cristiano es acomodarse al modo que viere observar en la iglesia en la que se encontrare. Pues lo
que no va contra la fe ni contra las buenas costumbres, hay que tenerlo por indiferente y
observarlo por solidaridad con aquellos entre quienes se vive.
(Carta a las consultas de Jenaro, 54, 1-2)
13 de febrero
La penitencia
Tres son los actos penitenciales que vuestra erudición reconoce conmigo. Son habituales en la
Iglesia de Dios y conocidos de los que miran atentamente. El primero es aquel que engendra al
hombre nuevo hasta que el bautismo salvador produzca el lavado de todos los pecados pasados;
de forma que, como si ya hubiera nacido el niño, desaparezcan los dolores que presionaban a las
vísceras para que se produjese el parto, y a la tristeza suceda la alegría. En efecto, todo el que se ha
constituido ya en árbitro de su voluntad no puede iniciar una nueva vida, al acercarse al
sacramento de los fieles, si no se arrepiente de su vida pasada. De esta penitencia contemporánea
al bautismo solo se hallan libres los niños pequeños, pues aún no pueden hacer uso de su libre
voluntad. A los cuales, sin embargo, les aprovecha la fe de quienes los presentan, en orden a su
consagración y remisión del pecado original. De esta forma, cualquier mancha delictiva que hayan
contraído por medio de sus padres es lavada mediante las preguntas y respuestas de otros. Con
mucha verdad se llora en el salmo: He aquí que he sido concebido en la iniquidad y en pecado me
alimentó mi madre en su seno. También está escrito que ni siquiera el niño que lleva un día de
vida sobre la tierra está limpio en la presencia de Dios. Exceptuados ellos, sobre cuyo rango y
méritos en la suerte futura de los santos que se nos ha prometido es inútil querer hacer
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averiguaciones, pues supera la medida humana, aunque es piadoso creer que les aprovecha para
su salud espiritual lo que la autoridad de la Iglesia custodia con tanta firmeza en todo el orbe de la
tierra; exceptuados ellos, repito, ningún otro hombre pasa a Cristo, para comenzar a ser lo que no
era, si no se arrepiente de haber sido lo que fue. Esta primera penitencia es la que el apóstol Pedro
ordena a los judíos al decirles: Haced penitencia y que cada uno de vosotros se bautice en el
nombre de nuestro Señor Jesucristo. Es esa también la que ordenó el mismo Señor al decir: Haced
penitencia, pues se ha acercado el reino de los cielos. De ella dijo también Juan el bautista, lleno
del Espíritu Santo; el precursor que preparaba el camino al Señor: Raza de víboras, ¿quién os ha
enseñado a huir de la ira que ha de llegar? Haced, pues, frutos dignos de penitencia.
(Serm. 351, 2)
14 de febrero
Amar gratuitamente
Amemos, amemos gratuitamente, pues amamos a Dios mejor que el cual nada podemos encontrar.
Amémosle a él por él mismo y amémonos a nosotros en él, pero por él. Ama verdaderamente al
amigo quien ama a Dios en el amigo o porque ya está o para que esté en él. Este es el verdadero
amor. Si nuestro amor tiene otras motivaciones, más que amor, es odio. Quien ama la maldad, ¿qué
odia? ¿Tal vez a su vecino o a su vecina? Espántese: odia a su alma. Amar la maldad y odiar el alma
son la misma cosa. Por tanto, lo contrario es; odio a la maldad y amor al alma se identifican.
Quienes amáis al Señor, odiad el mal. Dios es bueno, malo lo que amas, y te amas a ti mismo, que
eres malo. ¿Cómo puedes amar a Dios, si aún amas lo que odia Dios? Has escuchado que Dios nos
amó; y es verdad que nos amó; y, si miramos cómo éramos cuando nos amó, enrojeceremos de
vergüenza. Pero, si eso no se da, se debe a que, al amarnos como éramos, nos hizo distintos de
como éramos. Nos avergüenza el recordar nuestro pasado y nos llena de gozo lo que esperamos
para el futuro. ¿Por qué, pues, avergonzarnos de lo que fuimos y no más bien confiar en que en
esperanza hemos sido salvados? Además, hemos oído: Acercaos a él, y seréis iluminados y vuestros
rostros no se ruborizarán. Si se va la luz, caes otra vez en la confusión. Acercaos a él y seréis
iluminados. Él es luz, y nosotros, sin él, tinieblas. Si te alejas de la luz, permanecerás en las
tinieblas; pero, si te acercas a ella, darás luz; pero no tuya, pues fuisteis en otro tiempo tinieblas,
dice el Apóstol a los fieles que antes fueron infieles: Fuisteis en otro tiempo tinieblas, pero ahora
sois luz en el Señor. Si, pues, sois luz en el Señor, sin el Señor sois tinieblas. Por tanto, si sois luz en
el Señor y tinieblas sin él, acercaos a él y seréis iluminados.
(Serm. 336, 2)
15 de febrero
Amar en Dios
Entonces, si te agradan los cuerpos, alaba a Dios por ellos y endereza al artífice tu amor; no sea
que en las cosas que a ti te placen a él le desagrades.
Pero si te agradan las almas ámalas en Dios; porque ellas también son inestables, pero en Dios
se estabilizan y sin Él pasan y perecen. Han de ser, pues, amadas en Dios. Arrastra hacia Él a
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cuantas puedas, y diles: «A Él y solo a Él debemos amar; Él lo hizo todo, y no está lejos. Porque no
hizo las cosas para marcharse luego, sino las hizo, y están en Él. Donde Él está, la verdad adquiere
sabor; Él está muy adentro del corazón, pero el corazón se aparta de Él.
Volveos, prevaricadores, a vuestro propio corazón (Is 46,8), y abrazad allí al que os creó. Estad
con Él y seréis estables; descansad en Él y vuestro descanso será verdadero. ¿Adónde vais por
fangosos caminos? Lo que amáis, de Él procede, y no es bueno y suave sino por cuanto a Él se
refiere. Pero lo dulce se volverá amargo si se le ama con injusticia, con abandono de Aquel que lo
creó». ¿Adónde vais pues, una y otra vez, por caminos difíciles e impracticables? Buscad la paz que
queréis encontrar; pero la paz no está donde la andáis buscando. Pues, ¿cómo hablar de una vida
feliz cuando ni siquiera es vida?
(Conf. IV, 12.18)
16 de febrero
El camino angosto
Como había comenzado a decir, son dos las cosas que hacen angosto y estrecho el camino de los
cristianos: el desprecio del placer y la tolerancia del sufrimiento. Quien luche, sepa que ha de
luchar con todo el mundo, y si en su lucha con el mundo entero vence estas dos cosas, ha vencido
también al mundo. Venza los halagos y venza las amenazas; el placer es un falso placer y las penas
son pasajeras. Si quieres entrar por la puerta estrecha, cierra las puertas del deseo y del temor. De
ellas se sirve el tentador para abatir al alma. La puerta del deseo tienta con sus promesas; la del
temor, con sus amenazas. Hay otras cosas que desear para no desear estas; hay otras cosas que
temer para no temer estas. No hay que aniquilar el deseo, hay que cambiar su objeto; tampoco hay
que eliminar el temor, pero ha de transferirse a otro objeto. ¿Qué deseabas cuando cedías a los
halagos del mundo? ¿Qué deseabas? El placer de la carne, la concupiscencia de los ojos y la
ambición mundana. Ignoro lo que es este perro infernal de tres cabezas. Pero escucha al apóstol
Juan, que reposó su cabeza sobre el pecho del Señor y eructaba en este evangelio lo que había
bebido en el banquete de Cristo. Escucha lo que dice: No améis el mundo ni lo que hay en el
mundo. Si alguien ama el mundo, no reside en él la caridad del Padre, porque todo lo que hay en el
mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición mundana. Se entiende
por «mundo» este cielo y tierra. Pero no vitupera al mundo quien dice: No améis el mundo, pues
quien vitupera este mundo, vitupera al artífice del mundo. Escucha cómo en un texto se menciona
la palabra «mundo» con dos significados diversos. De Cristo el Señor se dijo Estaba en este mundo,
y el mundo fue hecho por él y el mundo no lo conoció. El mundo fue hecho por él: Nuestro auxilio
es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra. El mundo fue hecho por él: He elevado mis ojos
a los montes de donde me vendrá el auxilio; el auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la
tierra. Este mundo fue hecho por Dios, pero el mundo no lo conoció. —¿Qué mundo no lo conoció?
—El que ama el mundo; el que ama la obra y desprecia al artífice. Tu amor ha de emigrar; rompe
los cables que te unen a la criatura y únete al creador. Cambia de amor y de temor; las costumbres
no las hacen buenas o malas más que los buenos o malos amores. —¡Gran hombre este! –dice
alguien–; bueno y grande. —¿Por qué? –pregunto–. —Sabe muchas cosas. —Pregunto por lo que
ama, no por lo que sabe. No améis, pues, al mundo ni lo que hay en el mundo; si alguien ama al
mundo no reside en él la caridad del Padre, porque todo lo que hay en el mundo –es decir, en los
que aman al mundo–, lo que hay en los amantes del mundo, es concupiscencia de la carne,
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concupiscencia de los ojos y ambición mundana. La concupiscencia de la carne se identifica con el
placer; la concupiscencia de los ojos, con la curiosidad, y la ambición mundana, con la soberbia.
Quien vence estas tres cosas no le queda absolutamente ningún deseo que vencer. Muchas son las
ramas, pero raíces no hay más que tres. ¡Cuántos males conlleva, cuántos males causa el deseo del
placer carnal! De él proceden los adulterios, las fornicaciones; de él la lujuria y las borracheras; de
él cuanto de ilícito solicita los sentidos y penetra en la mente con una suavidad pestilente; cuanto
entrega la mente a la carne, desaloja de su fortaleza al gobernante y somete al que manda a las
órdenes del servidor. ¿Y qué podrá hacer recto el hombre, si él mismo está torcido?
(Serm. 313A, 2)
17 de febrero
Gente fuerte
Por consiguiente, hermanos, como había comenzado a decir, estamos en camino; corramos con el
amor y la caridad, olvidando las cosas temporales. Este camino quiere gente fuerte; no quiere
perezosos. Abundan los asaltos de las tentaciones; el diablo acecha en todas las gargantas del
camino, por doquier intenta entrar y hacerse dueño. Y a aquel de quien se adueña, o bien le aparta
del camino o bien le retarda; le vuelve atrás y hace que no avance, o le saca del camino para
sujetarle con los lazos del error y de las herejías o cismas y llevarle a otros tipos de supersticiones.
Él tienta o mediante el temor o mediante la codicia; primero mediante la codicia, sirviéndose de
promesas y buenas palabras o de la seducción de los placeres; cuando se encuentra con que el
hombre desprecia tales cosas y que en cierto modo ha cerrado contra él la puerta de la codicia,
comienza a tentarle por la puerta del temor, porque, si ya no deseabas adquirir nada en este
mundo, cerrando así la puerta de la codicia, aún no has cerrado la del temor si aún temes perder lo
que has adquirido. Permaneced fuertes en la fe; que nadie os induzca al engaño mediante ningún
tipo de promesa, que nadie os fuerce a engañar bajo ninguna amenaza. Cualquier cosa que sea lo
que te promete el mundo, mayor es el reino de los cielos; cualquiera que sea la amenaza del
mundo, mayor es la amenaza del infierno. En consecuencia, si quieres superar todo temor, teme
las penas eternas con que te amenaza Dios. ¿Quieres pisotear todos los deseos de la
concupiscencia? Desea la vida eterna que te promete Dios. Aquí cierras la puerta al diablo, aquí se
la abres a Cristo.
(Serm. 346B, 4)
18 de febrero
La esperanza de los cristianos
Nuestra esperanza, hermanos, no se cifra en el tiempo este, ni en este mundo, ni en la felicidad
conque se ciegan los hombres que se olvidan de Dios. Lo primero que debe saber y defender un
alma cristiana es que nosotros no hemos venido al cristianismo para el disfrute de los bienes de
acá, sino para otro no sabido bien, que Dios nos ha prometido ya, pero del que no pueden los
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hombres hacerse idea todavía. Del cual bien, en efecto, ha dicho: Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni a
corazón de hombre se antojó; tal preparó Dios a los que le aman. De bien tan magnífico, hermoso e
inefable, ningún hombre ha podido, en consecuencia, dar noción; mas tiene a su favor la promesa
divina. El hombre ahora, ciego de corazón como es, resulta inhábil para concebir promesa
semejante, ni hay modo de hacerle palmario qué será mañana el hombre mismo a quien tal
promesa se le hace. He ahí un niño recién nacido; puede, supongamos, entender lo que se le dice;
mas, como sucede por lo común en los niños, no puede hablar, andar ni hacer nada. Débil, siempre
acostado, necesitado siempre de una mano ajena, no puede sino, por hipótesis, entender al que le
habla. Si este le dijera: «Mira, dentro de algunos años tú serás como yo, un hombre que anda, que
hace cosas, que habla...», el niño, poniendo los ojos en sí mismo y en quien se lo dice, aunque viera
lo que se le promete, no le creyera. ¡Se halla tan desvalido! No lo creería ni aun teniendo delante de
los ojos lo que se le promete. También a nosotros, como a infantes acostados en esta carne, una
calamidad toda ella, se nos promete una cosa grande, y, bien que ahora invisible, la fe, merced a la
cual creemos lo que no vemos, se mantiene firme; gracias a ella veremos mañana lo que creemos
hoy. Quien de la fe se burle, porque, a su juicio, no se ha de creer sin ver, se llenará de vergüenza
en llegando lo que rehusó creer; tras la confusión vendrá la separación, y tras la separación la
condenación; pero al que hubiere creído se le apartará a la derecha mano y allí estará de pie, con
grande confianza y alegría, entre aquellos a quienes se dirá: Venid, benditos de mi Padre, a recibir el
reino que os está apercibido desde el principio del mundo. Cuando el Señor dijo estas palabras, las
cerró así: Irán estos a la combustión eterna, mas los justos a la eterna vida. Esta es la vida eterna
que a nosotros se nos promete.
(Serm. 127, 1)
19 de febrero
¿Por qué pedir?
¿Pensáis, hermanos, que ignora Dios lo que nos falta? Conoce nuestra pobreza y se anticipa a
nuestros deseos. Así, cuando los enseña a orar y los avisa que no sean palabreros, les dice: Orando,
no seáis habladores; porque vuestro Padre sabe lo que habéis menester antes de que se lo pidáis. Pero
el Señor dice además otra cosa. ¿Cuál? Para que no hablemos mucho en la oración, nos dijo:
Orando, no seáis habladores; porque sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de pedírselo.
Mas, si antes de pedírselo sabe ya nuestro Padre lo que habemos menester, ¿a qué hablar, poco
que sea? Y aun, ¿para qué la oración, si ya conoce nuestro Padre nuestra necesidad? Le dice a uno:
«No te alargues cuando me pides, porque sé lo que te hace falta». «Señor, pues si lo sabes, ¿por qué
voy a pedírtelo? No quieres una petición prolongada; ¿qué digo?, me ordenas reducirla casi a
nada». Pero, ¿qué nos enseña en otro lugar? El mismo que dice: Orando, no seáis habladores, en
otro pasaje dice: Pedid, y se os dará; y añadió, por que no fueses a imaginarte que había
recomendado la oración como de pasada: Buscad, y hallaréis. Y porque ni aun esto pensaras lo dijo
de corrida, mira qué añadió para concluir: Llamad, y se os abrirá. Quiere, pues, se pida para recibir,
y se busque para hallar, y que para entrar se llame. Pero si ya el Padre sabe de qué tenemos
necesidad, ¿por qué pedimos? ¿Por qué buscamos? ¿Para qué llamamos? ¿Por qué, pidiendo, y
buscando, y llamando, fatigarnos en hacerle saber lo que sabe antes que nosotros? Palabras del
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Señor en otro pasaje: Es de precisión orar en todo tiempo y no desfallecer. Si es preciso rogar en
todo tiempo, ¿cómo dice: No multipliquéis las palabras? ¿Cómo he de orar siempre si he de acabar
en seguida? Acá me ordenas –Señor– acabar pronto, allá me ordenas orar siempre y no desmayar,
¿a qué atenernos? Pide, busca y llama también para comprender esto. Si la puerta se halla cerrada,
no es para decirte le dejes en paz, sino para estimularte. Así que, mis hermanos, debemos
exhortaros a la oración y a nosotros con vosotros. Entre los muchos males del siglo este, nuestra
única esperanza está en llamar por la oración y creer y tener fijo en el corazón que tu Padre solo te
rehúsa lo que sabe no te conviene. Tus deseos, sí, los conoces; lo que te conviene, solo él lo sabe.
Figúrate hallarte enfermo y entre las manos de un médico; lo que verdaderamente así es, ya que
toda nuestra vida es enfermedad sobre enfermedad, y una larga existencia no es sino una
enfermedad larga. Imagínate, pues, enfermo y sometido a médico. Y te ha venido en voluntad
pedirle al doctor que te deje tomar vino, y vino nuevo. No se te prohíbe pedirlo, porque a lo mejor
no te perjudica, antes puede hacerte bien. No temas; pídeselo sin miedo y sin tardanza, pero no te
enfades si te lo rehúsa, ni te aflijas. Si esta confianza muestras en el hombre que tiene cuidado de
tu cuerpo, ¿no has de tenerla mayor en Dios, médico a la vez, criador y reparador de tu cuerpo y de
tu alma?
(Serm. 80, 2)
20 de febrero
El Dios de Abrahán
¿Cómo se ven estas cuatro categorías de hombres en estos tres nombres: Yo soy el Dios de Abrahán,
y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? Es que, para mí, las esclavas representan los malos, y las libres,
los buenos. Las libres paren los buenos: Sara parió a Isaac. Las esclavas paren los malos: Agar
parió a Ismael. En Abrahán solo se dan aquellas dos categorías: los buenos nacen de los buenos y
los malos nacen de los malos. Pero, ¿dónde está figurado que los malos nacen de los buenos?
Rebeca, esposa de Isaac, era libre y, como se lee, parió dos gemelos, uno bueno y otro malo. La
Escritura dice abiertamente por boca de Dios: Amé a Jacob, mas odié a Esaú. Estos son los dos
gemelos que engendró Rebeca: Jacob y Esaú. Uno de ellos es el elegido, y el otro el reprobado; uno
es el heredero, y el otro el desheredado. No forma su pueblo Dios de Esaú, sino de Jacob. Una
semilla, pero distintas concepciones; un solo y mismo vientre, pero distintos alumbramientos. La
libre que parió a Jacob, ¿no es la misma que parió a Esaú? Luchaban en el vientre de su madre, y
fue dicho a Rebeca cuando esto sucedía: Hay en tu vientre dos pueblos. Dos hombres, dos pueblos:
el pueblo malo y el pueblo bueno, que luchan en un mismo vientre. ¡Cuántos malos hay en la
Iglesia y uno solo es el vientre que los lleva hasta que en el último día se haga la separación! Los
buenos se quejan de los malos, y los malos de los buenos, y en las entrañas de una misma madre
hay estas luchas intestinas. ¿Permanecerán siempre juntos? En el último día saldrá a la luz y se
verá claramente el nacimiento que en este misterio se representa, y entonces aparecerá la verdad
de estas palabras: Amé a Jacob, mas odié a Esaú.
(Ev. Jn. Trat. XI, 10)
21 de febrero
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Pedid y recibiréis
Sabéis, como hijos que sois de la Iglesia, enraizados y fundados en la fe católica, que los misterios
de Dios no se ocultan por substraerlos a los ganosos de instruirse, sino por no declararlos más que
a los que los buscan. Porque los misterios encerrados en las Sagradas Escrituras son leídos para
levantar el ánimo a investigarlos. Ahora se nos ha recitado la lección evangélica donde el Señor
manda no echar las perlas a los cerdos. Quiso el Señor que sus siervos y discípulos lo tuvieran
presente, por lo cual se lo avisa diciendo: No deis a los perros las cosas santas ni echéis las perlas a
los cerdos; mas, no pudiendo ellos saber fácilmente quiénes son perros y quiénes puercos, a los
que no se han de arrojar las perlas y dar lo santo, a fin de no excluir también a los dignos, añadió:
Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y os abrirán; porque todo el que pide recibe, y el que
busca halla, y al que llama se le abrirá. Luego no queráis dar lo santo a los perros ni echar perlas a
los puercos se lo mandó a sus ministros, a sus discípulos, a los que hacía predicadores del
Evangelio. Y la añadidura: Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y os abrirán, se lo dice al
pueblo, a fin de que, pidiendo, llamando y buscando, dé a entender que ya no es perro ni cerdo, a
los que no deben echárseles perlas.
(Serm. 26, 1)
22 de febrero
Fortaleza y debilidad en Pedro
En Pedro, pues, aparece toda la fortaleza de la Iglesia, porque sigue al Señor en su pasión. No
obstante, deja ver cierta debilidad; pues, al ser interrogado por una sirvienta, negó al Señor. Ved
cómo aquel amador se convierte de repente en el negador. Quien había presumido de sí, se
encontró a sí mismo. Como sabéis, había dicho: Señor, iré contigo hasta la muerte, y, si es preciso
que muera, entregaré mi vida por ti. Y el Señor respondió a ese presuntuoso: ¿Que vas a entregar tu
vida por mí? En verdad te digo que antes que cante el gallo me habrás negado tres veces. Se cumplió
lo que había anticipado el médico, y no pudo hacerse realidad la presunción del enfermo. Pero,
¿qué pasó? Luego le miró el Señor. Así está escrito, lo refiere el Evangelio: Lo miró el Señor, salió
fuera y lloró amargamente. Salió fuera, es decir, confesó su pecado. Lloró amargamente el que
sabía amar. Siguió la dulzura del amor sustitución de la amargura del dolor.
Con razón, pues, el Señor, después de su resurrección confió al mismo Pedro el cuidado de
apacentar sus ovejas. Fue, ciertamente, el único entre los discípulos que mereció apacentar las
ovejas del Señor; pero, cuando Cristo habla a uno solo, está encareciendo la unidad; habló primero
a Pedro, por ser el primero de los apóstoles. Simón, hijo de Juan, le preguntó el Señor, ¿me amas? Él
respondió: Te amo. Por segunda vez le preguntó, y por segunda vez respondió él. Al interrogarle
por tercera vez, como si no le diese crédito, Pedro se entristeció. Pero, ¿cómo no iba a creerlo
quien estaba viendo su corazón? Por último, después de tal tristeza, le respondió así: Señor, tú lo
sabes todo, tú sabes que te amo. Tú que lo sabes todo, solo eso no sabes. No te pongas triste, ¡oh
apóstol responde una, dos y tres veces! Venza tres veces la confesión en el amor, porque tres veces
fue vencida la presunción por el temor. Hay que desatar tres veces lo que tres veces fue atado.
Desata con el amor lo que habías atado por temor. Y el Señor confió sus ovejas a Pedro una, dos y
tres veces.
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(Serm. 295, 3,4)
23 de febrero
Un precepto oneroso
Entre los preceptos magníficos y saludables, a la vez que divinos y altísimos, que nuestro Señor dio
a sus discípulos, el que a los hombres parece más pesado es el mandato de amar a los enemigos. El
precepto es oneroso, pero grande el premio que se le asocia. Además, ved lo que dijo al intimar ese
precepto: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian y orad por quienes os
persiguen. Acabas de escuchar la tarea; espera la recompensa y mira lo que añade: Para que seáis,
dijo, hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y envía la
lluvia sobre justos e injustos. Esto lo estamos viendo y no podemos negarlo. ¿Se ha dicho, acaso, a
las nubes: «Lloved sobre los campos de mis adoradores y alejaos de los de aquellos que blasfeman
contra mí»? ¿Se ha dicho, acaso, al sol: «Véante mis adoradores y no te vean quienes me
maldicen»? Beneficios del cielo, beneficios de la tierra: corren las fuentes, los campos están fértiles
y los árboles se adornan de frutos. Estas cosas son comunes a buenos y malos; a los agradecidos y
a los ingratos.
(Serm. 317, 1)
24 de febrero
Condescendencia del Señor
Ved cuán grande fue la condescendencia de nuestro Señor. Quien nos hizo descendió hasta
nosotros, puesto que habíamos caído de él. Mas, para venir a nosotros, él no cayó, sino que
descendió. Por tanto, si descendió hasta nosotros, nos elevó. Nuestra cabeza nos ha elevado ya en
su cuerpo; adonde está él le siguen también los miembros, puesto que adonde se ha dirigido antes
la cabeza han de seguirle también los miembros. El es la cabeza, nosotros somos los miembros. Él
está en el cielo, nosotros en la tierra. ¿Tan lejos está él de nosotros? En ningún modo. Si te fijas en
el espacio, está lejos; pero, si te fijas en el amor, está con nosotros. En efecto, si él no estuviese con
nosotros, no hubiese dicho en el Evangelio: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del
mundo. Si él no está con nosotros, somos unos mentirosos cuando decimos: «El Señor esté con
vosotros». Tampoco hubiese gritado desde el cielo cuando Saulo perseguía no a él, sino a sus
santos, a sus siervos, o, para usar un término más familiar, a sus miembros: Saulo, Saulo, ¿por qué
me persigues? He aquí que yo estoy en el cielo, y tú en la tierra y entre los perseguidores. ¿Por qué
dices me? Porque persigues a mis miembros, a través de los cuales yo estoy aquí. En efecto, si se
pisa a alguien el pie, no se queda callada la lengua. Así, pues, aquel por quien fue hecho el cielo y la
tierra descendió a la tierra por aquel que hizo de la tierra, y elevó a la tierra de aquí al cielo.
Esperemos para el final lo que ya nos ha anticipado él. Él nos dará lo prometido; tenemos esa
certeza porque nos dejó una garantía. Escribió el Evangelio; nos dará lo prometido. Más es lo que
nos ha dado ya. ¿Acaso vamos a pensar que no nos dará la vida futura quien ya nos dio su muerte?
Por nosotros tomó en la tierra la humillación de la pasión, las injurias, las burlas y cuanto había de
vil, y, ¿no nos dará el reino, la felicidad, la inmortalidad y la eternidad? Habiendo sufrido nuestros
males, ¿no nos donará sus bienes? Caminemos confiados hacia esa esperanza, porque es veraz
quien la ha prometido; pero vivamos de tal manera que podamos decirle con la frente bien alta:
«Cumplimos lo que nos mandaste; danos lo que nos prometiste».
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(Serm. 395, 2)
25 de febrero
Corrección caritativa
Volviendo a la disciplina de la que íbamos hablando, ¿por ventura el Señor nuestro Dios no nos
perdona cuando con fe le decimos: Perdónanos nuestras deudas? Y, con todo eso, aunque nos
perdone, ¿qué se ha dicho de Él? ¿Qué está escrito de Él? Dios corrige al que ama. ¿Acaso de
palabra? Azota a todo el que recibe por hijo. Y para que no se despreciara el hijo pecador de ser
azotado, el mismo Hijo único de Dios se dignó serlo también, no teniendo pecado alguno. Aplica,
pues, el correctivo, mas arroja del corazón la ira. Tal nos dijo el mismo Señor, hablando del siervo
a quien reclamó toda la deuda por haber sido inhumano hacia su compañero. Así lo hará con
vosotros vuestro Padre celestial si cada uno no perdona a su hermano de corazón. Perdona donde lo
ve Dios, en el corazón; no salga de allí la caridad, pero ejerce una saludable severidad; ama y pega,
ama y azota; algunas veces la blandura es verdadera crueldad. ¿Cómo? Porque no atajas los
pecados que han de darle la muerte a quien, perdonándole, muestras un amor perverso. Reprende
a veces con aspereza, a veces con dureza; aunque hieran, tú repara en que son provechosas. El
pecado asuela el corazón, arruina lo interior, ahoga el alma y la pierde; muéstrate compasivo
hiriendo. Y por que mejor entendáis mi pensamiento, figuraos a dos hombres. Un niño, incauto,
quiere sentarse sobre la hierba, donde saben ellos se oculta una serpiente. Si se sienta, será
mordido y morirá. Esto lo saben aquellos dos hombres. Dícele uno: «No te sientes ahí»; mas el niño
no le hace caso y corre a sentarse, corre a la muerte. El otro dice: «Este chiquillo no quiere oírnos,
menester será le riñamos, le sujetemos, le quitemos de ahí, le demos unos azotes; cualquiera cosa
antes de que se pierda». Replica el primero: «Déjale hacer, no le pegues, no le hagas daño, no le
molestes». ¿Cuál de los dos se muestra compasivo? ¿El que con su blandura permite al niño ir a la
muerte o el que se muestra cruel para librarle del veneno? Entended por ahí vuestra obligación
respecto a vuestros súbditos; imponed la disciplina a las costumbres. Mostraos benévolos,
perdonad de corazón, no dejéis dentro la ira, por ser ella una pajita menuda y baladí. La ira
reciente turba la vista como la paja el ojo. Mi ojo ha sido turbado por la cólera, y esa ira,
nutriéndose de prejuicios, en poco viene a ser robusta, y aun se trocará en viga. Una ira inveterada
será odio, y el odio es homicidio: El que a su hermano aborrece es homicida. A las veces, hombres
que alimentan el odio en su corazón reprenden a los airados; mas... tú, que odias, ¿reprendes al
colérico? Ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo. Terminemos el sermón
rogando al Señor se digne otorgarnos el cumplir su mandamiento: Perdonad, y se os perdonará;
dad, y se os dará.
(Serm. 9, 6)
26 de febrero
No todo es malo
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Posiblemente alguno de vosotros diga: ¿Cómo ha de poder un hombre malo decir algo bueno?;
porque se halla escrito, y es el mismo Señor quien lo dice: El hombre bueno saca del tesoro de su
corazón cosas buenas, y el hombre malo saca del tesoro de su corazón cosas malas. Hipócritas,
¿cómo podéis vosotros hablar cosas buenas, siendo malos como sois? Allí dice: ¿Cómo podéis
hablar cosas buenas siendo malos?; y ahora: Lo que os dicen, hacedlo; mas lo que hacen, no
queráis hacerlo, porque dicen y no hacen. Si dicen y no hacen, son malos; si malos, no pueden
hablar cosa buena; ¿cómo, pues, hacer lo que les oímos decir, no pudiéndoles oír cosa buena? Mire
vuestra santidad la solución. Todo lo que saca el hombre malo de sí, malo es; todo lo que saca el
hombre malo del tesoro de su corazón, es malo; allí, en efecto, está el tesoro malo. Todo lo que
saca el hombre bueno de su corazón, es bueno: allí está el tesoro bueno. ¿De dónde, pues, sacaban
aquellos malos las cosas buenas? De sentarse sobre la cátedra de Moisés. A no haber dicho antes:
Se sientan en la cátedra de Moisés, nunca el Señor habría ordenado escucharlos. Uno era lo que
sacaban del mal tesoro de su corazón, y otro lo que sacaban de la cátedra de Moisés, donde
levantaban la voz como los heraldos de un juez; lo que un pregonero dice, sí lo dice a presencia del
juez, nunca se atribuye al pregonero. Uno es lo que habla el pregonero en su casa, otro lo que dice
al dictado del juez. Quiera o no quiera, el pregonero publica el castigo aun de su amigo, y también,
quiera o no quiera, publica la absolución de su mismo enemigo. Figúrate habla de su propio
corazón: amigo absuelto, enemigo condenado. Figúrate habla al dictado del juez: amigo
condenado, enemigo absuelto. Suponte a los escribas hablando de su propio corazón: Comamos y
bebamos, que mañana moriremos; supóntelos hablando desde la cátedra de Moisés: No matarás,
no adulterarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre; amarás al
prójimo como a ti mismo. Haz, pues, lo que la cátedra te dice por labios de los escribas, no por
conducto del corazón de los escribas; y así, abrazando ambos preceptos del Señor, no serás aquí
obediente y allí culpable; porque ya estás viendo se armonizan ambos y cómo es verdad que,
sacando el hombre bueno cosas buenas de su buen corazón, y el malo malas del malo suyo, lo
bueno que hablaban los escribas no lo sacaban del mal tesoro de su corazón, pero bien podían
sacarlo del tesoro de la cátedra de Moisés.
(Serm. 74, 3)
27 de febrero
Sobre la prudencia
¿Qué diremos de la virtud que se llama prudencia? Toda su vigilancia, ¿no se encamina a discernir
los bienes de los males para buscar sin error unos y huir otros? Ella misma es una prueba de que
estamos en el mal y de que el mal está en nosotros. Ella nos enseña que es un mal consentir en la
libido pecaminosa y que es un bien no consentir en ella. Y ese mal que la prudencia nos enseña a
no consentir y la templanza nos hace combatir, ni la prudencia ni la templanza lo descartan en esta
vida.
¿Qué decir de la justicia, cuyo objeto es dar a cada uno lo suyo? (Así, en el hombre hay un orden
justo y procedente de la naturaleza, según el cual el alma está sometida a Dios, y la carne al alma, y
el alma y la carne a Dios). ¿No es verdad que también esta virtud prueba que aún trabaja en esa
obra y que todavía no ha llegado al fin de la misma? El alma está, en efecto, tanto menos sometida
a Dios cuanto menos piensa en Él. Y la carne está tanto menos sometida al espíritu cuanto más
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desea contra el espíritu. Y mientras arrastremos esta debilidad, este morbo, esta tara, ¿cómo
osaremos decir que estamos ya salvados? Y si no estamos todavía salvados, ¿cómo nos llamaremos
felices con la bienandanza final? La fortaleza, vaya acompañada de cualquier sabiduría que sea, es
el testigo más irrefragable de los males del hombre, que ella se ve obligada a tolerar con paciencia.
Me maravilla que los estoicos hayan tenido la osadía de negar la existencia de esos males y de
aconsejar al sabio que, si son tan fuertes que o no pueden o no deben soportarlos, se suicide y
emigre de esta vida. Tal es la estupidez y el orgullo de estos hombres que pretenden hallar el
principio de la felicidad en esta vida y en sí mismos. Y tal es su desvergüenza, que llaman feliz al
sabio, según lo describe su vanidad, aunque quede ciego, sordo, mudo, físicamente imposibilitado,
o esté atormentado con aquellos crueles dolores, o le sobrevenga otro mal que se vea precisado a
darse la muerte, finalizando así esta vida. ¡Oh vida dichosa, que recurre a la muerte para dejar de
ser! Si es feliz, siga viviendo, y si huye de ella movido por estos males, ¿cómo es feliz? ¿No son
males acaso los que triunfan sobre la fortaleza y la obligan no solamente a la rendición, sino
también al disparate de considerar feliz una vida que debe huirse? ¿Quién es tan ciego que no vea
que, si es feliz, no debe huirse? Y si admiten que debe huirse por el peso de la enfermedad que la
oprime, ¿por qué no reconocen que es miserable, allanando su soberbia cerviz? Una pregunta:
¿Catón se mató por paciencia o más bien por impaciencia? Yo creo que no lo hubiera hecho de
haber sufrido pacientemente la victoria de César. ¿Dónde está su fortaleza? Cedió, se rindió, fue
tan vencido, que abandonó y desertó de la vida feliz. ¿O es que ya no era feliz? Entonces era
miserable. Y, ¿cómo no serían males los que hacían la vida miserable y digna de huirse?
(CdeD XIX, 4, 4)
28 de febrero
La limosna
El rico y el pobre, dijo, se encontraron en el camino; el Señor es el creador de ambos. Así, pues,
hermanos, como está escrito: El rico y el pobre se encontraron en el camino. ¿En qué camino sino en
esta vida? ¡Ea, rico, puedes aligerar tu carga dando a los pobres lo que adquiriste a base de fatigas!
Da algo a quien no tiene, puesto que también tú careces de algo. ¿Acaso tienes la vida eterna? Da,
pues, de lo que tienes para adquirir lo que no tienes. Llame el mendigo a tu puerta; llama también
tú a la puerta de tu Señor. Dios hace contigo, su mendigo, lo que haces tú con el tuyo. Da, por tanto,
y se te dará; pero si no quieres dar, ¡allá tú! Clama el pobre y te dice: «Te pido pan, y no me lo das;
tú pides la vida, y no la recibirás. Veamos quién de nosotros sufre mayor daño: yo, que me veo
defraudado en un bocado, o tú, que te verás privado de la vida eterna; yo, que soy castigado en el
estómago, o tú, que lo eres en la mente; por último, yo, que ardo de hambre, o tú, que has de ser
entregado al fuego y llamas voraces». Ignoro si la soberbia del rico podrá dar respuesta a estas
palabras del pobre. Da, dice el Señor, a todo el que te pida. Si a todos, cuánto más al necesitado y al
mísero, cuya flaqueza y palidez están mendigando, cuya lengua calla, a la vez que piden limosna su
suciedad y gemidos. Escúchame, ¡oh rico!, y sea de tu agrado mi consejo. Redime tus pecados con
la limosna. No incubes el oro; desnudo saliste del seno de tu madre, desnudo has de volver a la
tierra. Y si has de volver desnudo a la tierra, ¿para quién atesoras en ella? Pienso que, si pudieses
llevarte algo de ella, hubieses devorado hombres vivos. He aquí que has de salir desnudo; ¿por qué
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no das de tu dinero acumulado justa o injustamente? Da de aquello que te hace ser admirado,
llénate de cosas más admirables para llegar al reino de los cielos. Si dieras a un hombre diez
sólidos, por los cuales te restituyera después trescientos, ¡cuál sería tu alegría, cómo exultaría de
gozo tu alma! Si te producen gozo los intereses, presta a tu Dios. Da a tu Señor de lo suyo, y te lo
devolverá con intereses multiplicados. ¿Quieres saber por cuánto lo va a multiplicar? A cambio de
un bocado, de una moneda, de una túnica, recibes la vida eterna, el reino de los cielos, la
bienaventuranza sin fin. Compara el valor del bocado con la vida eterna, con las riquezas
sempiternas. Él es nuestro premio, sin el cual el rico es un mendigo y con el cual el pobre es
extremadamente rico. Pues, ¿qué tiene el rico si no tiene a Dios? ¿Qué no tiene el pobre si tiene a
Dios? Por tanto, hermanos, como vigía del pueblo, habiendo dicho esto y habiéndoos exhortado, yo
me encuentro libre, me lavo las manos, cumplo mi oficio. Hay quien os pida cuentas y examine
vuestra conducta. Habéis gemido; por tanto, estáis dispuestos para dar limosna. Gracias a Dios. El
Señor, que os dio el entenderlo, es poderoso para concederos el fruto de la limosna.
(Serm. 350B)
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63
Marzo
1 de marzo
Cuatro categorías de los cristianos
Entre los cristianos, los buenos o nacen de los malos, o los malos nacen de los buenos, o los buenos
de los buenos, o los malos de los malos. No hay más categorías que estas cuatro. Os lo repetiré:
mas estad alerta y retenedlo bien. Sacudid la pereza de vuestros corazones y comprended el bien
para que no se os engañe que son cuatro las categorías de los cristianos. Entre los cristianos, o los
buenos nacen de los buenos, o los malos de los malos, o los buenos de los malos, o los malos de los
buenos. Creo que está claro que los buenos nacen de los buenos, como, por ejemplo, cuando los
que bautizan son buenos y los bautizados tienen una fe recta, y con razón son parte de los
miembros de Cristo. Los malos nacen de los malos, como, por ejemplo, cuando los que bautizan
son malos y los que reciben el bautismo se llegan a Dios con doblez de corazón y carecen de
aquellas buenas costumbres que exige la Iglesia para no ser en ella paja, sino grano. Vuestra
caridad sabe cuántos hay de estos. Los buenos nacen de los malos cuando el que bautiza es
adúltero y el que recibe el bautismo es justificado. Y los malos de los buenos, como cuando los que
bautizan son santos, pero los que reciben el bautismo rehúsan seguir el camino del Señor.
(Ev. Jn. Trat. XI, 8)
2 de marzo
Infeliz el necesitado
Nadie pone en duda que es infeliz el que está necesitado, sin que nos amedrenten aquí algunas
necesidades corporales de los sabios, pues el alma, sujeto de la vida feliz, está libre de ellas. El
ánimo es perfecto, y no le falta nada. Lo que le parece necesario para el cuerpo, lo toma si lo tiene a
mano, y si le falta, no sufre quebranto alguno por ello. Porque todo sabio es fuerte, y ningún fuerte
cede al temor. No teme, pues, el sabio ni la muerte corporal ni los dolores para cuyo remedio,
supresión o aplazamiento con menester todas aquellas cosas cuya falta le puede afectar. Sin
embargo, no dejar de usar bien de ellas si las tiene, porque es muy verdadera aquella sentencia:
«Cuando se puede evitar un mal es necedad admitirlo». Evitará, pues, la muerte y el dolor cuanto
puede y conviene, y si no los evita, no será infeliz porque le sucedan esas cosas, sino porque
pudiéndolas evitar no quiso; lo cual es señal evidente de necedad. Al no evitarlas, será desgraciado
por su estulticia, no por padecerlas. Y si no puede evitarlas a pesar del empeño que ha puesto, esos
males inevitables tampoco le harán desgraciado, por ser no menos verdadera la sentencia del
mismo cómico: «Pues no puede verificarse lo que quieres, quiere lo que puedas». ¿Cómo puede ser
infeliz cuando nada le sucede contrario a su voluntad? No puede querer lo que a sus ojos se ofrece
como imposible, tiene la voluntad puesta en cosas que no le pueden faltar. Sus acciones van
moderadas por la virtud y ley de la sabiduría divina, y nadie es capaz de arrebatarle su íntima
satisfacción.
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(VF IV, 25)
3 de marzo
Los pecados de mi infancia
Escúchame, Señor. ¡Ay del hombre y de sus pecados! Cuando alguno admite esto tú te apiadas de
él; porque tú lo hiciste a él, pero no sus pecados.
¿Quién me recordará los pecados de mi infancia? Porque nadie está libre de pecado ante tus
ojos, ni siquiera el niño que ha vivido un solo día. ¿Quién, pues, me los recordará? Posiblemente un
pequeñuelo en el que veo lo que de mí mismo no recuerdo. Pero, ¿cuáles podían ser mis pecados?
Acaso, que buscaba con ansia y con llanto el pecho de mi madre. Porque si ahora buscase con el
mismo deseo no ya la leche materna sino los alimentos que convienen a mi edad, sería ciertamente
reprendido, y con justicia. Yo hacía, pues, entonces cosas dignas de reprensión; pero como no
podía entender a quien me reprendiera, no me reprendía nadie, ni lo hubiera consentido la razón.
Defectos son estos que desaparecen con el paso del tiempo. Ni he visto a nadie tampoco, cuando
está limpiando algo, desechar advertidamente lo que está bueno.
Es posible que en aquella temprana edad no estuviera tan mal el que yo pidiese llorando cosas
que me dañarían si me las dieran; ni que me indignara contra aquellas personas maduras y
prudentes, y contra mis propios padres porque no se doblegaban al imperio de mi voluntad; y
esto, hasta el punto de quererlas yo golpear y dañar según mis débiles fuerzas, por no rendirme
una obediencia que me habría perjudicado. Por lo cual puede pensarse que un niño es siempre
inocente si se considera la debilidad de sus fuerzas, pero no necesariamente si se mira la condición
de su ánimo.
(Conf. I, 7.11)
4 de marzo
No me gustaba estudiar
Durante mi niñez (que era menos de temer que mi adolescencia) no me gustaba estudiar, ni
soportaba que me urgieran a ello. Pero me urgían, y eso era bueno para mí; y yo me portaba mal,
pues no aprendía nada como no fuera obligado. Y digo que me conducía mal porque nadie obra tan
bien cuando solo forzado hace las cosas, aun cuando lo que hace sea bueno en sí. Tampoco hacían
bien los que en tal forma me obligaban; pero de ti, Dios mío, me venía todo bien. Los que me
forzaban a estudiar no veían otra finalidad que la de ponerme en condiciones de saciar insaciables
apetitos en una miserable abundancia e ignominiosa gloria.
Pero tú, que tienes contados todos nuestros cabellos, aprovechabas para mi bien el error de
quienes me forzaban a estudiar y el error mío de no querer aprender lo usabas como un castigo
que yo, niño de corta edad pero ya gran pecador, ciertamente merecía. De este modo sacabas tú
provecho para mí de gentes que no obraban bien, y a mí me dabas retribución por mi pecado. Es
así como tienes ordenadas y dispuestas las cosas: que todo desorden en los afectos lleve en sí
mismo su pena.
(Conf. I, 12.19)
5 de marzo
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¿Cuántas veces hay que perdonar?
Pero veamos si no hay en este mandamiento, claro de suyo, alguna cosa chocante. En la remisión,
para obtener la cual es el pedir indulgencia y deberla quien perdona, puede acuciarnos como a
Pedro el deseo de saber cuántas veces hemos de perdonar. ¿Bastan siete veces? No es bastante, le
dijo el Señor. No te digo siete, sino setenta y siete veces. Echa la cuenta tú ahora de las veces que ha
tu hermano pecado contra ti; si pudieres llegar a la septuagésima octava, rebasando así las setenta
y siete veces, apercíbete a la venganza. Pero, ¿tan verdad es lo que dice, es ello tan
verdaderamente así, que, si pecare setenta y siete veces, has de perdonarle; mas, si pecare setenta
y ocho veces, ya puedes no perdonarle? Me atrevo, me atrevo a decir que, si pecare setenta y ocho,
le perdones. Setenta y ocho veces, digo, que pecare, perdónale. Y si pecare cien veces, perdona.
¿Diré que también tantas cuantas veces? En absoluto; tantas cuantas veces pecare, perdona.
¿Heme, pues, atrevido yo a sobrepasar el limite de mi Señor? Él fijó en el número septuagésimo
séptimo el límite del perdón, ¿presumiré yo saltar por encima de la raya esta? No es verdad que
me haya yo atrevido a algo más. He oído a mi Señor hablando en su Apóstol, donde no se fija
número ni límite; porque dice: Perdonándoos recíprocamente siempre que uno tuviere queja contra
alguien, igual que os perdonó Dios en Cristo a vosotros. Oído habéis la regla. Si te perdonó a ti Cristo
en setenta y siete pecados, si usó contigo de la benignidad hasta ese límite y después te la negó, fija
también tú ese límite y no lleves tu perdón más allá; pero si Cristo halló en los pecadores millares
de pecados y, con todo eso, les perdonó todos, no encojas la misericordia y pide al Señor entender
qué significa su número. Porque no sin causa dijo Él setenta y siete veces, no habiendo culpa
alguna en absoluto que no debas perdonar. Ahí están el siervo que debía unos denarios, y el otro,
deudor de diez mil talentos. Entiendo son diez mil talentos, a poco echar, diez mil pecados. No digo
sea un talento solo cifra de todos los pecados. Y el otro siervo, ¿cuánto le debía a él? Le debía cien
denarios. ¿No es ya eso más de setenta y siete veces? Sin embargo, el Señor se irritó por no
habérselos perdonado. No solo son cien más que setenta y siete, sino que cien denarios quizá
valen mil ases; pero, ¿qué son mil ases para diez mil talentos?
(Serm. 83, 3)
6 de marzo
Todo lo administras con orden
—¿Quién negará, ¡oh Dios grande!, que todo lo administras con orden? ¡Cómo se relacionan entre
sí en el universo todas las cosas y con qué ordenada sucesión van dirigidas a sus desenlaces!
¡Cuántos y cuán varios acontecimientos no han ocurrido para que nosotros entabláramos esta
discusión! ¡Cuántas cosas se hacen para que te hallemos a ti! ¿De dónde sino del mismo orden
universal mana y brota esto mismo, es decir, que nosotros estuviésemos despiertos y tú atento al
sonido del agua e indagando la causa de un fenómeno tan ordinario, sin atinar en ella?
Intervino también un ratoncito para que yo saliera a la escena. Finalmente, tu mismo discurso,
tal vez sin intención tuya –nadie es dueño de que alguna idea le venga a la mente–, no sé cómo me
revolotea en el magín, inspirándome la respuesta que debo dar. Pues yo te pregunto: si la disputa
que tenemos aquí la escribes, como te has propuesto, y se divulga algún tanto, llegando a la fama
de los hombres, ¿no les parecerá una cosa tan grave, digna de la respuesta de algún gran adivino o
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caldeo, que, preguntado sobre ella, hubiese respondido antes de verificarse? Y si hubiera
respondido, se hubiera considerado una cosa tan divina; tan digna de celebrarse con aplauso
universal, que nadie se atrevería a preguntar por qué cayó una hoja de árbol o un ratón inquieto
fue molesto para un hombre que descansaba en su lecho. Pues, ¿acaso estas predicciones de lo
futuro las hizo alguno de ellos por cuenta propia o fue requerido por el consultor a decirlas? Y si
adivinare que ha de publicarse un libro de importancia y viese que era necesario aquel hecho,
pues de otro modo no podría adivinarlo, luego tanto la caída de las hojas en, el campo como todo
lo que hace en casa ese animalito, todo se hallaría enlazado con el orden, lo mismo que este
escrito: Porque con estas palabras estamos haciendo unos razonamientos que, de no haber
precedido aquellos hechos tan insignificantes, no nos hubieran ocurrido ni se hubieran expuesto
ni tomado en cuenta para legarlos a la posteridad. Así que nadie me pregunte ya por qué suceden
cada una de estas cosas. Baste con saber que nada se engendra, nada se hace sin una causa
suficiente, que la produce y lleva a su término.
(DeOrd. I, 5, 14)
7 de marzo
Santas Perpetua y Felicidad
El aniversario que celebramos hoy nos trae a la memoria y en cierto modo reproduce ante
nosotros el día en que las santas siervas de Dios Perpetua y Felicidad, adornadas con la coronas
del martirio, florecieron en felicidad perpetua, siendo fieles al nombre de Cristo en el combate y
hasta hallando sus nombres unidos en el premio. Hemos oído las exhortaciones que recibieron en
revelaciones de Dios y los triunfos en la pasión cuando fue leída. Todas esas cosas, expresadas e
iluminadas por la luz de la palabra, las hemos escuchado con el oído; contemplado con la mente,
honrado con devoción y alabado con amor. En tan piadosa celebración nos creemos deudores de
un sermón solemne, el cual, aunque resulte inadecuado para sus méritos, mostrará, al menos, mi
entusiasta sentimiento de gozo con motivo de tan gran festividad. ¿Hay algo más glorioso que
estas mujeres, a las que los varones están más dispuestos a admirar que a imitar? Pero ello ha de
redundar en alabanza, sobre todo, de aquel en quien creyeron. Quienes con noble afán compiten
en su nombre, considerando el hombre interior, superan la distinción de los sexos. De manera que
en quienes corporalmente son mujeres, la fortaleza de su mente ha de ocultar el sexo de su carne y
se ha de evitar pensar de sus miembros lo que no pudo manifestarse en sus hechos. Con su pie
casto y pisada victoriosa fue pisoteado el dragón cuando se le mostró levantada la escalera
mediante la cual la bienaventurada Perpetua subiría hasta Dios. De este modo, la cabeza de la
serpiente antigua, precipicio para la mujer que cayó, se convirtió en peldaño para la que subía.
¿Hay espectáculo más dulce? ¿Hay combate más valeroso? ¿Hay victoria más espléndida?
Entonces, cuando los cuerpos santos eran arrojados a las bestias, la masa rugía en todo el
anfiteatro y los pueblos tramaban locuras. Pero el que habita en los cielos se mofaba de ellos y el
Señor los escarnecía. Ahora, en cambio, los sucesores de aquellos cuyas voces se ensañaban sin
piedad contra el cuerpo de los mártires, proclaman con piadosas palabras los méritos de estos.
Entonces no acudió tanta muchedumbre al antro de crueldad para presenciar su muerte cuanta
concurre ahora a la iglesia de la piedad para honrarlos Año tras año contempla con devoción la
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caridad lo que en un solo día cometió sacrílegamente la impiedad. También ellos lo contemplaron,
pero con intenciones muy distintas. Ellos hacían con sus gritos lo que las fieras no hacían con sus
dientes. Nosotros, en cambio, nos compadecemos de lo que hicieron los malvados y veneramos lo
que sufrieron los piadosos. Ellos vieron con los ojos de la carne lo que revertía sobre la crueldad
del corazón; nosotros miramos con los ojos del corazón lo que a ellos les fue quitado para que no
lo vieran. Ellos se alegraron de los cuerpos muertos de los mártires; nosotros sentimos dolor
porque sus propias mentes estaban muertas. Ellos, al carecer de la luz de la fe, pensaron que los
mártires se habían apagado; nosotros, mirando desde la fe, los vemos coronados. Finalmente, sus
mismos insultos son nuestro gozo; este, piadoso y eterno; aquellos, entonces malvados, ahora
inexistentes.
(Serm. 280, 1, 2)
8 de marzo
Qué es lo que amo
Cierto estoy y ninguna duda me cabe, Señor, de que te amo. Con el dardo de tu palabra heriste mi
corazón y te amé. El cielo y la tierra con todo lo que contienen me dicen que te ame, y a todos se lo
dicen tan claro, que si no te aman no pueden disculparse. Tú compadecerás más altamente a quien
ya compadeciste y le concederás tu misericordia a quien ya se la concediste, porque si así no fuera
los cielos y la tierra cantarían tus alabanzas ante un mundo de sordos.
¿Y qué es lo que amo cuando te amo a ti? No ciertamente una belleza corporal, ni las
complacencias del tiempo; no el candor de la luz, alimento de los ojos, ni la dulzura de las más
melodiosas cantilenas. Tampoco la fragancia embalsamada de las flores y los perfumes, ni el maná,
ni la miel, ni los miembros hechos para el abrazo carnal. Nada de esto es lo que amo cuando amo a
mi Dios; y sin embargo, al amarlo amo alguna luz y alguna voz, algún alimento y algún olor, alguna
manera de abrazo, porque mi Dios es luz y voz, manjar y olor, alimento y abrazo del hombre
interior que hay en mí. Allí refulge para mi alma una luz que no cabe en un lugar y suenan voces
que no se lleva el tiempo; lugar donde hay aromas que no se disipan en el aire y sabores que no se
destruyan al comer el alimento. Allí la unión es tan firme que no es posible el hastío. Todo esto es
lo que amo cuando amo a mi Dios.
(Conf. X, 6.8)
9 de marzo
Honores y lisonjas humanos
Mucho es ya no alegrarse de los honores y lisonjas humanos, desechando cualquiera pompa vana,
y dirigir totalmente a la utilidad y salud de los que nos honran lo que se considere necesario
aceptar. Porque no en vano se dijo: Dios quebrantará los huesos de los que tratan de complacer a los
hombres. ¿Hay cosa más débil, más sin fundamento y fortaleza, simbolizada en los huesos, que un
hombre reblandecido por la lengua de los aduladores, cuando sabe que es falso lo que le dicen? No
llegaría el dolor un día a atormentar las entrañas del alma si no quebrantase ahora sus huesos el
apetito de lisonjas. Estoy seguro de la fortaleza de tu espíritu, y así me digo a mí mismo todo esto
que te confío a ti; mas creo que te dignarás meditar conmigo cuán graves y difíciles son estos
males. Solo quien declara la guerra a este enemigo podrá apreciar sus fuerzas. Porque para todos
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es fácil renunciar a la alabanza cuando se nos niega; pero es muy difícil complacerse en ella
cuando se nos brinda. No obstante, nuestra dependencia de Dios debe ser tal, que hemos de
corregir a cuantos podamos, siempre que no se nos alabe con verdad, para que nadie piense que
tenemos lo que no tenemos o que es nuestro lo que es de Dios, o alabe lo que no es laudable,
aunque lo tengamos y aun en abundancia, pongo por ejemplo, todos los bienes que tenemos
comunes con los brutos o con los impíos. Si se nos alaba con verdad por Dios, congratulémonos
con aquellos que se complacen en el bien verdadero, pero no con nosotros mismos, porque
agradamos a los hombres. Se supone que delante de Dios somos tales cuales nos pintan, y eso no
se nos atribuye a nosotros, sino a Dios, cuyo don es todo lo que es en verdad y con razón laudable.
Estas cosas recito cada día para mí, o mejor, me las recita Aquel cuyos son los laudables preceptos
que se encuentran en las divinas lecciones o que son sugeridos interiormente al alma. Lucho
fuertemente contra mi adversario, y con frecuencia recibo heridas, cuando no puedo reprimir la
complacencia ante la lisonja que me ofrecen.
(Carta a Aurelio, 22, 8)
10 de marzo
Ser hijos de Dios
Levanta el corazón, raza humana; respira el aire de la vida y de la libertad llena de seguridad. ¿Qué
escuchas? ¿Qué se te promete? Les dio el poder. ¿Qué poder? ¿Acaso aquel con el que se hinchan los
hombres, el poder de juzgar sobre las vidas de los hombres, de proferir sentencias sobre inocentes
y culpables? Les dio el poder, dice, de ser hijos de Dios. Antes no eran hijos y se convertían en hijos,
puesto que aquel gracias al cual se hacían hijos era ya desde antes Hijo de Dios y se hizo hijo del
hombre. Ellos, pues, eran ya hijos de los hombres y se tornaron en hijos de Dios. Descendió hasta
lo que no era, porque era otra cosa; te elevó a ti a lo que no eras, puesto que eras otro. Levanta, por
tanto, tu esperanza. Gran cosa es lo que se te ha prometido, pero te lo ha prometido quien es
grande. Parece demasiado e increíble y como imposible el que los hijos de los hombres se
conviertan en hijos de Dios. Pero por ellos se ha hecho algo más: el Hijo de Dios se hizo hijo del
hombre. Levanta, pues, tu esperanza, ¡oh hombre!; arroja la incredulidad de tu corazón. Por ti se
ha realizado ya algo más increíble que lo que se te ha prometido. ¿Te extrañas de que el hombre
posea la vida eterna? ¿Te admiras de que el hombre llegue a la vida eterna? Extráñate, más bien,
de que Dios llegó hasta la muerte por ti. ¿Por qué dudas de la promesa habiendo recibido tal
garantía? Considera, pues, cómo te afianza, cómo te robustece la promesa de Dios. A cuantos la
recibieron, dice, les dio el poder ser hijos de Dios. ¿Mediante qué nacimiento? No mediante el
nacimiento habitual, viejo, transitorio o carnal. No de la carne, ni de la sangre, ni de la voluntad de
varón, sino que han nacido de Dios. ¿Te causa extrañeza? ¿No lo crees? La Palabra se hizo carne y
habitó entre nosotros. He aquí de dónde ha salido el sacrificio vespertino. Adhirámonos a él: sea
ofrecido con nosotros quien se ofreció por nosotros. Así, con el sacrificio vespertino, se da muerte
a la vida vieja y al amanecer surge la nueva.
(Serm. 342, 5)
11 de marzo
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Qué es un pueblo
Y si descartamos esa definición de pueblo y damos esta otra: «El pueblo es un conjunto de seres
racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados», para saber qué es cada
pueblo, es preciso examinar los objetos de su amor. No obstante, sea cual fuere su amor, si es un
conjunto, no de bestias, sino de seres racionales, y están ligados por la concorde comunión de
objetos amados, puede llamarse, sin absurdo ninguno, pueblo. Cierto que será tanto mejor cuanto
más nobles sean los intereses que los ligan, y tanto peor cuanto menos nobles sean. Según esto, el
pueblo romano es un pueblo, y su gobierno, una república. La historia da fe de lo que amó este
pueblo en su origen y en las épocas siguientes y de cómo se han ido infiltrando las más sangrientas
sediciones, las guerras civiles, y de cómo se rompió y se corrompió la concordia, que es en cierta
manera la salud del pueblo. En los libros precedentes hay muchos datos a este respecto. Por eso,
yo no diría que no es un pueblo o que su gobierno no es república mientras subsista un conjunto
de seres racionales unidos por la comunión concorde de objetos amados. Lo dicho de este pueblo y
de esta república hágase extensivo al pueblo de los atenienses o de otros griegos, al de los
egipcios, a la primera Babilonia de los asirios, cuando en sus repúblicas sostuvieron imperios
grandes o pequeños, y de cualesquiera otras naciones. Porque, en general, la ciudad de los impíos,
refractaria a las órdenes de Dios, que prohíbe sacrificar a otros dioses fuera de Él, y por eso
incapaz de hacer prevalecer el alma sobre el cuerpo y la razón sobre los vicios, desconoce la
verdadera justicia.
(CdeD XIX, 24)
12 de marzo
La caridad, plenitud de la Ley
¿Quién cumple la ley sin caridad? Pregúntaselo al Apóstol: La plenitud de la ley es la caridad. Toda
la ley, en efecto, se cifra en una palabra sola, aquella de la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. Mas el precepto de la caridad es doble: Amarás a tu Señor Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma, totalmente. He aquí el gran precepto. El otro es semejante a este: «Amarás a tu
prójimo como a ti mismo». En estos dos mandamientos están contenidos la ley toda y los profetas.
Sin este doble amor es imposible cumplir la ley. El incumplimiento de la ley es una enfermedad.
Por eso estaba enfermo el hombre aquel de la piscina; llevaba treinta y ocho, faltándole dos. ¿Qué
significa esto de faltarle dos? No cumplía los dos mandamientos dichos. ¿Qué importa cumplir los
demás, si estos no se cumplen? ¿Tienes treinta y ocho? De nada te vale, si los dos te faltan. Tienes
dos de menos, sin los cuales no aprovechan nada los otros. Porque los dos preceptos dichos son
los que llevan a la salud. Si yo hablare las lenguas de los hombres y de los ángeles, mas no tuviere
caridad, no soy sino un bronce resonante o un címbalo estrepitoso. Y si conociere todos los
misterios y toda la ciencia y tuviere toda la fe hasta trasladar las montañas, mas no tuviere
caridad, nada soy. Y si repartiere toda mi hacienda entre los pobres y entregase mi cuerpo a las
llamas, pero no tuviere caridad, ningún provecho me trae. Son palabras del Apóstol. Todas esas
cosas que dijo son, valga la frase, treinta y ocho años; mas, porque faltaba la caridad, había
enfermedad. ¿Quién, pues, curará esta enfermedad, sino quien vino a dar la caridad? Un
mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros. Y porque vino a dar la caridad, y la
caridad es la perfección de la ley, dijo con mucha razón: Yo no he venido a derogar la ley, sino a
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perfeccionarla. Sanó, pues, al enfermo, y le dijo que llevase consigo su camilla y se fuese a su casa.
Lo mismo le dijo al paralítico que sanó. ¿Qué significa llevarnos nuestra camilla? La sensualidad de
nuestra carne. Ella es como el lecho donde yacemos enfermos; mas los curados la enfrenan y
llevan ellos, no son ellos los enfrenados por la carne. (Quien, pues, esté sano, es decir, quien ya
cumpla la ley de Dios, amándole a Él sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, persevere
en refrenar la fragilidad de su carne, refrenamiento simbolizado por el ayuno de cuarenta días,
para que le añada el denario de la recompensa, y le conduzca al quincuagenario, símbolo de la vida
futura, nuestro Señor Jesucristo, que sanó al enfermo de la piscina, y no vino a derogar la ley, sino
a darle su máxima perfección).
(Serm. 125, 10)
13 de marzo
Las Escrituras
Señor y Dios mío, escucha mi oración y que tu misericordia atienda a mi deseo, que no arde
solamente por mí sino también, con fraterna caridad, por el bien de mis hermanos. Tú penetras en
mi corazón y sabes que es así.
Es para ti un sacrificio aceptable el servicio de mi lengua y de mi pensamiento. Dame pues lo
que tú mismo quieres que te ofrezca. Porque yo soy pobre e indigente mientras que tú eres rico
para quienes te invocan; y, seguro tú mismo de cuidados, cuidas de nosotros. Circuncida mis labios
por dentro y por fuera de toda temeridad y mentira. Que mis castas delicias estén puestas en tus
santas Escrituras. Haz que no me engañe al leerlas ni engañe a otros al explicarlas. Atiende, Señor,
y compadécete, tú que eres la luz de los ciegos y la fortaleza de los débiles pero también la luz de
los que ven y la fuerza de los fuertes. Escucha los clamores que mi alma levanta desde sus
profundidades; pues, ¿adónde iríamos si tú no oyeras lo que dicen los abismos?
Tuyo es el día, tuya es la noche y los instantes de nuestro tiempo vuelan a tu albedrío;
concédeme pues la holgura necesaria para meditar en los secretos de tu ley y no cierres su puerta
a quienes la llaman. Pues no en balde y para nada quisiste que se escribieran tantas páginas tan
densas de misterios. La Escritura es como una vasta selva adonde acuden y se amparan los ciervos,
caminan y se apacientan, sestean y rumian.
Descúbreme, Señor, la verdad que hay en sus páginas y llévame a perfección. Tu voz es para mí
una alegría superior a la de todos los deleites. Dame eso que amo porque tú me concediste amarlo;
no descuides tus propios dones ni te olvides de la hierba sedienta. Confesaré pues en tu presencia
todo lo que encuentre en tus libros; oiré sus voces de alabanza, beberé de ti y meditaré en las
maravillas de tu ley desde el principio en que hiciste el cielo y la tierra hasta el fin que es el reino
perpetuo de su santa ciudad.
(Conf. XI, 2.3)
14 de marzo
Profundidad de las Escrituras
¡Qué admirable es la profundidad de tus Escrituras, Señor! En la superficie es blanda y atractiva
para los pequeños; pero ¡cuánta es su profundidad! Asomándome a ella me sobrecoge un sacro
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temor hecho de reverencia y de amor. Aborrezco grandemente a quienes la aborrecen. Ojalá les
des muerte con una espada de dos filos, para que no sean ya sus enemigos, sino que muertos para
sí mismos vivan para ti.
Pero otros hay que no son detractores sino entusiastas del libro del Génesis y que me dicen: «El
Espíritu de Dios que movió a su siervo Moisés para que escribiera no quiso dar a entender lo que
tú pretendes, sino lo que nosotros decimos». A esos, Señor, ante tu presencia como árbitro, les
respondo de esta manera.
(Conf. XII, 14.17)
15 de marzo
Cristo en la Escritura
Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras en forma que has de entenderlo, a veces, como la
Palabra igual al Padre; a veces, como mediador, cuando la Palabra se hizo carne para que habitase
entre nosotros; cuando el Unigénito, por quien fueron hechas todas las cosas, no juzgó una rapiña
el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; a veces, como la cabeza y el cuerpo, explicando el
mismo Apóstol con toda claridad lo que se dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una
sola carne. Ved que es él quien lo expone, no parezca que soy yo quien osa presentar propias
conjeturas. Serán, dijo, dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un gran misterio. Y para que
nadie pensase todavía que hablaba del varón y de la mujer, refiriéndose a la unión natural de
ambos sexos y a la cópula carnal, dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Lo dicho: Serán dos en una
sola carne, no son ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que se da en Cristo y
la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de cabeza y cuerpo, puesto que el varón
es la cabeza de la mujer. Sea que yo hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa,
entended una sola cosa. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues?, puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y cuando él, ya predicador de
Cristo, sufría, de parte de otros, lo mismo que él había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice:
Para suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo, mostrando que cuanto él padecía
pertenecía a la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que,
presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la Iglesia; cuerpo que con su
cabeza forma el único Cristo.
(Serm. 341, 12)
16 de marzo
La soberbia, peor que el pecado
La soberbia es peor y más condenable, porque busca el recurso de la excusa aun para los pecados
más evidentes. Así hicieron los primeros hombres. Ella dijo: La serpiente me engañó y comí, y él a
su vez: La mujer que me diste por compañera me dio del fruto y comí. Nunca suena la petición del
perdón, nunca la impetración del remedio. Aunque, como Caín, no nieguen que lo han cometido,
con todo, la soberbia busca descargar sobre otro la responsabilidad de sus malas obras. La
soberbia de la mujer culpa a la serpiente, y la del varón, a la mujer. Mas, cuando se da una
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transgresión formal del mandato divino, hay una auténtica acusación más bien que una
excusación. Y no se vieron libres de pecado, porque la mujer lo cometió aconsejada por la
serpiente, y el varón a instancias de la mujer, como si hubiera de creerse o de ceder a algo antes
que a Dios.
(CdeD XIV, 14)
17 de marzo
La mujer adúltera
¡Oh Señor, cómo heriste los corazones de los hombres crueles cuando dijiste: Quien esté sin pecado
arroje contra ella la primera piedra! Punzados en sus corazones con esta palabra dura y afilada,
reconocieron sus conciencias y se ruborizaron ante la justicia que estaba presente; marchándose
uno tras otro, dejaron sola a aquella mujer digna de compasión. Pero no estaba sola la acusada;
con ella estaba también el juez; no para juzgarla, sino para otorgarle misericordia. Una vez
alejados los demás, quedaron solos la miserable y la misericordia. Y el Señor le dice: —¿Nadie te
ha condenado? Le respondió: —Nadie, Señor. —Tampoco yo, le dijo, te condeno; vete y en adelante
no peques más.
(Serm. 302, 14)
18 de marzo
Cómo conocer a Dios
Y ahora, según nos permite el tiempo, recibe sobre Dios alguna enseñanza derivada de aquella
analogía de las cosas sensibles. Inteligible es Dios, y al mismo orden inteligible pertenecen
aquellas verdades o teoremas de las artes; con todo difieren mucho entre sí. Porque visible es la
tierra, lo mismo que la luz; pero aquella no puede verse si no está iluminada por esta. Luego
tampoco lo que se enseña en las ciencias y que sin ninguna hesitación retenemos como verdades
certísimas, se ha de creer que podemos entenderlo sin la radiación de un sol especial. Así, pues,
como en el sol visible podemos notar tres cosas: que existe, que esplende, que ilumina, de un modo
análogo, en el secretísimo sol divino a cuyo conocimiento aspiras, tres cosas se han de considerar:
que existe, que se clarea y resplandece en el conocimiento que hace inteligibles las demás cosas.
Atrévome, pues, a llevarte a la noticia de las dos cosas: de Dios y del alma, pero antes respóndeme
qué te parece de lo dicho. ¿Lo consideras como probable o como cierto?
(Sol. I, 8, 15)
19 de marzo
Varón justo
Las burlas, pues, de quienes intentan minar la autoridad del Evangelio, como para sugerirnos a
nosotros el haberles dado crédito sin razón, van contra esto: Desposada María, su madre, con José,
hallose antes de vivir juntos que María había concebido del Espíritu Santo. Pero José, su marido;
como era justo, no quiso difamarla y trató de abandonarla clandestinamente. Sabía, en efecto, no
estar ella encinta de él, y, en consecuencia, túvola por adúltera. Como era justo, dice la Escritura,
no quiso difamarla, o sea, divulgar el hecho, según traen muchos códices; y pensó dejarla
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clandestinamente. Túrbase como esposo; mas, como justo, no se muestra cruel. Tanta santidad se
le atribuye a este varón, que ni le place tener consigo a una adúltera ni osó castigarla publicando
su deshora. Pensó, se dice, dejarla clandestinamente, pues ni quiso castigarla ni sacar el hecho a
luz. Ponderad bien lo genuino de su santidad. No la perdonaba, en efecto, porque desease tenerla
consigo; muchos perdonan a sus mujeres adúlteras, y siguen con ellas, adúlteras y todo, para
satisfacción de la carnal concupiscencia. Este varón justo, al revés, no quiere tenerla consigo; luego
no la quiere carnalmente; pero rehúsa castigarla, se compadece de ella y la perdona. ¿Dónde
reluce su santidad? En no seguir con la adúltera, porque no se piense la perdona con miras
sensuales, y en no castigarla y delatarla. ¡Maravilloso testigo, a fe, de la virginidad de su esposa!
(Serm. 51, 9)
20 de marzo
¿Qué había allí?
He podido decir lo que no habrá allí; en cambio, lo que allí habrá, ¿quién puede decirlo? Lo que ni
el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón del hombre. Con razón, pues, dijo el Apóstol: Los
sufrimientos de este tiempo no admiten comparación con la gloria futura que se revelará en
nosotros. Sábete, ¡oh cristiano!, que sufras lo que sufras, no es nada en comparación con lo que has
de recibir. Es certeza que nos procura la fe: nunca se aparte de tu corazón. No puedes comprender
ni ver lo que serás tú; ¿cómo será, pues, lo que no puedes comprender ni siquiera quien lo va a
recibir? Nosotros seremos lo que seremos, pero no podemos comprender eso que seremos. Supera
nuestra debilidad, sobrepasa todo nuestro pesar, excede nuestro entendimiento; pero seremos
eso. Amadísimos, dice Juan, seremos hijos de Dios; evidentemente, ya lo somos por adopción, por
la fe, por la prenda que tenemos. Hemos recibido como prenda, hermanos, al Espíritu Santo.
¿Cómo puede engañar quien nos ha dejado tal prenda? Somos hijos de Dios, dijo, y aún no se ha
manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque
le veremos tal cual es. Dijo que aún no se ha manifestado, pero no dijo qué es lo que aún no se ha
manifestado. Aún no se ha manifestado lo que seremos. Si hubiese dicho: «Seremos esto y seremos
así», ¿a quién se lo hubiese dicho de haberlo dicho? No me atrevo a decir quién, pero sí a quién lo
hubiese dicho. Y quizá él pudiera haberlo dicho, porque él es quien descansó sobre el pecho del
Señor y en aquel banquete bebía la sabiduría del pecho del Señor. Repleto de aquella sabiduría,
eructó: En el principio existía la Palabra. Esto es, pues, lo que dijo: Sabemos que, cuando se
manifieste lo que seremos, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. ¿Semejantes a
quién? Sin duda alguna, semejantes a aquel de quien somos hijos. Amadísimos, dijo, somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a aquel de quien somos hijos, porque le veremos tal cual es. Y ahora, si quieres ser
aquello a lo que serás semejante, si quieres conocer a aquel a quien serás semejante, mírale, si
puedes. Aún no puedes. Así, pues, desconoces a quién serás semejante; en consecuencia,
desconoces en qué medida serás semejante a él. Desconociendo todavía lo que es él, desconoces lo
que serás también tú.
(Serm. 305A, 9)
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21 de marzo
La fe de Abrahán
Justo es, hermanos míos, que demos fe a Dios, porque no puede en modo alguno engañarse o
mentir. Es Dios. Así le dieron fe nuestros padres. Así lo creyó Abrahán. Nada había recibido de Él
cuando creyó en sus promesas, y nosotros, ¿no creeremos habiendo ya recibido tanto? ¿Por
ventura pudo decirle Abrahán: «Te creeré porque habiéndome prometido tal cosa me la diste»?
¿Creyó desde el primer momento, cuando aun no había recibido nada semejante? Sal de tu tierra,
se le dijo, y de entre tus parientes, y vete a la tierra que yo te daré. Y habiendo creído al punto, ¿no le
dio la tierra que le había prometido, o la guardó para sus descendientes, o fue a sus descendientes
a quienes hizo la promesa: Y en un descendiente tuyo serán benditas todas las naciones? Ese
descendiente fue Cristo; de Abrahán nació Isaac; de Isaac, Jacob; de Jacob, los doce patriarcas; de
los doce, el pueblo judío; del pueblo judío, la Virgen María; de la Virgen María, nuestro Señor
Jesucristo. Así fue Jesucristo descendiente de Abrahán, y lo prometido a Abrahán lo hallamos
cumplido en nosotros. En un descendiente tuyo, dijo, serán benditas todas las naciones. Lo creyó
antes de haber visto cosa alguna; lo creyó, y no vio lo que se le prometía; pero lo prometido había
de realizarse. ¿Qué le resta, por tanto, al Señor que no haya pagado? También predijo que habría
en este siglo muchos males y que sus fieles y santos pasarían por ellos y darían fruto
sobrellevándolos. Los anunció, los estamos viendo, nos trituran. ¿Hay suerte alguna de trabajos no
predichos por Él? No penséis, hermanos míos, que no están anunciados en la Escritura los sucesos
que hacen ahora gemir al mundo; todo está escrito, y a los cristianos se les ordenó la tolerancia; y,
habiendo llegado ya los males anunciados, podremos creer mejor que habrán de venir todos los
bienes. Porque, si estos anunciados males no hubieran venido, ello nos quitaría la fe en los bienes
futuros; por eso han venido antes los males a confirmarnos en la esperanza de los bienes.
(Serm. 24, 10)
22 de marzo
La gracia de Dios y sus efectos
Sin embargo, el pesado yugo impuesto a los hijos de Adán, desde el día de su nacimiento hasta el
día de su entierro en el seno de la madre común; entraña otro mal asombroso. Nos enseña a ser
sobrios y a comprender que esta vida penal es una secuela del pecado nefando cometido en el
paraíso y que todo lo que se nos promete en el Nuevo Testamento atañe únicamente a la nueva
heredad del siglo futuro. Una vez aceptada aquí esa prenda, lograremos a su tiempo el trueque de
la misma. Ahora caminemos en esperanza y, adelantando de día en día, mortifiquemos por el
espíritu las obras de la carne. Porque el Señor conoce quiénes son de Él, y todos los que son
conducidos por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios, pero por gracia, no por naturaleza. Por
naturaleza solo hay un Hijo de Dios, que, por su bondad, se hizo por nosotros hijo del hombre, a fin
de que nosotros, hijos del hombre por naturaleza, nos tornáramos en hijos de Dios por gracia por
su mediación. Él, siempre inmutable, vistió nuestra naturaleza para salvarnos, y asido a su
divinidad, se hizo partícipe de nuestra debilidad con el fin de que nosotros, cambiados en mejores,
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perdamos lo que tenemos de pecadores y de mortales, participando de su inmortalidad y de su
justicia, y conservemos lo bueno que ha hecho en nuestra naturaleza en la plenitud de su bondad.
