Estado, Mercado y Sociedad: políticas e instituciones de acción

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Estado, Mercado y Sociedad: políticas e instituciones de acción económica y
social en América Latina desde 1900.
Colin M. Lewis
ABSTRACT: El Estado es conceptualmente distinto tanto de la economía como de la
sociedad, con intereses inherentes por ampliar su campo de acción autónoma,
defender el control sobre las interacciones económicas y sociales y estructurar la
economía y las relaciones sociales. Estos intereses se derivan fundamentalmente de la
preocupación del Estado por establecer y mantener la seguridad interna y externa, por
generar ingresos y por lograr una hegemonía en las formas alternativas de
organización social. Los Estados asumen la realidad empírica a través de los
regímenes que intentan establecer el orden político, fijar los términos para la
interacción política, asignar las posiciones de liderazgo y los recursos del poder y
determinar la representación de los intereses dentro de los contextos de la toma de
decisiones. Los regímenes procuran negociar e imponer reglas formales e informales
sobre la manera en la que el Estado se relacionará con la economía y con la sociedad;
los regímenes duraderos y legítimos tienen más capacidad para lograr estos aciertos
que aquellos menos institucionalizados (Grindle [1996] 3-4).
Introducción
Las investigaciones más recientes de las ciencias sociales sobre América Latina se
han enfocado en las instituciones que cambian el papel y el comportamiento del
Estado. Convencionalmente, se identifican tres fases o ciclos en las configuraciones
de mercado-estado estatal: primero, la construcción del Estado y la extrema pasividad
del gobierno durante el periodo de mayor crecimiento basado en las exportaciones,
que abarca desde 1870 hasta 1930; segundo, el estado económica y socialmente activo
del periodo que va de los años 30 a los 60: esta es la fase del welfarismo y la
industrialización “forzada”; tercero, el actual ciclo caracterizado por el hegemónico
modelo de la nueva economía (ampliamente descrito como neo-liberal o neoconservador) y los “objetivos sociales limitados”. Tradicionalmente, cada una de estas
frases se caracteriza por las estructuras específicas del “Estado” y el “mercado”: el
Estado oligárquico del siglo XX se describe como el responsable de los esfuerzos
iniciales para “formar” mercados; el Estado populista del segundo tercio del siglo
veinte presidie al “desarrollo directo”; el “Estado más amigable con el mercado” (o
neo-populista) se puede interpretar tanto como un mecanismo restaurador del mercado
o, por primera vez en la historia de América Latina, como el que genera las
condiciones para el funcionamiento de un mercado sin trabas.
Este capítulo se basa en una serie de suposiciones: primero, a lo largo de casi todo el
siglo XX, la mayoría de los Estados trataron de “encajar” en el mercado; este objetivo
fue general para los estados oligárquicos de fines del siglo XIX, para los estados
“desarrollistas” de mediados del siglo XX y para los regímenes que a fines del mismo
siglo adoptaron una postura política neo-liberal; segundo, alrededor de los años treinta
se aplicó una política social destinada a promover y sostener un cambio estructural; y,
tercero, la acción económica y social del estado no fue percibida como incompatible
con el objetivo fundamental de sostener el desarrollo capitalista “nacional”, aún
durante el periodo de en que se implementó el Modelo de Sustitución de
Importaciones. El incremento de las acciones gubernamentales en áreas como la
seguridad social y la educación, paralelo a un papel más trascendental en la
disposición de la infraestructura económica (particularmente en campos como el
transporte y la energía), puede hacer suponer que las agencias sociales y el gasto
favorecieron el desarrollo y el orden sociopolítico.
Entre el Estado Oligárquico y el Populista: hacia la reconstrucción del mercado y la
sociedad.
En varios países, el Estado oligárquico estuvo bajo presión durante las primeras
décadas del siglo XX. ¿Las demandas por el cambio, que emanan “desde abajo”, se
dispararon precisamente por el tipo de desarrollo social que identificó Furtado en las
repúblicas del River Plate [1977], o fue el reordenamiento de las instituciones
políticas una reacción a esas demandas? Más aún, ¿fue el aumento en la volatilidad
del sector externo la que minó los acuerdos políticos creados o sustentados por los
flujos de los recursos que genera la inserción a la economía mundial? Sin duda, la
economía internacional estaba cambiando: el precio de los productos estaba cayendo,
la tasa de crecimiento en el volumen de exportaciones iba a la baja y los flujos de
capital se volvían más inconstantes. Muchas de estas tendencias se exacerbaron con la
Primera Guerra Mundial, lo que generó una consiguiente sobreproducción de
productos primarios y desarticuló a los mercados que previamente habían consumido
las exportaciones latinoamericanas. La Guerra también aceleró otros procesos que por
fuerza desestabilizaron varias economías latinoamericanas, como el hecho de que
EE.UU. haya sustituido al Reino Unido en su rol del líder internacional más
importante y que haya debilitado el papel británico como el agente ecualizador de los
flujos comerciales y financieros del mundo. Para América Latina, las consecuencias
de estas tendencias se intensificaron durante y después de la Segunda Guerra Mundial
y recordaron a los consumidores latinoamericanos, a quienes diseñan las políticas y a
los pensadores cuáles eran los costos de la dependencia en la importación (Thorp
[1998]; Cardoso y Helwege [1992]; Sheaham [1987]).
En este punto, también hubo una mayor competencia ideológica; las ideologías
combativas confrontaron a un Liberalismo que, en muchos aspectos, fue el paradigma
dominante en el siglo XIX. Las ideas del conflicto entre las clases (o modelos que
pretendieron adoptar la colaboración nacional) objetaron a las predicciones que los
Whigs había hecho sobre el progreso. Anarquistas y socialistas rechazaron los
ortodoxos conceptos liberales del Estado que después cuestionarían los Keynesianos.
La derecha y la izquierda han reconsiderado el papel y la posición del Estado – tanto
en la sociedad como en la economía (Love [1994]; Kay [1989]). Discutiblemente,
muchas de las reevaluaciones más sofisticadas de los preceptos liberales se
observarían en América Latina. En Uruguay, el batllismo consistió en enfatizar el
distribucionismo social y el intervencionismo económico anterior a Keynes, así como
del “reformismo” adoptado que más bien se asocia con la acción social Católica
Romana (Finch [1981]). Procesos contemporáneos similares en la Argentina, sobre
todo durante el primer periodo presidencial de Yrigoyen (1916-1922), y en México,
durante el sexenio de Cárdenas (1934- 1940), fueron testigos cuando menos de la
retórica de un Estado social y económicamente pro-activo. En estos países, el apoyo
que dio el gobierno para expandir los servicios de la educación y aumentar la
provisión del seguro social para los grupos salariales y de asalariados
estratégicamente ubicados es ilustrativo. Las estrategias de apoyo estatal para los
sectores productivos y el énfasis en la modernización de la infraestructura (lo que
incluye la construcción de carreteras y la nacionalización de las vías ferroviarias) son
igualmente esclarecedoras (Thorp [1998 y 1984]; Cardoso y Helwege [1992]; Weaver
[1980]; Cardoso y Pérez Brignoli [1979]); aunque es cuestionable que esta acción
pueda describirse como “proto-populista”. Lo que no se puede negar es el hecho de
que estos regímenes exteriorizaron una propuesta para los desafíos sociales diferente a
la de varios de sus antecesores.
