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ENCUENTROS EN VERINES 1996
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
EL YO COMO PROBLEMA.
Javier del Prado
Si leyera un texto escrito, faltaría a mi biografía, rompería la marcha ascendente
y victoriosa de mi identidad, le daría un tajo irreparable a mi yo que, tras muchos
años de lucha, ha conseguido quedarse reducido a cinco o seis cabezas
bastante bien armonizadas entre sí, aunque hablen cada una con su lengua y
tengan cada una su propia morada. En un esfuerzo digno de elogio, intentaré
despojarme de mis testas francesas, aunque no sé si lo conseguiré,
conservando la voz de las españolas, aunque el espacio del que dispongo se lo
disputen mi condición de creador, de crítico y de profesor. Lo que provocará, sin
lugar a dudas, algún desorden. Cuando te invitan a unos encuentros como éste,
en los que conviven escritores y críticos, siempre crees que te invitan por lo que
no es tu condición oficial; que te invitan por lo que es tu vocación secreta; y,
para creértelo, no dudas en mentirte. Esta mentira no es muy grave. ¿No nace
la autobiografía moderna sobre una ‘enorme’ mentira, cuyo montaje, análisis y
desmentidos ambiguos condicionan todo el devenir de la ‘vida’ de Rousseau y
de sus Confesiones? La mentira es, sin duda, necesaria, primordial, en la
construcción ontológica del yo: es la respuesta afabulada a las carencias de una
vida que quiere convertirse en Vida –Vita Nuova-. Y ésta es la primera lección
que se saca de la lectura de cualquier texto que pertenece al espacio
autobiográfico.
Yo pensé: me invitan, sin lugar a dudas, debido a que hace años publiqué un
libro falsamente autobiográfico. Fragmentos de una autobiografía imposible, I
(1984) (y que sigo publicando fragmentos de lo que será el volumen II); -y traté
de olvidar durante unos días que la razón por la que se me invitaba era un libro
teórico sobre Autobiográfica y modernidad literaria que acaba de publicar. Y, sin
embargo... Era mi mentira necesaria. Pero, podía haber optado por hablar de mi
experiencia como creador de una autobiografía fallida (algo muy fácil, porque no
compromete a nada): y en el fondo, no habría engañado a nadie. No es difícil
largar unas cuantas reflexiones, opiniones, sentimientos, sensaciones o Dios
sabe qué... sobre este tipo de escritura.
Mis textos secretos autobiográficos se remontan a 1954. Habré empezado unos
quince cuadernos negros, de los que nunca he llenado más de veinte páginas.
Dos principios destructores –que considero de gran importancia- han sido los
culpables. Por un lado, la tendencia que estos textos tenían a adoptar las
marcas de la poeticidad, y por otro lado la pereza del esfuerzo diario: no todos
los días uno es héroe, ni siquiera persona.
Me di cuenta de que mis notas autobiográficas eran siempre fragmentarias, y
que poco a poco las iba soltando no en el cuaderno cuidadosamente preparado,
sino en hojas volantes y en fichas que ningún paratexto acompañaba y que iba
acumulando en carpetas, cuando no se perdían por libros y apuntes. Me
liberaba así del engorroso y testimonial esfuerzo del día a día y me entregaba a
una pereza lírica, semejante a la del poema que nace cuando se le ocurre. Era
lógico que un día publicase Fragmentos de una autobiografía imposible.
Ahora bien, analizando esta experiencia he observado también que subyacían
en mi incapacidad para elaborar un diario dos principios estéticos que
transcendían la experiencia del yo: más que estos Fragmentos en su sucesión
diaria, ordenada o desordenada –con su referente inmediato en mi vida-, lo que
un día me interesó fue la posibilidad de construir con ellos un todo organizado,
siguiendo un hilo musical temático o narrativo cuyos pespuntes veía saltar de
texto en texto: el fragmento autobiográfico no era sino material para construir, y
proyectar fuera de mí, un Yo hipotético y una hipotética Vida, que a saber si
tenían algo en común con el yo y la vida originarios. El elemento autobiográfico
había perdido su valor referencial, ese yo primero y primario, y había perdido
también su justificación como pacto autobiográfico, esa voluntad de construir en
ellos una identidad retroactiva a partir de mi propia conciencia. En función de
esto, habían perdido su valor, como fidelidad a la realidad o a la verdad
prereferencial, en busca de otra referencialidad y otra identidad en la que el yo y
sus circunstancias eran simple pretexto, ya sea de la construcción de una Vida
Nueva o de un artefacto de sentido, de imaginación y de sentimiento
sabiamente orientado hacia el hipotético lector.