Como caímos por el pecado de un solo hombre en una miseria tan deplorable, así arribaremos
por la gracia de un solo hombre, que a la vez es Dios, a la posesión de nuestro bien soberano. Y
nadie debe confiar que pasó del primer estado al segundo hasta que arribe al puerto en que no
habrá ya tentación y logre la paz que persigue a través de los combates que la carne libra contra el
espíritu, y el espíritu contra la carne. Una guerra semejante no tendría lugar si el hombre, usando
del libre albedrío, se hubiera conservado en la rectitud en que fue creado. Ahora el hombre feliz
que se negó a tener paz con Dios lucha infeliz consigo mismo, y, siendo este mal miserable, es
mejor que su vida precedente. Mejor es combatir los vicios que dejarse dominar sin ningún
choque. Mejor es, digo, la guerra con la esperanza de la vida eterna que el cautiverio sin esperanza
de libertad. Verdad es que ansiamos vernos también libres de esta guerra y nos abrasamos en el
fuego del amor divino por conseguir esa paz ordenadísima que trae consigo la estabilidad y el
sometimiento de lo inferior a lo superior. Mas, aunque –lo que Dios no permita– no esperáramos
tamaño bien, deberíamos siempre preferir el combate, aunque sea duro, a ceder a los vicios y a
arrojarnos en sus brazos.
(CdeD XXI, 15)
23 de marzo
Temor al pecado
Hermanos, tengamos un corazón sabio; temamos a Dios; Él promete cosas grandes y amenaza con
otras terribles. Algún día finará la vida esta. Veis a diario salir hombres del mundo; la muerte
puede dilatarse, ahuyentarse no. De grado, a la fuerza, la vida concluirá; suspiramos por la que no
tiene fin, adonde no se pasa sino por la muerte. No temamos, pues, lo que de todos modos ha de
venir; temamos lo que, si viene y nos toma en pecado, nos arrastrará, no a la muerte temporal,
sino a la eterna, de la que Dios nos libre a todos nosotros. Hombre que obras como para ser
castigado y morir eternamente, ¿no recelas morir para siempre? Ese tu miedo a la muerte de acá
enséñate cuánto debes temer la venidera. Temes la muerte; ¿por ventura hurtarás el cuerpo a la
muerte? Lo quieras o no, necesario es que venga. Temes la muerte; más debes temer el pecado;
por el pecado muere el alma, el pecado es el enemigo del alma. Del pecado serás desatado alguna
vez, el pecado se absuelve; pero desatado de los grillos corruptibles de la carne, mira no seas atado
con los grillos del fuego eterno. Desatado, debes ser libre, no esclavo. Huid los fraudes, hijos de la
concupiscencia, que se dice avaricia; huid los negocios torpes; la codicia es raíz de todos los males,
según dice la Escritura. Guardaos de la embriaguez, guardaos del adulterio, del hurto, de la
mentira, de los falsos testimonios. Guardaos de las blasfemias, de las hechicerías, de los
encantamientos y de toda suerte de supersticiones. Guardaos de la usura y del interés; no tengáis
compañía con quienes dan su dinero a rédito, dejadlos. Día vendrá en que se les diga: Que vuestro
dinero sea con vosotros para muerte. Vendrá el día del juicio, cuando con el dinero y por causa del
dinero arderán en el fuego inapagable, donde habrá llanto y desesperación. Aquel dinero dará
testimonio contra ellos. No deis ni recibáis de modo que el día del juicio hayáis de dar mala cuenta
de vosotros. ¿Qué les aprovecha el dinero, que vivos han de perder o muertos han de dejar, si no es
para perder el alma, que de ningún modo podrán rescatar? Como dice el santo Evangelio: ¿Qué le
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aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si su alma sufre detrimento? ¿O qué dará el hombre por
su alma? Guardaos, pues, hermanos míos, de la usura y del interés, y no digáis: ¿De qué viviremos?
Hay otros medios de negociación. Lo que prohíbe el decoro no queráis hacerlo, ni vivir de ello. ¡Oh
miserable, oh digno de lástima, oh desdichado, atiendes a que vives de ahí y no atiendes a que
mueres por ahí! ¿Y de dónde, dices, voy a vivir? Eso me lo puede también decir un alcahuete, eso
puede también decírmelo un ladrón; ¿por ventura se ha de ejercer el robo o el lenocinio por vivir
de ahí quienes lo ejercen? ¡Ay de los miserables que de ahí viven, pues por ahí mueren! Es
preferible mendigar a vivir de lo ilícito. Y en último caso, mejor fuera morir que, viviendo de lo
ilícito, hacer lo que le ha de producir el eterno tormento. Esta muerte acaba con el dolor, aquella
muerte perdura entre dolores eternos. Creed, atended, temed, absteneos de toda cosa mala,
aplicaos a la palabra de Dios, gustad de oír lo que Dios quiere y lo que Dios promete a los
hacedores de su voluntad. Y para hacer lo que manda, ruéguese a Dios, porque Dios ayuda.
(Serm. 33, 4)
24 de marzo
La humildad de Jesús
Os encarezco, amadísimos hermanos, la humildad de nuestro Señor Jesucristo, o, mejor, él mismo
nos la encarece a todos nosotros. Ved qué gran humildad. El profeta Isaías clama: Toda carne es
heno y todo el esplendor de la carne es como la flor del heno; el heno se secó, la flor cayó, mas la
palabra del Señor permanece para siempre. ¡Cómo despreció y rebajó la carne! ¡Qué forma de
anteponer y alabar la palabra de Dios! Vuelvo a decirlo: renovad vuestra atención, contemplad lo
abyecto de la carne: Toda carne es heno y todo el esplendor de la carne es como la flor del heno. ¿Qué
es el heno? ¿Qué es la flor del heno? Lo dice a continuación. ¿Quieres oír lo que es el heno? El heno
se secó, la flor cayó. ¿Qué es la palabra de Dios? Permanece para siempre. Reconozcamos la Palabra
que permanece para siempre; escuchemos al evangelista que alaba la Palabra. En el principio
existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios; ella estaba al principio
junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que fue hecho era vida en ella, y la
vida era la luz de los hombres. Grande alabanza, digna de la Palabra eterna; alabanza excelsa,
adecuada a la palabra de Dios que permanece para siempre. ¿Y qué dice luego el evangelista? Y la
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Con solo que la Palabra que es Dios se hubiera hecho
carne, tal humildad sería ya increíble. ¡Y dichosos quienes creen esta realidad increíble! En efecto,
nuestra fe consta de cosas increíbles: la Palabra de Dios se hizo heno, un muerto resucitó, Dios fue
crucificado: cosas increíbles todas para sanarte a base de realidades increíbles, puesto que tu
enfermedad había adquirido dimensiones enormes. He aquí que vino el médico en humildad,
encontró en cama al enfermo, participó con él en la enfermedad, llamándolo a su divinidad. El que
destruye todo sufrimiento aceptó vivir en sufrimientos y murió suspendido en la cruz para dar
muerte a la muerte. Nos dio un alimento para que lo comiéramos y sanáramos. ¿De dónde procede
y a quiénes alimenta ese manjar? A los que imiten la humildad del Señor. Tú que no imitas ni
siquiera su humildad, ¡cuánto menos su divinidad! Imita, si puedes, su humildad. ¿Cuándo, en qué
se humilló él? Él, siendo Dios, se hizo hombre; tú, hombre, reconoce que eres hombre. ¡Ojalá te
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reconocieras como lo que él se hizo por ti! Conócete a ti a través de él; advierte que eres hombre,
y, sin embargo, es tan grande tu valor, que por ti Dios se hizo hombre. No lo eches en el saco de tu
soberbia, sino en el de Nuestro Dios y Señor nos redimió con su sangre, y quiso que el precio de
nuestras almas fuese su sangre, sangre inocente.
(Serm. 341A, 1)
25 de marzo
Modestia de María
Y ante todo, hermanos, no se nos vaya por alto la grande y santa modestia de la Virgen María, para
que aprendan las mujeres, nuestras hermanas. Había dado a luz a Cristo, un ángel había venido a
ella y le había dicho: Mira, concebirás en tu seno y parirás un hijo, al que llamarás Jesús. Este será
grande y será llamado Hijo del Altísimo. Pues, aun con haber merecido alumbrar al Hijo del
Altísimo, era ella humildísima, y al nombrarse no se antepone, a su esposo, diciendo: «Yo y tu
padre», sino: Tu padre y yo. No tuvo en cuenta la dignidad de su seno, sino la jerarquía conyugal.
La humildad de Cristo, en efecto, no había de ser para su madre una escuela de soberbia. Tu padre
y yo te andábamos buscando apenados. Tu padre, dice, y yo: el varón es cabeza de la mujer.
¡Cuánto menos deben mostrarse orgullosas las otras mujeres! También a María se la llamó mujer,
no porque no fuera virgen, sino por acomodarse al uso de su nación. Hablando, en afecto, el
Apóstol del Señor Jesucristo, dice: Nacido de «mujer», sin abrir por ello brecha en el articulado
dogmático del símbolo de la fe, donde le confesarnos nacido del Espíritu Santo y de la Virgen
María, que virgen le concibió, virgen le parió y virgen permaneció. Se ha de tener en cuenta que los
hebreos llamaron mujeres a todas las hembras, según la propiedad de su lengua. Ejemplo
evidentísimo: Antes de yacer con varón, lo que, según está escrito, no tuvo lugar sino después que
salieron del paraíso, a la primera hembra; hecha por Dios del costado del hombre, ya se la llama
mujer, pues dice la Escritura: Y la transformó en mujer.
(Serm. 51, 18)
26 de marzo
El primer pecado
Si a alguien sorprende por qué no se cambia la naturaleza humana con otros pecados como se
cambió con la prevaricación de los dos primeros padres, causa originaria de corrupción tan grande
cual es la que vemos y sentimos; y de estar sometidos a la muerte y padecer perturbaciones y
oscilaciones procedentes de afectos tan contrarios entre sí, cosas que ciertamente no existieron en
el paraíso antes del pecado, a pesar de que vivían también en cuerpo animal; si a alguien le
sorprende esto, repito, no debe estimar que lo cometido fue leve y de poca monta, porque se
redujo a un bocado no malo ni nocivo, sino prohibido. Dios no creó ni plantó nada malo en aquel
lugar de delicias. En el mandato se encareció la obediencia, virtud que es, en cierto modo, la madre
y la tutora de todas las demás virtudes de la criatura racional, cuya creación se acomodó a esta
norma: Le es útil estar sometida, y nocivo hacer su voluntad y no la de su Creador. Y, puesto que
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no comer de ciertos árboles, donde había tanta abundancia, era un precepto tan sencillo de
observar y tan breve para retener en la memoria, máxime cuando la concupiscencia aún no ofrecía
resistencia a la voluntad, que es consecuencia de la pena de la transgresión, su violación fue tanto
más injusta cuanto más fácil era su observancia.
(CdeD XIV, 12)
27 de marzo
Por no haber querido lo que pudo, quiere ahora lo que no puede
En puridad, y para decirlo en pocas palabras, ¿qué se retribuyó como pena al pecado de
desobediencia sino la desobediencia? Y, ¿qué miseria hay más propia del hombre que la
desobediencia de sí mismo contra sí mismo, de forma que, por no haber querido lo que pudo,
quiera ahora lo que no puede? Aunque es verdad que en el paraíso antes del pecado no lo podía
todo, sin embargo, solo quería lo que podía, y, por tanto, podía todo lo que quería. Empero, ahora,
como vemos en su descendencia y nos atestigua la divina Escritura, el hombre se ha hecho
semejante a la vanidad. ¿Quién podrá contar las cosas que quiere y no puede, en tanto que el ánimo
es contrario a sí mismo, y la carne, inferior a él, no obedece a su voluntad? Verdad es que el ánimo
se turba frecuentemente aun contra su voluntad y que la carne se duele, envejece y muere, y, ¡ay,
cuánto padecemos que no padeciéramos si nuestra naturaleza obedeciera en todo y sin medida a
nuestra voluntad! Mas la carne está sujeta a una enfermedad que no le permite obedecer. ¿Qué
importa el porqué de que, mientras nuestra carne, que nos había estado sujeta, nos es una carga al
no obedecernos, por la justicia del Dios dominador, a quien no hemos querido rendir nuestros
servicios, nos hayamos convertido en una carga para nosotros, no para Él? Él no necesita de
nuestro servicio, como nosotros necesitamos del servicio del cuerpo, y por eso es pena nuestra lo
que recibimos y no es pena de Él lo que hicimos. Además, los dolores que se dicen de la carne son
propios del alma que los sufre en la carne y por medio de ella. Pues, ¿qué? ¿Puede sentir dolor o
deseo la carne por sí misma sin el alma? Cuando se dice que la carne siente dolor o deseo, o es el
mismo hombre, como hemos ya apuntado, o alguna parte del alma, en que la carne imprime su
pasión, pasión que, si es molesta, causa dolor, y si agradable, placer. Así el dolor de la carne no es
más que un pinchazo del alma debido a la carne y una especie de resistencia que ofrece a su
pasión, como el dolor del alma, llamado tristeza, es un no conformarse con las cosas que nos han
sucedido sin quererlas. A la tristeza con frecuencia precede el miedo, que radica también en el
alma, no en la carne. Sin embargo, al dolor de la carne no precede miedo alguno carnal que se
sienta en la carne antes del dolor. Al placer precede un cierto apetito que se siente en la carne y es
una especie de deseo suyo. Así el hambre y la sed y la libido –término empleado con más
propiedad para los órganos de la generación, aunque sea término general para toda pasión–. Los
antiguos han definido la ira como libido de venganza, aunque a veces el hombre, aun sin haberse
sentido capaz de percibir la venganza, se irrita contra los seres inanimados, como cuando tira de
rabia el estilete que escribe mal o rompe la pluma. Por eso, aunque este deseo sea más irracional
que los otros, sin embargo, no deja de ser una libido de venganza y de estar fundada sobre no sé
qué especie umbrosa de justicia, por decirlo así, que quiere que los que obran mal sufran males.
Hay, pues, una libido de venganza, que se llama ira; hay una libido de dinero, que se llama avaricia;
hay una libido de victoria, llamada pertinacia, y hay una libido de gloria, llamada jactancia. Hay
otras muchas y variadas libidos, unas con nombres propios y otras sin ellos. Por ejemplo, ¿quién
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dará un nombre fácil y apropiado a la libido de dominio, de cuyo enorme peso en el alma de los
tiranos dan fe las guerras civiles?
(CdeD XIV, 15, 2)
28 de marzo
Cristo, médico
Sobre la cruz, en efecto, no se olvidó de quién era, antes nos mostró su paciencia y nos enseñó con
su ejemplo cómo se ha de amar a los enemigos. Porque, viendo bramar en torno suyo a estos
desgraciados, cuya enfermedad conocía, pues era su médico, y sabiendo les había su delirio furioso
cegado el espíritu, comenzó por decirle al Padre: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
¿Pensáis vosotros no eran los judíos aquellos malvados, fieros, sanguinarios y turbulentos
enemigos del Hijo de Dios? Y, ¿pensáis no tuvo efecto la súplica hecha al Padre: Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen? Los veía él a todos, y veía entre ellos a los que habían de ser suyos.
Él murió, es verdad, pues había con su muerte de dar muerte a la muerte. Murió Dios para realizar
un negocio enteramente celestial: el de lograr en compensación que no muriera jamás el hombre.
Cristo es, en efecto, Dios; pero no murió en cuanto Dios. Es a la vez Dios y hombre; el mismo Cristo
es al mismo tiempo hombre y Dios. Se hizo hombre para trocarnos en mejores; mas Dios no se
hizo peor. Porque al tomar lo que no era, no perdió lo que era. Siendo, pues, Dios y hombre, murió
en nuestra naturaleza para hacernos vivir en la suya. No tenía él en su naturaleza el poder morir,
ni facultad nosotros en la nuestra de vivir. ¿Quién era, pues, él si no podía morir? En el principio
era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Busca en Dios cómo pueda morir, y no lo
hallarás; pero nosotros morimos porque somos carne; hombres que llevan encima la carne de
pecado. ¿Cómo puede vivir el pecado? ¡Imposible! Cristo, por ende, ni podía hallar en su naturaleza
la muerte, ni nosotros vida en la nuestra; mas como nosotros tomamos la vida en la suya, tomó él
la muerte en nosotros. ¡Oh, qué cambio! ¡Lo que dio y lo que recibió! Los comerciantes hacen
cambios, y el comercio en la antigüedad fue trueque de mercancías. Daba uno lo que tenía, y
recibía lo que necesitaba. Tenía, por ejemplo, trigo, pero no tenía cebada; tenía otro cebada y no
tenía trigo; daba, pues, aquel su trigo y recibía la cebada, que no tenía. La diferencia de precio se
igualaba con la mayor cantidad de la especie inferior. Uno daba cebada para recibir trigo, otro
daba plomo a cambio de plata: mucho plomo por escasa plata; otro, en fin, lanas por telas. ¿Cómo
especificarlo todo? Nadie, sin embargo, da su vida para recibir la muerte. La oración del Médico en
el lecho de la cruz no fue baldía. Como el Verbo no podía morir por nosotros, hízose, para lograrlo,
carne, y moró entre nosotros. Estuvo colgado de la cruz, pero en su carne. Allí –en la cruz– estaba
la humilde naturaleza despreciada por los judíos, y allí la caridad liberadora de otros judíos. Que
por estos fue dicho: Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen. Y este grito no fue vano. El
Salvador, efectivamente, murió, fue sepultado, resucitó, subió al cielo después de haber pasado
cuarenta días entre sus discípulos, y envió el Espíritu Santo que les había prometido a los que
esperaban. Después de haberle recibido con plenitud, comenzaron a expresarse en los idiomas de
todas las naciones. Oyendo hablar en nombre de Cristo todas las lenguas a hombres zafios, sin
instrucción, a quienes habían conocido de andar entre ellos sin conocimiento de otra lengua sino
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la única que habían mamado, los judíos allí presentes se maravillaron y llenaron de terror. Pedro
les habló e hizo saber de dónde procedía este don. Se lo había otorgado aquel que había estado
pendiente del madero; se lo había otorgado aquel que sufrió ser ultrajado en la cruz a fin de
enviarles el Espíritu Santo desde los cielos. Y aquellos por quienes había el Señor dicho: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen, oyeron a Pedro y creyeron. Creyeron, pues, y fueron
bautizados y se convirtieron. Pero, ¡qué conversión! ¡Con qué fe bebían la sangre que, frenéticos,
habían derramado!
(Serm. 80, 5)
29 de marzo
El arca de Noé y la Iglesia
El mandar Dios a Noé, hombre justo y, según la certera expresión de la Escritura, perfecto en su
generación (no con la perfección con que los ciudadanos de la Ciudad de Dios han de igualar en la
inmortalidad a los ángeles de Dios, es verdad, pero sí con la perfección de que en esta
peregrinación son capaces), construir un arca para escapar en ella a la devastación del diluvio con
los suyos, con su mujer, sus hijos y sus nueras y con los animales que por mandato de Dios hizo
entrar también en el arca, es, sin duda, figura de la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, es
decir, de la Iglesia, que se salva por el leño en que pendió el Mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Cristo Jesús. Las medidas de su longitud, altura y anchura son un símbolo del cuerpo
humano, en cuya realidad vino a los hombres, como había sido predicho. En efecto, la longitud del
cuerpo humano desde la coronilla a los pies es seis veces tanta como la anchura que hay desde un
costado al otro, y diez veces tanta como la altura que se mide en el costado desde la espalda al
vientre. Así, si mides a un hombre tendido boca abajo o boca arriba, es seis veces más largo desde
la cabeza a los pies que ancho de derecha a izquierda o de izquierda a derecha y diez veces más
que alto desde el suelo. Por eso el arca se hizo de trescientos codos de larga, cincuenta de ancha y
treinta de alta.
La puerta abierta en un costado del arca significa, indudablemente, la herida que la lanza abrió
al atravesar el costado del Crucificado. Los que vienen a Él entran por ella, porque de ella manaron
los sacramentos, con los que son iniciados los creyentes. El mandar construirla de maderos
cuadrados significa la vida plenamente estable de los santos, porque lo cuadrado, a cualquier parte
que lo vuelvas, siempre queda firme. En una palabra, todas las cosas que se hacen notar en la
estructura del arca son signos de realidades futuras en la Iglesia.
(CdeD XV, 26, 1)
30 de marzo
Murió por nosotros
Acabamos de escuchar el evangelio; se leyó la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Si Cristo
resucitó, es que murió. La resurrección atestigua la muerte, pero la muerte de Cristo significa la
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destrucción del temor. No temamos morir, pues Cristo murió por nosotros; muramos con la
esperanza de la vida eterna, pues Cristo resucitó para que resucitemos. En su muerte y
resurrección tenemos la tarea asignada y el premio prometido; la tarea asignada es la pasión, y el
premio prometido, la resurrección. Esta tarea la realizaron los mártires; realicémosla nosotros con
la piedad si no podemos con la pasión, pues no a todos les acontece el poder sufrir y morir por
Cristo; pero el morir les sobreviene a todos. Felices aquellos a quienes les sobrevino por Cristo lo
que les había de sobrevenir necesariamente; el morir era una necesidad para ellos, pero no el
morir por Cristo. La muerte ha de sobrevenir a todos, pero no a todos la muerte por Cristo.
Aquellos a quienes les cupo en suerte morir por Cristo, en cierto modo le devolvieron lo que él les
había dado. El Señor les había dado el morir por ellos; ellos se lo devolvieron muriendo por él.
Pero, ¿qué le iba a devolver un pobre desdichado si no se lo hubiese dado el dichoso Señor? Así,
pues, Cristo concedió a los mártires el que pudiesen devolverle lo que él les había dado. Este es el
grito de los mismos: Si no hubiera sido porque el Señor estaba con nosotros, quizá nos hubiesen
tragado vivos; quizá nos hubiesen tragado vivos los perseguidores, dijo. ¿Qué significa vivos? Si, a
pesar de conocer el mal que hacemos negando a Cristo, obramos ese gran mal vivos, es decir, con
plena conciencia, en tal caso nos hubiesen tragado vivos, no muertos. ¿Qué significa vivos?
Sabiéndolo, no en la ignorancia. Y, ¿en virtud de qué fuerza no hicieron lo que los perseguidores le
obligaban a hacer? Preguntémoselo a ellos; sean ellos quienes nos lo digan. Ved lo que responden:
Si no hubiera sido porque el Señor estaba con nosotros. Entonces, él les dio lo que iban a devolverle.
Démosle gracias. Era rico, y, según está escrito de él, se hizo pobre para enriquecernos a nosotros;
su pobreza nos ha enriquecido, sus heridas nos han sanado, su humildad nos ha exaltado, su
muerte nos ha vivificado.
(Serm. 375B, 1)
31 de marzo
La resurrección
Cuando se leyó la carta del Apóstol, pude advertir un encomiable movimiento de vuestra fe y
amor, que mostraba cuánto horror os causan quienes piensan que no hay más vida que esta que
tenemos en común con las bestias y que tras la muerte no queda rastro del hombre ni hay
esperanza alguna de otra vida mejor. Torciendo la picazón de los malos oídos, dicen: Comamos y
bebamos, pues mañana moriremos. Tome inicio de aquí mi discusión y sea ello como el quicio de mi
sermón, punto de referencia para todo lo que el Señor se digne sugerirme.
Nuestra esperanza no es otra que la resurrección de los muertos, y también nuestra fe. La
resurrección de los muertos es igualmente nuestro amor, que se inflama con la predicación de las
cosas que aún no se ven y se enciende con su deseo, cuya grandeza hace a nuestros corazones
capaces de la felicidad que se nos promete que ha de venir, mientras se cree lo que aún no se ve.
Así, pues, nuestro amor no debe ocuparse de estas cosas temporales y visibles, esperando que
hayamos de tener en la resurrección algo como aquello que, si lo despreciamos ahora, vivimos
mejor y somos mejores, es decir, los placeres y delicias carnales. Eliminada la fe en la resurrección
de los muertos, se derrumba toda la doctrina cristiana. En cambio, bien cimentada la fe en ella, la
seguridad no se produce automáticamente para el alma cristiana si no se distingue la vida futura
de esta, que pasa. En consecuencia, hay que plantear el problema del siguiente modo: si los
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muertos no resucitan, ninguna esperanza nos queda de vida futura; si, en cambio, resucitan, habrá
ciertamente vida futura. Pero la segunda cuestión se refiere a cómo será esa vida. Así, pues, la
primera discusión se centra sobre si habrá resurrección de los muertos; la segunda, sobre cuál
será la vida de los santos después de la resurrección.
(Serm. 361, 1-2)
83
84
Abril
1 de abril
Brevedad de la vida
El Señor Jesucristo, con esto de haberse hecho carne, abrió a la esperanza la carne nuestra. Porque
tomó lo que ya conocíamos en esta tierra, donde tanto abunda: el nacer y el morir. Abundaba eso:
el nacer y el morir; el resucitar y vivir eternamente no lo había acá. Halló aquí viles mercaderías
terrestres, y trajo consigo los peregrinos géneros celestes. Ahora, si el morir te causa espanto, ama
la resurrección. Hizo de su tribulación socorro para ti, porque tu salud no valía para nada.
Aprendamos, por tanto, hermanos, a conocer y amar esa Salud, que no es de este mundo, es decir,
la Salud eterna, y vivamos en este mundo como peregrinos. Pensemos que vamos de paso, y
pecaremos menos. Demos, más bien, gracias a nuestro Dios por haber dispuesto que sea el día de
esta vida corto e inseguro. Entre la primera infancia y la decrepitud solo hay un breve espacio. Si
hoy hubiera muerto Adán, ¿qué le aprovecharía el haber vivido tanto? ¿Qué tiempo es largo, si
tiene fin? No hay quien vuelva atrás el día de ayer, y el de mañana viene urgiendo el paso al de hoy.
Vivamos bien en este corto espacio, para que vayamos al término de donde nunca pasamos. Ahora
mismo, mientras hablamos, estamos pasando. Las palabras pasan corriendo y las horas pasan
volando, y así nuestra edad, nuestras acciones, nuestros honores, nuestra miseria y nuestra
felicidad. Todo pasa; pero no temblemos, porque el Verbo del Señor es permanente. Vueltos al
Señor, etc.
(Serm. 124, 4)
2 de abril
Confesión y alabanza
Y, si bien lo pensamos, el acusarte a ti redunda en alabanza de Él. Porque, ¿adónde mira esa
confesión acusatoria de tus pecados? ¿Qué significa esa confesión acusatoria en ti sino que te
hallabas muerto y has revivido? La Escritura, en efecto, dice: El muerto, como el que no existe, ya no
confiesa. Luego, si el muerto ya no confiesa, el que confiesa vive; y si confiesa el pecado, cierto
estaba muerto y resucitó. Y si el pecador de su pecado volvió de muerte a vida, ¿quién le trajo a la
vida? Porque ningún muerto se resucita a sí mismo; solo pudo resucitarse a sí mismo quien,
muerta la carne, no estaba, sin embargo, muerto él, pues lo traído de muerte a vida no fue sino lo
que había muerto. Se resucitó, en fin, a sí mismo quien, siendo la vida por esencia, estaba muerto
en el cuerpo, que había de resucitar. El Señor, en efecto, se resucitó también Él a sí mismo, o
digamos a su cuerpo, según lo que había dicho: Destruid este templo y en tres días le alzaré de
nuevo. No fue, por ende, solo a resucitar al Hijo su Padre, de quien había dicho el Apóstol: Por lo
cual le resucitó Dios. Semejante a Lázaro en el sepulcro, el pecador está muerto, y más todavía
quien yace bajo la losa de la costumbre. Lázaro, a la verdad, no solo estaba muerto, estaba ya
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sepultado. Y quienquiera se halle oprimido por la mole de una costumbre mala, de un vivir
culpable, por la losa, digamos, de las concupiscencias humanas, hasta el punto de realizar en su
persona lo de cierto salmo: Dijo el necio en su corazón: «No hay Dios» (desgracia suma); este tal se
parece al otro de quien se dijo: El muerto, como quien no existe, no confiesa. ¿Quién le hará surgir
de la tumba si no le alza quien, apartada la losa, gritó diciendo: Lázaro, sal fuera? Y, ¿qué significa
sal fuera sino sacar fuera lo oculto? Quien confiesa, saca fuera, y mal podría sacar fuera si no
viviese, y vivir sin antes haber resucitado. Luego en la confesión acusatoria de sí va implícita la
glorificación de Dios.
(Serm. 67, 2)
3 de abril
Resurrección y juicio final
San Juan, después de haber hablado de la última persecución, resume en pocas palabras cuanto ha
de padecer en el juicio el diablo y la ciudad enemiga de la que es príncipe. Dice así: Y el diablo, que
los traía engañados, fue precipitado en un estanque de fuego y azufre, donde lo fueron también la
bestia y el falso profeta. Y allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos. Ya hemos
hecho notar que por la bestia puede muy bien entenderse la ciudad impía. Ese pseudoprofeta, o es
el anticristo o la imagen, es decir, la simulación, de que he hablado antes. Luego, como el epílogo
versa sobre el último juicio, que tendrá lugar con la segunda resurrección de los muertos, con la
resurrección de los cuerpos, narra cómo le fue revelado. Vi –dice él– un trono grande y reluciente y
al que se sentaba en él, a cuya vista desapareció el cielo y la tierra y no quedó nada de ellos. No dice:
«Vi un solio grande y reluciente y al que se sentaba en él, y a su vista desapareció el cielo y la
tierra», porque esto no sucedió entonces, es decir, antes de ser juzgados los vivos y los muertos,
sino dijo: Vi al que se sienta en el trono, a cuya vista desapareció el cielo y la tierra. Pero después,
una vez efectuado el juicio, deja de existir este cielo y esta tierra, y entonces comenzará a existir
un cielo nuevo y una tierra nueva. Este mundo no pasará por aniquilación, sino por mutación, Por
eso escribe el Apóstol: La figura de este mundo pasa. Yo deseo, por ende, que viváis sin cuidados ni
inquietudes. Pasa, por tanto, la figura del mundo, no su naturaleza. En habiendo dicho san Juan que
vio al que se sentaba en el trono, a cuya vista desapareció el cielo y la tierra –lo cual sucederá
después–, añade: Y vi a los muertos, grandes y pequeños, y se abrieron los libros. Se abrió además
otro libro, el libro de la vida de cada uno. Y los muertos fueron juzgados por lo que estaba escrito en
esos libros, cada uno según sus obras. Dice que se abrieron los libros y un libro. Y agregó la cualidad
de este libro, que es –dijo– el de la vida de cada uno. Los primeros libros son, sin duda, los Libros
santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, para mostrar los mandamientos que Dios
había ordenado cumplir. Y el otro, el libro de la vida de cada uno, estaba mostrando los
mandamientos cumplidos o violados por cada cual. Si este libro nos lo imaginamos materialmente,
¿quién podrá medir su grandor y su grosor? O, ¿cuánto tiempo se empleará para leer ese libro, que
contiene la vida de todos y cada uno de los hombres? ¿Presenciarán acaso el acto tantos ángeles
como hombres, y cada uno oirá el relato de su vida de boca del ángel a él asignado? Ese libro no
será, pues, para todos, sino que cada uno tendrá el suyo. La Escritura da a entender esto al decir
que se abrió además otro libro.
,
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Es preciso entender aquí la virtud divina, que traerá a la recordación de cada cual todas sus
obras, buenas o malas, y las hará ver rapidísimamente de un vistazo mental, con el fin de que la
ciencia acuse o excuse a la conciencia. De este modo serán juzgados todos a la vez. Esta virtud
divina recibió el nombre de libro, porque en ella se lee en cierto modo cuanto se recuerda merced
a ella. Y para mostrar qué muertos deben ser juzgados, los pequeños y los grandes, añade a modo
de recapitulación y tornando a los que había omitido, o mejor, diferido: El mar presentó sus
muertos, y la muerte y el infierno entregaron los suyos. Esto sucedió, sin duda, antes de que los
muertos fueran juzgados, y, sin embargo, lo refirió después. Por eso he dicho que es una especie de
recapitulación y de retorno a lo omitido. Mas ahora observa el orden y para explicarlo repite lo
que había dicho ya antes sobre el juicio, Después de estas palabras: El mar presentó sus muertos y
la muerte y el infierno entregaron los suyos, agregó en seguida: Y juzgó a cada uno según sus obras.
Justamente es lo que había dicho antes: Y fueron juzgados los muertos según sus obras.
(CdeD XX, 14)
4 de abril
El temor de Dios
Muchos son, hermanos, los preceptos que se nos han dado respecto al temor de Dios;
innumerables pasajes de la Escritura pregonan cuán útil es temer a Dios. Prestad atención, pues
entre tanta abundancia voy a recordar y comentar unos pocos, según me lo permita la brevedad
del tiempo. ¿Quién no se alegra de ser sabio y, si aún no lo es, no desea serlo? Mas, ¿qué dice la
Escritura? El principio de la sabiduría es el temor del Señor. ¿A quién no agrada reinar? Escuchemos
lo que nos advierte el Espíritu en el salmo: Y ahora, reyes, comprended; instruíos los que juzgáis la
tierra; servid al Señor con temor y exultad ante él con temblor. A propósito de lo cual dice también
el Apóstol: Obrad vuestra salvación con temor y temblor. También leemos que está escrito: Deseaste
la sabiduría; guarda la justicia y el Señor te la concederá. Hemos encontrado a muchos hombres
despreocupados al máximo de la justicia y avidísimos de la sabiduría. A los tales enseña la divina
Escritura que no pueden llegar a lo que desean si no es guardando lo que desprecian. Guarda, dijo,
la justicia, y el Señor te concederá la sabiduría que deseaste. Mas, ¿quién puede guardar la justicia
si no teme a Dios? Pues dice en otro lugar: Quien no tiene temor no podrá ser justificado. Por tanto,
si el Señor no concede la sabiduría más que a quien guarda la justicia, quien carece de temor no
podrá ser justificado; basta recurrir a aquella sentencia: El principio de la sabiduría es el temor del
Señor.
(Serm. 347, 1)
5 de abril
Temor y esperanza
La ley se caracteriza por el temor, la gracia por la esperanza. Mas, ¿qué diferencia existe entre la
ley y la gracia, siendo uno mismo el dador de la ley y de la gracia? Aterra la ley al que presume de
sí mismo; a quien espera en Dios, la gracia le ayuda. La ley, digo, aterra; no despreciéis esta
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afirmación; aunque breve, su peso es grande. Fijaos en mis palabras, tomad lo que os servimos,
ved de dónde lo tomamos. Atemoriza la ley a quien presume de sí mismo; la gracia favorece al que
tiene su esperanza en Dios, ¿Qué dice la ley? Muchas cosas; ¿quién puede numerarlas? Traigo a la
memoria un precepto solo, pequeño, conciso, ya citado por el Apóstol; una nimiedad; veamos si
hay hombros que le sustenten: No codiciarás. Una futesa, ¿verdad, hermanos? Esa es la ley; pero, si
la gracia no viene en tu ayuda, eso que has oído es tu sentencia de muerte. Tú, que tal oyes y de ti
presumes, no me saques a relucir tu inocencia. ¡Tu inocencia! ¿Cómo puedes ufanarte de ser
inocente? Puedes bien decir: «Yo no hurté a nadie nada». Bien, te lo creo; quizá soy de dijo un
testigo ocular: sí, no has hurtado a nadie nada; pero has oído: No codiciarás. —Yo no me llego a la
mujer de otro. —Bien, te lo creo, lo veo; pero has oído decir: No codiciarás. ¿Para qué miras
alrededor de ti y no vuelves los ojos adentro de ti? Mírate bien por dentro, y hallarás en tus
miembros otra ley. Mírate bien por dentro, no salgas fuera de ti mismo. Desciende a tu intimidad, y
hallarás en tus miembros una ley en pugna con la ley de tu razón, y que te tiene amarrado como
cautivo a la ley del pecado, que está en tus miembros. No sin causa se te oculta la dulzura de Dios;
porque te tiene cautivo la ley que está en tus miembros, ley en pugna con la ley de tu razón. Y la
dulzura que a ti se te oculta, es la dulzura que beben los ángeles; dulzura que tú no puedes beber
ni gustar mientras vivas cautivo. Tú ni la concupiscencia conocieras si la ley no dijera: No
codiciarás. Tal, pues, oíste y temiste, y quisiste luchar, mas no pudiste triunfar. Pero, con ocasión
del precepto –irritada la concupiscencia por la prohibición de la ley–, dio el pecado lugar a la
muerte. Sin duda reconoceréis en estas palabras el lenguaje del Apóstol: Con ocasión del precepto
obró el pecado toda concupiscencia. ¿De qué te jactabas en tu soberbia? Ahí lo tienes; con tus
propias armas te ha vencido el enemigo. Tú querías una ley donde atrincherarte, y ahí ves cómo el
enemigo halló en la ley un portillo por donde asaltarte. Tomando del precepto la ocasión, el
pecado hizo del precepto una emboscada, dice el Apóstol, donde me dio la muerte. ¿No es esto lo
que antes dije: «Con tus mismas armas te venció el enemigo»? Oye al mismo Apóstol proseguir en
su razonamiento: Así que la ley es santa, y el mandamiento es santo y justo y bueno. Ahora
respóndeles a los maniqueos, reprensores de la ley; cítales este pasaje del Apóstol: Así que la ley es
santa, el mandato es santo y justo y bueno. Luego, ¿lo bueno vino a ser muerte para mí? ¡Eso, no! Mas
el pecado, para que se mostrase pecado, por medio de una cosa buena me acarreó la muerte. Y, ¿por
qué todo esto? Porque no tuviste para el recibido mandato sino temor en vez de amor. Temiste la
sanción en vez de amar la justicia; y quien teme la sanción, querría, de ser posible, hacer el propio
gusto sin miedo de castigo alguno. Prohíbe Dios el adulterio; tú, empero, que codiciaste la mujer de
otro, no te vas a ella, no haces nada, aunque la oportunidad es buena, y tienes tiempo, hay dónde y
falta testigo. Con todo eso, no lo haces, ¿por qué? Porque temes el castigo. —No lo sabrá nadie. —
¿No ha de saberlo Dios? Sí, si; y porque Dios ha de saber lo que hagas, no lo haces. Mas a quien
temes es a Dios amenazador, no a Dios legislador. ¿Por qué no lo haces? Porque, de hacerlo, serás
enviado al fuego eterno. Temes el fuego. Si amaras la castidad, no lo harías aun habiendo de
quedar absolutamente impune. Si Dios te dijese: «Hazlo si quieres; yo no te condenaré; no te
condenaré al fuego eterno, mas te esconderé mi rostro»; si, a consecuencia de tal amenaza, no lo
hicieras, dejarías de hacerlo por amor a Dios, no por temor a la condenación. Pero... lo harías;
quizá, quizá lo harías en este supuesto; no soy quién para afirmarlo rotundamente. Mas, si en esa
hipótesis no lo haces, labor es de la gracia, que hace los santos; favor suyo el horror a la impureza
del adulterio, favor suyo el amor al Preceptor, para requerirle como promisor, no por miedo a su
rigor. Todo es fruto de la gracia; no te lo achaques a ti, no lo atribuyas a tus fuerzas. Te abstienes
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con placer: está bien; lo haces por amor: bien está; lo apruebo; estoy de acuerdo; pero es la caridad
quien te inspira esa buena voluntad, y la confianza en Dios te hace gustar su dulzura.
(Serm. 145, 3)
6 de abril
El fardo del mundo
El fardo del mundo me oprimía como en un deleitoso sueño, y los pensamientos que de ti me
venían eran como esos intentos por despertar que a veces tenemos y que son vencidos por la
pesadez del sueño. Nadie hay que quiera vivir siempre dormido, y la vigilia le parece siempre
mejor a quien esté en su sano juicio; pero con frecuencia se resiste la gente a sacudir el sueño
cuando una pesada somnolencia grava sobre los miembros, y así vuelve a dejarse arrullar aun
cuando esté ya harto de dormir y haya sonado la hora de levantarse. Así tenía yo por cierto que
era mejor entregarme a tu amor que ceder a mis apetitos; pero si tu amor me atraía no llegaba a
vencerme y el apetito, porque me agradaba, me tenía vencido.
No tenía respuesta que darte cuando me decías: ¡Levántate, hombre dormido, álzate de entre los
muertos y Cristo te iluminará! (Ef 5,14). Y mientras tú me rodeabas con la verdad por todas partes
y de ella estaba totalmente convencido, no tenía para responderte sino lentas palabras llenas de
sueño: «Sí, ya voy, ahora voy; pero, ¡aguárdame un poquito!». Y mientras tanto pasaba el tiempo.
En vano me deleitaba en tu ley según el hombre interior, cuando la ley de mis miembros resista a la
ley de mi razón y me mantenía cautivo en la ley del pecado que estaba en mis miembros (Rom 7,2223). Porque la ley del pecado está en la fuerza de un hábito que arrastra y sojuzga al hombre
contra su voluntad con una tiranía bien merecida, pues por su propio querer fue a dar en él.
¡Miserable de mí! ¿Quién sino tu gracia podía liberarme de este cuerpo de muerte por Jesucristo
Señor nuestro?
(Conf. VIII, 5.12)
7 de abril
Si no veis signos
Pues aunque uno de los doce elegidos y santos, fue, sin duda, israelita, es decir, del pueblo del
Señor, aquel Tomás que quiso introducir sus dedos en las aberturas de las llagas. El Señor le
reprende lo mismo que al cortesano. Le dice a este: Si no veis signos y prodigios, no creéis. Le dice a
aquel: Porque has visto, has creído. Jesús había vuelto a Galilea después de haber dejado a los
samaritanos, que creyeron por sus palabras sin hacer en su presencia milagro alguno; y los deja
tan pronto, seguro de su firmeza en la fe, porque no dejaba de estar en ellos con la presencia de la
divinidad. Cuando, pues, el Señor decía a Tomás: Acércate e introduce tu mano y no seas ya
incrédulo, sino fiel; y cuando él, después de tocar el lugar de las heridas, exclama diciendo: ¡Señor
mío y Dios mío!, le increpa con estas palabras: Porque has visto, has creído; ¿por qué esto, sino
porque el profeta no tiene honor en su patria? En cambio, porque entre los extranjeros es honrado
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este profeta, se dice a continuación: Bienaventurados los que no vieron y creyeron. La predicción
mira a nosotros. Lo que con tanta anticipación elogió el Señor, se ha dignado realizarlo en
nosotros. Los que lo crucificaron lo vieron y palparon, y aun así creyeron tan pocos. Nosotros ni lo
hemos visto ni lo hemos tocado. Nosotros oírnos hablar de Él y creímos. Cúmplase en nosotros y
reálcese con perfección en nosotros la felicidad que prometió: Aquí abajo, porque se nos ha
preferido a su patria, y en el siglo futuro, porque se nos ha injertado en el lugar de los ramos
cortados.
(Ev. Jn. Trat. XVI, 4)
8 de abril
Sacrificio vespertino
Mi sermón va a tratar sobre el sacrificio vespertino. En efecto, cantando hemos orado y orando
hemos cantado: Suba mi oración como incienso en tu presencia; el alzarse de mis manos es mi
sacrificio vespertino. En la oración vemos significado al hombre, y en las manos extendidas, la cruz.
Se trata, pues, de la señal que llevamos en la frente, la señal por la que hemos sido salvados. Una
señal que fue objeto de irrisión, para ser luego honrada; objeto de desprecio, para ser luego
glorificada. Dios se deja ver para que el hombre le suplique y se oculta para que el hombre muera.
Pues, si lo hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al Señor. Este sacrificio, en el que el
sacerdote es a la vez víctima, nos redimió con la sangre derramada del Creador. No solo nos creó
con sangre, sino que nos redimió con sangre. Nos creó la Palabra que existía en el principio, la
Palabra que estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Por ella fuimos creados. El texto continúa:
Todas las cosas fueron creadas por ella, y sin ella no se hizo nada. He aquí por quién hemos sido
creados. Escucha ahora lo que nos ha redimido: Lo que fue hecho era vida en ella, y la vida era la luz
de los hombres; y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron. Todavía nos hallamos
ante Dios; todavía se habla de lo que permanece siempre inmutable, de lo que requiere la
purificación de los corazones para ser visto; pero aún no dice cómo han de ser purificados. La luz,
dice, brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron. Mas para que no sean tinieblas y puedan
acogerla –pues las tinieblas son los pecadores y los infieles–, para que no sean tinieblas, repito, y
puedan acogerla, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Ved la Palabra, ved la Palabracarne, la Palabra anterior a la carne. En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a
Dios, y la Palabra era Dios; todas las cosas fueron hechas por ella. ¿Dónde está aquí la sangre? Aquí
aparece ya quien te hizo, pero aún no tu precio. ¿Con qué has sido, pues, redimido? La Palabra se
hizo carne y habitó entre nosotros.
(Serm. 342, 1)
9 de abril
La luz y las tinieblas
Y el juicio es este: que la luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, pues
sus obras eran malas. ¿En quiénes, hermanos míos, halló el Señor buenas obras? En ninguno: en
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todos malas. ¿Cómo es que algunos practicaron la verdad y llegaron a la luz? Se ve en lo que sigue:
El que practica la verdad viene a la luz para que se muestren sus obras, pues están hechas en Dios.
¿Cómo es que unos hicieron obras buenas y vinieron a la luz, esto es, a Cristo, y, por el contrario,
otros amaron las tinieblas? Pies si los halló a todos pecadores y a todos sana de los pecados: si la
serpiente aquella, que era figura de la muerte del Señor, cura a los que estaban mordidos, y por las
mordeduras de la serpiente y por los hombres mortales que encontró injustos se levantó en alto la
serpiente, es decir, la muerte del Señor, ¿qué sentido tiene lo que sigue: El juicio es este: que la luz
vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas? ¿Qué
es esto? ¿Quiénes tenían buenas obras? ¿No viniste para justificar a los impíos? Pero amaron, dice,
las tinieblas más que la luz. Ahí está precisamente la razón. Muchos hay, pues, que aman sus
pecados y muchos también que los confiesan. Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las
paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador
son como dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios: cuando oyes, pecador,
oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es
preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando empiezas a detestar lo que
hiciste, entonces empiezan tus buenas obras, porque repruebas las tuyas malas. El principio de las
buenas obras es la confesión de las malas. Practicas la verdad y vienes a la luz. ¿Qué es practicar tú
la verdad? No halagarte, ni acariciarte, ni adularte tú a ti mismo, ni decir que eres justo, cuando
eres inicuo. Así es como empiezas tú a practicar la verdad; así es como vienes a la luz, para que se
muestren las obras que has hecho en Dios. Porque esto mismo que te hace aborrecer tus pecados
no lo habría en ti si no te alumbrara la luz de Dios, si no te lo mostrara su verdad. Mas el que
después de advertido ama sus pecados, este odia la luz que le advierte y huye de ella para que no
le reprenda las obras malas que ama. Mas, en cambio, quien hace la verdad reprende en sí sus
malas obras; no se contempla, no se perdona, para que Dios le perdone. Lo que quiere que Dios le
perdone, lo reconoce él mismo, y así, viene a la luz y da gracias a la luz porque le muestra el objeto
de su odio. Dice a Dios: Aparta tu vista de mis pecados. ¿Con qué cara diría esto si no dijera a
renglón seguido: Porque yo reconozco mis crímenes y tengo siempre delante de mí mis pecados? Ten
siempre en tu presencia lo que no quieres que esté en presencia de Dios. Porque, si echas tú a la
espalda tus pecados, Dios te los volverá a poner en presencia de tu vista cuando ya la penitencia
será sin fruto alguno.
(Ev. Jn. Trat. XII, 13)
10 de abril
Yo soy la luz del mundo
Luego, mis hermanos, puesto que dice brevemente el Señor: Yo soy la luz del mundo, y el que me
sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida; y en estas palabras manda una cosa y
promete otra distinta, cumplamos lo que manda para que no deseemos con desvergonzada
temeridad lo que promete y no nos diga en el día de su juicio: ¿Cumpliste lo que te mandé para que
puedas reclamar lo que te prometí? ¿Qué es, pues, lo que mandaste, Señor, Dios nuestro?
Respuesta del Señor: Que me siguieras. Pediste un consejo de vida, y, ¿de qué vida sino de aquella
de la que se dijo: En ti mismo está la fuente de la vida? Un hombre oyó de Jesús: Anda, vete y vende
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todo lo que tienes y se lo das a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y luego vienes y me sigues.
Aquel hombre se fue triste de allí, no le siguió. Buscó al buen Maestro, preguntó al Doctor, y le
desprecia cuando le estaba enseñando: se fue de allí triste con las ligaduras de sus
concupiscencias; se fue de allí triste, llevando sobre sus hombros el peso abrumador de la avaricia.
Sentía gran fatiga, le hacía sudar la fiebre, y creyó que no debía seguir, sino abandonar a aquel que
quería quitarle la carga. Pero después que el Señor llamó a voces por el Evangelio: Venid a mí todos
los que estáis fatigados y cargados y yo os aliviaré; tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, ¡cuántos practicaron, oído el Evangelio, lo que no practicó
aquel rico oyéndolo de labios del mismo Jesús! Practiquémoslo, pues, nosotros y sigamos al Señor
y librémonos de las cadenas que nos impiden seguirle. Y, ¿quién podrá desligarnos sin el auxilio de
aquel de quien fue dicho: Tú has roto mis cadenas? De Él mismo habla así otro salmo: El Señor libra
a los que están encadenados y el Señor levanta a los caídos.
Y, ¿qué es lo que siguen los que están libres de sus cadenas y levantados del polvo de la tierra,
sino la luz que les habla así al oído: Yo soy la luz del mundo, y quien me sigue no andará en tinieblas,
ya que el Señor es el que da vista a los ciegos? Nosotros somos ahora iluminados, si es que
tenemos el colirio de la fe. Precedió, pues, la mezcla de su saliva con la tierra con la que había de
ungir los ojos del que nació ciego. Nosotros nacemos de Adán ciegos también y tenemos necesidad
de que Cristo nos ilumine. Hizo una mezcla de saliva y tierra: El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros. Mezcló su saliva con tierra; por eso estaba ya predicho: La verdad salió de la tierra. Él, en
cambio, dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nosotros gozaremos con plenitud de la verdad
cuando le veamos a Él cara a cara; esto también se nos promete. Pues, ¿quién tendría la audacia de
esperar lo que Dios no hubiese tenido la dignación de prometernos o de darnos? Le veremos a Él
cara a cara. Dice el Apóstol: Yo ahora conozco solo en parte, ahora solo en espejo y enigma, pero
después yo le veré a Él cara a cara. El apóstol Juan dice también en una de sus cartas: Amadísimos,
ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha mostrado lo que seremos; cuando se muestre,
seremos semejantes a Él, pues le veremos como es. ¡Qué promesa esta tan inmensa!: Si le amas, vete
detrás de Él. Le amo, contestas; mas, ¿por qué camino seguirle? Si el Señor Dios tuyo te hubiese
dicho: «Yo soy la verdad y la vida», tu deseo de la verdad y tu amor a la vida te llevarían
ciertamente a la búsqueda del camino que te pudiera conducir a ellas, y te dirías a ti mismo:
Magnífica cosa es la verdad y magnífica cosa es la vida, si existiera el medio de llegar a ellas mi
alma. ¿Buscas el camino? Oye lo primero que te dice: Yo soy el camino. Te dice primero por dónde
se va que adónde se va. Yo soy, dice, el camino. ¿Adónde lleva este camino? Yo soy también la
verdad y la vida. Dice primero por dónde has de ir y luego a dónde has de ir. Yo soy el camino, y soy
la verdad, y soy la vida. En el seno del Padre está la verdad y la vida; vestido de nuestra carne, es el
camino. No se te dice: Suda trabajando en la búsqueda del camino por el que llegues a la, verdad y
a la vida; no se te dice eso. Levántate, perezoso: el camino mismo ha venido a tu encuentro y te
despertó del sueño a ti que estabas dormido (si es que te despertó): Levántate y anda. Tal vez
hagas esfuerzos para andar y no puedas, porque te duelen los pies. ¿Por qué te duelen? ¿Es, por
ventura, porque anduvieron caminos difíciles bajo el tiránico imperio de la avaricia? Pero también
el Verbo de Dios sanó a los cojos. Yo tengo los pies sanos, dices tú: lo que no veo es el camino.
También el Verbo de Dios dio vista a los ciegos.
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(Ev. Jn. Trat. XXXIV, 8, 9)
11 de abril
Cuánto nos has amado
¡Cuánto nos has amado, Padre bueno, que a tu propio Hijo unigénito no perdonaste sino que lo
entregaste por nosotros, impíos como éramos! (Rom 8,32). ¡Y cuál fue tu manera de amarnos! Nos
diste a tu Hijo, quien no tuvo por usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz (Flp
2,6-8). Él fue el único libre entre los muertos (Sal 87,5) que tuvo potestad para dar su vida y la tuvo
también para recuperarla (Jn 10,18). Él fue para ti y para nosotros vencedor y víctima, y fue
vencedor porque fue víctima. Fue para nosotros sacerdote y sacrificio, y fue sacerdote porque fue
sacrificio. Nos convirtió para ti de siervos en hijos naciendo de ti y sirviéndonos a nosotros.
Razón me sobra para fundar en él una sólida esperanza, seguro como estoy de que tú vas a
sanar mis dolencias por Aquel que está sentado a tu diestra para interceder por nosotros (Rom
8,34). Si no fuera por él me hundiría en la desesperación. Porque si muchas y graves son mis
dolencias, mayor todavía es la medicina que me das. Podríamos los hombres pensar que tu Verbo
era remoto y ajeno a todo contacto con nosotros si él no se hubiera hecho carne para habitar entre
nosotros.
(Conf. X, 43.69)
12 de abril
No es la pena sino la causa
Una cosa, sobre todo, se os ha de advertir, que debéis recordar asiduamente y en la que debéis
pensar siempre: no es la pena, sino la causa, lo que hace al mártir de Dios. Dios se deleita con
nuestra justicia, no con nuestros tormentos. Y en el momento del juicio de Dios omnipotente y
veraz no se preguntará lo que uno haya sufrido, sino por qué lo ha sufrido. El que podamos
signarnos con la cruz del Señor no lo debemos al sufrimiento del Señor, sino a la causa del mismo.
Pues si ello se debiese a la pena, hubiese valido lo mismo al efecto la pena de los ladrones. En el
mismo lugar estaban crucificados tres; en el medio estaba el Señor, que fue contado entre los
malhechores. A un lado y otro le pusieron dos ladrones, pero su causa no era la misma. Se hallaban
a ambos lados del crucificado, pero les separaba una gran distancia. A ellos los crucificaron sus
crímenes; al Seños los nuestros. Pero, con todo, hasta en uno de ellos se manifestó suficientemente
cuánto vale no ya el tormento del crucificado, sino la piedad del confesor. En medio del dolor, el
ladrón obtuvo lo que Pedro había perdido lleno de temor. Reconoció su crimen, subió a la cruz;
cambió su causa y compró el paraíso. Mereció cambiar totalmente su causa quien no despreció a
Cristo por sufrir su misma pena. Los judíos despreciaron a quien hacía milagros, él creyó en quien
pendía de un madero. Reconoció como Señor al compañero de cruz, y creyendo hizo violencia al
reino de los cielos. El ladrón creyó en Cristo cuando tembló la fe de los apóstoles. Justamente
mereció escuchar: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Ni siquiera él mismo se había forjado
esperanzas al respecto; se confiaba ciertamente a una gran misericordia, pero pensaba también en
sus merecimientos. Señor, dijo, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Esperaba sufrir el
castigo hasta que llegase el Señor a su reino y deseaba alcanzar su misericordia, al menos, en el
momento de su venida. El ladrón, conocedor de los propios méritos, lo difería; pero el Señor le
ofrecía lo que él no esperaba, como diciéndole: «Tú me pides que me acuerde de ti cuando llegue a
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mi reino. En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. Reconoce a quién te
confías. Piensas que he de venir; pero antes de venir estoy en todas partes. Por tanto, aunque vaya
a descender a los infiernos, hoy te tengo en el paraíso; no confiado a otro, sino conmigo. Mi
humildad se abajó hasta los hombres mortales y hasta los mismos muertos, pero mi divinidad
nunca se alejó del paraíso». Había, pues, tres cruces y tres causas. Un ladrón insultaba a Cristo; el
otro, confesando sus maldades, se confiaba a la misericordia de Cristo. La cruz de Cristo en el
medio no fue un suplicio, sino un tribunal; desde la cruz, en efecto, condenó al que lo insultaba y
libró a quien creyó en él. Temed, si le insultáis, y gozad, si creéis en él. Revestido de gloria, hará lo
mismo que revestido de humildad.
(Serm. 285, 2)
13 de abril
Pedro camina sobre las aguas
¿Qué significa también el haberse Pedro atrevido a ir a Él sobre las aguas? A menudo Pedro
personifica a la Iglesia. Aquello, pues, que dijo: Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas,
¿qué sentido juzgamos pueda tener sino este: Señor, si tú eres veraz y nunca dices mentira,
glorifica también a tu Iglesia en este mundo, según lo anunció el salmista proféticamente? Luego,
ande también ella sobre las aguas y vaya sobre las aguas a ti, puesto que a ella se le dijo: Todos los
ricos del pueblo te ofrecerán humildes ruegos. Mas, porque nada tiene el Señor que temer de las
humanas alabanzas, pero en la Iglesia las alabanzas y los honores son frecuentemente para los
mortales motivo de tentación y aun de hundimiento casi, Pedro tembló en el mar, aterrado por la
extremada violencia de la tempestad. ¿A quién, en efecto, no infunde pavor aquella voz del profeta:
Los que os llaman felices, os extravían y hacen zozobrar las sendas por donde vais? Ahora bien, en
esta peligrosa lucha del alma contra el apetito de alabanza debe quien siente la caricia de los
aplausos humanos recurrir a la oración y a la plegaria, para no verse derribado y sumergido
cuando le vituperen. Al titubear, pues, sobre las olas, alce su voz y diga: Sálvame, Señor; y aunque
le reproche, diciendo: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste, por qué, sin apartar los ojos de aquel a
quien ibas, no pusiste toda confianza en solo el Señor?, sin embargo, le tenderá la mano, se lo
arrebatará a las olas y no le dejará perecer, porque reconoció su debilidad e imploró su ayuda.
Cuando el Señor entró en la nave, y renació la confianza, y cesaron las dudas, y la tempestad del
mar se calmó, y, llegando al seguro de la tierra firme, todos le adoraron diciendo: Verdaderamente
que tú eres el Hijo de Dios... Es el eterno gozo, donde se conoce y se ama la contemplación de la
Verdad manifiesta, del Verbo divino, de la Sabiduría, por cuyas manos fueron hechas todas las
cosas, y de su misericordia soberana.
(Serm. 75, 10)
14 de abril
Las tempestades
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Bueno, hermanos; se precisa concluir el sermón. Imaginad este mundo bien así como un océano,
un recio huracán y una borrasca grande. Para cada cual, su borrasca es su inclinación al mal. Si
amas a Dios, caminarás sobre las aguas del mar y hollarán tus pies la hinchazón del siglo. ¿Amas el
mundo? Te sorberá, porque a sus amigos los devora, no los soporta. Cuando tu corazón zozobra
por efecto de una pasión, para vencer tu sensualidad invoca la divinidad de Cristo. ¿Pensáis
vosotros que son los huracanes las adversidades del siglo? Porque, en habiendo que hay guerras,
motines, hambre, peste; cuando a un hombre cualquiera le aflige un contratiempo, que a él solo le
toca, dícese que hay viento de proa, y entonces se piensa en invocar a Dios; pero si a este siglo le
sonríe la felicidad temporal, ¿qué ha de ser de proa el viento? No averigües por ahí la bonanza del
tiempo; averíguala por tus pasiones, mira si hay sosiego dentro de ti, mira y remira si no te
zarandea un vendaval interior. Fortaleza insigne se necesita para luchar contra la felicidad del
siglo, por que no seduzca y pervierta; esa felicidad puede dar al través con la verdadera felicidad.
Insigne fortaleza, digo, es menester para luchar contra la felicidad, y felicidad grande no ser
vencido por la felicidad. Aprende a hollar el siglo, acuérdate de confiar en Cristo y, si tu pie vacila,
si titubeas, si no te mantienes a flote, si empiezas a hundirte, di: Perezco, Señor, sálvame. Di:
Perezco, para que no perezcas. Solo, en efecto, puede salvarte de la muerte de la carne quien por ti
murió en su carne. Vueltos al Señor, etc.
(Serm. 77, 9)
15 de abril
Distribución de naturalezas
Hay una naturaleza que cambia en el espacio y en el tiempo, como es el cuerpo. Hay otra
naturaleza que no cambia en el espacio, pero sí en el tiempo, como es el alma. Y hay otra
naturaleza, finalmente, que no puede cambiar ni en el espacio ni en el tiempo: esta es Dios. Lo que
aquí señalo como mudable en cualquier modo, se llama criatura. Lo que designo inmutable,
Creador. Y, pues todo lo que decimos que es, lo decimos en cuanto permanece y en cuanto es uno,
se sigue que la unidad es forma de cualquier hermosura.
En esta distribución de naturalezas puedes advertir lo que es sumamente, lo que es
ínfimamente, pero es, y lo que es medianamente, y es mayor que lo ínfimo y menor que lo máximo.
Lo sumo es la misma bienaventuranza. Ínfimo es lo que no puede ser ni bienaventurado ni mísero.
Lo mediano, finalmente, vive míseramente por la inclinación a lo ínfimo, bienaventuradamente
por conversión hacia lo sumo. Quien cree a Cristo, no ama lo ínfimo, no se enorgullece en lo
mediano, y así se hace capaz de adherirse a lo sumo. Y esto es todo lo que se nos manda, se nos
amonesta y se nos encarece que hagamos.
(Carta a Celestino, 18, 2)
16 de abril
El pan cotidiano
El pan nuestro de cada día, prosigue, dánosle hoy. Puede bien entenderse que la oración esta la
decimos para que nos abunde la vianda de cada día; y, si no abunda, no falte. Llamó de cada día al
día que se llama hoy. Cada día vivimos, cada día nos levantamos, cada día nos saciamos, cada día
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hambreamos. Dénos el pan cotidiano. ¿Por qué no dijo también el abrigo? Nuestro sustento lo
hacen dos cosas: comida y bebida; el abrigo lo hacen la ropa y el hogar. No vayan más allá los
deseos del hombre, pues el Apóstol dice: Nada hemos traído a este mundo ni podemos llevarnos
nada de él; contentémonos de tener comida y abrigo. Perezca la avaricia, y será rica la naturaleza.
Luego si esta petición: El pan nuestro de cada día dánosle hoy, se refiere al cotidiano
mantenimiento, y así es la verdad, no extrañe que bajo el nombre de pan se cifre todo lo necesario.
Cuando José invitó a sus hermanos, dijo: Estos hombres comerán pan conmigo. ¿No iban a comer
nada más? Pero, diciendo pan, se entendían las otras viandas. No de otro modo, cuando pedimos el
pan de cada día, pedimos todo lo que habemos menester para nuestro cuerpo en la tierra. ¿Qué
dice, no obstante, el Señor Jesús? Buscad primero el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará
por añadidura. Y cuadra muy bien entender así el pan nuestro cotidiano dánosle hoy; a saber, danos
la Eucaristía, manjar de cada día. Los fieles saben qué reciben en este sacramento y cuán bueno es
para ellos recibir este pan cotidiano, sin el que no puede sustentarse la vida esta. Ruegan por sí,
para ser buenos y perseverar en esta bondad, en esta fe, en esta vida santa. Y lo desean y lo piden,
porque, si no perseveran en esta vida buena, serán separados del pan aquel. ¿Qué significa, por
tanto, la petición: el pan nuestro de cada día dánosle hoy? Esto: vivamos de modo que no se nos
separe de tu altar. Y la palabra de Dios que todos los días se os explica, y en cierta manera se
reparte, es pan cotidiano: pan este que desean comer las mentes, como el otro lo desean los
vientres. Si pedimos pan concretamente o en singular, es debido a encerrar en el término pan todo
lo necesario para el sustento de la vida cotidiana: la espiritual y la del cuerpo.
(Serm. 58, 5)
17 de abril
La Eucaristía se come por partes
¿Qué voz es esa del Señor que os convida? ¿Quién os convida y a quiénes y qué os tiene preparado?
Convida el Señor a sus siervos, y de manjar se les ha preparado a si mismo. ¿Quién osará comer a
su Señor? Y, sin embargo, dice: El que me come, vive en mí. Comer a Cristo es comer la vida. Ni es
muerto para ser comido, antes vivifica El a los muertos. Cuando es comido, restaura, pero no
mengua. No recelemos, pues, hermanos míos, comer este pan por miedo a concluirle y no hallar
después qué comer. Sea comido Cristo; comido vivo, porque de la muerte ya resucitó. Ni cuando le
comemos le dividimos en partes. Esto sucede con las especies sacramentales, ciertamente; los
fieles saben cómo se come la carne de Cristo; cada cual recibe su parte; por eso la gracia misma –la
Eucaristía– se llama partes. Se le come a partes y permanece todo entero; todo entero se halla en
tu corazón. Todo Él estaba en el Padre cuando vino a la Virgen; la llenó a ella y no se apartó de Él.
Venía a la carne para que los hombres le comieran, y permanecía todo entero en el cielo para ser
alimento de los ángeles. Porque habéis de saber, hermanos –los que lo sabéis, y los que no lo
sabéis debéis saberlo–, que, cuando Cristo se hizo hombre, comió el hombre el pan de los ángeles.
¿Por dónde, cómo, por qué medio, por qué merecimientos, por qué dignidad había el hombre de
comer el pan de los ángeles, si no se hiciera hombre el Criador de los ángeles? Comámosle
tranquilamente; no por comerle se termina, antes debemos comerle para que no terminemos
nosotros. ¿Qué cosa es comer a Cristo? No es solo recibir su cuerpo en el sacramento, porque
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también le reciben muchos indignos, de los que dice el Apóstol: El que come el pan y bebe el cáliz
del Señor indignamente, se come y bebe su propio juicio.
(Serm. 129, 1)
18 de abril
Temores y escrúpulos para comulgar
Pues, ¿cómo ha de ser comido Cristo? Como Él mismo dice: Quien mi carne come y bebe mi sangre,
permanece en mí y yo en él. Esto es comerle, esto es beberle; porque si alguien no permanece en mí
ni yo en él, aunque reciba el sacramento, solo es para su tormento. Y quién sea el que permanece en
él, dícelo en otro lugar: El que cumple mis mandamientos, ese permanece en mí y yo en él. Ved, pues,
hermanos, que, si los fieles os separáis del cuerpo del Señor, es de temer que muráis de hambre. Él
mismo, en efecto, ha dicho: El que no come mi carne ni bebe mi sangre, no tendrá en sí la vida. Por
donde, si os abstenéis de comer el cuerpo y la sangre del Señor, es de temer perezcáis; y si lo
coméis indignamente o indignamente lo bebéis, se ha de temer que comáis y bebáis vuestra propia
condenación. Aprieto grande, por cierto. Vivid bien, y los aprietos se aflojan. No queráis
prometeros la vida viviendo mal; lo que no promete Dios, engáñase cuándo se lo promete a sí
mismo el hombre. Testigo malo, te prometes lo que la Verdad te niega. La Verdad dice: «Si vivís
mal, moriréis eternamente», y ¿dices tú: «Yo vivo mal, y viviré eternamente con Cristo»? ¿Cómo
puede suceder que mienta la Verdad y digas tú la verdad? Todo hombre es mentiroso. Luego no
podéis vivir bien si Él no os ayuda, si Él no os diere la gracia de vivir bien. Pedid esto en la oración,
y comed. Orad, y os veréis libres de estos aprietos. Porque Él os llenará, tanto en el bien obrar
como en el bien vivir. Examinad vuestra conciencia. Vuestra boca se llenará de alabanza de Dios y
de regocijo, y, libres de las grandes angustias, le diréis: Fuísteme abriendo paso por doquiera que
iba, y no flaquearon mis pies.
(Serm. 129, 2)
19 de abril
El cuerpo y la sangre de Cristo
Acabamos de oír al Maestro de la verdad, Redentor divino y Salvador humano, encarecernos
nuestro precio: su sangre. Nos habló, en efecto, de su cuerpo y de su sangre: al cuerpo le llamó
comida; a la sangre, bebida. Los fieles saben que se trata del sacramento de los fieles; para los
demás oyentes, estas palabras tienen un sentido vulgar. Cuando, por ende, para realzar a nuestros
ojos una tal vianda y una tal bebida, decía: Si no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no
tendréis vida en vosotros (y, ¿quién sino la Vida pudiera decir esto de la Vida misma? Este lenguaje,
pues, será muerte, no vida, para quien juzgare mendaz a la Vida). (Cuando, para realzar a nuestros
ojos una tal vianda y una tal bebida, decía esto), se escandalizaron los discípulos; no todos, a la
verdad, si no muchos, diciendo entre sí: ¡Qué duras son estas palabras! ¿Quién puede sufrirlas? Y
habiendo el Señor conocido esto dentro de sí mismo, sin decirle nadie nada, y habiendo percibido
el runrún de los pensamientos, respondió a los que tal pensaban, bien que nada decían con la boca,
para que supieran que los había oído y desistiesen de seguir pensando lo que pensaban... ¿Qué les
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respondió, pues? ¿Os escandaliza esto? Pues, ¿qué será viendo al Hijo del hombre subir a donde
primero estaba? ¿Qué significa Os escandaliza esto? ¿Pensáis que del cuerpo este mío, que vosotros
veis, he de hacer partes y seccionarme los miembros para dároslos a vosotros? Pues, ¿qué será
viendo al Hijo del hombre subir a donde primero estaba? Claro es; si pudo subir íntegro, no pudo ser
consumido. Así, pues, nos dio en su cuerpo y sangre un doble alimento, y, a la vez, en dos palabras
resolvió la cuestión de su integridad. Coman, por ende, quienes le comen, y beban los que le beben;
tengan hambre y sed; coman la vida, beban la vida. Comer esto es rehacerse; pero en tal modo te
rehaces, que no se deshace aquello con que te rehaces. Y beber aquello, ¿qué cosa es sino vivir?
Cómete la vida, bébete la vida; tú tendrás vida sin mengua de la Vida. Entonces será esto, es decir,
el cuerpo y la sangre de Cristo será vida para cada uno, cuando lo que en este sacramento se toma
visiblemente, el pan y el vino, que son signos, se coma espiritualmente, y espiritualmente se beba lo
que significan. Porque se lo hemos oído al Señor decir: El espíritu es el que da vida, la carne no
aprovecha de nada. Las palabras que yo os he hablado, son espíritu y son vida. Pero hay entre
vosotras, dice, algunos que no creen. Eran los que decían: ¡Cuán duras palabras son estas!; ¿quién las
puede aguantar? Duras, sí, mas para los duros; es decir, son increíbles, mas lo son para los
incrédulos.
(Serm. 131, 1)
20 de abril
Señor, ¿a quién iremos?
Y Él se dirige a los pocos que se habían quedado con Él. Dijo Jesús a los doce, es decir, a los que se
quedaron con Él: ¿Queréis por ventura vosotros huir también de mi compañía? No se fue nadie, ni
Judas siquiera. Pero el Señor ya sabía por qué no se iba, y nosotros lo supimos después. Pedro
contesta, en nombre de todos, uno por muchos, la unidad por la universalidad. Contestó, pues,
Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? ¿Nos alejas de ti? Danos otro igual que tú. ¿A quién iremos? Si
nos vamos de tu compañía, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Mirad cómo
comprendió esto Pedro con la ayuda de Dios y confortación del Espíritu Santo. ¿De dónde le vino
esta inteligencia sino de su fe? Tú tienes palabras de vida eterna. Porque tú das la vida eterna en el
servicio de tu cuerpo y sangre, y nosotros hemos creído y entendido. No entendimos y creímos, sino
que creímos y entendimos. Creímos, pues, para llegar a comprender; porque, si quisiéramos
entender primero y creer después, no nos hubiera sido posible entender sin creer. ¿Qué es lo que
hemos creído y qué es lo que hemos entendido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios; es decir, que tú
eres la misma vida eterna y que no comunicas en el servicio de tu carne y sangre sino lo que tú
eres.
(Ev. Jn. Trat. XXVII, 9)
21 de abril
Un solo pastor bueno
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¿Por qué, pues, habláis a estos buenos pastores de un solo pastor bueno, sino para recomendarles
así la unidad? El Señor va en persona a exponeros esto más claramente por ministerio nuestro,
recordando a vuestra caridad el mismo lugar del Evangelio. Escuchadle. Deciros tan
encarecidamente: Yo soy el buen pastor, fue deciros: Todos los demás, todos los pastores buenos,
son miembros míos, porque no hay sino una sola cabeza y un solo cuerpo: un solo Cristo. Solo hay,
por tanto, un cuerpo, un rebaño único, formado por el Pastor de los pastores, los pastores del
Pastor y las ovejas, con sus pastores, bajo el cayado del Pastor supremo. ¿No enseña eso el Apóstol?
Porque lo mismo que, siendo uno el cuerpo, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo,
con ser muchos, son un cuerpo único, así también Cristo. Luego si también Cristo es así, y si tiene
incorporados a él todos los pastores buenos, con razón no habla sino de uno solo, al decir: Yo soy el
buen pastor. Yo, el único; todos los demás forman conmigo una sola unidad. Quien apacienta fuera
de mí, apacienta contra mí; quien conmigo no recoge desparrama. Oídle ahora recomendar la
unidad con mayor vehemencia todavía. Tengo, dice, otras ovejas que no son de este aprisco. Este
aprisco, en efecto, al que hablaba, era de israelitas según la carne; mas había otros israelitas según
la fe, que aun estaban fuera, entre los gentiles, ya predestinados, todavía no congregados. Los
conocía él, que los había predestinado; los conocía él, que había venido para redimirlos por la
efusión de su sangre. Ellos no le veían a él, pero él veíalos a ellos; aun no habían ellos creído en él,
y él ya los conocía. Tengo, dice, otras ovejas que no son de este aprisco, pues que no pertenecen al
linaje carnal de Israel; no quedarán, sin embargo, fuera del aprisco; es necesario traerlas a mí, para
que sea un solo rebaño y un solo pastor.
(Serm. 138, 5)
22 de abril
Entrad por Cristo
Oísteis cuando se leía el Evangelio: Quien entra por la puerta, ese es el pastor; mas el que sube por
otra parte, es ladrón y salteador, y su intención desunirlas, desperdigarlas y llevárselas. ¿Quién entra
por la puerta? Quien entra por Cristo. Y ¿quién es este? Quien imita la pasión de Cristo, quien
conoce la humildad de Cristo; y, pues Dios se hizo por nosotros hombre, bien claro está que no es
Dios el hombre, sino hombre. Quien, en efecto, quiere dárselas de Dios no siendo más que hombre,
no imita ciertamente al que, siendo Dios, se hizo hombre. A ti no se te dice: «Sé algo menos de lo
que eres», sino: «Conoce lo que eres». Conócete enfermo, conócete hombre, conócete pecador,
conoce ser Dios quien justifica, conócete manchado. Pon al raso en la confesión la mancha de tu
corazón, y pertenecerás al rebaño de Cristo; la confesión de los pecados suscitará en el Médico
ganas de sanarte. El enfermo que dice: «Yo no tengo nada», no se preocupa del médico.
(Serm. 137, 4)
23 de abril
Tres suertes de personas que van al aprisco
Habla el Señor en el evangelio este de tres suertes de personas, que debemos estudiar: el pastor, el
mercenario y el ladrón; y entiendo que, al sernos leído, advertisteis las características con que
designó al pastor, las del mercenario y las propias del ladrón. Del pastor dijo que daba la vida por
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sus ovejas y entraba por la puerta; del salteador o ladrón, que subían por otra parte; del
mercenario afirmó que, en viendo que ve al lobo o al ladrón, huye, porque no tiene amor a las
ovejas: es mercenario, no pastor verdadero. Entra este por la puerta, por ser pastor; el ladrón sube
por otra parte, por ser ladrón; el mercenario, viendo a los que tratan de llevarse las ovejas, teme y
escapa, por ser mercenario, porque le tienen sin cuidado las ovejas: al fin es mercenario. Si
diésemos con estas tres personas, habría vuestra santidad hallado a quiénes ha de amar, a quiénes
tolerar y a quiénes esquivar. Ha de ser amado el pastor, tolerado el mercenario, esquivado el
ladrón. Hay en la Iglesia hombres que, según decir del Apóstol, anuncian el Evangelio ex occasione,
buscando de los hombres su propia medra, ya en dinero, ya en honores, ya en alabanzas humanas.
Buscando a toda costa sus personales ventajas, no miran, al predicar, tanto a la salud de aquellos a
quienes predican como a sus particulares emolumentos. Mas quien oye la salud a quien no tiene
salud, si creyere en aquel a quien ese tal anuncia, sin poner la esperanza en aquel por quien la
salud le es anunciada, quien anuncia, saldrá perdiendo; aquel a quien se anuncia, saldrá ganando.
(Serm. 137, 5)
24 de abril
Yo soy la puerta
Torna, pues, a lo que yo decía, porque quizá sea ese el verdadero modo de entenderlo, para salir
los dos de la dificultad propuesta. Desde luego, yo, según la fe católica, veo la salida sin daño y sin
tropiezo alguno; pero tú, cerrado por todas partes, andas buscando la salida. Tienes que ver
primero por dónde entraste. Tal vez tú no te has dado cuenta de lo que te acabo de decir: que
mires primero por dónde entraste. Óyele a Él mismo, que dice: Yo soy la puerta. No sin razón andas
buscando la salida y no das con ella, porque no entraste por la puerta, sino que te caíste por el
muro. Tienes que rehacerte de tu descalabro como puedas y entrar por la puerta, para que no te
hagas daño y salgas sin extraviarte. Entra por Cristo y no digas lo que tu corazón te inspira, sino lo
que Él te da a conocer. Eso es lo que tienes que decir. Ahora mira cómo la fe católica sale de esta
dificultad: el Hijo anduvo sobre las aguas y puso sobre ellas sus plantas de carne; la carne andaba y
la divinidad la gobernaba, ¿estaba el Padre ausente? Si estaba ausente, ¿cómo es que el Hijo mismo
dice: El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace sus obras? Luego, si el Padre permanece en el
Hijo y Él mismo hace sus obras, aquel caminar de la carne sobre las olas del mar lo hacía el Padre;
por medio del Hijo lo hacía. Luego aquel caminar es obra inseparable del Padre y del Hijo: estoy
viendo obrar allí a los dos. Ni el Padre deja solo al Hijo ni el Hijo se aleja del Padre; y así todo lo
que hace el Hijo, no lo realiza sin el Padre, porque todo lo que hace el Padre no lo hace sin el Hijo.
