Lectura - Juventud Rebelde

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LECTURA
DOMINGO
09 DE AGOSTO DE 2015
juventud rebelde
Los últimos IOC (Inéditos o casi, por su escasísima divulgación) de Daniel Chavarría
Partero de Almas
por DANIEL CHAVARRÍA
[email protected]
EN cierta ocasión, un oráculo le aconsejó a
Sócrates aprender el arte de su madre para
ser más sabio cada día y hacer mejores a
los hombres.
¡Por el perro! ¿Cómo podía hacerse más
sabio un hombre que profesara un oficio de
mujeres? ¿Qué significaba lo de meterse a
partero? Por mucho tiempo Sócrates buscó
en vano un sentido al enigma.
La respuesta llegó un día al salir del
ágora. Se había detenido al pie del Templo de Hefestos para oír a un pitagórico
que en cuclillas, rodeado de curiosos, trazaba líneas en el suelo y demostraba un
teorema.
En cuanto concluyó,Sócrates reemprendió
la marcha, seguido por un esclavo de su
padre.
Cuando iniciaban el ascenso por la
Cuesta de los Odres, el esclavo comentó
que nunca entendía lo que decían los geómetras.
Sócrates tuvo la certidumbre opuesta: el
muchacho conocía muy bien lo que acababa de evidenciar el pitagórico, pero creía
ignorarlo; al revés de lo que suponían los
falsos sabios de sí mismos.
Eran distintas ignorancias.
En ese instante vio un relámpago en el
cielo diurno y no tuvo dudas: un mensaje de
lo eterno llegaba a su alma.
Se detuvo con los brazos en jarras; se
mordió los labios, inspeccionó el terreno y
retrocedió hasta un plano al inicio de la
cuesta donde se agachó pensativo con el
manto apretado entre sus rodillas peludas.
También se detuvo el esclavo, que lo siguiera intrigado.
Sócrates alisó con sus manos la superficie polvorienta en derredor y ordenó al
esclavo sin mirarlo:
—Deja la carga, misio1; busca una vara
derecha y tráemela aquí.
El muchacho, complacido por el inesperado descanso, consiguió un gajo de
mimbre seco que Sócrates recortó, le
hizo punta con los dientes y se lo devolvió:
—Dibuja aquí una raya bien derecha, que
tenga todo el largo de un pie tuyo.
El esclavo estampó la huella de su pie descalzo, se agachó, trazó la raya y borró el resto.
Sócrates asintió y le pidió otra raya contigua, pero con el largo de dos pies. Cuando el esclavo la hubo dibujado, lo interrogó:
—¿Cuántas veces cabe la línea pequeña en la mayor?
El esclavo sonrió ante la seriedad con que
Sócrates le hacía una pregunta tan tonta.
—Dos veces, amito.
—Muy bien, misio. Ahora, encima de la
raya corta dibuja tres líneas más, también
de un pie, para formar un cuadrado. ¿Has
entendido?
—Sí, he entendido, oh, hijo de Sofronisco.
Varios transeúntes y puesteros vecinos,
al ver al esclavo midiéndose los pies sobre
el suelo y a Sócrates observándolo acuclillado, se detuvieron a curiosear.
Un remendón cargado con una ristra de
sandalias sobre el hombro, inquirió socarrón:
—¿Te has metido a pitagórico, oh, excelente Sócrates?
—No, Orestes, me he metido a partero
como mi madre.
Varios circunstantes se echaron a reír.
—¿Y quién va a parir? ¿El misio ese?
Entonces intercedió Taltibia la verdulera:
—Claro, va a parir dos de sus pulgas por
el culo.
Así alentaban los buhoneros de Atenas
sin saberlo, con sus pullas y chocarrerías, el
nacimiento de la milenaria filosofía platónica.
Sócrates permanecía serio. Tenía conciencia de haber iniciado su primer parto de saber
natural: de esos conocimientos no aprendidos, sino insuflados por los dioses inmortales
en el alma de los hombres.
Cuando el esclavo terminó su cuadrado,
Sócrates se puso de pie y lo hizo girar hasta quedar de espaldas al dibujo.
—Ahora, misio, piensa sin darte prisa. Si
contestas bien a mi pregunta ganarás un
óbolo; pero si te equivocas, haré que mi
padre te deje sin comida.
Taltibia comentó:
—Si tanto lo amenazas, puede abortar.
Hasta el propio Sócrates soltó una carcajada.
—Ponme atención ahora e imagínate un
segundo cuadrado construido sobre la línea
dos veces más larga.