El antiguo orden fue el primero en colapsar y un buen ejemplo de ello tuvo lugar en
México entre 1910 y 1911, donde hubo un cataclismo social de tal magnitud, que no
puede comparársele con ningún otro en América Latina. El derribamiento del
porfiriato se ha explicado como una especie de esclerosis del régimen, como la
inercia burocrática y el error de cálculo ante la creciente oposición, la consolidación
de una élite que se oponía al sistema, el nacionalismo multiclasista , la sed de tierras
que tenían los campesinos, el descontento social y la pobreza denotados por décadas
de una excesiva desigualdad compuesta por el costo de las políticas de ajuste
asociadas con el cambio hacia el patrón oro (Knight [1986]). Aunque en distinto
grado, otros regímenes también tuvieron dificultades similares, a pesar de que
ninguno se enfrentó a una oposición campesina tan organizada como lo hizo el
Porfiriato a principios del siglo XX. Quizás fueron el nacionalismo y las demandas
de la tan numerosa clase media urbana por acceder al poder las fuerzas que en mayor
medida apoyaron el cambio en muchas de las grandes economías. Esto fue muy
marcado en el Cono Sur, y fue personificado por la administración de Batlle Ordóñez,
en Uruguay, la ascendencia radical, en Argentina, y las presidencias Alessandri, en
Chile (Skidmore y Smith [1992]; Weaver [1980]). Al haberse articulado con
anterioridad, estas demandas parecieron adaptarse con más facilidad en Uruguay; por
su parte, en Argentina y en Chile, las crisis del sector de exportador desarmonizaron
los ajustes políticos.
El Nacionalismo, aunque no necesariamente la xenofobia y la autarquía, se convirtió
en una potente fuerza que, en las décadas de la guerra, iba en aumento por toda
América Latina, y el que en varios países fue asociado con el indigenismo y la
hispanidad. El Nacionalismo cimentó las alianzas proto-populistas en varios países y
adquirió un tono más abiertamente antiliberal y anti-internacionalista a lo largo del
continente en los años treinta; aunque esta tendencia no es exclusiva de América
Latina (Love [1988]). Los programas que aplicaron los regímenes nacionalistas y
desarrollistas de los años treinta estuvieron condicionados por la dislocación que se
produjo a raíz de la Primera Guerra Mundial y por la depresión durante el periodo
entre guerras, además de que fueron influenciados por las críticas que analistas, como
Bunge y Encina, y pensadores radicales, como Mariátequi y Prado, hicieran a la
economía y a las políticas de más alto crecimiento en las exportaciones (Abel y Lewis
[1991]). El economista y estadista argentino Bunge ejerció presión para que se
desarrollaran los recursos nacionales, la industrialización “natural” y los programas
pro-natalidad diseñados para disminuir la dependencia en las importaciones y los
flujos exógenos de capital y mano de obra. Las fuerzas armadas, los burócratas y los
industriales se apoderaron estas ideas, mismas que fueron bien recibidas por los
nacionalistas que estaban a favor de las estrategias destinadas a promover el
incremento del consumo local de los productos con los que estaba comprometida la
demanda exterior, la producción doméstica de artículos que ya no podrían ser
importados y, posiblemente, la aplicación de medidas de bienestar ad hoc, destinadas
a prevenir el futuro descontento social. Todo esto significaba una mayor participación
del Estado – en los mercados de factores de producción – como productor, regulador
y “árbitro social” (Thorp [1998]; Dornbusch y Edwards [1991]). Durante el periodo
entre guerras, se crearon los bancos centrales (o las agencias existentes se
transformaron en bancos centrales) en todas las economías grandes y medianas;
también proliferaron otras instituciones financieras, como las agencias de crédito, las
corporaciones reaseguradoras y los bancos comerciales. En los años treinta, el control
cambiario se convirtió en la norma, se multiplicó “las juntas de control” – de los
precios de productos, del comercio exterior y de las transacciones financieras (Thorp
[1998]; Bulmer-Thomas [1994]; Cardoso y Helwege [1992]). Además, las políticas o
programas sociales se instalaron (o se cambiaron) en la agenda política (Thorp [1998];
Dornbusch y Edwards [1991]; Mesa-Lago [1991 y 1978]).
En este periodo, los debates sobre las políticas y desarrollo de las instituciones
influenciaron las estrategias en el Modelo de Sustitución de Importaciones posterior a
la Segunda Guerra Mundial. A mediados de los treinta, la relativamente rápida
recuperación de la mayoría de las economías latinoamericanas ante el impacto de la
depresión influenció de manera similar las ideas posteriores, al proyectar una
competencia burocrática y un manejo macroeconómico efectivo. Aún así, sería un
error que en este periodo se retomaran las expectativas y programas de las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante los años treinta, la política
económica se implementó gradualmente y estuvo dirigida hacia la sustitución
exportaciones – “domestización económica” – en vez de la industrialización per se.
De hecho, la extensa producción industrial doméstica fue un componente importante
en este proceso, pero como parte en lugar de como un todo. A principios de los
treinta, fue imposible convencer a quienes diseñaban las políticas de América Latina
que la demanda exterior de exportaciones no recuperaría ni los mercados de capital
extranjero ni la reapertura. Por lo tanto, la supremacía de la ortodoxia en muchas de
las esferas de la política económica doméstica procura servir a la deuda externa y se
esfuerza por proteger a los exportadores. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando
los intereses de exportación son políticamente poderosos y cuando los recursos
fiscales se derivaron en su mayoría de los impuestos del comercio exterior y los
préstamos? Sólo después de 1936, las políticas económicas obtuvieron un carácter
más emprendedor y heterodoxo – y desplegaron la voluntad de aprovechar la gran
rivalidad de poder (Thorp [1998]; Abel y Lewis [1991]).
Las respuestas a los desafíos del periodo variaron a lo largo del continente. Se pueden
identificar tres categorías de estados: primero, aquellos que emplearon una ‘ideología’
o ‘proyecto nacional’ siguiendo la moda Gershenkroniana, con el fin de actualizar la
legitimidad estatal y la competencia y, con ello, proyectar la imagen de un manejo
eficaz en las relaciones domesticas y externas; segundo, los regímenes que, debido a
que no lo necesitaban (o eran incapaces de hacer algo más), sólo instituyeron
limitadas modificaciones en el status quo; finalmente, están los Estados que renuncian
a un grado sustancial de independencia para sobrevivir a las inclemencias de la
recesión global, crecientes tensiones nacionales e internacionales. Países como
Brasil, Chile y México fueron buenos ejemplos del primer grupo. En Chile y Brasil,
un proyecto nacional basado en el crecimiento industrial y en la regeneración
económica regional acentuó la competencia que enfrentaba el Estado central en el
manejo de las relaciones con los sectores e intereses (Sikkink [1991]; Weaver) [1980];
Bielschowsky [1988]; Wirth [1970]; Mamalakis [1976]; French-Davis [1973]; Muñoz
[1968]; Cárdenas [1996]; Solís [1985];). En el caso de México, estos objetivos se
resumieron en la “ideología” – y la iconografía – de la Revolución (Knight [1986]).
La regeneración interna de la economía perteneciente a la fase destructiva de la
Revolución y al impacto de la Depresión entre guerras culminó en el radicalismo del
sexenio de Cárdenas, que presenció la acción masiva del Estado en el sector urbano y
rural. A medida que aumentaban los retos para la administración central, las políticas
nacionales y regionales se tornaron más violentas en Brasil y en Chile durante los
años veinte y los treinta. Esta inestabilidad estaba vinculada con la debilidad de los
sectores de exportación más importantes, situación que hizo más urgente y,
posiblemente, también más exitosa la tarea de re-establecer la autoridad central.