(Ev. Jn. Trat. XX, 6)
25 de abril
Id al mundo entero
Pero vosotros, estirpe escogida, que sois débiles según el mundo y lo habéis dejado todo por
seguir al Señor, id en pos suya para confundir a los fuertes. Corred, hermosos pies, en seguimiento
suyo y brillad en el firmamento para que los cielos canten la gloria de Dios haciendo la diferencia
entre la luz de los perfectos que no es todavía como la de los ángeles, y las tinieblas de los que aún
son párvulos pero no desechados. Brillad sobre la tierra para que un día candente de sol le diga al
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que le sigue palabras de sabiduría; y la noche iluminada por la luna le anuncie a la otra noche
palabras de ciencia. La luna y las estrellas brillan de noche y la noche no las oscurece, porque ellas
la iluminan según su capacidad.
Y un día, como si Dios hubiera dicho de nuevo: «Háganse luminarias en el firmamento», vino
repentinamente del cielo un ruido como de viento impetuoso y se vieron lenguas de fuego
repartirse y posarse sobre la cabeza de cada uno de aquellos hombres; y con esto se encendieron
en el firmamento luminarias llenas de palabras de vida. Difundíos pues por todas partes vosotros,
fuegos santos, llamas hermosas. Porque vosotros sois la luz del mundo, y no estáis bajo el celemín.
Por vosotros es glorificado aquel a quien os consagrasteis, y Él a su vez os ha glorificado. Difundid
y dadle a conocer a todos los pueblos.
(Conf. XIII, 19.25)
26 de abril
Creer para caminar
Todo hombre que aún no cree en Cristo no se halla ni siquiera en el camino: está extraviado, pues.
También él busca la patria, pero no sabe por dónde ha de ir ni conoce dónde se halla. ¿Qué quiero
decir al afirmar que busca la patria? Toda alma busca el descanso y la felicidad; nadie a quien se le
pregunte si quiere ser feliz duda en responder afirmativamente; todo hombre grita que quiere
serlo; pero los hombres ignoran por dónde se llega a esa felicidad y dónde se la encuentra; por
tanto, están extraviados. Nadie que no esté en marcha se encuentra extraviado; el extravío surge
cuando se inicia la marcha y no se sabe por dónde hay que ir. El Señor te reconduce al camino; al
hacernos fieles, creyentes en Cristo, no podemos decir que estamos ya en la patria, pero hemos
comenzado ya a caminar por el camino. De esta manera, recordando que somos cristianos,
exhortamos y amonestamos a todos los que nos son amadísimos, a quienes yerran en las vanas
supersticiones y herejías, a que vengan al camino y caminen por él; así también, quienes ya están
en el camino deben exhortarse mutuamente. Nadie llega sino quien está en el camino; mas no todo
el que está en el camino llega. Se hallan, por tanto, en mayor peligro quienes aún no poseen el
camino; mas quienes ya están en él no deben sentirse todavía seguros, no sea que, retenidos por
los encantos del camino mismo, no tengan suficiente amor para sentirse arrastrados hacia aquella
patria, la única en que existe el descanso. Nuestros pasos en él son el amor de Dios y del prójimo.
Quien ama corre, y cuanto más intensamente ama uno, tanto más velozmente corre; al contrario,
cuanto menos ama uno, tanto más lentamente se mueve por el camino. Y si carece de amor, se ha
parado del todo; en cambio, si ansía el mundo, ha invertido la dirección y ha dado la espalda a la
patria. ¿De qué le aprovecha el estar en el camino si no avanza, sino que, al contrario, da marcha
atrás? Es decir, ¿de qué sirve ser cristiano católico –esto es estar en el camino–, si al amar el
mundo marcha por el camino, pero retrocediendo? Vuelve al punto de donde partió. Si alguna
emboscada del enemigo que le tienta y le asalta en este camino lo separa de la Iglesia católica o lo
arrastra a la herejía, o hacia algunos ritos paganos, o a cualesquiera otras supersticiones o
maquinaciones del diablo, ya ha perdido el camino y vuelto al error.
(Serm. 346B, 2)
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27 de abril
Muéstranos al Padre
Pues los discípulos, que todavía estaban en la creencia de que el Padre es algo mayor que el Hijo,
porque veían la carne, pero no veían la divinidad, le dijeron: Señor, muéstranos al Padre y esto nos
basta. Es como decir: Tenemos ya noticia de ti y te bendecimos quienes ya hemos adquirido ese
conocimiento, y te damos gracias porque te mostraste a nosotros; pero del Padre aún no tenemos
la menor noticia. Por eso nuestro corazón se abrasa y arde en deseos santos de ver a tu Padre, que
te envió. Muéstranosle; ya no te pediremos más nunca; basta que nos muestre Aquel cuya
grandeza no puede ser mayor. ¡Qué buen deseo y qué anhelo tan legítimo, pero qué inteligencia
tan pobre!... Felipe, ¿hace tanto tiempo que estoy con vosotros y no me conocéis todavía? El que me
ve a mí, ve a mi Padre. ¿Por qué ellos no le veían? Le veían a Él, pero al Padre no le veían. Veían la
carne, mas la majestad estaba oculta. Lo que veían los discípulos, que le amaban, eso mismo vieron
los judíos que le crucificaron. Todo Él estaba dentro, y de tal modo dentro de la carne, que no
dejaba por eso de estar con el Padre. No dejó, pues, al Padre cuando vino a la carne.
(Ev. Jn. Trat. XIV, 12)
28 de abril
Plenitud de la Ley, el amor
Quien tiene su corazón lleno de amor, hermanos míos, comprende sin error y mantiene sin
esfuerzo la variada, abundante y vastísima doctrina de las Sagradas Escrituras, según las palabras
del Apóstol: La plenitud de la ley es el amor; y en otro lugar: El fin del precepto es el amor que surge
de un corazón puro, de una conciencia recta y de una fe no fingida. ¿Cuál es el fin del precepto sino
el cumplimiento del mismo? ¿Y qué es el cumplimiento del precepto sino la plenitud de la ley? Lo
que dijo en un lugar: La plenitud de la ley es el amor, es lo mismo que dijo en el otro: El fin del
precepto es el amor. No puede dudarse en modo alguno que el hombre en el que habita el amor sea
templo de Dios, pues dice también Juan: Dios es amor. Al decirnos esto los apóstoles y confiarnos la
excelencia del amor, están indicando que no comieron otra cosa sino lo que manifiestan esos
eructos. El mismo Señor que los alimentó con la palabra de la verdad y del amor que es el mismo
pan vivo que ha bajado del cielo, dijo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los
otros. Y también: En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros. El
que vino a dar muerte a la corrupción de la carne a través de la ignominia de la cruz y a desatar
con la novedad de su muerte la cadena vetusta de la nuestra, creó un hombre nuevo con el
mandamiento nuevo. Que el hombre muriera era, efectivamente, algo muy antiguo; para que no
siempre fuese realidad en el hombre, aconteció algo nuevo: que Dios muriera. Mas como murió en
la carne, pero no en la divinidad, mediante la vida sempiterna de su divinidad no permitió que
fuese eterna la perdición de la carne. Y así, como dice el Apóstol, murió por nuestros pecados y
resucitó para nuestra justificación. Por tanto, quien adujo la novedad de la vida contra la vetustez
de la muerte, él mismo opone al pecado viejo el mandamiento nuevo. En consecuencia,
quienquiera que seas tú que quieres extinguir el viejo pecado, apaga con el mandamiento nuevo la
concupiscencia y abrázate al amor. Como la concupiscencia es la raíz de todos los males, así
también el amor es la raíz de todos los bienes.
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(Serm. 350, 1)
29 de abril
Que te alabe mi corazón
¡Oh Dios! Yo soy tu siervo e hijo de tu sierva. Te ofreceré un sacrificio de alabanza porque has roto
mis cadenas (Sal 115,16). Que te alaben mi corazón y mi lengua; que mis huesos todos clamen:
Señor, ¿quién hay que sea semejante a ti? (Sal 34,10). Tú, en cambio, respóndeme: Yo soy tu
salvación (Sal 34,3).
¿Quién era y cómo era yo? ¿Qué pecados no hice; o si no los hice, los dije; o si no los dije los
pensé? Pero tú, Señor, eres misericordioso, y tu diestra, mirando en la hondura de mi muerte, de
mi corazón sacó y agotó todo un abismo de corrupción. Y esta miseria no estaba en otra cosa que
en no querer yo lo que tú querías y querer en cambio lo que tú no querías.
¿Dónde estuvo durante tan largos años mi libre albedrío? ¿Y de qué profundidades me sacaste
para que doblara mi cerviz a tu yugo suave y aceptara sobre mis hombros tu carga ligera, ¡oh
Cristo!, auxiliador y redentor, mío?
¡Cuán suave me pareció desde el primer momento el carecer de las suavidades de la vanidad,
las que tanto miedo había tenido de perder y que perdidas ahora me llenaban de gozo! Porque tú,
suavidad suprema y verdadera, las arrancabas de mí y en su lugar entrabas tú, que eres más dulce
que todos los placeres superiores a la carne y a la sangre; más claro que la luz y más interior que
toda intimidad y más sublime que todo honor, pero no de ese honor con que muchos se sienten en
sí mismos encumbrados.
Ya era libre mi ánimo de toda sujeción a los cuidados de la ambición de honores y bienes; la de
revolcarme en el fango y de rascarme las leprosas escamas de la concupiscencia. Ya podía cantarte
como te cantan los pajarillos al amanecer; a ti, mi Señor y mi Dios, que eres mi claridad, mi riqueza
y mi salvación.
(Conf. IX, 1.1)
30 de abril
Tener paz
Tened la paz, hermanos. Si queréis atraer a los demás hacia ella, sed los primeros en poseerla y
retenerla. Arda en vosotros lo que poseéis para encender a los demás. El hereje odia la paz, como
el enfermo de ojos la luz. ¿Acaso es mala la luz porque el enfermo no pueda soportarla? El enfermo
de ojos odia la luz; pero, con todo, el ojo fue creado para la luz. Quienes aman la paz quieren que
otros la posean con ellos, y se entregan a la tarea de aumentar los posesores para que aumente la
posesión. Esfuércense, pues, por curar los ojos de los enfermos por cualquier medio, de cualquier
forma. Se le cura contra su voluntad; mientras dura la cura, no la quiere; mas, cuando vea la luz, se
deleitará. Imagínate que se enfada; tú no te canses de insistirle. Amante de la paz: mira y deléitate
tú primero en la hermosura de tu amada y hazte llama para atraer al otro. Vea él lo que ves tú, ame
lo que tú amas y posea lo que tú posees. Tu amada a la que tanto quieres te dice: «Ámame y al
instante me poseerás». Trae contigo a cuantos puedas a mi amor: seré casta, y casta permaneceré.
Trae a cuantos puedas; que ellos me encuentren, me posean y disfruten de mí. Si los muchos
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videntes no desgastan esta luz, ¿me corromperán a mí los muchos amantes? Pero no quieren venir
porque no tienen con qué verme; no quieren venir porque el resplandor de la paz hiere la
enfermedad de la disensión. Escucha la voz lastimera de esos enfermos de vista. Se les anuncia:
«Pareció bien que los cristianos tengan paz». Nada más escuchar este anuncio, se dicen entre sí: —
¡Ay de nosotros! —¿Por qué? —Llega la unidad. —¿Qué significa eso? ¿Qué significan esas
palabras: «¡Ay de nosotros, que llega la unidad!»? Cuánto más justamente debíais haber dicho:
«¡Ay de nosotros, que llega la disensión!». Lejos de nosotros el que llegue la disensión: es como las
tinieblas para los videntes. Pero llega la unidad: hay que saltar de gozo, hermanos. ¿Por qué te has
asustado? Lo dicho es: «Llega la unidad». ¿Se ha dicho acaso: «Llega una fiera, llega el fuego»?
Llega la unidad, llega la luz. Si quisiera responderos verdaderamente, os diría: «No me asusté
porque llegara alguna fiera, pues no soy miedoso; pero me espanté de que llegara la luz, pues
tengo enfermos los ojos». Hay que esforzarse, pues, en lograr su curación. En la medida de
nuestras fuerzas, en cuanto podamos y Dios nos conceda, hemos de participar con ellos de lo que
no mengua por la participación misma.
(Serm. 357, 3)
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Mayo
1 de mayo
Que te alaben tus obras
Que todas tus obras te alaben, Señor, para que nosotros te amemos; y que te amemos nosotros
para que te alaben tus obras, esas obras que tienen en el tiempo un principio y un fin, una aurora y
un atardecer, crecimiento y mengua, hermosura e imperfección; y todo esto, en parte de manera
manifiesta y en parte de modo oculto, fueron hechas por ti, pero no de ti sino de la nada. No de una
materia preexistente no tuya, sino de una materia concreada, esto es, creada por ti informe y
simultáneamente, formada sin intersticio temporal alguno. Diferentes como son la materia del
cielo y de la tierra y la hermosura del cielo y la de la tierra, tú creaste la materia de la nada
absoluta y a esta materia, en un solo acto, le diste la forma de la hermosura; sin intervalo de
tiempo la forma acompañó a la materia.
(Conf. XIII, 33.48)
2 de mayo
Un doble camino
Un doble camino, pues, se puede seguir para evitar la obscuridad que nos circuye: la razón o la
autoridad. La filosofía promete la razón, pero salva a poquísimos, obligándolos, no a despreciar
aquellos misterios, sino a penetrarlos con su inteligencia, según es posible en esta vida. Ni
persigue otro fin la verdadera y auténtica filosofía sino enseñar el principio sin principio de todas
las cosas, y la grandeza de la sabiduría que en Él resplandece, y los bienes que sin detrimento suyo
se han derivado para nuestra salvación de allí. A este Dios único, omnipotente, tres veces
poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos lo dan a conocer los sagrados misterios, cuya fe sincera
e inquebrantable salva a los pueblos, evitando la confusión de algunos, y el agravio de otros. Y la
sublimidad del misterio de la encarnación, por la que Dios tomó nuestro cuerpo, viviendo entre
nosotros, cuanto más vil parece, tanto mejor ostenta la clemencia divina, y resulta más remota e
inasequible a la soberbia de los hombres de ingenio.
(DeOrd. II, 5, 16)
3 de mayo
El ojo del corazón
Felipe, ¿hace tanto tiempo que estoy con vosotros y no me habéis conocido todavía? Felipe habría
podido responderle: A ti ya te conocemos; ¿te hemos pedido acaso a ti que te nos muestres? Lo
que queremos es conocer a tu Padre. Jesús añadió inmediatamente: El que me ve a mí ve también a
mi Padre. Si el enviado es igual al Padre, no le juzguemos por la flaqueza de la carne, sino
consideremos la majestad en la vestidura de la carne, no ahogada por la carne. Porque,
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subsistiendo como Dios con el Padre, se hizo hombre entre los hombres con la finalidad de que tú,
gracias a aquel que por ti se hizo hombre, llegues a ser tal como el que ve a Dios. El hombre no
podía ver a Dios. El hombre podía ver al hombre, pero ver en el hombre a Dios no podía. ¿Por qué
no podía ver a Dios? Es que le faltaba el ojo del corazón para verle. Tenía dentro algo que estaba
enfermo y algo fuera que estaba sano. Estaban sanos los ojos del cuerpo, pero enfermos los ojos
del corazón. El Hijo de Dios se hizo hombre visible a los ojos del cuerpo para que, creyendo en
Aquel que podían ver los ojos del cuerpo, fueses curado para ver al que no podías ver
espiritualmente.
(Ev. Jn. Trat. XIV, 12)
4 de mayo
Desprecio de la dádiva del Señor
Permíteme, Señor decir algo sobre mi ingenio, dádiva tuya y de los devaneos en que lo
desperdiciaba. Me proponían algo que inquietaba mucho mi alma. Querían que por amor a la
alabanza y miedo a ser enfrentado y golpeado repitiera las palabras de Juno, iracunda y dolida por
no poder alejar de Italia al rey de los teucros (Virgilio, Eneida 1,38). Pues nunca había oído yo que
Juno hubiese dicho tales cosas. Pero nos forzaban a seguir como vagabundos los vestigios de
aquellas ficciones poéticas y a decir en prosa suelta lo que los poetas decían en verso. Y el que lo
hacía mejor entre nosotros y era más alabado era el que según la dignidad del personaje que fingía
con mayor vehemencia y propiedad de lenguaje expresaba el dolor o la cólera de su personaje.
Pero, ¿de qué me servía todo aquello, Dios mío y vida mía? ¿Y por qué era yo, cuando recitaba,
más alabado que otros coetáneos míos y compañeros de estudios? ¿No era todo ello viento y
humo? ¿No había por ventura otros temas en que se pudieran ejercitar mi lengua y mi ingenio?
Los había. Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas como están en la Santa Escritura, habrían sostenido
el gajo débil de mi corazón; y no habría yo quedado como presa innoble de los pájaros de rapiña
en medio de aquellas vanidades.
(Conf. I, 17.27)
5 de mayo
Confianza en Dios
Cuando se leyó el Apóstol, habéis oído: Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal. Ved
quién lo dice. La ley es espiritual, pero yo soy carnal, esclavo del pecado; porque lo que obro, lo
ignoro. ¿Qué significa lo ignoro? No lo acepto, no lo apruebo. Pues no hago el bien que amo, antes
el mal que aborrezco, ese lo hago. Mas, por lo mismo que hago lo que no amo, consiento a la ley
como buena. ¿Qué significa consiento a la ley? Pues no hago lo que quiero, esto que no quiero no lo
quiere la ley; luego cuando hago lo que no quiero, y no quiero lo que la ley no quiere, consiento a la
ley, o reconozco a la ley como buena. Pero ella es espiritual, yo carnal; ¿qué sucederá? Hacemos lo
que no queremos; luego, si hacemos todos los males, ¿quedaremos impunes? ¡Nunca! No te lo
prometas, hombre; atiende a lo que sigue: Pero si lo que no quiero eso hago, ya no soy el que lo
obra, sino el pecado que habita en mí. ¿A qué llama pecado sino a la concupiscencia de la carne? Y
porque, a lo mejor, no fueras a decir que la concupiscencia no es cosa relacionada contigo, por eso
dijo: El pecado que habita en mí. Y ¿qué significa no soy yo el que obra? Apetezco con la carne, no
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consiento con la mente. La carne apetece, la mente no consiente; he aquí la lucha. Persevera, ¡oh
mente!, en tu combate, y pide socorro a tu Dios y Señor. Persevera, ¡oh mente!, en tu combate, y
pide a gritos lo que pedía la mujer aquella: Señor, ayúdame. Persevera, ¡oh mente!, en tu combate,
y clama lo que cantaste: Ten piedad de mí, Señor, ten piedad de mí. He ahí el sacrificio: En ti ha
confiado mi alma. En el bautismo se borra la iniquidad, pero queda la enfermedad; en la
resurrección no habrá iniquidad alguna, y la enfermedad será consumida. Cuando esto mortal se
vistiere de inmortalidad y esto corruptible se vistiere de incorrupción, entonces se cumplirá la
palabra escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Y si el aguijón de la muerte es nuestro combate, ya no soy yo
el que lo hago, sino el pecado que habita en mí. Llamó pecado a la concupiscencia o apetito de la
carne; apetezco, mas no consiento con la mente, y la concupiscencia no deja de estimular a la
maldad. Este es el aguijón de la muerte. Cuando el enemigo interior, la concupiscencia, fuere
sanada, el enemigo exterior, el diablo, será acoceado, y entonces viviremos en paz. ¿En qué paz? En
la paz que ni el ojo vio ni el oído oyó. ¿En qué paz? En esa paz que ningún corazón puede presentir,
y a la que no sigue discordia alguna. ¿En qué paz? En aquella de la que dijo el Apóstol: Y la paz de
Dios, que supera a todo entendimiento, guarde vuestros corazones. De la paz esa dice el profeta
Isaías: Señor, Dios nuestro, danos la paz, porque todas las cosas nos las cumpliste ya. Prometiste el
Cristo, y nos le diste; prometiste su cruz y su sangre, que había de ser derramada por la remisión
de los pecados, y nos la diste; prometiste su ascensión y el Espíritu Santo, que había de ser enviado
desde el cielo, y lo diste; prometiste una Iglesia difundida por toda la redondez de la tierra, y la
diste; prometiste que había de haber herejes para ejercicio y probación nuestra, y la victoria de la
Iglesia sobre los errores, y se cumplió; prometiste que habían de ser abolidos los ídolos de los
gentiles, y lo cumpliste. Señor, Dios nuestro, danos la paz, porque todo lo demás ya nos lo diste.
(Serm. 33, 2)
6 de mayo
¿Callaba Dios?
¡Ay! ¿Me atreveré a decir que tú permanecías callado mientras yo más y más me alejaba de ti?
¿Podré decir que no me hablabas? Pero, ¿de quién sino tuyas eran aquellas palabras que con la voz
de mi madre, fiel sierva tuya, me cantabas al oído? Ninguna de ellas, sin embargo, me llegó al
corazón para ponerlas en práctica.
Ella no quería que yo cometiera fornicación, y recuerdo cómo me amonestó en secreto con gran
vehemencia, insistiendo sobre todo en que no debía yo tocar la mujer ajena. Pero sus consejos me
parecían debilidades de mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme. Mas sus
consejos no eran suyos, sino tuyos, y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú callabas, cuando por su voz
me hablabas; y al despreciarla a ella, sierva tuya, te despreciaba a ti, siendo yo también tu siervo.
Pero yo nada sabía. Iba desbocado, con una ceguera tal, que no podía soportar que me
superaran en malas acciones aquellos compañeros que se jactaban de sus fechorías tanto más
cuanto peores eran. Con ello pecaba yo no solo con la lujuria de los actos, sino también con la
lujuria de las alabanzas. ¿Hay algo que sea realmente digno de vituperación fuera del vicio? Pero
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yo, para evitar el vituperio me fingía más vicioso; y cuando no tenía un pecado real con el que
pudiera competir con aquellos perdidos inventaba uno que no había hecho, no queriendo parecer
menos abyecto que ellos ni ser tenido por tonto cuando era más casto.
(Conf. II, 3.7)
7 de mayo
Hurtar por hurtar
El hurto lo condena la ley, Señor; una ley que está escrita en los corazones humanos y que ni la
maldad misma puede destruir. Pues, ¿qué ladrón hay que soporte a otro ladrón? Ni siquiera un
ladrón rico soporta al que roba movido por la indigencia. Pues bien, yo quise robar, y robé; no por
necesidad o por penuria, sino por mero fastidio de lo bueno y por sobra de maldad. Porque robé
cosas que tenía yo en abundancia y otras que no eran mejores que las que poseía. Y ni siquiera
disfrutaba de las cosas robadas; lo que me interesaba era el hurto en sí, el pecado.
Había en la vecindad de nuestra viña un peral cargado de frutas que no eran apetecibles ni por
su forma ni por su color. Fuimos, pues, rapaces perversos, a sacudir el peral a eso de la
medianoche, pues hasta esa hora habíamos alargado, según nuestra mala costumbre, los juegos.
Nos llevamos varias cargas grandes no para comer las peras nosotros, aunque algunas probamos,
sino para echárselas a los puercos. Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido.
Este es, pues, Dios mío, mi corazón; ese corazón del que tuviste misericordia cuando se hallaba
en lo profundo del abismo. Que él te diga qué era lo que andaba yo buscando cuando era
gratuitamente malo; pues para mi malicia no había otro motivo que la malicia misma. Detestable
era, pero la amé; amé la perdición, amé mi defecto. Lo que amé no era lo defectuoso, sino el
defecto mismo. Alma llena de torpezas, que se soltaba de tu firme apoyo rumbo al exterminio, sin
otra finalidad en la ignominia que la ignominia misma.
(Conf. II, 4.9)
8 de mayo
Promesa a Abrahán
Hora es ya de considerar las promesas hechas por Dios a Abrahán. En ellas brillan con más
claridad los oráculos de nuestro Dios, que es decir del Dios verdadero, sobre el pueblo de los
piadosos, pronunciados por la autoridad de los profetas. La primera está expresada en estos
términos: Y dijo el Señor a Abrán: Sal de tu tierra, y de tu parentela, y de la casa de tu padre, y ve a la
tierra que yo te mostraré. Y yo te haré cabeza de una nación grande, y te bendeciré y ensalzaré tu
nombre, y serás bendito. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan, y en ti
serán benditas todas las naciones de la tierra. Es de notar que aquí se prometen dos cosas a
Abrahán; una, que su descendencia poseerá la tierra de Canaán, y se expresa en estas palabras: Ve
a la tierra que te mostraré, y te haré cabeza de una nación grande; y otra mucho más excelente, y
que debe entenderse no de su descendencia carnal, sino espiritual, por la cual es padre, no de una
nación, la israelítica, sino de todas las naciones que marchan por las veredas de su fe. Esta
promesa comienza así: Y serán bendecidas en ti todas las naciones de la tierra. Eusebio piensa que
esta promesa fue hecha el año setenta y cinco de la vida de Abrahán, como si hubiera salido de
Harrán tan pronto como la recibió. Y se funda en que la Escritura no puede contradecirse en este
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pasaje: Abrán tenía setenta y cinco años cuando salió de Harrán. Mas, si esta promesa fue hecha ese
año, Abrahán moraba ya en Harrán con su padre, porque no podría salir si no hubiera estado allí
antes. ¿Está en contradicción esto con lo que dice san Esteban: El Dios de la gloria se apareció a
nuestro padre Abrahán cuando estaba en Mesopotamia, antes que habitara en Harrán? Debe, pues,
entenderse que acaecieron el mismo año todos estos sucesos: la promesa de Dios antes que
Abrahán habitara en Harrán, su estancia en Harrán y su salida. Y esto no solo porque Eusebio en
sus Crónicas comienza a contar desde el año de esta promesa, y muestra que salió de Egipto
después de cuatrocientos treinta años, época en que se dio la ley, sino también porque el apóstol
san Pablo expresa eso mismo.
(CdeD XVI, 16)
9 de mayo
El sacrificio de Isaac
Todo eso sucedió y se dijo en visión, pero por inspiración de Dios. Explicar al detalle cada punto de
estos sería largo y excedería la humilde pretensión de la presente obra. Basta saber lo
imprescindible. La fe de Abrahán, por la que creyó a Dios y le fue reputado a justicia, no sufrió
menoscabo al decir después de haberle sido prometida la herencia de aquella tierra: Señor
dominador, ¿según qué signos sabré que seré su heredero? Él no dice: ¿Cómo lo sabré?, como si aún
no creyera, sino: ¿Según qué signos lo sabré?, como pidiendo una semejanza de la realidad con la
que pudiera conocer el modo de la misma. A este tenor, no implica desconfianza la actitud de la
Virgen María cuando dijo: ¿Cómo será eso, pues yo no conozco varón alguno? Ella, que estaba cierta
de lo que había de suceder, pedía una explicación, el cómo de la obra. Y esa pregunta halló eco: El
Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Aquí también se
dio un signo, el de animales, de una novilla, una cabra y un carnero, y de dos aves, una tórtola y
una paloma. Y según esa figura conocía ya lo venidero, que no dudaba que sucedería. Quizá esté
significado por la novilla el pueblo sometido al yugo de la ley, y por la cabra, ese mismo pueblo,
futuro pecador, y por el carnero, ese pueblo que había de reinar. (Y se añade que esos animales
son de tres años justamente por las tres épocas notables: desde Adán hasta Noé, desde Noé hasta
Abrahán y desde este hasta David, que, reprobado Saúl, es el primero sentado por voluntad de
Dios en el trono de Israel. En esta tercera época, que corre desde Abrahán hasta David, como quien
anda en la tercera edad de su vida, llegó aquel pueblo a su mocedad). Y, aunque no significan eso,
sino otra cosa más apta, yo no dudo lo más mínimo que los espirituales están prefigurados por la
tórtola y la paloma. Y esta es la razón de aquella cláusula: Y las aves no las dividió, porque los
carnales se dividen entre sí, y los espirituales, no, bien se aparten de las conversaciones
negociosas de los hombres, como la tórtola, bien vivan entre ellas, como la paloma. Estas dos aves
son simples e inofensivas, y con ello daba a entender que en el pueblo israelita, futuro posesor de
aquella tierra, los hombres serían hijos de la promesa y herederos de un reino permanente con
una felicidad eterna. Las aves que descendían sobre los cuerpos divididos no indican nada bueno;
son sencillamente los espíritus del aire, que buscan, como propio pasto, la división de los carnales.
Abrahán las posó, y esto significa que los fieles auténticos han de perseverar hasta el fin entre las
guerrillas de los carnales. El pavor y el temor grande y tenebroso que se apoderó de Abrahán hacia
la puesta del sol significan que al fin del mundo sufrirán los fieles grandes quebrantos y
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tribulaciones. De estas dijo el Señor en su Evangelio: Entonces habrá una terrible tribulación cual
no la ha habido desde el principio.
(CdeD XVI, 24, 2)
10 de mayo
¿A quién dirijo mis ruegos?
¿Quién eres pues tú, Dios mío, y a quién dirijo mis ruegos sino a mi Dios y Señor? ¿Y qué otro Dios
fuera del Señor nuestro Dios? Tú eres Sumo y Óptimo y tu poder no tiene límites. Infinitamente
misericordioso y justo, al mismo tiempo inaccesiblemente secreto y vivamente presente, de
inmensa fuerza y hermosura, estable e incomprensible, un inmutable que todo lo mueve. Nunca
nuevo, nunca viejo; todo lo renuevas, pero haces envejecer a los soberbios sin que ellos se den
cuenta. Siempre activo, pero siempre quieto; todo lo recoges, pero nada te hace falta. Todo lo
creas, lo sustentas y lo llevas a perfección. Eres un Dios que busca, pero nada necesita.
Ardes de amor, pero no te quemas; eres celoso, pero también seguro; cuando de algo te
arrepientes, no te duele, te enojas, pero siempre estás tranquilo; cambias lo que haces fuera de ti,
pero no cambias consejo. Nunca eres pobre, pero te alegra lo que de nosotros ganas. No eres
avaro, pero buscas ganancias; nos haces darte más de lo que nos mandas para convertirte en
deudor nuestro. Pero, ¿quién tiene algo que no sea tuyo? Y nos pagas tus deudas cuando nada nos
debes; y nos perdonas lo que te debemos sin perder lo que nos perdonas.
¿Qué diremos pues de ti, Dios mío, vida mía y santa dulzura? Aunque bien poco es en realidad lo
que dice quien de ti habla. Pero, ¡ay de aquellos que callan de ti! Porque teniendo el don de la
palabra se han vuelto mudos.
(Conf. I, 4.4)
11 de mayo
Escucha, Señor, mi súplica
Escucha, Señor, mi súplica para que mi alma no se quiebre bajo tu disciplina, ni desmaye en
confesar las misericordias con las que me sacaste de mis pésimos caminos. Seas tú siempre para
mí una dulzura más fuerte que todas las mundanas seducciones que antes me arrastraban. Haz
que te ame con hondura y estreche tu mano con todas las fuerzas de mi corazón, y así me vea libre
hasta el fin de todas las tentaciones. Sírvate pues, Dios y Señor mío, cuanto de útil aprendí siendo
niño; y sírvate cuanto hablo, escribo, leo o pongo en números. Porque cuando aprendía yo
vanidades, tú me dabas disciplina y me perdonabas el pecaminoso placer que en ellas tenía. Es
cierto que en ellas aprendí muchas cosas que me han sido de utilidad; pero eran cosas que
también pueden aprenderse sin vanidad alguna. Este camino es el mejor, y ojalá todos los niños
caminaran por esta senda segura.
(Conf. I, 15.24)
12 de mayo
La Ascensión, esperanza nuestra
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Resucitando y subiendo a los cielos se completó la glorificación de nuestro Señor Jesucristo.
Hemos celebrado la resurrección el domingo mismo de Pascua; hoy celebramos su ascensión.
Estos dos días son para nosotros de fiesta; porque resucitó para mostrarnos cómo habremos de
resucitar nosotros y subió a los cielos para protegernos desde arriba. Jesucristo es Señor y
Salvador nuestro, ya pendiente de la cruz, ya reinante en el cielo. Sobre la cruz estipuló nuestro
rescate, en el cielo reúne lo que ha comprado, y, en congregando que congregue a los que ha de
congregar en la sucesión de los tiempos, vendrá, y, como está escrito, vendrá Dios manifiestamente,
no desapercibido como antes, sino manifiestamente. Era de necesidad viniera disfrazado para
poder ser juzgado; mas para juzgar vendrá de manifiesto. ¿Quién se hubiese atrevido a juzgarle de
no venir sin majestad? Dícelo el apóstol Pablo: Si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado
al Rey de la gloria; pero si él no muriera, no moriría la muerte. Fue su triunfo el vencimiento del
diablo. El diablo, en efecto, se deshacía de gozo cuando sedujo y derrocó en la muerte al primer
hombre; por la seducción mató al hombre primero; mas, dando muerte al segundo, rompió las
cadenas con que sujetaba al primero. La resurrección y ascensión de nuestro Señor Jesucristo
coronaron la victoria, sacando verdadero lo que oísteis cuando se leía el Apocalipsis: Venció el león
de la tribu de Judá. Llevó nombré de león y fue inmolado como cordero: león por su fortaleza,
cordero por su inocencia; león por lo invencible, cordero por lo manso; y este cordero, muerto, con
su muerte derribó al león que nos ronda, buscando presa; que también al diablo se le llama león,
no por fuerte, sino por feroz. En efecto, el apóstol Pedro dice: Os importa andar ojo avizor contra
las tentaciones, pues el diablo, enemigo vuestro, ronda, buscan do presa. Pero, ¿cómo ronda? Ronda,
dice, como león rugidor, buscando a quién devorar. ¿Quién no daría en los dientes de ese león si el
León de la tribu de Judá no hubiera vencido? León contra león, cordero contra lobo. A la muerte de
Cristo, el diablo se llenó de júbilo; pero con la muerte misma de Cristo fue vencido el diablo; comió
el cebo de su ratonera. Satisfecho de la muerte, cómo rey de la muerte, esto que le llenaba de gozo,
sirviole de cepo: la cruz del Señor fue la ratonera del diablo, y fue la muerte del Señor el cebo que
sirvió para cazarle. Ya resucitó nuestro Señor Jesucristo. ¿Dónde está la muerte que pendió del
madero? ¿Dónde los denuestos de los judíos? ¿Dónde la arrogancia y el orgullo de los que
meneaban la cabeza delante de la cruz y decían: Si eres hijo de Dios, desciende de la cruz? Más allá
fue de cuanto le pedían los burladores, pues mucho más significa levantarse del sepulcro que
bajarse de la cruz.
(Serm. 263, 1)
13 de mayo
El Rey de la gloria
Amadísimos hermanos: ¿quién podrá pronunciar una palabra digna de la Palabra eterna? ¿Puede
bastar lo ínfimo para hablar de lo grande? La alaban los cielos, la alaban las virtudes, la alaban las
potestades del aire, la alaban los astros del cielo, la alaban las estrellas y la alaba también, en
cuanto puede, la tierra; tal alabanza no es la que se merece, pero evita la condenación por
ingratitud. ¿Quién puede explicar, o hablar, o conocer a quien se extiende con poder de un confín
al otro y dispone todo con suavidad, y salta de gozo para correr el camino, saliendo de un extremo
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de los cielos y haciendo su carrera hasta el otro extremo? Si está por doquier, ¿cómo es que sale?
Si está en todas partes, ¿adónde se encamina? Ni cambia de lugar, ni varía en el tiempo, ni sufre
avances y regresos; permaneciendo en sí mismo, rodea todo en su plenitud. ¿Qué espacios hay que
no contengan al omnipotente, que no contengan al que es inmenso, que no acojan al que viene? Si
piensas en la Palabra, no he dicho nada. Mas para enseñar a los humildes a decir algo sobre sí, se
humilló, tomando la forma de siervo. En esta forma descendió; en esta forma progresó, como dice
el evangelio, en el deseo de la sabiduría; en esta forma fue paciente, en esta forma luchó con
valentía, en esta forma murió, en esta forma venció a la muerte y resucitó, en esta forma regresó al
cielo quien nunca se había alejado de allí. Bendito es, por tanto, en el firmamento del cielo quien,
según el Apóstol, se hizo maldito por nosotros para que los gentiles alcanzasen la bendición de
Abrahán. Saltó de gozo como un gigante. Gigante, ¿por qué? Superó a la muerte con su muerte.
Gigante, ¿por qué? Derribó las puertas del infierno, salió y ascendió. ¿Quién es este rey de la gloria
por quien se dijo a ciertos príncipes: Retirad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas y elevaos, puertas
eternas? Elevaos, pues él es grande; sois estrechas, no tenéis capacidad; elevaos. ¿Para qué? Para
que entre el rey de la gloria. Se llenan de pavor: ¿Quién es este rey de la gloria? No lo reconocen. No
solo es Dios, también es hombre; no es solo hombre, es también Dios. Sufre la pasión: ¿es, en
verdad, Dios? Resucita: ¿es realmente hombre? ¿O es Dios y hombre a la vez? Pues su pasión y su
resurrección son auténticas. Esto se dice hasta dos veces en un mismo salmo: Retirad, ¡oh
príncipes!, vuestras puertas; elevaos, puertas eternas, y entrará el rey de la gloria. Y después de estas
palabras repite lo mismo. Podría pensarse que se trata de algo superfluo y no necesario; mas
considera el fin que se pretende con la repetición de idénticas palabras y advierte por qué se
repitieron dos veces. Se abren dos veces las puertas, es decir, las del infierno y las del cielo, para
quien ha resucitado una sola vez y una vez ha ascendido al cielo. Se dan cita dos novedades: que
Dios se presente en los infiernos y que un hombre sea asumido en los cielos. En ambos momentos,
en ambos lugares, se estremecen los príncipes. ¿Quién es este rey de la gloria? ¿Cómo podemos
saberlo? Escucha lo qué ese les responde; a sus preguntas se les contesta: El Señor fuerte y
poderoso, el Señor poderoso en la guerra. ¿En qué guerra? En el sufrir la muerte por los mortales, el
sufrir él solo por todos, no oponer resistencia siendo omnipotente, y, no obstante, vencer
muriendo. Grande es, pues, este rey de la gloria incluso en los infiernos. Esto mismo se repite a las
potestades celestes: Retirad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas; elevaos, puertas eternas. ¿O acaso no
son eternas aquellas puertas cuyas llaves recibió Pedro? Mas como lleva consigo al hombre, no se
le reconoce allí, y se pregunta: ¿Quién es este rey de la gloria? Pero como allí ya no combate, sino
que es vencedor; ya no lucha, sino que cosecha el triunfo, no se les responde: El Señor poderoso en
la guerra, sino: El Señor de los ejércitos es el rey de la gloria.
(Serm. 377, 1)
14 de mayo
Una amistad dulcísima
En aquellos años en que comencé a enseñar en el municipio en que nací me había ganado, por los
estudios de ambos, un amigo extraordinariamente querido, de mi misma edad, que florecía
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conmigo en el verdor de una misma adolescencia. Juntos habíamos crecido, juntos habíamos
jugado y asistido a la escuela. Pero todavía no era amigo como lo fue más tarde; y ni siquiera
entonces lo fue con esa amistad verdadera con que tú aglutinas las almas que viven unidas a ti por
esa caridad difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom 5,5).
Con todo, esa amistad era dulcísima, inspirada como estaba por el fervor de idénticos ideales.
Yo lo había desviado de su fe, que no la tenía ni muy honda ni muy firme hacia aquellas
supersticiosas y perniciosas fábulas por las que me lloraba mi madre. Su mente y la mía erraban
juntas y yo no podía vivir sin él.
Pero tú, el Dios de las venganzas y también de las grandes misericordias, era como si cabalgaras
sobre los lomos de dos siervos tuyos que huían de tu lado. ¡De cuán admirables maneras nos
conviertes a ti! Entonces sacaste de este mundo a ese hombre apenas cumplido un año de nuestra
amistad, suave para mí como ninguna otra cosa en aquel tiempo de mi vida.
El dolor ensombreció mi corazón y cuanto veían mis ojos tenía el sabor de la muerte. Mi patria
era mi suplicio, la casa paterna era una inmensa desolación, y todo cuanto había tenido en
comunión con él era para mí un tormento inenarrable. Por todas partes lo buscaban mis ojos, pero
no podían verlo, todo me parecía aborrecible porque en nada estaba él. Nadie podía decirme «va a
volver», como cuando estaba ausente pero existía. Me convertí en un oscuro enigma para mí
mismo. Le preguntaba a mi alma, ¿por qué estás triste y así me conturbas? (Sal 41,6), pero ella no
me respondía. Y si yo le decía: «Alma, espera en Dios», ella se negaba a obedecerme, pues tenía por
mejor y más verdadero al hombre que había perdido que no el fantasma en que yo le mandaba
esperar. Mi única dulzura la hallaba en llorar sin fin. Las lágrimas ocuparon el lugar de mi amigo,
delicia de mi alma.
(Conf. IV, 4.7.9)
15 de mayo
Vidas ajenas
¿Qué me importan los hombres y qué interés puedo tener en que oigan mis confesiones como si
fueran ellos los que me pueden sanar? Porque la gente suele ser curiosa por conocer las vidas
ajenas y desidiosa para corregir la suya propia. ¿Para qué quieren que les diga quién soy los que
no quieren oír de ti quiénes son ellos? Y, ¿cómo sabrán que digo la verdad cuando hablo de mí
mismo, si nadie sabe lo que pasa en el hombre sino el espíritu del hombre que en él está? (1Cor 2,11).
En cambio, si de tus labios oyen quiénes son, no podrán decir que mientes. Ahora bien: el
conocimiento de sí mismo viene de tu voz, que le dice al hombre quién es. Y nadie puede sin
mentira conocerse y decir que es falso lo que de sí conoció.
Pero como la caridad todo lo cree (1Cor 13,7), cuando menos en aquellos que por ella se sienten
ligados, yo también me confieso a ti de modo que me oigan los hombres a quienes no puedo
demostrar que mi confesión es verdadera. Me creerán cuando menos los que tengan abiertos a mí
los oídos por la caridad.
(Conf. X, 3.3)
16 de mayo
Lo único necesario
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Reflexionad despacio, hermanos míos, sobre la unidad y ved cómo aun la sensación placentera de
lo múltiple procede de la unidad. ¡Cuántos sois vosotros, gracias a Dios! ¿Quién os podría gobernar
si no tuvierais el sentido de la unidad? ¿De dónde viene la paz esta que reina entre tantos como
sois? Donde hay unidad hay pueblo; quita la unidad, y eso es la turba. ¿Qué cosa es, en efecto, la
turba, sino una multitud turbada? Pero escuchad al Apóstol: Os ruego, hermanos... Eran a los que
hallaba una gran cantidad, de la que deseaba él hacer una unidad. Os ruego, hermanos, digáis
todos una misma cosa y no haya escisiones entre vosotros, sino que estéis perfectamente unidos
en un mismo pensamiento y en un mismo sentir. Y en otro lugar: Sed un alma sola, sentid una
misma cosa; nada por rivalidad ni por vanagloria. Y el Señor, rogando al Padre por los suyos: A fin
de que sean unidad, como nosotros somos Unidad. Y en los Hechos de los apóstoles: La
muchedumbre de los que habían creído tenían un solo corazón y un alma sola. Cantad, pues,
conmigo la grandeza del Señor; ensalcemos en unidad (al unísono) su nombre (formemos todos
juntos una unidad de alabanza), pues el unum necessarium es aquella unidad celeste, la unidad
aquella donde son unidad el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo: Ved hasta qué punto se nos
encarece la unidad: nuestro Dios es ciertamente una Trinidad, donde el Padre no es el Hijo, el Hijo
no es el Padre, el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu de ambos; mas, con
todo eso, tales tres cosas no son tres dioses ni tres omnipotentes, sino un solo Dios omnipotente; y
la Trinidad es un Dios único, porque la unidad es de absoluta necesidad. Ahora bien, para llegar a
esa Unidad solo hay un camino: no tener, aun siendo muchos, sino un solo corazón.
(Serm. 103, 4)
17 de mayo
Pastores buenos
Interroguemos al Señor, si tal sufre decirse, y, en tono de controversia humildísima, dialoguemos
ahora con este divino Padre de familia. ¿Qué dices, oh Señor y pastor bueno? (Porque tú eres buen
pastor y buen cordero; pasto a la vez y pastor; cordero y león en una pieza...) ¿Qué dices?
Oigámoste, y ayúdanos a entenderte. Yo, dice, soy el buen pastor. ¿Y Pedro? ¿Acaso no fue pastor o
lo fue malo? Veamos si no fue pastor: ¿Me amas?, le dijiste tú; ¿me amas?; y él respondió: Te amo. Y
tú a él: Apacienta mis ovejas. Tú, Señor, tú, con ese mismo interrogarle y por la autoridad de tu
boca, al amador hicístele pastor. Es pastor, en consecuencia, y a él le confiaste pacer las ovejas que
tú mismo le encomendaste; es pastor... Mas veamos si no lo fue bueno. Esto lo hallamos en la
misma pregunta y en la respuesta. Le preguntaste si te amaba, y respondió: Te amo. Tú le veías el
corazón y sabes que respondió verdad. ¿No es, por ende, bueno quien ama al Gran Bueno? ¿Quién
le puso en los labios aquella, respuesta salida de las entretelas del corazón? ¿Por qué, si no, aquel
Pedro, cuyo pecho tenía por testigos los ojos tuyos, se atristó cuando una vez y otra más le
preguntaste –para que borrase con una triple confesión de amor el pecado triple de sus
negaciones–, por qué, digo, se atristó de veras, interrogado insistentemente por quien sabía la
verdad de lo que preguntaba y le había dado el amor que le protestaba; por qué, atristado,
prorrumpió en aquellas palabras: Señor, tú, que lo sabes todo, sabes también que te amo? Siendo
esto así, ¿podía él mentir al confesar lo que confesaba, o más bien, profesar lo que profesaba? Dijo,
pues, verdad al responder que te amaba; aquella su voz, que le salía del fondo del alma, era la voz
de un amante; pues tú dijiste: El hombre bueno saca de su buen tesoro cosas buenas. Luego era
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pastor, y buen pastor. Su poder y bondad eran, ciertamente, nada junto al poder y bondad del
Pastor de los pastores; con todo, era pastor también y bueno, y los demás, pastores buenos
igualmente.
(Serm. 138, 4)
18 de mayo
Lo que le preocupa
Muchas son, Señor, las cosas que en la pobreza de mi vida preocupan mi corazón sacudido por las
palabras de tu santa Escritura. Por eso es frecuente que al hablar se manifieste la copiosa
indigencia de la mente humana, pues más habla la investigación que el descubrimiento, más larga
es la petición que la consecución, y más trabaja la mano cuando golpea con la aldaba que cuando
se alarga para recoger lo que pedía.
Pero contamos con una promesa que no puede fallar. Si Dios está con nosotros ¿quién será
nuestro adversario? (Rom 8,31). Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; pues
todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama se le abre (Mt 7,7-8).
Promesas tuyas son estas: ¿quién podrá vacilar cuando es la Verdad la que promete?
(Conf. XII, 1.1)
19 de mayo
Pentecostés
Grata es para Dios esta solemnidad, en la que la piedad recobra vigor y el amor ardor como efecto
de la presencia del Espíritu Santo, según enseña el Apóstol al decir: El amor de Dios se ha difundido
en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado. La llegada del Espíritu Santo
significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos de él. En la lectura de
los Hechos de los Apóstoles escuchamos que estaban reunidos en una sala ciento veinte personas
que esperaban la promesa de Cristo. Se les había dicho que permanecieran en la ciudad hasta que
fuesen revestidos del poder de lo alto. Pues yo, les dijo el Señor, os enviaré mi promesa. Él es fiel
prometiendo y bondadoso cumpliendo. Lo que prometió en la tierra, lo envió después de
ascendido al cielo. Tenemos una prenda de la vida eterna futura y del reino de los cielos. Si no nos
engañó en esta primera promesa, ¿va a defraudarnos en lo que esperamos para el futuro? Todos
los hombres, cuando hacen un negocio y difieren el pago, la mayor parte de las veces reciben o dan
unas arras, que dan fe de que luego llegará aquello a lo que anteceden como garantía. Cristo nos
dio las arras del Espíritu Santo; él, que no podía engañarnos, nos otorgó la plena seguridad cuando
nos entregó esas arras, aunque cumpliría lo prometido aun sin habérnoslas dejado. ¿Qué
prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es la posesión de los
moradores, mientras que las arras son un consuelo para los peregrinos. Es más apropiado hablar
de arras que de prenda. Estas dos cosas parecen idénticas, pero entre ellas hay una diferencia no
despreciable. Si se dan las arras o una prenda es con vistas a cumplir lo prometido; mas, cuando se
da una prenda, el hombre devuelve lo que se le dio; en cambio, cuando se dan las arras, no se las
recupera, sino que se le añade lo necesario hasta llegar a lo convenido. Tenemos, pues, las arras;
tengamos sed de la fuente misma de donde manan las arras. Tenemos como arras cierta rociada
del Espíritu Santo en nuestros corazones para que, si alguien advierte este rocío, desee llegar a la
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fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre y sed en esta
peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda sentiremos hambre y sed. Quien es
peregrino y tiene conciencia de ello, desea la patria, y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le
resulta molesta. Si ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella. Nuestra patria
no es tal que pueda anteponérsele alguna otra cosa. A veces, los hombres se hacen ricos en el
tiempo de la peregrinación. Quienes sufrían necesidad de regresar. Nosotros hemos nacido como
peregrinos lejos de nuestro Señor, que inspiró el aliento de vida al primer hombre. Nuestra patria
está en el cielo, donde los ángeles. Desde nuestra patria nos han llegado cartas invitándonos a
regresar, cartas que se leen a diario en todos los pueblos. Resulte despreciable el mundo y ámese
al autor del mundo.
(Serm. 378)
20 de mayo
Entender para creer
y creer para entender
Cuando ha poco se os leía el Evangelio, habéis oído decir: Si puedes creer, le decía Jesucristo al
padre del muchacho, si puedes creer, al que cree todas las cosas le son posibles. Y mirándose a sí
mismo y poniéndose en presencia de sí mismo, sin confianza temeraria, examina este hombre su
conciencia y observa en sí algo de fe, pero al mismo tiempo ve ser ella fe vacilante; como vio lo
uno, vio lo otro. Y, confesando tener una de las dos, pide ayuda para la otra: Creo, dice, Señor. ¿No
parece que hubiera debido añadir: «Ven en ayuda de mi fe»? Pues no lo dijo, antes bien dice: «Creo,
Señor; yo veo en mi algo, no miento; creo, digo la verdad; mas veo también aquí un algo que me
desagrada. Quiero tenerme de pie, mas vacilo aún. En pie estoy hablando; no he caído, pues creo;
pero vacilo todavía: Ayuda mi incredulidad». De donde se infiere que mi supuesto adversario, de
cuya oposición ha nacido la controversia, para dirimir la cual pedí un profeta de juez, lleva su
parte de razón cuando dice: «Entienda yo y creeré». Pues, ciertamente, lo que ahora voy hablando
háblolo para que crean quienes no creen todavía; y, sin embargo, sin entender lo que hablo, no
pueden creer. Luego es en parte verdad lo que dice: «Entienda yo y creeré»; y también lo que yo
digo con el profeta: «Más bien cree para que entiendas». Y pues los dos llevamos razón,
pongámonos de acuerdo, diciendo: «Entiende para creer y cree para entender». En dos palabras os
diré cómo habemos de entenderlo, sin controversia: Entiende –mi palabra– para creer; cree –la
palabra de Dios– para entender.
(Serm. 43, 9)
21 de mayo
Vanidad por sobresalir
Al umbral de semejantes costumbres yacía yo infeliz mientras fui niño. Y tal era la lucha en esa
palestra, que más temía yo cometer un barbarismo que envidiar a los que lo cometían.
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Ahora admito y confieso en tu presencia aquellas pequeñeces por las cuales recibía yo alabanza
de parte de personas para mí tan importantes que agradarles me parecía la suma del bien vivir. No
caía yo en la cuenta de la vorágine de torpezas que me arrastraba ante tus ojos. ¿Podían ellos ver
entonces algo más detestable que yo? Pues los ofendía engañando con incontables mentiras a mi
pedagogo, a mis maestros y a mis padres; y todo por la pasión de jugar y por el deseo de
contemplar espectáculos vanos para luego divertirme en imitarlos.
Cometí muchos hurtos de la mesa y la despensa de mis padres, en parte movido por la gula, y en
parte también para tener algo que dar a otros muchachos que me vendían su juego; trueque en el
cual ellos y yo encontrábamos gusto. Pero también en esos juegos me vencía con frecuencia la
vanidad de sobresalir, y me las arreglaba para conseguir victorias fraudulentas. Y no había cosa
que mayor fastidio me diera que el sorprenderlos en alguna de aquellas trampas que yo mismo les
hacía a ellos. Y cuando en alguna me pillaban prefería pelear a conceder. ¿Qué clase de inocencia
infantil era esta? No lo era, Señor, no lo era, permíteme que te lo diga. Porque esta misma pasión,
que en la edad escolar tiene por objeto nueces, pelotas y pajaritos, en las edades posteriores, para
prefectos y reyes, es ambición de oro, de tierras y de esclavos. Con el paso del tiempo se pasa de lo
pequeño a lo grande, así como de la férula de los maestros se pasa más tarde a suplicios mayores.
Fue, pues, la humildad lo que tú, Rey y Señor nuestro, aprobaste en la pequeñez de los niños
cuando dijiste que de los que son como ellos es el Reino de los Cielos (Mt 19,14).
(Conf. I, 19.30)
22 de mayo
La ambición busca honores
La soberbia remeda a la excelencia, siendo así que solo tú eres excelso; y la ambición busca los
honores y la gloria, cuando solo tú eres glorioso y merecedor de eternas alabanzas. Los poderosos
de la tierra gustan de hacerse temer por el rigor; pero, ¿quién sino tú, Dios único, merece ser
temido? ¿Quién, qué, cuándo y dónde pudo jamás substraerse a tu potestad? Los amantes se
complacen en las delicias de la lascivia; pero, ¿qué hay más deleitable que tu amor?, ¿qué puede
ser más amado que tu salvífica verdad, incomparable en su hermosura y esplendor? La curiosidad
gusta interesarse por la ciencia, cuando tú eres el único que todo lo sabe. La ignorancia misma y la
estupidez se cubren con el manto de la simplicidad y de la inocencia porque nada hay más simple
ni más inocente que tú, cuyas obras son siempre enemigas del mal. La pereza pretende apetecer la
quietud; pero, ¿qué quietud cierta se puede encontrar fuera de ti? La lujuria quiere pasar por
abundancia y saciedad; pero eres tú la indeficiente abundancia de suavidades incorruptibles. La
prodigalidad pretende hacerse pasar por desprendimiento; pero tú eres el generoso dador de
todos los bienes. La avaricia ambiciona poseer muchas cosas, pero tú lo tienes todo. La envidia
pleitea por la superioridad; pero, ¿qué hay que sea superior a ti? La ira busca vengarse; pero, ¿qué
venganza puede ser tan justa como las tuyas? El temor es enemigo de lo nuevo y lo repentino que
sobreviene con peligro de perder las cosas que se aman y se quieren conservar; pero, ¿qué cosa
hay más insólita y repentina que tú; o quién podrá nunca separar de ti lo que tú amas? ¿Y dónde
hay fuera de ti seguridad verdadera? La tristeza se consume en el dolor por las cosas perdidas en
que se gozaba la codicia y no quería que le fueran quitadas; pero a ti nada se te puede quitar.
(Conf. II, 6. 13)
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23 de mayo
La verdadera vida
A un cierto mozo le dijo el Señor: Si quieres llegar a la vida, guarda los mandamientos. No le dice:
«Si quieres llegar a la vida eterna», sino: Si quieres llegar a la vida, llamando vida solo a la eterna.
Pongamos nosotros lo primero de resalte cuánto se ama la vida. Porque también es amada esta
vida tal como es en sí; y tal como es en sí, trabajosa y miserable, los hombres el perderla lo temen
hasta el espanto. Por ahí se ha de ver y estimar hasta qué punto ha de ser amada la vida eterna,
cuando así es amada esta vida, que, sobre miserable, debe tener fin algún día. Considerad,
hermanos, qué amor no se merece la vida donde nunca des fin a la vida. Amas, pues, esta vida,
donde tanto te trabajas, corres, te fatigas, acezas; donde a malas penas tienen número las
necesidades del triste vivir: sembrar, arar, plantar, navegar, moler, cocinar, tejer, y, al cabo de todo
ello, haber de morir. Mira lo que padeces en esta vida desdichada que tanto aprecias, donde ¿acaso
piensas vivir siempre y no morir jamás? Templos, rocas, mármoles, aun reforzados por el hierro y
el plomo, caen, y, ¿piensa el hombre no morir nunca? Aprended, hermanos, a buscar la vida eterna,
donde ninguna de estas cosas aguantaréis, antes reinaréis para siempre con Dios. Porque, según
expresión de un profeta, quien ama la vida, quiere ver días buenos; en los días malos más desea la
muerte que la vida. ¿No estamos oyendo y viendo cómo los hombres, cuando son víctimas de
algunas tribulaciones o se hallan en algunos aprietos, conflictos y enfermedades, donde todo es
padecer, no dicen otra cosa sino Envíame, ¡oh Dios!, la muerte; acelera mis días? Y cuando al fin
llega la enfermedad, corren a traer médicos, y les prometen el oro y el moro. Pero la muerte, que
no mucho ha pedías a Dios, te dice: Aquí estoy, ¿por qué ahora tratas de huirme? Hete hallado
mentiroso y enamorado del vivir este calamitoso.
(Serm. 84, 1)
24 de mayo
Somos cristianos
Somos cristianos y no creo que se necesite mucho tiempo para que vuestra caridad se convenza de
esto. Si somos cristianos, el nombre mismo dice que somos de Cristo. Llevamos en nuestra frente
la señal de Cristo y no nos ruboriza con tal de que la llevemos también en el corazón. Su señal son
sus humillaciones. Los Magos lo conocieron por la estrella. Era un signo para conocer al Señor, y
signo celestial y magnífico. No es la estrella, es su cruz el signo que ha querido lleven los fieles en
la frente. Sus humillaciones fueron el principio de su gloria. Levantó a los humildes del abismo
adonde sus humillaciones le hicieron descender. Somos del Evangelio, somos del Nuevo
Testamento. La ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo.
Preguntamos al Apóstol y oímos que nos dice que no estamos bajo el dominio de la ley, sino bajo el
de la gracia. Envió, pues, a su Hijo, formado de una mujer y sometido a la ley, para libertar a quienes
estaban bajo el yugo de la ley y pudieran así recibir la adopción de hijos. He aquí el objeto de la
venida de Cristo, el rescate de quienes estaban bajo la ley, con el fin de que ya no estén bajo la ley,
sino bajo la gracia. ¿Quién dio, pues, la ley? Dio la ley el mismo que dio la gracia. La ley nos la dio
por medio de un servidor suyo; la gracia nos la vino a traer Él mismo. ¿Cómo se han hecho los
hombres esclavos de la ley? No cumpliéndola. Quien cumple la ley no está bajo ella, está con ella. El
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que está bajo la ley, esa misma ley, en vez de levantarle, le oprime con su peso. La ley, pues, hace
reos a cuantos están bajo ella. Está precisamente sobre sus cabezas para mostrar los pecados, no
para quitarlos. La ley manda, el autor de la ley endulza por su misericordia lo que manda la ley. El
empeño obstinado del hombre de cumplir la ley por sus propias fuerzas le hizo caer víctima de su
temeraria e imprudente presunción. No están ya con la ley; están, como reos, bajo la ley. No
podían, pues, sus fuerzas cumplir la ley y eran culpables bajo la ley. Entonces es cuando piden el
auxilio del libertador. Por las transgresiones de la ley llegaron los soberbios a conocer su
enfermedad. Las enfermedades de los soberbios se convirtieron en confesión de los humildes.
Ahora ya los enfermos confiesan que están enfermos. Que venga, pues, el médico y que los sane.
(Ev. Jn. Trat. III, 2)
25 de mayo
La Trinidad
Y aquí se me empieza a aparecer como en un atisbo la Trinidad que eres, Dios mío; porque tú,
Padre, en el principio que es la sabiduría nacida de ti, igual a ti y coeterna contigo; es decir, en tu
Hijo, hiciste el cielo y la tierra.
Mucho es ya lo que llevo dicho del cielo y de la tierra invisible y desorganizada y del abismo
tenebroso, que no sería sino un fluir vagabundo de informidad espiritual, de no convertirse hacia
Aquel de quien procede toda vida y por su iluminación se hiciera «hermosa vida» y fuera «cielo del
cielo» para Dios, que luego lo puso entre unas aguas y otras.
Ya entendía yo al Padre bajo la palabra Dios, el que esto hacía; y al Hijo lo entendía bajo la
palabra «Principio», en el cual lo hizo; creyendo ya como cristiano que mi Dios es una Trinidad,
buscaba en las palabras santas, y he aquí que el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Aquí está
tu Trinidad, Dios mío, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de la totalidad de cuanto existe.
(Conf. XIII, 5.6)
26 de mayo
Tres cosas
¿Quién podrá entender a la Trinidad omnipotente? Y, ¿quién no habla de ella si es realmente de
ella de lo que habla? Pues raro es el que de ella habla sabiendo lo que dice. Hay sobre ella
contiendas y disputas; pero nadie que no tenga paz tiene acceso a esta visión.
Tres cosas querría yo que en sí mismos pensaran los hombres; tres cosas muy diferentes de la
Trinidad de Dios; pero solo las digo para que ellos se ejerciten, se pongan a prueba y comprendan
lo lejos que están. Esas tres cosas que digo son el ser, el conocer y el querer. Porque yo soy,
conozco y quiero. Tengo conocimiento y tengo voluntad; sé que existo y que quiero, y quiero
existir y saber. El que pueda entenderlo, que entienda hasta qué punto es inseparable y una la vida
en estas tres cosas: una vida, una mente, una esencia, con una distinción que no es separación,
pero que ciertamente es distinción. Entiéndalo quien pueda; póngase en presencia de sí mismo,
atienda a lo que él mismo es, vea y respóndame. Y si hace sobre sí mismo algún descubrimiento no
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por eso crea que ya encontró al ser inmutable que existe sin cambio, conoce sin cambio y quiere
sin cambio.
¿Quién podrá entender con facilidad si a estas tres cosas se debe el que haya Trinidad en Dios; o
si las tres tienen asiento en cada una de las divinas personas; o si lo uno y lo otro se dan al mismo
tiempo en simplicidad y en multiplicidad, ya que la Trinidad es infinitamente fin para sí misma en
una inmensa magnitud de unidad? ¿Cómo pensar fácilmente estas cosas y cómo expresarlas sin
riesgo de temeridad?
(Conf. XIII, 11.12)
27 de mayo
La caridad como base
Ya puede uno tener cuanto quiera y jactarse de cuanto guste. Si hablare las lenguas de los hombres
y de los ángeles, mas no tuviere caridad, no soy sino un bronce resonante o un címbalo
estruendoso. ¿Hay más sublime don que el don de la lengua? Bronce resonante, címbalo
estruendoso sin la caridad. Oye otros dones: Si conociere todos los misterios. ¿Qué hay más
excelente? Oye todavía otro: Si poseyere toda la profecía y toda la fe hasta trasladar las montañas,
mas no tuviere caridad, nade soy. Aun sube más, hermanos. ¿Qué más dijo? Si repartiere todos mis
haberes a los pobres... ¿Puede haber cosa de más perfección? A un rico, para ser perfecto, le mandó
el Señor diciendo: Si quieres ser perfecto, vete, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres. Ahora
bien, ¿ya es perfecto quien vendió todos sus haberes y se los dio a los pobres? No; por eso añade: Y
ven y sígueme. Vende, le dice, todos los bienes, dáselos a los pobres y ven y sígueme. —¿Para qué
voy a seguirte? Vendidos ya todos mis bienes y distribuidos a los pobres, ¿no soy perfecto? ¿Qué
necesidad hay de seguirte? —Sígueme, para que aprendas que soy manso y humilde de corazón.
Puede uno vender toda su hacienda, puede repartirla entre los pobres, ¿acaso es ya por eso manso
y humilde de corazón? Sin duda puede. Si repartiere a los pobres todos mis haberes. Oye todavía.
Aun después de haberlo dejado todo y seguido al Señor, bien que no perfectamente (seguirle
perfectamente es imitarle), no pudieron algunos sobrellevar la tentación de la pasión. Pedro,
hermanos, era uno de los que habían dejado todas las cosas y seguido al Señor. Viendo, en efecto,
al joven rico alejarse triste, y habiéndole preguntado con emoción al Señor, que los consoló, quién
podría ser perfecto, le dijeron: Mira tú; nosotros lo hemos dejado todo para seguirte, ¿qué
saldremos ganando? El Señor les dice lo que habría de darles aquí y lo que les reservaba para
después. Con todo eso, Pedro, ya del número de los que habían hecho esto, cuando llegó la hora de
la pasión, le negó hasta tres veces a la voz de una sirvienta... ¡Y había prometido morir por Él!
(Serm. 142, 13)
28 de mayo
Mentira y error
La diferencia entre engañarse y mentir, con dos palabras se dice. Se engaña quien juzga verdad lo
que dice, y por eso lo dice. Si lo que dice fuera verdadero, no se engañaría; para no mentir no basta
sea verdad lo que se dice; requiérese además que lo sepa quien lo dice. El engañarse consiste,
pues, en tomar por verdadero lo falso y en no decirlo sino porque se lo juzga verdadero. Es la
121
flaqueza del hombre de donde el error dimana; no yerra, empero, la conciencia sana. Estimar que
una cosa es falsa y darla por verdadera, es mentir. Abrid, hermanos míos, los ojos y discernid bien,
porque vosotros habéis sido criados a los pechos de la Iglesia, tenéis conocimiento de la Escritura
del Señor y no sois gente sin desbastar, palurdos e idiotas; hay entre vosotros varones doctos, de
no mediana cultura en todo género de saber; y, aunque algunos no aprendisteis esas que llaman
artes liberales, tenéis algo mejor: el haberos criado con la palabra de Dios. Si, pues, yo me trabajo
en explicar lo que siento, debéis vosotros ayudarme oyendo con atención y discurriendo con
juicio; bien que no podréis ayudarme si, a la vez, no sois ayudados por Dios. En consecuencia,
oremos unos por otros y demandemos el favor que todos necesitamos. Se engaña quien tiene por
verdadero lo falso que dice; miente quien, pensando ser falso lo que dice, lo da como verdadero,
sea ello verdadero, sea falso. Fijaos en esta añadidura: sea verdadero, sea falso; quien tiene por
falsa una cosa y la da por verdadera, miente: hay propósito de engañar. ¿De qué le aprovecha el ser
verdadero? Por de pronto, él lo juzga falso, y lo dice cual si fuera verdadero. En sí es verdad lo que
dice; es verdadero en sí, pero es falso en él; su conciencia desmiente sus palabras; da por
verdadera una cosa distinta de la que tiene por verdadera él. Este no es hombre sencillo, tiene un
corazón doblado; no expresa lo que tiene dentro. Corazón doble ya reprobado en la antigüedad:
Labios engañosos: han dicho males en el corazón y el corazón. ¿No era suficiente: Han dicho males
en el corazón? ¿Por qué añadir: Labios engañosos? ¿En qué consiste el engaño? En aparentar se
hace lo que no se hace. Los labios dolosos denuncian, pues, un corazón no sencillo; y por no ser
sencillo el corazón, dijo el Salmista: En el corazón y el corazón. En el corazón dos veces, o sea,
corazón doble.
.
(Serm. 133, 4)
29 de mayo
Lo que es verdadero
Durante esos nueve años escasos en que con inmenso deseo de verdad pero con ánimo vagabundo
escuché a los maniqueos, estuve esperando la llegada del dicho Fausto. Porque los otros
maniqueos con que casualmente me encontraba no eran capaces de responder a mis objeciones y
me prometían siempre que cuando él llegara, con su sola conversación daría el mate a mis
objeciones y aun a otras más serias que yo pudiera tener.
Cuando Fausto por fin llegó me encontré con un hombre muy agradable y de fácil palabra; pero
decía lo que todos los demás, solo que con mayor elegancia. Mas no era lo que mi sed pedía a aquel
magnífico escanciador de copas preciosas. De las cosas que decía estaban ya hartos mis oídos y no
me parecían mejores porque él las dijera mejor, ni verdaderas por dichas con elocuencia; ni sabia
su alma porque fuera su rostro muy expresivo y muy elegante su discurso. Los que tanto me lo
habían ponderado no tenían buen criterio: les parecía sabio y prudente solo porque tenía el arte
del buen decir. Conozco también otro tipo de hombres, que tienen la verdad por sospechosa y se
resisten a ella cuando se les presenta en forma bien aliñada y con abundancia.
Pero tú ya me habías enseñado (creo que eras tú, pues nadie fuera de ti enseña la verdad
dondequiera que brille y de donde proceda), me habías enseñado, digo, que nada se ha de tener
por verdadero simplemente porque se dice con elocuencia, ni falso porque se diga con desaliño y
122
torpeza en el hablar. Pero tampoco se ha de tener por verdadero algo que se dice sin pulimento, ni
falso lo que se ofrece con esplendor en la dicción. La sabiduría y la necedad se parecen a los
alimentos, que son buenos unos y malos otros, pero se pueden unos y otros servir lo mismo en
vasijas de lujo que en vasos rústicos y corrientes. La sabiduría y la necedad pueden ofrecerse lo
mismo con palabras cultas y escogidas que con expresiones corrientes y vulgares.
(Conf. V, 6.10)
30 de mayo
Amar a Dios
Amad a Dios, puesto que nada encontráis mejor que él. Amáis la plata porque es mejor que el
hierro y el bronce; amáis el oro más todavía, porque es mejor que la plata; amáis aún más las
piedras preciosas, porque superan incluso el precio del oro; amáis, por último, esta luz que teme
perder todo hombre que teme la muerte; amáis, repito, esta luz igual que la deseaba con gran
amor quien gritaba tras Jesús: Ten compasión de mí, Hijo de David. Gritaba el ciego cuando pasaba
Jesús. Temía que pasara y no lo curara. ¿Cómo gritaba? Hasta el punto de no callar, aunque la
muchedumbre se lo ordenaba. Venció oponiéndose a ella, y obtuvo al Salvador. Al vocear la
muchedumbre y prohibirle gritar, se paró Jesús, lo llamó y le dijo: —¿Qué quieres que te haga? —
Señor, le dijo, que vea. —Mira, tu fe te ha salvado. Amad a Cristo; desead la luz que es Cristo. Si
aquel deseó la luz corporal, ¡cuánto más debéis desear vosotros la del corazón! Gritemos ante él no
con la voz, sino con las costumbres. Vivamos santamente, despreciemos el mundo; consideremos
como nulo todo lo que pasa. Si vivimos así, nos reprenderán, como si lo hicieran por amor nuestro,
los hombres mundanos, amantes de la tierra, saboreadores del polvo, que nada traen del cielo, que
no tienen más aliento vital que el que respiran por la nariz, sin otro en el corazón. Sin duda,
cuando nos vean despreciar estas cosas humanas y terrenas, nos han de recriminar y decir: «¿Por
qué sufres? ¿Te has vuelto loco?». Es la muchedumbre, que trata de impedir que el ciego grite. Y
hasta son cristianos algunos de los que impiden vivir cristianamente; en efecto, también aquella
turba caminaba al lado de Cristo y ponía obstáculos al hombre que vociferaba junto a él y deseaba
la luz como regalo del mismo Cristo. Hay cristianos así; pero venzámoslos, vivamos santamente;
sea nuestra vida nuestro grito hacia Cristo. Él se parará, puesto que ya está parado.
(Serm. 349, 5)
31 de mayo
María, Isabel y Zacarías
En verdad hay entre ellos una gran diferencia, no solo en lo referente a las madres por el hecho de
que la de uno fuera virgen y la de otro estéril, pues aquella dio a luz a nuestro Señor, el Hijo de
Dios, del Espíritu Santo; esta, al precursor del Señor de un varón anciano. Prestad atención
también a esto. Zacarías no creyó. ¿Cómo no creyó? Pidió al ángel una prueba que le permitiese
conocer la verdad de la promesa, porque él era anciano y su mujer ya entrada en años. El ángel le
dijo: Quedarás mudo, y no podrás hablar hasta el día en que se cumpla, por no haber creído a mis
palabras, que se realizarán en el momento oportuno. El mismo ángel vino a María, le anuncia que
Cristo iba a nacer de su carne, y María le dirigió algunas palabras. Zacarías preguntó: ¿Cómo
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conoceré esto? Yo soy anciano, y mi mujer entrada en años. Se le contesta: Quedarás mudo, y no
podrás hablar hasta el día en que esto se cumpla, por no haber creído mis palabras. Y recibió el
castigo de la mudez en pago de su incredulidad. ¿Qué había dicho el profeta de Juan? Voz del que
clama en el desierto. Zacarías, que ha de engendrar a la voz, calla. Calló por no haber creído; con
razón enmudeció hasta que naciese la voz. Si, pues, se dice con motivo, o, mejor, puesto que se dijo
con todo motivo en el salmo santo: Creí, por lo cual hablé, dado que no creía, era justo que no
hablase. Pero te suplico, Señor, llamo a tus puertas en compañía de quienes me escuchan, ábrenos,
exponnos el significado de esta cuestión. Zacarías busca saber del ángel algo que le permita
conocer lo que se le acaba de anunciar, porque él era anciano y su mujer entrada en años, y se le
responde: Por no haber creído quedarás mudo. Se anuncia a la virgen María el nacimiento de
Cristo, y, preguntando el modo, dice al ángel: ¿Cómo sucederá eso, pues no conozco varón? Y el
ángel le responde: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
He aquí cómo sucederá lo que deseas saber; he aquí cómo darás a luz sin conocer varón; he aquí
cómo darás a luz sin conocer varón; he aquí cómo el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra. No temas el ardor de la concupiscencia estando a la sombra de
tan grande santidad. ¿A qué se debe esto? Si prestamos atención a las palabras, o ambos creyeron
a ambos dudaron, tanto Zacarías como María. Pero nosotros solo podemos escuchar las palabras;
Dios puede interrogar también el corazón.
(Serm. 290, 4)
124
125
Junio
1 de junio
Tres clases de hombres
Pues paréceme que se distinguen en tres clases los hombres que, como navegantes, pueden
acogerse a la filosofía. La primera, es de los que en llegando a la edad de la lucidez racional, con un
pequeño esfuerzo y leve ayuda de los remos, cambian ruta de cerca y se refugian en aquel apacible
puerto, donde para los demás ciudadanos que puedan, levantan la espléndida bandera de alguna
obra suya, para que, advertidos por ella, busquen el mismo refugio. La segunda clase, opuesta a la
anterior, comprende a los que, engañados por la halagüeña bonanza, se internaron en alta mar
atreviéndose a peregrinar lejos de su patria, con frecuente olvido de la misma. Si a estos, no sé por
qué secreto e inefable misterio, les da viento en popa, y tomándolo por favorable se sumergen en
los más hondos abismos de la miseria engreídos y gozosos, porque por todas partes les sonríe la
pérfida serenidad de los deleites y honores, ¿qué gracia más favorable se puede desear para ellos
que algún revés y contrariedad en aquellas cosas, para que, arrojados por ellas, busquen la
evasión? Y si esto es poco, reviente una fiera tempestad, soplen vientos contrarios, que los
vuelvan, aun con dolor y gemidos, a los gozos sólidos y seguros. Pero algunos de esta clase, por no
haberse alejado mucho, no necesitan golpes tan fuertes para el retorno. Tales son los que por las
trágicas vicisitudes de la fortuna o por las torturas y ansiedades de los vanos negocios, instigados
por el ocio mismo, se han visto constreñidos a refugiarse en la lectura de algunos libros muy
doctos y sabios, y al contacto con ellos se ha despertado su espíritu como en un puerto, de donde
no les arrancará ningún halago y promesa del mar risueño. Todavía hay una clase intermedia
entre las dos, y es la de los que en el umbral de la adolescencia o después de haber rodado; mucho
por el mar, sin embargo, ven unas señales, y en medió del oleaje mismo recuerdan su dulcísima
patria; y sin desviarse ni detenerse, o emprenden derechamente el retorno, o también, según
acaece otras veces, errando entre las tinieblas, o viendo las estrellas que se hunden en el mar, o
retenidos por algunos halagos, dejan pasar la oportunidad de la buena navegación y siguen
perdidos largo tiempo, con peligro de su vida. Frecuentemente a estos los vuelve a la
suspiradísima y tranquila patria alguna calamidad o borrasca, que desbarata sus planes.