Los del corro oyeron la pregunta absortos, como si mucho les fuera en ella.
—¿Sería ese cuadrado el doble del que
tú hiciste?
El esclavo alzó la cabeza hacia la Acrópolis y cerró los ojos como para invocar
en su ayuda a las divinidades residentes.
Sócrates arqueó las cejas y se llevó el índice a los labios para que los del corro no soplaran la respuesta. Muchos contemplaban el
trazado o componían figuras con los dedos.
Otros se cuchicheaban respuestas al oído.
—Sería más grande que el doble —dijo
el misio.
—¿Cuántas veces más grande?
El esclavo balbuceó su respuesta con
temor:
—Cuatro veces.
Varios aplaudieron.
Sócrates sonrió y al punto le dio un óbolo que el misio se echó a la boca.
—¿Y si las dos rayas se hubiesen medido con mis pies, que son más grandes que
los tuyos...?
—También cabrían cuatro cuadrados —
se adelantó la verdulera.
—¿Y si fuera con los pies del Peleida
Aquiles?
Varias voces gritaron al unísono:
—¡Cuatro veces!
—¿Podemos decir entonces, que cuando una línea es el doble de otra, el cuadrado construido sobre ella será el cuádruplo
del primero?
—¡Sí! —corearon unánimes esclavos y
hombres libres.
Sócrates levantó entonces un dedo y
alzó mucho las cejas:
—Y ahora, a todos os pregunto: ¿acaso
puse yo algún conocimiento que no estuviera ya en la cabeza de este misio o en las
vuestras?
Un vendedor de escobas opinó:
—No; pero nos pusiste a pensar con tus
preguntas.
—¿Y me has oído dar alguna respuesta?
—No, en verdad.
—¿Podríamos decir entonces que solo
ayudé a este esclavo a sacar conocimientos que ya estaban en él?
—Así fue, ¡por Heracles!
—Entonces, ¿puedo afirmar desde hoy
que soy partero de almas, como lo es de
vientres mi madre Fenareta?
Esta fue la primera demostración pública
que ofreciera Sócrates de su mayéutica, el
arte que él mismo llamara obstetricia del
alma, para ayudar a los mortales a parir
conocimientos no aprendidos, instalados
en ellos por los dioses.
Y rió el pueblo de Atenas.
¡Qué ocurrente el hijo de Sofronisco, el
escultor!
1 Misio: Nativo de la antigua Misia, ubicada al noroeste de la actual Turquía asiática.
Sobre las aguas del Hudson
Esta primicia de JR es un inédito del 2015 inspirado en un texto que el autor escribió
para la portada del primer disco de Tanmy, modificado ahora y en formato de cuento corto
A la edad de 81 años, me soñé remando en
un bote por el río Hudson, mientras un nutrido bombardeo destruía la ciudad de Nueva
York; pero los estallidos y derrumbes se
oían en sordina, acallados por una ubicua
voz de mujer joven que cantaba himnos
anunciadores del Juicio Final y el advenimiento del prometido Reino de los Cielos.
Aquella música solemne y su apocalíptico
texto contrastaban con la sencilla diafanidad del habla popular cubana y me penetraban como un fogonazo de luz alentadora.
Los bombazos reventaban acá y allá. Por
acullá alzábanse llamaradas variopintas; y
allende del fuego se desplomaban rascacielos, iglesias, monumentos.
Pocas semanas después, un idéntico
timbre femenino y la misma sonora nasalidad me despertaron con un ansioso sobresalto de la duermevela que me impusiera
un aburrido programa musical de la televisión habanera. Sin ninguna impostación,
desentendida de toda preceptiva, una trigueña cantaba al fondo de la pantalla con
la habitual laxación deslabializada del habla
antillana. Y al aparecer, en un primer plano
del rostro reconocí a la bella Tanmy, una violinista y cantante, amiga de mis hijos, cuyas
dotes musicales ellos admiraban y yo nunca había oído.
Le pedí enseguida a Mario, mi cuartogénito, que fuera a buscarla con urgencia porque algo rarísimo me había ocurrido al oírla
por TV. Él me la trajo, con su violín, tarde en
la noche. Y al oírla en vivo, me sobrecogió
una emoción como jamás sintiera con los
cantantes de mi adoración: Carlos Gardel,
Marian Anderson, Manolo el Caracol, Ella
Fitzgerald, Edith Piaf y Cecilia Bártoli.
Tiempo después, un psiquiatra me explicó
que soñar en colores es propio de neuróticos, y la intensa policromía de mi delirio en el
Hudson parecía indicar un caso muy agudo.