Resulta ilustrativo que, a pesar de las diferentes posturas que se presentaron al
comienzo, los Estados centrales en Brasil, Chile y México hayan adoptado un rol tan
intervencionista. En estos tres países, se intensificaron los programas de bienestar
social (reformas educativas, extensión en los programas de seguridad social y
legislaciones laborales). México y Chile fueron los primeros países de América Latina
en implementar cuerpos oficiales que después emergerían como organismos
nacionales de desarrollo (Nacional Financiera [NAFINSA] y CORFO,
respectivamente); así mismo, proliferaron organismos de sustentación de precios de
los principales productos domésticos y de exportación; de este modo, salvo contadas
excepciones, los productos básicos estaban bajo el firme control del gobierno central .
En Brasil y México, estos organismos exhibían distintas tenencias corporativistas,
generando que trabajadores, empleados, productores, consumidores e incluso el
Estado estuvieran “representados”. (Sikkink [1991]; Gordon-Asworth [1984]). El
intervencionismo gubernamental en la comercialización de productos básicos
desplazó a un sector privado que con frecuencia era extranjero; así mismo, la mayor
participación del gobierno en el sector bancario facilitó la implementación de
aventuradas estrategias monetarias, cambiarias y de deuda externa.
Posiblemente, países como Argentina y Colombia sean un buen ejemplo del segundo
grupo de Estados. En ellos, a pesar de las similitudes en el sector bancario y en el
mercado de productos básicos, la “ideología” y el “proyecto” se presentaron en menor
grado. En los años treinta, el compromiso con el liberalismo económico y el patrón
prevaleciente en las actividades económicas era menos intrincado o, posiblemente,
enfrentaba menos desafíos; tal vez la presión que se ejercía para llevar a cabo una
redefinición radical que llegara el Estado era menor; quizás, las políticas nacionales
eran demasiado equilibradas (o las fuerzas rivales demasiado balanceadas) como para
permitir que emergiera la posibilidad de un cambio que resultara de la destrucción
positiva de las obsoletas organizaciones o instituciones. Esto puede ser una lección de
la creciente oleada de violencia política en Colombia en los años cuarenta, y la
ruptura en la historia política argentina representada por el Peronismo en 1946
(Palacios [1980]; Peralta Ramos [1993]; Rock [1989]). Los tan exitosos esfuerzos a
mediano plazo diseñados para preservar la esencia de los acuerdos institucionales
existentes llevaron a re-configuraciones más violentas durante la década del cuarenta.
El tercer grupo de Estados talvez esté mejor representado por Cuba y Nicaragua. Es
posible que estos Estados hayan adquirido un cierto grado de integridad nacional y de
organización a comienzos del siglo XX; sin embargo, durante el periodo entre
guerras, se cedieron (o re-cedieron) elementos de soberanía a oficiales y negocios proconsulares norteamericanos, ya que se necesitaba de una abierta asistencia externa
para mantener y reorganizar la autoridad dentro del territorio nacional (Dunkerley
[1988]; Pérez [1988]; Domínguez [1978]).
El Estado Populista: economía social para el desarrollo.
Los niveles de desarrollo obtenidos durante el periodo entre guerras, las estructuras
institucionales y el grado de apertura económica explican tanto la elección del
momento adecuado como la forma de las políticas que desde entonces se
implementaron. En su momento, el nivel de desarrollo, los factores determinantes en
las políticas económicas y la capacidad del Estado para “negociar” con fuerzas tanto
internas como externas estaban condicionados por la mezcla de productos básicos que
había dado forma al patrón de crecimiento en las exportaciones previo a los años
treinta.
Al hablar de la adopción de un esquema de dotación de factores (agricultura de climas
templados y tropicales, así como la extracción de minerales), Furtado [1977] se señala
un mayor dinamismo en las estructuras asociadas con la exportación productos
agrícolas de climas templados “democráticos”, como los cereales, un factor que hace
que se multiplique el empleo nacional. La inmigración masiva, el relativamente fácil
acceso a las tierras (aunque no necesariamente a su propiedad), la inversión sostenida
en grandes proyectos de infraestructura socio-economica (requeridos para asegurar la
competitividad internacional en el alto volumen de productos básicos a bajo precio) y
la diversidad de los productos y del mercado propiciaron que los efectos de enlace
fueran endógenos. Se observaron mercados domésticos con un mayor grado de
profundidad, instituciones más progresivas y ganancias generalizadas en bienestar
(incluyendo un modesto grado de igualdad social y políticas pluralistas). La
exportación de los productos correspondientes a la agricultura de climas tropicales, en
especial aquella que se valió del esclavismo durante el siglo XIX, adoptó estructuras
sociales menos dinámicas. Con un más alto valor en sus exportaciones y,
frecuentemente, con el beneficio que implica el estatus temporal semi monopólico, los
exportadores de estos productos básicos no se vieron tan obligados a ser productores
eficientes, a menos que la tecnología les impusiera un reto competitivo. Como
consecuencia, prevalecieron las estructuras sociales arcanas y se limitó la dispersión
doméstica de las ganancias asociadas con la inserción económica al mercado
internacional. Cuando los shocks tecnológicos se absorbían en el ámbito nacional
propiciaban un cambio progresivo y, de no ser así, favorecerían la penetración
extranjera o el colapso económico. La producción de café en el sur de Brasil y,
posiblemente, el azúcar cubana durante el cambio de siglo fueron las excepciones
para una regla que estaba muy bien representada por los países de América Central y
el Caribe, exportadores de plátanos y caña de azúcar. Furtado fue especialmente
pesimista en lo que respecta a los efectos de la dinámica interna en la exportación de
minerales (a menos que un Estado en modernización pudiera capturar un porcentaje
de las rentas de la exportación). Materiales no-renovables, los depósitos de minerales
frecuentemente se localizaban en áreas físicamente aisladas, limitando así los efectos
secundarios. Tanto la limitada inversión en infraestructura física, como la naturaleza
intensiva en capital de la explotación de los recursos no-renovables aún más reduci la
tranformación de la economía nacional. La tecnología estaba no-tranferable y
concentrada en las manos de pocos, era cara y normalmente importada, además de
reforzar los enclaves y exteriorizar la naturaleza de la producción y de la actividad
económica en general.
Cardoso y Faletto [1997] presentaron una clasificación distinta, aunque no totalmente
disímil, que se basa en la capacidad de los organismos nacionales para capturar – e
interiorizar – los flujos de ingreso que genera la producción para exportaciones.
Indicaron que en las economías sostenidas por las plantaciones y la minería la
propiedad de los recursos era rápidamente enajenada, limitando así la participación
doméstica de los beneficios. Al igual que Furtado, ellos también reconocieron los
elementos que mutuamente se refuerzan en las estructuras sociales arcaicas (en
especial, la desigualdad socio-política), la brecha tecnológica que favoreció la
penetración externa y el boom que lleve al fracaso del a veces condicionante ciclo
productivo (que a su vez interactúa con el cambiante monopolio y con el especulativo
acercamiento a la inversión). También influenciados por Furtado, Cardoso y Faletto
aceptaron que la producción de las exportaciones de la agricultura de clima templado
en River Plate, presidida por una modernizante oligarquía rural que monopolizó y
retuvo el control de la tierra, fue la que promovió la acumulación doméstica. La
modernización comunal y el refuerzo del bienestar fueron el resultado de ganancias
inesperadas que asociaron a la presencia de un “golpe” de oferta de factores de
producción (aparentemente, la oferta ilimitada de tierra fértil, la inmigración masiva y
la inversión extranjera) que permitió que se maximizaran las ganancias de los
productos básicos y la diversificación del mercado. Sin embargo, la sostenida
rentabilidad de los productos de exportación provenientes de climas templados se
transformó en un compromiso demasiado fuerte y en un modelo de dependencia
orientado hacia el crecimiento de las exportaciones – y acceso libre a los mercados
globales. Infelizmente, cuando se cambió la política económica mundial en los años
treinta, se cerró el mercado internacional para productos primarios y los productores
eficientes rioplatenses faltaban otras opciones. Para Cardoso y Faletto, los productores
de café en el sur de Brasil tipifican el modelo más dinámico de desarrollo exportador.