(VF 1, 2)
2 de junio
Aligerad mi carga
Aligerad, pues, hermanos; aligerad mi carga ayudándome a llevarla: vivid bien. Hoy tengo que dar
de comer a quienes son pobres como yo, y he de comportarme humanitariamente con ellos; a
vosotros os ofrezco como manjar mi palabra. Me es imposible dar de comer a todos con pan
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palpable y visible; de donde saco para alimentaros a vosotros, de allí saco para alimentarme yo;
soy un siervo, no un padre de familia. Os sirvo de lo mismo de lo que yo vivo: del tesoro del Señor,
del banquete de aquel padre de familia que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros para que nos
enriqueciésemos con su pobreza. Si os sirviera pan, habría que partirlo; cada uno tomaríais un
pedazo, y, por mucho que sirviese, no llegaría más que una mínima porción a cada uno. En cambio,
lo que digo lo tienen todo todos y cada uno en particular. ¿Acaso habéis dividido entre vosotros las
sílabas de mis palabras? ¿Acaso os lleváis cada uno una palabra de este largo sermón? Cada uno de
vosotros lo oyó en su totalidad. Pero esté atento a cómo lo oyó; yo soy solo quien os lo da, no quien
os pedirá cuentas. Si no lo doy y me reservo el dinero, el Evangelio me aterroriza. Podría decir:
«¿Por qué tengo yo que hastiar a los hombres y decir a los malvados: No obréis mal, vivid así,
obrad de esta otra forma, dejad de hacer eso?». ¿Quién me manda a mí ser un peso para los
hombres? Se me ha indicado ya cómo debo vivir; viviré como me han mandado y como me han
ordenado. Me responsabilizo de lo que yo he recibido; ¿por qué voy a tener que dar cuenta de los
demás? El Evangelio me aterroriza. En efecto, nadie me superaría en ansias de vivir en esa
seguridad plena de la contemplación, libre de preocupaciones temporales; nada hay mejor, nada
más dulce, que escrutar el divino tesoro sin ruido alguno; es cosa dulce y buena; en cambio, el
predicar, argüir, corregir, edificar, el preocuparte de cada uno, es una gran carga, un gran peso y
una gran fatiga. ¿Quién no huiría de esta fatiga? Pero el Evangelio me aterroriza. Se acercó cierto
siervo y dijo a su señor: «Sabía que tú eras un hombre duro, que cosechas donde no sembraste.
Guardé tu dinero, no quise darlo; toma lo que es tuyo, juzga si falta algo; si está todo, no me
molestes».
(Serm. 339, 4)
3 de junio
La paciencia
Guardaos, pues, hermanos míos, de poner mal rostro a Dios cuando azota; no sea que os deje y
vayáis a perecer para siempre; antes bien, roguémosle que temple su cólera y ponga tino en las
heridas para no sucumbir a su rigor; y pidámosle también que nos corrija en salud y con medida y
nos otorgue lo que ha prometido a sus santos. Ha dicho la Escritura: El pecador ha irritado a Dios.
Según la grandeza de su ira, no le buscará. ¿Qué significa eso de por la grandeza de su ira, nole
buscará? En llegando que llegue la ira de Dios a su extremo límite, los dejará correr a su perdición.
Luego, si el no buscarnos es señal de su irritación suma, el probarnos es indicio claro de su
misericordia. Nos prueba cuando nos azota, y por la tribulación atrae nuestro corazón a sí; es una
enseñanza suya, es un aviso suyo, es el medio que usa para edificarnos. Su mismo Hijo, que vino a
nosotros para consuelo nuestro, ¿probó algo bueno en el mundo? ¿No fue Él quien, echando los
demonios, oyó denuestos tales como este: Tú tienes el demonio? ¡Al Hijo de Dios, que arrojaba los
demonios, le decían los judíos: Tú tienes el demonio! Peores eran que los mismos demonios, pues
los demonios le proclamaban Hijo de Dios, y los judíos no. Y era tanto su poder, tanta su grandeza,
tanta su paciencia, que lo sufrió todo en silencio. Fue azotado, escuchó insultos, diéronle de
bofetadas, escupiéndole en el rostro, coronándole de espinas, se mofaron de él y, finalmente, le
colgaron de un madero, y fue sepultado. ¡Y quien ha sufrido tanto era el Hijo de Dios! Y si por ahí
pasó el Maestro, ¿por dónde no debe pasar el discípulo? Si tanto sufrió el Criador, ¿qué no ha de
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sufrir la criatura? El cual, para darnos ejemplo, nos legó su paciencia. ¿Por qué nosotros perdemos
la paciencia como si hubiéramos perdido la cabeza, que nos ha precedido en el cielo? Él fue delante
de nosotros al cielo, como diciéndonos: «He ahí el camino, venid a él por la senda de las
tribulaciones; venid a él por la paciencia. Este camino os enseño, el paradero del cual es el cielo; y
quien rehúya entrar por esta senda, no quiere llegar al mismo fin que yo. Si alguien quiere llegar a
mí, entre por el camino que le mostré, el cual no es sino el camino de las molestias, tribulaciones,
dolores y angustias». Así llegarás al reposo que nadie te ha de quitar; mas si prefieres este reposo
del mundo y te sales del camino de Cristo, pon los ojos en el suplicio de aquel rico atormentado en
los infiernos, porque, prefiriendo el sosiego de la vida presente, halló en el fin las penas
inacabables. Echad, pues, hermanos míos, por el camino más áspero; sus postrimerías son el
reposo eterno de la gloria. Vueltos al Señor, etc.
(Serm. 24, 14)
4 de junio
Donación de sí mismo
Dad, pues, lo que habéis prometido: se trata de vosotros mismos, y os dais a aquel cuyos sois. Lo
que dais no disminuirá con la donación, más bien será conservado y aumentado. Benigno es el
acreedor y no indigente. No crece Él con lo que recupera, sino que hace crecer dentro de sí a los
deudores. Lo que no se le devuelve a Él, se pierde; lo que se devuelve, se añade al deudor. Es más,
el deudor mismo se conserva en aquel a quien se reintegra. El que da y su don son una misma cosa,
porque la deuda y el deudor no eran sino una cosa. El hombre se debe a Dios, y para ser feliz ha de
donarse al mismo de quien recibió el ser. Esto es lo que significan las palabras que el Señor dice en
el Evangelio: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Las pronunció cuando le
mostraron una moneda; preguntó qué imagen ostentaba, y le contestaron que la del César. Por
aquí habían de entender que Dios exige del hombre esa imagen divina que ostenta el hombre,
como el César exigía su imagen acuñada en la moneda. Pues si se le debe antes de prometer,
¿cuánto más habrá que pagar después de la promesa?
(Carta a Armentario y Paulina, 127, 6)
5 de junio
La imagen de Dios en el alma
He ahí, hermanos míos, por qué Dios busca su imagen en nosotros. Tráeselo a la memoria a los
judíos que le ofrecieron una moneda. Primero quisieron tentarle, diciéndole: Señor, ¿es lícito pagar
el tributo al César? A decir que sí, tuvieran ellos asidero para calumniarle, diciendo que Israel,
según Jesucristo, debía estar bajo la maldición, pues le quería tributario y sojuzgado. Y, al revés, si
hubiera contestado: «No es lícito pagar los tributos», le acusarían de alzar bandera contra el César,
prohibiendo pagar los tributos a que venían sujetos por su calidad de pueblo tributario. Vio Cristo
a los tentadores, como la verdad al error, y echó por tierra el engaño con las palabras mismas de
los engañadores. No pronunció Él sentencia contra ellos por sus propios labios; antes les hizo
pronunciarla contra sí mismos, según lo que está escrito: Por tus palabras habrás de ser justificado
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y por tus palabras condenado. ¿Por qué me tentáis, hipócritas?, les dijo. Mostradme una moneda. Se
la mostraron. ¿De quién es, les preguntó, esta imagen y esta inscripción? Y respondiéndole que del
César, repuso él: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Al modo como el
César busca su imagen en sus monedas, Dios busca la suya en tu alma. Dad, les dice, al César lo que
es del César. ¿Qué exige el César de ti? Su imagen. ¿Y Dios? También su imagen. Solo que la imagen
del César está en una moneda, y la imagen de Dios está impresa en ti. Si cuando pierdes una
moneda te lamentas de haber perdido la imagen del César, cuando adoras un ídolo, ¿no lloras la
injuria que infieres a la imagen de Dios en ti?
(Serm. 24, 8)
6 de junio
Amor al enemigo
¿Quieres, por tanto, guardar el mandamiento de los antiguos? Ama a tu prójimo, es decir, a todos
los hombres. Nacidos, a la verdad, todos de los dos padres primeros, somos todos prójimos, sin
lugar a duda. Es un hecho, además, que Jesucristo mismo, Señor nuestro, que mandó fueran
amados los enemigos, atestiguó hallarse toda la Ley y los Profetas contenidos en los dos preceptos
aquellos: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, con toda tu alma, totalmente; y amarás al
prójimo como a ti mismo. Nada se dice aquí de amar al enemigo. ¿Es que, realmente, no se cifra
todo en esos dos mandamientos? ¡Ni pensarlo! Porque diciendo: Amarás a tu prójimo, ya dice
todos los hombres, aun los enemigos. Desde un punto de vista espiritual, además, tú ignoras qué
suerte de parentesco te liga en la presencia de Dios con ese hombre que ahora juzgas enemigo. La
paciencia de Dios, en efecto, le conduce a penitencia, y es posible caiga en ello y se acomode
dócilmente a los designios de su Conductor. Si el mismo Dios, que sabe de antemano quiénes han
de perseverar en sus delitos y quiénes han de abandonar la senda de la justicia para hundirse
definitivamente en la iniquidad, hace, con todo eso, nacer su sol para buenos y malos y llueve para
justos e injustos; si la divina paciencia los está convidando a penitencia, y amenaza, en fin, con los
rigores de su justicia a los menospreciadores de su bondad, ¿cómo no ha de procurar muy mucho
el hombre amansarse, para no exponerse a odiar, ignorante de lo porvenir, a quien tendrá de
compañero en la felicidad eterna? Cumple, de consiguiente, el óptimo precepto antiguo: Ama a tu
prójimo, que es todo hombre, y aborrece a tu enemigo, el diablo. Cumple también el segundo:
Amarás a tus enemigos, por cuanto son hombres; ruega por quienes te persiguen (por los hombres,
se entiende) y haz bien a los que te odian (a los hombres, digo).
(Serm. 149, 18)
7 de junio
Cómo buscarte
¿Cómo pues, Señor, te he de buscar? Porque cuando te busco como a mi Dios, lo que busco es la
vida feliz. Haz que así te busque siempre, para que viva mi alma. Porque así como mi cuerpo vive
de mi alma, así también mi alma vive de ti. ¿De qué manera, pues, busco yo la vida feliz? Porque no
podré poseerla mientras no diga: «Allí está», diciendo que está donde realmente está. ¿Y cómo la
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busco? ¿Acaso como se busca algo olvidado pero no totalmente perdido? ¿O tal vez como cuando
deseo conocer algo que no conozco, que nunca supe; o si alguna vez lo supe quedó totalmente
borrado del recuerdo hasta el punto de no poder ni siquiera recordar que lo olvidé?
¿No es verdad que lo que todos desean y buscan es la vida feliz y que no existe hombre alguno
que no la desee? Pero, ¿dónde la conocieron para desearla así? ¿Dónde la vieron y se encendieron
de amor por ella? Porque nadie desea lo que no conoce. Pero, ¿cómo supieron de ella? Existe sin
embargo otra manera de poseer la felicidad, y quienes la siguen son en cierta manera felices: son
aquellos que viven en la esperanza de la felicidad. Es cierto que estos conocen la beatitud en una
medida inferior a la de los que actualmente la poseen; mas están en mejor situación que los que ni
la tienen ni esperan tenerla algún día.
(Conf. X, 20.29)
8 de junio
Limpios de corazón
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios. Hágase, lo arriba dicho, y se limpia el
corazón: Tiene limpio el corazón quien no pone cara de amigo cuando anida la enemistad en su
corazón. Dios pone la corona donde la mirada; Dios premia lo interior, porque mira al corazón. Sea
cualquiera el placer que llame a tu corazón, recházale, no le lisonjees; y si la concupiscencia titila
malamente, no se la consienta; y si el ardor es mucho, ruéguese a Dios contra ella, para que actúe
la gracia interiormente y quede limpio ese corazón donde al mismo Dios se invoca. Si quieres
venga Dios a morar en ti, aderézale antes el aposento; limpia la cámara donde Dios te escuche.
Alguna vez calla la lengua y llora el alma; en lo interior de tu cámara estase llamando a Dios; no
haya en él nada desapacible a los divinos ojos, no haya cosa que le ofenda. Si quieres tener un
corazón puro, invócale, y Él no se despreciará de aderezarle y morar en ti. ¿Tienes acaso miedo de
albergar a un tan poderoso magnate, cuya presencia te avergüence, cual suelen temer los hombres
de poco viso y encogido ánimo cuando la necesidad los obliga a recibir en su casa a ciertos
superiores que van de paso? Cierto, nada es mayor que Dios; mas no te apenen las estrecheces;
recíbele, y Él te ensanchará: ¿No tienes qué ponerle a la mesa? Recíbele, y Él te alimentará a ti; y,
cosa más dulce aún para tus oídos, te alimentará de sí. Él mismo será tu alimento, porque dijo: Yo
soy el pan vivo que bajé del cielo, pan que restaura, y no mengua. Luego, bienaventurados los limpios
de corazón, porque verán a Dios.
(Serm. 11, 11)
9 de junio
Incapaz de amar humanamente
¡Oh demencia, incapaz de amar humanamente a los hombres! ¡Insensato de mí, que me dejaba
llevar sin moderación de las pasiones humanas! Así era yo en aquel tiempo. Me enardecía,
suspiraba, lloraba y me turbaba, sin descanso ni consejo. Así iba cargando mi alma destrozada y
sangrante, que no se dejaba cargar, y yo no sabía en dónde ponerla. Ni en los bosques más amenos
ni en los juegos y los cantos, ni en los olorosos jardines, ni en los brillantes convites, ni en los
placeres del lecho ni en los libros y poemas hallaba reposo. Todo me era aborrecible, la luz misma
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y todo cuanto no era él me era tedioso e insoportable; y mi único consuelo, bien relativo, eran las
lágrimas y los gemidos. Y cuando desistía de llorar me aplastaba un enorme peso de miseria.
A ti, Señor, debía ser elevada para ser curada. Yo sabía esto, pero ni quería ni podía; cuando
pensaba en ti no eras para mí algo firme y sólido, sino un vacío fantasma. Pero eso, fantasma era,
no tú; y mi error era mi dios. Y cuando quería poner mi alma en mi dios, como en un lugar de
descanso, se me resbalaba en el vacío y de nuevo caía sobre mí. Era yo para mí mismo un lugar de
desdicha en el cual no podía estar y del cual no me podía evadir. ¿Cómo podía mi corazón huir de
sí mismo, y adónde iría yo que él no me siguiera?
(Conf. IV, 7.12)
10 de junio
Te amaba a Ti
Y me admiré entonces de ver que te amaba a ti y no ya a un fantasma. Pero no era estable este mi
gozo de ti; pues si bien tu hermosura me arrebataba, apartábame luego de ti la pesadumbre de mi
miseria y me derrumbaba gimiendo en mis costumbres carnales. Pero aun en el pecado me
acompañaba siempre el recuerdo de ti, y ninguna duda me cabía ya de tener a quien asirme, aun
cuando carecía yo por mí mismo de la fuerza necesaria. Porque el cuerpo corruptible es un peso
para el alma, y el hecho mismo de vivir sobre la tierra deprime la mente agitada por muchos
pensamientos (Sab 9,15). Segurísimo estaba yo de que tus perfecciones invisibles se hicieron, desde
la constitución del mundo, visibles a la inteligencia que considera las criaturas y también tu potencia
y tu divinidad (Rom 1,20).
Buscando pues un fundamento para apreciar la belleza de los cuerpos tanto en el cielo como
sobre la tierra, me preguntaba qué criterio tenía yo para juzgar con integridad las cosas mudables
diciendo: «Esto debe ser así y aquello no». Y encontré que por encima de mi mente mudable existe
una verdad eterna e inmutable. De este modo, y procediendo gradualmente, a partir de los
cuerpos pasé a la consideración de que existe un alma que siente por medio del cuerpo, y esto es el
límite de la inteligencia de los animales, que poseen una fuerza interior a la cual los sentidos
externos anuncian sobre las cosas de afuera. Pero luego de esto, mi mente, reconociéndose
mudable, se irguió hasta el conocimiento de sí misma y comenzó a hurtar el pensamiento a la
acostumbrada muchedumbre de fantasmas contradictorios para conocer cuál era aquella luz que
la inundaba, ya que con toda certidumbre veía que lo inmutable es superior y mejor que lo
mudable. Alguna idea debía de tener sobre lo inmutable, pues sin ella no le sería posible preferirlo
a lo mudable. Por fin, y siguiendo este proceso, llegó mi mente al conocimiento del ser por esencia
en un relámpago de temblorosa iluminación.
Entonces «tus perfecciones invisibles se me hicieron visibles a través de las criaturas», pero no
pude clavar en ti fijamente la mirada. Como si rebotara en ti mi debilidad, me volvía yo a lo
acostumbrado, y de aquellas luces no me quedaba sino un amoroso recuerdo, como el recuerdo
del buen olor de cosas que aún no podía comer.
(Conf. VII, 17.23)
11 de junio
Dos preceptos contrarios
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Suele, carísimos, desazonarles a muchos que, habiendo dicho en el Evangelio nuestro Señor
Jesucristo: Luzca vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras,
glorifiquen a vuestro Padre celestial, dijera después: Mirad de no hacer vuestras buenas obras
delante de los hombres, para que os vean. Inquiétase; digo, el espíritu de pocas luces y, deseando
muy de veras obedecer a uno y otro precepto, fluctúa entre pensamientos diversos y adversos.
Porque tan imposible resulta obedecer a un señor, si ordena cosas opuestas, como a dos señores,
según lo testificó el Señor mismo en la misma plática. ¿Qué salida, pues, hay para el ánimo
indeciso, cuando piensa, con temor, que ni puede obedecer ni dejar de obedecer? Si, en efecto, saca
las obras buenas a luz; donde las vean los hombres, en cumplimiento del precepto: Así ha de
brillar vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro
Padre celestial, se juzgará culpable de haber ido contra el otro que dice: Mirad de no hacer obras
buenas a presencia de los hombres, para ser vistos de ellos. Y si, al contrario, por temor y cautela,
tapa lo bueno, juzgará no servir a quien imperativamente le dice: Luzca vuestra luz ante los
hombres, para que vean vuestras obras buenas.
Esas palabras del Evangelio, a la verdad, llevan en sí mismas la explicación; con todo, no cierran
las bocas de los hambrientos, porque siempre tienen manjar nuevo para los corazones de los
hombres que llaman. Hase, pues, de ver adónde se endereza y mira la intención del corazón
humano. Si quien desea vean sus obras buenas los hombres se propone la gloria propia y la propia
utilidad y busca eso en ser visto de ellos, no cumple nada de lo mandado por el Señor en este
particular; porque, cierto, se propone hacer sus buenas obras delante de .los hombres, mas su luz
no luce delante de los hombres para que, viendo sus obras buenas, glorifiquen al Padre celestial.
Lo que sin duda va pretendiendo es glorificarse a sí mismo, no a Dios, y, buscando la propia
utilidad, desama la divina voluntad. De los tales dice el Apóstol: Todos buscan sus conveniencias,
no las de Jesucristo. El pasaje no concluye donde dice: Tal ha de lucir vuestra luz, delante de los
hombres para que vean vuestras obras buenas, pues añadió en seguida la intención con que se han
de hacer: Para que glorifiquen, dice, a vuestro Padre celestial, por manera que, al hacer uno el bien
a presencia de los hombres, no se proponga interiormente otro fin que hacer el bien; mas el fin de
la publicidad ha de ser la gloria que a Dios le resulta del provecho que hay para los sabedores en
saberlo; porque a estos les trae ventaja saber que Dios se complace de las buenas obras, cuyo
autor es Él mismo; y así no deben desconfiar de poder también ellos agradarle, si quieren, por la
merced del Señor. Y el otro pasaje, donde dice: Mirad de no hacer vuestra justicia delante de los
hombres, le terminó donde dijo: para ser visto de ellos. Aquí no añade: y glorifiquen a vuestro
Padre celestial, sino: De otro modo no tendréis recompensa en vuestro Padre celestial; dándonos a
entender que buscan, quienes tal hacen, su recompensa en ser vistos de los hombres, y en eso
ponen su bien y allí se recrea la vanidad de su corazón, que los vacía de Dios para llenarlos de
viento, y los engríe y los consume. No quiere, pues, tales a sus fieles. Mas, ¿por qué no bastó decir:
Mirad de no hacer vuestra justicia delante de los hombres, antes bien añadió: para ser vistos de
ellos, sino por haber algunos que hacen sus obras buenas delante de los hombres, no para ser
.vistos ellos de ellos, sino para que sean vistas las obras y glorificado el Padre celestial, que se
dignó darles a los pecadores justificados el poder hacerlas?
(Serm. 54, 1, 3)
12 de junio
132
Libertad y servidumbre
Esto es prescripción del orden natural. Así creó Dios al hombre. Domine, dice, a los peces del mar, y
a las aves del cielo, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra. Y quiso que el hombre racional,
hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el
hombre a la bestia. Este es el motivo de que los primeros justos hayan sido pastores y no reyes.
Dios con esto manifestaba qué pide el orden de las criaturas y qué exige el conocimiento de los
pecados. El yugo de la fe se impuso con justicia al pecador. Por eso en las Escrituras no vemos
empleada la palabra siervo antes de que el justo Noé castigara con ese nombre el pecado de su hijo.
Este nombre lo ha merecido, pues, la culpa, no la naturaleza. La palabra siervo, en la etimología
latina, designa los prisioneros, a quienes los vencedores conservaban la vida, aunque podían
matarlos por derecho de guerra. Y se hacían siervos, palabra derivada de servir. Esto es también
merecimiento del pecado. Pues, aunque se libre una guerra justa, la parte contraria guerrea por el
pecado. Y toda victoria, aun la conseguida por los malos, humilla a los vencidos, por juicio divino, o
corrigiendo los pecados o castigándolos. Testigo es de ello Daniel, ese hombre que en la cautividad
confiesa a Dios sus pecados y los pecados de su pueblo y reconoce, con piadoso dolor, que esta es
la razón de aquel cautiverio. La primera causa de la servidumbre es, pues, el pecado, que somete
un hombre a otro con el vínculo de la posición social. Esto es efecto del juicio de Dios, que es
incapaz de injusticia y sabe imponer penas según los merecimientos de los delincuentes. El Señor
supremo dice: Todo aquel que comete pecado, es esclavo del pecado. Y por eso muchos hombres
piadosos sirven a amos inicuos, pero no libres, porque quien es vencido por otro, queda esclavo de
quien le venció.
A la verdad que es preferible ser esclavo de un hombre que de una pasión, pues vemos lo
tiránicamente que ejerce su dominio sobre el corazón de los mortales la pasión de dominar, por
ejemplo. Mas en ese orden de paz que somete unos hombres a otros, la humildad es tan ventajosa
al esclavo como nociva la soberbia al dominador. Sin embargo, por naturaleza, tal como Dios creó
al principio al hombre, nadie es esclavo del hombre ni del pecado. Empero, la esclavitud penal está
regida y ordenada por la ley, que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo. Si no se
obrara nada contra esta ley, no habría que castigar nada con esa esclavitud. Por eso, el Apóstol
aconseja a los siervos el estar sometidos a sus amos y servirles de corazón y de buen grado. Es
decir, que, si sus dueños no les dan libertad, tornen ellos, en cierta manera, libre su servidumbre,
no sirviendo con temor falso, sino con amor fiel, hasta que pase la iniquidad y se aniquilen el
principado y la potestad humana y sea Dios todo en todas las cosas.
(CdeD XIX, 15)
13 de junio
La justicia y el dominio
Así vemos que nuestros patriarcas, aunque tenían esclavos, administraban la paz doméstica,
distinguiendo a los hijos de los esclavos solamente en lo relativo a los bienes temporales. En lo
referente al culto a Dios, del que se deben esperar los bienes eternos, miraban con igual amor a
todos los miembros de su casa. Y esto es tan conforme con el orden natural, que el nombre de
padre de familia trae de aquí su origen, y está tan divulgado, que aun los señores injustos se
precian de él. Los auténticos padres de familia miran a todos los miembros de su familia como a
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hijos en lo tocante al culto y honra de Dios. Y desean y anhelan llegar a la casa celestial, donde no
sea necesario mandar a los hombres, porque en la inmortalidad no será preciso subvenir a
necesidad alguna. Hasta allí deben tolerar más los señores, que mandan, que los siervos, que
sirven. Si alguno en casa turba la paz doméstica por desobediencia, es corregido para su utilidad
con la palabra, con el palo o con cualquier otro género de pena justa y lícita admitido por la
sociedad humana para acoplarle a la paz de que se había apartado. Como no es bienhechor el que
viene en ayuda de otro para hacerle perder un bien, así no es inocente el que permite,
perdonando, que se incurra en un mal más grave. La inocencia exige, pues, no solamente no hacer
mal a nadie, sino retraer al prójimo del pecado o castigar el pecado. Y esto con el fin de que el
castigado se corrija en cabeza propia y otros escarmienten en la ajena. La casa debe ser el
principio y el fundamento de la ciudad. Todo principio dice relación a su fin, y toda parte a su todo.
Por eso es claro y lógico que la paz doméstica debe redundar en provecho de la paz cívica; es decir,
que la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en casa debe relacionarse con
la ordenada concordia entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen. De donde se sigue
que el padre de familia debe guiar su casa por las leyes de la ciudad, de tal forma que se acomode a
la paz de la misma.
(CdeD XIX, 16)
14 de junio
Sentido de la «libido»
Es verdad que hay muchas clases de libido; pero, cuando se dice libido a secas, sin más, suele casi
siempre entenderse la que excita las partes sexuales del cuerpo. Y es tan fuerte, que no solo
señorea al cuerpo entero ni solo fuera y dentro, sino que pone en juego a todo el hombre, aunando
y mezclando entre sí el afecto del ánimo con el apetito carnal, produciendo de este modo la
voluptuosidad, que es el mayor de los placeres corporales. Tanto es así, que, en el preciso
momento en que esta toca su colmo, se ofusca casi por completo la razón y surge la tiniebla del
pensamiento. ¿Quién, amigo de la sabiduría y de los goces santos, llevando vida matrimonial, pero
consciente, según el consejo del Apóstol, de que posee su vaso en santificación y honor, no en la
enfermedad del deseo, como los gentiles, que desconocen a Dios, no preferiría, si le fuera posible,
engendrar hijos sin esta libido? Así, en la acción generativa, los miembros destinados a la
generación servirían a la mente, como los demás, cada uno en sus funciones respectivas, se
mueven bajo la acción del albedrío de la voluntad, no bajo la excitación del fuego libidinoso. Es que
aun los buscadores de este placer en los goces matrimoniales o en las impurezas vergonzosas no
sienten a su antojo esas conmociones. A veces ese movimiento les importuna sin quererlo y a
veces les deja con el caramelo en la boca. El alma chirría por el calor de la concupiscencia, y el
cuerpo tirita de frío. Y así, ¡cosa extraña!, la libido no solo rehúsa obedecer al deseo legítimo de
engendrar, sino también al apetito lascivo. Ella, que de ordinario se opone al espíritu que la
enfrena, a veces se revuelve contra sí misma, y, excitando el ánimo, se niega a excitar el cuerpo.
(CdeD XIV, 16)
15 de junio
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Confesión
¿Qué podría yo tener que te fuera oculto, Señor, a ti ante cuya mirada están desnudos y patentes
los abismos de la conciencia humana? Aunque yo no quisiera confesarlo tú lo sabrías. Si pensara
en esconderme de ti, tú quedarías oculto para mí, pero no yo para ti. Pero ahora, cuando mis
gemidos dan testimonio de lo desagradable que soy para mí mismo, tú resplandeces y me agradas
y yo te amo y te deseo. Me avergüenzo de mí mismo y me rechazo para escogerte a ti y no agradar
ni a ti ni a mí sino por ti.
En tu presencia pues, Señor, me manifiesto tal y como soy; y los frutos de esta confesión ya los
he dicho. Porque esta confesión no la hago con las voces y las palabras de la carne sino con las
voces del alma y los clamores del pensamiento que tu oído percibe. Cuando soy malo, mi confesión
ante ti consiste en el desagrado que a mí mismo me causo, y cuando soy bueno, mi confesión está
en no atribuirme a mí mismo la piedad; porque tú, Señor, bendices al justo, pero solo después de
haberlo justificado del pecado que tenía.
Entonces, Señor, la confesión que hago en tu presencia es al mismo tiempo silenciosa y no
silenciosa, pues mientras cesa el sonido clama el corazón. Nada de bueno les digo a los hombres
que no me hayas dicho antes.
(Conf. X, 2.2)
16 de junio
Por qué contar tantas cosas
¿Acaso ignoras tú, Señor, siendo tuya la eternidad, lo que yo te puedo decir; o conoces en el tiempo
lo que acontece en el tiempo? ¿Por qué, pues, te he venido contando tantas cosas con todos sus
pormenores? Ciertamente no porque tú tengas necesidad de que yo te las diga para saberlas; pero
mi amor a ti se enciende conforme te las cuento. Pienso además en todos los que van a leer este
libro. Es preciso que todos a una digamos que grande es el Señor y dignísimo de toda alabanza (Sal
47,2). Lo dije y lo repito, es tu amor el que me mueve a todo esto.
Nosotros hacemos oración, y la verdad nos dice que nuestro Padre sabe cuánto necesitamos aun
antes de que se lo pidamos (Mt 6,8). Entonces, lo que puedo hacer es manifestarte mi amor y
confesarte mis muchas miserias y tus grandes misericordias para conmigo, para que termines la
obra de mi liberación, puesto que ya la has comenzado, y deje yo de ser miserable en mí y empiece
a ser feliz en ti. Nos has llamado a ser pobres de espíritu, mansos, llorosos, hambrientos y
sedientos de tu justicia, misericordiosos, pacíficos y limpios de corazón.
Y yo te he venido contando todo lo que he podido y querido porque tú fuiste el primero en
querer estas confesiones mías; tú Señor Dios mío, porque eres bueno, porque tu misericordia es
eterna (Sal 117,1).
(Conf. XI, 1.1)
17 de junio
Fruto de mis confesiones
Este será el fruto de mis Confesiones. Mostrar no ya lo que fui sino lo que ya soy. Conviene que todo
esto lo confiese no solo en tu presencia con una secreta exultación mezclada de un temor y una
esperanza igualmente secreta, sino también ante los hijos de los hombres que participan conmigo
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en la misma fe y son mis amigos tanto en la alegría como en la mortalidad; conciudadanos míos
que peregrinan conmigo, unos antes que yo y otros después, pero todos ellos compañeros míos de
camino en mi viaje terrenal. Estos son tus siervos, hermanos míos a quienes tú quisiste hacer hijos
tuyos y señores míos y a quienes me has mandado servir si es que quiero vivir contigo y de ti.
Pero no sería suficiente si tu Verbo me lo mandara de palabra sin precederme con el ejemplo. Y
lo mandado lo hago yo con palabras y acciones bajo la sombra de tus alas; pero el peligro sería
grande si mi alma no estuviera bajo tus alas y sujeta a ti, que tan bien conoces mi flaqueza.
Soy un pequeñuelo, pero tengo un Padre siempre vivo y un tutor cabalmente digno de
confianza: tú mismo, que me engendraste y me defiendes. Tú, mi Dios omnipotente, eres todo mi
bien; tú, que estás conmigo desde antes de que yo estuviera contigo.
A esos hermanos míos a quienes me mandas servir voy a declararles no ya lo que fui, sino lo
que ya he llegado a ser y aún soy. Pero no quiero juzgarme a mí mismo. Sea, pues, escuchado así.
(Conf. X, 4.6)
18 de junio
¿Es este nuestro espíritu?
Pero, ¿es este vuestro espíritu? ¡No sabéis cuán pesada carga de vicios nos oprime y qué tenebrosa
ignorancia nos envuelve! ¿Dónde está aquella vuestra atención y ánimo levantado a Dios y a la
verdad, de que poco ha me gloriaba yo ingenuamente? ¡Oh si vierais, aun con unos ojos tan turbios
como los míos, en cuántos peligros yacemos y de qué demente enfermedad es indicio vuestra risa!
¡Oh si supierais, cuán pronto, cuán luego la trocaríais en llanto! ¡Desdichados! ¡No sabéis dónde
estamos! Es un hecho común que todos los necios e ignorantes están sumidos en la miseria: mas
no a todos los que así se ven, alarga de un mismo y único modo la sabiduría su mano. Y creedme:
unos son llamados a lo alto, otros quedan en lo profundo. No queráis, os pido, doblar mis miserias.
Bastante tengo con mis heridas, cuya curación imploro a Dios con llanto casi cotidiano, si bien
estoy persuadido de que no me conviene sanar tan pronto como deseo. Si algún cariño me tenéis,
si algún miramiento de amistad; si comprendéis cuánto os amo, cuánto estimo y el cuidado que me
da vuestra formación moral; si soy digno de alguna correspondencia de parte vuestra; si, en fin,
como Dios es testigo, no miento al desear para vosotros lo que para mí, hacedme este favor. Y si
me llamáis de buen grado maestro, pagadme con esta moneda; sed buenos.
(DeOrd. I, 10, 29)
19 de junio
Es posible la felicidad
¡Lejos de mí, Señor; lejos del corazón de este siervo tuyo, que se confiesa a ti, el pensar que en un
gozo cualquiera es posible alcanzar la felicidad! Porque hay una alegría que se niega a los impíos y
se concede a los que te sirven de buen grado y cuya felicidad eres tú mismo. La vida feliz consiste
en gozar de ti, por ti y para ti; eso es, y no otra cosa. Y los que esto no piensan andan buscando un
bien que no es el verdadero bien y por tanto no puede brindarles el gozo verdadero. De todos
modos, su voluntad permanece orientada hacia una imagen de la alegría.
(Conf. X, 22.32)
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20 de junio
La conquista de la felicidad
¿Quieres oír conmigo el consejo de quien sabe dónde están los días buenos de la vida? Pues oídlo,
no a mí, sino conmigo; acudamos todos a este llamamiento, permanezcamos en pie, abramos los
oídos y entendamos con el corazón al Padre, que dijo: Venid, hijos, a oírme y os enseñaré el temor de
Dios. Y qué sea lo que enseña y para quién sea útil, lo dice a continuación. Escuchemos: ¿Quién es el
hombre que ama la vida y desea ver los días buenos? Respondemos todos: «Nosotros». Oigamos
ahora lo que sigue: Reprime tu lengua del mal y no hablen mentira tus labios. Di ahora: «Yo».
Cuando poco ha os decía: ¿Quién es el hombre que ama la vida y desea ver los días buenas?,
respondíamos todos: «Yo». ¡Ea!, respóndame ahora cualquiera de vosotros: «Yo». Pues guárdate
del mal y no hable mentiras tu lengua. Di ahora: «Yo». Luego, ¿amas la vida y los días buenos y no
quieres reprimir la lengua del mal ni que tus labios dejen de hablar mentira? ¡Ligero eres para
correr al premio y perezoso para el trabajo! ¿A quién se le paga sin haber trabajado? Ojalá pagues
tú a quien trabaja en tu casa siquiera, pues bien sé que no pagas a quien no trabaja. ¿Por qué?
Porque nada le debes a quien no hace nada. También Dios ha señalado un salario. ¿Cuál? La vida y
los días buenos que todos deseamos y a donde todos queremos llegar. Y el salario prometido lo
pagará fielmente. ¿Qué salario? La vida y los días buenos. Y, ¿qué son los días buenos? Vida sin fin y
descanso sin trabajo.
(Serm. 108, 6)
21 de junio
Otra vida existe
Existe otra vida, hermanos míos; después de esta vida hay otra, creedme. Preparaos para ella;
despreciad todo lo presente. Si tenéis bienes, haced el bien con ellos; si no los poseéis, no os abrase
la ambición. Enviadlos, hacedlos llevar delante de vosotros; trasladad lo que tenéis aquí al lugar
donde habéis de disfrutar de seguridad. Escuchad el consejo de vuestro Señor: No acumuléis
tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corrompen y donde los ladrones excavan y los
roban; antes bien, acumulad tesoros en el cielo, donde el ladrón no entra ni la polilla corrompe, pues
donde está tu tesoro, allí está tu corazón. A diario escuchas, ¡oh hombre fiel!, estas palabras: «En
alto el corazón»; pero tú, como si escucharas lo contrario, lo hundes en la tierra. Cambiad de lugar.
¿Disponéis de bienes? Haced el bien con ellos. ¿No disponéis de ellos? No murmuréis de Dios.
Escuchadme, ¡oh pobres!: «¿Qué no tenéis, si tenéis a Dios?». Escuchadme, ¡oh ricos!: «¿Qué tenéis,
si no tenéis a Dios?».
(Serm. 311, 15)
22 de junio
Vanidad de vanidades
Salomón, el rey más sabio de Israel, que reinó en Jerusalén, comenzó de la siguiente manera el
libro que titula Eclesiastés, incluido por los judíos en el canon de las Sagradas Letras: Vanidad de
vanidades, dijo el Eclesiastés, vanidad de vanidades y todo vanidad. ¿Qué provecho saca el hombre de
todo ese trabajo que desarrolla bajo el sol? Y, ligando a esta idea la tabla de las miserias humanas,
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menciona los errores y las tribulaciones de esta vida, y prueba por el huir del tiempo que no hay
nada estable ni sólido aquí abajo. En medio de esta vanidad de cosas terrenas lamenta, sobre todo,
que, aventajando la sabiduría a la insipiencia como la luz a las tinieblas y siendo tan avizor el sabio
como ciego el necio, todos corren la misma suerte en esta vida. Con ello da a entender que los
males son comunes a los buenos y a los malos. Y añade que los buenos sufren como si fueran
malos y que los malos gozan como si fueran buenos. He aquí sus palabras: Hay todavía otra
vanidad sobre la tierra: hay justos a quienes vienen males como a impíos y hay impíos que son
tratados como justos. Y a esto también lo llamé vanidad.
Este varón tan sabio consagró todo su libro a intimarnos esa vanidad, sin duda para hacernos
desear la vida donde no exista la vanidad bajo el sol, sino la verdad bajo el Hacedor del sol. ¿Se
desvanecerá, por ventura, el hombre, hecho semejante a la vanidad, en esas vanidades sin un justo
juicio de Dios? No obstante, mientras está sujeto a ella, es de gran importancia saber si resiste u
obedece a la verdad, y si es verdaderamente piadoso o no. Esto importa no precisamente para
adquirir los bienes de esta vida o para evitar los males, que pasan como sombra, sino para virar
nuestra mirada hacia el juicio final, en el que se darán para siempre los bienes a los buenos y los
males a los malos.
En fin, el Sabio concluye su libro con estas palabras: Teme a Dios –dice– y guarda sus
mandamientos, porque esto es todo el hombre. En efecto, todo hombre no es más que un guarda fiel
de los mandamientos de Dios, y quien no es esto no es nada. Porque toda obra, es decir, lo hecho
por el hombre en esta vida, buena o mala, por vil o despreciable que sea, Dios la pondrá en tela de
juicio. En otros términos, toda obra aparentemente despreciable y, por tanto, ni aparente, Dios la
ve y no la desprecia ni se olvida de ella cuando juzgue.
(CdeD XX, 3)
23 de junio
Dejar las vanidades
Me dije: «Que todo se pierda, si se ha de perder; pero tengo que dejar todas estas vanidades para
consagrarme al estudio de la verdad. Esta vida es miserable, la muerte es algo incierto; si se me
viene encima de repente, ¿cómo saldré de todo esto, y dónde aprenderé lo que no aprendí en esta
vida? ¿No tendría yo que pagar por semejante negligencia? ¿Y qué, si la muerte da fin a todos
nuestros cuidados amputándonos el sentimiento? Todo esto lo tengo que averiguar. Pero no es
posible semejante anulación, pues las cosas, tantas y tan grandes, que Dios ha hecho por nosotros
no las hiciera si con la muerte del cuerpo viniera también la aniquilación del alma; ni es cosa vana
y sin sentido la gran autoridad del cristianismo por todo el orbe. ¿De dónde me viene pues esta
vacilación para dejar de lado las esperanzas del mundo y consagrarme a la búsqueda de Dios y de
la vida feliz?
Pero vayamos despacio: todas estas cosas mundanas son agradables y tienen su encanto; no
sería prudente cortarlas con precipitación, ya que existe el peligro de tener que volver
vergonzosamente a ellas. No me sería difícil conseguir algún puesto honorable y más cosas que
pudiera desear; tengo muchos amigos influyentes que podrían fácilmente conseguirme una
presidencia. Podría yo también casarme con una mujer que tuviera algún patrimonio, para que no
me fuera gravosa con sus gastos; y con esto tendría satisfechos todos mis deseos. Hay, además,
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muchos varones ilustres y dignos de imitación, que no obstante vivir casados han podido
consagrarse a la sabiduría».
(Conf. VI, 11.19)
24 de junio
Solemnidad de san Juan Bautista
Hoy celebramos la solemnidad de san Juan Bautista, cuyo nacimiento escuchamos llenos de
admiración cuando se leyó el Evangelio. ¡Cuál no será la gloria del juez si es tanta la del heraldo!
¡Cómo será el camino que ha de venir si es tal quien lo prepara! La Iglesia considera, en cierto
modo, sagrado el nacimiento de Juan. No se encuentra ningún otro entre los Padres cuyo
nacimiento celebremos solemnemente. Celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo, lo cual no
puede carecer de significado, y, aunque quizá yo sea incapaz de explicarlo como merece la
grandeza del asunto, da origen a pensamientos fructíferos y profundos. Juan nace de una anciana
estéril, y Cristo de una jovencita virgen. A Juan lo da a luz la esterilidad, y a Cristo la virginidad. En
el nacimiento de Juan, la edad de los padres no era la adecuada, y en el de Cristo no hubo abrazo
marital. Juan es anunciado por un ángel que lo proclama; Cristo es concebido por el anuncio del
ángel. No se da crédito al nacimiento de Juan, y su padre queda mudo; se cree el de Cristo, y es
concebido por la fe. Primero llega la fe al corazón de la virgen; luego le sigue la fecundidad en el
seno de la madre. Y, sin embargo, son casi las mismas palabras de Zacarías y las de María. Aquel,
cuando el ángel le anunció a Juan, le dijo: ¿Cómo conoceré esto? Yo soy anciano y mi mujer ya está
entrada en años. Esta dijo al ángel que le anunció su futuro parto: ¿Cómo sucederá esto, pues no
conozco varón? Palabras casi idénticas. A Zacarías se le responde: Quedarás mudo, sin poder hablar,
hasta que acontezca lo dicho, por no haber creído mis palabras, que se realizarán a su tiempo. A
María, en cambio: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra;
por eso lo que nazca de ti será santo y será llamado Hijo de Dios. Él es reprendido, ella aleccionada.
A él se le dice: Por no haber creído a ella: «Recibe lo que pediste». Las palabras son casi las mismas:
¿Cómo conoceré eso? y ¿Cómo sucederá eso? Pero quien es capaz de escuchar las palabras y ver el
corazón no le ocultaba este. Un pensamiento se ocultaba debajo de cada una de estas expresiones;
se ocultaba a los hombres, no a ángeles; mejor, no se le ocultaba a quien hablaba por medio del
ángel. Por último, nace Juan cuando la luz del día comienza a disminuir y a crecer la noche; Cristo
nace cuando las noches decrecen y los días se alargan. Y como si el mismo Juan hubiese advertido
el simbolismo de los dos nacimientos, dijo: Conviene que él crezca y yo mengüe. He aquí lo que
propuse para investigar y discutir. Os he anticipado esto; pero, si soy incapaz de escrutar toda la
profundidad de tan gran misterio por falta de luces o de tiempo, mejor os enseñará quien habla
dentro de vosotros incluso en ausencia mía, en quien pensáis devotamente, a quien recibisteis en
el corazón, convirtiéndoos en templos suyos.
(Serm. 293, 1)
25 de junio
La medicina de la humildad
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Hinchado por la soberbia, esta misma hinchazón le estorbaba para volver por la estrechura. Quien,
en efecto, se hizo por nosotros camino, dice altamente: Entrad por la puerta estrecha. Hace conatos
para entrar, mas la hinchazón se lo impide; y cuanto más la hinchazón se lo impide, tanto más
perjudiciales le resultan los esfuerzos. Porque, para un hinchado, la estrechura es un tormento,
que contribuye a hincharle más; y, si aun aumenta de volumen, ¿cómo ha de poder entrar? Tiene,
pues, que deshincharse. ¿Cómo? Tomando el medicamento de la humildad; que beba esta pócima
amarga, pero saludable, la pócima de la humillación. ¿Por qué tratar de encogerse? No se lo
permite la masa, no grande, sino hinchada. Porque la magnitud o corpulencia es indicio de solidez,
la hinchazón es inflamiento. Quien, pues, esté hinchado, no se tenga por grande; deshínchese para
ser de grandeza auténtica y sólida. No ambicione estas cosas de acá; no le ufane la pompa esta de
las cosas huidizas y corruptibles; oiga la voz del que dijo: Entrad por la puerta angosta, y también:
Yo soy el camino. Como si el tímido le preguntase: «¿Por dónde voy a entrar?», le responde: Yo soy
el camino, entra por mí. Para entrar por esta puerta tienes que andar por este camino; porque si
dijo: Yo soy el camino, dijo también: Yo soy la puerta. ¿Qué te preocupas del por dónde volver,
adónde volver y por dónde entrar? Para que no andes descarriado, Él se hizo todo eso para ti:
camino y entrada. En dos palabras lo dice: Sé humilde, sé manso. Pero que nos lo diga con la
máxima diafanidad, para que veas por vista de ojos por dónde va el camino, cuál es el camino y
adónde va el camino. ¿Adónde quieres ir? Eres, muy posiblemente, un ambicioso que todo lo
querría para sí. Pues... Todas las casas las puso el Padre en mis manos. Dirás quizá: «Bien; las puso
en las manos de Cristo, pero no en las mías...». Escucha lo que dice el Apóstol; escucha, según te
dije hace rato, no te quiebre la desesperación las alas del ánimo; oye cómo fuiste amado cuando no
eras amable; oye cómo eras amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa
digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado. Pues bien, Cristo,
dice el Apóstol, murió en beneficio de los impíos. ¿Acaso merecía el impío ser amado? Te ruego me
digas qué merecía el impío. —La condenación, respondes tú. —Pues, con todo eso, Cristo murió por
los impíos. Ahí ves lo que hizo por ti cuando impío; ¿qué reserva para el pío? ¿Qué se hizo a favor
del impío? Por los impíos murió Cristo. Tú, que deseabas poseerlo todo, ahí tienes modo de hallarlo
todo; no lo busques por el camino de la avaricia, búscalo por el camino de la piedad. Si por ahí vas,
lo poseerás, porque poseerás al Hacedor de todas las cosas, y, poseyéndole a Él, todo con Él será
tuyo.
(Serm. 142, 5)
26 de junio
Aspiración suprema: la paz
Quienquiera que repare en las cosas humanas y en la naturaleza de las mismas, reconocerá
conmigo que, así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz.
En efecto, los mismos amantes de la guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían
llegar guerreando a una paz gloriosa. Y, ¿qué es la victoria más que la sujeción de los rebeldes?
Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan
en poner a prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De donde se sigue
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que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre, con la guerra, busca la paz; pero nadie busca
la guerra con la paz. Aun los que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían
cambiarla a su capricho.
Su voluntad no es que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad. Y si llegan a separarse de
otros por alguna sedición, no ejecutan su intento si no tienen con sus cómplices una especie de
paz. Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con más violencia y
seguridad la paz de los demás. Y si hay algún salteador tan forzudo y enemigo de compañías que
no se confíe y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una especie de paz, sea cual
fuere, con aquellos a quienes no puede matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa
procura vivir en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se deleita en
que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la
necesidad lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no puede existir en la
familia si los miembros no se someten a la cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo
quisiera sometérsele como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya
como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a vista de todos, pero con la misma codicia y
malicia. Todos desean, pues, tener paz con aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y
cuando hacen la guerra a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las
condiciones de su paz.
(CdeD XIX 12, 1)
27 de junio
El gran bien de la caridad
¡Qué gran bien no es la caridad hermanos! ¿Qué hay más valioso? ¿Qué más brillante? ¿Qué hay
más firme? ¿Qué más útil? ¿Qué hay más seguro? Muchos bienes de Dios tiénenlos también los
malos; ellos dirán un día: Señor, en tu nombre hemos profetizado, en tu nombre hemos arrojado los
demonios, en tu nombre hemos hecho milagros... La respuesta no será: «No es verdad eso», porque a
presencia de tal Juez no se atrevieran a mentir lo que no hicieron; por no haber tenido caridad, la
respuesta para todos ellos será: No os conozco. Y ¿cómo ha de tener un ápice de caridad quien a
sabiendas desama la unidad? Para recomendar esta unidad a los buenos pastores, evitó el Señor
hablar de los pastores en plural. Como ya dije, pastor bueno era Pedro, éralo Pablo, lo fueron los
demás apóstoles, los bienaventurados que vinieron después, el bienaventurado Cipriano... Todos
ellos fueron pastores buenos; sin embargo, el Señor no les pone delante pastores buenos, sino un
buen pastor. Yo, dice, soy el buen pastor.
(Serm. 138, 3)
28 de junio
El hombre, superior a los animales
Con muchos materiales dispersos desordenadamente antes, pero reunidos, construyo una casa. Yo
valgo más que ella, porque soy su causa y ella es mi hechura; tengo más aventajada naturaleza,
porque la fabrico; por eso no puede dudarse de que valgo más que la casa. Mas mirando a esta luz,
no sería mejor que una golondrina o una abejita, pues la primera ingeniosamente construye su
nido y la segunda su panal; mas yo aventajo a las dos, porque soy animal racional. Pero si la razón
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se manifiesta en las medidas bien calculadas, ¿acaso las aves miden con menor exactitud y
proporción el nido que construyen? Ciertamente, es proporcionadísimo. Luego yo soy superior, no
por fabricar cosas bien proporcionadas, sino por conocer las proporciones. Y, ¡cómo!, ¿los pájaros
sin conocer los números pueden construir nidos con toda proporción? Sin duda alguna. ¿Cómo
puede explicarse esto? Con el hecho que también nosotros adaptamos la lengua con los dientes y
el paladar para formar las palabras, sin pensar al hablar en los movimientos que hemos de hacer
con la boca. Además, ¿no hay buenos cantores sin saber música, porque con el sentido natural
observan al cantar el ritmo y la melodía que conservan en la memoria? ¿Puede darse una cosa
mejor proporcionada? El ignorante no sabe esto, pero lo hace con el impulso de la naturaleza. Mas,
¿cuándo es mejor el hombre y aventaja a los animales? Cuando sabe lo que hace. Luego no hay en
mí ningún fundamento de superioridad sobre los animales, sino este: que yo soy un animal
racional.
(DeOrd. II, 19, 49)
29 de junio
San Pedro y san Pablo
La pasión de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo ha hecho sagrado este día para
nosotros. No estamos hablando de mártires desconocidos. Por toda la tierra salió su sonido y sus
palabras llegaron hasta los confines del orbe de la tierra. Estos mártires vieron lo que anunciaron,
siguieron la equidad confesando la verdad y muriendo por ella. Uno es el bienaventurado Pedro, el
primero de los apóstoles, amador impetuoso de Cristo, de quien mereció escuchar: Y yo te digo
que tú eres Pedro. Él le había dicho: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. Cristo le replicó: Y yo te
digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre esta piedra edificaré la fe que
acabas de confesar. Sobre lo que acabas de decir: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi
Iglesia. Tú eres, pues, Pedro. Pedro viene de «piedra», no «piedra» de Pedro. Pedro viene de
«piedra», como «cristiano» de Cristo. ¿Quieres saber cuál es la piedra de la que recibe el nombre
Pedro? Escucha a Pablo: No quiero que ignoréis, hermanos; es el apóstol de Cristo quien lo dice:
No quiero que ignoréis, hermanos, que todos nuestros padres se hallaron bajo la nube, todos
pasaron el mar y todos fueron bautizados con Moisés en la nube y en el mar; todos comieron el
mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida espiritual. Bebían, en efecto, de la piedra
espiritual que los seguía. La piedra era Cristo. He aquí de dónde viene Pedro.
(Serm. 295, 1)
30 de junio
La fuerza de los mártires
El Señor Jesús no solo instruyó con su doctrina a los mártires; también los afianzó con su ejemplo.
Para que los condenados al suplicio tuviesen a quién seguir, fue él delante sufriendo por ellos: les
mostró el camino recorriéndolo él mismo. La muerte o es del alma o es del cuerpo. Del alma
podemos afirmar que no puede morir y que puede morir: no puede morir, porque nunca perece la
conciencia de sí; pero puede morir, si pierde a Dios. Como el alma es la vida del propio cuerpo, así
142
Dios es la vida de la propia alma. Como el cuerpo muere cuando lo abandona el alma, es decir, su
propia vida, así también el alma muere si la abandona Dios. Para evitar que Dios abandone al alma,
viva siempre en la fe, sin temer el morir por Dios; de esa forma no morirá porque la haya
abandonado Dios. Solo queda, pues, admitir que la muerte ha de ser temible solo en atención al
cuerpo. Pero también a este respecto tranquilizó Cristo el Señor a sus mártires. En efecto, ¿cómo
podían estar intranquilos, temiendo por la integridad de sus miembros, quienes habían adquirido
garantías hasta sobre el número de sus cabellos? Vuestros cabellos, dijo, están contados. Y en otro
lugar lo repite más claramente aún: Os digo que no perecerá ni un solo cabello de vuestra cabeza.
(Serm. 273, 1)
143
144
145
Julio
1 de julio
Hay que avanzar
¿Quién es el que no avanza? Quien se cree sabio; quien dice: «Me basta con lo que soy»; quien no
pone atención a quien dijo: Olvidando lo de atrás y en tensión hacia lo que está delante, en mi
intención persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús. Dijo que corría, que
perseguía algo; no quedó parado, no miró atrás; y ¡lejos de nosotros pensar que se salió del camino
quien lo enseñaba, quien lo conservaba y lo mostraba! Para que imitásemos su velocidad, dijo: Sed
imitadores míos, como yo lo soy de Cristo. Pienso, hermanos amadísimos, que vosotros vais en el
camino conmigo. Si soy lento, adelantadme; no sentiré envidia de vosotros; busco a quiénes seguir.
Si, por el contrario, pensáis que voy yo más rápido, corred conmigo. Única es la meta a la que todos
nos apresuramos por llegar, tanto los más lentos como los más veloces. Esto dijo el mismo
Apóstol: Olvidando lo de atrás y en tensión hacia lo que está delante, en mi intención persigo una
sola cosa: la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús. El núcleo de la frase es este:
persigo una sola cosa. Para llegar a esto, ¿qué ha dicho antes? Hermanos, yo no creo haberla
alcanzado. He aquí quien no se queda parado: quien no cree haberla alcanzado; he aquí quien no
quiere ser peregrino: quien no se queda en el camino, quien gozará en la patria. Yo, dijo. ¿Quién es
ese «yo»? Yo, quien trabajé más que todos ellos. Sin embargo, cuando dijo: trabajé más que todos
ellos, no expresó el «yo». Yo no creo haberla alcanzado. Está bien el «yo» cuando se refiere a algo
humilde, no a algo motivo de orgullo. Yo, dijo, por lo que a mí se refiere, no creo haberla alcanzado.
Eso él. Pero cuando dijo: Trabajé más que todos ellos, continúa: pero no yo, sino la gracia de Dios
conmigo. ¿Acaso la gracia de Dios no la alcanza? Con razón, pues, dijo allí: Yo. El no alcanzarla es
resultado de nuestra debilidad; el alcanzarla es resultado de la ayuda de la gracia divina, no de la
debilidad humana. ¿Quién hay, pues, que nos muestre; quién hay que nos enseñe; quién hay que
pueda enseñarnos de manera digna cómo es verdad –lo que, sin duda alguna, es así– que nada hay
en nosotros más que el pecado? Sepa esto la piedad, acúsese de ello la debilidad y desee ser
sanada de lo mismo la caridad. No que ya la haya recibido o que ya sea perfecto. Y entonces
añadió: Hermanos, yo no creo haberla alcanzado. Y, exhortando a correr y a tender el corazón
hacia lo que está delante, dijo: Cuantos somos perfectos pensemos así. Antes había dicho: No que
ya la haya recibido o que sea ya perfecto; y luego dice: Cuantos somos, perfectos pensemos así.
Habías dicho que tú mismo, tan gran apóstol, eras imperfecto; ahora ya encuentras muchos
perfectos y dices: Cuantos somos perfectos pensemos así. Hay, pues, diversas clases de perfección.
(Serm. 306B, 2)
2 de julio
El Señor y la tempestad, incompatibles
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Con todo eso, hermanos, nunca en esta nave llega el pánico a su colmo, sino por ausencia del Señor.
¡Cómo! ¿Puede tener ausente al Señor quien está dentro de la Iglesia? ¿Cuándo tiene ausente al
Señor? Cuando se deja vencer de alguna mala pasión. Hase dicho en cierto lugar y puede tomárselo
en sentido figurado: No se ponga el sol sobre vuestra ira y no deis lugar al diablo. Sol aquí no se le
dice al sol ese que tiene una cierta sublimidad especial entre los cuerpos visibles del firmamento y
puede ser visto igual por nosotros y los animales, sino a la luz solo visible para los corazones
limpios de los fieles, según aquello: Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a
este mundo. Esta luz del sol corpóreo puede iluminar aun a los insectos más diminutos y efímeros.
La luz verdadera, por tanto, es la justicia y la sabiduría, que deja de verse cuando la irritación de la
ira la obscurece como una nube; y es entonces cuando el Sol se pone sobre la ira del hombre. No de
otro modo, en esta nave, ausentándose Cristo, se ve uno zarandeado por las tempestades de sus
propias iniquidades y apetitos desordenados. La ley, te dice: No dirás falso testimonio. Si conoces la
verdad en lo que has de testimoniar, brilla la luz en tu mente; mas si, vencido por el afán de torpe
lucro, te resuelves a dar un falso testimonio, empezarás entonces mismo a ser agitado de la
borrasca por ausencia de Cristo y zozobrarás en las olas de tu avaricia; las concupiscencias te
pondrán en peligro, como una tempestad, y, ausente Cristo, andarás, vamos al decir, al borde del
naufragio.
¡Cuán de temer es que la nave vuelva los ojos atrás y vire en redondo! Esto sucede cuando se da
de lado a la esperanza de los premios celestiales porque le tuerzan sus pasiones hacia lo visible y
transitorio. No es, en afecto, caso perdido el de quien, agitado por las solicitaciones pasionales,
pone la vista, sin embargo, en las cosas interiores e implora, con el perdón de sus delitos, la gracia
de vencer y atravesar la rabia del enfurecido mar; pero quien de tal manera da en el extravío de
decir en su corazón: «Dios no ve; no piensa en mí ni se cura si peco», este vira en redondo, y a
golpes de temporal es arrastrado al punto de salida. ¡Son, a la verdad, tantos los pensamientos que
se levantan en el pecho de los hombres! Así que, ausente Cristo, se halla la nave batida por muchas
olas y tempestades del siglo.
(Serm. 75, 5, 6)
3 de julio
Tomás, el incrédulo
¿Qué oísteis ahora que dijo Tomás en la lectura que acaba de sonar en vuestros oídos? «No creeré
si no toco». Y el Señor dijo al mismo Tomás: «Ven, tócame; introduce tus manos en mi costado, y
no seas incrédulo, sino creyente. Si piensas, dijo, que es poco el que me presente a tus ojos, me
ofrezco también a tus manos. Quizá seas de aquellos que cantan en el salmo: En el día de mi
tribulación busqué al Señor con mis manos, de noche, en su presencia». ¿Por qué buscaba con las
manos? Porque buscaba de noche. ¿Qué significa este buscar de noche? Que llevaba en su corazón
las tinieblas de la infidelidad. Mas esto se hizo no solo por él, sino también por aquellos que iban a
negar la verdadera carne del Señor. Cristo podía efectivamente haber curado las heridas de su
carne sin que hubiesen quedado ni las huellas de las cicatrices; podía haberse visto libre de las
señales de los clavos en sus manos y de la llaga en su costado; pero quiso que quedasen en su
carne las cicatrices para eliminar de los corazones de los hombres la herida de la incredulidad y
que las señales de las heridas curasen las verdaderas heridas. Quien permitió que continuasen en
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su cuerpo las señales de los clavos y de la lanza sabía que iban a aparecer en algún momento
herejes tan impíos y perversos que dirían que Jesucristo nuestro Señor mintió en lo referente a su
carne y que a sus discípulos y evangelistas profirió palabras mendaces al decir: «Toca y ve». He
aquí que Tomás duda. ¿Es verdad que duda? «Si no toco, no creeré». El creer se lo confía al tacto. Si
no toco, no creeré. ¿Qué opinamos que dijo Manés? Tomás lo vio, lo tocó, palpó los lugares de los
clavos, y, no obstante, su carne era falsa. Por tanto, de haberse hallado allí, ni aun tocando hubiese
creído.
(Serm. 375C, 2)
4 de julio
Confieso tus misericordias
Recuerdo yo mi vida, Señor, dándote gracias, y confieso tus muchas misericordias para conmigo.
Que se impregnen mis huesos de tu amor y que te digan: «Señor, ¿quién hay que sea semejante a ti?».
«Tú has roto mis cadenas y ofreceré en tu honor un sacrificio vespertino» (Sal 34,10; 115,16). Y voy a
contar ahora cómo las rompiste, de modo que cuantos te adoran digan al oírme: «Bendito sea el
Señor en el cielo y en la tierra, grande y admirable es su nombre».
Tus palabras se habían adherido a mis entrañas y tú me tenías cercado por todas partes. Cierto
estaba yo de tu eterna existencia, aunque no la alcanzaba sino en enigma y como en un espejo (1Cor
13,12). Con todo, habíase ya apartado totalmente de mí la más mínima duda sobre que eres una
sustancia incorruptible y de que de ti proceden todas las criaturas, y mi deseo no era tanto el de
estar más cierto de ti, sino el de estar más firme y estable en ti.
(Conf. VIII, 1.1)
5 de julio
Sanos y enfermos
No han menester de médico los sanos, sino los enfermos. Yo he venido para exhortar a la penitencia
no a los justos, sino a los pecadores. Es palabra del Señor; mas a los pecadores llámalos para que no
sean pecadores siempre; no se imaginen los hombres que Dios amó a los pecadores, y quieran
tener pecados siempre, y así los ame Cristo. Cristo a los pecadores los ama como el doctor al
enfermo; esto es, para matar la fiebre y sanarle. No le quiere siempre enfermo por el gusto de
visitarle; quiere que sane. A ese modo, no vino Cristo a llamar a los justos, sino a los pecadores,
para justificar al impío. Y de idólatra le hizo fiel; de bebedor, sobrio; parco, de inmoderado; de
avaro, dador (y no a los cazadores del circo), ni aplaudidor del diablo, sino socorredor de los
pobres, a fin de ser coronado por Cristo y adquirir lo intransitorio. ¿No era más difícil este cambio
realizado por Cristo que lo son las hazañas de los atletas circenses? Habiendo, pues, hecho el Señor
lo más difícil: mudar al impío en piadoso, ¿no tendrá para este piadoso una corona? Reparad,
hermanos míos, atentamente; ¿qué cosa es más increíble: hacer del impío un hombre bueno o
hacer del hombre bueno un ángel? Hombre bueno y hombre malo son extremos que se oponen
mutuamente; hombre bueno y ángel no son extremos contrarios; antes bien, se avecinan. Quien,
pues, te hizo pasar de un extremo a otro, ¿no acabará su obra haciéndote ángel, un sí es, no es tu
vecino? Ya cuando empiezas a ser bueno, empiezas a copiar la vida de los ángeles; cuando eras
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malo, en cambio, tu vida y la de los ángeles se oponían entre sí. Por el camino de la fe llegas a la
justificación, y entonces tú, que blasfemabas de Dios, te rindes humildemente; tú, que andabas de
rostro a las criaturas, le vuelves al Criador.
(Serm. 2, 1)
6 de julio
Salvar los valores
No te dejes, pues, vencer en la lucha. Ved qué difícil guerra nos ha puesto ante los ojos del espíritu,
qué refriega, qué discordia dentro de ti mismo. La carne codicia contra el espíritu. Ahora bien, si el
espíritu a su vez no codicia contra la carne, adulterio seguro; mas, si el espíritu codicia contra la
carne, surge la lucha, hay combate, no hay derrota. La carne codicia contra el espíritu; el adulterio
es agradable; confieso que produce deleite. Mas el espíritu codicia contra la carne, porque también
tiene su deleite la castidad. ¡Ojalá prevalezca el espíritu sobre la carne, o, a lo menos, que no se
deje vencer por la carne! El adulterio ama la obscuridad, desea la luz la castidad. Vive, pues, cual
deseas la fama; vive, cuando los ojos de los hombres no te ven, como a la luz del día; pues quien te
hizo, en las tinieblas te ve también. ¿Por qué la castidad es pública y generalmente alabada? ¿Por
qué ni aun los adúlteros hacen gala del adulterio? Luego la verdad está de parte de la luz. Pero,
¡cuán dulce es el adulterio! Hay que irle a la mano, hay que resistirle, hay que volver golpe por
golpe. No te faltan medios de lucha, porque Dios está dentro de ti y se te ha dado el Espíritu del
bien. Con todo, se le permite a la carne codiciar contra el espíritu con sugestiones perversas, con
verdaderos deleites. Hágase lo del Apóstol: No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal. No dijo:
«No haya pecado»; ya está dentro: es la concupiscencia, y se le llama pecado por haber sido fruto
del pecado. En el paraíso, en efecto, no codiciaba la carne contra el espíritu, ni había esta pugna
donde solo había paz; fue únicamente después de la transgresión, después de haber el hombre
rehusado servir a Dios y haberle Dios hecho donación al hombre del hombre mismo (no donación
tal, que, a lo menos, fuera dueño de sí propio, sino posesión de quien le había engañado), cuando
empezó la carne a codiciar contra el espíritu. Y este codiciar contra el espíritu tiene lugar en los
buenos solo; en los malos no tiene contra quién codiciar. Solo codicia contra el espíritu donde se
halla el Espíritu.
(Serm. 128, 8)
7 de julio
Caminamos en la fe
Hasta que no alcancemos tal vida somos peregrinos lejos del Señor, puesto que caminamos en la fe,
no en la visión. El dijo, en efecto: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. En la fe tenemos el camino;
en la visión, la verdad y la vida. Ahora vemos como por un espejo, ocultamente: esta es la fe; pero
luego veremos cara a cara, y eso será la visión. Dice además: En el hombre interior habita Cristo por
la fe en vuestros corazones: este es el camino, el conocimiento parcial. Pero poco después añade:
Conocer también la sobreeminente ciencia de la caridad de Cristo para venos llenos de toda la
plenitud de Dios: tal será la visión cuando, al llegar lo perfecto, lo parcial sea eliminado por la
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plenitud. Dice también: Pues estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios: esta es
la fe. Luego añade: Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis
con él en la gloria: esta es la visión. Dice Juan a su vez: Amadísimos, ahora somos ya hijos de Dios y
aún no se ha manifestado lo que seremos: esta es la fe. Luego continúa: Sabemos que cuando se
manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es: he aquí la visión. Al respecto, el
mismo Señor, que dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida, hablando a los judíos, entre los que
se encontraban algunos que habían creído ya en él y dirigiendo a ellos sus palabras, dijo: Si
permanecéis en mis palabras, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os
hará libres. Estos ya habían creído, pues el evangelista se expresó así: Decía Jesús a quienes ya
habían creído en él: «Si permanecéis en mi palabra, seréis, en verdad, discípulos míos, conoceréis la
verdad, y la verdad os hará libres». Así, pues, ya habían creído y habían comenzado a caminar en
Cristo como camino. Les exhorta, por tanto, a que, permaneciendo en él, lleguen. ¿Adónde sino a lo
que dice: La verdad os hará libres? ¿De qué liberación se trata sino de la liberación de toda la
mutabilidad de la vanidad, de toda corrupción de la mortalidad? En consecuencia, esa es la vida
verdadera, la vida eterna, que aún no hemos alcanzado mientras dura nuestra peregrinación lejos
del Señor; pero la alcanzaremos, porque, mediante la fe, caminamos en el mismo Señor, si
permanecemos con toda constancia en su palabra. Pues con lo que dice: Yo soy el camino, se
corresponde esto otro: Si permanecéis en mi palabra, seréis, en verdad, discípulos míos. Y a estas
palabras: Y la verdad y la vida corresponden estas otras: Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará
libres. Así, pues, en esta peregrinación y en esta vida, es decir, en la fe, ¿con qué os puedo exhortar
sino con las palabras del Apóstol, que dice: Teniendo estas promesas, amadísimos, purifiquémonos
de toda mancha de la carne y del espíritu, llevando a perfección la santificación en el temor del
Señor? Pues quienes desean que le sea otorgada, antes de creer, aquella luz de la purísima e
inmutable verdad, al no poder contemplarla sino mediante la fe, una vez purificado el corazón –
dichosos los limpios de corazón, pues ellos verán a Dios–, son semejantes a hombres ciegos, que
desean ver primero la luz corpórea de este sol para curarse de la ceguera, siendo así que no
pueden verla si antes no son sanados.
(Serm. 346, 2)
8 de julio
La hemorroísa
Esta como ausencia de su cuerpo y presencial virtud entre la gentilidad simbolizada también en el
hecho de preguntar: ¿Quién me tocó?, cuando una mujer le había tocado la orla del vestido. Indaga
como ausente, sana como presente. La muchedumbre, responden sus discípulos, está estrujándote,
y ¿todavía dices quién te ha tocado? Pregunta quién le ha tocado, como si anduviese libre de todo
posible contacto corporal; ellos le dicen: «Las turbas te estrujan». Parece como si el Señor dijera:
«Quiero saber quién me toca, no quién me presiona». Tal sucede ahora también con su cuerpo, es
decir, con la Iglesia. Le toca la fe de pocos, presiónale la muchedumbre. Ser la Iglesia el cuerpo de
Cristo, vosotros, hijos suyos, lo habéis ya oído; o mejor, vosotros mismos lo sois. Dícelo el Apóstol
en muchos lugares: Por su cuerpo, que es la Iglesia. Y otra vez: Vosotros sois el cuerpo de la Iglesia y
sus miembros. Si, pues, somos el cuerpo de la Iglesia, lo que padeció entonces de las turbas el Señor,
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eso mismo padece ahora su Iglesia. Es presionada de las turbas, tócanla pocos. La estruja de la
carne, la toca la fe. Levantad, pues, los ojos, por favor, los que tenéis ojos para ver. Que ver sí lo
tenéis. Levantad los ojos de la fe y tocad el ruedo del vestido divino, y esto será bastante para
sanar.
(Serm. 62, 5)
9 de julio
Conviértenos a ti
¡Que se vayan y huyan de ti los inquietos y los impíos! Pero tú los ves y los distingues muy bien
entre las sombras. Y tu creación sigue siendo hermosa, aunque los tenga a ellos, que son odiosos.
¿Qué daño te han podido causar, o en qué han menoscabado tu imperio, que desde el cielo hasta lo
más ínfimo es íntegro y justo? ¿Adónde fueron a dar cuando huían de tu rostro, o en dónde no has
hallado a los fugitivos? Huyeron de ti para no verte, pero tú sí los veías; en su ceguera toparon
contigo, pues tú no abandonas jamás las cosas que has creado. Siendo injustos chocaron contigo, y
justo fue que sufrieran por ello. Quisieron sustraerse a tu benignidad, y fueron a chocar con tu
rectitud, y cayeron abrumados bajo el peso de tu rigor. Es que no saben que en todas partes estás y
que ningún lugar te circunscribe; y que estás presente también en aquellos que huyen de ti.
Conviértanse pues a ti; que te busquen, pues tú, el creador, no abandonas jamás a tus criaturas
como ellas te abandonan a ti. Entiendan que tú estás en ellos: que estás en lo hondo de los
corazones de los que se confiesan, y se arrojan en ti, y lloran en tu seno tras de sus pasos difíciles.
Tú enjugas con blandura sus lágrimas, para que lloren todavía más y en su llanto se gocen. Porque
tú, Señor, no eres un hombre de carne y sangre; eres el creador que los hiciste y que los restauras
y consuelas.
¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí; pero yo me había retirado de
mí mismo y no me podía encontrar. ¡Cuánto menos a ti!
(Conf. V, 2.2)
10 de julio
Contra la falsedad maniquea
Me apliqué entonces con todas mis fuerzas a investigar si había algunos documentos definitivos en
los cuales pudiera yo encontrar un argumento decisivo contra la falsedad de los maniqueos. Pensé
que si llegaba yo a concebir una sustancia espiritual con solo eso quedarían desarmadas sus
maquinaciones y yo las rechazaría definitivamente. Pero no podía conseguirlo.
Considerando sin embargo, con una atención cada vez mayor lo que del mundo y su naturaleza
conocemos por los sentidos, y comparando las diferentes sentencias llegué a la conclusión de que
eran mucho más probables las explicaciones de varios otros filósofos. Y entonces, dudando de
todo –como es, según se dice, el modo de los académicos– y fluctuando entre nubes de
incertidumbre, decidí que mientras durara mi dubitación, en ese tiempo en que les anteponía yo a
otros filósofos, no podía ya ciertamente seguir con los maniqueos. Pero aun a tales filósofos me
negaba yo a confiarles la salud de mi alma, pues andaba aún bien lejos de la doctrina saludable de
Cristo.
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En consecuencia resolví quedarme como catecúmeno en la Iglesia católica, la que mis padres
me habían recomendado, mientras no brillara a mis ojos alguna luz cuya certeza me diera
seguridad.
(Conf. V, 14. 25)
11 de julio
Lucha entre dos amores
En esta vida, toda tentación es una lucha entre dos amores: el amor del mundo y el amor de Dios;
el que vence de los dos atrae hacia sí, como por gravedad, a su amante. A Dios llegamos con el
afecto, no con alas o con los pies. Y, al contrario, nos atan a la tierra los afectos contrarios, no
nudos o cadena alguna corporal. Cristo vino a transformar el amor y hacer, de un amante de la
tierra, un amante de la vida celestial; por nosotros se hizo hombre quien nos hizo hombres; Dios
asumió al hombre para convertir los hombres en dioses. He aquí el combate que tenemos delante:
la lucha contra la carne, contra el diablo, contra el mundo. Pero tenemos confianza, puesto que
quien concertó el combate es espectador que aporta su ayuda y nos exhorta a que no presumamos
de nuestras fuerzas. En efecto, quien presume de ellas, en cuanto hombre que es, presume de las
fuerzas de un hombre, y maldito todo el que pone su esperanza en el hombre. Los mártires,
inflamados en la llama de este piadoso y santo amor, hicieron arder el heno de su carne con el
roble de su mente, pero llegaron íntegros en su espíritu hasta aquel que les había prendido fuego.
En la resurrección de los cuerpos se otorgará el debido honor a la carne que ha despreciado esas
mismas cosas. Así, pues, fue sembrada en ignominia para resucitar en gloria.
Ardiendo en este amor, o, mejor, para que ardamos en él, dice: Quien ama a su padre o a su
madre más que a mí, no es digno de mí, y quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. No ha
eliminado el amor a los padres, a la esposa, a los hijos, sino que lo ha colocado en el lugar que le
corresponde. No dijo: «Quien ama», sino: quien ama más que a mí. Es lo que dice la Iglesia en el
Cantar de los Cantares: Ordenó en mí el amor. Ama a tu padre, pero no más que al Señor; ama a
quien te ha engendrado, pero no más que a quien te ha creado. Tu padre te ha engendrado, pero
no fue él quien te dio forma, pues él al hacerlo ignoraba quién o cómo ibas a nacer. Tu padre te
alimentó, pero no sacó de sí el pan para saciarte. Por último, sea lo que sea lo que tu padre te
reserva en la tierra, él muere para que tú le sucedas, y con su muerte te hace sitio en la vida. En
cambio, Dios es Padre, y lo que reserva, lo reserva juntamente consigo, para que poseas la
herencia junto con el mismo padre y no tengas que esperar a que él muera para sucederle, sino
que, permaneciendo siempre en él, te adhieras a quien permanece siempre. Ama, pues, a tu padre,
pero no por encima de Dios; ama a tu madre, pero no por encima de la Iglesia, que te engendró
para la vida eterna. Finalmente, deduce del amor que sientes por tus padres cuánto debes amar a
Dios y a la Iglesia. Pues si tanto ha de amarse a quienes te engendraron para la muerte, ¡con cuánto
amor han de ser amados quienes te engendraron para que llegues a la vida eterna y permanezcas
por la eternidad! Ama a tu esposa, ama a tus hijos según Dios, inculcándoles que adoren contigo a
Dios. Una vez que te hayas unido a él, no has de temer separación alguna. Por tanto, no debes amar
más que a Dios a quienes con toda certeza amas mal si descuidas el llevarlos a Dios contigo.
Llegará, quizá, la hora del martirio. Quieres confesar a Cristo. Quizá te sobrevenga, por confesarlo,
un tormento temporal; quizá la muerte. Tu padre, o tu esposa, o tu hijo te halagarán para que no
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mueras, y con sus halagos te procurarán la muerte. Para que así no suceda, ha de venirte a la
mente: Quien ama al padre, o a la madre, o a la esposa más que a mí, no es digno de mí.
(Serm. 344, 1-2)
12 de julio
La serpiente astuta
Por esto, amadísimos, vamos a exponeros, no obstante haberlo hecho ya cantidad de veces, qué
significa ser sencillos como las palomas y astutos como las serpientes. ¿Hay modo de aliar la
astucia de la serpiente y la sencillez de la paloma, que se nos inculca primero? Me gusta que la
paloma no tenga hiel; tengo miedo a las serpientes, porque tienen veneno. Mas no todo en la
serpiente es pavoroso; tiene parte aborrecible y alguna cosa imitable. La serpiente, cuando ya por
la vejez se entumece y los años la cargan en demasía, se introduce por hendiduras estrechas de
una cueva, dejando, al pasar, constreñida, la camisa vieja para exudar otra nueva. Imítala, pues, ¡oh
cristiano!, que oyes a Cristo decir: Entrad por la puerta estrecha. Y el apóstol Pablo te dice:
Despojaos del hombre viejo con sus obras y vestíos del nuevo. Tienes, por ende, qué imitar en la
serpiente: no morir por la ancianidad, sino por la novedad. Quien por cualquiera ventaja temporal
muere, por lo viejo muere; cuando te hayas desnudado de toda esa vetustez, habrás imitado la
prudencia de la serpiente. Imítala tan bien en esto: en guardar la cabeza. ¿Qué significa guardar la
cabeza? Tener en sí a Cristo. ¿No ha observado alguien de entre vosotros alguna vez, tratando de
matar una serpiente, cómo, para guardar la cabeza, expone todo el cuerpo a los golpes? No quiere
ser herida donde sabe que tiene la vida. Cristo es nuestra vida, según Él mismo lo dijo: Yo soy el
camino, y la verdad, y la vida. Oye también al Apóstol: La cabeza del varón es Cristo. Quien, pues, a
Cristo guarda en sí, la cabeza se guarda.