No me importaba, porque mi yo, salvo a mi mujer, a mis hijos y a unos cuantos
amigos ¿a quién le importa?: “Los hombres todos somos unos: a todos nos
rodea una misma carne, nos cubren unos mismos elementos, nos alienta una
misma alma, nos afligen unas mismas enfermedades, nos asaltan unos mismos
apetitos y nos arranca del mundo la muerte. Aún en las aprehensiones que
produce nuestra locura, no nos diferenciamos casi nada (...). Nuestra raza no es
más que una; todos somos derivados de Adán” (Vida, Diego de Torres
Villarroel). Esta cita ejemplar, que pone en entredicho todos los devaneos de la
ontología autobiográfica moderna, en la estela de Rousseau, estaba
empezando a servirme de guía, no sólo para mi conciencia existencial, sino
también para mi escritura. Al acabar de redactar (con J. Bravo y D. Picazo) un
libro teórico sobre el yo y su escritura, no es lo que en este libro he dicho lo que
más me interesa, sino comprobar cómo por unos derroteros totalmente
diferentes, históricos, analíticos, especulativos, mi experiencia de lector ha
llegado al mismo punto que mi experiencia de creador: no es tanto el yo lo que
me interesa, sino los problemas y conflictos que la escritura del yo hace florecer
en sus márgenes –y los conflictos que la provocan-. Lo que voy a decir ahora no
son, por consiguiente, sino apostillas críticas a los aspectos que más
fuertemente han despertado en mí no una aversión hacia el espacio del yo, sí
una sospecha.
Estas apostillas podríamos condensarlas en cuatro grandes bloques: uno
ontológico y ético, ligado al tema del yo como problema; uno epistemológico,
ligado a lo que he llamado el realismo restringido de la escritura autobiográfica,
opuesto, como subjetivismo objetivizado, a la ensoñación occidental de un
realismo absoluto (objetivismo, ideológico o metafísico siempre); un bloque
estrictamente ético, ligado al problema del yo-autor y a la responsabilidad que lo
implica en todo texto autobiográfico (o no); y finalmente uno literario, que
podríamos repartir en dos apartados: aquél que atañe al enfrentamiento del
concepto de pacto autobiográfico (ligado a una identidad entre el sujeto de la
escritura y el sujeto de la enunciación de esta escritura) y del concepto de
espacio autobiográfico, en el que esta identidad no es necesaria, aunque no
tenga por qué perderse de vista el referente autobiográfico de toda escritura 1);
el otro apartado es aquél que se refiere a la problemática de la escritura
autobiográfica en España.
A este respecto, estoy convencido de que no se trata de afirmar su mayor o
menor presencia (ni de quejarse de su escasez o defender patrioticamente su
importancia), como hasta ahora se ha hecho, sino de buscar la naturaleza y
función que le es específica. Después de la elaboración de nuestro libro, estoy
convencido de que si la escritura autobiográfica a la francesa 2 está ligada a una
ontología del ser del hombre occidental que, a partir de cierto momento –
racionalismo
1 Tengo que decir que desde la perspectiva anteriormente expresada, es el espacio
autobiográfico, tal como lo define, y en 1984 Dolores Picazo, en su Tesis Doctoral, La
creación del espacio autobiográfico: Michel Leiris, el que aquí me interesa.
humanista, protestantismo-, pretende darle una fundamentación inmanente a su
yo, en ausencia de Dios, la autobiografía a la española 3 está ligada a una
ontología del parecer: su razón no se asienta sobre presupuestos filosóficos
(que la contrareforma y su herencia no permiten), sino en las condiciones
sociopolíticas de la relación del yo con una estructura ideológica y religiosa que
le impone un modo de ser desde las perspectivas del dogma –religioso y
político-.