Al igual que los estancieros argentinos, los fazendieros paulistas aseguraron su
participación de los beneficios cuando retuvieron el control de la tierra. Junto a sus
contemporáneos argentinos, también fueron maximizadores de ganancias y
disfrutaron el beneficio adicional del predominio de Brasil en las exportaciones
globales de café; así mismo, su comportamiento estuvo condicionado por las
propiedades biológicas del café. Los altos costos de la puesta en marcha (asociados a
la preparación de la tierra y al periodo de siembra de las tierras, ya que deben pasar 5
años para alcanzar el máximo de producción), junto con la naturaleza intensiva en
mano de obra en el cultivo del café, forzaron a los productores conocidos como
paulistas a invertir en actividades industriales (asociados a agricultura) y a
experimentar con el trabajo asalariado. El ciclo productivo del café también impidió
que la oferta respondiera adecuadamente a los cambios de la demanda en el corto y
mediano plazos. De este modo, cuando, a fines del siglo XIX, los precios del café
empezaron a bajar, los productores tenían garantizada la entrada de flujos, aunque
también fueron alentados a diversificar el portafolio de inversiones y los intereses
económicos. Además, dado su posicionamiento mundial en el mercado del café,
Brasil fue capaz – al menos durante un tiempo – de modular el debilitamiento de los
precios (Bates [1997]; Peláez [1961]). Por lo tanto, las ganancias del café, que al
principio se invirtieron en tierras y esclavos, fueron redirigidas hacia inversiones en
infraestructura ferroviaria, hacia áreas complementarias al café (al igual que tierras) y,
finalmente, hacia actividades bancarias y manufactura. Los mecanismos de la
producción de café y las tendencias a largo plazo en los precios facilitaron la
generación de ganancias y trajeron la diversificación (Suzigan [1986]; Cano [1997]).
El café indujo un dinámico pero dependiente circuito de acumulación.
Desencadenado por los factores externos y las fuerzas nacionales de la las décadas de
los trenita y los cuarenta, algunos de los débiles, disfuncionales y altamente
personalizados Estados del continente (que típicamente se asocian con los países de
América Central, el Caribe y el interior de América del Sur) experimentaron una
serie de reclamaciones por parte de individuos o grupos organizados, aunque fueron
capaces de ignorar las esporádicas protestas populares, sin importar cuán violentas
fueran. Sin embargo, al igual que subalterno Estado cubano, fueron incapaces de
construir políticas activas de respuesta ante las crisis. En otras partes, a pesar de
enfrentar terribles dificultades, estados como el mexicano, el brasileño y,
posiblemente, el chileno tuvieron la capacidad de interiorizar los conflictos (a la
Oszlak [1981]), y demostrar su capacidad para diseñar un programa económico
autónomo y, con el tiempo, desplazarse desde las medidas re-activas hacia las proactivas. Como ya se ha dicho, este grupo de Estados empleó las políticas sociales y
los programas como un mecanismo conciente, destinado a reconsolidar el orden
nacional. Aún así, hubo Estados que implementaron pragmáticas políticas domésticas
dentro de una estrategia económica internacional que ha cambiado poco. Como se
expresa anteriormente, el estado argentino es quien mejor caracteriza esta respuesta
semi-pasiva: se combinaron medidas altamente innovadoras en materia económica,
diseñadas para contrarrestar los efectos de la crisis, con una propuesta bastante
ortodoxa de las relaciones comerciales y financieras externas. El resultado fue un
proyecto intervencionista, aunque no concientemente desarrollista (Abel y Lewis
[1991]).
Es discutible que estas reformas se reflejen mayormente en la postura social del
Estado, especialmente en la segunda mitad de los treinta. Aunque el momento preciso
para poner estas reformas en marcha varía entre cada país, en casi todos los Estados
del continente se estaban haciendo más activas en este punto – tanto en lo social como
en lo económico–. Aunque el sexenio de Cárdenas empezó en 1934, los años que
comprenden la etapa intermedia de su gobierno fueron los más aventurados en
términos sociales. Igualmente, en 1937 fue lanzado el Estado Nôvo en Brasil, que hizo
aspavientos de su nuevo convenio con EE.UU., y que fue precedido por la agitación
política de 1936, un año en el que los precios del café de nuevo estaban a la deriva.
Posiblemente, no es coincidencia que los países que se embarcan en programas más
explícitos en pro de la manufactura también hayan deseado establecer un vínculo
entre el trabajo urbano y el régimen. (Dornbusch y Edwards [1991]; Sikkink [1991]).
En México y Brasil, tanto un régimen de políticas sociales en uniones controladas por
el Estado como el perfeccionamiento del bienestar se unieron a una estrategia
macroeconómica en la que se hizo más explícito el apoyo a la manufactura. Un poco
más modesto, el programa de “revolución en marcha” que lanzó el presidente liberal
Alfonso López Pumarejo (1934-1948) en Colombia propagó los elementos del
programa cardenista. Al igual que en México, el objetivo fue que el trabajo
organizado presentara un mayor grado de tolerancia – esta retórica era de unionismo
independiente – y que las medidas reforzaran los derechos de los trabajadores. Se
propusieron reformas fiscales y crediticias y, en 1936, se consolidó una nueva ley
agraria, que parecía favorecer los derechos de los pequeños propietarios de tierras y
limitar el latifundismo; de ahí el creciente énfasis que se le daba a la seguridad social
antes mencionada. En los sesenta, casi toda la fuerza laboral del Uruguay, más del
70% de la población económicamente activa de Chile, el 55% en la argentina,
alrededor del 25% en Perú y Costa Rica, el 23% en Brasil y el 16% en México estaba
inscrita en los esquemas de seguridad social (Mesa-Lago [1991]).