,
(Serm. 64, 3)
13 de julio
La sencillez de la paloma
Y ahora, ¿qué menester hay de ponderar en muchas palabras la sencillez de las palomas? En la
serpiente había que evitar el veneno; la imitación era peligrosa por haber en ella cosa dañosa; en
cambio, a la paloma puedes imitarla con seguridad. Mira cómo las palomas viven en alegre
sociedad; juntas vuelan, juntas comen, no quieren estar solas, aman la vida común, se guardan
afecto mutuo, sus arrullos son arrullos de amor y procrean besándose a sus polluelos. Algunas
veces observamos riñen las palomas entre sí por razón de sus celdillas; es, digamos, un reñir
pacífico. ¿Acaso este pelearse las hace separarse? Juntas vuelan, juntas comen y aun las riñas entre
ellas son pacíficas. Observad una riña entre palomas. El Apóstol dice: Si alguien desobedeciere las
palabras de nuestra epístola, señaladle con el dedo y no tengáis trato alguno con él. Ved ahí la riña;
pero advierte cómo es riña de palomas, no de lobos. Añadió de seguida: Pero no le tengáis por
enemigo, antes le corregiréis fraternalmente. Las palomas aman aun cuando están riñendo; el lobo
mata cuando riñe y cuando halaga. Adornados, pues, vosotros con la sencillez de las palomas y la
astucia de las serpientes, celebrad las fiestas de los mártires sobriamente, no con hartazgos de
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vientre. Alabad en ellos a Dios, porque no es otro el Dios de los mártires y el nuestro: Él es quien ha
de coronarnos. Si; luchemos bien, y seremos coronados por quien los coronó a ellos, cuya
imitación es el objeto de nuestros más vivos deseos.
(Serm. 64, 4)
14 de julio
Sabiduría y necedad
Con vistas a estas dos cosas necesarias en este mundo: la salud y el amigo, vino en condición de
peregrina la Sabiduría. Encontró a todos hechos unos necios, extraviados, entregados al culto de
cosas superfluas, amantes de lo temporal y desconocedores de lo eterno. Esta sabiduría no trabó
amistad con los necios. Y, a pesar de no ser amiga de los necios y estar a distancia de ellos, asumió
a nuestro prójimo y se hizo cercana a nosotros. Tal es el misterio de Cristo. ¿Hay algo más distante
de la sabiduría que la necedad? ¿Qué hay más cercano al hombre que otro hombre? ¿Hay, repito,
algo más distante de la sabiduría que la necedad? Así, pues, la sabiduría tomó al hombre, y se hizo
cercana al hombre mediante lo que le era cercano. Puesto que la misma sabiduría dijo al hombre:
He aquí que la piedad es sabiduría, y dado que es pertinencia de la sabiduría del hombre el dar culto
a Dios –no otra cosa es la piedad–, se nos han dado dos preceptos: Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Y el otro: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Quien escuchó estas palabras preguntó: ¿Y quién es mi prójimo? Pensaba que el Señor le iba a
decir: «Tu padre y tu madre, tu esposa, tus hijos, hermanos y hermanas». Pero no respondió así;
antes bien, queriendo encarecer que todo hombre es prójimo de todo otro hombre, le presentó el
siguiente relato. Cierto hombre, dijo. ¿Quién? Un cualquiera, pero hombre. Cierto hombre. ¿Quién
es, pues, ese hombre? Un cualquiera, pero ciertamente un hombre. Bajaba de Jerusalén a Jericó y
cayó en manos de los ladrones. Se llama ladrones a los mismos que nos persiguen a nosotros.
Herido, despojado, dejado medio muerto en el camino, fue despreciado por los transeúntes, por un
sacerdote, por un levita; pero reparó en él un samaritano que pasaba por allí. Se acercó a él; con
todo cuidado lo cargó sobre su jumento y lo llevó a la posada, mandando que se le prestase el
cuidado necesario, pagando el importe. Al que había preguntado, se le pregunta, a su vez, quién
era el prójimo de ese hombre medio muerto. Como lo habían despreciado dos, precisamente sus
próximos, llegó el extraño. Este hombre de Jerusalén consideraba como próximos a los sacerdotes
y levitas, y como extraños a los samaritanos. Pasaron de largo los próximos, y el extraño se acercó.
¿Quién, pues, fue prójimo para este hombre? Dilo tú que habías preguntado: ¿Quién es mi prójimo?
Responde ya la verdad. Había preguntado la soberbia; hable la naturaleza. ¿Qué respondió, pues?
Creo que el que hizo misericordia con él. Y el Señor le replicó: Vete y haz tú lo mismo.
(Serm. 299D, 2)
15 de julio
Los aspirantes a la Sabiduría
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Tales deben ser los aspirantes a la Sabiduría. A tales busca ella para su casto e inmaculado
desposorio. Pero no es único el camino que allí conduce, pues cada cual, según su estado de salud y
de fuerza, abraza aquel singular y verdadero bien. Ella es cierta luz inefable e incomprensible de
las inteligencias. Nuestra luz ordinaria nos ayude en lo posible a elevarnos a ella. Hay ojos tan
sanos y vigorosos que, después de abrirse, pueden mirar de hito en hito sin parpadear la lumbre
del sol. Para ellos, la luz es la sanidad, sin que necesiten de magisterio, y sí tan solo de alguna
amonestación. Bástales creer, esperar y amar. Otros, al contrario, se deslumbran con la misma luz
que desean contemplar tan ardientemente, y sin conseguir lo que quieren, muchas veces tornan a
la sombra con deleite. A estos, aunque se mejoren, hasta considerarse sanos, es peligroso
mostrarles lo que no pueden ver aún. Hay que ejercitarlos antes, hornagueando su amor con
provechosa dilación. Primero se les mostrarán objetos opacos, pero bañados con la luz, como un
vestido, un muro, algo semejante. Han de pasar después a fijar la vista en cosas que brillan con
mayor belleza no por sí mismas, sino con el reverbero solar, como el oro, la plata y cosas similares,
cuyo reflejo no dañe a los ojos. Entonces, con moderación, se les podrá mostrar el fuego terreno, y
sucesivamente los astros, la luna, el rosicler de la aurora y el cándido resplandor celeste.
Habituándose cada cual más pronto o más tarde según su disposición a este orden de cosas en su
integridad o parcialmente, podrá ya carearse con el mismo sol sin titubeo y con gran deleite. Así
proceden algunos muy buenos maestros con los muy amantes de la sabiduría, capaces ya de ver,
pero faltos de agudeza. A la buena disciplina toca ir a ella por grados, pero llegar sin orden es de
una inefable dicha. Mas hoy bastante hemos escrito, según creo; hay que mirar también por la
salud.
(Sol. I. 13, 23)
16 de julio
¿No hay que saludar?
Ahora tú, que rehúsas dar a estas palabras la verdadera significación con que fueron dichas,
viéndote, por consecuencia, rigurosamente constreñido a tacharle al Señor mismo de
inconsecuente por haber tenido bolsa y usado zapatos; tú, digo, ¿qué me dices? ¿Te parece bien
que, si, yendo de camino, topamos con alguien de nuestro singular afecto, no nos adelantemos a
saludarlos, siendo superiores nuestros, o no les devolvamos el saludo, siendo inferiores? ¿Cumples
el Evangelio cuando, saludado, te callas? Te parecerías entonces, no a un viajero, sino a la piedra
miliaria que le señala la ruta al viandante. Dejémonos, pues, de boberías; entendamos a derechas
las palabras del Señor, y no saludemos a nadie en el camino. Porque no a humo de pajas se nos
manda esto; o, ¿es que el Señor, al mandarlo, no quería lo hiciésemos? ¿Qué significa, por tanto: A
nadie saludéis en el camino? Puede, sin duda, tomarse a lo llano, como significándonos en este
mandato la prisa en hacer lo mandado. Entonces las palabras a nadie saludéis en el camino valdrían
igual que decir: «Dejad aparte cualquiera ocupación mientras no hagáis lo prescrito»; y fuera ello
un modo de encarecimiento muy ordinario en el lenguaje vulgar. Para no ir más lejos, el Señor, en
la misma plática, dice algo después: Y tú, Cafarnaún, que te alzas hasta el cielo, serás abatida hasta
el infierno. ¿Qué significa te alzas hasta el cielo? ¿Acaso las murallas de la ciudad atravesaban las
nubes y daban en el firmamento? ¿Qué se quiere, pues, decir con eso de hasta el cielo te levantas?
Te juzgas feliz en demasía, y en demasía poderosa; eres soberbia en extremo. Luego a la manera
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como se le dijo por vía de hipérbole: Hasta el cielo te levantas, a la ciudad aquella, que no se alzaba
hasta el cielo, es decir, que no subía, tal fue dicho lo de no saludéis a nadie, a fin de encarecer la
prisa. O digamos: «Apresuraos a realizar mis órdenes en tal modo, que ni un segundo perdáis en
saludar a los viajeros; antes bien echadla todo a un lado, acabad a toda prisa el negocio que se os
encomienda».
(Serm. 101, 8)
17 de julio
Cómo leer la Sagrada Escritura
Si otros, más agudos y dignos, pueden sacar algo más de las honduras y tesoros estos de los
misterios divinos, Nos ya hemos dicho lo que pudimos, según nuestra capacidad y las premuras de
tiempo. Si alguno de vosotros tiene mayor entendimiento, llame también a las puertas de aquel de
quien Nos recibimos la inteligencia de lo que decimos. Con una cosa, principalmente, debéis
quedaros: No os inquietéis cuando no entendéis las Escrituras Sagradas, y los que las entendéis, no
os hinchéis; procurando los unos diferir reverentemente para otro tiempo lo que no entendéis y
guardar los otros con amor las cosas entendidas.
(Serm. 51, 35)
18 de julio
El poder del amor
Todas estas cosas, sin embargo, las hallan difíciles los que no aman; los que aman, al revés, eso
mismo les parece liviano. No hay padecimiento, por cruel y desaforado que sea, que no le haga
llevadero y casi nulo el amor. Y si esto es así, ¿no ha de ser verdad mucho más cierta que la
caridad, en tratándose de la felicidad verdadera, vuelve fácil lo que una pasión miserable facilita
en tal manera? ¡Cuán bien se tolera cualquier adversidad temporal por huir del eterno castigo y
granjearse el eterno reposo! No estaba descabalado quien dijo alborozado: No hay proporción
entre los padecimientos de ahora y la gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros. Ved ahí de
dónde le viene la suavidad al yugo de Cristo y la ingravidez a su carga. Pocos la toman por hallarla
gravosa; mas a ningún amador se le hizo penosa. El salmista dice: Por amor a las palabras de tus
labios, yo he seguido caminos duros. Mas lo duro para los delicados se les suaviza a los enamorados.
Por eso Dios, con piadosa economía, dispuso que, colocado fuera de la ley y exonerado por la
gracia de las infinitas observancias, que hacían del yugo divino un yugo verdaderamente pesado,
aunque a la medida de aquellas cervices rebeldes, el hombre interior, que se renueva de día en día,
halle aligeradas, por la interior alegría, por la facilidad de la fe pura, la buena esperanza y la
caridad santa, todas las vejaciones producidas contra el hombre exterior por el príncipe rebelde,
que ha sido echado fuera. Nada le pesa menos a la buena voluntad que lo que ella se pesa a sí
misma, y con ella se contenta Dios. Sean, pues, cualesquiera las persecuciones que nos traiga el
mundo este, ello es verdadero de toda verdad que los ángeles clamaron cuando el Señor nació en
carne: Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad, por ser suave el yugo y
ligera la carga del recién nacido. Y, como dice el Apóstol, fiel es Dios, que no permite seamos
tentados sobre nuestras fuerzas; antes bien dará modo de salir adelante dándonos el poder resistir.
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(Serm. 70, 3)
19 de julio
La misericordia
Deseo traer algo a la memoria de vuestra santidad; aunque con frecuencia he experimentado que
estáis dispuestos para toda obra buena, no obstante es preciso que os dirija un sermón esmerado
sobre ello. Se trata de lo siguiente: ¿qué es la misericordia? No otra cosa sino una cierta miseria
contraída en el corazón. La misericordia trae su nombre del dolor por un miserable: la palabra
incluye otras dos: miseria y cor, miseria y corazón. Se habla de misericordia cuando la miseria
ajena toca y sacude tu corazón. Por tanto, hermanos míos, considerad que todas las obras buenas
que realizamos en esta vida caen dentro de la misericordia. Por ejemplo: das pan a un hambriento:
ofrécele tu misericordia de corazón, no con desprecio; no consideres a un hombre semejante a ti
como a un perro. Así, pues, cuando haces una obra de misericordia, si das pan, compadécete de
quien está hambriento; si le das de beber, compadécete de quien está sediento; si das un vestido,
compadécete del desnudo; si ofreces hospitalidad, compadécete del peregrino; si visitas a un
enfermo, compadécete de él; si das sepultura a un difunto, lamenta que haya muerto; si pacificas a
un contencioso, lamenta su afán de litigar. Si amamos a Dios y al prójimo, no hacemos nada de esto
sin dolor del corazón. Estas son las buenas obras que confirman nuestro ser cristiano, pues dice el
santo Apóstol: Mientras tengamos tiempo, hagamos el bien a todos. Y, ¿qué dice además, en el
mismo lugar, sobre las mismas obras buenas? Esto os digo: quien siembra escasamente,
escasamente recogerá.
(Serm. 358A, 1)
20 de julio
Lo que nos atrae
Todo esto no lo sabía yo entonces; amaba las bellezas de orden inferior, me iba a lo profundo, y
decía a mis amigos: «¿Amamos algo, acaso, que no sea bello? Pero, ¿qué es la hermosura y qué
cosas la tienen? ¿Qué es lo que atrae nuestro ánimo hacia las cosas cuando las amamos? Pues si
ninguna gracia ni hermosura tuvieran no nos moverían».
Bien advertía yo que en los cuerpos se da una integridad en que reside su hermosura; pero algo
muy distinto es su aptitud y la decencia con que se acomodan a algo, como los miembros del
cuerpo, que se acomodan y proporcionan al todo. Y muchas otras cosas hay que así son. Esta
consideración brotó en mi ánimo desde muy hondo, y escribí sobre el tema de lo bello y de lo apto
dos o tres libros, no lo recuerdo con exactitud. Tú, Señor, sabes cuántos fueron; yo no los conservo,
pues no sé cómo se extraviaron.
(Conf. IV, 13. 20)
21 de julio
Dos vidas
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En estas dos mujeres, ambas amigas del Señor, amables ambas y discípulas suyas una y otra, ya
vosotros, carísimos, habréis descubierto algo cuya suma entidad no se pasa de vuelo, me figuro, a
vuestra comprensión; mas también debéis oírlo y saberlo quienes aun no caísteis en ello; a saber:
cómo estas dos mujeres son emblema de dos vidas: la presente y la futura, la trabajada y la
holgada, la infeliz y la dichosa, la temporal y la eterna. Tales son las dos vidas; sometedlas vosotros
mismos a una ponderación minuciosa. Ponderad vosotros, repito, minuciosamente las
características de la vida esta, no digo la mala, la inicua, la perversa, la desenfrenada, la impía, sino
la trabajosa, la llena de sinsabores, la rodeada de temores y agitada de tentaciones: vida inocente,
cual convenía fuese la vida de Marta; esta, examinadla, digo, a todo vuestro poder y más a fondo
que lo hacemos aquí. La vida inicua estaba lejos de aquella casa; no estaba ni con Marta ni con
María, y si alguna vez estuvo allí, huyó al entrar el Señor. Quedaron, pues, en aquella casa donde se
alojó el Señor, en sendas mujeres, dos vidas, ambas inocentes, ambas laudables: una laboriosa, la
otra ociosa; ninguna pecaminosa, ninguna desidiosa. Ambas, digo, inocentes, ambas laudables: una
laboriosa, otra ociosa; ninguna de las dos pecaminosa (de lo que ha de guardarse la laboriosa),
ninguna de las dos desidiosa (de lo que ha de guardarse la ociosa). Estaban, pues, en aquella casa
estas dos vidas, y allí también la Fuente misma de la vida. Estaba en Marta la imagen de lo actual,
en María la de lo futuro; nosotros ahora estamos en los quehaceres de Marta, esperando la
ocupación de María. Hagamos esto de ahora con solicitud, para conseguir lo de allá con plenitud.
Mas, ¿no tiene la vida nuestra algo común a la de María? ¿Qué hay en ambas de parecido? Mientras
estamos aquí, en el templo, ¿no se asemeja un poco a la suya nuestra ocupación? Sí, en efecto; algo
hacemos de lo que hacía ella cuando, lejos del tráfago, y en olvido los cuidados familiares, os
reunís aquí para escucharme de pie. En este quehacer os parecéis a María. Y aun podéis vosotros
copiar a María más fácilmente que yo, por ser yo quien hace el gasto; entonces lo hizo Cristo. Pero,
al fin, si algo de sustancia digo, de Cristo es: por eso alimenta, por ser de Cristo. Pan de todos del
que yo vivo lo mismo que vosotros. Ahora, pues, vivimos si os mantenéis vosotros firmes en el Señor.
Firmes en el Señor no en Nos; porque ni quien planta es algo ni quien riega, sino el que da el
crecimiento: Dios.
(Serm. 104, 4)
22 de julio
Tarde de amé
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo
fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú
creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no
existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste y clamaste hasta romper finalmente mi
sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi
respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de
ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.
(Conf. X, 27.38)
23 de julio
El lugar de la paz
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No seas vana, alma mía, ni permitas que se ensordezca el oído de tu corazón con el tumulto de tus
vanidades. Es el Verbo mismo quien te llama para que vuelvas a Él. Él es el lugar de la paz
imperturbable donde el amor no es abandonado sino cuando él mismo abandona. Mira cómo se
retiran las cosas para dejar lugar a otras cosas y que así se integre este inferior universo. «Pero yo
–dice el Verbo– no me retiro ni cedo mi lugar». Establece en Él tu mansión, alma mía, ahí
encomienda todo lo que tienes, aun cuando no sea más que por la fatiga de tanto engaño.
Encomienda a la Verdad todo lo que de ella has recibido, segura de que nada habrás de perder:
florecerá en ti lo que tienes podrido, quedarás sana de todas tus dolencias. Lo que hay en ti de
fugaz y perecedero será reformado y adecuado a ti; las cosas no te arrastrarán hacia donde ellas se
retiran, sino que permanecerán contigo y serán siempre tuyas, en un Dios estable y permanente.
(Conf. IV, 11.16)
24 de julio
A punto de ser inmolado
Escuchasteis la palabra de la carta de Pablo a su discípulo Timoteo: Yo estoy ya a punto de ser
inmolado. Veía la inminencia de su pasión; la veía, pero no la temía. ¿Por qué no la temía? Porque
antes había dicho: Deseando ser desatado y estar con Cristo. Yo, dijo, estoy ya a punto de ser
inmolado. Nadie dice que va a comer, que va a disfrutar de un gran banquete, con tanto gozo como
él dice que va a padecer. Yo estoy ya a punto de ser inmolado. —¿Qué significa que estás a punto
de ser inmolado? —Que seré un sacrificio. —¿Sacrificio para quién? —Para Dios, puesto que es
preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus santos. —Yo, dijo, estoy a punto de ser inmolado. Me
encuentro seguro: arriba tengo al sacerdote que me ofrecerá a Dios. Tengo como sacerdote al
mismo que antes fue víctima por mí. Estoy ya a punto de ser inmolado y está cerca el tiempo de mi
partida. Se refiere a la partida del cuerpo. El cuerpo es como un dulce lazo con el que está atado el
hombre, y no quiere ser desatado. El que decía: Deseando ser desatado y estar con Cristo, se
alegraba de que alguna vez hubiesen de desatarse estos lazos, los lazos de los miembros carnales,
para recibir la vestimenta y los adornos de las virtudes eternas. Tranquilo se despojaba de su
carne el que iba a recibir la corona. ¡Trueque dichoso! ¡Viaje feliz! ¡Dichosa morada! Es la fe quien
la ve, no aún el ojo, puesto que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón del hombre lo que
Dios ha preparado para quienes le aman. ¿Dónde pensamos que están estos santos? Allí donde se
está bien. ¿Qué más quieres saber? No conoces tal lugar, pero piensa en sus méritos. Dondequiera
que estén están con Dios. Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los tocará
ningún tormento. Fue pasando por tormentos como llegaron al lugar sin tormento; pasando
estrecheces llegaron al lugar espacioso. Quien desee tal patria no tema el camino fatigoso. El
tiempo de mi partida, dijo, está cerca, he combatido el buen combate, he concluido la carrera, he
mantenido la fe; por lo demás, ahora me aguarda la corona de justicia. Con razón tienes prisa; con
razón te gozas de ser inmolado: te está reservada la corona de justicia. Aún queda la amargura de
la pasión, pero el pensamiento de quien ha de sufrirla pasa por ella pensando en lo que hay detrás
de ella; no le preocupa el por dónde, sino el adónde se va. Y como es grande el amor con que se
piensa en el lugar adonde se va, se pisotea con gran fortaleza el camino por donde se va.
(Serm. 298, 3)
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25 de julio
El deseo de ser grande
Dos discípulos suyos que eran hermanos e hijos del Zebedeo, Juan y Santiago, desearon aventajar a
los demás en grandeza, y, como a ellos les daba reparo, se sirvieron de su madre para expresar sus
deseos. La enviaron para que le dijese: Haz, Señor, que en tu reino uno de mis hijos se siente a tu
derecha y otro a tu izquierda. El Señor les respondió a ellos, no a ella: No sabéis lo que pedís. Y
añadió: ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? ¿Qué cáliz sino aquel del que dice en la cercanía
de la pasión: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz? ¿Podéis, les dijo, beber el cáliz que yo he de
beber? Y ellos en seguida, ávidos de grandeza y olvidándose de su debilidad, dijeron: Podemos. Y él:
Mi cáliz lo beberéis, pero el sentaros a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concedéroslo; mi
Padre lo tiene preparado para otros. ¿Para quiénes está preparado si no lo está para los discípulos?
¿Quiénes se sentarán allí si no van a sentarse los apóstoles? Está preparado para otros, no para
vosotros; para otros, no para los soberbios. Y justamente echa delante su humildad al decir: Mi
Padre lo tiene preparado para otros; siendo él personalmente quien lo prepara, dijo que estaba
preparado por su Padre, para que tampoco aquí diese la impresión de ser vanidoso y, en
consecuencia, no edificase la humildad, que motivaba cuanto había dicho.
(Serm. 340 A, 5)
26 de julio
La miseria del alma
Luego la miseria del alma –continué yo– es la estulticia, contraria a la sabiduría como la muerte a
la vida, como la vida feliz a la infeliz, pues no hay término medio entre las dos. Así como todo
hombre no feliz es infeliz y todo hombre no muerto vive, así todo hombre no necio es sabio. De lo
cual puede colegirse que Sergio Orata no era solo desdichado por el temor de perder los bienes de
su fortuna, sino también por ser necio. De donde resulta que sería más miserable, si, aun en medio
de tan fugaces y perecederas cosas, que él reputaba bienes, hubiese vivido sin temor alguno,
porque su seguridad le hubiera venido no de la vigilancia de la fortaleza, sino del sopor mental, y,
por tanto, se hallaría sumergido en una más profunda insipiencia. Pues si todo hombre falto de
sabiduría es un indigente y el que la posee de nada carece, síguese que todo necio es desgraciado y
todo desgraciado necio. Quede, pues, asentado esto: toda necesidad equivale a miseria y toda
miseria implica necesidad.
(VF IV, 28)
27 de julio
Dios no quiere los males
No quiere Dios los males, porque no pertenece al orden que Dios los ame. Por eso ama mucho el
orden, porque Él no ama los males, los cuales, ¿cómo no han de estar dentro del orden cuando
Dios no los quiere? Mira que esto mismo pertenece al orden del mal, el que no sea amado de Dios.
¿Te parece poco orden que Dios ame los bienes y no ame los males? Así, pues, ni los males están
fuera del orden, porque Dios no los quiere y ama, en cambio, el orden. Él quiere amar los bienes y
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aborrecer los males, lo cual es un orden acabado y de una divina disposición. Orden y disposición
que conservan por medio de distintos elementos la concordia de todas las cosas, haciendo que los
mismos males sean en cierto modo necesarios. De este modo, como con ciertas antítesis, por la
combinación de cosas contrarias, que en la oratoria agradan tanto, se produce la hermosura
universal del mundo.
(DeOrd. I, 7, 18)
28 de julio
El pacto de la oración
Quiero verte perdonando porque te veo forzado a solicitar perdón. ¿Te lo piden? Perdona; que si
alguien ha de pedírtelo a ti, no menos tú has de pedirlo también. ¿Te piden perdón? Perdona,
porque tú habrás de pedir que se te perdone a ti. Mira, en llegando el tiempo de la oración, en lo
mismo que tú has de decir, te verás cogido. Dirás, en efecto: Padre nuestro, que estás en el cielo; si
no dices «Padrenuestro», no pertenecerás al número de sus hijos. Luego tendrás que decir: Padre
nuestro, que estás en los cielos. Sigue: Santificado sea tu nombre. Continúa: Venga a nosotros tu
reino. ¡Adelante! Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Atención ahora a lo que vas a
añadir: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. ¿Qué se ha hecho de tus riquezas, pues te veo
mendigando? Mas vayamos a lo nuestro. Habiendo, pues, dicho: El pan nuestro de cada día dánosle
hoy, di lo que sigue todavía: Perdónanos nuestras deudas. Por fin llegaste a las palabras que me
interesan: Perdónanos nuestras deudas. ¿Qué derecho al perdón invocas? ¿Qué pacto? ¿Qué
concierto? ¿Qué escritura de obligación hay extendida? Así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores. Donde, sobre no perdonar, mientes a Dios. Hay puesta una condición, se ha fijado una
ley: Perdona tú como perdono yo. Luego Él no perdona si no perdonas tú. Perdona como perdono;
pides que se te perdone, perdona tú a quien te lo pide. Estas preces las ha dictado el Jurisconsulto
del cielo; no hay engaño en ellas, toma sus mismas palabras al pedir; di: Perdónanos como
también nosotros perdonamos..., y haz lo que dices. A quien miente en la suplicatoria, o instancia
que se le dirige al emperador, no se le hace caso; quien miente en la suplicatoria pierde su pleito y
es sancionado. Ahora bien, a quien miente al emperador cuando recurre a él en súplica, se le
prueba con testigos la mentira; pero, si tú al orar mientes, la misma oración te descubre. No ha
Dios, en efecto, para convencerte, necesidad de testigos; quien te dictó las preces es tu abogado: si
mientes, él es testigo; si no te corriges, él será tu juez. Luego dilo y hazlo. Si no lo dices, no lo
alcanzas, pues la petición carece de forma legal; si lo dices y no lo haces, serás reo de mentira. No
hay por donde saltarse este versillo si no se cumple al dedillo. ¿Podríamos borrar de nuestra
oración este versículo? O bien, ¿queréis dejarle donde está y borrar lo que sigue: Así como
nosotros perdonamos a nuestros deudores? No borres nada para que no seas borrado tú. Así,
pues, en la oración dices: Danos; dices: Perdónanos, para recibir lo que no tienes y ser perdonado
de tus delincuencias. Si, por ende, quieres recibir, da; si quieres ser perdonado, perdona. Es un
dilema en dos palabras. Oye a Cristo mismo en otro pasaje: Perdonad, y se os perdonará; dad, y se
os dará. Perdonad, y se os perdonará. ¿Qué habéis de perdonar? Lo que otros han pecado contra
vosotros. ¿Qué se os perdonará a vosotros? Lo que vosotros habéis pecado. Perdonad, dad, y se os
dará a vosotros lo que deseáis, la vida eterna. Apuntalad la vida temporal del pobre, sostened su
vida actual, y por esta poquita semilla terrena recogeréis la mies de la vida eterna.
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(Serm. 114, 5)
29 de julio
Marta y María
Habiendo ya dicho algo sobre alimentar en su carne al Señor, que, a su vez, alimentaba en espíritu
(muy poco por falta de tiempo), vengamos al tema que propuse: la unidad. Marta, en su empeño de
aderezarle al Señor de comer, andaba muy ocupada en multitud de quehaceres; María, su
hermana, prefirió le diese a ella de comer el Señor. Se olvidó, pues, en cierto modo de su hermana,
tan ajetreada por la complicación del servicio, y se sentó a los pies del Señor, donde, sin hacer
nada, escuchaba su palabra. Con oído discretísimo había oído decir: Estaos quedos, y ved que yo soy
el Señor. La otra se consumía, esta comía; la otra disponía muchas cosas, esta solo miraba una cosa.
Buen quehacer el uno, buen quehacer el otro; pero cuál sea el mejor, ¿vamos a decirlo nosotros?
Tenemos a quien preguntárselo; oigámoslo vosotros y yo a la vez. Qué sea preferible ya lo hemos
visto en la lectura evangélica; voy a recordarlo, escuchémoslo de nuevo. Interpela Marta a su
huésped y coloca en manos del Juez el pliego de sus piadosas quejas: su hermana la tiene
desayudada y no se cura de ayudarla, con verla tan fatigada. Sin responder a ella, mas a presencia
suya, el Señor falla. María, un si es no es despreocupada, quiso más dejar su razón en manos del
Juez, y no se trabajó en responder; en efecto, el preparar la respuesta la distraería de oír lo que
gastara en discurrir. Respondió, pues, el Señor, a quien nada le costaba el uso de la palabra por ser
Él mismo la Palabra (Verbum). Y, ¿qué dijo? Marta, Marta... Repetir el nombre es aquí señal de
aprecio o, tal vez, un medio de avivar la atención; sí, para que le oyera más atentamente, llámale
dos veces: Marta, Marta, oye: Tú andas afanada en muchas cosas; unum autem opus est; donde opus
est, significa «una sola es necesaria». No dice opus solo, palabra que, aisladamente, significa obra,
sino que dice opus est, sinónimo de expedit, conviene; necessarium est, es necesario... Esa cosa
única habíala escogido María.
(Serm. 103, 3)
30 de julio
Malos y buenos mezclados
En labios de nuestro Señor Jesucristo hemos oído ayer y hoy las parábolas del sembrador. Los que
asististeis, traedlas a la memoria. Versó la lectura de ayer sobre aquel sembrador que, al esparcir
la semilla, una parte cayó en el camino, donde se la cogieron las aves; otra, en lugares pedregosos,
donde se agostó por el calor; otra, entre maleza, que la sofocó sin dejarla madurar, y, en fin, otra en
tierra buena, donde trajo un ciento tanto, un sesenta y un treinta. El Señor cuéntanos hoy una
segunda parábola: la del sembrador que sembró semilla buena en su campo y, durmiendo los
hombres, llega el enemigo y sobresiembra cizaña. La cual, mientras estuvo verde, no se la conocía;
mas empezando a granar la semilla buena, apareció bien claramente allí la cizaña también. Se
enfadaron los siervos del amo viendo tanta cizaña entre la buena mies, y quisieron desarraigarla,
pero no se les permitió, antes bien se les dijo: Dejad crecer ambas semillas hasta la siega. Y
exponiendo el Señor Jesucristo la parábola está, dice que de la semilla buena el sembrador era él; y
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el hombre malvado que sobresembró la cizaña, el diablo, su enemigo; y el tiempo de la siega, el fin
del siglo; y su campo, todo el mundo. Pero mirad qué dice: Al tiempo de la siega diré a los
segadores: «Coged primero la cizaña para quemarla, y el trigo metedlo en mi panera». Es decir, ¿qué
prisas son esas, celosos siervos míos? Veis cizaña en medio del trigo, veis cristianos malos
mezclados a los buenos; queréis descuajar a los malos...; estaos quietos, aun no es hora de segar.
Que cuando venga os halle trigo. ¿A qué irritaros? ¿Por qué sufrir a regañadientes esa mezcla de
malos y buenos? Pueden estar con vosotros en la era, mas no irán a la panera.
(Serm. 73, 1)
31 de julio
Haced todo a la gloria de Dios
Asimismo, cuando obráis con solicitud y valentía y trabajáis con diligencia en orar, ayunar y hacer
limosnas; cuando socorréis a los indigentes y perdonáis las injurias, como Dios os perdonó a
vosotros en Cristo; cuando reprimís los malos hábitos inveterados y castigáis vuestro cuerpo y lo
reducís a servidumbre; cuando toleráis la tribulación, y, sobre todo, cuando os toleráis
recíprocamente en el amor (pues ¿qué podrá tolerar quien no tolera a su hermano?); cuando
descubrís las astucias y asechanzas del tentador y rechazáis y apagáis con el escudo de la fe sus
dardos encendidos; cuando cantáis y salmodiáis al Señor en vuestro corazón, hacedlo todo a la
gloria de Dios, quien lo ejecuta todo en todos. Sed fervientes de espíritu, de modo que vuestra alma
sea loada en el Señor. La actividad del camino recto es la que tiene siempre los ojos colocados en el
Señor, pues Él libra del lazo nuestros pies. Una tal actividad espiritual no se mengua en la
ocupación ni se enfría en el ocio; no es turbulenta ni floja, ni audaz ni fugaz, ni precipitada ni
negada. Obrad así y el Señor de la paz será con vosotros.
(Carta a Eudosio, 48, 3)
163
164
Agosto
1 de agosto
Paz de justos y pecadores
El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo perverso, reconoce que la paz de los
pecadores, en comparación con la paz de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es
perverso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna
parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario, dejaría de ser. Supongamos un
hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación del cuerpo y el orden de los miembros
es perverso, porque está invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe
estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es molesto. Pero el
alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si,
acosada por las dolencias, se separara, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna
paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al
oponerse a eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el
lugar de su reposo. Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea
conservándola, sea tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la disolución del
cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, y hace que todo el cuerpo busque el lugar
terreno y conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsamado y se le deja a su
curso natural, se establece un combate de vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el
efecto de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y retorne a su paz pieza a
pieza y poco a poco. De estas transformaciones no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador
y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan del
cadáver de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas
almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros,
siempre encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la conservación de las
especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las
transformaciones que hayan sufrido.
(CdeD XIX 12, 3)
2 de agosto
¿Qué tengo que hacer?
Hemos visto a un rico pedirle al buen Maestro consejo para alcanzar la vida eterna. Deseaba una
grandeza, rehusaba menospreciar una vileza; por lo cual, oyendo con mala disposición a quien
había llamado ya Maestro bueno, lo rastrero de sus afectos le llevó a perder el tesoro de la caridad.
De no haber deseado la vida eterna, no habría buscado los medios de lograrla. ¿Cómo entender, de
consiguiente, hermanos míos, rehusara la doctrina saludable de aquel a quien había llamado
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Maestro bueno? ¿Era buen Maestro antes de enseñar y malo después? Habíais llamado bueno antes
de oírle; no escuchó lo que deseó, sino lo que debió oír; vino deseoso, se alejó triste. ¿Qué fuera de
haberle dicho: «Pierde cuanto tienes», si bastó a entristecerle que le dijera: «Guarda bien lo que
tienes»? Anda, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres. ¿Temes perderlo? Mira lo que sigue...: y
tendrás un tesoro en el cielo. Quizá pones en manos de un pobre siervo las llaves de tus riquezas;
Dios mismo guardará tu oro; él, que lo da en la tierra, vela por ello en el cielo. Tal vez no habría
dudado en confiar sus caudales a Cristo; mas, en oyendo decir: Dáselos a los pobres, se le plegaron
las alas del corazón. Por ventura se dijo entre sí: «De haber dicho: Dámelos, y yo te los pondré a
buen recaudo en el cielo», no dudara un punto en dárselos a este mi Señor y buen Maestro; pero
como dice: Dáselos a los pobres...».
(Serm. 86, 2)
3 de agosto
La universalidad no justifica
¿Hay por ventura un tiempo o un lugar en que sea o haya sido injusto «amar a Dios con todo el
corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma, y al prójimo como a uno mismo»? De manera
semejante, las torpezas que van contra naturam, como las de los sodomitas, han de ser siempre
aborrecidas y castigadas. Y aun cuando todos los pueblos se comportaran como ellos, la
universalidad del delito no los justificaría; serían todos ellos reos de la misma culpa ante el juicio
de Dios, que no creó a los hombres para que de tal modo se comportaran. Se arruina y se destruye
la sociedad, el trato que con Dios debemos tener cuando por la perversidad de la concupiscencia
se mancilla esa naturaleza cuyo autor es él mismo.
Pero cuando se trata de costumbres humanas los delitos han de evitarse conforme a la
diversidad de esas costumbres; de manera que ningún ciudadano o extranjero viole según el
propio antojo lo que la ciudad ha pactado con otros pueblos o que está en vigor con la firmeza de
la ley o de la costumbre. Siempre es algo indecoroso la no adecuación de una parte con el todo a
que pertenece.
Pero cuando Dios manda algo que no va con la costumbre o con los pactos establecidos hay que
hacerlo, aunque nunca antes se haya hecho; hay que instituirlo aunque la institución sea del todo
nueva.
(Conf. III, 8.15)
4 de agosto
El sacerdocio de Cristo
Así ocurre en este salmo, en que se declara abiertamente a Cristo sacerdote, como allí Rey: Dijo el
Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies. Que
Cristo se sienta a la diestra es de fe, no opinión. En cambio, aún no se ve a sus enemigos puestos
bajo sus pies. Esta es la cuestión, y aparecerá al fin del mundo. Ahora lo creemos y después lo
veremos. Y estas palabras: De Sión hará salir el Señor el cetro de tu poder y que domines en medio de
tus enemigos, son tan claras, que negar su contenido es no solo infidelidad, sino desvergüenza. Los
enemigos son los primeros en confesar que de Sión salió la Ley de Cristo que nosotros llamamos
Evangelio, y esa viene designada por cetro de su poder. Que él domina en medio de sus enemigos,
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los mismos dominados, rechinando y castañeteando los dientes, pero no pudiendo hacer nada
contra él, lo atestiguan. A continuación añade: Juró el Señor, y no se arrepentirá. Esta expresión está
indicando la inmutabilidad de esto: Tú eres sacerdote sempiterno según el orden de Melquisedec. Y
lo será justamente, porque ya en adelante no existirá el sacerdocio ni el sacrificio según el orden
de Aarón, pues se ofrecerá en todas partes, bajo el sacerdocio de Cristo, la ofrenda ofrecida por
Melquisedec cuando bendijo a Abrahán. ¿Quién se permitirá dudar sobre la persona a quien se
refiere esto? La alusión es clara. Se alude, si se entiende bien, a las cosas apuntadas quizá más
oscuramente en el mismo salmo, como hemos notado ya en nuestros sermones al pueblo. Así,
Cristo habla en otro salmo por boca del profeta de su humillante pasión, y dice: Han taladrado mis
manos y mis pies y han contado mis huesos uno a uno. Y ellos se pusieron a mirarme y observarme.
Estas palabras están señalando su cuerpo, tendido en la cruz; sus pies y sus manos, taladradas con
clavos, y que de este modo brindó a los curiosos y observadores un grato espectáculo. Y añade: Se
repartieron entre sí mis vestidos y sortearon mi túnica, profecía cuyo cumplimiento literal narra el
Evangelio. A esta luz, las cosas menos claras que en él se dicen, se entienden perfectamente
haciéndolas concordar con estas, cuya claridad deslumbra. Máxime teniendo en cuenta que los
hechos que no creemos pasados y los vemos presentes fueron predichos mucho antes en el salmo,
y ahora se cumplen en el mundo entero. Así lo que sigue en ese salmo: Se acordarán y se
convertirán al Señor todos los confines de la tierra y se postrarán ante su acatamiento todas las
naciones, porque el reino es del Señor y él señoreará las naciones.
(CdeD XVII, 17)
5 de agosto
La Iglesia, fortaleza y refugio
Hermanos, por aquellos que se refugian en la fortaleza de la madre Iglesia, por nuestro refugio
común, no seáis perezosos ni holgazanes para visitar con frecuencia a vuestra madre. No os alejéis
de la Iglesia. Le preocupa el que una multitud alborotada se atreva a hacer algo. Por lo demás, y en
cuanto se refiere a las autoridades, sabed que hay leyes promulgadas por los emperadores
cristianos en el nombre de Dios que la protegen con suficiencia y hasta abundantemente y que
dichas autoridades parecen ser tales que no se atreverán a actuar contra su madre, lo que les
acarrearía el reproche de los hombres y el juicio de Dios. Eso está lejos de su intención; ni creo que
puedan hacerlo ni veo que lo hagan. Mas para que la multitud alborotada no ose hacer nada,
debéis acudir a la madre Iglesia, puesto que, como dije, no es refugio para uno o dos hombres, sino
para todos.
(Serm. 302, 21)
6 de agosto
La transfiguración
Acabamos de asistir, durante la lectura del santo evangelio, al gran espectáculo de la montaña,
cuando el Señor Jesús se reveló a tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Su rostro brilló
como el sol, lo cual significa la resplandeciente luz del Evangelio; sus vestidos hiciéronse de blancura
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de nieve, lo cual representa la limpieza de la Iglesia, por la que dijo un profeta: Aunque fueran
vuestros pecados como la escarlata, yo los dejaré blancos como la nieve. Hablaban con Él Elías y
Moisés, porque la Ley y los Profetas testifican la gracia del Evangelio: en Moisés la Ley, los Profetas
en Elías. Abreviamos tanto por habérseos de leer los favores dispensados por Dios a ruegos de un
santo mártir: san Esteban. Oigámoslos... (Hácese la lectura del libelo y sigue la plática). Quería
Pedro se hicieran allí tres pabellones, uno para Moisés, uno para Elías y otro para Cristo. Se le
hacía gustosa la soledad de la montaña y enfadoso «el mundanal ruido». Mas, ¿por qué tres
pabellones, sino por no saber que la Ley, los Profetas y el Evangelio forman una sola unidad? En
fin, una nube vino a sacarle del error. Diciendo esto él, ved ahí que una nube luminosa los envolvió.
Mira cómo la nube hizo una sola tienda o pabellón: ¿por qué deseabas tú tres? Y una voz desde la
nube: Este es mi Hijo bien amado, en quien me complací; oídle a él. Habla Elías, pero escuchad a este;
habla Moisés, pero escuchad a este; hablan los Profetas, habla la Ley, pero escuchad a este, por ser
este la voz de la Ley y la lengua de los Profetas. En ellos oíase su voz, la voz de Cristo; cuando le
plugo, se mostró Él personalmente. Oídle a él; oigámosle a Él. Cuando el Evangelio hablaba,
figuraos era la nube: de allí vino el sonido de su voz. Oigamos a este; hagamos lo que dice,
esperemos lo que promete.
(Serm. 79)
7 de agosto
La cananea
Ello se ve clarísimamente en otro testimonio del Evangelio, cuando el Señor se trasladó a las
partes de Tiro y Sidón. Una mujer cananea salió de aquel territorio y comenzó a pedir la salud de
su hija. El Señor no la escuchaba; parecía despreciarla para que se descubriera su fe. Mira cómo le
da largas; el don que, sin embargo, quiere hacerle, ocúltaselo para que sacara de su corazón ella la
voz que la hiciese digna de recibirle. Porque diciéndole también los discípulos al Señor:
Despáchala, porque viene gritando detrás de nosotros, les replicó Él: No es justo tomar el pan de
los hijos y echarlo a los perros. Ved; es semejante al precepto: No queráis dar lo santo a los perros
ni echéis vuestras perlas delante de los puercos. No he sido enviado sino a las ovejas que
perecieron de la casa de Israel, y ella era de los gentiles. El Evangelio había de ser también
predicado a los gentiles. A ellos fue Pablo enviado principalmente; mas a predicar el Evangelio a
los gentiles habíase de ir después de la pasión y resurrección del Señor. Pero el Señor, en cuanto a
la presencia corporal, había venido a las ovejas perecidas de la casa de Israel, porque también allí
creyeron muchos. De cuyo número fueron los apóstoles; de cuyo número eran los ciento veinte
sobre quienes el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo, que les había el Señor prometido en el
Evangelio, diciendo: Os enviaré el Espíritu de la verdad, y cuanto les prometió acerca del mismo
Espíritu se lo mostró después de su pasión y ascensión el día de Pentecostés. Estos sobre quienes
vino el Espíritu Santo y los llenó, eran ciento veinte, y, cierto, del número de los judíos. Os estoy
mostrando someramente cómo fueron elegidas las ovejas perecidas de la casa de Israel. Dice
también el Apóstol que Cristo resucitado fue visto por más de quinientos hermanos, del número
de los judíos igualmente. Y cuando el Señor fue predicado después de la ascensión, fueron muchos
los miles de hombres que creyeron. Les fue dada la sangre del Señor a los que le crucificaron;
crueles, derramaron esta sangre; por la misma sangre que vertieron fueron redimidos. Y porque la
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voz de quien había dicho en el suplicio: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen, no era
voz sin contenido, derramaron ellos primero el precio de su rescate, la sangre de Cristo, que más
adelante bebieron. Era, pues, a estas ovejas a las que dijo no había sido enviado, pero también
había predicho la fe de los gentiles. Nada nuevo acontecía que antes no hubiera sido vaticinado.
Porque también los profetas anunciaron la fe de los gentiles; y Él, estando aún aquí, dijo antes de
su pasión: Tengo otras ovejas que no son de este rebaño; es necesario traerlas a mí para que haya
un solo rebaño y un solo pastor. Por eso a Cristo se le llamó piedra angular; en el ángulo se juntan
dos paredes, si vienen en direcciones contrarias. Porque, si las dos traen la misma dirección, no
forman ángulo. Venía la plebe de los judíos, o digamos de la circuncisión, y como los gentiles
venían de la parte contraria, o sea, de los ídolos, cierto venían en dirección contraria; mas se
juntaron en una misma Piedra. La piedra que desecharon los arquitectos, esa misma fue hecha
piedra angular del edificio. Aun, pues, no habían venido los gentiles, cuando aquella también gentil
cananea prefiguró a la Iglesia de la gentilidad.
(Serm. 26, 2)
8 de agosto
La verdad de las cosas
A ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas
verdaderas. Dios, Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos los que saben. Dios, verdadera y suma
vida, en quien, de quien y por quien viven las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios
bienaventuranza, en quien, de quien y por quien son bienaventurados cuantos hay
bienaventurados. Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de todo lo bueno y
hermoso. Dios, luz espiritual, en ti, de ti y por ti se hacen comprensibles las cosas que echan rayos
de claridad. Dios, cuyo reino es todo el mundo, que no alcanzan los sentidos. Dios, que gobiernas
los imperios con leyes que se derivan a los reinos de la tierra. Dios, separarse de ti es caer;
volverse a ti, levantarse; permanecer en ti es hallarse firme. Dios, darte a ti la espalda es morir,
convertirse a ti es revivir, morar en ti es vivir. Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien
nadie busca sino avisado, a quien nadie halla sino purificado. Dios, dejarte a ti es ir a la muerte;
seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dios, a quien nos despierta la fe, levanta la esperanza, une
la caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos
perecido nosotros totalmente. Dios que nos exhortas a la vigilancia. Dios, por quien discernimos
los bienes de los males. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, por quien no
sucumbimos a las adversidades. Dios, a quien se debe nuestra buena obediencia y buen gobierno.
Dios, por quien aprendemos que es ajeno lo que alguna vez creímos nuestro y que es nuestro lo
que alguna vez creímos ajeno. Dios, gracias a ti superamos los estímulos y halagos de los malos.
Dios, por quien las cosas pequeñas no nos empequeñecen. Dios, por quien nuestra porción
superior no está sujeta a la inferior. Dios, por quien la muerte será absorbida con la victoria. Dios,
que nos conviertes. Dios, que nos desnudas de lo que no es y vistes de lo que es. Dios, que nos
haces dignos de ser oídos. Dios, que nos defiendes. Dios, que nos guías a toda verdad. Dios, que nos
muestras todo bien, dándonos la cordura y librándonos de la estulticia ajena. Dios, que nos vuelves
169
al camino. Dios, que nos traes a la puerta. Dios, que haces que sea abierta a los que llaman. Dios,
que nos das el Pan de la vida. Dios, que nos das la sed de la bebida que nos sacia. Dios, que arguyes
al mundo de pecado, de justicia y juicio. Dios, por quien no nos arrastran los que no creen. Dios,
por quien reprobamos el error de los que piensan que las almas no tienen ningún mérito delante
de ti. Dios, por quien no somos esclavos de los serviles y flacos elementos. Dios, que nos purificas y
preparas para el divino premio, acude propicio en mi ayuda.
(Sol. I, 1, 3)
9 de agosto
Medicina de la tribulación
No todo el que perdona es amigo, ni todo el que castiga es enemigo: Mejores son las heridas del
amigo que los voluntarios ósculos del enemigo. Mejor es amar con severidad que engañar con
suavidad. Mejor es que se le quite el pan al hambriento, cuando por la seguridad de su pitanza
olvida los fueros de la justicia, que ofrecerle el pan para que con él se acomode a la injusticia.
Quien ata al frenético y quien despierta al letárgico, a ambos los molesta, a ambos los ama. ¿Quién
podrá amarnos más que Dios? Pues bien, Dios no cesa, no solo de adoctrinarnos con suavidad, sino
también de espantarnos para nuestra salud. A los que consuela con socorros agradables, con
frecuencia les envía la áspera medicina de la tribulación: ejercita con el hambre a los patriarcas,
aunque son buenos y religiosos; inquieta con terribles castigos al pueblo obstinado; no le quita al
Apóstol el aguijón de la carne, aunque se lo pide tres veces, para que la virtud se perfeccione en la
enfermedad. Amemos aun a nuestros enemigos, porque es justo y lo manda Dios, para que seamos
hijos de nuestro Padre, que está en los cielos, el cual hace salir el sol sobre buenos y malos y llueve
sobre justos e injustos. Pero, así como alabamos estos divinos dones, meditemos también los
azotes que proporciona a los que ama.
(Carta a Vicente, rogatista, 93, 4)
10 de agosto
Lorenzo, archidiácono mártir
San Lorenzo fue un archidiácono. Según se cuenta, el perseguidor le reclamó las riquezas de la
Iglesia; motivo por el cual sufrió lo que nos causa horror oír. Tendido sobre una parrilla, fue
quemado en todos sus miembros y torturado con el tormento atrocísimo de las llamas. Sin
embargo, superó todos los sufrimientos corporales con la enorme fortaleza de la caridad,
ayudándole quien lo había hecho así. Pues somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para realizar
las buenas obras que preparó Dios para que caminemos en ellas. Para inflamar la cólera del
perseguidor no con el deseo de encenderla, sino deseando encarecer a la posteridad su propia fe y
mostrar cuán tranquilo iba a la muerte, dijo: «Acompáñenme vehículos para traer en ellos las
riquezas de la Iglesia». Le llegaron los vehículos, los llenó de pobres y los mandó volver, diciendo:
«He aquí las riquezas de la Iglesia». Y así es, hermanos; las grandes riquezas de los cristianos son
las necesidades de los pobres, si es que comprendemos dónde debemos guardar lo que poseemos.
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Ante nuestros ojos están los necesitados; si lo guardamos en ellos, no lo perdemos. No tememos
que nadie nos lo quite, pues lo guarda el mismo que nos lo dio. No podemos encontrar mejor
guardián ni más fiel promisor.
(Serm. 302, 8)
11 de agosto
Atráenos a Ti
Obra, Señor, en nosotros. Muévenos y atráenos a ti; enciéndenos y arrebátanos; haz que te
sintamos como dulce y fragante perfume para que te amemos y corramos hacia ti.
¿No están volviendo a ti muchos otros, liberados de un abismo de oscuridad peor que el de
Victorino? Vuelven a ti y se te acercan, y son iluminados por tu luz, y si la aceptan, reciben también
de ti la potestad de ser hijos de Dios.
Pero menor es la alegría que da la conversión de personas menos conocidas, aun a aquellos que
las conocieron. Es que una alegría compartida por muchos es mayor en cada uno, pues
mutuamente se inflaman y encandecen. Y el hecho mismo le presta mayor autoridad y le permite
encaminar a muchos rumbo a la salvación, y grande es la alegría que se tiene por él y por cuantos
le precedieron.
¡Ojalá nunca sean en tu casa recibidos los pobres con menor atención que los ricos, o los nobles
mejor recibidos que los plebeyos! Porque tú has elegido lo que en el mundo pasa por débil para
confundir a los fuertes; y lo que es en el mundo tenido por bajo y despreciable; lo que nada parece ser,
eso lo elegiste para destruir lo que es (1Cor 1,27-28).
(Conf. VIII, 4.9)
12 de agosto
Tenemos el bautismo
Pero, ¿qué es lo que dicen? Nosotros tenemos el bautismo. Lo tienes, pero no es tuyo. Una cosa es
tener y otra ser dueño. Tienes el bautismo porque lo recibiste para que estés bautizado. Lo
recibiste como el que recibe la luz para estar iluminado, si por tu causa no te has quedado en
tinieblas. Cuando lo das, lo das como ministro, no como dueño; clamas como pregonero, no como
juez. El juez habla por boca del pregonero, y en las actas, sin embargo, no se escribe: Dijo el
pregonero, sino: Dijo el juez. Así que mira si por derecho es tuyo lo que das; mas si lo has recibido,
confiesa con el amigo del Esposo: No puede hombre alguno recibir nada si no se le da del cielo.
Confiesa con el amigo del Esposo: El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo está
en pie para oírle. Pero, ¡oh qué bien si estuvieras tú en pie y le oyeras y no cayeras para oírte a ti!
Oyéndole a Él estarías en pie y le escucharías; pero te pones tú a hablar y te llenas la cabeza de
humo. Yo, que soy la esposa, dice la Iglesia, y que recibí las arras, y que fui redimida con el precio
de su sangre, soy la que oigo la voz del Esposo; y oigo también la voz del amigo cuando da gloria
no a sí mismo, sino a mi Esposo. Que hable el amigo: El que tiene la esposa es el esposo; mas el
amigo del esposo está en pie para oírle y se regocija por su voz. Tú dices que tienes los sacramentos;
te lo concedo. Lo que tienes es la forma; pero tú eres un sarmiento cortado de la vid. Tú muestras
la forma, pero yo indago la raíz. De la forma no sale fruto, sino donde hay raíz. Mas, ¿dónde está la
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raíz sino en la caridad? Oye lo que vale la forma o figura de los sacramentos. Que lo diga Pablo:
Aunque sepa todos los misterios, y conozca todas las profecías, y posea toda la fe (¿cuánta?) hasta
poder trasladar todas las montañas, si no tengo caridad, nada soy.
(Ev. Jn. Trat. XIII, 16)
13 de agosto
El precepto de la humildad
Quisiera, mi Dióscoro, que te sometieras con toda tu piedad a este Dios y no buscases para
perseguir y alcanzar la verdad otro camino que el que ha sido garantizado por aquel que era Dios,
y por eso vio la debilidad de nuestros pasos. Ese camino es: primero, la humildad; segundo, la
humildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te diré lo mismo. No es
que falten otros que se llaman preceptos; pero si la humildad no precede, acompaña y sigue todas
nuestras buenas acciones, para que miremos a ella cuando se nos propone, nos unamos a ella
cuando se nos allega y nos dejemos subyugar por ella cuando se nos impone, el orgullo nos lo
arrancará todo de las manos cuando nos estemos ya felicitando por una buena acción. Porque los
otros vicios son temibles en el pecado, mas el orgullo es también temible en las mismas obras
buenas. Pueden perderse por el apetito de alabanza las empresas que laudablemente ejecutamos.
A un nobilísimo retórico le preguntaron cuál era el primer precepto que se debía observar en la
elocuencia. Contestó, según dicen, que era la pronunciación. Preguntáronle por el segundo
precepto, y dijo que era la pronunciación. Le volvieron a preguntar por el tercero, y solo contestó
que era la pronunciación. Del mismo modo, si me preguntas, y cuantas veces me preguntes, acerca
de los preceptos de la religión cristiana, me gustaría descargarme siempre en la humildad, aunque
la necesidad me obligue a decir otras cosas.
(Carta a Dióscoro, 118, 22)
14 de agosto
Perdonar las injurias
Ayer el santo evangelio nos recomendaba no mostrarnos indiferentes a los pecados de nuestros
hermanos: Pero si tu hermano pecare contra ti, dice, repréndele a solas con él. Si te oyere, habrás
ganado a tu hermano. Y si no te hiciere caso, lleva contigo a uno o dos, para que por la palabra de
dos o tres testigos sea fallado todo negocio. Si también a ellos los menosprecia, díselo a la Iglesia; y si
a la Iglesia desprecia, trátale como a gentil y publicano. El pasaje que viene después, y cuya lectura
hoy hemos escuchado, tiene relación con este mismo asunto. Habiendo, en efecto, dicho lo anterior
el Señor Jesús a Pedro, tomó este la palabra e interrogó al Maestro cuántas veces había de
perdonar al hermano si pecaba contra él; y preguntándole si bastaban siete veces, el Señor le
respondió: ¡Siete veces! ¡Y también setenta y siete veces!, refiriendo a continuación una parábola
terrible por demás. El reino de los cielos es semejante a un amo que, tomando cuentas a sus
siervos, halló entre ellos a uno que adeudaba diez mil talentos; y, como hubiese ordenado se
vendieran todos sus bienes y toda su familia y aun él mismo para saldar la deuda, se dejó caer
sobre las rodillas de su señor y, pidiéndole dilación, obtuvo la condonación. En efecto, su amo se
,
172
apiadó, según hemos oído, y le perdonó la deuda completamente. Mas él, libre de la deuda, pero
esclavo de la iniquidad, así como salió de la presencia de su amo, halló a uno que le debía también
a él, no ya diez mil talentos, cuantía de su deuda, sino cien denarios; y echándosele al cuello,
empezó a decirle: Paga lo que debes. Él, pues, le pedía a su compañero de servidumbre lo mismo
que había este pedido al amo; pero no halló en su camarada lo que había su camarada encontrado
en su señor, porque no solo no quiso perdonarle la deuda, mas ni siquiera le otorgó una prórroga.
Quito él de la deuda a su señor, arrastraba furiosamente al torturado compañero al pago. Disgustó
esto a los consiervos, y denunciaron a su amo lo sucedido; hizo el señor al siervo venir a su
presencia, y le dijo: Siervo malvado, que, debiéndome tanto, por compasión te lo perdoné todo, ¿no
era, pues, de ley tuvieras tú piedad de tu compañero, como yo la tuve de ti? Y ordenó exigirle cuanto
le había condonado.
(Serm. 83, 1)
15 de agosto
Jesucristo, modelo de virginidad fecunda
Ayúdenos Cristo, hijo de la Virgen, esposo de las vírgenes, nacido corporalmente de un seno
virginal y unido espiritualmente en virginal desposorio. Siendo también la Iglesia universal virgen
desposada con un solo varón, que es Cristo, como dice el Apóstol, ¿cuán dignos de honor no han de
ser sus miembros, que guardan en su carne lo que toda ella guarda en su fe? La Iglesia imita a la
madre de su Esposo y Señor; porque la Iglesia también es virgen y madre. Pues, si no es virgen,
¿por qué celamos su virginidad? Y, si no es madre, ¿a qué hijos hablamos? María dio a luz
corporalmente a la Cabeza de este Cuerpo; la Iglesia da a luz espiritualmente a los miembros de
esa Cabeza. Ni en una ni en otra la virginidad ha impedido la fecundidad; ni en una ni en otra la
fecundidad ha ajado la virginidad. Por tanto, si la Iglesia universal es santa en el cuerpo y en el
espíritu, y, sin embargo, no es toda virgen en el cuerpo, aunque sí en el espíritu, ¿cuánto más santa
sería en aquellos miembros en los que es virgen a la vez en el cuerpo y en el espíritu?
(Sobre la santa Virginidad, II, 2)
16 de agosto
Concédeme la castidad
Yo, adolescente bien miserable desde el principio mismo de mi adolescencia, te había pedido la
castidad. Pero te había dicho: «Concédeme la castidad y la continencia, pero no ahora». Temía que
me escucharas demasiado pronto y presto me sanaras del morbo de mi concupiscencia, pues más
quería verla satisfecha que apagada. Más tarde me extravié en la sacrílega superstición del
maniqueísmo no por estar cierto de que era verdad sino porque me parecía preferible a otras
doctrinas que ciegamente combatía en vez de estudiarlas con piedad y atención.
Y me imaginaba que el motivo de diferir un día y otro también el propósito de seguirte a ti con
desprecio del mundo era que no alcanzaba a ver una luz clara que pudiera dirigir mis pasos.
Ahora, sin embargo, había llegado el momento de verme desnudo ante mí mismo y de escuchar las
vivas reclamaciones de mi conciencia. Su voz me decía a gritos: «¿Qué pasa con tu lengua? ¿Por
qué has dicho que por ver incierta la verdad diferías aventar de ti el fardo de la vanidad? Pero la
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certeza, ahora ya la tienes, y sin embargo la carga te sigue oprimiendo y no das un paso. Otros, sin
carga sobre los hombros, vieron brotar en ellos alas para volar a la verdad, cuando ni se han
fatigado en buscarla ni han meditado en ella, como tú, por más de diez años».
(Conf. VIII, 7.17-18)
17 de agosto
La continencia
En ninguna parte pongo mi confianza, Señor, sino en la inmensidad de tu misericordia. Dame lo
que me mandas y mándame lo que quieras. Y tú me mandas la continencia. Y sabiendo yo –dijo
alguien– que nadie puede ser continente si Dios no se lo concede, comprendí que era ya una sabiduría
el mero hecho de saber de dónde procede este don (Sab 8,21).
Pues la continencia nos recoge y nos reduce a la unidad que perdimos al derramarnos sobre la
multitud de las cosas. Menos te ama el que ama otra cosa junto contigo en lugar de amarla por ti.
¡Oh Amor, que siempre ardes y nunca te apagas! ¡Enciéndeme, Dios mío, que eres Amor! Entonces,
tú me mandas la continencia. ¡Dame pues lo que me pides, y pídeme lo que quieras!
(Conf. X, 29.40)
18 de agosto
Lucha contra las pasiones
Mas, entre tanto llegamos a la paz donde no tendremos enemigo alguno, luchemos sin tregua,
fielmente y con brío, para merecer ser coronados de Dios. El apóstol Santiago dice: Ninguno,
cuando, es tentado, diga que Dios le tienta. Refiérese a la tentación que nos induce al mal. Dios, dice,
no puede inducirnos al mal; y así, a ninguno tienta, sino que cada uno es tentado, atraído y halagado
por la concupiscencia propia. Después la concupiscencia, en llegando a concebir –los malos deseos–,
pare el pecado; el cual, una vez consumado, engendra la muerte. Luego cada cual es tentado por la
propia concupiscencia; por lo cual debe pelear, resistir, no consentir, no dejarse arrastrar, no
permitirla concebir, que dé a luz. La concupiscencia halaga, estimula, insta, exige hagas alguna
cosa mala; si no consientes, no concibe. Concibe si te deleitas con el pensamiento, y alumbrará tu
muerte. Mira lo del Apóstol: El pecado, en llegando a ser consumado, engendra la muerte. El pecado
es dulce, pero es amarga la muerte; guárdate de la dulzura del pecado para no sentir la amargura
de la muerte; huye de la concupiscencia, si no en cuanto al hecho, sí en cuanto a la palabra. Oyes
con agrado algo que no debes oír, dices lo que no debes decir, piensas lo que no debes pensar.
Nada más veloz que el pensamiento; tiene unas alas increíbles; despréndese del corazón, pasa a la
lengua; antes de que se diga lo malo, ya está pensado. No te detengas en el pensamiento. ¿Se te
filtró una imaginación? Vete de allí, vete a otra parte, no te quedes en ella. Si no estás dispuesto a
ejecutar lo malo, ¿a qué pensar con gusto lo que no quieres hacer? Hermanos míos, quien no tiene
grandes pecados siéntese flojo para perseverar en aquello que dice el Señor: Decid: Perdónanos
nuestras deudas. Por mucho que avancéis, la concupiscencia siempre la tenéis en vosotros; luego
hasta tanto sea la muerte absorbida en la victoria, decid: Perdónanos nuestras deudas. No levantéis
orgullosamente la cabeza, temed a Dios; vivimos necesitados de perdón. Decid de todas veras:
Perdónanos nuestras deudas. Esto dice relación a lo pasado: dichos, obras, pensamientos; sobre lo
venidero, ¿qué? Oíd decid lo que sigue: No nos dejes entrar en la tentación. ¿Qué cosa es no entrar
‘
174
en la tentación? No consentir en la mala concupiscencia. ¿Consentiste? Entraste; sal cuanto antes.
Antes de llegar al pecado, mata el consentimiento; alégrate de no haberlo hecho, duélete de
haberlo pensado.
(Serm. 33, 3)
19 de agosto
La vida eterna, galardón del trabajo
Nuestra vida es Cristo, y en Él has de poner los ojos. Vino a padecer, mas también a ser glorificado;
a sufrir desprecios, mas también a ser exaltado; a morir, mas también a resucitar. Si te asusta la
faena, mira la recompensa. ¿Cómo, siendo flojo, vas a conseguir lo que solo se consigue a fuerza de
sudores? Tienes miedo a perder la plata, esa plata que tanto sudaste por allegar; mas si a poseer
esa plata que un día habrás de dejar no llegaste sino en fuerza de trabajo, ¿quieres sin trabajo
llegar a la vida eterna? Ama con preferencia esa vida, adonde llegarás, sí, con grandes fatigas, pero
no dejarás nunca. Si tanto amas esto en cuyo logro pusiste todos tus afanes y lo dejarás un día,
¿cuánto más no hemos de poner los deseos en la vida perpetua?
(Serm. 62, 16)
20 de agosto
Vida eterna y contemplación
Que aquella vida consistirá en la contemplación permanente no solo inefable, sino también
deleitosa de la verdad, lo atestiguan multitud de textos de la Escritura, que no puedo citar en su
totalidad. A eso se refieren aquellas palabras: Quien me ama guarda mis mandamientos, y yo le
amaré y me mostraré a él. Como si alguien le hubiera preguntado qué fruto y qué recompensa
obtendría por haber guardado sus mandamientos, dijo: Me mostraré a él, cifrando la felicidad
perfecta en conocerlo como es. Y también estas otras: Amadísimos, somos hijos de Dios, pero aún no
se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es. Por eso dijo también el apóstol Pablo: Entonces le veremos cara a
cara, que en otro lugar había dicho: Nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria,
como llevados por el Espíritu del Señor. En los Salmos se dice también: Vacad y ved que yo soy el
Señor. Le veremos plenamente cuando vaquemos plenamente. ¿Cuándo será eso sino cuando
hayan pasado los tiempos fatigosos, los tiempos plenos de necesidades que nos atan ahora,
mientras la tierra produce al hombre pecador espinas y abrojos para que coma su pan con el sudor
de su rostro? Pasados, pues, totalmente los tiempos del hombre terreno y cumplido plenamente el
día del hombre celeste, le veremos plenamente, porque vacaremos plenamente. Desaparecida la
corrupción y la indigencia en la resurrección de los fieles, no habrá ya nada que cause fatiga. Como
si se dijera: «Recostaos y comed», así se dijo: Vacad y ved. Vacaremos, pues, y veremos a Dios como
es, y viéndole le alabaremos. Esta será la vida de los santos, esta la actividad de los que reposan: la
alabanza incesante. Nuestra alabanza no durará solo un día; mas como aquel día no tendrá
término temporal, nuestra alabanza tampoco tendrá término, y así le alabaremos por los siglos de
los siglos. Escucha a la Escritura, que dice a Dios lo que nosotros deseamos: Dichosos los que
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habitan en tu casa; te alabarán por los siglos de los siglos. Vueltos al Señor, supliquémosle por mí y
por todo su pueblo santo que me acompaña en los atrios de su casa, y que se digne guardarla y
protegerla por Jesucristo, su Hijo nuestro Señor, que vive y reina con él por los siglos de los siglos.
(Serm. 362, 31)
21 de agosto
El denario es la vida eterna
Cuanto a la retribución, pues, seremos todos iguales, los primeros y los últimos, los últimos y los
primeros; el denario es la vida eterna, y la vida eterna es igual para todos. Según la diversidad del
merecimiento, brillará uno más que otro; pero en sí la vida eterna será para todos la misma; no
más larga para unos y más breve para otros, porque de suyo es eterna, y donde no hay fin no le
hay ni para ti ni para mí. De diferente modo lucirán la castidad conyugal y la integridad virginal,
tanto las buenas obras cuanto la aureola del martirio; uno así y otro así; pero, en lo de vivir
eternamente, ni vivirá este más que otro, ni otro más que este; porque todos viven sin fin; cada
cual con su propia gloria. No zahiera, pues, quien la recibió tras mucho tiempo a quien la recibió
tras poco. Al uno se le paga, al otro se le regala; a todos, con todo, se les da una cosa misma.
(Serm. 87, 6)
22 de agosto
La dignidad virginal
Siendo necesario que hasta Cristo fuera copiosa la propagación en aquel pueblo, cuya densa
población había de ser figura de lo que después había de realizarse con la Iglesia, tenían allí a
norma tomar varias mujeres para crecimiento del pueblo, imagen anticipada del crecimiento de la
Iglesia. Mas, en naciendo que nació el Rey de todas las naciones, empezó a ser tenida en honra la
virginidad, y esto desde la Madre del Señor, merecedora de tener un hijo sin detrimento de su
integridad. Lo mismo, pues, que su enlace con José era verdadero matrimonio, y matrimonio sin
desintegridad alguna, ¿por qué, a ese modo, la castidad del esposo no había de recibir lo que había
producido la castidad de la esposa? Porque, si ella era esposa íntegra, él era también esposo
íntegro; y si ella unía la maternidad a la integridad, ¿por qué no habría de ser él padre y
permanecer intacto? Quien diga, por tanto: «No se le ha de llamar padre, porque no le tuvo como
los demás padres», coloca en la libídine la esencia de la paternidad y no en el afecto de la caridad.
Mejor llevó él a efecto la paternidad del corazón que otro cualquiera la de la carne. En efecto, los
que adoptan hijos engendran en el corazón (y más castamente) a los adoptados, aunque no sea
factible darles una paternidad material. Ved, si no, hermanos, los derechos de la adopción y cómo
un hombre viene a ser hijo de aquel de quien no nació, fundando sobre él la voluntad del
adoptante derechos superiores a los del padre natural. Siendo, pues, ello así, a José no solo se le
debe título de padre; se le debe más que a otro alguno. Porque también de las mujeres no esposas
tienen los hombres hijos, a quienes se los llama hijos naturales; mas los conyugales o legítimos
tienen preferencia. Si, pues, cuanto a la función de la carne, todos nacen igual, ¿de dónde les viene
ser preferidos sino de ser más puro al amor de la mujer madre de los legítimos? No se tiene allí en
176
cuenta la conmistión de la carne, idéntica en ambas mujeres. ¿Dónde hallar la primacía de la
esposa, sino en aquella su amorosa fidelidad conyugal y en aquel su afecto, tanto más sincero
cuanto más puro? Luego si alguien pudiera tener de su esposa hijos sin ayuntamiento carnal, ¿no
debería recibirlos con gozo tanto mayor cuanto más casta es ella y más hondo el amor que la
tiene?
(Serm. 51, 26)
23 de agosto
Dos mandamientos de Cristo
¿Qué estudios, qué doctrina de cualesquiera filósofos, qué leyes de cualesquiera ciudades se
podrán comparar con estos dos nuestros mandamientos de los que dice Cristo que penden la ley y
los profetas: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y
amarás a tu prójimo como a ti mismo? Aquí está toda la cosmología, ya que todas las causas de
todas las criaturas residen en Dios. Aquí también la ética, ya que la vida buena y honesta se forma
cuando se ama a las cosas que deben ser amadas y como deben ser amadas, es decir, a Dios y al
prójimo. Aquí está la lógica, puesto que la verdad y la luz del alma racional no es sino Dios. Aquí
está igualmente la salvación de la república laudable, porque no puede fundarse ni mantenerse la
ciudad perfecta sino sobre el fundamento y vínculo de la fe, de la concordia garantizada, cuando se
ama el bien común, que no es otro que Dios, y en Él se aman sincera y recíprocamente los hombres
cuando se aman por aquel a quien no pueden ocultar con qué intención se aman.
(Carta a Volusiano, 137, 17)
24 de agosto
Que te conozca
¡Oh Dios que todo lo sabes! Haz que yo te conozca como tú me conoces a mí. ¡Oh fuerza de mi
alma! Penetra en ella y adáptala a ti para que la poseas sin mancha ni arruga.
Esta es mi esperanza y por eso hablo; en ella me gozo cuando mi gozo es sano. Las demás cosas
de esta vida son tanto menos dignas de ser lloradas cuanto más se las suele llorar, y tanto más
dignas de llorarse cuanto menos se llora por ellas.
Mas he aquí que amaste la verdad (Sal 50,8), y quien obra según ella viene a la luz. Yo quiero
obrarla en mi corazón y en tu presencia con una confesión muy íntima, pero quiero también
hacerla por escrito delante de muchos testigos.
(Conf. X, 1.1)
25 de agosto
Qué es amar a Dios
¿Y qué es amar a Dios? Le pregunté a la tierra, y me dijo: «No soy Dios»; y todas las cosas que hay
en ella confesaron lo mismo. Interrogué al mar y a los abismos y a los reptiles y otros seres
animados, y me respondieron: «No somos tu Dios, busca por encima de nosotros». Pregunté
177
entonces a las suaves brisas; y el aire con sus habitantes me dijeron: «Anaxímenes se engaña, no
somos Dios». Pregunté luego al sol, a la luna y a las estrellas, y a coro me dijeron: «No somos el
Dios que andas buscando».
Y a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne les dije: «Todas vosotras habéis
proclamado que no sois mi Dios; bien está. Pero, ¿qué me podéis decir acerca de Él?». Y todas
respondieron clamando en alta voz: «Él nos hizo». Yo las interrogaba con mi contemplación; ellas
me contestaban con su hermosura.
Entonces me volví a mí mismo y me pregunté: «¿Y tú quién eres?». Y contesté: «Soy un hombre,
y tengo un cuerpo que mira al exterior y un alma que está en mi interior». ¿En cuál de los dos debí
buscar a mi Dios, a quien anduve buscando con mi cuerpo por la tierra y por el cielo hasta donde
pudieron llegar investigando los rayos de mis ojos? Pero la parte mejor del hombre es, sin duda, la
parte interior. Y a mí como a presidente que había de juzgar de su mensaje sobre el cielo y la tierra
con todo lo que contienen, me anunciaban mis sentidos corporales: «No somos Dios, sino que Él
nos creó». El hombre interior en mí fue quien conoció esto a través del servicio del hombre
exterior y sus sentidos.
De esta manera, pues, interrogué a toda la ingente máquina del mundo, y su respuesta siempre
fue: «No soy Dios, Él me hizo».
(Conf. X, 6.9)
26 de agosto
Tiempos difíciles
Soléis decir: «Los tiempos son difíciles, los tiempos son duros, los tiempos abundan en miserias».
Vivid bien, y cambiaréis los tiempos con vuestra buena vida; cambiaréis los tiempos y no tendréis
de qué murmurar. En efecto, hermanos míos, ¿qué son los tiempos? La extensión y sucesión de los
siglos. Nace el sol; transcurridas doce horas, se pone en la parte opuesta del mundo. Al siguiente
día vuelve a salir por la mañana, para ponerse otra vez. Enumera cuántas veces acaece lo mismo:
he ahí lo que son los tiempos. ¿A quién hirió la salida del sol? ¿A quién dañó su puesta? En
consecuencia, a nadie ha dañado el tiempo. Los dañados son los hombres; los que dañan son
también hombres. ¡Oh gran dolor! Son hombres los dañados, los despojados, los oprimidos. ¿Por
quién? No por leones, no por serpientes o escorpiones, sino por hombres. Los que sufren el daño
se lamentan de ello; si les fuera posible, ¿no harían ellos lo mismo que reprochan a otros?
Llegaremos a conocer al hombre que murmura en el momento en que le sea posible hacer eso
mismo contra lo que murmuraba. Lo alabo, vuelvo a alabarlo si deja de hacer lo que él reprochaba.
Amadísimos, aquellos que parecen ser poderosos en el mundo, ¡cómo son alabados cuando
hacen menos daño del que pueden hacer! A uno de esos alabó la Escritura: Quien pudo pecar y no
pecó; quien no marchó tras el oro. Es el oro quien debe seguirte a ti, no tú al oro. Buena cosa es el
oro, pues Dios no creó nada malo. No seas tú malo, y el oro será bueno. He aquí que entre un
hombre bueno y otro malo pongo al oro. Suponte que se lo apropia el malo; los pobres son
oprimidos; los jueces, corrompidos; las leyes, violadas, y la vida social, perturbada. ¿Por qué todo
ello? Porque fue el malo quien se apropió el oro. Supón que lo toma el bueno: los pobres reciben
alimento, los desnudos vestido, los oprimidos liberación y los cautivos redención. ¡Cuántos bienes
produce el oro en manos del bueno y cuántos males en manos del malo! ¿Por qué, pues, decís, a
veces llenos de mal humor: «¡Oh, si no existiese el oro!»? No ames el oro. Si eres malo tú, vas tras
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él; si eres bueno, va él tras de ti. ¿Qué significa que va él tras de ti? Que lo gobiernas tú a él, no él a
ti; que lo posees tú a él, y no él a ti.