No se trataría entonces, tal vez, de una ontología stricto sensu, sino de una
ética del parecer. Nada mejor para ponerlo de manifiesto que el estudio
comparado de la Vida de De Torres Villarroel y de las Confesiones de
Rousseau, algo que haremos en otro momento y en otro sitio. Permitidme ahora
que me centre en uno solo de estos cuatro aspectos: el yo como problema.
Ya desde la última parte de nuestro libro tomamos conciencia de ese problema
cuando proyectamos tres capítulos ligados a lo que llamamos “las fronteras del
yo”: el yo y las estructuras antropológicas; el yo entre inconsciente y super-yo; y
el yo frente a género literario. Rápidamente, sin embargo, me di cuenta de que
el concepto de frontera era peligroso. Implicaba una clausura, un corte, una
ruptura, una subversión, un enfrentamiento dialéctico entre el yo y cuanto le
rodeaba, siendo este entorno, visto desde el concepto de frontera, como algo
antitético de su realidad natural; el yo, como individuo, sólo cobra razón de ser
en su pertenencia a la especie. Empecé a sustituirlo por el concepto de
mediación. Mediación necesaria entre el yo y las aporías que lo unen a la
especie y a la evolución cultural de ésta: inmanencia real y transcendencia
soñada: el yo como singularidad y la especie como colectividad; el yo como
insularidad espaciotemporal y la especie como extensión espacio-temporal que
lo transciende; el yo como identidad y la especie como alteridad, etc.
Este concepto de mediación frente al antiguo de subversión, es el que ahora
domina mi pensamiento, incluso a la hora de intentar definir el espacio del yo
como problemas –lo que me obliga a un replanteamiento de los conceptos de
libertad, singularidad, autenticidad frente a los de participación, don, entrega...
(Ya sé que la escritura autobiográfica no es el único bastión de estos
problemas; ahora bien si ha sido uno de los reductos secretos en el que
Occidente ha ido fraguando los resortes, las armas y los miedos de éste yo
problemático)
.4 Esta toma de conciencia la he llevado a cabo en dos niveles: uno filosófico y
otro estético o 2 Y algunos autógrafos prioritarios no son franceses (Amiel, Rousseau, J.
Green). 3 Y habría que ver en qué medida la italiana y la hispanoamericana (y otras)
responden a este prototipo. 4 Y, de nuevo, España aquí ha sido diferente. literario.
Analicemos cada uno de ellos. Si el yo es un problema en el nivel filosófico, es
porque el yo occidental se ha empeñado (y cada vez más) en afirmar su
condición de ser primordial, tal como define el concepto Heidegger. Lo que nos
ha llevado a la creación de una ontología del yo insular, frente a una ontología
antropológica de un yo que no se ‘debe’ pensar, en su esencia y en su
existencia, sino como pertenencia a la
Especie 5. La afirmación de esta condición de ser primordial (lo que fácilmente
puede llevar a la tentación del exclusivo) es la raíz de lo que en nuestro libro
hemos definido como la locura de Occidente. Me permito leer un texto de
nuestro libro: “Que la fuerza egotista del yo, egotista pero centrífuga, es el motor de la
evolución de Occidente y la característica que más le diferencia de Oriente es un hecho
incontestable. Dejando de lado sus orígenes judaicocristianos, grecolatinos y protestantes,
es posible que esta fuerza también sea la gran locura de Occidente; la que lo lleva hacia su
desintegración como colectividad. Si bien es verdad que, desde el punto de vista ontológico,
ello puede tener su dimensión positiva, al permitirle al ser afirmar su propiedad (siempre
desde la perspectiva heideggerdiana), también es verdad que, desde el punto de vista social
y ético, la conciencia de una libertad inmanente absoluta aboca el ser a un liberalismo
insular, del que el apartamento para solteros (peligrosamente invasor en ciudades como
París 6) es el signo más evidente –en su dimensión de fortaleza y de refugio, pero también
en su dimensión de clausura y de tumba...”.