Y mi desmedida emoción al oír a Tanmy en
vivo apuntaba a una reminiscencia del timbre
de mi madre a sus 22 años, poco antes de
darme a luz, o de otro ser querido cuya cercanía me resultaba muy reconfortante.
—Misterios del alma humana que por
ahora no sabemos explicar —dijo el psiquiatra.
Según él, ese timbre que nunca olvidé,
debió aplacar mis angustias de hace 81
años, durante mi acuática vida fetal; y ahora, exactamente el mismo timbre, el de
Tanmy, me aplacaba otras angustias sobre
las aguas bombardeadas del Hudson.
juventud rebelde
DOMINGO
09 DE AGOSTO DE 2015
LECTURA
11
Lecuona
por CIRO BIANCHI ROSS
[email protected]
UNA negra vieja, mitad hechicera,
mitad pitonisa, se detuvo ante el
niño que dormía en su cuna envuelto en tules y luego de bendecirlo
dejó oír una rara profecía. «Es un
genio», afirmó. Había nacido cuatro
o cinco días antes y con sus 12
libras de peso había sido un acontecimiento en la barriada. Su padre,
el periodista canario Ernesto Lecuona Ramos, director del periódico El
Comercio, buscó acomodo en la
acogedora villa de Guanabacoa,
entonces de aires límpidos y aguas
cristalinas, a fin de que su esposa
Elisa Casado Bernal, ya delicada de
salud, pariese a su hijo número 12.
Se llamaría Ernesto Sixto de la
Asunción y sería, aseguran especialistas, el más universal de los compositores latinoamericanos.
Nació el 6 de agosto de 1895.
No había cumplido aún los seis
años de edad cuando la revista
habanera El Fígaro ponía de relieve
su mirada viva y penetrante y su
aguda inteligencia, y resaltaba asimismo su seguridad en el piano,
así como la finura y buen gusto de
sus ejecuciones. Aquello, sin
embargo, no pasaba de ser cosa
de muchacho. Sería su hermana
Ernestina, 14 años mayor que
Ernesto, quien en 1903 le puso las
manos en el piano «con un sentido
de disciplina, al margen de la
improvisación». Matricula al año
siguiente en el conservatorio Peyrellade, y en 1908 publica su primera obra musical. Fuera ya del
conservatorio, Joaquín Nin, que lo
tomó como discípulo durante ocho
meses, antes de volver a París le
aconsejó que no recibiese clases
de nadie más que de Hubert de
Blanck. El ilustre pedagogo lo aceptó en el sexto año de piano del plan
de estudios que regía en su conservatorio, lo que demuestra el
adelanto alcanzado por Ernesto
Lecuona en el poco tiempo que llevaba como alumno.
Su padre había muerto en
1902, durante un viaje a Canarias.
La madre necesita de cuidados
especiales y el joven pianista, para
ayudar a los suyos, empieza a
conocer algunas facetas feas de la
vida. Tiene 12 años y comienza a
trabajar. El cine era todavía silente
y se necesitaba de pianistas que
animasen las proyecciones. En el
cine Fedora, en Belascoaín y San
Miguel, devenga tres pesos españoles diarios por esa tarea (no hay
aún moneda nacional) y pese a su
edad dirige también la orquesta.
Trabajó luego en otras salas cinematográficas, y en el teatro Regio,
de la plaza de Albear, fue el pianista acompañante de la tonadillera
Amalia Molina. Es por entonces que
una primera gira artística lo lleva
por ciudades de La Habana y Matanzas como parte de una compañía en la que figuran la tonadillera
Mimí Ginés,un dúo de cantantes italianos, y Teresky, el transformista,
que era como se llamaba entonces
a los travestis.
El maestro Hubert de Blanck
piensa que su discípulo malgasta
su talento. Conversa con la madre
de Lecuona. Tiene ante sí una sólida carrera pianística y urge sacarlo
de actividades triviales que podrán
ayudar a vivir a la familia, pero que
no conducen al músico a ninguna
parte. Elisa Casado comprende la
situación y acepta la sugerencia a
costa de grandes sacrificios.
Muchos años después, ya en el
apogeo de su gloria, Lecuona recordaba emocionado la fe de su
madre e insistía en afirmar que lo
que era se lo debía a ella.