(Serm. 311, 8,9)
27 de agosto
Con su madre Mónica
Entretanto había llegado mi madre, que llevada de su inmenso amor me seguía por tierra y por
mar, y que en todos los peligros estaba segura de ti; y tanto, que durante los azares de la
navegación confortaba ella a los marineros mismos, que están habituados a animar en sus
momentos de zozobra a los viajeros novatos. Les prometía con seguridad que llegarían a buen
puerto, pues tú así se lo habías revelado en una visión.
Me encontró cuando me hallaba yo en sumo peligro por mi desesperación de alcanzar la
verdad. Cuando le dije que no era ya maniqueo pero tampoco todavía cristiano católico, no se dio
en extremos al júbilo como quien oye algo inesperado. Segura estaba de que de la miseria en que
yacía yo como muerto, habías tú de resucitarme por sus lágrimas; y como la viuda de Naín, me
presentaba a ti en el féretro de sus pensamientos, para que tú le dijeras al hijo de la viuda: Joven,
yo te lo mando: levántate (Lc 7,14), y él reviviera y comenzara a hablar y tú se lo devolvieras a su
madre.
Así pues, su corazón no se estremeció con ninguna turbulenta exultación cuando vio que ya
estaba hecho en parte lo que ella a diario con lágrimas te pedía: pues me vio no ganado todavía
para la verdad, pero sí liberado de la falsedad. Y esperaba con firmeza que tú, que se lo habías
prometido todo, hicieras lo que faltaba todavía. Con el pecho lleno de segura placidez me
respondió que no dudaba en absoluto de que antes de morir había de verme católico fiel.
(Conf. VI, 1.1)
28 de agosto
Toma y lee
¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar enojado conmigo para siempre? ¡Olvídate ya de nuestras viejas
iniquidades! (Sal 6,3; 12,2; 128,8). Porque me sentía aún amarrado a ellas y lanzaba gemidos
llenos de miseria: ¿Cuándo, cuándo acabaré de decidirme? ¿Lo voy a dejar siempre para mañana?
¿Por qué no dar fin ahora mismo a la torpeza de mi vida?
Esto decía con lágrimas de amarga contrición. Y mientras tanto se oyó una voz, de niño o de
niña, no lo sé, que desde la casa vecina decía y repetía cantando: «Toma y lee toma y lee». Al punto
se mudó mi ánimo y comencé a preguntarme con mucha atención si había oído alguna vez cantar a
los niños en el juego una letrilla semejante. Y comprimiendo el ímpetu de mis lágrimas me levanté
en seguida, seguro de que en aquella voz había para mí un divino mandato de tomar el libro y leer
lo primero que vieran mis ojos.
Porque de Antonio acababa de oír que una lectura del Evangelio lo había amonestado, como si
con palabras le hablara, diciéndole: Anda, vende todo los que tienes y dalo a los pobres, con lo cual
tendrás un tesoro en el cielo, y luego, ven y sígueme (Mt 19,21). Y Antonio siguió este oráculo y se
convirtió a ti.
179
Volví entonces apresuradamente al lugar en que estaba sentado Alipio, pues allí había dejado el
libro del apóstol. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el capítulo en que habían caído mis ojos. Decía:
No andéis en comilonas ni embriagueces; no en las recámaras y en la impudicia ni en contiendas y
envidias; sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no os dejéis llevar de las concupiscencias de la
carne (Rom 13,13-14).
No quise leer más, ni era menester. Porque al terminar de leer la última sentencia una luz
segurísima penetró en mi corazón disipando de golpe las tinieblas de mi duda. Cerré entonces el
libro, señalando el pasaje no recuerdo si con el dedo o con otra señal; y serenado ya le conté a
Alipio cuanto me había pasado.
...Y en tal forma me convertiste a ti, que no busqué ya mujer y abandoné todas las esperanzas de
este mundo.
(Conf. VIII, 12.28-30)
29 de agosto
No puedo ser mártir
Nadie diga, por tanto: «Yo no puedo ser mártir, porque ahora no son perseguidos los cristianos».
Ya se te dice que Juan fue mártir, y mirando a su propia luz las cosas, murió por Cristo. ¿Cómo por
Cristo, dices, si no se le interrogó acerca de Cristo ni se le forzó a negar a Cristo? Oye al mismo
Cristo, que dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Si Cristo es la verdad, quien padece por la
verdad padece por Cristo y es legítimamente coronado. Nadie, por tanto, se excuse; todos los
tiempos son de martirio. Ni se diga que los cristianos no sufren persecución; no puede fallar la
sentencia del Apóstol, por ser verdadera; Cristo habló en él, no mintió. Dice, pues: Todos los que
quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución. Todos, dice, a nadie excluyó, a
nadie exceptuó. Si quieres probar ser cierto ese dicho, empieza tú a vivir piadosamente y verás
cuánta razón tuvo para decirlo. Porque cesó la persecución de los reyes del mundo, ¿no atormenta
el diablo? Siempre está ojo avizor contra nosotros el enemigo antiguo; no nos durmamos. Sugiere
halagos, pone celadas, introduce malos pensamientos y, para llevarnos a dolorosa ruina, pone
delante lucros y amenaza con perjuicios. Si llégase a trance de caer y a duras penas se rechaza el
mal sugerido, hasta el punto de preferir la muerte con gusto e incontinenti. Entendedme,
hermanos. Si alguien, por ejemplo, un noble, tiene a su mano tu vida y te urge a decir un falso
testimonio, aunque no te diga: «Reniega de Cristo», ¿qué prefieres, la falsedad o morir por la
verdad? Ello vale tanto como si el perseguidor te dijera que renegases de Cristo, porque si,
conforme a lo dicho, Cristo es la verdad, sin duda reniega de Cristo quien de verdad reniega. Ahora
bien, niega la verdad todo el que habla la mentira. Y, ¿por qué dice un falso testimonio quien le
dice? Ciertamente por temor. ¿No padecen persecución los cristianos cuando luchan por la
verdad? Todos ahora y cada uno son probados, cada cual a su modo.
(Serm. 6, 2)
30 de agosto
Confusión de lenguas
180
Y descendió el Señor –está escrito– a ver la ciudad y la torre que habían edificado los hijos de los
hombres, es decir, no los hijos de Dios, sino la sociedad que vive según el hombre, y que llamamos
ciudad terrena. Dios, que está todo en todas partes, no se mueve con movimiento local. Se dice que
desciende cuando hace algo en la tierra. Y como hecho maravilloso y ajeno al curso ordinario de la
naturaleza, muestra, en cierto modo, su presencia. Del mismo modo, Dios, que nunca y nada puede
ignorar, no aprende con ver, sino que se dice que ve y conoce temporalmente porque hace ver y
conocer. No se veía, pues, aquella ciudad como Dios hizo que se viera después, cuando mostró
cuánto le desagradaba. No obstante, puede entenderse también que Dios descendió a aquella
ciudad, porque descendieron sus ángeles, en quienes habita, de forma que estas palabras: Y dijo el
Señor Dios: Ve aquí un solo pueblo y una misma lengua, etc., y las agregadas luego: Venid y
descendiendo confundamos allí sus lenguas, no sea más que una recapitulación para explicar cómo
sucedió lo que había dicho: Descendió el Señor. Porque, si ya había descendido, ¿qué quiere decir:
Venid y descendiendo confundamos (lo cual se entiende dicho a los ángeles), sino que descendía,
por ministerio de los ángeles, el que estaba en los ángeles que descendían? Es de notar que no
dice: Venid y descendiendo confundid, sino: Confundamos allí su lenguaje, mostrando que Dios
obra por sus ministros, de forma que son sus cooperadores, según las palabras del Apóstol: Pues
somos los cooperadores de Dios.
(CdeD XVI, 5)
31 de agosto
Más pobre cuanto más se quiere abarcar
Y la causa principal de este error es que el hombre se desconoce a sí mismo. Para conocerse
necesita estar muy avezado a separarse de la vida de los sentidos y replegarse en sí y vivir en
contacto consigo mismo. Y esto lo consiguen solamente los que o cauterizan con la soledad las
llagas de las opiniones que el curso de la vida ordinaria imprime en ellos, o las curan con la
medicina de las artes liberales.
Así, el espíritu, replegado en sí mismo, comprende la hermosura del universo, el cual tomó su
nombre de la unidad. Por tanto, no es dable ver aquella hermosura a las almas desparramadas en
lo externo, cuya avidez engendra la indigencia, que solo se logra evitar con el despego de la
multitud. Y llamo multitud, no de hombres, sino de todas las cosas que abarcan nuestros sentidos.
Ni te admires de que sea tanto más pobre uno cuanto más cosas quiere abrazar. Porque así
como en una circunferencia, por muy grande que sea, solo hay un punto adonde convergen los
demás, llamado por los geómetras centro, y aunque todas las partes de la circunferencia se pueden
dividir infinitamente, solo el punto del centro está a igual distancia de los demás, y como
dominándolos por cierto derecho de igualdad. Mas si quieres salir de allí a cualquier parte, cuanto
de más cosas vayas en pos tanto más se pierden todas: así el ánimo, desparramado de sí mismo,
recibe golpes innumerables y se ve extenuado y reducido a la penuria de un mendicante cuando
toda su naturaleza lo impulsa a buscar doquiera la unidad y la multitud le pone el veto.
(DeOrd. I, 2,3)
181
182
Septiembre
1 de septiembre
Entrar en sí mismo
Advertido quedé con todo esto de que debía entrar en mí mismo, y pude conseguirlo porque tú, mi
auxiliador, me ayudaste. Entré pues, y de algún modo, con la mirada del alma y por encima de mi
alma y de mi entendimiento, vi la luz inmutable del Señor. No era como la luz ordinaria, accesible a
toda carne; ni era más grande que ella dentro del mismo género como si la luz natural creciera y
creciera en claridad hasta ocuparlo todo con su magnitud. Era una luz del todo diferente,
muchísimo más fuerte que toda luz natural.
No estaba sobre mi entendimiento como el aceite está sobre el agua o el cielo sobre la tierra, era
superior a mí, porque ella me hizo, y yo le era inferior porque fui hecho por ella. Quien conoce esta
luz conoce la Verdad, y con la Verdad la eternidad. Y es la caridad quien la conoce.
¡Oh Verdad eterna, oh verdadera caridad y amable eternidad! Tú eres mi Dios y por ti suspiro
día y noche. Y cuando por primera vez te conocí tú me tomaste para hacerme ver que hay muchas
cosas que entender y que yo no era todavía capaz de entenderlas. Y con luz de intensos rayos
azotaste la debilidad de mi vista y me hiciste estremecer de amor y de temor. Entendí que me
hallaba muy lejos de ti, en una región distante y extraña; y sentí como si oyera tu voz que desde el
cielo me dijera: «Yo soy el alimento de las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me
transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí».
(Conf. VII, 10.16)
2 de septiembre
Modestia y moderación
Modestia o moderación se dijo de modo, y templanza, de temperies. Donde hay moderación y
templanza, allí nada sobra ni falta. Ella, pues, comprende la plenitud, contraria a la pobreza, mucho
mejor que la abundancia, porque en esta se insinúa cierta afluencia y desbordamiento excesivo de
una cosa. Y cuando esto ocurre, falta allí la moderación, y las cosas excesivas necesitan medida o
modo. Luego la abundancia supone cierta pobreza, mientras la medida excluye lo excesivo y lo
defectuoso. La opulencia misma, examinada bien, comprende el modo, pues se deriva de ope,
ayuda. Pero, ¿cómo lo excesivo puede servir de ayuda, si muchas veces es más molesto que lo
escaso? Tanto lo excesivo como lo defectuoso carecen de medida, y en este sentido se muestran
indigentes y faltos. La sabiduría es, pues, la mesura del alma, por ser contraria a la estulticia, y la
estulticia es pobreza, y la pobreza, contraria a la plenitud. Conclúyese que la sabiduría es plenitud.
Es así que en la plenitud hay medida. Luego la medida del alma está en la sabiduría. De donde
aquel dicho célebre de máxima utilidad para la vida: En todo evita la demasía.
(VF IV, 32)
183
3 de septiembre
Enemigos invisibles
Adviértenos, pues, el Apóstol que nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los
principados y potestades. Alguien podría imaginar que se refiere a los principados de la tierra y a
las potestades del siglo. ¿Por qué no? Porque son carne y sangre. Y ya lo dijo de una vez: No contra
la carne y la sangre. Luego si quitas los ojos de toda suerte de hombres, ¿quiénes son los enemigos
restantes? Los principados y potestades de la maldad espiritual, gobernadores del mundo. Parece
hacer mucho favor al diablo y a sus ángeles; parece demasiado llamarlos gobernadores del mundo,
y para que no lo eches a mala parte, aclara quién sea el mundo cuya rectoría tienen. Gobernadores
del mundo, de estas tinieblas. ¿Qué significa del mundo, de estas tinieblas? Sus amadores y los
incrédulos, de los que rebosa el mundo y cuya dirección lleva el diablo. A estos llama tinieblas el
Apóstol, y rectores suyos al diablo y a sus ángeles. No son tinieblas por naturaleza incapaces de
mudanza; cambian y se hacen luz, creen y creyendo son iluminadas. Y cuando esto se haya
verificado en ellas, oirán decirles: Fuisteis tinieblas en otro tiempo, mas ahora sois luz en el Señor.
Cuando eras tinieblas, lo eras en ti, no en el Señor; mas cuando fuiste luz, en el Señor lo fuiste, no
en ti. Pues, ¿qué tienes no recibido? Siendo, pues, ellos enemigos invisibles, con armas invisibles se
los ha de impugnar. Al enemigo visible le derrotas hiriendo, al invisible se le vence creyendo. Es el
hombre enemigo visible, y el herir es también cosa visible; el diablo es enemigo invisible, e
invisible también la fe. Trátase, por tanto, de una pelea invisible contra invisibles enemigos.
(Serm. 67, 5)
4 de septiembre
Refugio contra el enemigo
Alguien dijo estar él muy a salvo de tales enemigos, ¿cómo? Había yo empezado a decir el cómo,
pero tuve necesidad de hablar de estos enemigos con algún espacio. Conocidos ya, veamos qué
refugio hay contra ellos. Invocaré al Señor alabándole, y seré salvo de mis enemigos. Ahí ves qué has
de hacer: invocar alabando, pero invocar alabando al Señor. Porque, si te alabas a ti mismo, no te
verás a salvo de tus enemigos. Invoca al Señor alabándole, y te verás libre de tus enemigos. ¿No es
eso mismo lo que dice el Señor? Sacrificio de alabanza me honrará, y ahí está el camino por donde le
mostraré mi Salud. ¿Dónde está el camino? En el sacrificio de alabanza. No saques los pies del
camino este; vete por él, no te desvíes de él; del camino de alabanza, no digo un pie, mas ni lo
negro de la uña. Si quisieres andar fuera de este camino y alabarte a ti en vez de alabar a Dios, no
te librarás de tus enemigos, porque de ellos se ha dicho: A la vera de la senda me pusieron
tropiezos. Si, pues, entiendes poseer de tu caudal cosa buena, te pones fuera de la alabanza de Dios.
¿Es maravilla te seduzca el enemigo, si a ti mismo te seduces tú? Oye al Apóstol: Si alguien piensa
ser algo, siendo como es un nada, a sí mismo se engaña.
(Serm. 67, 6)
5 de septiembre
Seducido y seductor
184
Durante un lapso de nueve años, desde mis diecinueve hasta mis veintiocho, era yo seducido y
seductor; engañado, pero también, bajo el impulso de variados apetitos, engañaba yo
abiertamente en la profesión de las llamadas disciplinas liberales que en lo oculto llevaban
falsamente el nombre de religión. Soberbio aquí y supersticioso allá y vanidoso en todas partes;
ávido de gloria popular, corría yo tras los aplausos del teatro y las bagatelas de los espectáculos,
los certámenes poéticos y las luchas por aquellas coronas de hierba perecedera. Mas con todo eso
pretendía yo purificarme de mis sórdidas intemperancias llevando a los que eran llamados justos
y santos determinados manjares para que ellos en el laboratorio de su vientre me fabricaran
ángeles y dioses que luego me liberaran. Es que entonces creía yo en tales aberraciones y las ponía
en práctica con mis amigos, a quienes había yo arrastrado en mi propio engaño.
Búrlense de mí y sea en hora buena esos arrogantes a quienes tú no has postrado todavía en
saludable humillación; pero yo tengo que confesarte mis deshonras en alabanza de tu gloria.
Ruégote me concedas recorrer ahora con el recuerdo todos los meandros de mis pasados yerros,
ofreciéndote así un jubiloso sacrificio (Sal 26,6).
Pues, ¿qué soy yo sin ti para mí mismo sino un guía ciego que me lleva al precipicio? ¿O qué soy,
cuando me va bien, sino un bebé que bebe la leche que tú le das y encuentra en ti un alimento
incorruptible? ¿Y qué es y cuánto vale un hombre cualquiera solo por ser hombre?
Ríanse pues de mí los fuertes y los potentes; que yo, débil y pobre, me confieso ante ti.
(Conf. IV, 1.1)
6 de septiembre
Tú eres la verdad
Pero ahora, Señor, todo eso ya pasó y el tiempo ha cicatrizado mi herida. ¿Será posible que
aplicando a tu voz el oído de mi alma entienda yo de ti, que eres la verdad, por qué el llanto es un
consuelo para los que sufren? ¿Es acaso que tú, presente como estás en todas las cosas, echas a un
lado nuestra miseria? Porque tú permaneces siempre estable en ti mismo, mientras nosotros nos
revolvemos en toda clase de experiencias. Y sin embargo, ni rastro quedaría de nuestra esperanza
si no llorásemos delante de ti.
¿De dónde viene pues el que del amargor de la vida podamos sacar frutos tan dulces como el
gemir y llorar, suspirar y quejarnos? ¿Nos es dulce todo esto porque esperamos que tú nos
escuches? Esto es clara verdad de la plegaria, pues con ella nos proponemos llegar hasta ti; pero,
¿qué había en el fondo de aquel dolor mío por el bien perdido; en aquel luto que pesadamente me
oprimía? Porque yo no esperaba hacer con mis lágrimas revivir a mi amigo; simplemente me dolía
y lloraba por una alegría irremisiblemente perdida.
El llanto en sí mismo es amargo; pero acaso nos llega a deleitar cuando nos cansamos de las
cosas que antes teníamos.
(Conf. IV, 5.10)
7 de septiembre
El sábado
Este sabatismo aparecerá más claro si se computa el número de edades como otros tantos días,
según las Escrituras, pues que se halla ser justamente el día séptimo. La primera edad, como el
185
primer día, se cuenta desde Adán hasta el diluvio; la segunda, desde el diluvio hasta Abrahán,
aunque no comprende igual duración que la primera, pero sí igual número de generaciones, que
son diez. Desde Abrahán hasta Cristo, el evangelista san Mateo cuenta tres edades, que abarca
cada una catorce generaciones: una, desde Abrahán hasta David; otra, desde David hasta la
cautividad de Babilonia, y la tercera, desde la cautividad hasta el nacimiento temporal de Cristo.
Tenemos ya cinco. La sexta transcurre ahora y no debe ser coartada a un número determinado de
generaciones, por razón de estas palabras: No os corresponde a vosotros conocer los tiempos que el
Padre tiene reservados a su poder. Tras esta, Dios descansará como en el día séptimo y hará
descansar en sí mismo al día séptimo, que seremos nosotros.
Sería muy largo tratar ahora al detalle de cada una de estas edades. Baste decir que la séptima
será nuestro sábado, que no tendrá tarde, que concluirá en el día dominical, octavo día y día
eterno, consagrado por la resurrección de Cristo y que figura el descanso eterno no solo del
espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos
y alabaremos. He aquí la esencia del fin sin fin. Y, ¡qué fin más nuestro que arribar al reino que no
tendrá fin!
Estoy en que ya he saldado, ayudado por Dios con esta inmensa obra, la deuda contraída.
Quienes con esta tengan poco o demasiado, que me perdonen. Y quienes estén satisfechos,
agradecidos, den gracias no a mí, sino a Dios conmigo. Así sea.
(CdeD XXXII, 5, 6)
8 de septiembre
Por qué nació Cristo de mujer
Para ello hízose hombre nuestro Señor Jesucristo, e hízose naciendo de mujer. ¿Fuéralo acaso
menos no naciendo de la Virgen María? Alguien dirá: «Plúgole ser hombre; mas, ¿para qué venir de
mujer, si no hizo así al primer hombre que hizo?». Ved el modo de replicar a esto. Dices, pues:
«¿Por qué prefirió nacer de mujer?». A lo cual respondo: Y, ¿por qué no había de nacer de mujer?
Figúrate no puedo yo mostrarte la causa de haberla escogido; muéstrame tú si había en ella razón
para rehusarla. Ya, empero, hemos dicho alguna vez que, si hubiese rehuido el nacimiento de
mujer, parecería significarnos la posibilidad de contagiarse de ella; y, verdaderamente, tanto
menos temor cabía en él a una maternidad carnal, como si entrara en lo posible contagiarse,
cuanto que, por esencia, era incontaminable; luego en nacer de mujer algún gran misterio se
propuso revelarnos. Cierto, hermanos; también nosotros reconocemos serle a su Majestad fácil
hacer hombre al Señor, si tal fuera su voluntad, sin nacer de mujer; como pudo nacer de mujer sin
varón, igual podría no nacer de mujer; mas, naciendo de mujer, vino a significarnos que ninguno
de los dos sexos, en efecto, estorbaba la esperanza de la humana criatura. El sexo humano le
constituyen el de los varones y el de las hembras; luego si, haciéndose varón él (y convenía lo
fuese), no naciera de mujer, las mujeres, con la memoria de su pecado primero, desesperarían de
salvarse, ya que por la mujer fue seducido el primer hombre; y pensarían no haber para ellas en
Cristo esperanza ninguna. Tomó, pues, el sexo masculino para él, y fue varón, y nació de mujer
para consuelo del femenino, como diciendo: —Por que veáis no ser mala la hechura de Dios (a la
que un mal apetito descarrió), cuando yo, al principio, hice al hombre, hícelo macho y hembra. Ni
repudio ahora mi hechura, pues ahí veis como nazco varón y nazco de mujer. No condeno, pues, mi
hechura, sino los pecados, hechura no mía. Estime cada sexo su dignidad, confiesen ambos la
186
propia iniquidad, y ambos esperen de mí la salud. Para seducir al varón, la mujer propinó el
veneno; para la reparación del hombre sea, pues, la mujer quien le propine la salud, y así
engendrando a Cristo, compensará el mal hecho al hombre. Por eso fueron mujeres también las
primeras en anunciar a los apóstoles la resurrección de Dios. Si una mujer dio a conocer la muerte
a su esposo en el paraíso, las mujeres dieron a conocer a los varones la salud en la Iglesia. Habían
los apóstoles de anunciar a los gentiles la resurrección de Cristo; a los apóstoles se la anunciaron
mujeres. Nadie, por tanto, recrimine a Cristo el haber nacido de mujer, porque, sobre no poder
recibir mancha de este sexo el Liberador, convenía le honrara el Criador.
(Serm. 51, 4)
9 de septiembre
El recuerdo de la felicidad
¿Se dirá acaso que el recuerdo de la felicidad es como el recuerdo que de Cartago tiene una
persona que estuvo allí? No. Porque la felicidad no es un cuerpo que se pueda percibir por los
sentidos. ¿O diremos que se recuerda al modo como se recuerdan los números? Tampoco, pues
quien ya conoce los números no necesita saber más sobre ellos, mientras que todos nosotros
deseamos llegar un día a la vida feliz porque la amamos, y la amamos porque de ella tenemos
noticia.
¿O será, acaso, que recordamos la vida feliz como recordamos la alegría? Esto sí puede ser.
Porque mis alegrías pasadas las recuerdo estando triste, así como muchas veces en que me siento
miserable me acuerdo de la vida bienaventurada. Pero estas alegrías nunca me vinieron por los
sentidos corporales: nunca las vi ni las oí, nunca las olí ni las gusté ni las toqué, sino que tuve su
experiencia en el alma misma cuando me sentí alegre, su recuerdo quedó impreso en mi memoria,
y de ella la evoco cuando quiero. Unas veces lo hago con menosprecio, otras con añoranza, según
la calidad de las cosas que en otro tiempo fueron para mí motivo de gozo.
Pero también hubo ocasiones en que sentí gozo por cosas torpes cuyo recuerdo ahora me causa
vergüenza y repugnancia; así como otras veces por cosas honestas y buenas, cuyo recuerdo es el
más puro de los deseos; aunque tal vez uno y otro estén ausentes, y por eso recuerde estando
triste el pasado gozo.
(Conf. X, 21.30)
10 de septiembre
Todos quieren gozar
Así pues, ¿cuándo y dónde tuve la experiencia de la vida bienaventurada para poder de este modo
recordarla con amor y deseo? Y no soy solamente yo ni un grupo reducido quien desea la vida
feliz, sino el mundo entero. Y nadie podría desear con tan firme voluntad si no tuviéramos una
noción cierta de lo que esto significa.
¿Qué es lo que hay en el fondo de todo esto? Porque si a dos personas se les pregunta si quieren
ir a la guerra es posible que una diga que sí y la otra conteste que no; pero interrogadas sobre si
187
quieren ser felices responderán a una que sí. El uno busca la felicidad en la guerra y el otro la pone
en no ir a la guerra. Es verdad que unos ponen la felicidad en esto y otros en aquello, pero el deseo
de ser felices es del todo universal; todos quieren gozar y como gozo conciben la felicidad. Y
diversas como son las maneras de concebirla, todos se esfuerzan por llegar a ella. Por otra parte, el
gozo es algo que está en la experiencia de todos; por eso saben de qué se trata cuando la oyen
nombrar.
(Conf. X, 21. 31)
11 de septiembre
La vida bienaventurada
Quizá me preguntes aquí qué es la vida bienaventurada. En esta cuestión se han atormentado los
ingenios y ocios de muchos filósofos, los cuales tanto menos la pudieron hallar, cuanto menos
honraron a la Fuente de esa vida y no le dieron gracias. Mira, pues, primero si hemos de atender a
los que dicen que es feliz aquel que vive según su voluntad. Líbrenos Dios de pensar que eso es
verdad. ¿Y si uno quiere vivir inicuamente? ¿No demostrará que es tanto más mísero cuanto
mayor facilidad halla su capricho para lo malo? Con motivo desecharon esa opinión aun aquellos
mismos que filosofaron sin adorar a Dios. Uno de ellos, varón elocuentísimo, dijo: «Otros que no
son filósofos, pero que están dispuestos a discutir, afirman que son felices los que viven como
quieren. Es una falsedad, porque el querer lo que no conviene es la misma miseria. No es tan triste
el carecer de lo que quieres como el querer conseguir lo que no conviene». ¿No te parece que esas
palabras han sido dichas por la misma Verdad por medio de un hombre cualquiera? Podemos
afirmar aquí lo que el Apóstol dice de cierto poeta cretense al aceptarle una frase: Este testimonio
es verdadero.
(Carta a Proba, 130, 10)
12 de septiembre
La persona bienaventurada
Aquel es bienaventurado que tiene cuanto quiere y no quiere nada malo. Si esto es así, busca qué
hombres no quieren el mal. Uno quiere casarse; otro, libre del matrimonio, prefiere pasar en
continencia su viudez; otro, renuncia a toda unión carnal aun dentro del matrimonio. Se ve que en
esto unos son mejores que otros, pero podemos decir que ninguno de ellos quiere indecentemente
su objeto. Así también el desear tener hijos, que es el fruto de las bodas, o el desear que esos hijos
gocen de vida y de salud. Este deseo lo tienen y viven también todas las viudas continentes.
Porque, aunque desdeñen su anterior matrimonio y ya no deseen tener hijos, desean que se
conserven incólumes los que antes tuvieron. De todas estas preocupaciones está libre la virginidad
integral. Pero todos tienen allegados, a quienes aman y a quienes decentemente desean una salud
templada.
¿Podemos
decir
que
son
ya
bienaventurados los hombres cuando han logrado salud en su persona y en la de aquellos a
quienes aman? He aquí, en efecto, algo que pueden desear decentemente. Sin embargo, están aún
muy distantes de la vida bienaventurada si no poseen otros bienes mayores ni mejores, más
henchidos de utilidad y de nobleza.
188
(Carta a Proba, 130, 11)
13 de septiembre
Hechos y palabras
Vuestra caridad ha oído como Nos el santo Evangelio; préstenos ahora el Señor su ayuda para
deciros algo sobre lo leído, y así nuestra palabra os sea de provecho y fructifique en vuestras
costumbres. El oyente de la palabra de Dios ha, en efecto, de pensar su obligación de conducirse al
talle de lo que oye; no alabar la palabra divina con la lengua y despreciarla con la vida. Nosotros,
los predicadores, nos asemejamos al sembrador; vosotros sois el campo del Señor; no muera la
semilla, fructifique la mies. Con nosotros oísteis como, habiéndose llegado sus discípulos a nuestro
Señor Jesucristo, Él, abriendo su boca, los enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos, etc. El único verdadero Maestro les enseñaba a
los discípulos, puestos a la redonda, esto de que habemos hecho mención brevemente; y vosotros,
con su ayuda, os habéis llegado a Nos para que os hablemos y enseñemos. ¿Podemos hacer algo
mejor que deciros lo que un tal Maestro expuso y dijo?
(Serm. 11, 1)
14 de septiembre
La figura de la cruz
En este misterio se presenta la figura de la cruz. Si Él murió porque quiso, murió también como
quiso. No eligió en vano tal género de muerte, sino para constituirse maestro de la anchura y
longitud, altura y profundidad. La anchura es el palo transversal que se clava en lo alto; se refiere a
las buenas obras, porque en él son clavadas las manos. La longitud es el palo que baja desde el
anterior hasta la tierra; en él, se está, se permanece, se persevera, y eso es propio de la
longanimidad. Altura es la parte del leño que va desde el palo transversal hacia arriba y
corresponde a la cabeza del crucificado: es la expectación de los que esperan bien de las cosas
superiores. En fin, la parte del leño que no aparece, porque se oculta en la tierra y desde donde
surge la cruz, significa la profundidad de la divina gracia. Muchos ingenios se agotaron, tratando
de investigar este misterio, y al fin se les dijo: ¡Oh hombre!, ¿quién eres tú para responder a Dios?
(Carta a Honorato, 140, 64)
15 de septiembre
Las lágrimas de una madre
Pero tú, Señor, hiciste sentir tu mano desde lo alto y libraste mi alma de aquella negra humareda
porque mi madre, tu sierva fiel, lloró por mí más de lo que suelen todas las madres llorar los
funerales corpóreos de sus hijos. Ella lloraba por mi muerte espiritual con la fe que tú le habías
dado, y tú escuchaste su clamor. La oíste cuando ella con sus lágrimas regaba la tierra ante tus
ojos; ella oraba por mí en todas partes, y tú oíste su plegaria. Pues, ¿de dónde sino de ti le vino
aquel sueño consolador en que me vio vivir con ella, comer con ella a la misma mesa, cosa que ella
no había querido por el horror que le causaban mis blasfemos errores?
Se vio de pie en una regla de madera; y que a ella, sumida en la tristeza, se llegaba un joven
alegre y espléndido que le sonreía. No por saberlo sino para enseñarla, le preguntó el joven por la
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causa de su tristeza, y ella respondió que lloraba por mi perdición. Le mandó entonces que se
tranquilizara, que pusiera atención y que viera cómo en donde ella estaba, también estaba yo. Miró
ella entonces y, junto a sí, me vio de pie en la misma regla.
¿De dónde esto, Señor, sino porque tu oído estaba en su corazón? ¡Oh Señor omnipotente y
bueno, que cuidas de cada uno de tus hijos como si fuera el único, y que de todos cuidas como si
fueran uno solo!
(Conf. III, 11.19)
16 de septiembre
Imitar la virtud del mártir
La pasión del bienaventurado mártir Cipriano ha hecho de hoy un día de fiesta para nosotros; la
fama de su victoria nos ha reunido con devoción en este lugar. Pero la celebración de la festividad
de los mártires debe consistir en imitar sus virtudes. Es cosa fácil honrar a un mártir; lo grande es
imitar su fe y paciencia. Hagamos lo uno de forma que deseemos lo otro; celebremos de tal forma
lo primero que amemos, sobre todo, lo segundo. ¿Qué alabamos en la fe del mártir? Que luchó por
la verdad hasta la muerte, y por eso venció. Despreció los halagos del mundo y no cedió ante su
crueldad; en consecuencia, se presentó como vencedor ante Dios. En este mundo abundan los
errores y los terrores; el dichosísimo mártir superó con la sabiduría los errores, y con la paciencia
los terrores. Grandiosa hazaña la suya: siguiendo al cordero, venció al león. La crueldad del
perseguidor era como rugido del león; mas, mirando al cordero que está arriba, pisoteaba abajo al
león; al cordero que con su muerte destruyó la muerte, que colgó del madero, que derramó su
sangre y redimió al mundo.
(Serm. 311, 1)
17 de septiembre
¿Cuándo no hubo dolor?
¿Cuándo, pues, le fue bien al género humano? ¿Cuándo no experimentó el temor, el dolor? ¿Cuándo
gozó de la felicidad asegurada, cuándo no de la verdadera infelicidad? Si nada tienes, ardes en
deseos de poseer. ¿Posees algo? Tiemblas ante la posibilidad de perderlo y, el colmo de la miseria,
te consideras sano a pesar de aquel ardor y de este temor. ¿Has de tomar mujer? Si es mala, será tu
tormento; si buena, hay que cuidar que no se muera. Los hijos no nacidos atormentan con dolores;
los nacidos, con temores. ¡Cuánto gozo causa al nacer! E inmediatamente se teme que haya que
llorarlo muerto. ¿Dónde se hallará la vida tranquila? ¿No es esta tierra como una gran nave de
viajeros bamboleada por las olas, en peligro, y expuesta a tantas tormentas y tempestades? Temen
naufragar, suspiran por llegar al puerto, habiéndose hecho conscientes de que son peregrinos.
Entonces, ¿son buenos los días inciertos, los días volátiles, los días que se van antes de haber
venido, días que vienen precisamente para dejar de existir? ¿Quién es quien quiere la vida y ama el
ver días buenos? Mas aquí no hay ni vida ni días buenos, pues los días buenos son la misma
eternidad. Se llama propiamente días a los que carecen de fin. Habitaré, dice, por siempre, por la
longitud de los días. Igualmente se ha dicho: Porque mejor es un día solo en tu casa que mil: mejor
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uno solo que no tenga fin. Deseemos, por tanto, algo semejante. Algo semejante se nos promete
con palabras ordinarias, pero de contenido distinto. ¿Quién es el hombre que quiere la vida? A
diario se habla de la vida; pero, ¿qué decir de aquella otra vida? Y ama ver días buenos. A diario se
habla también de días buenos; pero, si bien se examinan, no se les encuentra. «Hoy he tenido un
buen día». Si hubieras encontrado a un amigo, lo considerarías como un día bueno si hubiera
querido estar contigo; ¿no se queja siempre el hombre de que su amigo lo ve y pasa de largo? Así
es, pues, ese día bueno: te ve y pasa de largo. —He tenido un día bueno. —¿Dónde está? Traémelo
acá. —He pasado un día bueno. —Si gozas de haberlo pasado bien, llora porque se ha ido. ¿Quién
es el hombre que quiere la vida y ama el ver días buenos? Todos respondemos: «Yo»; mas después
de esta vida, después de estos días. Si, pues, se nos difieren, ¿qué se nos manda para llegar a lo
diferido? ¿Qué he de hacer en esta vida, sea como sea, para llegar a la vida y a los días buenos? Lo
que sigue en el mismo salmo: Refrena tu lengua del mal y no hablen tus labios engaño; apártate del
mal y haz el bien. Haz lo que se te manda, y recibirás lo que se te promete. Si lo consideras fatigoso
y te sientes hundido por el peso de la tarea, te levante el resplandor de la recompensa.
(Serm. 346C, 2)
18 de septiembre
Malos tiempos
Hermanos míos, alguien murmura contra Dios, diciendo: «Estos tiempos son malos, son duros, son
molestos». Sin embargo, se celebran numera, (juegos de anfiteatro), ¡y dice que los tiempos son
duros! ¡Cuánto más duro eres tú, que no te corriges ni siquiera en estos tiempos duros! Todavía
está en pleno auge la locura de las pompas, todavía se suspira por tantas cosas superfluas y la
avaricia no conoce límites. ¡Cuántas enfermedades surgen del ambiente! ¡Cómo prolifera la lujuria
a causa de los teatros, los instrumentos músicos, las flautas y los comediantes! Quieres servirte
mal de aquello que deseas, y por eso no lo recibes. Escucha la palabra del Apóstol: Ambicionáis, y
no tenéis; matáis y ardéis de envidia, sin poder conseguir lo que deseáis; litigáis, pedís, y no recibís,
porque pedís mal, para consumiros en vuestras concupiscencias. Sanemos, hermanos; corrijámonos.
El juez ha de venir, y todavía se toma a risa su venida; ha de venir, y no quedará tiempo para
chanzas. Hermanos míos amadísimos, corrijámonos, puesto que han de llegar tiempos mejores,
mas no para quienes vivan mal. El mundo está en declive y entró ya en la senectud. ¿Podemos
volver a la juventud? ¿Qué esperamos aquí? Busquemos ya otra cosa. No esperéis tiempos
distintos de los mencionados en el Evangelio; no son malos por el hecho de que haya venido
Cristo; al contrario, dado que eran malos y duros, vino para aportarnos el consuelo.
(Serm. 346A, 7)
19 de septiembre
Muchas preguntas
Y nos proponíamos muchas cuestiones: ¿Por qué hacen todos lo mismo? ¿Por qué siempre obran
así para dominar las hembras, que les están sumisas? ¿Por qué el aspecto mismo de la lucha,
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además de llevarnos a esta alta investigación, nos producía el deleite de un espectáculo? ¿Qué hay
en nosotros que nos impele a buscar en lo sensible cosas que caen fuera del ámbito de los
sentidos? ¿Y qué tenemos que se detiene como preso con el halago de los mismos? Y nos decíamos
a nosotros mismos: ¿Dónde no rigen las leyes y a los mejores no se debe el imperio? ¿Dónde falta
una sombra de regularidad? ¿Dónde no se imita a la verdaderísima Hermosura? ¿Dónde no reina
la medida? Al fin, advertidos por aquel mismo hecho para que nos moderásemos en la
contemplación del espectáculo, seguimos adonde nos guiaba nuestro propósito. Y allí, tan pronto
como se pudo, por ser tan recientes y notables estos episodios que difícilmente se podían borrar
de la memoria de los tres estudiosos, con la debida diligencia ajustando todos los apuntes de
nuestra conversación, formamos esta parte del libro. Y mirando por mi salud, nada hice más aquel
día; solo antes de la cena tenía costumbre de escuchar con ellos todos los días la lectura de medio
volumen de Virgilio, y era nuestra ocupación considerar el admirable modo de ser de las cosas. El
cual nadie deja de reconocerlo; pero el sentirlo, cuando se hace algo con empeño, es muy difícil y
raro.
(DeOrd. I, 8, 26)
20 de septiembre
La vida social
Nuestra más amplia acogida a la opinión que sostiene que la vida social es propia del sabio.
Porque, ¿de dónde se originaría, cómo se desarrollaría y cómo lograría su fin la Ciudad de Dios –
objeto de esta obra, cuyo libro XIX estamos escribiendo ahora– si la vida de los santos no fuera
vida social? Mas, ¿quién será capaz de enumerar la infinidad y gravedad de los males a que está
sujeta la sociedad humana en esta mísera condición mortal? ¿Quién bastará a ponderarlos?
Escuchen a uno de sus poetas cómicos, que pone en boca de un personaje, con la aprobación de
todo el auditorio, estas palabras: «Tomé esposa, y allí experimenté toda miseria. Me nacieron los
hijos, y otro cuidado más». Y, ¿qué decir de los choques de amor descritos por el mismo Terencio,
injurias, sospechas, enemistades, guerra hoy y mañana paz? ¿No es verdad que las copas humanas
rebosan de estos licores? ¿No es verdad que esto sucede también con frecuencia en los amores
honestos entre amigos? ¿No es verdad que los hombres sentimos por doquier injurias, sospechas,
enemistades y guerras? Estos son males ciertos, pero la paz es un bien incierto, porque
desconocemos los corazones de aquellos con quienes queremos tenerla, y, aunque los conozcamos
hoy, no sabemos qué serán mañana. ¿Quiénes suelen o, al menos, deben tener más amistad entre
sí que quienes se cobijan bajo un mismo techo, en una misma casa? Y, sin embargo, ¿quién de esos
está seguro cuando ve los males acaecidos por ocultas maquinaciones, males tanto más amargos
cuanto más dulce fue la paz considerada como verdadera, siendo una astuta ficción? Esto hizo
decir a Cicerón estas palabras, que hieren el corazón y arrancan lágrimas: «No hay traiciones más
peligrosas que aquellas que se cubren con la máscara del afecto o con nombre de parentesco.
Porque es fácil ponerse en guardia contra el enemigo declarado; pero, ¡ay, cuán difícil es dar con el
medio de romper una trampa secreta, interior y doméstica, que encadena antes de poderla
reconocer y descubrir!». Por este motivo no puede oírse tampoco sin dolor en el corazón aquella
voz divina: Los enemigos del hombre serán los habitantes de su propia casa. Porque, aun cuando
alguien sea tan fuerte que aguante con paciencia, o tan vigilante que se guarde con prudencia de
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las maquinaciones que hace contra él una amistad fingida, necesariamente ha de ser para él un
grave tormento el mal de esos pérfidos hombres, si él es bueno, al darse cuenta de que ellos son
pésimos. Y esto, bien fueran siempre malos y se fingieran tales, bien hayan trocado su bondad en
malicia. Si la casa, refugio común en estos males que acechan a los hombres, no está segura, ¿qué
será de la ciudad? ¿Qué será de la ciudad, tanto más llena de pleitos, civiles y criminales, cuanto
mayor es, aunque escape a las turbulentas sediciones, con frecuencia sangrientas, y a las guerras
civiles, sucesos de los que a veces se ven libres las ciudades, pero de los peligros nunca?
(CdeD XIX, 5)
21 de septiembre
Dos clases de enfermos
Suponte dos enfermos: uno que suplica, llorando, al médico; otro que, perdido el juicio por el
exceso de su mal, se burla del doctor; este da esperanza del primero y deplora la suerte del
segundo. ¿Por qué? Porque la enfermedad del último es tanto más peligrosa cuanto más sano se
imagina. Así eran los judíos. Cristo vino a visitar a los enfermos, y todos los hombres lo estaban.
Nadie presuma de sano, por que no le deje el médico a un lado. A todos, pues, los halló enfermos;
es dicho del Apóstol: Porque todos pecaran y necesitan de la gloria de Dios. Enfermos todos, hubo,
sin embargo, dos categorías entre ellos. Unos iban al médico, se adherían a Cristo, le escuchaban, le
honraban, le seguían, se convertían. Él, para sanarlos a todos, a todos recibía sin repugnancia y los
sanaba de balde, pues curaba en virtud de su omnipotencia. Y porque los acogía y les comunicaba
su propia salud, ellos saltaban de gozo. Cuanto a la otra categoría de enfermos, a quienes la
dolencia de su iniquidad había privado de juicio y no se tenían por enfermos, estos le acusaron de
recibir a los desgraciados, y les decían a los discípulos: «¡Vaya maestro, que come con los
pecadores y publicanos!». Y él, que sabía quiénes eran y qué eran, les respondió: No los sanos, sino
los enfermos han necesidad de médico; dándoles a entender a quiénes llamaba sanos y a quienes
enfermos. No he venido, les dice, a llamar a los justos, sino a los pecadores. En otros términos: «Si los
pecadores no vienen a mí, ¿a qué y por quiénes vine yo?». Si todos gozan de salud, ¿era menester
que bajara del cielo un tal médico? Porque la medicina que nos dio no era medicina de su
recetario, sino la propia sangre. Así, pues, los menos enfermos, los que sentían su mal, se
adhirieron al médico para obtener la salud, mientras los más graves denostaban al médico y
zaherían a los enfermos. Y, ¡a qué extremos llegó su delirio!; a echarle mano, y atarle, y flagelarle, y
coronarle de espinas, y suspenderle en un madero y darle muerte de cruz. ¿De qué te admiras? El
enfermo mató al médico; pero el médico, por su muerte, curó de su frenesí al enfermo.
(Serm. 80, 4)
22 de septiembre
Nacemos iguales
A ver, rico, trae a la memoria tus primeros días y ve si trajiste algo al mundo. Cuando tú llegaste,
¡cuántas cosas no hallaste! Dime, te ruego, qué trajiste tú; di qué trajiste, y si el decirlo te
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avergüenza, oye al Apóstol: Nada trajimos a este mundo. ¡Nada! Mas, si no trajiste nada, ¿podrás
quizá llevarte algo de lo mucho que aquí hallaste? Tal vez ese tu amor a las riquezas te hace
temblar de confesarlo; oye, pues, también esto. Dígalo también el Apóstol, que no te adula. Nada
introdujimos en este mundo al nacer: cosa evidente; ni tampoco nos llevaremos algo al salir de aquí;
también es evidente. Nada metiste, nada sacarás; ¿a qué pavonearte delante del pobre? Cuando un
niño nace, quítense de su vera los padres, los criados, los familiares; quítese la turba felicitadora
para dejar oír al niño, que llora. Alumbren a la vez el rico y el pobre, la mujer rica y la mujer pobre,
y no miren lo que dan a luz. Apártense un poquito; vuelvan y vean si conocen al hijo propio. Vedlo,
ricos; nada trajisteis al mundo ni podréis llevaros cosa. Lo dicho de los que nacen, lo digo de los
que mueren. A la verdad, cuando por algún accidente se rajan las sepulturas viejas de los ricos,
¿quién allí reconocerá los huesos de un rico? Oye, rico, pues, al Apóstol: Nada metimos en este
mundo. Reconoce que dice la verdad; mas tampoco se puede sacar cosa alguna; reconoce que
también esto es verdad.
(Serm. 61, 9)
23 de septiembre
La Providencia y el mal
No por verse trastornadas las cosas humanas ha de parecernos a nosotros que las cosas humanas
no tienen gobernación. Porque a todos los hombres se les señala un puesto, si bien a cada uno de
los hombres les parece que no hay orden. Tú mira solamente lo que te gustaría ser, porque, según
lo que quieras ser tú, el Artífice ya sabe dónde colocarte. Mira al pintor. Tiene delante de sí
variedad de colores, y él sabe dónde ha de poner cada color. Cierto, el pecador ha querido ser color
negro; ¿no sabrá el orden del Artífice dónde ha de ponerle? ¡Qué de cosas no hace el color negro!
¡Qué primores no hace con él un pintor! De allí hace los cabellos, la barba, hace las cejas; la frente
no la hace sino con el blanco. Tú mira qué quieres ser; no cures del lugar donde ha de ponerte el
infalible Artista; Él se lo sabe muy bien. Eso mismo sucede, como vemos, en las legislaciones
humanas. Un fulano ha querido ser efractor; el código penal registra esta ilegalidad y sabe dónde
ponerle; dispone de él admirablemente. Él, en efecto, ha obrado mal, pero la ordenación de la ley
no es mala: hará del efractor un minero, y, ¡cuántas cosas no se hacen con el trabajo del minero!
Las penas de estos condenados son los ornamentos de los poblados. Así sabe también Dios dónde
ha de ponerte. No te imagines perturbar los planes de Dios si te da por andar torcido; pues el que
supo crearte, ¿no ha de saber ordenarte? En beneficio tuyo redunda el esfuerzo para ocupar un
buen puesto. ¿Qué dijo de Judas el apóstol Pedro? Se fue a su lugar. Así lo dispuso la divina
Providencia por haber él escogido voluntariamente ser malo, no que Dios le hubiera ordenado al
mal. Mas porque, malo él, quiso ser pecador hizo lo que quiso y padeció lo que no quiso. Su pecado
se echa de ver en que hizo su voluntad; en padecer lo que no quiso es alabado el orden de Dios.
(Serm. 125, 5)
24 de septiembre
Su madre toma parte en sus coloquios
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Pasados pocos días, vino Alipio, y después de una espléndida salida del sol, la claridad y la pureza
del cielo, la temperatura benigna para el rigor de la estación invernal, nos convidaron a bajar a un
prado que frecuentábamos y nos era muy familiar. Con nosotros también se hallaba nuestra
madre, cuyo ingenio y ardoroso entusiasmo por las cosas divinas había observado yo con larga y
diligente atención. Pero entonces, en una conversación que sobre un grave tema tuvimos con
motivo de mi cumpleaños y asistencia de algunos convidados, y que yo redacté y reduje a
volumen, se me descubrió tanto su espíritu que ninguno me parecía más apto que ella para el
cultivo de la sana filosofía. Y así, había ordenado que cuando estuviese libre de ocupaciones
tomase parte en nuestros coloquios, como te consta por el libro primero.
(De Ord. II, 1, 1)
25 de septiembre
Las dos ciudades
Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la
terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí
misma, y la segunda, en Dios, porque aquella busca la gloria de los hombres, y esta tiene por
máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia. Aquella se engríe en su gloria, y esta dice a su Dios:
Vos sois mi gloria y el que me hace ir con la cabeza en alto. En aquella, sus príncipes y las naciones
avasalladas se ven bajo el yugo de la concupiscencia de dominio, y en esta sirven en mutua
caridad, los gobernantes aconsejando y los súbditos obedeciendo. Aquella ama su propia fuerza en
sus potentados, y esta dice a su Dios: A ti he de amarte, Señor, que eres mi fortaleza. Por eso, en
aquella, sus sabios, que viven según el hombre, no han buscado más que o los bienes del cuerpo, o
los del alma, o los de ambos, y los que llegaron a conocer a Dios, no le honraron ni dieron gracias
como a Dios, sino que se desvanecieron en sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció.
Creyéndose sabios, es decir, engallados en su propia sabiduría a exigencias de su soberbia, se
hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre
corruptible, y de aves, y de cuadrúpedos, y de serpientes. Porque o llevaron a los pueblos a adorar
tales simulacros, yendo ellos al frente, o los siguieron, y rindieron culto y sirvieron a la criatura
antes que al Creador, que es bendito por siempre. En esta, en cambio, no hay sabiduría humana, sino
piedad, que funda el culto legítimo al Dios verdadero, en espera de un premio en la sociedad de los
santos, de hombres y de ángeles, con el fin de que Dios sea todo en todas las cosas.
(CdeD, XIV, 28)
26 de septiembre
Alegría del corazón
Entre todas las divinas palabras que habemos oído, discurramos, con la ayuda del Señor, sobre las
últimas: Alégrese el corazón de las que buscan al Señor. Nuestro corazón se alegrará si nuestras
almas sienten hambre, como la sienten nuestros estómagos, pues a la sazón estamos en ayunas.
Cuando al comer nos penen delante algún manjar gustoso, se regocija el apetito de los que tienen
hambre; cuando se ofrecen a nuestras miradas cuadros de colorido vario y suave, alégranse los
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ojos que aman la luz, y el oído se deleita en el canto armonioso, Y el olfato en las fragancias
delicadas. Alégrese, pues, también el corazón de los que buscan a Dios.
(Serm. 28, 1)
27 de septiembre
Pedir la bondad
¿Qué cosa es, pues, la que todos los suyos piden y reciben, buscan y hallan, por la que llaman y se
les abre? Si no fuese algo, no diría la Verdad: Todo el que pide recibe. ¿Qué cosa es? ¿Dónde lo
averiguaremos? Busquemos en el mismo capítulo, tal vez lo hallemos en él. Allí lo tienes, sí, allí lo
tienes. Y donde se dice que somos malos, reconozcámonos tales. Dice Cristo: Si vosotros, siendo
como sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre, que está en los
cielos, dará cosas buenas a los que se las piden? Llama bueno a nuestro Padre y malos a nosotros.
Luego, ¿qué?; Dios, Bien sumo, ¿es Padre de los malos? No podemos negarlo aunque nos parezca
absurdo. Habla la Verdad: Si vosotros, siendo malos como sois, ¿vamos a darle un mentís a la
Verdad?, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos. Damos a nuestros hijos cosas buenas, que, sin
embargo, no los hacen buenos. Si, pues, nosotros podemos dar cosas buenas, que no los hacen
buenos, pero son buenas, ¿qué resta sino pedirle a Dios cosas buenas merced a las cuales seamos
buenos? Se nos ha dado en rostro con las palabras siendo como sois malos; con todo, aparece ahí
que tenemos en el cielo un Padre. ¿Cómo no ruborizarnos de ser malos, teniendo un Padre tan
bueno? ¿Hubiera querido Cristo que su Padre fuese padre de los malos, si quisiera dejarnos malos,
si quisiera que permaneciéramos eternamente malos? Si, pues, nosotros somos malos, pero
tenemos un Padre bueno, busquemos, llamemos, pidamos nos haga buenos, y así no tenga el
Bueno hijos malos. Y, ¿cómo se hace ahora uno bueno? Hácese uno bueno si, por mucho que
avance en el camino de la virtud, no cesa de pelear contra sus pasiones. Adelante lo que adelante,
habrá de guerrear contra los apetitos desordenados, y, si tiene paz con los de su casa o los
extraños, tendrá la guerra en sí mismo; él mismo será su propio campo de batalla; mas luchará en
presencia de Dios, apercibido a socorrer al fatigado y coronar al vencedor. Cuando haya pasado
esta nuestra discordia y contienda, ya no tendremos enemigo que vencer, como lo es ahora
nuestra mal inclinada naturaleza. No fue así en el paraíso; nada en nosotros luchaba contra
nosotros; pero dejamos a aquel de quien nos viene la paz, y comenzamos a tener guerra en
nosotros. Ved ahí nuestra gran miseria, y grande cosa es no ser vencido en esta batalla. Carecer de
enemigo en esta vida no es posible; será la vida última donde no tendremos enemigo alguno ni
fuera ni dentro, porque la muerte será el último enemigo destruido. Entonces habitaremos felices en
la casa de Dios y le alabaremos por los siglos de los siglos.
(Serm. 12, 7)
28 de septiembre
Dios de la victoria
Al admirar la fortaleza de los santos mártires en su martirio, hemos de ensalzar la gloria de Dios.
En efecto, tan poco ellos quisieron ser alabados en sí mismos, sino en aquel a quien se dice: Mi
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alma será glorificada en el Señor. Quienes comprenden esto no se ensoberbecen. Piden con temor
lo que acogen con gozo; perseveran en ello, y ya no lo pierden. Pues que no se ensoberbecen, son
humildes. Por eso, después de haber dicho: Mi alma será glorificada en el Señor, añadió: Escúchenlo
los humildes y alégrense. ¿Qué sería esta carne débil, qué sería este gusano y podredumbre, de no
ser cierto lo que hemos cantado: Mi alma se someterá al Señor, puesto que de él me viene la
paciencia? La virtud gracias a la cual los mártires sufrieron tantos males por la fe se llama
paciencia. Dos son las cosas que atraen o empujan al pecado a los hombres: el placer o el dolor. El
placer atrae, el dolor empuja. Al placer hay que oponer la continencia; al dolor, la paciencia. He
aquí cómo se solicita al pecado a la mente humana: A veces se le dice: «Haz esto y tendrás
aquello»; y otras veces: «Haz esto v no sufrirás aquello». Al placer le antecede la promesa; al dolor,
la amenaza. Los hombres pecan o bien para alcanzar el placer, o bien para esquivar el dolor. He
aquí por qué Dios se dignó prometer y atemorizar: para contrarrestar ambas cosas, la suave
promesa y la terrible amenaza. Él prometió el reino de los cielos y atemorizó con las penas del
infierno. Dulce es el placer, pero más dulce es Dios; malo es el dolor temporal, pero peor es el
fuego eterno. Tienes que amar en vez de los amores del mundo o, mejor, de los amores inmundos.
Tienes qué temer en vez de los tormentos del mundo.
(Serm. 283, 1)
29 de septiembre
Las promesas de Dios
Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento. El período de las
promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del cumplimiento, desde este hasta
el fin de los tiempos. Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya
recibido nada de nosotros, sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa le pareció poco,
incluso; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento
de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el
orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del
anuncio de las promesas.
Prometió la salud eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna de los ángeles, la
herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de su santidad en los cielos
y la liberación del miedo a la muerte, gracias a la resurrección de los muertos. Esta última es como
su promesa final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada, hará
que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero tampoco silenció en qué orden va a suceder
todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y prometido.
Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad, a los pecadores la
justificación, a los miserables la glorificación. Sin embargo, hermanos, como a los hombres les
parecía increíble lo prometido por Dios –a saber, que los hombres habían de igualarse a los
ángeles de Dios, saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza–, no
solo entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también, puso un mediador de
su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Por medio de
este había de mostrarnos y ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido.
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Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por eso, le hizo
camino, para que, bajo su guía, pudiera caminar por él.
Debía, pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de venir
a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre, morir y resucitar, subir al cielo,
sentarse a la derecha del Padre y cumplir entre las gentes lo prometido. Y, después del
cumplimiento de sus promesas, también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir
cuentas de sus dones, discernir los vasos de la ira de los de misericordia, y dar a los impíos las
penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció. Todo esto debió ser profetizado,
anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si acontecía de repente, sino que
fuera esperado porque primero fue creído.
(Com. Sal 109)
30 de septiembre
La Sagrada Escritura
Por todo esto me decidí a leer las Sagradas Escrituras, para ver cómo eran. Y me encontré con algo
desconocido para los soberbios y no comprensible a los niños: era una verdad que caminaba al
principio con modestos pasos, pero que avanzaba levantándose siempre más, alcanzando alturas
sublimes, toda ella velada de misterios. Yo no estaba preparado para entrar en ella, ni dispuesto a
doblar la cerviz para ajustarme a sus pasos. En ese mi primer contacto con la Escritura no era
posible que sintiera y pensara como pienso y siento ahora; como era inevitable, me pareció
indigna en su lenguaje, comparada con la divinidad de Marco Tulio. Mi vanidosa suficiencia no
aceptaba aquella simplicidad en la expresión; con el resultado de que mi agudeza no podía
penetrar en sus interioridades. Era aquella una verdad que debía crecer con el crecer de los niños,
pero yo me negaba resueltamente a ser niño. Hinchado de vanidad, me sentía muy grande.
(Conf. III, 5.9)
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199
Octubre
1 de octubre
Te amo a ti solo
Ahora te amo a ti solo, a ti solo sigo y busco, a ti solo estoy dispuesto a servir, porque tú solo
justamente señoreas; quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda y ordena, te ruego, lo que quieras,
pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda
ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo dirigir la mirada para verte a ti, y espero
hacer todo lo que mandares. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con
lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser
juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo huyendo de tus contrarios,
que me retuvieron sin pertenecerles, cuando vivía lejos de ti. Ahora comprendo la necesidad de
volver a ti; ábreme la puerta, porque estoy llamando; enséñame el camino para llegar hasta ti. Solo
tengo voluntad; sé que lo caduco y transitorio debe despreciarse para ir en pos de lo seguro y
eterno. Esto hago, Padre, porque esto solo sé y todavía no conozco el camino que lleva hasta ti.
Enséñamelo tú, muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a ti los que te
buscan, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la ciencia, dame la ciencia.
Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza, aumenta la caridad. ¡Oh cuán admirable y singular es
tu bondad!
(Sol. I, 1, 5)
2 de octubre
Los ángeles de Dios
Otras aguas hay, sin embargo, puestas sobre este firmamento; aguas que según creo son
inmortales y exentas de toda humana corrupción. Que te alaben y canten a tu nombre las eximias
legiones de tus ángeles, que no necesitan recibir su firmeza de las Escrituras para conocer
mediante su lectura a tu Verbo. Porque ellos ven siempre tu faz, y allí leen sin tiempos ni sílabas lo
que quiere tu eterna voluntad. Leen, eligen y aman; siempre están leyendo y nunca pasa lo que
leen; porque eligiendo y amando leen en la inmutabilidad misma de tu querer. No se cierra su
códice, no se enrolla su libro; porque su libro eres tú mismo, para toda la eternidad. Tú los
formaste por encima de este firmamento al que diste solidez para beneficio de la debilidad de
pueblos inferiores que en él podían recibir y conocer tu misericordia, puesto que las Escrituras
hablan en el tiempo de ti, que hiciste todos los tiempos. Porque en el cielo está, Señor, tu
misericordia, y tu verdad se encumbra sobre las nubes. Las nubes pasan, pero el cielo queda.
Pasan los predicadores de tu palabra de una vida a otra vida, pero tu Escritura se proyecta sobre
todos los pueblos hasta el fin de los tiempos. Los cielos y la tierra pasarán, pero tus palabras no
pasarán. El firmamento será doblado, y la hierba sobre la cual se extendía pasará con todo su
esplendor; pero tu Palabra permanecerá eternamente.
200
(Conf. XIII, 15.18)
3 de octubre
En qué consiste el mal
Desconocía yo entonces la existencia de una realidad absoluta; y estimulado por una especie de
aguijón me fui a situar entre aquellos impostores que me preguntaban en qué consiste el mal, si
Dios tiene forma corporal, cabellos y uñas, si pueden tenerse por justos los hombres que tienen
muchas mujeres y matan a otros hombres y sacrifican animales. Dada mi ignorancia, estas
cuestiones me perturbaban; pues no sabía yo entonces que el mal no es sino una privación de bien
y se degrada hasta lo que no tiene ser ninguno. ¿Y cómo podía yo entender esto si mis ojos no
veían sino los cuerpos y mi mente estaba llena de fantasmas?
Totalmente ignoraba yo que Dios es un ser espiritual; que no tiene ni masa ni dimensiones ni
miembros. La masa de un cuerpo es menor en cualquiera de sus partes que en su totalidad; y aun
cuando se pensara en una masa infinita, ninguna de sus partes situadas en el espacio igualaría su
infinidad; y así, un ser que no sea espiritual como Dios, no puede estar totalmente en todas partes.
Ignoraba también qué es lo que hay en nosotros por lo cual tenemos alguna semejanza con
Dios, pues fuimos creados, como dice la Escritura, a su imagen y semejanza.
(Conf. III, 7.12)
4 de octubre
La riqueza no da seguridad
Sed, por ende, pobres de espíritu, y será vuestro el reino de los cielos. ¿Por qué teméis la pobreza?
Traed al pensamiento las riquezas del reino de los cielos. Témese la pobreza, y lo temible es la
iniquidad, porque tras la pobreza de los justos vendrá una felicidad inmensa, una seguridad
perfecta; mas entre nosotros, a proporción que aumentan esas que llaman riquezas, y no lo son,
crece el temor, sin menguar la codicia. Ricos puedes darme muchos; ¿puedes darme uno seguro?
Arde por adquirir, tiembla de perder. ¿Cuándo es libre un tal esclavo? Esclavo es quien sirve a
cualquier señora, ¿será libre quien sirve a la avaricia? Bienaventurados los pobres de espíritu. ¿Qué
significa los pobres de espíritu? Los pobres en deseos, no en bienes. El pobre de espíritu es
humilde, y Dios, que oye los gemidos de los humildes, no desoye sus ruegos. Por ahí, por la
humildad, o digamos por la pobreza, comenzó el Señor su sermón. Hállanse hombres religiosos,
abundantes de los bienes estos de la tierra, mas no hinchados por el orgullo, y se hallan
menesterosos sin un maravedí, pero también sin resignación; este no tiene más esperanza que
aquel; aquel es pobre de espíritu por ser humilde, este segundo es pobre, mas no de espíritu. Por
eso, habiendo dicho nuestro Señor Cristo bienaventurados los pobres, añadió de espíritu. Luego los
oyentes pobres no debéis ambicionar las riquezas.
(Serm. 11, 2)
5 de octubre
A Dios creador
Dios, Creador de todas las cosas, dame primero la gracia de rogarte bien, después hazme digno de
ser escuchado y, por último, líbrame. Dios, por quien todas las cosas que de su cosecha nada
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serían, tiende al ser. Dios, que no permites que perezca ni aquello que de suyo busca la
destrucción. Dios, que creaste de la nada este mundo, el más bello que contemplan los ojos. Dios,
que no eres autor de ningún mal y haces que lo malo no se empeore. Dios, que a los pocos que en
el verdadero ser buscan refugio les muestras que el mal solo es privación de ser. Dios, por quien la
universalidad de las cosas es perfecta, aun con los defectos que tiene. Dios, por quien hasta el
confín del mundo nada disuena, porque las cosas peores hacen armonía con las mejores. Dios, a
quien ama todo lo que es capaz de amar, sea consciente o inconscientemente. Dios, en quien están
todas las cosas, pero sin afearte con su fealdad ni dañarte con su malicia o extraviarte con su error.
Dios, que solo los puros has querido que posean la verdad. Dios, Padre de la Verdad, Padre de la
Sabiduría y de la vida verdadera y suma, Padre de la bienaventuranza, Padre de lo bueno y
hermoso. Padre de la luz inteligible, Padre, que sacudes nuestra modorra y nos iluminas; Padre de
la Prenda que nos amonesta volver a ti.
(Sol. I, 1, 2)
6 de octubre
Hiciste cielo y tierra
En este Principio, Señor, que es tu Verbo, tu Hijo, tu sabiduría, tu potencia y tu verdad, hiciste el
cielo y la tierra: maravillosa Palabra en el decir, maravillosa en el obrar. ¿Quién podrá comprender
esto y expresarlo? ¿Qué otra cosa sino ella es lo que luce en mí y hiere mi corazón sin lastimarlo
llenándolo de temor y de ardor? Una especie de horror me invade cuando me siento tan
desemejante a ella; pero un inmenso amor me colma, por lo que reconozco en mí semejante a ella.
Es la sabiduría misma, ella es, la que a intervalos brilla rompiendo mi niebla; pero esta supera de
nuevo mi debilidad y me vuelve a cubrir con la mole de mis miserias. Porque de tal manera ha
venido a menos mi vigor a causa de ellas, que no soporto mi propio bien mientras tú, Señor, que
tan propicio has sido para con mis pecados, no me sanes de mi debilidad. Tú librarás mi vida de la
corrupción y me darás la corona de la piedad y la misericordia saciando con tus bienes todos mis
deseos; y mi juventud se renovará como la del águila. Por la esperanza fuimos salvos, y
aguardamos en la paciencia el cumplimiento de tus promesas.
Oiga quien pueda tus exhortaciones interiores; que yo, confiado en tu palabra, clamaré: ¡Cuán
magníficas son tus obras, Señor! Todas ellas vienen de tu sabiduría, que es el principio, y en este
principio hiciste el cielo y la tierra.
(Conf. XI, 9.11)
7 de octubre
El cielo nuevo y la tierra nueva
San Juan, después de haber hablado del juicio de los malos, debía decir algo también del juicio de
los buenos. Ya explicó estas breves palabras del Señor: Estos irán al suplicio eterno. Ahora faltaba
explicar estas otras: Y los justos, a la vida eterna. Vi –dice– un cielo nuevo y una tierra nueva. Porque
el primer cielo y la primera tierra desaparecieron y ya no hay mar. El orden de estos sucesos será el
notado más arriba a propósito de aquel pasaje en el que dice que vio al que se sentaba en el trono,
a cuya vista desaparecieron el cielo y la tierra. Una vez juzgados los que no están escritos en el
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libro de la vida y arrojados al fuego eterno (y pienso que la naturaleza y el lugar de ese fuego no
los conocerá ningún hombre, a menos que se lo revele el Espíritu de Dios), pasará la figura de este
mundo por la conflagración del fuego mundano, como el diluvio se debió a la inundación de las
aguas del mundo. La conflagración de los elementos corruptibles hará desaparecer, como he dicho,
las cualidades propias de nuestros cuerpos corruptibles. La sustancia, en cambio, gozará de las
cualidades conformes con los cuerpos inmortales en virtud de ese maravilloso trueque; es decir,
que el mundo renovado estará en armonía con los cuerpos de los hombres igualmente renovados.
Por estas palabras: Y ya no hay mar, no es fácil colegir si se secará por ese incendio o si más bien
también él se transformará.
Leemos que habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, pero no recuerdo haber leído en parte
alguna algo sobre un mar nuevo. Es verdad que en este libro se habla de un como mar vidrioso
semejante al cristal; pero el pasaje no trata del fin del mundo, amén de que no dice mar, sino una
especie de mar. Aunque, a usanza de los profetas, que gustan de emplear metáforas para velar su
pensamiento, pudo muy bien, al decir que ya no hay mar, hablar de aquel mar del que había
escrito: Y el mar presentó sus muertos. La razón es que entonces ya no existirá este mundo
turbulento y proceloso que es la vida de los mortales, presentada bajo la imagen del mar.
(CdeD XX, 16)
8 de octubre
Anhelo de vida eterna
Ved, hermanos míos; ved, hijos míos; ved, hijos de Dios; mirad lo que os digo. Guerread contra
vuestro corazón hasta más no poder. Y si viereis alzarse vuestra cólera contra vosotros, rogad a
Dios contra ella. Hágate Dios vencedor de ti mismo; hágate Dios vencedor de tus ojerizas, el gran
enemigo, no exterior a ti, sino interior a ti. Suplícaselo, y lo hará. Más desea Él le pidamos esto que
la lluvia. ¿Veis, amadísimos, cuán varias peticiones nos enseñó el Señor Cristo? Pues a malas penas
se halla una que miente el pan cotidiano, para que todos nuestros pensamientos se enderecen a la
vida eterna ¿Por qué recelar nos rehúse algo quien nos hizo aquella promesa: Buscad primero el
reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura? Porque sabe vuestro
Padre, antes de pedírselo, que habéis necesidad de todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su
justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura. Es verdad; muchos fueron sometidos a
tentación del hambre, que los halló de oro puro, y Dios no los abandonó. Habrían perecido de
hambre si el cotidiano pan interior hubiese faltado a su corazón. Anhelamos nosotros ese pan
singularmente. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
hartos. Él puede bien volver a nuestra miseria sus ojos de misericordia y vernos, según aquello:
Acuérdate de que somos polvo. Quien al hombre hizo del polvo y le dio un alma, entregó a la
muerte al Único por este barro. ¿Quién es bastante a decir ni aun formarse una idea digna de lo
mucho que nos ama?
(Serm. 57, 13)
9 de octubre
Hermanos de Jesús
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Esta oración nos la enseñó el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo; y, siendo este Señor, como en
el símbolo lo habéis aprendido y profesado, el Hijo de Dios, no quiso, empero, ser solo. Es único; y
no tuvo a bien ser solo, antes se dignó tener hermanos. Pues, ¿a quién, si no, dijo: Decid:
Padrenuestro, que estás en los cielos? ¿Qué Padre es ese a quien él quiere llamemos Padre
nuestro, sino su Padre? Padres hay que, habiendo ya tenido un hijo, dos, tres, recélanse de tener
más por no echar los otros a pedir. ¿Se receló él de nosotros? Al contrario. Siendo la herencia que
nos promete una herencia sin mengua por muchos que vengan a ella, trajo a ser hermanos suyos
los pueblos de la infidelidad, y ahora el Único tiene infinitos hermanos que dicen: Padre nuestro,
que estás en los cielos; palabras que pronunciaron quienes vivieron antes de nosotros, y las dirán
quienes vengan después. ¡Cuántos hermanos, por su bondad, tiene el Único, para hacerlos
partícipes de su herencia, tras de haber sufrido por ellos la muerte! Teníamos en la tierra un padre
y una madre, camino este para venir a los trabajos y a la muerte, y hemos hallado aquí otros
Padres: el Padre Dios y la Madre Iglesia, camino para la vida eterna. Ponderemos, amadísimos, de
quién hemos empezado a ser hijos, para que nuestro vivir sea cual conviene a hijos de un tal
Padre: El Criador se ha dignado ser Padre nuestro; pensadlo bien.
(Serm. 57, 2)
10 de octubre
Dos clases de pan
Vienen de seguida las peticiones que hacen a esta vida de peregrinación. Sigue, pues: El pan
nuestro de cada día dánosle hoy. Danos lo eterno, danos lo temporal. Tú, que todo un reino nos
prometiste, ¿puedes negarnos lo necesario para vivir? Tú, que nos darás junto a ti un inacabable y
glorioso asiento, danos en la tierra el temporal alimento. Eso quiere decir cada día, y por eso
decimos hoy, es decir, en esta vida. Cuando la vida esta sea pasada, ¿pediremos el pan de cada día?
No se dirá entonces cada día, se dirá hoy. Cada día llámase ahora el pasar un día y venir otro;
¿cómo ha de haber cada día donde solo habrá un día eterno? Ha de tomarse, por ende, la petición
esta en dos maneras: del pan cotidiano, digamos la necesidad del mantenimiento corporal; y del
manjar espiritual; el alimento corporal, por haber de comer todos los días, cosa indispensable para
vivir. En el alimento inclúyese también el vestido; tórnase la parte por el todo. Cuando pedimos
pan, entendemos por él todas las cosas. Los fieles conocen, además, un alimento espiritual, que
también vosotros, los competentes, vais luego a recibir del altar de Dios. Será también pan
cotidiano e indispensable. ¿Habremos, en efecto, de recibir la Eucaristía en llegando que lleguemos
al Cristo mismo y empecemos a reinar con él, para siempre? Luego la Eucaristía es pan nuestro
cotidiano, pan del tiempo; y hemos de recibirle no solo como vianda que alimenta el vientre, sino
también la mente. La virtud que dicho pan encierra es la unidad, para que nosotros mismos
seamos lo que recibimos: miembros de Cristo integrados en su cuerpo. Solo entonces será pan
nuestro cotidiano. Y esto que con vosotros estoy hablando es pan cotidiano; y las lecturas que a
diario escucháis en la iglesia son pan cotidiano; y pan cotidiano igualmente los himnos que oís y
decís: cosas todas ellas de necesidad a nuestra peregrinación. Porque, ¿vamos, cuando allá
lleguemos, a oír la lectura del sagrado libro? Entonces veremos al Verbo mismo, oiremos al Verbo
mismo, le comeremos a Él mismo; Él mismo le beberemos, como los ángeles ahora. ¿Tienen los
ángeles necesidad de los libros ni de quien se los exponga o lea? En modo alguno. Su leer es ver,
204
porque ven la Verdad misma y se sacian en aquella Fuente de donde nosotros nos llegan unas
gotas solo.
(Serm. 57, 7)
11 de octubre
Doble tentación
No nos metas en la tentación, mas líbranos de mal. ¿También esto nos ha de ser necesario en la
otra vida? Huelga decir: No nos dejes caer en la tentación, donde no pueda haberla. Leemos en el
libro del santo Job: ¿Acaso no es tentación la vida humana sobre la tierra? ¿Qué pedimos, de
consiguiente? ¿Qué? Oídio. El apóstol Santiago dice: Nadie, cuando es tentado, diga que le tienta
Dios. Refiérese a las tentaciones malas; llama tentación a esa donde uno cae en engaño y bajo el
yugo del demonio. Porque hay otra tentación que también se llama prueba, de la cual se ha escrito:
Os tienta Dios, Señor vuestro, para saber si le amáis. ¿Qué significa ese para saber? Para haceros
saber, pues Él ya lo sabe. La tentación donde uno da en engaño y es seducido, en esa no mete Dios
a nadie; pero ello es verdad que, por alto y oculto juicio, abandona en ella a algunos. Y como Dios
abandone, ya el tentador tiene hecha su obra; pues no halla luchador que le haga frente, e
incontinenti se adueña y señorea. Digo si Dios le abandona. Y por que a nosotros no nos abandone,
decimos: No nos metas en tentación. Cada uno, dice el mismo apóstol Santiago, es tentado,
arrastrado y halagado de su concupiscencia; y después la concupiscencia concibe y pare el pecado;
y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte. Enseñanza: luchemos contra nuestras
pasiones. Porque dejaréis en el bautismo santo los pecados, mas os quedarán las pasiones, con
quienes, ya regenerados, habéis de pelear. La batalla seguirá dentro de vosotros mismos. No hay
fuera enemigo alguno temible; véncete a ti, y el mundo está vencido. ¿Qué puede hacerte un
tentador externo, sea el diablo, sea quien haga sus veces? Un hombre te propone ganancias ilícitas;
si no halla en ti avaricia, ¿qué más da que hable de lucro? Pero si halla en ti avaricia, la vista del
lucro te inflama y, llevado del cebo, das en el lazo. Si no halla en ti codicia, allí quedará, vacía, la
ratonera. Si el tentador te pone delante una hermosísima mujer y hay en ti castidad, vencida (y sin
tocarte) será la iniquidad. Si no quieres dar en las redes del tentador cuando pone delante de tus
ojos la belleza de la mujer ajena, combate tu libídine interior. Eso que sientes no es la mano de tu
enemigo, es la de tu concupiscencia. No ves al diablo; ves, sí, lo que te mueve a deleite. Vence
dentro de ti lo que sientes. Pelea, pelea, pues quien te ha regenerado es tu Juez; Él te da ocasión de
luchar y te adereza la corona. Mas como sin duda serás vencido si Él no te socorre, si te
desampara, de ahí que pongas en la oración: No nos metas en tentación. La cólera del Juez entregó
a algunos en manos de sus concupiscencias; el Apóstol lo ha dicho: Los dejó el Señor al arbitrio de
las concupiscencias de su corazón. ¿Cómo los dejó? No empujándolos a ellas, sino
desamparándolos en ellas.
(Serm. 57, 9)
12 de octubre
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¿Qué es el tiempo?
No hubo pues tiempo alguno en que algo no hicieras, porque tú hiciste el tiempo; y ningún tiempo
es coeterno contigo, pues tú eres permanente, y el tiempo no sería tiempo si no fuera fugitivo.
¿Quién podrá explicar con claridad y concisión lo que es el tiempo? ¿Quién podrá comprender en
su pensamiento para poder luego decir sobre él una palabra? Y sin embargo, nada en nuestro
lenguaje nos es tan conocido y familiar como él; entendemos muy bien lo que decimos o lo que nos
dicen hablando del tiempo. Pero, ¿qué es él en sí? Cuando nadie me lo pregunta, lo sé; pero si me lo
preguntan y quiero explicarlo, no lo sé. No obstante, me es posible decir confiadamente que si
nada pasara no habría tiempos pretéritos; y si nada pudiera suceder, no habría tiempos futuros.