Se ha ido fraguando así en los niveles más elitistas del pensamiento occidental
(aquellos en que se ha manifestado de manera más sistemática la escritura
autobiográfica) un egotismo ontológico que pretende construir al yo como un ensí, en ausencia, cuando no en oposición, respecto del otro. La frase de Sastre
“l’enfer, c’est les autres” no es sino la manifestación última, no por espectacular
menos evidente, de ese devenir que ha ido dejando en el camino otras
perspectivas ontológicas abiertas a la contemplación del yo como realidad
inseparable de la alteridad (desde el cristianismo al idealismo y al socialismo
utópico). Este egotismo ontológico se ha doblado de un egotismo ético relativo
al tema de la libertad como valor prioritario del individuo occidental: la libertad
del yo para sí, de la que se hace partícipe, si quiere (mientras no interfiera en
ella) al otro. Para completarse con egotismo epistemológico: el
fundamento de mi juicio crítico es mi punto de vista, prioritario, de nuevo: el
único del que estoy totalmente seguro y responde a mi libertad y a mi identidad.
5 Lo que borra no pocos de los existenciarios heideggerdianos: empezando por lo que
podríamos llamar el
determinismo epistemológico de la conciencia de muerte.
Estos tres egotismos han construido, a mi entender, los grandes mitos de la
modernidad occidental. El mito del yo como identidad: el gran valor ontológico
del ser moderno. Aquello que me define y me singulariza, es decir, aquello que
sólo me es propio, frente a las marcas del otro; algo que se ha calificado con
mucho acierto con la etiqueta de las “señas de identidad”.
Junto al mito de la identidad del yo, el mito del yo como diferencia; diferencia
que puede ser singularidad, diferencia que puede ser separación cuando se
quieren salvaguardar a ultranza las señas de identidad. El hecho diferencial no
es sólo un supuesto político sabiamente explotado en el panorama español
actual, es un hecho ontológico que ha impregnado toda la ética y toda la
estética de los últimos dos siglos occidentales: ser diferente.
Por su parte, el mito de la autenticidad del yo va más allá en sus consecuencias
que los dos anteriores, pues implica, a la vez que la realidad ontológica del yo
su comportamiento ético y su actividad intelectual. Es auténtico, por definición
etimológica, aquello que está adecuado a mi propia identidad y a mis principios,
en mi actividad, en mis juicios, en la ignorancia o en detrimento de los principios
del otro que, cuando son colectivos y dominantes, van a ser fácilmente
calificados de imperativos sociales, de falsedad, de doble moral y de hipocresía
social. Finalmente, el mito de la conciencia crítica. La conciencia crítica, que
toma su dimensión moderna a partir del libro examen protestante, es sin lugar a
dudas una de las grandes adquisiciones del pensamiento y del comportamiento
occidental. Es la única salvaguarda frente al dogma y frente a los imperativos
del poder. Este origen positivo (positivo como en sus orígenes y en su desarrollo
primero lo son los conceptos de identidad, de diferencia y de autenticidad, a la
hora de crear una filosofía democrática el hombre), en la deriva egotista a la que
nos estamos refiriendo, ha llevado en muchos casos la conciencia occidental
hacia la destrucción de los conceptos de razonamiento objetivo y de juicio crítico
y a su sustitución por el concepto de opinión, impresión, etc. Luego
analizaremos más a fondo las consecuencias de las derivas de estos conceptos
en el nivel filosófico.
Esta toma de conciencia de los problemas del yo genera, en el nivel estético (y
en el literario), dos problemas del máximo interés: el problema de la singularidad
y el problema del 6 A lo mejor no resulta tan frívolo como pueda parecer poner en
relación la no existencia de este fenómeno social en España con la pobreza de nuestro
quehacer autobiográfico. expresionismo/impresionismo estéticos. Frente al canon,
conjunto de reglas que una colectividad se ha ido dando en el transcurso de la
historia y que configuran tanto la tópica formal como la tópica temática de los
diferentes espacios artísticos, el yo del creador egotista se afirma como sujeto
inmanente, no sólo no paga tributo a esa herencia recibida –eso, al menos, cree
él-, sino que afirma su creación como oposición, como subversión, como
innovación permanente. Es el principio básico que domina (desde la perspectiva
del existir) todo el prefacio de Cromwell y es el principio que se ha ido
imponiendo en toda la creación artística, y más en la literaria que en otras, al ser
menos tributaria de las técnicas y de las formas, como la música, la escultura,
etc., en el paso del romanticismo al simbolismo y del simbolismo a la conciencia
surrealista, con la influencia determinante que las teorías del subconsciente
ejercieron sobre ella.