LA COMPARSA
Ciertamente no malgastaba del
todo su talento el joven artista. En
1912 ingresa en la compañía de
Arquímedes Pous. Ese es también
el año de La comparsa, una de sus
melodías más conocidas, y que al
decir del musicólogo Jesús Gómez
Cairo resulta reveladora del genio
de su autor, de su condición de
compositor nato. Poco después,
con presentaciones exitosas en
Estados Unidos se inicia su carrera
internacional, y en 1918, junto con
el compositor José Mauri, funda el
Instituto Musical de La Habana.
Lo atrae el teatro lírico, y la revista, el sainete y la zarzuela tienen en
él un inspirado cultivador. Domingo
de piñata, estrenada en el teatro
Martí en 1919, marca un hito en la
historia de ese coliseo al alcanzar
cerca de 200 representaciones. En
1922, junto a Gonzalo Roig, Virgilio
Diago, Pérez Sentenat y otros
maestros, funda la Orquesta Sinfónica de La Habana, y el propio
Lecuona, como pianista, y Roig,
como director, están en su programa inaugural el 29 de octubre de
ese año para interpretar el Concierto número 2 en sol menor opus
32 para piano y orquesta del compositor francés Camilo Saint-Saëns.
En 1923 Lecuona organiza y dirige,
en los teatros Payret y Nacional, los
Conciertos Típicos Cubanos que
presentaron obras de autores contemporáneos y en los que actuaron, entre otros, René Cabel, Rita
Montaner, Carmen Burguette, María Fantoli, Tomasita Núñez, Hortensia Coalla y Luisa María Morales.
Digna de tenerse en cuenta es
la relación de trabajo que mantuvo
el compositor con Gustavo Sánchez Galarraga, un poeta hoy execrado y que habrá que releer —o
leer porque el escribidor sospecha
que está condenado sin haber sido
leído. Mucho trabajaron juntos
ambos creadores. Diría Lecuona:
«Gustavo y yo éramos el complemento, la síntesis, el resumen del
entusiasmo. Ello nos dio la oportunidad de identificarnos íntimamente. Empezamos componiendo canciones, después emprendimos
nuestra labor mejor: la zarzuela».
Trabajó asimismo el maestro
con otros libretistas. Niña Rita o
La Habana de 1830, tiene libreto
de Castells y Riancho y la música
es también de Eliseo Grenet. Se estrenó en 1927, en el teatro Regina
—actual Casa de la Música, de
Centro Habana— y en ella debutó
Rita Montaner en el papel del negrito calesero. Una obra memorable, entre otras razones, porque en
ella Rita interpretó ¡Ay,mamá Inés!,
de Grenet, y Canto Siboney, de
Lecuona; éxitos perdurables si los
hay. De Sánchez Galarraga es el
libreto de Lola Cruz, estrenada en
1935 en el teatro Auditórium, después Amadeo Roldán, zarzuela con
la que Esther Borja debuta en el
ámbito teatral.
Viaja intensamente el maestro.
En 1923 está en Nueva York y en
Puerto Rico, en 1924, en España
como pianista acompañante de la
destacada violinista Martha de la
Torre. En 1928 creadores del calibre de Edgar Varése, Alejo Carpentier, Maurice Ravel y Joaquín Turina
lo aplauden en sus presentaciones
en las salas Pleyel y Gaveau, de
París. Panamá y Costa Rica lo acogen en 1930, y al año siguiente viaja a México. En Hollywood, contratado por la Metro Goldwyn Mayer
participa, con la orquesta de Hermanos Palau, en la musicalización
de la película El manisero. Y en un
teatro de esa ciudad interpreta, con
la presencia del autor, Rapsodia en
azul, del compositor norteamericano George Gershwin.
En 1932 vuelve a España y está
de nuevo en México en el 34. En el
36 hace su primera visita a Argentina con Ernestina Lecuona, Esther
Borja y Bola de Nieve; visita que
repetirá en 1937 y 1938, cuando,
junto a Esther y Bola, participa en la
filmación de Adiós, Buenos Aires.
En ese mismo año actúa en Perú y
Chile para volver a la Argentina en
1940.
El 10 de octubre de 1943 estrena su Rapsodia negra en el Carnegie Hall, de Nueva York. Ya en la década del 50 un largo periplo lo lleva
a Marruecos, Madeira y Madrid. En
1958 vuelve a España. El 23 de
enero de 1959 regresa a Cuba.
LA NOSTALGIA
Fue muy intensa su vida. Compone cientos de bellísimos números que comprenden toda la amplísima gama de la música popular
cubana. Descubre, pule y lanza
toda una cantera de cantantes.