Pero estos dos tiempos, el pretérito y el futuro, ¿cómo son, si el pasado ya no existe y el futuro
todavía no ha llegado? En cuanto al presente, si siempre lo fuera no pasaría a pasado, y ya no sería
tiempo, sino eternidad. Y si el presente es tiempo porque aboca hacia el pretérito, ¿cómo podemos
decir que el tiempo es, cuando la razón de que sea tiempo es que va a dejar de ser? En realidad,
cuando decimos que el tiempo existe queremos decir que tiende a dejar de existir.
(Conf. XI, 14.17)
13 de octubre
Tiempo pasado
Siempre que padecemos alguna estrechez o tribulación hemos de ver en ellas un aviso y, al mismo
tiempo, una corrección. En efecto, ni siquiera las mismas Sagradas Letras nos prometen paz,
seguridad y descanso, pues el Evangelio no deja de hablar de tribulaciones, estrecheces y
escándalos; mas el que persevere hasta el final, ese se salvará. ¿Qué cosa buena tuvo esta vida, a
partir del primer hombre, desde que él mereció la muerte y recibió la maldición, maldición de la
que nos libró Cristo? Por tanto, hermanos, no hay que murmurar como murmuraron algunos de
ellos, según dijo el Apóstol, y perecieron a causa de las serpientes. ¿Qué sufre ahora, hermanos, el
género humano de nuevo que no hayan sufrido nuestros padres? O, ¿cuándo vamos a padecer
nosotros algo semejante a lo que sabemos que padecieron ellos? Te encuentras con hombres que
murmuran de los tiempos en que les ha tocado vivir, afirmando que fueron buenos los de nuestros
padres. ¡Qué no murmurarían si pudieran volver al tiempo de sus padres! Piensas que los tiempos
pasados fueron buenos porque no son los tuyos; por eso son buenos. Si ya has sido librado de la
maldición, si ya has creído en el Hijo de Dios, si ya estás imbuido o instruido en las Letras
Sagradas, me maravilla que tengas por buenos los tiempos en que vivió Adán. También tus padres
llevaron a Adán. Ciertamente fue a Adán a quien se dijo: Comerás el pan con el sudor de tu frente y
trabajarás la tierra de la que has sido sacado, y ella te dará espinas y abrojos. Eso es lo que mereció,
lo que recibió, lo que consiguió por justo juicio de Dios. ¿Por qué, pues, piensas que los tiempos
pasados fueron mejores que los tuyos? Desde aquel Adán hasta el Adán de hoy ha habido fatiga y
sudor, espinas y abrojos. ¿Vino sobre nosotros el diluvio? ¿Nos han sobrevenido aquellos tiempos
lastimosos de hambre y guerras, que fueron escritos precisamente para que no murmuremos
contra Dios por lo que sucede en nuestros días? ¿Nos ha tocado vivir una época como aquella de
nuestros padres, muy lejanos ya de vuestros tiempos, cuando la cabeza de un asno muerto se
vendía a peso de oro, cuando la palomina se compraba por una cantidad no pequeña de plata,
cuando dos mujeres pactaron comerse a sus hijos y cuando, después de haber matado y comido
206
uno, la otra no quería dar muerte al suyo; y la causa pasó al juez, al rey, y él mismo se encontró
más bien reo que juez? ¿Y quién es capaz de mencionar las guerras y hambres de aquella época?
¡Qué tiempos aquellos! ¿No sentimos todos horror ante lo oído y leído? Ello ha de conducirnos a
congratularnos antes que a murmurar de nuestros tiempos.
(Serm. 346C, 1)
14 de octubre
Los años han sido siempre iguales
Pasemos ahora a ensayar el modo de evidenciar que aquellos años no eran tan breves que diez de
ellos completen uno nuestro, sino que los años de la larga vida de aquellos hombres eran tan
largos como los actuales (regulados también por el curso del sol). En primer lugar está escrito que
el año seiscientos de la vida de Noé tuvo lugar el diluvio. ¿Por qué, si aquel año tan reducido, diez
de los cuales hacen uno nuestro, tenía treinta y seis días, se lee en este lugar: Y el agua del diluvio
vino sobre la tierra en el año seiscientos de la vida de Noé, el mes segundo, el día veintisiete del mes?
Si ese año tan breve tomó nombre de la antigua usanza, o no tiene meses o su mes es de tres días,
para tener doce meses. ¿Cómo o por qué se dijo el año seiscientos del mes segundo, el día veintisiete
del mes sino porque los meses entonces eran tales cuales son ahora? De otra suerte, ¿a qué viene el
decir que el diluvio comenzó el día veintisiete del mes segundo? De igual modo, al fin del diluvio se
lee: Y el arca el mes séptimo, el día veintisiete del mes, enquilló sobre los montes de Ararat. Y el agua
iba descendiendo hasta el mes undécimo, y en el mes undécimo, el primer día del mes, aparecieron las
cumbres de los montes. Luego, si los meses eran iguales que los nuestros, también lo eran, sin duda,
los años, puesto que meses de tres días no pueden tener veintisiete días. Y si se llamaba día a la
trigésima parte de tres días, diminuyendo así todo proporcionalmente, síguese que aquel enorme
diluvio que, según la Escritura, duró cuarenta días y cuarenta noches, se redujo a cuatro días no
completos de los nuestros. ¿Quién aguantará tal absurdo y disparate?
En consecuencia, deséchese este error, que de tal forma pretende construir sobre una conjetura
falsa el edificio de la fe en nuestras Escrituras, que lo destruye. El día era evidentemente entonces
igual que ahora, constaba de veinticuatro horas, y el mes lo mismo que el actual, y se contaba por
el principio y el fin de la luna; el año era también igual, y se componía de doce meses lunares, a los
que había que añadir cinco días y seis horas para ajustarse al curso solar. Según esto, es cierto
también que el diluvio comenzó el mes segundo del año seiscientos de la vida de Noé, el día
veintisiete de ese mismo mes. Además, el diluvio se prolongó durante cuarenta días con inmensas
lluvias, y estos días no tenían dos horas o poco más, sino veinticuatro.
Como conclusión, diremos que los antiguos vivieron más de novecientos años y que los años
eran todos iguales, tanto los ciento setenta y cinco que vivió Abrahán, como los ciento cincuenta
que vivió Jacob, como los ciento veinte que vivió Moisés, como los setenta u ochenta o no muchos
más que viven los hombres, de quienes está escrito: Y lo que pasa de eso, trabajo y dolor.
(CdeD XV, 14, 1)
15 de octubre
207
Se rebajó
Ese Verbo, pues, hacedor de todo, ¿qué les dice a los enfermos para que, recobrada la vista del
corazón, puedan alcanzarle, siquiera en parte? Venid a mí todos los atribulados y abrumados, que yo
os aliviaré. Echaos al cuello mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. ¿Qué
nos predica el Maestro, el Hijo de Dios, la sabiduría de Dios, por quien todas las cosas fueron
hechas? A todo el linaje humano encamina su voz y dice: Venid a mí todos los que sufrís y aprended
de mí. Quizá te figurabas que iba la sabiduría de Dios a decirte: Aprended cómo hice los cielos y los
astros; todas las cosas igualmente se hallaban contadas en mí antes de ser hechas, como en la
virtud de las razones inmutables vuestros cabellos están asimismo contados. ¿Pensabas te diría
eso? No; lo que dijo fue aquello primero: Que soy manso y humilde de corazón. Lo que habéis,
hermanos, de aprender, ya lo estáis viendo, es lo pequeño. Nosotros apetecemos las cumbres; para
ser grandes aprendamos lo pequeño. ¿Quieres aprehender la excelsitud de Dios? Aprende antes la
humildad de Dios. Dígnate ser humilde por ti, que Dios se dignó ser humilde por ese mismo ti, no
por sí. Aduéñate de la humildad de Cristo, aprende a ser humilde, no seas orgulloso. Confiesa tu
enfermedad, déjate con paciencia tratar del Médico. Cuando hayas hecho tuya la humildad suya, te
levantarás con Él; no digamos que se levante Él en su calidad de Verbo, sino que te levantarás tú
para que más y más sea el Verbo presa tuya. Si al principio tus ideas eran irresolutas y vacilantes y
son después más resistentes y claras, no es Él quien se agranda, eres tú quien progresa; y entonces
parece como que se levanta contigo. Esa es la verdad, hermanos. Sed fieles a los divinos
mandamientos, ponedlos en obra, y Dios vigorizará vuestros conocimientos. No seáis petulantes
anteponiendo, digamos, el saber a los preceptos de Dios; sería inferiorizaros en vez de fortificaros.
Observad el árbol: echa primero hacia abajo para crecer después hacia arriba, clava su raíz en lo
humilde para lanzar al cielo su picota. ¿Dónde, sino en la humildad, se afianza? ¿Quieres, pues, tú,
sin caridad, subir a las alturas? Buscas sin raíz el espacio, y ese no es crecimiento, sino
derrumbamiento. More Cristo por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y fundados en la
caridad, seáis llenos de toda la plenitud de Dios.
(Serm. 117, 17)
16 de octubre
Puros sonidos
Entonces fui a dar entre hombres de una soberbia delirante, muy carnales y excesivamente
locuaces en cuya boca se mezclaban en diabólico mejunje las voces de tu nombre, del de tu Hijo
Jesucristo y las del Espíritu Santo. Estos nombres no se les caían de la boca, pero no eran sino
sonido puro, modulación de la lengua, pues su corazón estaba árido y vacío.
«¡Verdad, verdad!», gritaban siempre, y a mí me lo dijeron muchas veces, pero no había en ellos
verdad alguna. Decían cosas aberrantes no tan solo de ti que eres la verdad, sino también de los
elementos de este mundo que tú creaste. Debí dejar de lado a filósofos que no todo lo equivocaban,
y lo hice por amor a ti, Padre mío, Sumo Bien, hermosura ante quien palidece toda hermosura.
(Conf. III, 6.10)
17 de octubre
208
Yo vagaba lejos de Ti
¿Dónde estabas entonces, Señor, tan lejos de mí? Pues yo vagaba lejos de ti y de nada me servían
las bellotas de los cerdos (Lc 15,16) que con bellotas apacentaba yo. ¡Cuánto mejores eran las
fábulas de los gramáticos y los poetas que todos esos engaños! Porque los versos y los poemas,
como aquella Medea que volaba en carro tirado por dragones (Ovidio, Metamorfosis VII 219-236),
son de cierto más útiles que aquellos cinco elementos de diversa manera coloreados para luchar
con los cinco antros de las tinieblas, que ninguna existencia tienen y dan la muerte a quien en ellos
cree. Porque los versos y los poemas alguna relación tienen con lo real; y si yo cantaba a Medea
volante, no afirmaba lo que cantaba; y cuando otros lo cantaban yo no lo creía. En cambio, sí que
creí en aquellas aberraciones.
¡Ay! ¡Por qué escalones fui bajando hasta lo profundo del infierno! Te lo confieso ahora a ti, que
tuviste misericordia de mí cuando aún no te confesaba: acongojado y febril en mi indigencia de
verdad, yo te buscaba; pero no con la inteligencia racional que nos hace superiores a las bestias,
sino según los sentimientos de la carne. Y tú eras interior a mi más honda interioridad, y superior
a todo cuanto había en mí de superior. Entonces tropecé con aquella hembra audaz y falta de seso,
enigma de Salomón, que sentada a su puerta decía: «Comed con gusto mis panes ocultos, bebed de
mi agua furtiva y sabrosa». Tal hembra me pudo seducir porque me encontró fuera de mí mismo,
habitando en el ámbito de mis ojos carnales, pues me la pasaba rumiando lo que con los ojos había
devorado.
(Conf. III, 6.11)
18 de octubre
La paz
Que tales apóstoles de Cristo y tales predicadores del Evangelio (los que no saludan por el camino,
es decir, nada más buscan y nada más hacen, si no es anunciar el Evangelio con caridad genuina)
vengan a casa y digan: Paz a esta casa. Estos no lo dicen de boca solamente; escancian lo que los
llena; predican la paz y poseen la paz. No son de quienes se ha dicho que dicen: Paz, paz, y no había
paz. ¿Qué significa Paz, paz, y no había paz? La predican, mas no la tienen; la ensalzan, pero la
desaman; dicen, y no hacen. Por lo que hace a ti, recibe la paz, sea de través, sea con verdad el
anunciar a Cristo. Mas, cuando uno está lleno de la paz y saluda diciendo: La paz sea con esta casa,
entonces, si hubiere allí algún hijo de la paz, la paz del saludante reposará en él; y si por acaso no
hubiese allí un hijo de la paz, quien saluda nada pierde; volverá, dice, a vosotros. Tornará a ti la paz
esa, que no se había ido de ti. Quiso decir esto: En bien tuyo cederá el habérsela brindado, ni
perderás tu salario por haberla él rehusado. Se te pagará en la medida de tu buena voluntad; se te
pagará en proporción a tu caridad, y te pagará el mismo que te lo aseguró por la voz del ángel: Paz
en la tierra a los hombres de buena voluntad.
(Serm. 101, 11)
19 de octubre
Temor contra temor
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Las divinas palabras leídas nos enseñan a no temer, temiendo y a temer no temiendo. Y echasteis
de ver, cuando se leía el evangelio, cómo nuestro Señor Dios, antes de morir por nosotros, quiso
darnos fortaleza encareciéndonos que temamos y avisándonos que no temamos. Porque dijo: No
queráis temer a los que matan el cuerpo, mas son incapaces de dar muerte al alma. Ahí nos aconseja
no temer, según veis. Ved dónde nos aconseja el temor: Temed, sí, a quien tiene facultad de mandar
al infierno el alma y el cuerpo. Luego temamos para que no temamos. El temor parece de cobardes;
el miedo parece de flojos, no de valientes; pero mirad qué dice la Escritura: El temor del Señor,
esperanza de fortaleza. Temamos, pues, para que no temamos; o sea, temamos sabiamente para
que no temamos neciamente. Los santos mártires, por razón de cuya celebridad se tomó esto del
evangelio, temiendo no temieron; porque a Dios le temieron y de los hombres se rieron.
(Serm. 65, 1)
20 de octubre
Cómo orar
Se dice que los hermanos de Egipto se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves y como
lanzadas en un abrir y cerrar de ojos, para que la atención se mantenga vigilante y alerta y no se
fatigue ni embote con la prolijidad, pues es tan necesaria para orar. De ese modo nos enseñan que
la atención no se ha de forzar cuando no puede sostenerse; pero tampoco se ha de retirar si puede
continuar. Alejémonos de la oración los largos discursos, pero mantengamos una duradera súplica
si persevera ferviente la atención. El mucho hablar es tratar en la oración un negocio necesario
con palabras superfluas. En cambio, la súplica sostenida es llamar con una sostenida y piadosa
excitación del corazón a la puerta de aquel a quien oramos. Por lo general, este negocio se resuelve
con gemidos más que con palabras, con llanto más que con charla. Y pone nuestras lágrimas en su
presencia, y escucha nuestros gemidos Aquel que todo lo creó por su Verbo y no necesita del verbo
humano.
(Carta a Proba, 130, 20)
21 de octubre
¿Cómo invocar a mi Dios?
¿Y cómo habré de invocar a mi Dios y Señor? Porque si lo invoco será ciertamente para que venga
a mí. Pero, ¿qué lugar hay en mí para que a mí venga Dios, ese Dios que hizo el cielo y la tierra?
¡Señor Santo! ¿Cómo es posible que haya en mí algo capaz de ti? Porque a ti no pueden contenerte
ni el cielo ni la tierra que tú creaste, y yo en ella me encuentro, porque en ella me creaste. Acaso
porque sin ti no existiría nada de cuanto existe, resulta posible que lo que existe te contenga. ¡Y yo
existo! Por eso deseo que vengas a mí, pues sin ti yo no existiría.
Yo no he estado en los abismos, pero tú estás también allí. Si descendiere a los infiernos, allí estás
tú.
Y yo no sería, absolutamente no podría ser, si tú no estuvieras en mí. O, para decirlo mejor, yo
no existiría si no existiera en ti, de quien todo procede, por el cual y en el cual existe todo. Así es,
Señor, así es. ¿Y cómo, entonces, invocarte, si estoy en ti? ¿Y cómo podrías tú venir si ya estás en
mí? ¿Cómo podría yo salirme del cielo y de la tierra para que viniera a mí mi Señor pues Él dijo:
«yo lleno los cielos y la tierra»?
210
(Conf. I, 2. 2)
22 de octubre
Vaivenes de la vida
¿Qué caudal de elocuencia bastaría para describir las miserias de esta vida? Cicerón lo ha
ensayado a su modo en Acerca de la consolación, a la muerte de su hija; pero, ¡qué corto queda! Los
principios de la naturaleza, ¿cuándo, cómo, dónde pueden poseerse en esta vida sin que estén
sujetos a vaivenes sin cuento? ¿A qué dolor y a qué inquietud, afecciones opuestas al placer y a la
quietud, no está expuesto el cuerpo del sabio? La amputación o debilidad de miembros es
contraria a la integridad del hombre; la deformidad, a la belleza; la enfermedad, a la salud; la
laxitud, a las fuerzas; la flojedad o pesadez, a la agilidad. Y, ¿de cuál de estos males está exenta la
carne del sabio? El equilibrio y el movimiento del cuerpo, cuando son propios y adecuados, se
cuentan también entre los principios de la naturaleza. Pero, ¿qué sucederá si alguna mala
disposición hace temblar los miembros? ¿Qué sucederá si la espina dorsal se curva hasta que
arrastre las manos por el suelo, haciendo, en cierto modo, cuadrúpedo al hombre? ¿No dará esto al
traste con la belleza y el decoro del equilibrio y del movimiento corporal? ¿Qué decir de los bienes
primarios del alma, el sentido y el intelecto, uno dado para percibir la verdad y otro para
comprenderla? Mas en cuanto a lo primero, ¿qué tal quedará o a qué se reducirá el sentido, si, por
no decir otra cosa, el hombre se torna ciego y sordo? Y en cuanto a lo segundo, ¿adónde irá a parar
la razón y la inteligencia, dónde serán sepultadas, si por alguna enfermedad se torna loco el
hombre? Cuando los frenéticos dicen absurdos sin cuento y hacen extravagancias ajenas y hasta
contrarias a su buen plan de vida y a sus costumbres, si lo consideramos seriamente, bien lo
hayamos visto, bien lo imaginemos, apenas podemos contener las lágrimas y lloramos. Y, ¿qué diré
de quienes sufren la posesión de los demonios? ¿Dónde está sepultada su inteligencia cuando el
espíritu maligno usa a su capricho del alma y del cuerpo de ellos? Y, ¿quién asegura que este mal
no puede sobrevenir al sabio en esta vida? Aún hay más: ¡cuán defectuosa es la percepción de la
verdad en esta carne, según las palabras de la Sabiduría: El cuerpo corruptible agrava al alma, y la
morada terrena deprime el sentido, que imagina muchas cosas! El ímpetu o apetito de acción, si es
que la expresión traduce fielmente la palabra griega ímpetu, contado también entre los primeros
principios de la naturaleza, ¿no es acaso en los furiosos causa de sus movimientos y de esas
acciones que nos horrorizan, al pervertirse el sentido y trastornarse la razón?
(CdeD XIX 4, 2)
23 de octubre
Sobre la virtud
En fin, la misma virtud, que no entra en el número de los principios de la naturaleza, pues que es
fruto tardío de la ciencia, pero que reclama para sí el primer puesto entre los bienes humanos,
¿qué hace sobre la tierra sino guerra continúa contra los vicios, no contra los exteriores, sino
contra los interiores; no contra los ajenos, sino contra los propios y personales? Esta guerra la
libra sobre todo la virtud, llamada en griego y en castellano templanza, que tiene por objeto frenar
la libido carnal, a fin de que esta no lleve la mente a consentir, despeñándose en mil crímenes. Y no
211
pensemos que no hay en nosotros vicio, cuando la carne, como dice el Apóstol, desea contra el
espíritu. A ese vicio se opone directamente una virtud, señalada por él en estos términos: Y el
espíritu desea contra la carne. Son principios, añade él, contrarios entre sí, y por eso vosotros no
hacéis cuanto queréis. ¿Qué queremos hacer cuando queremos llegar a la perfección del sumo bien
sino que la carne no desee contra el espíritu ni cree en nosotros este vicio contra el que desea el
espíritu? Mas, aunque queramos hacer esto en la presente vida, como no podemos, procuremos
siquiera, con la ayuda de Dios, no ceder rindiendo el espíritu a la carne, que desea contra él, y no
consentir en la perpetración del pecado. Dios nos libre de creer que, desgarrados y luchando aún
en esta guerra intestina, hemos logrado ya la felicidad sin la posesión de la victoria. ¿Hay algún
sabio que no sostenga este combate interior contra sus pasiones?
(CdeD XIX, 4, 3)
24 de octubre
Lo que das al necesitado lo das a Cristo
Estaba, pues, (Lázaro) tendido a la puerta todo llagado, y el rico le despreciaba; deseaba con ansia
saciarse de las migajas caídas de su mesa; él, que con sus llagas alimentaba a los perros, no era
alimentado del rico. Pensad, hermanos, en el pobre necesitado: Bienaventurado, dice la Escritura,
quien piensa en el necesitado y el pobre; mirad, hermanos, no le despreciéis como fue despreciado
el cubierto de llagas tendido a la puerta del rico. Da socorro al pobre, porque lo recibe quien tuvo a
bien necesitar en la tierra y enriquecer con el cielo. El Señor dice: Tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me recibisteis, etc. Y ellos: ¿Cuándo te vimos
con hambre, o sed, o desnudo, o sin albergue? Lo que hicisteis con uno de estos mis pequeñuelos,
conmigo lo hicisteis. Quiso, por su misericordia verse representado en sus pequeñuelos, que
sufren en la tierra; Él, que desde el cielo acude a todos los que sufren. Por tanto, das a Cristo
cuando das al pobre; o, ¿temes te pierda tal guardián algo, o tal rico no te lo pague? Todopoderoso
es Dios, todopoderoso es Cristo; nada puede perder; déjalo en sus manos, y nada perderás.
¿Cuándo lo dejas en sus manos? Cuando se lo das al pobre. Esas riquezas no pasarán cuando
pasare la carne como el heno y el esplendor del hombre como la flor del heno. Así, pues, hermanos
míos, si hemos temblado al pensamiento de que, pasada la vida esta, nos toque padecer castigos y
tormentos en la ardiente llama, tales como los padeció el rico soberbio y sin entrañas de
misericordia, ahora estamos a tiempo, enmendémonos; después ya no hay lugar a ser socorridos,
no hay lugar a la enmienda; el socorro dásele a uno cuando se corrige. Esta es la vida de la
corrección, y del auxilio, y del socorro.
(Serm. 13, 4)
25 de octubre
La verdadera limosna
Si esto es así, ¿qué significa lo que antes les dijo: Haced limosna, y todo será puro para vosotros?
¿Qué significa: Haced limosna? Haced misericordia. ¿Qué significa: Haced misericordia? Si eres
hombre discreto, comienza por ti mismo. ¿Cómo has de ser misericordioso para otro, si eres cruel
212
para ti? Dad limosna, y todo es puro para vosotros; haced la verdadera limosna. ¿Qué cosa es la
limosna? Una misericordia. Pues entonces oye la Escritura: Ten misericordia de tu alma para ser
grato a Dios. Haz esta limosna; ten misericordia de tu alma, y serás grato a Dios. Tu alma está
delante de ti como un mendigo; recógete a tu interior. Tú, que vives mal; tú, que llevas una vida
desleal a tu fe, entra en tu conciencia, donde hallarás a tu alma mendicante, desproveída, pobre,
arrastrada; y si no la ves necesitada, es que, de puro depauperada, ya no puede decir nada. Si tu
alma mendiga, tiene hambre de justicia. Cuando, pues, hallares así tu alma (dentro, en el corazón,
tienen asiento estas mendigueces), comienza por darle a ella limosna, dale pan. ¿Qué pan? Si un
fariseo le hubiera preguntado, el Señor le hubiera dicho: «Da limosna a tu alma». Realmente lo
dijo, pero no lo entendieron; se lo dijo cuando les refirió las limosnas que hacían, ignoradas, según
ellos, de Cristo. Se lo dijo a todos: Sé que las hacéis; diezmáis la menta y el eneldo; el comino y la
ruda; pero yo hablo de otras limosnas: el juicio y la caridad, que os tienen sin cuidado. Hazle a tu
alma una limosna en juicio y en caridad. ¿Qué significa en juicio? Mira y lo hallarás: Desplácete a ti
mismo, falla contra ti. Y en caridad, ¿qué significa? Ama al Señor Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, totalmente; ama a tu prójimo como a ti mismo, y habrás hecho primero misericordia con
tu alma dentro de ti. Si esta limosna no haces, ya puedes dar lo que gustes y en la cantidad que
gustes; ya puedes substraer a tus bienes, no digamos la décima parte, sino la mitad; ya puedes dar,
de diez partes, nueve, reservándote una sola para ti, porque todo es nada; cuando contigo no lo
haces, eres avaro contigo. Si oyeres, y entendieres, y creyeres al Señor, Él te diría: Yo soy el pan
vivo que bajé del cielo. ¿No fuera justo darle, ante todo, este pan a tu alma y hacerla esta limosna?
Si, pues, tienes fe, lo primero que has de hacer es alimentar a tu alma. Cree en Cristo, y lo interior y
lo exterior, todo quedará limpio.
(Serm. 106, 4)
26 de octubre
Provocar a la emulación
¿Y todavía no reconoces tu pecado? ¿No sabes lo mucho que me disgustaba en la escuela que a los
jóvenes se provocase a la emulación, no mirando la utilidad y excelencia de las artes, sino el amor
a una vanísima gloria, hasta el punto de que no se ruborizan de recitar discursos ajenos y recibir
aplausos, ¡qué vergüenza!, de los mismos cuya composición recitan? Vosotros, si bien no incurrís
en semejante fragilidad, no obstante os empeñáis en traer aquí e infestar la filosofía y el nuevo
género de vida que gozosamente he emprendido con aquella mortífera jactancia de la vanagloria,
la última, pero la más funesta de las pestes; y tal vez porque os quiero apartar de esa morbosa
vanidad, os haréis más pigres para el estudio de la doctrina, y repelidos por el deseo ardiente de la
fama, que se lleva el viento, os volveréis carámbanos de torpor y desidia. Desdichado de mí si aún
tengo que lidiar con tales enemigos, en quienes no es posible expulsar a unos vicios sino con la
alianza de otros.
(DeOrd. I, 10, 30)
27 de octubre
Elegidos por gracia
213
Guárdate, ¡oh cristiano!, guárdate de la soberbia; y aunque sea tu vida trasunto de la vida de los
santos, piensa lo debes todo a la gracia; porque, si eres una partecilla del residuo, de que habla el
Apóstol, esto es obra de la gracia de Dios en ti; en modo alguno de tus méritos. Refiriéndose a este
residuo, había dicho igualmente Isaías profeta: Si el Señor de Sebaot no nos hubiera dejado un
resto, seríamos ya como Sodoma, nos asemejaríamos a Gomorra. También en el tiempo presente,
dijo el Apóstol, ha quedado un residuo según la elección de la gracia. Y prosigue: Ahora bien, si por
gracia, ya no es por obras; es decir, ya no tienes por qué ufanarte; que, si no, la gracia ya no es
gracia. En efecto, si echas por delante tus buenas obras, salario es que se te paga, no merced que se
te hace. Porque, siendo gracia, se da de gracia. Y ahora pregunto: Pecador, ¿crees en Cristo? Creo,
me dices. ¿Crees que todos los pecados, sin excepción, te pueden ser perdonados por medio de él?
Tienes lo que creíste. ¡Oh gracia dada verdaderamente de gracia! Y tú, ¡oh justo!, qué, ¿crees que
sin Dios es imposible para ti conservar la gracia? Entonces pon el ser justo a la cuenta de su
piedad, y el ser pecador a la de tu propia maldad. Sé tú mismo fiscal tuyo, y Él será tu indultor.
Todo crimen, todo delito, todo pecado es obra de nuestra negligencia; la virtud, la santidad, es
obra de la divina indulgencia. Vuelto a Dios, etc.
(Serm. 100, 4)
28 de octubre
Me adherí a Ti
Cuando llegue a adherirme a ti con todas las fuerzas de mi ser no tendré ya ni dolores ni trabajos;
mi vida será en verdad viva, llena de ti. Mas por ahora, como todavía no me llenas tú que aligeras
la carga de aquellos a quienes llenas de ti, soy para mí mismo una carga pesada.
Dentro de mi alma batallan deplorables alegrías con tristezas de las que debería alegrarme, y no
sé hacia dónde se cargará la victoria. ¡Ay! ¡Ten, Señor, misericordia de mí!
Mis malas tristezas contienden con mis buenas alegrías sin que yo sepa quién va a ganar la
batalla; pero bien ves que no te escondo mis llagas. Tú eres el médico, yo soy el enfermo. Yo soy
miserable y tú eres misericordioso. Y, ¿acaso no es tentación la vida del hombre sobre la tierra? (Job
7,1). ¿A quién pueden gustarle las molestias y las dificultades? Tú nos mandas soportarlas pero no
nos mandas amarlas. Nadie ama lo que tolera aun cuando ame la tolerancia, que es una virtud.
Pero si se alegra de tenerla, mucho más le gustaría no tener nada que tolerar.
Yo deseo la prosperidad en los tiempos adversos y temo la adversidad en los días prósperos.
¿Existe acaso entre estos dos extremos un lugar intermedio donde la vida humana no sea una
continua tentación?
¡Ay de las prosperidades de este siglo! Una y mil veces, porque el temor a la adversidad acaba
con la alegría. Y ¡ay! también, mil veces ¡ay!, de las adversidades de este mundo, pues se nos
agigantan por el deseo de la prosperidad. Y como la adversidad es por sí misma dura y la paciencia
puede a cada momento naufragar, ¿no hay motivo sobrado para decir que la vida del hombre
sobre la tierra es una larga tentación sin momento de reposo?
(Conf. X, 28.39)
29 de octubre
Dios, más cercano
214
A ti la alabanza y la gloria, ¡oh Dios, fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más
miserable y tú te me hacías más cercano. Tu mano estaba pronta a sacarme del cieno y lavarme,
pero yo no lo sabía. Lo único que me apartaba de hundirme todavía más en la ciénaga de los
placeres carnales era el temor a la muerte y a tu juicio después de ella, que nunca, no obstante la
volubilidad de mis opiniones, llegué a perder.
Y conversaba con Alipio y Nebridio, mis amigos, sobre los confines del bien y del mal y en mi
ánimo le hubiera dado la palma a Epicuro si no creyera lo que él nunca quiso admitir, que muerto
el cuerpo, el alma sigue viviendo. Y me decía a mí mismo: «Si fuéramos inmortales y viviéramos en
una continua fiesta de placeres carnales sin temor de perderlos, ¿no seríamos, acaso, felices? ¿Qué
otra cosa podríamos buscar?». Ignoraba yo que pensar de este modo era mi mayor miseria. Ciego y
hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino
solamente con la mirada interior. Ni consideraba, mísero de mí, de qué fuente manaba el contento
con que conversaba con mis amigos aun sobre cosas sórdidas; ni que me era imposible vivir feliz
sin amigos, ni siquiera en el sentido de abundancia carnal que la felicidad tenía entonces para mí.
Pues a estos amigos los amaba yo sin sombra de interés, y sentía que de este modo me amaban
también ellos a mí.
¡Oh tortuosos caminos! ¡Desdichada el alma temeraria que se imaginó que alejándose de ti
puede conseguir algo mejor! Se vuelve y se revuelve de un lado para otro, hacia la espalda y boca
abajo; y todo le es duro, pues la única paz eres tú. Y tú estás ahí, para librarnos de nuestros
desvaríos y hacernos volver a tu camino; nos consuelas, y nos dices: «¡Vamos! ¡Yo os aliviaré de
peso, os conduciré hasta el fin y allí os liberaré!».
(Conf. VI, 16.26)
30 de octubre
Constancia en la adversidad
No desfallezcamos, por tanto, hermanos; a todas las cosas terrenas les llegará su hora última. Si es
esta, allá Dios lo sabe. Quizá no lo es, y un cierto género de cobardía, o la piedad, o nuestra miseria
nos hacen desear vehementemente que no lo sea; pero, si no esta, ¿dejará de serlo otra? Hincad la
esperanza en Dios, apeteced las cosas eternas, esperad las eternas cosas. Sois cristianos,
hermanos; somos cristianos. No bajó Cristo a la carne para regalarla; más que amar lo presente,
debemos tolerarlo. El infortunio hiere de frente; la prosperidad lisonjea traidoramente. ¡Ojo al mar
aun estando como una balsa de aceite! «¡Arriba el corazón!». No hagamos a estas palabras oídos de
mercader. ¿Para qué le ponemos en la tierra, si la vemos patas arriba? Yo no puedo menos de
estimularos al acopio de razones para defender vuestra esperanza contra los insultadores y
blasfemadores del nombre cristiano. Nadie con sus críticas os desvíe de la expectación de lo
futuro. Todos los que por estas calamidades blasfeman de nuestro Cristo, son la cola del escorpión.
Coloquemos nosotros nuestro huevo al abrigo de las alas de la gallina que clama en el Evangelio:
Jerusalén, Jerusalén (se lo dice a la pérfida y perdida Jerusalén aquella), ¡cuántas veces he querido
reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos, y no quisiste! No se nos diga también a
nosotros: ¡Cuántas veces quise, y no quisisteis! Aquella gallina es la divina Sabiduría, que tomó
carne para acomodarse a sus polluelos. Ved la gallina, erizadas las plumas, caídas las alas,
entrecortada la voz, floja, desmazalada, ¡cuán a tono con sus pollitos! Pongamos, en consecuencia,
nuestro huevo, es decir, nuestra esperanza, bajo las alas de la gallina esta.
215
(Serm. 105, 11)
31 de octubre
Me congratulo al ver la concurrencia
Me congratulo al ver vuestra concurrencia. Habéis sido más diligentes de lo que esperaba. Esta es
mi alegría y consuelo en todos los trabajos y peligros de esta vida: vuestro amor a Dios, vuestra
piadosa diligencia, vuestra firme esperanza, vuestro fervor de espíritu. Oísteis, cuando se leyó el
salmo, que el pobre y desvalido dan voces a Dios en este mundo. Voz es esta oída ya con frecuencia
y que debéis recordar, y voz no de un solo hombre y sí también de un hombre solo; no de uno solo,
porque los fieles son muchos, mucho el grano que gime entre la paja, sembrado por todo el
mundo; y sí también de uno solo, y es que todos son miembros de Cristo, y por eso son un cuerpo
solamente. Este pueblo, pobre y desvalido, ignora las alegrías del mundo; sus dolores, lo mismo
que sus alegrías, están en lo interior, donde no penetra nadie, sino, aquel que oye al que gime y
corona al que espera. Son vanidad las alegrías del siglo. Se esperan con gran expectación antes de
que lleguen, pero se van de las manos nada más llegar. El día de hoy, día de alegría en esta ciudad
para los malvados, mañana ya no lo es. Ni ellos mismos serán mañana lo que hoy son. Todo pasa,
todo vuela, todo se desvanece como el humo. ¡Ay de los que de tales cosas se enamoran! Toda alma
sigue la suerte de lo que ama. Toda cosa es heno; todo brillo de la carne, como flor del campo. Secose
el heno y se cayó la flor, mas la palabra del Señor permanece eternamente. Mira lo que debes amar si
ansías permanecer eternamente. Pero tal vez dirás: ¿Cómo puedo yo poseer al Verbo de Dios? El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
(Ev. Jn. Trat. VII, 1)
216
Noviembre
1 de noviembre
La felicidad eterna
¡Cuánta será la dicha de esa vida, en la que habrá desaparecido todo mal, en la que no habrá bien
oculto alguno y en la que no habrá más obra que alabar a Dios, que será visto en todas las cosas!
No sé qué otra cosa va a hacerse en un lugar donde no se dará ni la pereza ni la indigencia. A esto
me induce el sagrado Cántico, que dice: Bienaventurados los que moran en tu casa, Señor; por los
siglos de los siglos te alabarán. Todas las partes del cuerpo incorruptible, destinadas ahora a
ciertos usos necesarios, no tendrán otra función que la alabanza divina, porque entonces ya no
habrá necesidad, sino una felicidad perfecta, cierta, segura y eterna. Todos los números de la
armonía corporal, de que he hablado y que se nos ocultan, aparecerán entonces a nuestros ojos
maravillosamente ordenados por todos los miembros del cuerpo. Y, justamente, las demás cosas
admirables y extrañas que veremos, inflamarán las mentes racionales con el deleite de la belleza
racional a alabar a tan gran Artífice. No me atrevo a determinar cómo serán los movimientos de
los cuerpos espirituales, porque no puedo ni imaginarlo. Pero de seguro que el movimiento, la
actitud y la misma especie, sea cual fuere, serán armónicos, pues allí lo que no sea armónico no
existirá. Es cierto también que el cuerpo se presentará al instante donde el espíritu quiera, y que el
espíritu no querrá lo que sea contrario a la belleza del cuerpo o a la suya. La gloria allí será
verdadera, porque no habrá ni error ni adulación en los panegiristas. Habrá honor verdadero, que
no se negará a ninguno digno de él ni se dará a ningún indigno, no pudiendo ningún indigno
merodear por aquellas mansiones, exclusivas del que es digno. Allí habrá verdadera paz, donde
nadie sufrirá contrariedad alguna, ni de parte de él ni de otro. El premio de la virtud será el Dador
de la misma, que prometió darse a sí mismo, superior y mayor que el cual no puede haber nada.
¿Qué significa lo que dijo por el profeta: Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo, sino: Yo seré el
objeto que colmará sus ansias, yo seré cuanto los hombres pueden honestamente desear: vida,
salud, comida, riqueza, gloria, honor, paz y todos los bienes? Este es el sentido recto de aquello del
Apóstol: A fin de que Dios sea todo en todas las cosas. Él será el fin de nuestros deseos, y será visto
sin fin, amado sin hastío y alabado sin cansancio. Este don, este afecto, esta ocupación, será común
a todos, como la vida eterna.
(CdeD XXX, 1)
2 de noviembre
Solo un ruego
«Poned mi cuerpo en el lugar que sea. Me es indiferente. No quiero que os conturbe el cuidado por
mi sepultura. Solo os ruego que me recordéis siempre ante el altar del Señor». Y habiendo
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expresado este último deseo con las palabras que pudo concertar, se hundió en el silencio, y su
enfermedad se agravó.
Yo mientras tanto pensaba en tus dones, ¡oh Dios invisible!, en esas gracias que pones en lo
íntimo de los corazones de tus fieles y que tan admirables frutos producen. Lleno de gozo te daba
las gracias recordando la gran preocupación que ella había siempre mostrado por las condiciones
de su sepultura, pues de tiempo atrás la había preparado para yacer junto al cuerpo de su esposo.
Habían vivido en grande y estable concordia; y ella, según suelen pensar las gentes que son muy
humanas y con escasa capacidad para lo divino, quería añadir a esa felicidad el que los hombres la
recordaran y supieran cómo, tras una larga peregrinación transmarina, le había sido concedido
que los cuerpos de ambos esposos fueran cubiertos por la misma tierra.
Ignoro en qué tiempo comenzó este pensamiento vano a ceder bajo la plenitud de tu gracia, y
me dejaba admirado y alegre el que hubiera manifestado ese pensamiento y deseo. Aunque es
verdad que en aquel coloquio nuestro junto a la ventana, cuando había dicho: «¿Qué estoy ya
haciendo aquí?», no había manifestado deseo alguno de morir en su tierra natal.
Más tarde supe también, cuando ya estábamos en Ostia, que hablando ella con maternal
confianza, durante una ausencia mía, con algunos de mis amigos, había despreciado los bienes de
este mundo y alabado el bien de la muerte. Y como ellos se asombrasen de aquella fortaleza que tú
ponías en una mujer y le preguntaran si no temía dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad natal, ella
respondió: «Nada está lejos de Dios, y no hay peligro de que Él no reconozca mis huesos para
resucitarme en el último día».
(Conf. IX, 11.27-28)
3 de noviembre
Ensancha mi alma
¿Quién me dará reposar en ti, que vengas a mi corazón y lo embriagues hasta hacerme olvidar mis
males y abrazarme a ti, mi único bien? ¿Qué eres tú para mí? Hazme la misericordia de que pueda
decirlo. ¿Y quién soy yo para ti, pues me mandas que te ame, y si no lo hago te irritas contra mí y
me amenazas con grandes miserias? ¡Ay de mí! ¿No es ya muchísima miseria simplemente el no
amarte? Dime pues, Señor, por tu misericordia, quién eres tú para mí. Dile a mi alma: Yo soy tu
salud (Sal 34,3). Y dímelo de forma que te oiga; ábreme los oídos del corazón, y dime: Yo soy tu
salud. Y corra yo detrás de esa voz, hasta alcanzarte. No apartes de mí tu rostro, y muera yo, si es
preciso, para no morir y contemplarlo.
Angosta morada es mi alma; ensánchamela, para que puedas venir a ella. Está en ruinas:
repárala. Sé bien y lo confieso, que tiene cosas que ofenden tus ojos. ¿A quién más que a ti puedo
clamar para que me la limpie? Límpiame Señor, de mis pecados ocultos y líbrame de las culpas
ajenas. Creo y por eso hablo. Tú Señor, lo sabes bien. Ya te he confesado mis culpas, Señor, y tú me las
perdonaste (Sal 18,13-14). No voy a entrar en pleito contigo, que eres la Verdad; no quiero
engañarme, para que mi iniquidad no se mienta a sí misma (Sal 26,12). No entraré, pues, en
contienda contigo, pues si te pones a observar nuestros pecados, ¿quién podrá resistir? (Sal 129,3).
(Conf. I, 5.5-6)
4 de noviembre
Lo superfluo... necesario
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Dad, pues, hermanos míos, a los pobres. En teniendo para comer, vestirnos, estemos contentos. ¿Qué
saca el rico de sus riquezas, sino lo que le pide el pobre, a saber, comida y vestido? ¿Sacas de tus
riquezas algún otro provecho? Ellas te dan el mantenimiento y el necesario vestido. Digo el
necesario, no el inútil, no el superfluo. ¿Qué otra cosa más sacas de tus riquezas? Dímelo. Todo lo
demás es superfluo. Lo superfluo para ti sea lo necesario de los pobres. «Yo, me dices, tomo
viandas exquisitas, platos de grandes precios». Y, ¿el pobre? Ordinarios. «El pobre, dices, come
viandas vulgares; yo, suculentas». Os pregunto a los dos, cuando ambos a dos estáis ahitos: Entra
en ti un manjar caro; pero allá dentro, ¿en qué se muda? Si tuviéramos en la barriga una vidriera,
¿no sería de ruborizarse ver allí los preciosos manjares de que te saciaste? Hambrea el pobre,
hambrea el rico; hace por saciarse el pobre y hace por saciarse el rico; el pobre, de manjares viles;
el rico, de manjares raros; la saciedad es igual: un logro adonde ambos desean llegar, el pobre por
un atajo, el rico por un rodeo. «Mas las viandas exquisitas me saben mejor a Mí que a él las
vulgares». ¡Si apenas comes de puro desganado! ¡Tú no sabes cómo sabe todo con el sainete del
hambre! Y no digo esto para obligar a los ricos a comer como los pobres; váyanse los ricos con el
uso, pues es gente delicada; lamenten, empero, no valer para más; saldrían ganando mucho. Luego
si el pobre no se ufana de su mendicidad, ¿por qué te engríes tú de tu debilidad? Usas manjares
selectos, costosos; hecho a ellos, ya no puedes cambiar; si mudas costumbres, te pones malo.
Condescendamos contigo: sean para ti esas superfluidades y dale al pobre lo necesario; usa tú los
manjares costosos y dale al pobre los baratos. Él espera en ti, como tú en Dios; espera él la mano
hecha cuando él; esperas tú la mano que te hizo a ti. Ella os trazó a los dos una ruta misma: la vida
esta; os habéis encontrado, andáis el mismo camino. Él no lleva nada encima, tú llevas demasiado;
él no lleva nada consigo, tú llevas contigo más de lo preciso. Y pues vas cargado, dale de lo que
tienes; con ella le alimentas a él y te ahorras peso a ti.
(Serm. 61, 12)
5 de noviembre
El escándalo
¿Hay, hermanos, algo por decir? Sois cristianos y habéis oído que, pecando contra los hermanos,
hiriendo su conciencia débil, pecáis contra Cristo. No lo echéis a barato, si no queréis ser borrados
del libro de la vida. ¡Cuántas veces nos proponemos deciros exquisita y suavemente lo que
después nos obliga nuestro dolor a deciros de cualquier modo y nos veda silenciar! Quienes
tengan a bien no hacer caudal de estas cosas, pecan contra Cristo; vean, pues, qué han de hacer.
Nosotros hacemos por atraernos los paganos que hay todavía, y vosotros sois piedras en el
camino; algunos desean venir, tropiezan y dan la vuelta. Porque se dicen ellos entre sí: «¿A qué
dejar los dioses, si los cristianos les dan culto como nosotros?». «¡Líbreme Dios, dice el cristiano,
de venerar las divinidades gentílicas!». Lo sé, lo comprendo, lo creo; pero, ¿y eso que haces sobre
la conciencia de un débil, que hieres? ¿Y ese desprecio del precio a que fue adquirido? Piensa en lo
mucho que costó. ¿Perecerá, dice el Apóstol, el flaco por tu ciencia?; por la ciencia que dices tener,
porque sabes que un ídolo es nada, y porque, si te sientas a la mesa en un ídolo, tienes el
pensamiento en Dios. Por esa tu ciencia perece el flaco. Y por que no tomes a broma su debilidad,
añadió: Por quien fue muerto Cristo. Si te sientes movido a despreciarle, mira su precio, y pon a un
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lado de la balanza el mundo todo y a otro lado la muerte de Cristo. Y para que no fueras a pensar
que pecas contra el flaco y no tuvieses a niñería este pecado, aun añadió: Contra Cristo pecaste.
Porque suelen decir los hombres: Yo peco contra un hombre, ¿es ello pecar contra Dios? Niega,
pues, que Cristo es Dios. ¿Osarías negar la divinidad de Cristo? ¿O es que aprendiste otra cosa en
esos festines idolátricos adonde fuiste? Esa doctrina no se aviene con la doctrina de Cristo. Dime
dónde has aprendido que Cristo no es Dios. Los paganos suelen decirlo. ¿No ves ahí dónde paran
esos detestables festines? ¿No ves cómo las malas conversaciones pudren las costumbres buenas?
Allí no puedes tú hablar del Evangelio, y oyes hablar de los ídolos. Allí pierdes la fe en Cristo Dios,
y lo que allí bebes lo vomitas en la Iglesia. Porque tal vez aquí, entre los fieles, te atrevas a esas
pláticas, y quizá entre la gente sencilla te arrojas a murmurar: ¿Acaso no fue Cristo un hombre?
¿No fue crucificado, por ventura? Eso lo aprendiste de los paganos; perdiste la salud y no tocaste la
fimbria. Tócala, pues, ahora; recobra la salud. Al modo que te mostramos a tocarla en aquel lugar
de la Escritura: Quien viere a un hermano a la mesa en un ídolo, tócale para creer en la divinidad de
Cristo. De los judíos escribió la misma fimbria, el Apóstol: Cuyos son los patriarcas y de quienes
desciende el Mesías en cuanto a la carne, quien es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos.
Mira el Dios verdadero, contra quien pecas yendo a los banquetes de los dioses falsos.
(Serm. 62, 9)
6 de noviembre
Paz y guerra
La ciudad terrena, que no será eterna (pues, una vez condenada al último suplicio, no será ya
ciudad), tiene aquí abajo su bien y se goza en su posesión con ese gozo que pueden brindar tales
cosas. Y porque ese bien no es tal que excluya de sus amadores las angustias, por eso esta ciudad
con frecuencia se divide contra sí misma, pleiteando, batallando, luchando y buscando victorias
mortíferas o al menos mortales. Porque, sea cualquiera la parte de ella que se levante en guerra
contra otra, pretende ser vencedora, siendo ella cautiva de los vicios. Si vence y se engalla más
soberbiamente, su victoria es mortífera; pero si, pesando la condición y las consecuencias
comunes, es mayor su aflicción por las desgracias que pueden sobrevenir que su hinchazón por las
ventajas que reporte, la victoria es solamente mortal. Porque no siempre puede señorear,
subsistiendo, a quienes pudo someter venciendo.
No es acertado decir que los bienes que desea esta ciudad no son bienes, puesto que ella misma
es un bien, y el mejor en su género. Por causa de estos bienes ínfimos, desea cierta paz terrena y
anhela llegar a ella por la guerra. Si vence y no hay quien resista, nace la paz de que carecían los
partidos contrarios entre sí, que luchaban con infeliz miseria por cosas que no podían poseer a la
vez. Esta es la paz que persiguen las penosas guerras, esta es la paz que logran las victorias
pretendidamente gloriosas. Cuando vencen los que lucharon por la causa más justa, ¿quién duda
que la victoria debe acogerse con aplauso, y la paz con gozo? Son bienes, y los bienes son dones de
Dios. Mas si, abandonados los bienes supremos, posesión de la Ciudad soberana, donde habrá una
victoria seguida de una paz eterna y suma, se ansían estos bienes de manera que o se crea que son
únicos o se amen más que los superiores, inevitablemente sigue la miseria y se acrece la existente.
(CdeD XV, 4)
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7 de noviembre
El gozo del encuentro
¡Oh Dios de bondad! ¿Qué es lo que se agita en el pecho de los hombres? Porque de la salvación de
alguno que tenía todas las esperanzas perdidas nos alegra mucho más que si nunca hubiera
pasado peligros ni perdido la esperanza. Y en esto también tú, Padre de las misericordias, eres
como nosotros; más te hace gozar un solo pecador que hace penitencia que noventa y nueve justos
que no lo necesitan (Lc 15,7). Nuestra alegría es inmensa cuando oímos con cuánto gozo lleva el
pastor sobre sus hombros a la oveja descarriada; y que la moneda perdida se reintegra a tus
tesoros por la mujer que la encontró y recibió por ello la felicitación de sus vecinas. Y nuestros
ojos derraman lágrimas de alegría cuando en una solemne celebración dentro de tu casa se nos lee
que el hijo menor había muerto y revivió, que se había perdido y lo volvieron a encontrar (Lc 15,24).
Es que tú gozas de nosotros como gozas de la santa caridad de tus ángeles. Porque tú eres
siempre el mismo y desde siempre conoces a los seres que no siempre son ni son siempre del
mismo modo.
(Conf. VIII, 3.6)
8 de noviembre
Cómo alejar el temor
Tú que quieres no temer ya, examina tu conciencia. No te quedes en la superficie; desciende a ti
mismo, penetra en el interior de tu corazón. Escudriña con esmero y mira si no hay ninguna vena
envenenada que aspire y absorba el amor ponzoñoso del mundo, si no te sientes movido y
apresado por ningún deleite o placer carnal, si no te hinchas y ensoberbeces con vana jactancia, si
ningún cuidado vanidoso te tiene en llamas; atrévete a afirmar que te ves puro y transparente, que
examinas cuanto de oculto hay en tu conciencia, ya sea en hechos, en dichos o pensamientos
perversos; si ya no te fatiga la preocupación de evitar el mal, mira si no se desliza ninguna
negligencia en practicar la equidad. Si ese es tu estado real, goza por vivir sin temor. Lo habrá
excluido el amor de Dios, a quien amas con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu
mente. Lo habrá excluido también el amor al prójimo, a quien amas como a ti mismo, y por eso te
esfuerzas para que también él ame a Dios contigo con todo el corazón, con toda el alma y con toda
la mente, puesto que no tienes otra manera de amarte rectamente a ti mismo si no es amando a
Dios de tal forma que no le ames menos por el hecho de volverte hacia ti mismo. Si, por el
contrario, aunque ninguna pasión te sacuda interiormente –¿quién se atreverá a gloriarse de
ello?–, si te amas a ti mismo en ti mismo y te complaces en ti por ti, debes sentir gran temor
precisamente porque nada temes. El temor no ha de ser arrojado fuera con cualquier amor, sino
con el amor recto por el que amamos a Dios con toda la mente y, en consecuencia, al prójimo, de
manera que también él ame a Dios. El amarse en sí mismo y el agradarse uno a sí mismo no es
amor recto, sino vana soberbia. Por eso, el Apóstol zahirió con justa reprensión a quienes se aman
y se agradan a sí mismos. La caridad perfecta arroja fuera el temor. Mas no ha de llamarse caridad
a lo que es baratura. ¿Qué hay más sin valor que un hombre sin Dios? Ved lo que ama quien se ama
a sí mismo; no en Dios, sino en sí mismo. Con razón se dice a ese tal: No te engrías, antes bien teme.
Puesto que se engríe, y por eso no teme, le es ciertamente pernicioso el hecho de no temer a él,
que no está sólidamente cimentado, sino que es llevado por el viento de la soberbia. Tampoco es
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manso y piadoso quien se ama y se alaba en sí mismo; al contrario, orgulloso y feroz, no sabe
decir: Mi alma será alabada en el Señor; escúchenlo los humildes y alégrense. ¿Qué ama de bueno
quien tal vez ama el no temer por el no temer mismo? Puede convencerse de que eso no procede
de la salud, sino de crueldad. Por ejemplo, existe un salteador audaz en extremo, tanto más
peligrosamente cruel cuanto más perversamente fuerte, quien por ese amor suyo por el que ama
el no temer maquina atrocidades ingentes para ejercitar lo que ama, y ejercitándolo, robustecerlo;
cuanto mayores sean las barbaridades cometidas, tanto mayor será la audacia de quien no teme.
Así, pues, no ha de amarse como un gran bien lo que puede hallarse incluso en un hombre pésimo.
(Serm. 348, 2)
9 de noviembre
Dedicación de una Iglesia
La fiesta que nos congrega es la dedicación de esta casa de oración. Esta es, en efecto, la casa de
nuestras oraciones, pues la casa de Dios somos nosotros mismos. Si nosotros somos la casa de
Dios, somos edificados en este mundo para ser dedicados al fin del mundo. Todo edificio, mejor,
toda edificación, requiere trabajo; la dedicación pide alegría. Lo que acontecía aquí cuando se
levantaba este edificio, sucede ahora cuando se congregan los fieles en Cristo. El creer equivale, en
cierto modo, a arrancar las vigas y piedras de los bosques y montes; el ser catequizados,
bautizados y formados se equipara a la tarea de tallado, pulido y ajustamiento por las manos de
los carpinteros y artesanos. Sin embargo, no edifican la casa de Dios más que cuando se ajustan
unos a otros mediante la caridad. Si estas vigas y estas piedras no se unen entre sí dentro de un
orden, si no se combinan pacíficamente, si en cierto modo no se amasen estrechándose entre sí,
nadie entraría aquí. Además, cuando veis que las piedras y las vigas se ajustan bien en algún
edificio, entras tranquilo sin temer que se caiga. Así, pues, queriendo Cristo el Señor entrar y
habitar en nosotros, como si estuviera edificándonos, decía: Os doy un mandamiento nuevo que os
améis unos a otros. Os doy, dijo, un mandamiento nuevo. Erais viejos, aún no me construíais esta
casa, yacíais entre vuestras ruinas. Por tanto, para libraros de la vetustez de vuestra ruina amaos
los unos a los otros. Considere, pues, vuestra caridad que, como fue predicho y prometido, esta
casa está aún en construcción en todo el orbe de la tierra. Cuando se edificaba el templo después
de la cautividad, se decía, según indica otro salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al
Señor toda la tierra. Las palabras: un cántico nuevo, equivalen a las otras del Señor: un
mandamiento nuevo. ¿Qué tiene de peculiar el cántico nuevo sino un nuevo amor? Cantar es propio
del que ama. La voz de este cantor es el fervor del amor.
(Serm. 336, 1)
10 de noviembre
El peso de ser obispo
El día de hoy, hermanos, me invita a reflexionar más detenidamente sobre la carga que llevo
encima. Aunque debo pensar día y noche sobre su peso, no sé cómo esta fecha de mi aniversario la
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arroja sobre mis sentidos, de modo que no puedo evitar el pensar en ella. Y en la medida en que
los años progresan, o, mejor, regresan, y nos acercan más al último día, que, sin duda, ha de llegar
alguna vez, el pensamiento sobre la cuenta que he de dar a Dios nuestro Señor por todos vosotros
me resulta cada vez más vivo y penetrante y más doloroso. Entre cada uno de vosotros y yo, esta
es la diferencia: vosotros casi no tenéis que dar cuenta más que de vosotros mismos, mientras que
yo tengo que darla de mí y de todos vosotros. En consecuencia, es mayor la carga, que, bien
llevada, comporta una mayor gloria; pero, ejercida sin fidelidad, precipita en el más terrible de los
suplicios. ¿Qué es lo que, ante todo, debo hacer hoy, a no ser el confiaros el peligro en que me
encuentro, para que seáis mi gozo? El peligro en que me hallo no es otro que el fijarme en cómo
me alabáis, sin preocuparme de cómo vivís. Aquel bajo cuya mirada hablo, mejor aún, bajo cuya
mirada pienso, sabe que las alabanzas del pueblo me deleitan menos de lo que me atormenta e
inquieta el cómo viven quienes me alaban. No quiero alabanzas de quienes viven mal; las
aborrezco, las detesto; me causan dolor, no placer. Si dijera que no quiero las alabanzas de quienes
viven bien, mentiría; si digo que las quiero, temo apetecer más la vanidad que la solidez. ¿Qué he
de decir, pues? Ni plenamente las quiero ni plenamente las dejo de querer. No las quiero
plenamente, para que las alabanzas humanas no me pongan en peligro; no las dejo de querer del
todo, para no ser ingrato para con aquellos a quienes predico.
(Serm. 339, 1)
11 de noviembre
El yugo de Cristo
El Apóstol pasaba por las graves, frecuentes y abundantes asperezas de que hizo memoria; le
asistía, empero, no hay duda, el Espíritu Santo, y, mientras se gastaba el hombre exterior, se le
remozaba el interior de día en día, y con la gran abundancia de los divinos deleites y la esperanza
de una felicidad futura, saboreados en quietud espiritual, se le suavizaban las amarguras actuales
y todo peso hacíase liviano. Tan dulcemente llevaba el yugo de Cristo y con tanta facilidad su
carga, que todo eso que arriba contó, bastante por su aspereza y atrocidad a poner espanto en
cualquier oyente, lo llamaba él tribulación ligera, porque veía con los ojos interiores, iluminados
de fe, a qué precio se ha de comprar la vida de allá, huir el cuerpo a los dolores eternos de los
impíos y gozar sin inquietud la inacabable dicha de los justos. Sufren los hombres el bisturí y el
cauterio por librarse, aun a costa de otro más agudo, no del eterno dolor, sino del dolor algo más
largo de una úlcera. Con la esperanza bien aleatoria de gozar al final de la vida un breve y
enfermizo reposo, se desgasta el soldado en cruelísimas guerras, expuesto a pasar más años de
agitación penosa que de sosegado retiro. ¿Con qué tempestades y borrascas, con qué horrible y
tremenda furia del cielo y del mar no tropiezan los activos mercaderes para granjearse unas
riquezas inestables como el viento y preñadas de mayores riesgos y temporales que los sufridos
en allegarlas? ¿Qué calores y fríos y peligros no soportan los cazadores? Caballos, hondonadas,
precipicios, ríos, fieras. ¡Cómo afrontan el hambre y la sed! ¡Cuán apurados de agua y de comida,
con ser esta de lo más vil y grosero! Y todo para cazar una bestia, cuya carne a las veces, a tanto
precio cobrada, no necesitan para comer. Mas, aunque la pieza sea un venado o un jabalí, para el
cazador el gusto de haberla cazado es superior al placer del paladar al comerle aderezado. Y la
tierna edad de los niños, ¿a cuántos sinsabores no está sujeta en razón de los azotes casi diarios? Y,
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¿cuántas fatigas de insomnios y abstinencias no maceran a los escolares, no por la sabiduría, sino
por aprender el cálculo, las letras, las elegantes falacias de la elocuencia, con miras todo a las
riquezas y vanos encumbramientos?
(Serm. 70, 2)
12 de noviembre
Unidos en la paz y el amor
Dejemos ya a un lado todo esto. Amemos la paz. Todos, doctos e ignorantes, saben que hay que
anteponerla a la discordia. Amemos y mantengamos la unidad. Eso es lo que mandan los
emperadores y lo que manda también Cristo. Porque, cuando ellos ordenan el bien, es Cristo el que
manda por ellos. Asimismo nos ruega Cristo por medio del Apóstol que todos digamos la misma
cosa, que no haya entre nosotros cismas, que no digamos: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de
Céfas, yo de Cristo». Seamos todos a la vez solo de Cristo, porque ni Cristo se ha dividido ni ha sido
crucificado por nosotros Pablo. ¡Cuánto menos Donato! Ni hemos sido bautizados en el nombre de
Pablo. ¡Cuánto menos en el de Donato! Eso es lo que dicen los emperadores cristianos, porque son
cristianos y católicos, no siervos de los ídolos, como vuestro Juliano; no son herejes, como lo
fueron otros que persiguieron a la Iglesia católica. Durante la persecución, los verdaderos
cristianos padecían, no penas justísimas por un error herético, como vosotros, sino martirios
gloriosísimos por la verdad católica.
(Carta a los donatistas, 105, 11)
13 de noviembre
Gracia por gracia
¿Qué significan las palabras gracia por gracia? Por la fe merecemos a Dios. No hemos merecido
nosotros la remisión de los pecados. De ahí que don tan grande que hemos recibido, a pesar de
nuestra indignidad, se llame gracia. ¿Qué es la gracia? Un don gratuito. ¿Qué es un don gratuito?
Una simple donación, no una retribución. Si se debiera como recompensa, no sería gracia. Si
realmente se te debía, es que fuiste bueno; pero lo cierto es que fuiste malo, pero creíste en Aquel
que justifica al impío, es decir, en Aquel que de un impío hace un hombre piadoso. Piensa, pues, en
los castigos que por ley se te debían y en lo que por gracia has conseguido. Una vez que recibes
esta gracia de la fe, serás justo en virtud de esta fe, porque el justo vive de la fe. Por tu vida de fe te
harás digno de Dios, y una vez hecho digno de Dios, recibirás como premio la inmortalidad y la
vida eterna. Esta vida es también una gracia. Pues, ¿por qué méritos recibes la vida eterna? Por la
gracia. Si la fe es una gracia y la vida eterna es como premio de la fe, parece que Dios da la vida
eterna como debida. Pero, ¿a quién? Al fiel que por la fe la mereció. Pero, como la fe es una gracia,
la vida eterna es también una gracia por la otra gracia.
(Ev. Jn. Trat. III, 9)
14 de noviembre
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Las formas corporales
Pero yo no entendía aún la capital importancia de tu acción providencial, ¡oh Dios omnipotente!,
que obras maravillas tú solo. Mi ánimo vagaba por las formas corporales, y distinguía lo bello, que
parece bien por sí mismo, de lo apto o conveniente, que lo parece porque se acomoda a algo; y esto
lo fundaba en ejemplos sacados del mundo corporal...
Ya amaba en la virtud la paz, y odiaba en el vicio la discordia; advertía en aquella la unidad y en
este la división. Y en aquella unidad me parecía que estaba la mente racional, la naturaleza de la
verdad y del sumo bien; al paso que en la división del vicio veía yo la vida irracional, no sé qué
naturaleza y sustancia del sumo mal, que no era solo sustancia, sino también vida. Y no solo vida,
mísero de mí, sino vida absoluta e independiente de ti, de quien todo procede. Y a la primera,
concebida por mí como «mente sin sexo», la llamaba «mónada», y al otro lo llamaba «díada», de
que proceden la ira en el crimen y la sensualidad en los vicios. Así hablaba yo sin saber lo que
decía.
Ignoraba yo, pues de nadie lo había aprendido, que el mal no es una sustancia, y que la mente
humana no es tampoco el bien sumo e inmutable.
(Conf. IV, 15.24)
15 de noviembre
Las artes elevan el espíritu
Quien no se deje seducir de ellas y cuanto halla disperso en las varias disciplinas lo unifica y
reduce a un organismo sólido y verdadero, merece muy bien el nombre de erudito, dispuesto para
consagrarse al estudio de las cosas divinas, no solo para creerlas, sino también para
contemplarlas, entenderlas y guardarlas. Al contrario, el que vive esclavizado de los apetitos,
sediento de las cosas transitorias, o también el que se ha libertado ya de ese cautiverio y vive en
continencia, pero no sabe lo que es la nada, la materia informe, lo que está formado y no tiene
alma, el cuerpo la forma en el cuerpo, el espacio y el tiempo, la localización y temporalidad; el que
ignora qué es el movimiento local y el cambio, el movimiento estable y la inmortalidad; el que no
tiene idea de lo que es trascender todo lugar y todo tiempo y existir siempre, lo que es no hallarse
en ninguna parte, siendo inmenso, el encerrado en ningún límite de tiempo, siendo eterno; quien
no sepa esto y se mete a investigar, no la naturaleza de Dios, a quien se conoce mejor ignorando,
sino la naturaleza de la misma alma, caerá en toda clase de errores. Y más fácilmente responderá a
esta clase de problemas el que tuviere conocimiento de los números abstractos e inteligibles, para
cuya comprensión se requiere vigor de ingenio, madurez de edad, ocio, bienestar y vivo
entusiasmo para recorrer suficientemente el orden indicado de las disciplinas liberales. Pues
como esas artes se ordenan en parte al provecho de la vida, en parte a la contemplación y
conocimiento de las cosas, es dificilísimo adquirir su ejercicio, si no se emplea desde niño mucho
ingenio, mucho entusiasmo y perseverancia.
(DeOrd. II, 16, 44)
16 de noviembre
La perseverancia
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¿Qué dice, pues, el Señor? Servid al Señor con temor y regocijaos en él con temblor. Lo mismo el
Apóstol: Con temor y temblor obrad vuestra propia salvación, por ser Dios quien en vosotros obra.
Luego, regocijaos con temblor. No sea que se irrite el Señor... (Aclamaciones del auditorio). Veo ya en
vuestras aclamaciones que os habéis adelantado; ya sabéis lo que voy a decir; esos gritos lo
anuncian con anticipación. Y, ¿cómo lo sabéis, sino por habéroslo enseñado aquel a quien os
condujo la fe? Dice, pues...: oíd lo que ya sabéis: no os enseño nada nuevo, me limito a recordároslo
en esta plática; o mejor dicho, ni enseño ni recuerdo nada; lo uno, porque ya lo sabéis; lo otro,
porque ya lo habéis recordado; así, pues, repitamos juntos lo que sabéis lo mismo que yo. Esto dice
el Señor: Asid la enseñanza y regocijaos, pero con temblor, guardando siempre con humildad lo que
habéis recibido. No sea que se enoje alguna vez el Señor, contra los soberbios, desde luego, que se
atribuyen a sí mismos lo que tienen y no dan las debidas gracias al autor de quien lo tienen. No sea
que alguna vez se enoje el Señor y seáis arrojados del camino justo. ¿Por ventura, dice: «No sea que
se enoje alguna vez el Señor y no lleguéis al camino justo»? ¿Dice acaso: «No sea que se enoje
alguna vez el Señor y no os conduzca o guíe al camino justo, o bien, os impida el acceso al camino
justo»? Ya vais por él; no queráis ensoberbeceros, para no ser echados de ahí. Y perezcáis, dice, del
camino justo, cuando en breve se enardeciere su cólera sobre vosotros. No, no irás muy lejos. En el
punto y hora donde te hayas ensoberbecido, pierdes lo recibido. Un sí es, no es, aterrado el
protagonista del salmo, y diciendo, supongamos, «¿Qué hacer?», prosigue: Bienaventurados los que
confían en él; no en sí mismos, sino en él. Por la gracia hemos sido salvados; y esto no de nosotros,
por ser ello don de Dios.
(Serm. 131, 5)
17 de noviembre
El lobo convertido en oveja
Venga también Saulo, convertido en Pablo; el lobo convertido en oveja, el que primero fue
enemigo, luego apóstol; primero perseguidor, luego predicador. Venga, reciba cartas de los
príncipes de los sacerdotes para conducir al tormento, encadenados, a los cristianos que
encuentre por doquier. Recíbalas, recíbalas; póngase en camino, marche, ansíe muertes, esté
sediento de sangre; el que habita en los cielos se reirá de él. Marchaba, pues, según está escrito,
ansiando muertes, y ya estaba cerca de Damasco. Entonces le dice el Señor desde el cielo: Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues? Yo estoy aquí y estoy ahí; en el cielo tengo la cabeza, en la tierra el
cuerpo. No nos extrañemos, hermanos, de pertenecer al cuerpo de Cristo. Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón. A ti mismo te haces daño, pues mi
Iglesia crece con las persecuciones. Y él, lleno de pavor y temblor, respondió: ¿Quién eres tú, Señor?
Y él: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Transformado al instante, espera órdenes. Depone
el odio y se dispone a obedecer. Se le indica lo que ha de hacer. Antes de ser bautizado Pablo, dice
el Señor a Ananías: Vete a tal aldea, a un hombre llamado Saulo, y bautízalo, porque es para mí vaso
de elección. El vaso debe contener algo, pues no debe estar vacío. El vaso ha de ser llenado. ¿De qué
sino de gracia? Pero Ananías respondió a Jesucristo nuestro Señor: Señor, he oído que este hombre
ha hecho mucho mal a tus santos. Incluso ahora trae cartas de los príncipes de los sacerdotes para
que, dondequiera que encuentre hombres de este camino, los lleve encadenados. Y el Señor le
respondió: «Yo le mostraré lo que le conviene padecer por mi nombre». Con solo oír el nombre de
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Saulo, Ananías se puso a temblar; la fama del lobo hacía temblar a la oveja flaca, incluso estando
bajo el cayado del pastor.
(Serm. 295, 6)
18 de noviembre
Me aguarda la corona
Después de haber dicho: Me aguarda la corona de justicia, añadió: que en aquel día me dará el
Señor, juez justo. Siendo justo, la dará como retribución, cosa que no hizo antes. Pues, ¡oh Pablo!,
antes Saulo, si, cuando perseguías a los santos de Cristo, cuando guardabas los vestidos de los
lapidadores de Esteban, hubiera ejercitado sobre ti su justo juicio el Señor, ¿dónde estarías? ¿Qué
lugar podría encontrarse en lo más hondo del infierno proporcionado a la magnitud de tu pecado?
Pero entonces no te retribuyó como merecías para hacerlo ahora. En tu carta hemos leído lo que
dices sobre tus primeras acciones; gracias a ti las conocemos. Tú dijiste: Pues yo soy el último de los
apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol. No eres digno, pero él te hizo. No te retribuyó
como merecías, puesto que concedió un honor a quien era indigno de él, merecedor más bien del
suplicio. No soy digno, dice, de ser llamado apóstol. ¿Por qué? Porque perseguí a la Iglesia de Dios.
Si perseguiste a la Iglesia de Dios, ¿cómo es que eres apóstol? Por la gracia de Dios soy lo que soy.
Yo no soy nada. Lo que soy, lo soy por la gracia de Dios. Lo que soy ahora: apóstol, pues lo que era
antes lo era yo: Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no fue estéril en mí, sino que
trabajé más que todos ellos. ¿Qué es esto, apóstol Pablo? Das la impresión de haberte envanecido;
parece que lo dicho procede de la presunción: Trabajé más que todos ellos. Reconócelo, pues. «Lo
reconozco, dijo; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo». No se le olvidaba, sino que reservaba
para los últimos lo que les iba a agradar en él, el último: Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.
(Serm. 298, 4)
19 de noviembre
Justo castigo
Tan pronto como el hombre despreció el mandato de Dios, de ese Dios que lo había creado, que lo
había hecho a su imagen y antepuesto a los demás animales, que lo había constituido en el paraíso
y le había dado abundancia de todas las cosas y de salud, que, lejos de imponerle muchos
preceptos graves y difíciles, le había provisto, para encarecer la obediencia, de uno muy ligero y
breve, con el que advertía a la criatura que Él era su Señor y que le convenía servirle libremente,
siguió una justa condenación. Y esta condenación fue tal, que el hombre, que, guardando el
mandamiento, había de ser espiritual aun en la carne, se trocó en carnal aun en la mente. Como él,
por su soberbia, se complació en sí mismo, la justicia de Dios le entregó a sí mismo, y no para vivir
en su pura independencia, sino para arrastrar, luchando contra sí mismo, en lugar de la libertad
que deseó, una servidumbre dura y miserable bajo el poder de aquel a quien dio su
consentimiento pecando. Muerto voluntariamente en espíritu, había de morir contra su voluntad
en el cuerpo, y, desertor de la vida eterna, quedaba condenado también a una muerte eterna si la
gracia no le librara. Quien estime esta condenación excesiva o injusta, no sabe ciertamente pesar
cuál fue la injusticia de un pecado cometido en circunstancias en que era tan fácil no pecar. Así
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como la obediencia de Abrahán se encomia merecidamente, porque el matar a su hijo era un
mandato muy duro y difícil, así la desobediencia del paraíso se acrece tanto más cuanto que el
mandato carecía en absoluto de dificultad. Y como la obediencia del segundo Adán es más
admirable, por haberse hecho obediente hasta la muerte, así la desobediencia del primero es más
detestable, porque se hizo desobediente hasta morir. Y siendo tan grande la pena impuesta a la
desobediencia, y el mandamiento del Creador tan fácil, ¿quién explicará sobradamente el mal que
entraña no obedecer en cosa tan fácil y a un precepto de tan grande poder y que aterra con
tamaño suplicio?
(CdeD XIV, 15, 1)
20 de noviembre
La ira de Dios
La ira de Dios no es en Él una turbación del ánimo, sino el juicio por el que castiga el pecado. Su
pensamiento y su reflexión es la razón inmutable de las cosas mudables. Porque Dios, que tiene
sobre todos los seres un sentir tan estable como cierta es su presciencia, no se arrepiente de sus
obras como el hombre. Si la Escritura no usara estas expresiones, su forma no sería familiar hasta
cierto punto y a tono con toda clase de hombres, cuyo aprovechamiento pretende. De esta suerte
aterra a los soberbios y despierta a los negligentes, ejercita a los investigadores y alienta a los
inteligentes, cosa que no hiciera de no inclinarse y abajarse primero a dar su mano a Dos tendidos.
El anunciar la muerte de todos los animales terrenos y volátiles es una imagen de la grandeza de la
catástrofe venidera, no una amenaza de muerte hecha a los animales privados de razón, como si
también ellos hubieran pecado.
(CdeD XV, 25)
21 de noviembre
Dio fe al mensaje
Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo, el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos
son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ese es mi
hermano, y mi hermana, y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María
ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera
entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo
fuera creado en ella?
Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es
más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo. Por eso, María fue
bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.
Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros,
dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la
felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor, dichosos los que
escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la
palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su
mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo cuerpo; en la mente de María estuvo
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Cristo, la verdad: en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está
en la mente que lo que se lleva en el seno.
María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen
María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro
excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte
de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este
cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos?
Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza.
Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también vosotros sois miembros
de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor de manera equivalente, cuando dice: Estos son mi
madre y mis hermanos. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y cumple la voluntad de mi
Padre del cielo, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Podemos entender lo que significa
aquí el calificativo que nos da Cristo de hermanos y hermanas: la herencia celestial es única, y, por
tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y
coherederos suyos.
(Serm. 25, 7, 8)
22 de noviembre
Cantad a Dios
Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico
nuevo. Despojaos de lo antiguo, ya que se os invita a un cántico nuevo. Nuevo hombre, nuevo
Testamento, nuevo cántico. El nuevo cántico no responde al hombre antiguo. Solo pueden
aprenderlo los hombres nuevos, renovados de su antigua condición por obra de la gracia y
pertenecientes ya al nuevo Testamento, que es el reino de los cielos. Por él suspira todo nuestro
amor y canta el cántico nuevo. Pero es nuestra vida, más que nuestra voz, la que debe cantar el
cántico nuevo.
Cantadle un cántico nuevo, cantadle con maestría. Cada uno se pregunta cómo cantará a Dios.
Cántale, pero hazlo bien. Él no admite un canto que ofenda sus oídos. Cantad bien, hermanos. Si se
te pide que cantes para agradar a alguien entendido en música, no te atreverás a cantarle sin la
debida preparación musical, por temor a desagradarle, ya que él, como perito en la materia,
descubrirá unos defectos que pasarían desapercibidos a otro cualquiera. ¿Quién, pues, se prestará
a cantar con maestría para Dios, que sabe juzgar del cantor, que sabe escuchar con oídos críticos?
¿Cuándo podrás prestarte a cantar con tanto arte y maestría que en nada desagrades a unos oídos
tan perfectos?
Mas he aquí que él mismo te sugiere la manera cómo has de cantarle: no te preocupes por las
palabras, como si estas fuesen capaces de expresar lo que deleita a Dios. Canta con júbilo. Este es
el canto que agrada a Dios, el que se hace con júbilo. ¿Qué quiere decir cantar con júbilo? Darse
cuenta de que no podemos expresar con palabras lo que siente el corazón. En efecto, los que
cantan, ya sea en la siega, ya sea en la vendimia o en algún otro trabajo intensivo, empiezan a
cantar con palabras que manifiestan su alegría, pero luego es tan grande la alegría que los invade
que, al no poder expresarla con palabras, prescinden de ellas y acaban en un simple sonido de
júbilo.
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El júbilo es un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón. Y este
modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable. Porque, si es inefable, no
puede ser traducido en palabras. Y, si no puedes traducirlo en palabras y, por otra parte, no te es
lícito callar, lo único que puedes hacer es cantar con júbilo. De este modo el corazón se alegra sin
palabras y la inmensidad del gozo no se ve limitada por unos vocablos. Cantadle con maestría y con
júbilo.