Debido a las considerables diferencias de desarrollo en las instituciones sociopolíticas que Argentina y Brasil presentaban en este punto, la aparente similitud en el
énfasis que se hizo en las políticas sociales, especialmente en el seguro social de los
años treinta, es instructivo. A principios de siglo había una actualización limitada de
los esquemas de seguridad para los grupos de ocupación privilegiada, que venía
acompañada de la abundancia en la auto-ayuda y las iniciativas de las organizaciones
caritativas y privadas en ambos países, lo que fue seguido por periodos de acelerada
expansión en las organizaciones de bienestar pertenecientes al Estado. En Brasil, este
fenómeno alcanzó su punto máximo entre 1930 y 1945; en la Argentina, entre 1944 y
1955. En consecuencia, los cincuenta, sesenta y setenta presenciaron la consolidación,
reestructuración y continua expansión de la provisión de bienestar en el sector
público. Las categorías clave que clasifican a los trabajadores como de cuello blanco
y de cuello azul habían sido incorporadas en los sistemas de seguridad social a
principios de los veinte. En Argentina, los años previos al advenimiento del régimen
peronista de 1946 presenciaron la creación de las nuevas cajas de seguridad social que
beneficiarían a marinos, trabajadores de la industria publicitaria y comerciantes. De
este modo, la manufactura fue cubierta hasta 1946 y, en 1954, se establecieron fondos
destinados al auto-empleo y a los grupos profesionales; por su parte, los trabajadores
rurales y del hogar fueron los últimos en incorporarse al sistema. Aunque las cajas
originalmente fueron creadas en 1950 para estos dos grupos, generalmente se
ignoraban las provisiones, ya que los trabajadores rurales y del hogar eran elementos
marginales para las políticas. La relación con los empleadores era altamente
personalizada y de alta sensibilidad política, por lo tanto, la adhesión entre empleador
y obrero a los regímenes de seguridad social no fue una asunto fácil de tratar. En
Brasil, los trabajadores de las compañías de transporte y de servicios públicos (como
tranvías, agua y luz) también estuvieron entre los primeros grupos que organizaron
sociedades mutuas y, en consecuencia, fueron los primeros en tener una cobertura
formal de pensiones (después de los funcionarios públicos y los militares). La historia
de la seguridad social en Brasil normalmente data de 1923, cuando Eloy Chávez
estableció las caixas (cajas) para los trabajadores ferroviarios. En 1926 los
trabajadores de los puertos y los marinos fueron contemplados en el rango de la
legislación; dos años más tarde, lo hicieron aquellos que trabajan en las compañías de
telégrafos y radio. Sin embargo, la característica más notable del sistema brasileño es
la dramática incorporación de los grupos urbanos en la década del treinta, y las caixas
proliferaron durante los primeros años del gobierno de Vargas (1930-1945). Como en
Argentina, los trabajadores rurales y los empleados domésticos del Brasil fueron los
últimos en ser favorecidos.
La cobertura del crecimiento y las reorganizaciones administrativas asociadas a él se
han explicado de muchas maneras; aún así, no se ha aclarado si estos cambios fueron
manejados desde “arriba” o desde “abajo”. Existe un grado de desacuerdo similar en
cuanto a cuáles fueron los factores ideológicos y fiscales que propiciaron la
amplificación de la seguridad social y las redes de seguridad. A pesar de que MesaLago [1978] y Malloy [1979] presentan el crecimiento del sistema en términos
altamente políticos, los factores financieros económicos, fiscales y demográficos
también tuvieron un papel muy importante. Lewis [1993] sostiene que los
incrementos periódicos en la cobertura estuvieron grandemente influenciados por las
consideraciones fiscales. Las crisis financieras “generacionales” de los cuarenta y los
sesenta explican la extensión de la cobertura que en ese momento había en Argentina;
lo mismo ocurre en Brasil en las décadas de los sesenta y los ochenta. Las
reorganizaciones administrativas de los sesenta, diseñadas para garantizar un mayor
control central, tuvieron mucho que ver tanto con generación de ingresos como con la
integración de políticas de sociales y económicas. Comprometidas con el rápido
crecimiento y la baja inflación, las administraciones militares del Brasil posteriores a
1968/1969 favorecieron la consolidación institucional y la expansión masiva del
régimen de seguro social en aras de expandir los mecanismos de ahorro forzado (Baer
[1989]; Malloy [1979]). El lenguaje de este periodo también evocó aquél de los
primeros conceptos del ciudadano productivo: había que ganarse estos derechos
sociales y el régimen militar premiaba a los grupos dóciles, que no reclamaban sus
derechos políticos (Malloy [1979 y 1976]). Por lo tanto, tras la máscara de una
política social pro-activa, la extensión de la cobertura servía a otros objetivos. Traer
nuevos grupos de contribuyentes generaba ingresos fiscales extras, al tiempo que
tiempo que cubría el déficit de los fondos existentes (Centro de Estudios Monetarios
Latinoamericanos [1963]).
No obstante, Mesa-Lago y otros siguen argumentando ávidamente que las uniones
laborales más poderosas y varios de los grupos privilegiados tuvieron la posibilidad
de imponer sus demandas al Estado (Ross [1989]; Mesa-Lago [1978]). A la inversa,
hay quienes interpretan el hecho de que se haya establecido una caja para los
trabajadores ferroviarios argentinos, así como una caixa para sus contrapartes del
Brasil y de que se presentaran huelgas especialmente perjudiciales como un elemento
que indica que era el Estado mismo quien había tomado la iniciativa y había buscado
co-optar por las secciones estratégicas del movimiento laboral (Isuani [1988]; Rocha
da Costa [1998]). Los abusos generalizados y mal manejo financiero en los sectores
privados y mutuos también pudieron haber incentivado la acción del gobierno
brasileño (Goncalves Menicucci [1990]). Malloy [1976] señala que los programas son
resultado de la inspiración estatal más que de la presión de los trabajadores: Malloy
centra su atención en la relativamente pequeña dimensión y debilidad política de las
clases trabajadoras en ciudades tales como São Paulo. Los programas co-optativos de
seguridad social se hicieron parte de la ideología de modernización con la que se
comprometieron los regímenes brasileños sucesivos, sin olvidar al Estado Nôvo y las
administraciones militares posteriores a 1964. Sin embargo, Araujo de Oliveira y
Fleury Teixeira [1986] refutan este argumento, alegando que la implementación de
esquemas de seguridad fue consecuencia de la creciente división entre las facciones
de élite conservadoras y las más modernas. Las secciones privilegiadas del trabajo
urbano pudieron forjar alianzas con progresivas facciones de élite y de este modo
forzar la legislación de seguridad.
En muchos aspectos, el principio de la Segunda Guerra Mundial hizo un énfasis más
marcado en pro de la industria y del Modelo de Sustitución de Importaciones para las
políticas, del mismo modo en que dio prioridad a lo económico (Thorp [1998]; Love
[1996]; Weaver [1980]). Esto puede haber señalado el éxito de la expansión industrial
en los treinta, aunque un proceso de este tipo no fuera el primer objetivo de la acción
estatal en la gran mayoría de los países. Para la década de los cuarenta, el
empresariado industrial había logrado una considerable masa crítica y, posiblemente,
la confianza suficiente como para dirigir la atención del Estado; al menos, ya existía
una base más extensa sobre la cual construir. Como se indica arriba, durante el último
periodo del Estado Nôvo, el apoyo a la industria pesada fue aún más explícito en
Brasil (Draibe [1985]; Wirth [1970]) En México, el gobierno de Ávila Camacho,
quien asumió en 1940, promovía de igual manera los negocios que la industria
(Cárdenas [1996]; Solís [1984]). En 1943, el grupo armado que dio fin al
desacreditado régimen de “concordancia” en Argentina (probablemente entrenado por
los eventos en Brasil) estaba determinado a promover la industrialización estratégica
y pesada (Peralta Ramos [1993]; Potash [1980 y 1969]). Además, hacia fines de la
década de los cuarenta, la ideología dignificó la presencia de un sustitución de
importación pragmático y ad hoc. La CEPAL (Comisión Económica para América
Latina) dio una justificación intelectual para la puesta en marcha de un programa
coordinado de industrialización forzada (Thorp [1998]; FitzGerald [1994]; Prebish
[1950]).