Es el principio básico que domina (desde la perspectiva intelectual de la
negación del referente natural –obra del dios muerto- ) toda la creación de las
vanguardias. Frente al concepto de gusto, de buen gusto, sabiduría, saber y
sabor estéticos que la conciencia colectiva ha ido posando a lo largo de los
siglos (sin olvidar la dimensión represora que ésta puede cobrar cuando el gusto
o el buen gusto se constituyen en pauta moral y selectiva de las fuerzas
dominantes), el yo egotista afirma, como sujeto receptor, su inmanencia
estética, y pretende ser el único elemento de enjuiciamiento de la validez de lo
que contempla, escucha o lee, en función de su opinión o de, como se dice
ahora, sus sensaciones –buenas o malas-.
A una estética del objeto y del canon (estética de la colectividad) la sustituye,
así, una estética del sujeto y de la impresión (una estética del sujeto)7 lo que
hemos definido como expresionismo/impresionismo subjetivo.
La adecuación de este principio en su triple manifestación, singularidad,
autenticidad, opinión crítica, al hecho de la escritura conlleva necesariamente el
principio de invención en la diferencia (en la subversión), frente al principio de
imitación (adaptación, variaciones, modulaciones, refundiciones propias de la
literatura que se escapa al paréntesis de modernidad), con el fin de conseguir la
adecuación de un lenguaje y de una tópica, común al fin y al cabo, a una
temática y a una forma del incidente singular basado en la diferencia. En el gran
arte occidental, da la impresión de que se generaliza a partir de finales del siglo
XVIII el principio autobiográfico de Rousseau 8: “Emprendo un trabajo el que no
existe ejemplo precedente y cuya ejecución no tendrá
imitador. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en la verdad desnuda de
su naturaleza; 7 Ya he analizado como el paso, en Diderot, del Tratado sobre lo bello a
Ensayos de pintura se da, entre
otras cosas, por la ausencia del yo en el primer libro y por la insión del yo en el segundo –lo
que lo convierte en un texto autobriográfico-.
este hombre soy yo. Yo solo. Siendo mi corazón y conozco a los hombres.
Estoy hecho como ninguno de los que he visto; me atrevo a creer que estoy
hecho de manera distinta a cuantos existen. Pero si no valgo más, al menos soy
diferente. Si la naturaleza ha hecho bien o mal al romper el molde en el que me
ha vertido, eso sólo podremos saberlo después de haberme leído”.
Desde este triple principio de la diferencia, la singularidad y la identidad, y de la
adecuación a él de la forma artística, parece lógico que toda la escritura de la
modernidad tienda, como dice Gilbert Durand en El decorado mítico de La
Chartreuse de Parme, hacia la autobiografía –manifiesta o escondida-.
Esta intención singular, esta conciencia de que lo que se escribe responde a
una adecuación absoluta entre lo que se es y lo que emerge del yo, como
manifestación artística, tiene una consecuencia definitiva, de cara al problema
que nos ocupa.
Creo que no se ha reflexionado suficientemente sobre la relación perversa que
existe entre las palabras yo y género: el género, considerado en su acepción
más normal, como conjunto de marcas comunes de un grupo de individuos, y en
su acepción literaria, como conjunto de marcas que hacen que determinados
textos (‘individuos’) pertenezcan a un mismo grupo. Desde este punto de vista,
el yo pertenece a la individualidad, el género pertenece a la colectividad. El yo
lleva las marcas de la individualidad, el género las de la colectividad. ¿No son
estas marcas colectivas del género las que permiten que cualquier lector se
encuentre rápidamente asentado en un espacio de lectura, y la ausencia de
esas marcas, la singularidad, la que puede provocar una desorientación y una
desazón en el lector, poniendo en situación precaria la comunicación? ¿No
es la desaparición de estas marcas una de las razones por las cuales la crítica
moderna se ha visto obligada a abandonar el concepto de género por el
concepto de texto –rotas las fronteras de los géneros clásicos en función, entre
otras causas, de la inseminación autobiográfica del yo en el ensayo y la novela?