(Serm. 32, I, 7.8)
23 de noviembre
Paz y discordia
Mas los hombres que no viven de la fe buscan la paz terrena en los bienes y comodidades de esta
vida. En cambio, los hombres que viven de la fe esperan en los bienes futuros y eternos, según la
promesa. Y usan de los bienes terrenos y temporales como viajeros. Estos no los prenden ni los
desvían del camino que lleva a Dios, sino que los sustentan para tolerar con más facilidad y no
aumentar las cargas del cuerpo corruptible, que apesga al alma. Por tanto, el uso de los bienes
necesarios a esta vida mortal es común a las dos clases de hombres y a las dos casas; pero, en el
uso, cada uno tiene un fin propio y un pensar muy diverso del otro. Así, la ciudad terrena, que no
vive de la fe, apetece también la paz, pero fija la concordia entre los ciudadanos que mandan y los
que obedecen en que sus quereres estén acordes de algún modo en lo concerniente a la vida
mortal. Empero, la ciudad celestial, o mejor, la parte de ella que peregrina en este valle y vive de la
fe, usa de esta paz por necesidad, hasta que pase la mortalidad, que precisa de tal paz. Y por eso,
mientras que ella está como viajero cautivo en la ciudad terrena, donde ha recibido la promesa de
su redención y el don espiritual como prenda de ella, no duda en obedecer estas leyes que
reglamentan las cosas necesarias y el mandamiento de la vida mortal. Y como esta es común, entre
las dos ciudades hay concordia con relación a esas cosas. Pero resulta que la ciudad terrena tuvo
ciertos sabios condenados por la doctrina de Dios, que, o por sospechas o por engaño de los
demonios, dijeron que debían amistar muchos dioses con las cosas humanas. Y encomendaron a
su tutela diversos seres, a uno el cuerpo, a otro el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a
otro la cerviz; y de las demás partes, a cada uno la suya. Y de igual modo en el alma: a uno
encomendaron el ingenio, a otro la doctrina, a otro la ira, a otro la concupiscencia; y en las cosas
necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro el trigo, a otro el vino, a otro el aceite, a otro las selvas,
a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras y las victorias, a otros los matrimonios, a
otro los partos y la fecundidad, y a otro los seres. La ciudad celestial, en cambio, conoce a un solo
Dios, único al que se debe el culto y esa servidumbre, que en griego se dice latría y piensa con
piedad fiel que no se debe más que a Dios. Estas diferencias han motivado el que esta ciudad no
pueda tener comunes con la ciudad terrena las leyes religiosas. Y por estas se ve en la precisión de
disentir de ella y ser una carga para los que sentían en contra y soportar sus iras, sus odios y sus
violentas persecuciones, a menos de refrenar alguna vez los ánimos de sus enemigos con el terror
de su multitud, y siempre con la ayuda de Dios. La ciudad celestial, durante su peregrinación, va
llamando ciudadanos por todas las naciones y formando de todas las lenguas una sociedad viajera.
No se preocupa de la diversidad de leyes, de costumbres ni de institutos, que resquebrajan o
mantienen la paz terrena. Ella no suprime ni destruye nada, antes bien lo conserva y acepta, y ese
conjunto, aunque diverso en las diferentes naciones, se flecha, con todo, a un único y mismo fin, la
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paz terrena, si no impide la religión que enseña que debe ser adorado el Dios único, sumo y
verdadero. La ciudad celestial usa también en su viaje de la paz terrena y de las cosas
necesariamente relacionadas con la condición actual de los hombres. Protege y desea el acuerdo
de quereres entre los hombres cuanto es posible, dejando a salvo la piedad y la religión, y supedita
la paz terrena a la paz celestial. Esta última es la paz verdadera, la única digna de ser y de decirse
paz de la criatura racional, a saber, la unión ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y a la
vez en Dios. En llegando a esta meta, la vida ya no será mortal, sino plenamente vital. Y el cuerpo
ya no será animal, que, mientras se corrompe, apesga al alma, sino espiritual, sin ninguna
necesidad, sometido de lleno a la voluntad. Posee esta paz aquí por la fe, y de esta fe vive
justamente cuando refiere a la consecución de la paz verdadera todas las buenas obras que hace
para con Dios y con el prójimo, porque la vida de la ciudad es una vida social.
(CdeD XIX, 17)
24 de noviembre
Oseas, Amós y el Evangelio
El profeta Oseas pone tal profundidad en sus palabras, que es muy costoso sondear en ellas. Sin
embargo, lo prometido es deuda. Y sucederá –escribe– que en el lugar en que se les dijo: Vosotros no
sois mi pueblo, serán llamados hijos del Dios vivo. Los apóstoles mismos han entendido este texto de
la vocación de los gentiles, que antes no pertenecían a Dios. Y como los gentiles son también
espiritualmente hijos de Abrahán, y por eso se les llama, con razón, Israel, el profeta añade: Y los
hijos de Israel vendrán a formar una unidad, y se elegirán un solo caudillo, y se elevarán sobre la
tierra. Querer explicar esto sería desvirtuar las palabras del profeta. Recuérdese solamente la
piedra angular y las dos paredes, compuestas una de los judíos y otra de los gentiles; aquella, bajo
el nombre de hijos de Judá, y esta, de hijos de Israel, apoyándose las dos sobre un mismo caudillo y
elevándose sobre la tierra. El mismo profeta atestigua que estos israelitas carnales que ahora no
quieren creer en Cristo han de creer en él un día, no ellos, pues pasarán con la muerte, sino sus
hijos, cuando dice: Los hijos de Israel estarán mucho tiempo sin rey, sin caudillo, sin sacrificio, sin
altar, sin sacerdocio y sin profecías ¿Quién no ve que este es el estado actual de los judíos? Mas
oigamos lo que añade: Y después, los hijos de Israel volverán y buscarán al Señor su Dios y a su rey
David, y se maravillarán del Señor y de sus bienes en los últimos tiempos. No hay nada más claro que
esta profecía, en la que el rey David está significando a Cristo, que nació –como dice el Apóstol–,
según la carne, del linaje de David.
Este mismo profeta ha predicho la resurrección de Cristo al tercer día, pero con una
profundidad misteriosa, profética, donde dice: Nos sanó después de dos días, y al tercer día
resucitaremos. En este sentido habla aquí el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las
cosas de arriba. Amós profetiza estos misterios en los siguientes términos: Prepárate, Israel –dice–,
para invocar a tu Dios. He aquí que yo soy el que forma los truenos y crea los vientos y el que anuncia
a los hombres su Cristo. Y en otro pasaje: Ese día restauraré el tabernáculo de David, que está por
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tierra, y restableceré lo igualado con la tierra, y reharé lo destruido, y lo reedificaré como en tiempos
pasados. De suerte que me busquen el resto de los hombres y todas las naciones en que se invocó ml
nombre, dice el Señor, hacedor de tales maravillas.
(CdeD XVIII, 28)
25 de noviembre
La vida eterna
Las riquezas se buscan con la mirada puesta en la vida, no la vida con la mirada puesta en las
riquezas. ¡Cuántos han pactado con sus enemigos, aunque le arrebatasen todo, con tal que les
dejasen la vida! Compraron su vida a precio de todo lo que tenían. ¡Cuánto ha de darse por la vida
eterna si tan valiosa es la perecedera! Da algo a Cristo para vivir feliz, tú que das todo al enemigo
para vivir en la mendicidad. Por tu vida temporal, que rescatas a precio tan alto, valora cuánto vale
la vida eterna, que descuidas para vivir unos pocos días, aun en el caso de que llegues a la
senectud. Pocos son los días del hombre desde su infancia hasta la vejez; y, aunque el mismo Adán
hubiese muerto hoy, habría vivido pocos días, puesto que eran limitados. ¿Pagas, pues, un rescate
por estos escasos días vividos en la fatiga, en tanta miseria y tentación? ¿Cuánto pagas? Estás
dispuesto a quedarte sin nada con tal de quedarte contigo mismo. ¿Quieres conocer cuánto vale la
vida eterna? Súmate a ti mismo a todo lo demás. He aquí que el enemigo que te había tenido
cautivo te dijo: «Dame cuanto tienes si quieres vivir»; y tú, con tal de vivir, se lo entregaste todo;
tú, que hoy te has visto liberado, pero que quizá morirás mañana; liberado de uno y mañana quizá
degollado por otro. Estos peligros, hermanos míos, han de aleccionarnos. ¿Cómo es posible ser tan
ignorantes en medio de las palabras de Dios y la experiencia humana? He aquí que entregaste todo
y saliste gozoso, porque aún vives; aunque pobre, necesitado, desnudo, mendigo, te sientes gozoso,
porque vives y sientes la dulzura de la luz. Hágase presente Cristo; haga un trato con él; él, que no
te cautivó, sino que fue cautivo por ti; que no busca el darte muerte, sino que se dignó morir por ti.
Quien se entregó a sí mismo por ti –¡qué gran precio!–, quien te hizo, te dice: «Ven a un pacto
conmigo. ¿Quieres tenerte a ti a costa de perderte? Si quieres tenerte a ti, es preciso que me poseas
a mí; que te odies a ti para poseerme a mí, y, perdiendo tu vida, la halles, para no perderla
poseyéndola. Ya te he dado un consejo saludable a propósito de esas tus riquezas que posees con
amor, y que, sin embargo, estás dispuesto a entregar por tu vida presente. Si las amas, no las
pierdas; pero donde las amas, allí han de perecer contigo. También respecto a ellas te doy un
consejo. ¿Las amas? Envíalas adonde has de ir tú después, no sea que, amándolas en la tierra, o las
pierdas en vida o tengas que dejarlas una vez muerto. También a este respecto te he dado un
consejo. No dije: «Piérdelas», sino: «Guárdalas». ¿Quieres atesorar? No te digo que no lo hagas,
antes bien te indico el dónde. Acógeme como a quien te da un consejo, no como a uno que te lo
prohíbe. ¿Dónde, pues, te digo que has de atesorar? Acumulad vuestro tesoro en el cielo, donde el
ladrón no entra y donde ni la polilla ni la herrumbre lo echan a perder».
(Serm. 345, 2)
26 de noviembre
El tiempo no descansa
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Pero el tiempo no descansa ni pasa en balde sobre nuestros sentidos, y puede obrar en nosotros
cambios admirables. El tiempo venía y pasaba con el sucederse de los días; y al venir y pasar me
iba trayendo otras imágenes y otros recuerdos; me devolvía poco a poco a mis primeros deleites, y
mi dolor iba cediendo. En lugar suyo venían no otros dolores, pero sí los gérmenes de otros
dolores. ¿Por qué había podido aquel dolor penetrar en mí tan hondo y con tanta facilidad, sino
porque yo había derramado mi alma en la arena amando a un ser mortal como si nunca hubiera de
morir? Particular consuelo y recreación hallaba yo en la compañía de otros amigos con los cuales
amaba yo lo que amaba en lugar tuyo. Ese fantasma era una enorme fábula y una larga mentira
con cuyo contacto adulterino se corrompía nuestra mente, que sentía prurito por oírlas. Pero esta
fábula no se moría en mí porque un amigo se muriera.
Otras cosas eran las que cautivaban mi ánimo: como conversar y reír juntos, obsequiarnos con
mutuas benevolencias; bromear unos con otros y leer en compañía libros agradables; disentir a
veces sin odio ni querella, como cuando el hombre discute consigo mismo, y condimentar con esos
raros disentimientos una estable concordia; enseñarnos algo unos a otros, o aprender algo unos
de otros; echar de menos con dolor a los ausentes y recibirlos con alegría a su regreso. Con estos y
otros parecidos signos de afecto, de esos que salen del corazón cuando las gentes se quieren bien y
que se manifiestan por los ojos, por la palabra, por la expresión del rostro y de mil otros modos
gratísimos, las almas se funden como al fuego, y de muchas se hace una.
(Conf. IV, 8.13)
27 de noviembre
Lo que se ama en los amigos
Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal manera ama que la conciencia se siente culpable
cuando no se corresponde el amor con amor, sin buscar del cuerpo del amigo otra cosa que signos
de benevolencia. De aquí el luto cuando se muere un amigo; de aquí los sombríos dolores, y el
corazón empapado en una dulzura que se trocó en amargura; y la vida que se perdió en los que
mueren es muerte para los que siguen viviendo.
Dichoso el que te ama a ti, y a su amigo en ti, y a su enemigo en ti; pues el único que no pierde a
sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde. ¿Y quién es este, sino
tú, nuestro Dios, el que hizo el cielo y la tierra y los llena, pues llenándolos los hizo? A ti no te
pierde sino el que te abandona. Y el que te deja, ¿adónde va, adónde huye sino de ti, benévolo a ti
enojado? ¿Y en dónde no encontrará tu ley en su propia pena? Pues tu ley es la verdad, y la Verdad
eres tú.
(Conf. IV, 9.14)
28 de noviembre
Hacerse amigos
Haceos, pues, amigos. Hágalos cada cual con lo que tenga. Que nadie diga: «Soy pobre». Nadie diga:
«Que se los hagan los ricos». Quienes más tienen, hagan más con su mayor caudal. ¿Acaso los
pobres no tienen también con qué hacérselos? Zaqueo fue rico, Pedro pobre. El primero compró el
reino de los cielos con la mitad de sus riquezas; el segundo lo compró solamente con una red y una
barquichuela. Ni del hecho de haberlo comprado el primero se sigue que no le quedara al segundo
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qué comprar. El reino de Dios no se vende, de forma que, cuando uno lo adquiere, se queda el otro
sin tener qué comprar. Ved que los padres lo adquirieron y nos dejaron qué comprar nosotros.
¿Acaso ellos compraron una cosa y nosotras otra? No, es lo mismo. Siempre es comprado, y hasta
el fin del mundo sigue en venta. No has de temer quedar excluido por el aumento de compradores.
No hay razón para decir: «Lo va a comprar aquel, pues dispone de cierta cantidad de la que no
dispongo yo». Te responde quien te lo propuso a la venta: «Trae lo que tienes; tendrás íntegro,
también tú, lo que compres». Dije que Pedro lo obtuvo íntegro a cambio de la única navichuela que
poseía. Íntegro lo obtuvo aquella viuda que echó dos pequeñas monedas en el cepillo del templo.
Echó dos monedas y lo compró íntegro, pues mucho echó quien nada se reservó. Y lo que dije poco
ha: ¿qué hay más barato que un vaso de agua fría? Ese es también el precio del reino de los cielos.
Quien no tenga ni una barca ni redes, quien no tenga las riquezas de Zaqueo, quien no tenga ni
siquiera aquellas dos monedas de que disponía aquella viuda, tiene, al menos, un vaso de agua fría.
Pienso que hasta añadió el adjetivo fría para que no te turbaras pensando en la leña. Pero hasta
puede darse en un momento dado que no tengas o encuentres ni siquiera un vaso de agua fría que
dar a un sediento. No lo encuentras y te compadeces de ese sediento; Dios ve lo que tienes dentro;
no ve en tu mano el poder, pero ve en tu corazón el querer. También tú lo has comprado, estate
seguro. Lo que tú posees se llama paz: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
(Serm. 359A, 12)
29 de noviembre
Inseguridad de la amistad
Y si no se da esa ignorancia rayana en la demencia, frecuente, por cierto, en la mísera condición de
esta vida, que nos hace creer al amigo enemigo, o al enemigo amigo, ¿qué consolación mejor
hallamos, entre las agitaciones y penalidades de la sociedad humana, que la fe sincera y el mutuo
amor de los buenos y auténticos amigos? Pero cuantos más y en más lugares los tenemos, tanto
más tememos que les suceda algún accidente de esos que llenan el mundo. Porque no nos
preocupa solamente que no sean afligidos por el hambre, las guerras, las enfermedades, la
cautividad y los males que esto lleva consigo, imposibles de imaginar, sino que además tememos –
y es temor mucho más amargo– que se tornen pérfidos y malvados. Y cuando esto sucede
(evidentemente tanto más cuanto más y más diferentes son nuestros amigos) y llega a nuestro
conocimiento, ¿quién podrá darse cuenta de las llamas en que arde nuestro corazón sino el que
siente tales reveses? Preferiríamos saber a nuestros amigos muertos, aunque aun esto no
podríamos saberlo sin dolor. ¿Cómo es posible que la muerte de personas cuya vida nos deleitaba
con los solaces de la amistad no nos inyecte la tristeza en el alma? Quien proscribe esta tristeza,
proscriba, si puede, las charlas entre amigos. Interrumpa o corte el hilo del afecto amigable, rompa
los lazos más dulces de las relaciones humanas, y esta no lo hará sin cruel estupor. O, si no, crea
que es preciso usar de ellos sin que la amistad aliente en el espíritu ese aire de dulzura. Y si todo
esto es imposible, ¿cómo no nos ha de ser amarga la muerte de aquel cuya vida nos es dulce? De
aquí nace esa melancolía, esa especie de herida o llaga del corazón, no inhumana, que solo halla
curación en los dulzones de las consolaciones. Decir que esas heridas se restañan tanto más
pronto y fácilmente cuanto mejor es el alma, no es decir que no hay llaga en el alma. Aunque la
muerte de los seres más queridos, sobre todo si son forjadores de los lazos sociales, pinche más
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blanda o más duramente en la vida de los mortales, sin embargo, preferimos verlos morir a verlos
desertar de la fe o de las buenas costumbres, que es morir en el alma. De esta inmensa cantidad de
males está llena la tierra. Por eso está escrito: ¿No es verdad que la vida del hombre sobre la tierra
es tentación? Y por eso dice el Señor: ¡Ay del mundo por los escándalos! Y asimismo: Porque
abundó la iniquidad se enfriará la caridad de muchos. He aquí por qué debemos felicitarnos por la
muerte de nuestros mejores amigos. Y cuando nuestro corazón sea presa de la angustia,
consolémonos y pensemos que la muerte ha librado a los amigos de los males que hieren,
depravan o, al menos, ponen en peligro en esta vida aun a los hombres buenos.
(CdeD XIX, 8)
30 de noviembre
Dios escogió a los pecadores e ignorantes
Y ¡cuánta no ha sido la bondad de Cristo! Este Pedro que así habla fue pescador, y es ahora para un
orador gran motivo de gloria poder comprender al pescador. Por lo cual, hablando el Apóstol a los
primeros cristianos, les decía: Considerad, hermanos, quiénes son los llamados de entre vosotros;
cómo no sois muchas los sabios según la carne, ni muchos los poderosos, ni muchos los nobles; antes
ha Dios escogido a los necios según el mundo para confundir a los sabios, y ha Dios escogido a los
flacos del mundo para confundir a los fuertes; y a las cosas miles y despreciables del mundo y
aquellas que eran nada, para destruir a las que son. De haber Cristo echado mano del orador, el
orador habría dicho: «He sido elegido por mi elocuencia»; si del senador, el senador habría dicho:
«He sido elegido por el mérito de mi dignidad»; en fin, si hubiera empezado eligiendo al
emperador, el emperador habría dicho: «He sido elegido en atención a mi poder». Estense quedos
los tales y aguarden todavía un poco; no se los olvida, no se los menosprecia, difiere un tanto la
elección de quienes pueden ver en sus méritos alguna razón de gloriarse de sí mismos en sí
mismos. Dadme antes, dice Cristo, ese pescador, ese idiota, ese analfabeto; dadme aquel con quien
el senador tiene a mengua cruzar la palabra, ni aun en el momento de comprarle el pescado;
dádmele, pues cuando le haya llenado de mí mismo, será manifiesto que lo hago yo todo. También
he de llamar al orador, y al senador, y al emperador; sí; alguna vez echaré mano del senador, pero
mi acción resaltará más en el pescador. El senador puede gloriarse de sí mismo, y también el
orador y el emperador; el pescador no puede gloriarse sino de Cristo. Venga primero el pescador a
enseñar la saludable virtud de la humildad; por medio de él será mejor atraído el emperador.
(Serm. 43, 6)
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Diciembre
1 de diciembre
Verbo de Dios
Nosotros decimos que Cristo es el Verbo de Dios, por quien todo fue hecho. Es Hijo, porque es
Verbo. Y no es verbo que se pronuncia y pasa, sino Verbo, que permanece inmutablemente y sin
alteración en el Padre, inmutable, bajo cuyo régimen es gobernada toda la creación espiritual y
corporal. Él tiene la sabiduría y la ciencia. Él determina qué, cuándo y dónde a la criatura le
conviene algo conforme a su fin. Por eso en todos los tiempos, tanto antes de multiplicar el linaje
de los hebreos, en el cual prefiguró con símbolos convenientes la manifestación de su venida,
como más tarde en el reino israelítico, y más tarde, cuando apareció a los mortales en su carne
mortal, tomada de una Virgen, y más tarde hasta el momento actual, en que cumple lo que
antiguamente anunció por los profetas, y, finalmente, hasta el fin del mundo, en que separará a los
santos de los impíos, para dar a cada uno lo suyo, ese Verbo es el mismo Hijo de Dios, coeterno al
Padre, inmutable Sabiduría, por la que fue creada toda la creación y por cuya participación es
bienaventurada toda alma racional.
(Carta a Deogracias, 102, 11)
2 de diciembre
El centurión, un gentil
Yo soy, dice, hombre sujeto a poder extraño, que tengo debajo de mí soldados; y digo a este: «Vete», y
va; y a otro: «Ven», y viene; y a mi siervo: «Haz esto», y lo hace. Soy un mando para los subordinados
míos, y subordinado a otro mando superior. Si, pues, yo, que soy un subordinado, tengo facultad
de mandar, ¿qué no podrás tú, a quien todos los poderes están sujetos? Era gentil este hombre,
pues era centurión. Ya entonces los judíos tenían guarnición del Imperio romano. Y este, de
guarnición allí, tenía la autoridad correspondiente al grado de centurión, que obedece, como
súbdito, y tiene súbditos. Mas donde principalmente ha de fijarse vuestra caridad es en que, si bien
el Señor se hacía su vida en el pueblo judío, hablaba ya de la Iglesia, que había de difundirse por
toda la redondez del globo, adonde había de mandar a sus apóstoles. Los gentiles no le vieron,
pero creyeron; los judíos le vieron y le mataron. A la manera, pues, que no entró el Señor en la casa
del centurión corporalmente y, sin embargo (ausente su cuerpo, presente su Majestad), les dio a él
y a los suyos la fe y la salud; así el mismo Señor, corporalmente solo estuvo en el pueblo judío,
porque no nació en otro lugar alguno de la gentilidad de una virgen, ni padeció, ni anduvo de un
lado a otro, ni sufrió nada de los hombres, ni llevó a cabo sus divinos milagros. Nada de todo esto
hizo entre los gentiles; con todo eso, en ello se vio realizada la profecía: Un pueblo que no conocía,
me sirvió. ¿Cómo le sirvió, si no le conoció? In auditu aurium: en un oír de oídos (al primer anuncio
del Evangelio) me obedeció. Los judíos le vieron y le crucificaron; el orbe le oyó y creyó.
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(Serm. 62, 4)
3 de diciembre
Humildad y fe
Oye, pues, la confesión del Señor: Te confieso, Padre, Señor del cielo y de la tierra. ¿Qué te confieso?
¿Por qué te alabo? Esta confesión, he dicho, es confesión de alabanza. Porque celaste a los sabios y
discretos estas cosas y se las descubriste a los pequeñuelos. Hermanos, ¿qué significa esto? Por la
antítesis lo comprenderéis. Celaste, dice, estas cosas a los sabios y discretos y se las revelaste, no
dice a los necios e indiscretos, sino: Celaste estas cosas a los sabios y discretos, pero se las
descubriste a los pequeñuelos. Donde a los ridículos sabios y discretos y a los arrogantes de
grandeza ficticia (su arrogancia es hinchazón) contrapone los pequeñuelos, y no los necios e
indiscretos. ¿Quiénes son los pequeñuelos? Los humildes. Celaste, pues, estas cosas a los sabios y
discretos. Que bajo el nombre de sabios y discretos han de ser entendidos los soberbios. Él mismo
lo pone de manifiesto al decir: Se las descubriste a los pequeñuelos. Luego se las escondiste a los no
pequeñuelos. ¿Qué significa a los no pequeñuelos? A los no humildes. Y decir a los no humildes,
¿no es decir a los soberbios? Este camino del Señor, o bien no existía o estaba oculto, y nos fue
revelado a nosotros. ¿De qué se regocijó el Señor? De haberles sido revelado a los pequeñuelos.
Hemos, pues, de ser pequeñuelos; que, si diéremos en ser grandes a la manera de los sabios y
discretos, no se nos descubrirá. ¿Quiénes son los grandes? Los sabios y discretos que, dándose a sí
mismos nombre de sabios, hiciéronse necios. El remedio está en hacer lo contrario; porque si,
diciéndote sabio, paraste en necio, diciéndote necio darás en sabio. Dilo, pues, dilo; dilo de
corazón, porque no dices sino la verdad. Dilo, y si lo dices ante los hombres, no lo calles delante de
Dios. Porque, verdaderamente, de ti, de tu caudal, eres una pura tiniebla. ¿Qué significa ser necio
sino haber en tinieblas el corazón? De ellos, en fin, dice el Apóstol: Diciéndose sabios, dieron en
necios. Antes de lo cual había dicho: Y se les obscureció el necio corazón. Di, pues, tú que no hay luz
en ti. ¿De qué aprovecha un ojo abierto y sano si falta la luz? Di, pues, que no hay luz alguna en ti
de tu cosecha y pide a voces lo que dice la Escritura: Tú, Señor, encenderás mi antorcha; con tu luz,
Señor, alumbrarás mis tinieblas. De mío no tengo sino tinieblas; pero tú eres la luz que ahuyenta las
tinieblas y me iluminas. No hay en mí de mí luz alguna, ni habrá luz en mí si no la tomo de ti.
(Serm. 67, 8)
4 de diciembre
En el principio
Cuando fijo mi atención en el texto del Apóstol cuya lectura se acaba de oír, que el hombre animal
no penetra en las cosas que son del espíritu de Dios, y me doy cuenta después que en este
auditorio hay muchos que solo gustan las cosas en un sentido carnal y que no tienen todavía alas
para elevarse a la inteligencia del espíritu, dudo mucho cómo podré exponer, con la ayuda de Dios,
o explicaros, según mi capacidad, lo que se ha leído del Evangelio: En el principio existía el Verbo, y
el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. En esto no penetra el espíritu animal. ¿Qué decisión
será la mejor en esta angustiosa perplejidad, hermanos? ¿La del silencio? Pero, si me callo, la
lectura ha sido vana, y lo mismo si no se explica. La exposición misma es también estéril si no se
entiende. Sé también, por el contrario, que hay entre vosotros personas de suficiente capacidad
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para calar el asentido de la lectura sin previa explicación. Temo perder el tiempo empleándolo
especialmente con las que no entienden. Mi confianza está en la asistencia de la misericordia
divina, que hará que satisfaga las necesidades de todos y que cada uno comprenda lo que se le
alcance. La misma ley sigue quien habla sobre estos misterios: no dice más de lo que puede.
Explicarlos como en realidad son supera toda capacidad. No temo afirmar, mis hermanos, que ni el
mismo Juan lo dijo como es, sino como pudo decirlo. Es un hombre el que habla de Dios. Dios le
inspiraba, es verdad, pero no dejaba de ser hombre. La inspiración le hizo decir algo; sin ella del
todo hubiera enmudecido. Porque recibió la inspiración un hombre, no dijo todo lo que el misterio
es, sino lo que puede decir el hombre.
(Ev. Jn. Trat. I, 1)
5 de diciembre
Grande eres, Señor
Grande eres, Señor, e inmensamente digno de alabanza; grande es tu poder y tu inteligencia no
tiene límites.
Y ahora hay aquí un hombre que te quiere alabar. Un hombre que es parte de tu creación y que,
como todos, lleva siempre consigo por todas partes su mortalidad y el testimonio de su pecado, el
testimonio de que tú siempre te resistes a la soberbia humana. Así pues, no obstante su miseria,
ese hombre te quiere alabar. Y tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nos
creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti.
Y ahora, Señor, concédeme saber qué es primero: si invocarte o alabarte; o si antes de invocarte
es todavía preciso conocerte. Pues, ¿quién te podría invocar cuando no te conoce? Si no te conoce
bien podría invocar a alguien que no eres tú. ¿O será, acaso, que nadie te puede conocer si no te
invoca primero? Mas por otra parte, ¿cómo te podría invocar quien todavía no cree en ti? ¿Y cómo
podría creer en ti si nadie te predica?
Alabarán al Señor quienes lo buscan, pues si lo buscan lo habrán de encontrar, y si lo encuentran
lo habrán de alabar.
Haz pues, Señor, que yo te busque y te invoque; y que te invoque creyendo en ti, pues ya he
escuchado tu predicación. Te invoca mi fe. Esa fe que tú me has dado, que infundiste en mi alma
por la humanidad de tu Hijo, por el ministerio de aquel que tú nos enviaste para que nos hablara
de ti.
(Conf. I, 1.1)
6 de diciembre
Por las criaturas a Dios
Así, pues, como se define en otro lugar, es la fe seguridad de los que esperan, convicción de las cosas
que no se ven. Si no se ven, ¿cómo persuadir su existencia? Y, ¿de dónde procede lo que ves, sino de
un principio invisible? Sí, en efecto; tú ves algo para llegar por ahí a creer en algo; la fe en lo
invisible se apoya en lo que vemos. No seas desagradecido a quien te dio los ojos, por donde
puedes llegar a creer lo que todavía no ves. Dios te puso en la cara los ojos, y la razón en el alma;
despierta esta razón, despierta al que mora dentro de tus ojos, asómese a esas sus ventanas y mire
por ellas la creación divina. Porque alguien hay que mira por los ojos. ¿No te sucede alguna vez
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que, ocupado ese que dentro de ti mora en otros pensamientos, no ves lo que tienes delante de los
ojos? En vano están de par en par las ventanas, ausente quien por ellas mira. No son, pues, los ojos
quienes ven, sino que alguien ve por los ojos; levántale, despiértale. No, no te fue rehusado; te hizo
Dios animal racional, te antepuso a las bestias, te formó a su imagen. ¡Qué! Esos tus ojos, ¿no van a
servirte sino para ver de hallar, como los animales, cebo para el vientre, y nada para la mente?
Levanta, pues, la mirada de la razón, usa de los ojos cual hombre, ponlos en los cielos y en la tierra;
en las bellezas del firmamento, en la fecundidad del suelo, en el volar de las aves, en el nadar de los
peces, en la vitalidad de los semillas, en la ordenada sucesión de los tiempos; pon los ojos en las
hechuras, y busca al Hacedor; mira lo que ves, y sube por ahí al que no ves. No creas son
exhortaciones mías estas; óyele al Apóstol, que dice: Los atributos invisibles de Dios se hacen
visibles por la creación del mundo.
(Serm. 126, 3)
7 de diciembre
De Roma a Milán
Fue entonces cuando Símaco, prefecto de Roma, recibió de Milán una solicitud para que enviara
allá a un maestro de Retórica, a quien se le ofrecía a costa del erario público todo cuanto
necesitara para su traslado. Yo, valiéndome de aquellos amigos míos ebrios de la vanidad
maniquea, y de los cuales ansiaba yo separarme sin que ni yo ni ellos lo supiéramos, me propuse al
prefecto para pronunciar en su presencia una pieza oratoria, para ver si le gustaba y era yo el
designado.
Lo fui, y se me envió a Milán, donde me recibió tu obispo Ambrosio, renombrado en todo el
orbe por sus óptimas cualidades. Era un piadoso siervo tuyo que administraba vigorosamente con
su elocuencia la grosura de tu trigo, la alegría de tu óleo y la sobria ebriedad de tu vino. Sin que yo
lo supiera me guiabas hacia él para que por su medio llegara yo, sabiéndolo ya, hasta ti.
Me acogió paternalmente ese hombre de Dios, y con un espíritu plenamente episcopal se alegró
de mi llegada. Y yo empecé a quererlo y a aceptarlo. Al principio no como a un doctor de la verdad,
pues yo desesperaba de encontrarla en tu Iglesia, sino simplemente como a un hombre que era
amable conmigo. Con mucha atención lo escuchaba en sus discursos al pueblo; no con la buena
intención con que hubiera debido, sino para observar su elocuencia y ver si correspondía a su
fama, si era mayor o menor de lo que de él se decía. Yo lo escuchaba atentamente, pero sin la
menor curiosidad ni interés por el contenido de lo que predicaba. Me deleitaba la suavidad de su
palabra, que era la de un hombre mucho más docto que Fausto, aunque no tan ameno ni seductor
en el modo de decir. Pero en cuanto al contenido de lo que el uno y el otro decían no había
comparación posible: Fausto erraba con todas las falacias del maniqueísmo mientras que
Ambrosio hablaba de la salvación de manera muy saludable. La salvación, empero, está siempre
lejos de los pecadores como lo era yo entonces; y sin embargo, se acercaba a mí sin que yo lo
supiera.
(Conf. V, 13.23)
8 de diciembre
Salve, llena de gracia
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¿Qué eres tú que vas a dar a luz? ¿Cómo lo has merecido? ¿De quién lo recibiste? ¿Cómo va a
formarse en ti quien te hizo a ti? ¿De dónde, repito, te ha llegado tan gran bien? Eres virgen, eres
santa, has hecho un voto; pero es muy grande lo que has merecido; mejor, lo que has recibido.
¿Cómo lo has merecido? Se forma en ti quien te hizo a ti; se hace en ti aquel por quien fuiste hecha
tú; más aún, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra, por quien fueron hechas todas las cosas;
en ti, la Palabra se hace carne recibiendo la carne, pero sin perder la divinidad. Hasta la Palabra se
junta y se une con la carne, y tu seno es el tálamo de tan gran matrimonio; vuelvo a repetirlo: tu
seno es el tálamo de tan gran matrimonio, es decir, de la unión de la Palabra y de la carne; de él
procede el mismo esposo como de su lecho nupcial. Al ser concebido te encontró virgen, y, una vez
nacido, te deja virgen. Te otorga la fecundidad sin privarte de la integridad. ¿De dónde te ha
venido? Quizá parezca insolente al interrogar así a la virgen y pulsar casi inoportunamente con
estas mis palabras a sus castos oídos. Mas veo que la virgen, llena de rubor, me responde y me
alecciona: «¿Me preguntas de dónde me ha venido todo esto? Me ruborizo al responderte acerca
de mi bien; escucha el saludo del ángel y reconoce en mí tu salvación. Cree a quien yo he creído.
Me preguntas de dónde me ha venido esto. Que el ángel te dé la respuesta». —Dime, ángel, ¿de
dónde le ha venido tal gracia a María? —Ya lo dije cuando la saludé: Salve, llena de gracia.
(Serm. 291, 6)
9 de diciembre
Juan Bautista y Jesús
Quien viene detrás de mí es mayor que yo. Son palabras de Juan: Él es mayor que yo. Si es mayor que
tú, ¿qué significa lo que hemos escuchado de boca de quien es mayor que tú: Entre los nacidos de
mujer, nadie ha habido mayor que Juan Bautista? Si ningún hombre es mayor que tú, ¿qué es quien
es mayor que tú? ¿Quieres oír quién es? En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto
Dios, y la Palabra era Dios.
Y la palabra de Dios, Dios ella misma, por quien fueron hechas todas las cosas, nacida sin
comienzo temporal, autora de los tiempos, ¿cómo halló en el tiempo un día para nacer? ¿Cómo,
repito, encontró en el tiempo un día para nacer la Palabra por la que fueron hechos los tiempos?
¿Buscas el cómo? Escucha el Evangelio: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. El
nacimiento de Cristo se refiere al nacimiento de carne, no de la Palabra; y por eso mismo se habla
del nacimiento de la Palabra, puesto que la Palabra se hizo carne. Nació la Palabra, pero no en sí
misma, sino en la carne. En sí misma procede ciertamente del Padre, pero carece de nacimiento
temporal.
Nació Juan, nació Cristo. Tanto el nacimiento de Juan como el de Cristo lo anunció un ángel. En
ambos casos, el milagro es grandioso. Una mujer estéril da a luz, de un anciano varón, al siervo
precursor, mientras que al Dueño y Señor alumbra una virgen sin obra de varón. Gran hombre es
Juan pero Cristo es más que hombre, puesto que es hombre y Dios. Gran hombre, pero que como
hombre había de ser humillado para ser exaltado como Dios. Finalmente, puesto era hombre que
iba a ser humillado, escucha al mismo hombre: No soy digno de desatar la correa de su calzado. Si
se hubiese declarado digno, ¡qué humildad sería la suya! Pero ni de esto se consideró digno. Se
prosternó completamente y se ocultó bajo la piedra. Era una lámpara, y temía que la apagase el
viento de la soberbia.
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(Serm. 287, 1, 2, 3)
10 de diciembre
El que quita el pecado
Esto acaeció en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba. Al día siguiente ve Juan a
Jesús venir hacia él y dice: Mirad, es el Cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo. Que
nadie, pues, se atribuya y diga que él es el que quita los pecados del mundo. Fijaos ahora contra
qué insolentes personas extendía Juan su dedo. No habían nacido todavía los herejes y ya se les
señalaba con el dedo. Desde las riberas del Jordán levanta la voz contra los mismos que la levanta
hoy desde el Evangelio. Jesús se le acerca, y, ¿qué dice Juan? He aquí el Cordero de Dios. Si es
cordero, es inocente. Juan es también cordero. Luego, ¿es también inocente? Pero, ¿quién es
inocente? ¿Hasta dónde se extiende su inocencia? Todos venimos de aquella semilla y vástago de
que habla David con sollozos y gemidos: Yo he sido concebido en la iniquidad y en el pecado me
alimentó mi madre en su seno. Cordero, pues, es solamente Aquel que no ha venido en estas
condiciones. No fue concebido en iniquidad, ya que no fue concebido por obra de mortal, ni lo
alimentó en la iniquidad su madre cuando lo tuvo en su vientre, porque virgen lo concibió y virgen
lo dio a luz. Lo concibió por la fe y por la fe lo crió. He aquí, pues, el Cordero de Dios. No hay en Él
la semilla de Adán. Toma de Adán la carne, no el pecado. Solo este, que no toma de nuestra masa el
pecado, es el que borra nuestros pecados. He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que borra los
pecados del mundo.
(Ev. Jn. Trat. IV, 10)
11 de diciembre
La verdadera felicidad
La verdad es que, si nos fijamos un poco, vemos que no vive como quiere sino el que es feliz, y que
solo el justo es feliz. Pero, a su vez, el justo no vive como quiere si no arriba a un estado en que no
pueda morir ni ser engañado ni ofendido, y esto con la certeza de que será así siempre. Tal es el
estado que desea la naturaleza, que no será plena y perfectamente feliz si no logra colmar sus
deseos. Ahora bien, ¿qué hombre puede vivir como quiere, si el mismo vivir no está en su mano?
Quiere vivir y se ve constreñido a morir. ¿Cómo, pues, vivirá como quiere quien no vive hasta que
quiere? Y si quisiere morir, ¿cómo puede vivir como quiere el que no quiere vivir? Y si quiere
morir, no porque no quiere vivir, sino para vivir mejor después de la muerte, todavía no vive como
quiere. Vivirá así cuando arribe, muriendo, a lo que quiere. Está bien. Supongamos que vive como
quiere, porque se violentó y se obligó a no querer lo que no puede y a querer lo que puede,
siguiendo el consejo de Terencio: «Porque no puedes hacer lo que quieres, quiere lo que puedes»,
pregunto: ¿Es acaso feliz por ser pacientemente miserable? Si realmente no se ama la vida feliz, no
se la posee. Por tanto, si se ama y se posee, necesariamente se ama más que todas las demás cosas,
puesto que cuanto se ama, debe amarse por ella. Por ende, si se la ama cuanto merece (y no es
dichoso quien no ama la vida feliz cuanto merece), es imposible que el que la ama no desee que
sea eterna. Luego será feliz cuando sea eterna.
242
(CdeD XIV, 25)
12 de diciembre
Te alaba toda la creación
Recibe, Señor, el sacrificio de estas confesiones por medio de esta lengua que me diste y que
moviste para que alabe tu nombre. Sana todos mis huesos, y digan: ¿Quién hay, Señor, que sea
semejante a ti? (Sal 34,10). Pues el que se confiesa a ti no te enseña lo que pasa en él, sino que te lo
confiesa, pues el corazón más cerrado es patente a tu mirada y tu mano no pierde poder por la
dureza de los hombres, ya que tú la vences cuando quieres, o con la venganza o con la
misericordia: No hay quien pueda esconderse a tu calor (Sal 18,7). Alábete mi alma, para que pueda
llegar a amarte; que te confiese todas tus misericordias y por ellas te alabe. No cesa en tu loor ni
calla tus alabanzas la creación entera; ni se calla el espíritu, que habla por la boca de quienes se
convierten en ti; ni los animales, ni las cosas inanimadas que hablan por la boca de quienes las
conocen y contemplan, para que nuestra alma se levante de su abatimiento hacia ti apoyándose en
las cosas creadas y pasando por ellas hasta llegar a su admirable creador, en quien alcanza su
renovación y una verdadera fortaleza.
(Conf. V, 1.1)
13 de diciembre
Fe, esperanza y caridad
Asimismo, en esta vida, aun siendo el alma bienaventurada con el conocimiento de Dios, no
obstante padece muchas molestias y espera que todas se acabarán con la muerte. Luego también
la esperanza acompaña al alma mientras peregrina por este mundo. Y cuando después de la vida
presente toda se recogiera en Dios, quedará la caridad con que se permanece allí. Pues no puede
llamarse fe aquella adhesión a la verdad, libre ya de todo peligro de error, ni se ha de esperar algo,
donde todo se posee. Luego tres condiciones son necesarias al alma: que esté sana, que mire, que
vea. Las otras tres, fe, esperanza y caridad, son indispensables para lo primero y segundo. Para
conocer a Dios en esta vida, igualmente las tres son necesarias; y en la otra vida solo subsiste la
caridad.
Indaguemos también si las tres cosas le serán necesarias al alma una vez lograda la visión o
intelección de Dios. La fe, ¿cómo puede serle necesaria, pues lo ve? Ni la esperanza, cuando ya
posee. En cambio, la caridad, lejos de perecer, está robustecida grandemente. Pues contemplando
aquella hermosura soberana y verdadera le crecerá el amor, y si no fijare sus ojos con poderosa
fuerza, sin retirarlos de allí para mirar a otra parte, no podrá permanecer en aquella dichosísima
contemplación. Pero mientras el alma habite en este cuerpo mortal, aun viendo o entendiendo
perfectamente a Dios, con todo, porque también los sentidos se emplean en sus operaciones, si
bien no le seduzcan, aunque sí le hagan vacilar, puede llamarse todavía fe la que se resiste a sus
halagos y se adhiere al sumo Bien.
(Sol. I, 7, 14)
14 de diciembre
Todos atraídos
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Todos estos hombres, pues, son atraídos por diversos modos a la tierra firme de la vida feliz, pero
han de temer mucho y evitar con suma cautela un elevadísimo monte o escollo que se yergue en la
misma boca del puerto y causa grandes inquietudes a los navegantes. Porque resplandece tanto,
está vestido de una tan engañosa luz, que no solo a los que llegan y están a punto de entrar se
ofrece como lugar de amenidad y dichosa tierra, llena de encantos y atracciones, sino que muchas
veces a los mismos que están en el puerto los invita y alucina con su deliciosa altura,
provocándoles a desdén de los demás. Pero estos frecuentemente hacen señales a los navegantes
para que no se engañen, ni den en la oculta trampa, ni crean en la facilidad de la subida a la cima; y
con suma benevolencia indican por dónde deben entrar sin peligro, a causa de la proximidad de
aquella tierra. Así, mirando con torvos ojos la vanísima gloria, enseñan el lugar del refugio seguro.
Pues, ¿qué otro monte han de evitar y temer los que aspiran o entran en la filosofía sino el
orgulloso afán de vanagloria, porque es interiormente tan hueco y vacío que a los hinchados que
se arriesgan a caminar sobre él, abriéndose el suelo, los traga y absorbe, sumergiéndoles en unas
tinieblas profundas, después de arrebatarles la espléndida mansión que ya tocaban con la mano?
(VF I, 1, 3)
15 de diciembre
Profecía sobre Cristo
Hacer ver que cuanto de esta laya se dice en los tres libros, que ciertamente son de Salomón, y que
los judíos reconocen como canónicos, conviene a Cristo y a la Iglesia, sería muy penoso, y de
abordarlo nos llevaría más allá de lo justo. Sin embargo, este discurso de los varones impíos, que
leemos en los Proverbios: Escondamos injustamente en la tierra al varón justo y traguémosle vivo
como lo hace el infierno. Borremos su memoria de la tierra y echemos mano a su preciosa
heredad, no es tan oscuro como para no poder fácilmente entenderlo de Cristo y de su Iglesia. Algo
semejante puso Jesús en boca de los malos colonos en la parábola evangélica: He aquí el heredero;
venid, matémosle, y será nuestra la heredad, han sido entendidas siempre de Cristo y de la Iglesia
quienes conocieron que Cristo es la sabiduría de Dios. La Sabiduría se fabricó una casa y labró
siete columnas. Inmoló sus víctimas, escanció su vino en la copa y preparó su mesa. Envió a sus
siervos a convocar con excelente encomio al banquete, diciendo: Si hay algún necio, que venga a
mí. Y a los carentes de juicio les dijo: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que os tengo
preparado. Estas palabras nos dejan entrever que la sabiduría de Dios, o sea, el Verbo, coeterno al
Padre, se edificó una casa en el seno de la Virgen, el cuerpo humano, y que a él, como los miembros
a la cabeza, sujetó su Iglesia; que inmoló las víctimas de los mártires, que preparó la mesa con vino
y pan –clara alusión al sacerdocio según el orden de Melquisedec– y que llamó a los insensatos y
destituidos de juicio, pues, según la expresión del Apóstol, escogió a los débiles para confundir a
los fuertes. A los débiles se dirige en este lugar: Dejad la estulticia para vivir y buscad la prudencia
para tener vida. Hacerse partícipe de su mesa es comenzar a tener vida. Y, ¿qué significación más
propia puede darse a aquellas palabras del Eclesiastés: El hombre no tiene más bien que lo que
come y bebe, que aplicarlas a la participación de esta mesa, que el Mediador del Nuevo
Testamento, sacerdote según el orden de Melquisedec, brinda de su cuerpo y sangre? Este
sacrificio sucedió a los sacrificios del Antiguo Testamento, que no eran más que un símbolo del
futuro.
244
(CdeD XVII, 20, 2)
16 de diciembre
La antorcha de la fe
En medio de las tinieblas de esta vida alumbra todos nuestros pasos la antorcha de la fe. Cojamos
en nuestras manos también nosotros esta antorcha, que es Juan, y por ella confundamos a los
enemigos de Cristo; mejor, que Él mismo les confunda con su antorcha. Hagámosles nosotros la
misma pregunta que hizo el Señor a los judíos. Hagámosla y preguntémosles. ¿De dónde es el
bautismo de Juan? ¿Del cielo o de los hombres? ¿Qué responderá? Ved cómo estos, que son
también enemigos, son humillados por la antorcha. ¿Qué respuesta darán? Si dicen que es de los
hombres, los suyos mismos les apedrearían. Si contestan que del cielo, les diremos nosotros: ¿Por
qué, pues, no les disteis crédito? Tal vez digan: Nosotros creemos en Él. ¿Cómo, según eso, decís
que vosotros bautizáis, si Juan dice que este es el que bautiza? Pero es necesario, dicen ellos, que
los ministros de un Juez tan augusto, y de quienes se sirve para bautizar, sean santos. Y yo también
lo digo, y estamos de acuerdo en que los ministros de Juez tan augusto deben ser santos. Que los
ministros sean santos, si es que quieren serlo. Pero, si los que ocupan la cátedra de Moisés no son
justos, entonces quien me da seguridad es mi Maestro, de quien su Espíritu testifica que Él es quien
bautiza. ¿Cómo me da esta seguridad? Los escribas, dice, y los fariseos ocupan la cátedra de Moisés;
haced lo que ellos dicen, pero no hagáis lo que hacen. Dicen y no practican. Si el ministro es justo, es
como un Pablo, un Pedro; así son los ministros que son justos. Porque quienes verdaderamente lo
son, no buscan su gloria; son simplemente ministros, no quieren que se les tenga por jueces y
miran con horror que pongan en ellos la esperanza. Como Pablo es, pues, el ministro que es justo.
¿Qué dice Pablo? Yo planté y Apolo regó; el crecimiento lo da Dios. Nada es quien planta ni quien
riega, sino Dios, que es el que da el crecimiento. El ministro que, al contrario, es soberbio, es como
Zabulón; pero no por eso sufre contaminación el don de Cristo. Lo que corre y pasa por él limpio y
cristalino viene a caer sobre tierra fértil. Piensa que, como es de piedra, él no puede por la
influencia del agua producir fruto. El agua pasa por un canal de piedra y va a los jardines. Ella no
produce nada en el canal, pero es, sin embargo, fertilísima en los jardines. La virtud espiritual del
sacramento es como la luz, y la reciben pura quienes han de ser iluminados y sin mancharse
aunque pase por medios inmundos. Que sean ministros enteramente justos y que no busquen su
gloria, sino la gloria de Aquel de quien son ministros ellos; pero que no digan: El bautismo es mío,
porque no es verdad, porque no es de ellos. Fijen la mirada en Juan mismo. Mirad que Juan estaba
lleno del Espíritu Santo, y el bautismo lo tenía del cielo y no de los hombres. Pero, ¿hasta cuándo lo
tuvo? Lo dice él mismo: Preparad el camino del Señor. Mas, luego que el Señor fue conocido, él
mismo vino a ser el camino. No había ya necesidad del bautismo de Juan para preparar el camino.
(Ev. Jn. Trat. V, 15)
17 de diciembre
El número de las generaciones
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Cierto llama la atención el número de 40 en las generaciones enumeradas por Mateo. Suelen las
divinas Escrituras no tomar algunas veces en cuenta lo que pasa de cierta expresión numérica.
Dícese, v. gr., que salió de Egipto el pueblo israelita después de cuatrocientos años, siendo así que
fueron cuatrocientos treinta. De igual modo, si una generación excede los cuarenta años, déjase
campear este número, que significa la trabajosa vida esta de la tierra, durante la cual peregrinamos
lejos del Señor y necesitamos provisionalmente se nos predique la verdad. Y el número 10,
emblema de la beatitud perfecta, multiplicado por 4, en atención a ser cuatro las estaciones del
año y cuatro las partes del mundo (norte, sur, este, oeste), da el número de 40. Por eso ayunaron 40
días Moisés, Elías, y aun el mismo Señor Jesucristo, nuestro Mediador, por ser necesario en este
tiempo abstenerse de los regalos corporales. Cuarenta fueron también los años que vagó por el
desierto el pueblo israelita, y el diluvio duró cuarenta días; cuarenta días trató el Señor igualmente
con sus discípulos después de resucitar, al objeto de persuadirles la resurrección del cuerpo;
dándonos a entender cómo en esta vida, donde peregrinamos lejos del Señor, significada, según
hemos dicho, por el número 40, nos es necesaria la memoria del cuerpo del Señor que hacemos en
la Iglesia en tanto llega él. Habiendo, pues, bajado a esta vida nuestro Señor y héchose carne el
Verbo para ser entregado por nuestros delitos y resucitar para nuestra justificación, adoptó Mateo
el número 40, para que la generación que pasa de las 40 no sea obstáculo a su perfección
simbólica, lo mismo que los treinta años dichos antes no empecen a la perfección de los
cuatrocientos; o bien para significar cómo el Señor, incluyendo al cual son 41 las generaciones,
aunque descendió a esta vida para sobrellevar nuestros pecados, forma un ser aparte en esta vida
por su excelencia singular, ya que, a la vez, es hombre y Dios. Porque solo de este hombre se dice
lo que no se ha podido decir de ningún otro, fuere cual fuera la perfección de su sabiduría y
santidad: El Verbo hízose carne.
(Serm. 51, 32)
18 de diciembre
Por qué la encarnación
Han, pues, nacido de Dios; mas, ¿por dónde les vino ese nacer de Dios los que habían primero
nacido de los hombres? ¿Cómo, cómo fue? Y el Verbo se hizo carne y moró entre nosotros. ¡Trueque
admirable! Él se hace carne, y estos se hacen espíritu. ¿Qué significa esto? ¡Oh bondad, hermanos
míos! Levantad el ánimo, sin embargo, a esperar y recibir cosas mayores. No queráis entregaros a
las malas pasiones del siglo. Fuisteis comprados a mucho precio; por vosotros se hizo el Verbo
carne; por vosotros, quien era el Hijo de Dios, hízose hijo del hombre, a fin de que los hijos del
hombre fuerais hechos hijos de Dios. ¡Lo que era Él y lo que se ha hecho! ¡Lo que erais vosotros y
lo que habéis sido hechos! Era Él Hijo de Dios, e hízose hijo del hombre; erais vosotros hijos del
hombre, y fuisteis hechos hijos de Dios. Tomó de nosotros nuestros males para comunicarnos sus
bienes. Pero aun en su calidad de hijo del hombre está muy sobre nosotros. Porque nosotros
somos hijos del hombre, o debemos nuestra vida humana a la concupiscencia de la carne; Él debe
la suya a la fe de una Virgen. Las madres todas de los hombres han concebido por unión sexual;
todos los hombres han nacido de hombre padre y hombre madre; Cristo nació del Espíritu Santo y
de la Virgen María. Acercose a nosotros sin apartarse, con todo, mucho de sí mismo; o mejor,
nunca se apartó de su propia divinidad, sino que juntó a ella lo propio de nuestra naturaleza.
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Acercose, pues, a lo que no era, sin dejar de ser lo que era; hízose hijo del hombre sin dejar de ser
el Hijo de Dios. Y así es Él mediador, por estar en el medio. ¿Qué significa en el medio? Ni arriba ni
abajo. ¿Cómo ni arriba ni abajo? Ni arriba, por ser carne; ni abajo, por no ser pecador. Sin embargo,
en cuanto Dios, siempre arriba. Porque, al venir a nosotros, no dejó al Padre. Se fue de entre
nosotros y no nos dejó; a nosotros volverá y a Él no le dejará.
(Serm. 121, 5)
19 de diciembre
Juan, límite entre los dos Testamentos
Juan parece ser como línea de separación entre ambos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. El
Señor mismo enseña que lo es en algún modo, al afirmar: La Ley y los profetas hasta Juan Bautista.
Es, por ende, personificación de la antigüedad y anuncio de los tiempos nuevos. Como
representante de la antigüedad, nace de padres ancianos, y como quien preludia los tiempos
nuevos, muéstrase ya profeta en el seno de su madre. Aun no había nacido, cuando, a la llegada de
María, salta de gozo dentro de su madre. Antes, pues, de venir al mundo hallábase revestido del
carácter profético, y muestra bien cuyo es precursor aun antes de haberle visto. Todo lo cual
excede, por divino, a los alcances de la fragilidad humana. En fin, él nace, recibe un nombre y se
desata la lengua de su padre. Busquemos el simbolismo del suceso este, pues yéndonos a indagar
la significación de la realidad, en modo alguno se niega la realidad en sí. Busquémosle, pues, y
veamos cuán hondo misterio encierra. Guarda Zacarías silencio, pierde el uso de la lengua hasta
que, nacido el precursor del Señor, recobra la voz. ¿Qué significa este silencio de Zacarías sino que
hasta la predicación de Cristo se hallaban veladas y como encerradas y ocultas las profecías,
mientras que se abren a su advenimiento y se iluminan venido aquel de quien ellas hablan? El
recobrar Zacarías el uso de la lengua y el rasgarse el velo del templo al expirar Cristo en la cruz
tienen un mismo sentido. Si Juan se hubiese anunciado simplemente a sí mismo, no hubiera
recobrado Zacarías su lengua; desátase la lengua porque nace la voz. Cuando ya Juan predicaba, en
efecto, a Jesucristo, vinieron a preguntarle: ¿Tú quién eres? Y él respondió: Yo soy la voz de aquel
que clama en el desierto.
(Serm. 293, 2)
20 de diciembre
María, virgen por una libre elección de amor
Su virginidad es también más grata y bien amable porque Cristo no la apartó, una vez concebido,
de la posible violación del varón para conservarla, sino que antes de ser concebido la eligió para
nacer de ella cuando ya la tenía consagrada a Dios. Así lo indican las palabras que maría respondió
al ángel que le anunciaba su concepción: ¿Cómo se podrá hacer esto –dijo–, si no conozco varón? Y
ciertamente no lo hubiera dicho si antes no tuviera consagrada su virginidad a Dios. Mas como las
costumbres de los israelitas rechazaban todavía esto, fue desposada con un varón justo, que, lejos
de ajarla violentamente, había de custodiar contra toda violencia su voto. Y aunque solamente
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hubiera dicho: Y cómo podrá hacerse esto, sin añadir porque no conozco varón, estaría igualmente
claro, pues ciertamente no iba a preguntar cómo una mujer había de dar a luz a un hijo prometido
si es que se hubiera casado con la intención de usar del matrimonio. Pudo también haber recibido
orden de permanecer virgen para que el Hijo de Dios tomase en ella la forma de siervo por un
apropiado milagro. Pero consagró su virginidad a Dios aun antes de saber que había de concebir,
para servir de ejemplo a las futuras santas vírgenes y para que no estimaran que solo debía
permanecer virgen la que hubiera merecido concebir sin el carnal concúbito. Imitó así la vida
celeste en el cuerpo mortal por medio del voto y sin estar obligada; lo hizo por elección de amor y
no por obligación de servidumbre. Por ello, Cristo al nacer de una virgen prefirió aprobar a
imponer la santa virginidad en una virgen que, aun antes de saber quién había de nacer de ella,
había ya determinado permanecer virgen. Y así quiso que fuese libre la virginidad hasta en la
mujer en la que Él tomó forma de siervo.
(Sobre la santa Virginidad, IV, 4)
21 de diciembre
A los humildes les da las gracias
Y en primer lugar: queriendo mostrarme cómo a los soberbios les resistes y a los humildes les das tu
gracia (Sant 4,6) y cuánta misericordia has hecho a los hombres por la humildad de tu Verbo, que
se hizo Carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14), me procuraste, por medio de cierta persona
excesivamente hinchada y fatua, algunos libros platónicos traducidos del griego al latín.
En ellos leí, no precisamente con estos términos pero sí en el mismo sentido, que «en el
principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Que todo fue hecho por Él
y sin Él nada fue hecho. Y lo que fue hecho es vida en Él. La Vida era la Luz de los hombres y la Luz
brilló en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron». Decían también esos libros que el alma
del hombre, aun cuando «da testimonio de la luz, no es la luz»; porque solo el Verbo de Dios, que
es Dios Él mismo, es también «la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo. Y estuvo en este mundo y el mundo fue hecho por Él, y el mundo no lo conoció».
(Conf. VII, 9.13)
22 de diciembre
La Palabra y el Verbo
Estoy hablando del Verbo, y tal vez la palabra humana pueda serviros de algo. Bien que la palabra
de Dios y la humana sean muy desiguales, muy distintas y sin punto de comparación, por cierta
semejanza, sin embargo, puede sugerirnos alguna cosa. Ved cómo la palabra que os hablo la tuve
primero en mi corazón, y llegó de mí a ti, y no se apartó de mí; comenzó a estar en ti lo que en ti no
estaba, y permaneció conmigo al salir para ti. Lo mismo, pues, que mi palabra llegó a tu sentido sin
apartarse de mi corazón, llegó a nuestro sentido el Verbo sin apartarse de su Padre. Mi palabra
estaba en mí y salió por medio de la voz; el Verbo de Dios estaba en el Padre y salió de Él por
medio de la carne. Pero, ¿acaso puedo hacer yo de mi voz lo que pudo Él de su carne? Yo no puedo
adueñarme de la voz que lleva el viento; Él no solamente conservó su carne para nacer, vivir y
obrar, sino que resucitó y llevó al Padre este modo de carruaje donde vino a nosotros. Ya llames
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vestidura a la carne de Cristo, ya carruaje, ya su jumento, como tal vez Él mismo se dignó
significarla, pues sobre su jumento puso Él al que había sido malherido por ladrones; bien le
llames templo, según lo expresó Él con mucha claridad, este templo ya pasó por la muerte, y se
sienta a la diestra del Padre; y en este templo mismo ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos. Lo que nos enseñó por medio de sus preceptos, lo mostró en su ejemplo; lo que te mostró
en su carne, debes esperarlo para la tuya. Esta es la fe; sostén lo que no ves todavía. Es necesario
permanezcas ligado por la fe a lo que no ves, para no haber de avergonzarte cuando llegues a
verlo.
(Serm. 119, 7)
23 de diciembre
El Verbo se hizo carne...
...Y su nacimiento es el colirio que limpia los ojos de nuestro corazón, y así ya pueden ver su
grandeza a través de sus humillaciones. El Verbo hecho carne, que vivió entre nosotros, es quien
nos curó los ojos. ¿Qué es lo que dice a continuación el evangelista? Y vimos su gloria. Nadie puede
ver su gloria si no es curado por las humillaciones de su carne. ¿Por qué no podíamos verla?
Atención, mis hermanos, y comprenderéis lo que quiero decir. El polvo y la tierra que en los ojos
del hombre cayera, fue lo que les lesionó y obstaculizó la contemplación de la luz. A estos ojos se
les da después una untura con el polvo de la tierra para que sanen, porque también fue la tierra la
causa de sus heridas. Los colirios y las medicinas no son más que tierra. El polvo hizo perder la
vista y el polvo se la devolverá. La carne fue la causa de tu ceguera y la carne será la que la haga
desaparecer. El consentimiento en los afectos carnales hizo que el alma fuese carne, y de ahí vino
la ceguera del corazón. El Verbo se hizo carne: he aquí el médico que te preparó el colirio. Vino el
Verbo de esta manera para extinguir por su carne los vicios de la carne y destruir con su muerte el
imperio de la muerte. Por eso, gracias a lo producido en ti por el Verbo hecho carne, puedes decir
tú: Hemos visto su gloria. ¿Qué gloria es esta? ¿Es la gloria de ser hijo del hombre? Esto más bien
es humillación que gloria. ¿Hasta dónde alcanza la vista del hombre curado por la carne? Hemos
visto, dice, su gloria, la gloria del que es el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. En otro
lugar del mismo Evangelio se tratará con más extensión, si nos lo concede el Señor, de la gracia y
de la verdad. Por ahora lo dicho basta. Transformaos en Cristo y que se fortalezca vuestra fe, y
permaneced siempre en vela y en el ejercicio de las buenas obras. No os separéis nunca del leño,
que es el único medio de pasar el mar.
(Ev. Jn. Trat. II, 16)
24 de diciembre
Nacido de virgen
Tal hizo, y fue menospreciado por muchos, que reparabais menos en la grandeza de sus obras que
en la pequeñez de su Autor; como si dijeran para sí: «Estas cosas son divinas, mas él no es sino un
hombre». Tú, pues, tienes delante dos cosas: un hombre y hechos divinos; pero, si lo divino solo
puede hacerlo Dios, ¿no estará Dios oculto en este hombre? Observa, digo, lo que ves, y cree lo que
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no ves. Quien te llamó a la fe, no te dejó a la deriva; porque, si te ordenó creer lo que no puedes
ver, no te dejó tan sin ver nada, que no puedas por ahí creer lo que no ven tus ojos. Pues qué, ¿son
tan borrosas las huellas que ha dejado en la creación el Criador? Vino también, hizo milagros. No
podías ver a Dios, al hombre sí podías; Dios, pues, se hizo hombre para que tuvieras en un solo ser
qué ver y qué creer. Al principio existía ya el Verbo y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
Oyes, pero no ves; mas he ahí que viene, que nace; procede de mujer quien hizo al varón y a la
mujer. Si le desprecias por verle nacer, no es posible menosprecies el ver nacer a quien existía
primero de nacer. Ha, pues, según digo, tomado un cuerpo, se ha revestido de carne, ha salido de
un seno materno. ¿Ya le ves totalmente? Mira lo que te pregunto. Tú ves, como digo, carne; es
carne lo que te señalo con el dedo; pero en ese nacimiento hay algo que ves y algo que no ves.
Primeramente, hay en el parto mismo dos cosas, una que te da en los ojos y otra que no; mas esto
que ves debe llevarte a creer lo que no ves. El hecho de nacer te movió a desestimarle, pero si
crees que crees lo que no ves, sabrás que nació de virgen. Un niño, dices, ¡qué poquita cosa! Un
niño nacido de virgen, digo yo, ¡qué cosa tan grande! Ahí tienes delante un milagro visible: ese
mismo nacer de virgen. Ha nacido de carne y, sin embargo, no ha nacido de padre, quiero decir de
padre humano. No se te haga imposible haber nacido de sola madre, pues Él fue quien hizo al
hombre antes de haber madres.
(Serm. 126, 5)
25 de diciembre
Nacimiento del Señor
Nuestro Salvador, por quien fue hecho todo día y nacido del Padre sin día, quiso que este día que
hoy celebramos fuera la fecha de su nacimiento en la tierra. Quienquiera que seas tú que te
admiras de este día, admírate, más bien, del día eterno que permanece ante todo día, que crea todo
día, que nace en el día y libra de la malicia del día. Admírate aún más: la que lo dio a luz es madre y
virgen; el nacido no habla, siendo la Palabra. Con razón hablaron los cielos, se congratularon los
ángeles, se alegraron los pastores, se transformaron los magos, se turbaron los reyes y fueron
coronados los niños. Amamanta, ¡oh madre!, a nuestro alimento; amamanta al pan que viene del
cielo y ha sido puesto en un pesebre como vianda para los piadosos jumentos. Allí conoció el buey
a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, o sea, la circuncisión y el prepucio, uniéndose en la
piedra angular, cuyas primicias fueron los pastores y los magos. Amamanta a quien te hizo tal que
él mismo pudo hacerse en ti; a quien te otorgó el don de la fecundidad al concebirlo sin privarte al
nacer de la honra de la virginidad; a quien ya antes de nacer eligió el seno y el día en que iba a
nacer. Él mismo creó lo que eligió, para salir de allí como esposo de su tálamo a fin de poder ser
contemplado por ojos mortales y atestiguar, mediante el aumento de la luz en esos días del año,
que había venido como luz de las mentes.
(Serm. 369, 1)
26 de diciembre
El culto a los mártires
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El pueblo cristiano celebra la conmemoración de sus mártires con religiosa solemnidad, para
animarse a su imitación, participar de sus méritos y ayudarse con sus oraciones, pero nunca
dedica altares a los mártires, sino solo en memoria de los mártires.
¿Pues quién es el obispo que, al celebrar la misa sobre los sepulcros de los santos, haya dicho
alguna vez: Te ofrecemos a ti, Pedro, o: a ti Pablo, o, a ti Cipriano? La ofrenda se ofrece a Dios, que
coronó a los mártires, junto a los sepulcros de aquellos a los que coronó, para que la
amonestación, por estar en presencia de los santos lugares, despierte un afecto más vivo para
acrecentar la caridad con aquellos a los que podemos imitar, y con aquel cuya ayuda hace posible
la imitación.
Damos culto a los mártires con un culto de amor y participación, con el que veneramos, en esta
vida, a los santos, cuyo corazón sabemos que está ya dispuesto al martirio como testimonio de la
verdad del Evangelio. Pero a aquellos los honramos con mucha más devoción, por la certeza de
que han superado el combate, y por ello les confesamos vencedores de una vida feliz, con una
alabanza más segura que aquellos que todavía luchan en la vida.
Pero aquel culto que se llama de latría, y que consiste en el servicio debido a la divinidad, lo
reservamos a solo Dios, pero no tributamos este culto a los mártires ni enseñamos que haya que
tributárselo.
(Contra Fausto, XX, 21)
27 de diciembre
Hubo un hombre
Sigo el texto sagrado: Hubo un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan. El día pasado,
hermanos carísimos, se habló de la inefable divinidad del Verbo, pero de una manera casi inefable
también. ¿Quién podrá, en efecto, penetrar en la inteligencia de estas palabras: En el principio
existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios? El uso habitual de las palabras puede hacer que
desestiméis la palabra verbo, y por eso el evangelista añade: Y el Verbo era Dios. Mucho se dijo
ayer de este mismo Verbo. Dios habrá querido que haya penetrado algo en el interior de vuestros
corazones. En el principio existía el Verbo. Es siempre el mismo y de la misma manera; como es
ahora, así permanece siempre; es inmutable. Este es el sentido de la palabra existencia. Este es su
nombre propio, que reveló a su siervo Moisés: Yo soy el que soy, y me ha enviado el que es. ¿Quién
habrá que entienda esto? Lo que está a la vista de todos es la mutación de lo que es perecedero; el
cambio aparece lo mismo en las cualidades de los cuerpos (se ve que nacen y crecen y se debilitan
y mueren) que en las almas; es la diversidad de afectos como unos movimientos que se dan en
ellas de acercamiento o de separación; se ve que los hombres pueden conocer la Sabiduría si se
acercan a su luz y calor, como la pueden perder si se alejan de ella por un deseo o afecto malo.
Todas estas cosas, como veis, son mudables. ¿Qué será, pues, la existencia misma sino el Ser que
está sobre la cima de todo aquello cuyo ser es un continuo caminar al no ser? ¿Quién, vuelvo a
repetir, será capaz de ver esto? ¿O quién, por mucho que despliegue el poder de su inteligencia con
la intención de vislumbrar, del modo que le es posible, la existencia misma, podrá llegar eso
mismo que la inteligencia, sea como sea, vislumbró? Es como el que ve de lejos la patria, pero
separada por el mar. Ve adónde ir, pero no tiene medios de arribar allá. Anhelamos llegar a la
perpetua estabilidad, a la Existencia misma, ya que ella es siempre lo mismo. Está por medio el
mar de este siglo, que es por donde caminamos. Nosotros nos damos cuenta del término de
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nuestro viaje: muchos ni siquiera saben adónde dirigirse. Para que existiese el medio de ir, vino de
allá a quien queremos ir. ¿Qué hizo? Nos proporcionó el navío que sirve para atravesar el mar.
Nadie puede pasar el mar de este siglo si no le lleva la cruz de Cristo. Muchos, aun enfermos de los
ojos, se abrazan a la cruz. Quien no ve la distancia adonde va, no deja la cruz; ella lo llevará.
(Ev. Jn. Trat. II, 2)
28 de diciembre
Vino el Niño y fueron los niños
Herodes, turbado, preguntó a los judíos dónde tenía que nacer Cristo. Le respondieron: En Belén
de Judá, y adujeron el testimonio del profeta. Herodes se turbó como si Cristo hubiera venido a
buscar y hallar un reino terreno. Nació el león del cielo y se turbó la ruin zorra de la tierra. El
Señor dijo refiriéndose a Herodes: Id y decid a esa zorra. ¿Qué hizo al sentirse turbada? Dio muerte
a los niños de pecho. ¿Qué hizo? Dio muerte a los niños aún sin habla queriendo darla a la Palabra
sin habla. Al derramar su sangre, pasaron a ser mártires antes de que pudiesen confesar al Señor
con la boca. Estas primicias envió Cristo al Padre. Vino el niño y fueron los niños; el niño vino a
nosotros y los niños fueron a Dios. De la boca de los niños sin habla y de los niños de pecho has
hecho perfecta la alabanza. Gocémonos, el día ha brillado para nosotros. Los magos, en cuanto
primicias de los gentiles, fueron figura nuestra. Los judíos le conocieron cuando nació; los gentiles,
en el día de hoy. Como paredes distintas, se juntaron en la piedra angular: de un lado, los judíos; de
otro, los gentiles; de distinta, pero no hacia distinta dirección. Veis y sabéis que las paredes tanto
más distan de sí cuanto más alejadas están del ángulo. A medida que se van acercando al ángulo,
se van acercando entre sí; cuando llegan al ángulo, se juntan. Esto es lo que hizo Cristo. Los judíos
y los gentiles, la circuncisión y el prepucio, los de la ley y los sin ley, los adoradores del único Dios
verdadero y los de muchos dioses falsos, estaban distantes entre sí. ¡Y qué distancia! Pero él es
nuestra paz, que hizo de los dos uno. Los que vinieron del pueblo judío se cuentan entre los
componentes de la pared buena, pues quienes vinieron no permanecieron en la ruina. Nos hemos
constituido en unidad ellos y nosotros; pero en el que es único, no en nosotros. ¿De dónde procede
Cristo? De los judíos. Está escrito: La salud viene de los judíos, pero no para solo los judíos. No dijo:
«La salud es para los judíos», sino: La salud viene de los judíos. Ellos le apresaron y ellos le
perdieron; ellos le ataron y a ellos ahuyentó; ellos le vieron y le dieron muerte; nosotros no le
apresamos, pero le tenemos; no lo vimos, pero creemos en él; somos posteriores, y les llevamos
delantera. Los que nos precedieron perdieron el camino; nosotros, en cambio, lo hemos
encontrado, y, caminando por él, llegaremos a la patria.
(Serm. 375, 1)
29 de diciembre
Invocación
Quiero invocarte, Señor, misericordia mía, que me creaste y no olvidaste al que se olvidó de ti. Ven
a mi alma, que tú preparas para recibirte con el deseo que le inspiras.
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Ahora que te invoco no me abandones, pues antes de que te invocara me previniste con
variadas e insistentes voces para que de la lejanía en que andaba me convirtiera a ti y a mi vez
llamara a quien me llamaba. Tú borraste los malos merecimientos con que me aparté de ti y no
quisiste castigarme con la mano que me creó, pues antes de que yo fuera tú eres, y no era yo quien
pudiera merecer que me dieses el ser.
Sin embargo, aquí estoy porque tu bondad me previno en todo lo que soy y en aquello de lo cual
me hiciste. Y no me hiciste porque tuvieras necesidad de mí o yo en algo te pudiera ayudar. Si debo
servirte no es para evitar que tú te fatigues en tu operación ni para que no parezca menor tu poder
si no te ofrezco mis obsequios. Ni el culto que te doy se parece al cultivo de la tierra, de modo que
tú quedaras como inculto si yo no te cultivara. Pero debo servirte y darte culto para que todos los
bienes me vengan de ti, a quien debo el ser y la capacidad de bien.
(Conf. XIII, 1.1)
30 de diciembre
Juicio de Dios y juicio final
Ya que voy a hablar, con la gracia de Dios, del juicio final y a afirmar su existencia contra los
impíos y los incrédulos, debo poner como cimiento de este edificio los testimonios divinos. Los
que rehúsan creerlos, se afanan por contravenirlos con razonamientos humanos, llenos de errores
y de mentiras, sosteniendo, bien que esos testimonios de las Sagradas Letras tienen otro sentido,
bien negando autoridad divina a esas palabras. Porque estoy en que no hay mortal que,
entendiendo eso en su verdadero sentido y creyendo que es la palabra del Dios sumo y verdadero,
no se rinda a ella y la admita. Y esto bien lo confiese de palabra, bien se avergüence o tema
confesarlo por vanos escrúpulos, bien se empeñe en defender contenciosamente, con terquedad
rayana en la locura, la falsedad de lo que sabe o cree que es falso, contra la verdad de lo que cree o
sabe que es verdadero.
Así, lo que la Iglesia universal del Dios verdadero confiesa y profesa, a saber, que Cristo ha de
venir del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos, a eso llamamos nosotros último día del juicio, es
decir, el último tiempo. Es incierto cuántos días durará ese juicio, pero nadie que haya leído las
Escrituras Sagradas, por más a la ligera que lo haya hecho, desconoce que es usanza de esas Letras
emplear el término día por el de tiempo. Por eso, cuando decimos día del juicio, añadimos último o
final, porque Dios juzga también ahora y ha juzgado desde el principio del género humano, cuando
arrojó del paraíso y apartó del árbol de la vida a nuestros primeros padres, perpetradores de un
enorme pecado. Más aún: puede decirse que juzgó cuando no perdonó a los ángeles
prevaricadores, cuyo príncipe, pervertido por sí mismo, engañó por envidia a los hombres. Y a su
juicio, justo y profundo, se debe que la vida de los demonios en el aire y la de los hombres en la
tierra sea tan mísera y esté tan llena de errores y de lacras. Pero, aunque nadie hubiera pecado, el
conservar a todas las criaturas racionales unidas a su Señor en eterna bienandanza sería debido a
un juicio justo y recto de Dios. Y no se contenta con someter a los demonios y a los hombres a un
juicio universal, ordenando que sean miserables en premio a sus primeros pecados, sino que
juzga, además, de las obras propias de cada uno hechas con libertad. Porque también los demonios
le piden que no los atormente, y no injustamente les perdona o les castiga según su ruindad. Los
hombres pagan por sus acciones las penas, a veces abiertamente y siempre en secreto, sea en esta
vida, sea después de la muerte, aunque nadie puede obrar bien sin la ayuda divina ni obrar mal si
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un justo juicio de Dios no lo permite. Ya que, como dice el Apóstol, en Dios no cabe injusticia; y en
otra parte: Sus juicios son inescrutables, y sus caminos incomprensibles.
(CdeD XX, 1-2)
31 de diciembre
Breve espacio de tiempo
Pero ahora camina en la fe, ordena tu vida. Él está muy en lo alto, fortalece tus alas. Cree lo que
aún no puedes ver para merecer ver lo que crees. Vivamos como peregrinos, pensemos que
estamos de paso, y no pecaremos. Antes bien, demos gracias al Señor Dios nuestro, que quiso que
el último día de esta vida esté cercano y sea incierto. Corto es el tiempo que va desde la tierna
infancia hasta la ancianidad decrépita. ¿Qué le aprovecharía a Adán el haber vivido hasta hoy, si al
fin hubiera muerto? ¿Hay espacio largo si tiene un fin? El día de ayer nadie lo hará volver; el
mañana está urgiendo al día de hoy para que pase. Vivamos bien en este breve espacio de tiempo y
vayamos allí donde no estemos de paso. También ahora, cuando os hablo, pasamos ciertamente.
Las palabras corren y se escapan volando de la boca; de idéntica manera, nuestras acciones,
nuestros honores, nuestra miseria y esta nuestra felicidad. Todo pasa, pero no hemos de
asustarnos: La palabra del Señor permanece para siempre.
(Serm. 301, 9)
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Siglas y abreviaturas de las obras de san Agustín
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