En 1948, los análisis y prescripciones cepalistas cayeron sobre suelo fértil, ya que en
ese el momento fue cuando se estableció la comisión en Santiago. Aprendiendo sobre
la marcha mientras duró la Segunda Guerra Mundial, y ya que muchos de los países
en América Latina habían resuelto los problemas de la depresión de manera mucho
más efectiva que los países de Europa, varias de las administraciones estaban
preparadas para adoptar una propuesta aún más inversionista. La CEPAL proporcionó
tanto la justificación como el diseño para hacerlo. Las reservas de divisas que se
acumularon durante la Segunda Guerra Mundial, el rápido crecimiento de la
producción manufacturada que se produjo entre 1930 y principios de 1940 en varias
de las economías, un modesto crecimiento del tratado intra-regional durante la guerra
(particularmente en el Cono Sur) y la proliferación de organismos estatales fueron
factores que generaron confianza. Las reservas acumuladas, temporalmente sostenidas
por los altos precios de las exportaciones, que se unieron a la suposición de que países
como México y Brasil seguirían gozando de la ayuda de los EE.UU. en el periodo
inmediato de la posguerra, prometieron facilitar la transición que implica cambiar de
un patrón de crecimiento a otro.
Los instrumentos más importantes de las políticas económicas asociados al
desarrollismo de la CEPAL fueron el control de divisas (que regularmente se
manifestaba en múltiples tasas cambiarias que daban preferencia al sector de la
manufactura), el proteccionismo (las barreras no arancelarias para el comercio y las
regulaciones cambiarias fueron utilizadas conjuntamente con las preferencias y las
tarifas discrimiantorias) y los ahorros forzados. Sobrevaluadas, aunque no
necesariamente estables, las tasas cambiarias prevalecieron durante gran parte del
periodo y, en consecuencia, fueron aplicadas en provecho del sector industrial.
Mientras que sólo México consiguió defender una tasa cambiaria estable a través del
periodo clásico del ISI, las repetidas devaluaciones que ocurrieron en otras partes no
beneficiaron en mucho los sectores tradicionales de exportación , ya que las
devaluaciones venían acompañadas por impuestos inesperados para los exportadores.
Esto coincidía con la teoría cepalina de comercio, la cual argumentaba que los
mercados para exportaciones no eran sensibles a los precios. Las “retenciones”
(impuestos especiales sobre las exportaciones) también fue coherente con el régimen
cambiario, la nacionalización de los beneficios de las exportaciones y la distorsión de
los términos domésticos de comercio a favor del sector industrial urbano. Al ser la
principal fuente de divisas, aunque no necesariamente de acumulación, los
organismos estatales explotaron fuertemente al sector exportador.
La inflación fue el principal (aunque no el único) mecanismo de ahorro forzado. El
sistema más sofisticado de ahorro forzado fue ideado en Brasil durante los años del
milagro, un periodo en el que la inflación fue relativamente baja porque todos los
trabajadores del sector formal se vieron obligados a contribuir con los fondos de
seguridad social, el Banco Nacional de Habitação (BNH, Banco Nacional de
Viviendas) y cuentas proprias (indexadas) de ahorros. Del mismo modo en que
Vargas había saqueado los fondos de pensiones para financiar el desarrollo de un
planta de acero y hierro integrada en Volta Redonda, en los años sesenta y setenta, los
gobiernos desviaron los recursos del instituto de seguridad y del BNH para financiar
inversiones en infraestructura (Malloy [1979]). Como se sugiere, los regímenes de
Brasil y otros países aprendieron a ordeñar – tanto política como económicamente – el
sistema de seguridad social. Mientras tuvieron excedentes, los fondos fueron una
importante fuente de ahorro forzado. No obstante la importancia de la inversión
directa de las compañías transnacionales (CTNs) en los sesenta y el préstamo masivo
del Estado en los setenta en los mercados de capital de Europa y los EEUU,
mecanismos tales como la inflación y el seguro social aseguraron que la mayor parte
del capital se acumulara nacionalmente. Sin embargo, no debe subestimarse el
elemento welfarista en el desarrollismo de la CEPAL, como lo confirma la mejora en
los indicadores sociales. El gasto en bienestar (lo que incluye alimentos, subsidios al
combustible y la expansión educativa) constituyó una parte integral de la estrategia
del “desarrollo estabilizador” (Maddison [1992]; Dornbusch y Edwards [1991];
Urrutia [1991]). La inversión en infraestructura social, al igual que en infraestructura
económica, fue crucial para la sustentabilidad de la alianza urbana a favor de la
industria y para servir a los objectivos keynesianos.
Además, para subrayar las suposiciones de la competencia burocrática implícita en las
medidas socio-económicas que se identifican anteriormente, las recomendaciones de
las políticas cepalistas también predicaron que había que creer en la existencia de un
heroico empresariado nacional. Como ideología, el cepalismo puede haber sido
intervencionista y estadista, pero no se oponía a los negocios. El rol del Estado era el
de aislar y nutrir al talento empresarial de su país. El Estado debía servir como
intermediario entre los nuevos negocio y el ambiente desfavorable, resguardando a las
compañías de la competencia desigual y proveyendo el acceso a las entradas
esenciales, sin hacer a un lado el capital y la tecnología, y servir como conducto de la
ayuda proveniente de los organismos internacionales. A pesar de que se asumieron
una forma concreta de forma subsiguiente, la orientación del mercado en el
desarrollismo de la CEPAL también fue confirmado por proyectos tales como la
integración regional y la reforma agraria (Prebisch [1970]). La integración regional,
comprimida junto con el cierto grado de éxito en las dóciles repúblicas de América
Central de los años cincuenta, se arraigó en los conceptos de eficiencia y
competitividad. La integración económica facilitaría el nacimiento de eficientes
empresas a gran escala y, aunque estuvieran expuestas al rigor de la competencia de
los productores en los países vecinos, el conglomerado extranjero las seguiría
protegiendo de la competencia desleal dentro del mercado regional. Aislados dentro
los pequeños mercados nacionales, los negocios no podían alcanzar su tamaño óptimo
ni lograr la eficiencia. El énfasis que se hizo en la reforma agraria reconoció, entre
otras muchas cosas, que el crecimiento y la eficiencia estaban restringidos por el
tamaño del mercado, a pesar de que en este caso el acento se puso en la
profundización cualitativa más que en la expansión cualitativa. La reforma agraria
atraería más consumidores hacia este mercado y también despejaría los cuellos de
botella de la oferta en la disponibilidad de productos alimenticios; esta fue una
preocupación que creció durante los sesenta, cuando la migración desde zonas rurales
hacia áreas urbanas hizo que millones de ex campesinos dependieran del mercado y
de las lentas respuestas de la producción agrícola que alimentaban la inflación y
desgastaban el ingreso disponible para el gasto en manufactura (Prebisch [1981 y
1970]).
Re-configuración del Mercado y la Sociedad: el neo-liberalismo y el neoestructuralismo
En muchos países, el Modelo de Sustitución de Importaciones empezó a tener
problemas a fines de los cincuenta y a principios de los sesenta (Sunkel [1993];
Fajnzylber [1990 y 1983]; Prebisch [1981]). Con una percepción retrospectiva, se
pueden distinguir dos respuestas distintas frente al agotamiento de la fase sencilla del
modelo ISI (y la inestabilidad política y económica resultante): el neoliberalismo y el
neo-estructuralismo (Sunkel [1993]; Bitar [1988]). En algunos países existió el firme
compromiso de adoptar, desde el principio, una pauta; en otros, las políticas dieron
tumbos en varias direcciones. Sin embargo, en la década del 70, y gran parte de la del
80, se categorizaron claramente las economías latinoamericanas que aplicaban
estrategias neoliberales o neo-estructurales. Esta categorización ignora las
incertidumbres tempranas (u oscilaciones en las políticas) y pasa por alto las
características que ambos modelos comparten.