Sus relaciones con numerosos
artistas extranjeros posibilitan que
traiga a Cuba a no pocas estrellas
rutilantes. Pese a su carácter tímido e introvertido sabe ser un
empresario cuando tiene que serlo
y el compositor exquisito no es
remiso a supervisar el vestuario y
la escenografía de un espectáculo
con tal de mantener vivo el teatro
lírico cubano para el que produce,
aparte de las ya mencionadas, zarzuelas igualmente inolvidables
como El cafetal (1928), María la O
(1930 y Rosa la China (1932).
«Sigue su vida, sin tregua ni
reposo, componiendo, luchando
por los derechos de los compositores cubanos, produciendo buenos
programas para el teatro, grabando
su música», escribe el musicógrafo
Cristóbal Díaz Ayala.
Tras la huida de Batista, se siente en la Isla animoso y emprendedor, dice su biógrafo Orlando Martínez. Los días 23, 27 y 30 de mayo
de 1959 organiza tres conciertos
en el Auditórium. Sería su último
contacto con el público cubano. Se
le acusa de mal manejo de fondos
en la Sociedad de Autores y de
complicidad con la dictadura batistiana, pero sale ileso de ambos cargos. Hay el proyecto fallido de llevar
al cine su vida con el título de
Malagueña, y el maestro viaja a
Estados Unidos para gestionar el
abaratamiento de los derechos
musicales. Regresa a la Isla y vuelve a partir el 6 de enero de 1960.
Aduce que debe cobrar derechos
de autor y pide al Banco Nacional
que se le permita extraer 150 dólares de su cuenta bancaria y otros
300 para las personas que lo
acompañarán. Sale de La Habana
el 6 de enero de 1960. No regresará nunca más.
Desde Tampa escribe a sus amigos que quedaron en Cuba. Está
amargado, lo mata la nostalgia,
necesita el contacto con su tierra.
No escribe y ha perdido sus aristas
para la empresa. Enferma de cuidado. Tras ingentes esfuerzos su
amiga, la soprano Luisa María Morales, logra contactarlo por teléfono
desde La Habana. El maestro está
en cámara de oxígeno, pero habla
con la amiga inolvidable. Le pide que
no divulgue su estado de salud.
Es el mes de mayo de 1963.
Mejora su estado físico y en septiembre, aconsejado por su médico, se traslada a España. Quiere
visitar Santa Cruz de Tenerife, donde nació y murió su padre. En Málaga le obsequian una bella casa
en reconocimiento a su inmortal
Malagueña y lo declaran Hijo Adoptivo. Dona a una iglesia una imagen
de bulto de la Caridad del Cobre
ante la que hace decir misa por las
víctimas del ciclón Flora. En Barcelona vuelve a enfermar de gravedad. Se le recomienda que vuelva a
Tenerife y hace el viaje con sonda
nasal. El capitán de la nave teme
que muera a bordo y le ordena que
desembarque en Cádiz. Pero al fin
puede seguir viaje.
En el lujoso hotel Mencey, de
Santa Cruz, las cosas parecen
mejorar. Bromea el maestro con
sus acompañantes, pero todo no
es más que una ilusión. Fallece en
la medianoche del 29 de noviembre de 1963. La causa inicial de su
muerte fue una bronconeumonía;
la directa, una asistolia por fibrilación ventricular.
El 3 de diciembre, ante el cadáver, se le ofreció una misa de corpus insepultus en la iglesia del cementerio de Santa Lastenia, en Santa Cruz. Después el cadáver fue
trasladado a Madrid. Allí se le cantó una misa imponente organizada
por la Sociedad de Autores de
España. Doce sacerdotes oficiaron
ante 48 candelabros. Actuó la
Orquesta Sinfónica de Madrid con
un coro de 200 voces. La bandera
cubana cubría el féretro.
Esa misma noche el cuerpo de
Lecuona embalsamado con una
técnica que garantizaba su eficacia durante 35 años como mínimo, salió en avión con destino a
Nueva York. El 13 de diciembre lo
inhumaron en el cementerio de
Westchester de esa ciudad.
Sobre su creación escribió el
musicógrafo Cristóbal Díaz Ayala:
«Lecuona fue el paradigma de la
fusión de las vertientes españolas
y africanas de la música cubana.
Nadie mejor que él supo fundir
ambos elementos sin perder la
autenticidad de las fuentes originales, pero creando un producto nuevo y distinto: música cubana».
Fuentes: Textos de Radamés Giro,
Orlando Martínez, Ramón Fajardo y
Cristóbal Díaz Ayala.
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