Es evidente, si se piensa que, por definición, la autobiografía es un espacio
antitético de los géneros.
Si lo que tengo que decir es mi yo, y mi yo se asienta sobre una diferencia
primordial, dejando en la penumbra aquellos elementos que me son comunes
con los demás, la tópica temática heredada, siempre colectiva, siempre común,
ya sea arquetípica o ya sea cultural, no me vale. Tengo que narrar, tengo que
escribir aquello que me es singular y propio. Tengo que buscarlo. Si la tópica
formal, los géneros, se han ideo configurando como necesidades históricas
colectivas, tanto del 8 En el que todo, novela, ensayo, diccionario, poema en prosa... es
autobiografía. creador como del receptor, (y la picaresca responde a una
necesidad nacionalista del siglo XIX), los géneros clásicos que pertenecen al
canon no me valen. Mi escritura tiene que ir, como muy bien dice Rousseau, a
la búsqueda del molde escritural del yo. Pero las formas del yo sólo las voy
generando desde la propia autenticidad de mi escritura. Incluso en la métrica
todo poeta deberá inventarse su propio verso (capaz de comunicar una melodía
singular) en cada momento (Mallarmé).
Es evidente que la escritura autobiográfica no es la responsable de este devenir
de la escritura occidental. Es evidente que la colectividad occidental no ha
respondido en todos sus niveles a estos presupuestos que configuran el espacio
ideológico de la élite dominante: estética de la insularidad, estética del fracaso,
estética, en definitiva, de “el infierno son los demás”. Pero los grandes
‘vencedores oficiales’ son los que construyen su escritura sobre una ontología
de la negación: se llaman Mallarmé, Kafka, Cioran, Faulkner, Gide, Sartre,
Blanchot y tantos...
Si la conciencia del yo es históricamente una necesidad, tanto ontológica como
ética, epistemológica y moral, frente a los imperativos del dogma, de la
ideología dominante y de todos sus derivados, y en un momento dado
constituye la grandeza de Occidente –su sentido de la libertad ontológica,
epistemológica y ética-, (y que nadie me diga que no lo he dicho), son las
derivas ligadas al triple egotismo que antes hemos analizado las que, a mi
entender, han abocado el yo a un callejón sin salida en algunos niveles del
mundo occidental; (y espero que España, por razones que en otro momento
fueron negativas y que ahora, paradójicamente, podrían resultar positivas, se
encuentre menos inmersa en él.) Este callejón se bifurca hacia cuatro pozos
negros que son, por un lado, la marca más evidente del Occidente pesimista y,
por otro lado, del Occidente egoísta y banal de este fin de siglo.
Estamos asistiendo a la disolución del yo, si no ya a su entierro como persona:
yo fragmentado del inconsciente larvario; yo irresponsable frente a unas
estructuras (sociedad, lenguaje, inconsciente, medias) que se le imponen una
identidad que se creía insoslayable; yo pulsional ajeno a la conciencia que en la
exterioridad racional lo significa... Creo que deberíamos preguntarnos si esta
disolución del yo no es razón inmediata de ese inmanentismo egotista que no
ha sido capaz de pensar el yo frente a elementos externos capaces de darle
una consistencia positiva: el otro, singular y colectivo, como espacio donde
desarrollar una ontología y de una ética de la participación y del don, en vez de
considerarlo como el enemigo; el super-yo como manifestación de la
pertenencia de ese yo a las estructuras probadas por el tiempo de la especie,
en vez de considerarlo únicamente como el reducto de todos aquellos
elementos (represión, sublimación, ideales, moral colectiva) que atentaban
contra el principio básico de la diferencia y, sobre todo, de la autenticidad; la
realidad como posible partenaire del diálogo epistemológico, a la búsqueda de
una ecología del sentido, en vez de afianzarnos cada vez más una pansemiótica
del lenguaje arbitrario...
Que la incomunicación del yo no sea un tema tan a la moda como hace unos
años no soslaya el hecho de que la incomunicación (o incomunicabilidad) del yo
egotista es un hecho que se hace cada vez más evidente en una sociedad
regida por unos mal llamados medios de comunicación, que informan, que
ilustran, pero que no favorecen ni mucho menos la comunicación intersubjetiva,
ni la comunicación del individuo con su colectividad inmediata; y esta
incomunicabilidad no está paliada por el gregarismo de las formas –
comerciales- al que asistimos.