La incertidumbre inicial como última dirección de la política económica está muy
bien ejemplificada por los regímenes militares argentinos de los sesenta y los setenta.
A pesar de que no se usaba este término, el gobierno militar de Onganía (1966-1969)
estaba comprometido con la profundización industrial. Éste hablaba de la necesidad
de llevar a cabo un cambio estructural y aumentar la eficiencia (Peralta Ramos
[1993]; Di Tella y Dornbusch [1989]; Mallon y Sourouille [1975]). El régimen
también indicó que la “reforma” social y económica también tendría preponderancia
en la “reforma” política – el regreso al reglamento civil sólo sería contemplado
cuando los resultados de la reestructuración económica aseguraran una democracia
estable y disciplinada.– La genialidad del “onganato” – y mucho de su lenguaje –
prefiguró a aquél del golpe militar de 1976, con el que se derrocó al desacreditado
gobierno de Isabel Martínez de Perón (1974 – 1976) y se instituyó “el proceso de
reorganización nacional”. El grupo militar de 1976 estaba igualmente comprometido
con la reestructuración económica y con la sociedad, y claramente rechazó el
terrorismo de Estado hasta el final. Aún así, y considerando que el régimen de
Onganía había favorecido la profundización industrial, muy a pesar del instrumento
de las CTNs (en boca de los opositores a los oficiales nacionalistas), el proceso se
avocó a las reformas neoliberales (Peralta Ramos [1993]; P. Lewis [1990]; Di Tella y
Dornbusch [1989]). Para los militares en “el proceso” de persuasión, la burguesía
nacional no había logrado obtener una industrialización eficiente y sostenida.
Firmemente comprometidos con la doctrina de seguridad nacional, las fuerzas
armadas argentinas de los setenta estaban convencidas de que la industrialización
forzada había generado la pérdida generalizada del dinamismo económico, lo que
había desencadenado tensiones sociales y abierto la posibilidad de que entraran
elementos políticamente peligrosos.
Como ya se indicó, hubo similitudes sustanciales entre el neo-liberalismo y el neoestructuralismo: la primera característica en común fue el neo-autoritarismo (Sunkel
[1993]; Kay [1989]; Rouquier [1987]; O’Donnell [1973]). Los regímenes militares
tecnocráticos que en muchos países tomaron el poder, y que en otros dominaron las
políticas, parecían suscribirse a la antigua máxima del Porfiriato que dice: “más
administración y menos política”. Se dio por hecho que el cambio hacia un modelo
más acumulacionista se lograría más fácilmente dentro un ambiente político cerrado y
altamente regulado; así, el diseño de la políticas debía ser despolitizado y la estrategia
económica debía estar menos enfocada en lo social (Buxton y Phillips [1999];
Skidmore y Smith [1992]; Rouquier [1987]). La segunda característica fue la
compresión salarial; la tercera, la reinserción internacional – claramente manifiesta en
el gran monto de la deuda externa y, en menor grado, en el crecimiento de las
exportaciones.– Hubo una terrible simetría entre estos rasgos. La violencia estatal –
no puede olviado “los desaparicidos” – y las tácticas de shocks económicos redujeron
la efectividad en las respuestas de los trabajadores e intimidaron algunas secciones de
la burguesía industrial de la nación. La compresión de los salarios fue útil para la
acumulación (de crítica importancia si la inflación ya no iba a usarse como
mecanismo de ahorro forzado) y redujo los costos de producción. Al reducir los
costos y la demanda nacionales de producción, la compresión salarial hizo una doble
contribución a la reinserción global o competitividad internacional y posibilidad de
exportar.
Las diferencias entre los regímenes que aplican el neo-liberalismo y los que emplean
el neo-estructuralismo son igualmente claras (Sunkel [1993]; Sunkel y Zuleta [1990];
Bitar [1988]; Ffrench-Davis [1988]). Las medidas neo-estructurales se aplicaron
marcos políticos ligeramente menos violentos que en el caso de las neoliberales; o,
posiblemente, la fase de represión fue más corta y menos brutal. Además, mientras
todos regímenes neo-autoritarios justificaban el recurso de la coerción como
herramienta para promover el crecimiento y la estabilidad, las administraciones que
aplicaron tratamientos neo-estructurales tuvieron que construir casi de inmediato un
nuevo consenso político a favor de la “reforma”. El crecimiento no fue la única fuente
de legitimidad: también hubo referencias explícitas en la política social; sin duda,
estos fueron los rasgos del milagro brasileño (Baer [1989]; Skidemore [1988]). En
otros lugares, los pactos sociales reaparecieron gradualmente en las agendas (Teitel
[1992]). Para el neo-estructuralismo, la cohesión social era un asunto relativo a las
políticas y reducía la desigualdad con objetivos a largo plazo; de hecho, se creía que
un menor grado de desigualdad contribuiría al desarrollo sustentable. El
neoliberalismo reconocía que los altos niveles de pobreza absoluta restringían el
crecimiento del mercado y representaban ineficiencia sistémica, pero supuso que el
progreso social se generaría a partir de los efectos de “pasar abajo” del crecimiento.
Los neo-liberales exaltaron las virtudes de la terapia shock con la finalidad de llevar a
cabo distorsiones y cambiar las expectativas y las actitudes; en contraste, los neoestructuralistas favorecieron las reformas por fases. Las medidas neoliberales se
centraron en lo micro – la eliminación de los elementos que inhibían los impactos de
las señales reales de los precios – y apostaron por los mecanismos del mercado. Los
neo-estructuralistas, inevitablemente, estaban más preocupados por el desequilibrio
sectorial y la ineficiencia institucional; así, sostenían que los mercados estaban lejos
de ser perfectos y que había muchos ejemplos en la falla de los mercados de América
Latina: el Estado podía y debía generar y asignar factores de forma efectiva. Por lo
tanto, a pesar de que los neo-estructuralistas y los neo-liberales aceptaron la necesidad
de tener un Estado eficiente, fueron los neo-estructuralistas quienes afrontaron un rol
gubernamental continuo e indicativo; por su parte, los neo-liberalistas dieron por
sentado que la acción económica del gobierno debía ser minimalista y neutra. Para la
década del ochenta, los neo-estructuralistas, sin dejar a México de lado, argumentaban
que la inversión creciente en eficiencia era la antesala de la apertura internacional y
retaban las suposiciones neoliberales que postulaban que, una vez que se le dejara
funcionar, el mercado por sí mismo adoptaría una asignación eficiente de los recursos
y las ganancias en productividad (Cárdenas [1996]; Roett [1992]). Por sobre todas las
cosas, los neo-estructuralistas percibían la industrialización como un elemento
esencial para el desarrollo económico; en cambio, los neoliberales estaban más
preocupados por maximizar las ventajas comparativas y pensaron que la producción
manufacturera crecería con el regreso a la estabilidad macroeconómica, en paralelo
con la recuperación de otros sectores.