Dejando de lado estas consideraciones generales, cabe preguntarse si una gran
parte de la literatura, aquella que ha respondido a los principios antes
expuestos, no se ha condenado ella misma a una incomunicabilidad, debida a la
escasa resonancia temática y formal que puede encontrar entre los posibles
lectores; (y el triunfo de una literatura considerada inferior en los últimos años,
pero que suscita ecos colectivos y que implica a sus lectores no es ajeno a este
fenómeno). La poesía y la autobiografía serían las puntas extremas de esta
incomunicabilidad, ensimismada la una en los légamos inconscientes del yo y
en sus músicas larvarias, expuesta la otra en los escaparates de un ser que se
desvela en sus gestos más insignificantes. Es evidente que, empleando la
expresión sabrosísima de Torres Villarroel, “cada cual puede hacer de su vida
un sayo”. Se trata de saber si ese sayo a mí me sienta bien o me sienta mal, me
interesa o no me interesa, me lo voy a poner o no me lo voy a poner –o sólo me
va a llenar de mugre perfumada o de ladillas-.
La disolución del juicio crítico en aras del sentimiento auténtico hace imposible
cualquier tipo de construcción racional que se imponga por el simple hecho de
su propio razonamiento y de su propia justeza, respecto del objeto enjuiciado. El
llamado pensamiento débil (fruto del egotismo epistemológico) hace imposible
cualquier construcción filosófica o estética, y, salvadas de los escombros de los
sistemas, entrega verdad, bondad y belleza a la opinión individual. (Lo cual, tras
un espejismo de liberalismo, no deja de ser peligroso, porque los grupos de
poder no dejarán, de nuevo, escapar la posibilidad de crear su idea de la
verdad, de la bondad y de la belleza, aquella que se atenga a sus intereses
económicos). En política, el liberalismo no es sino la proyección inflacionada del
individualismo en el espacio económico. Si la ganancia es ganancia para el yo,
la ganancia nunca será ganancia para el otro –mientras no surja una ética de la
participación y del don-. La muerte del comunismo, no tanto como organización
política de ciertos estados, sino como conciencia social, y la alegría cínica con
la que el liberalismo la ha acogido es la mejor prueba de ello.
Creo que cualquier salida, o cualquier intento de salida, pasa necesariamente
por la recuperación del otro. A la frase de Sartre, “l’enfer, c’est les autres”, es
preciso oponerle la de Pierre Gascar (ateo), en su Rimbaud y la comuna: “Le
ciel, c’est l’autre”. Y construir sobre él una ontología del yo ligada a la
mediación. Es evidente que el primer sector afectado, en lo que al pensamiento
se refiere, sería el espacio autobiográfico. El yo dejaría de ser primordial y
prioritario para ser un yo implicado en la alteridad y relativo, y la función de la
escritura autobiográfica no sería buscar o manifestar las marcas de una
identidad, de una singularidad y de una diferencia, sino las marcas de una
participación. Me doy cuenta, al acabar, y más aún tras las discusiones y los
desacuerdos que mi intervención ha suscitado, de que me he situado
demasiado desde una perspectiva francesa, pero sospecho que la española no
es muy diferente. ¿A qué viene, a qué fallos obedece, qué intenciones tiene,
qué carencias oculta esta proliferación de diario íntimo y de autobiografía en
una generación de escritores que apenas ha abandonado la juventud? Es
evidente que existe un problema de identidad. Sociológico o metafísico. Cabría
empezar a preguntarse cuál es. Claro que, por lo que se va viendo en las
lecturas de estos diarios, me confirmo aún más en mi primera impresión: si la
autobiografía de corte europeo tiene un espejo del yo que es la página en
blanco con la que el escritor se enfrenta consigo mismo, en la soledad de su
cuarto (venga o no venga después su publicación), el espejo del yo español
sigue siendo, para bien y para mal, el ágora, la taberna o el café de la tertulia:
por eso en la mayoría de los casos interesan más los chismes sociales que los
conflictos del yo.
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