Las conexiones entre el neo-autoritarismo y la liquidez internacional en los setenta
siguen siendo materia de conjeturas (Griffith-Jones y Sunkel [1986]; Thorp y
Whitehead [1987]). Los regímenes que siguen las estrategias neo-estructuralistas y
neo-liberalistas pidieron grandes préstamos y promovieron el crecimiento. La desindustrialización en las repúblicas del Cono Sur implicó que resurgieran las
exportaciones tradicionales y una mezcla diversa de productos básicos; más al norte,
hubo un errático crecimiento en la participación de los manufactureros en las
exportaciones, lo que puede ser interpretado como una respuesta directa a las
políticas o una la consecuencia “natural” del desarrollo estructural que puede ser
cuestionada. Menos abierta a debates interpretativos, fue la aguda contracción en las
exportaciones manufacturadas que siguió a la abrupta apertura de la economía de
países como Chile y Argentina. Este hecho, junto con las consecuencias sociales de la
des-industrialización, promovió la búsqueda, sobre todo en los regímenes en proceso
de re-democratización, de una solución alternativa al rompecabezas de la integración
social y la eficiencia económica de los años ochenta.
Hasta cierto punto, el neo-autoritarismo de los setenta explica el apoyo a la
heterodoxia de los ochenta. Al analizar el paquete de ortodoxas medidas
estabilizadoras promovidas por el FMI durante las décadas del cincuenta y del
sesenta, y las medidas neoliberales de los setenta, los defensores de la heterodoxia
descubrieron que se había erosionado la legitimidad del Estado y evaporado el
compromiso del régimen con la implementación de políticas. Los partidarios de la
estrategias heterodoxas aseveraron que los programas económicos que reducían el
gasto estatal mediante el corte de los subsidios a productores y consumidores, y que
cargaban el precio real a los servicios, los factores y las divisas, llevaban a la recesión.
Esto ocasionó protestas populares y de hombres de negocios, y redujo la voluntad
política de llevar el paquete de medidas a una conclusión lógica (Frenkel y O’Donnell
[1994]). Estas propuestas no fueron atractivas para los nuevos gobiernos
democráticos, así como tampoco lo fueron para los regímenes autoritarios que
intentaban abrir el diálogo con la oposición. Como resultado, y a pesar de que los
diseñadores de políticas heterodoxos compartían con sus predecesores ortodoxos la
sabia idea de estabilizar la economía, la tarea que ellos mismos se impusieron
consistía en una estabilización con crecimiento y no una estabilización con recesión.
Los análisis heterodoxos también contemplaron la inflación de modo distinto en
comparación con los defensores de la ortodoxia y el estructuralismo; sus puntos de
vista en cuanto a las causas de la inflación eran más cercanos a los de los
estructuralistas, quienes argumentaban que la inflación estaba manejada por los
cuellos de botella de la oferta, aunque sus soluciones estaban en deuda con la “terapia
de shock” neoliberal. Tras varias décadas de inflación, habían emergido mecanismos
y estructuras internos, lo que significaba que la inflación estaba encriptada en el
sistema. La inflación inercial no podía ser abordada a través de los convencionales
medios ortodoxos, ni tampoco mediante los paliativos estructuralistas; de ahí que las
medidas de shock fueran vistas como el medio más efectivo para lidiar con las
expectativas inflacionarias encriptadas.
Quedaban muchas lecciones por aprender del éxito inicial y de la última falla en la
estabilización heterodoxa; primero, al igual que con la estabilización de los noventa,
la recuperación de la confianza no gatilló el crecimiento fuerte del ahorro, como lo
predijeron quienes diseñan las políticas, sino un consumo de ostentación que fatigó
tanto la capacidad productiva doméstica como la posición de la reserva. Las
economías que se establecieron “tardíamente” en los años noventa fueron alteradas de
acuerdo a la necesidad de protegerse ante el boom de los consumidores, como había
ocurrido en Brasil y Argentina en los años ochenta. Las estabilizaciones heterodoxas,
tales como el Plan Austral y el Plano Cruzado, habían ocasionado una rápida (aunque
de corta vida) recuperación en la confianza del consumidor, que tomó por sorpresa a
los diseñadores de las políticas y a los productores y que, finalmente, terminó por
menoscabar la estabilidad (Thorp [1988]; Dornbucsh y Edwards [1992]; Teitel
[1992]). Los reformadores neo-liberales de la década del noventa estaban por lo tanto
conscientes de la necesidad de fortalecer la posición de la reserva adelantándose a la
estabilización. Reservas sustanciales facilitaron tanto la expansión de la capacidad
productiva en el mediano plazo y de las importaciones en el corto plazo que reducir la
presión inflacionaria que se asocia a la oleada en la demanda. Una vez dicho esto, los
proyectistas de los noventa pensaron que para ellos sería mucho más fácil acumular
reservas que para sus predecesores de los ochenta, cuando los precios de los productos
básicos estaban deprimidos a causa de la recesión y cuando los mercados
internacionales de capital estaban deprimidos como consecuencia de la dimensión de
la deuda y manifestaron un sesgo contra América Latina. La segunda lección que se
aprendió de las fallas de los ochenta fue la necesidad de tomar prontas acciones para
resolver el déficit fiscal. Los regímenes que aplicaron políticas heterodoxas en los
ochenta estaban más preocupados por el déficit político y social que por la situación
fiscal, y trataron de expandir la inversión social y económica. Tal vez, para la década
del noventa, las primeras fallas habían inducido un mayor grado de realismo o
tolerancia por parte de los electorados.
El Nuevo Modelo: eficiencia económica y sociedad
Las crisis ocasionadas por la deuda y la falla de los programas de estabilización
heterodoxa allanaron el terreno para la hegemonía del neoliberalismo de la década del
noventa. En muchos aspectos, las crisis por deudas o préstamos definieron el diseño
de las políticas económicas y sociales contemporáneas de América Latina (Buxton y
Phillips [1999]; Teitel [1992]; Thorp y Whitehead [1987]; Griffiths-Jones y Sunkel
[1986]). Tanto la crisis como el vació ideológico que resultaron del colapso de la
heterodoxia generaron la formación de un nuevo ambiente institucional para las
políticas, uno que se caracterizaría como la constante lucha por salvaguardar las
formas democráticas.
El paso al neoliberalismo también fue dirigido por la ayuda condicional de los
organismos internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional, y las presiones ejercidas por Washington. Las presiones externas se
capitalizaron gracias a los defensores nacionales del cambio – y fueron desplegadas
para capturar la agenda de las políticas – (Geddes [1995]; Haggard y Webb [1994]).
Esta tendencia lentamente se consolidó en la última parte de la década, aunque ya en
1982 el Banco Interamericano de Desarrollo aplaudió que Costa Rica hubiera
introducido reformas de seguridad social, el segundo país en hacerlo– después de
Chile – (BID[1982]). Bolivia ha sido el más fiel adherente a la nueva ortodoxia y ha
seguido este rumbo desde mediados de los ochenta (poniendo en práctica una
sucesión de fallidos paquetes de estabilización semi-heterodoxos entre 1982 y 1985).
Sorpresivamente, inclusive la oportunidad de la adopción de la reforma estructural
chilena no pasa sin ser contendida. Fue por estos años cuando Chile se implementó la
“segunda etapa” de la reestructuración neoliberal. Si las estrategias que aplicaron los
“Chicago Boys” (quienes virtualmente monopolizaron las decisiones económicas del
mercado entre 1974 – 1982) estabilizaron la economía, la sobrevaluada tasa cambiaria
y el creciente monto de la deuda (privada) estuvieron entre las consecuencias no
anticipadas, cuyo resultado se tradujo en una severa depresión que afectó a muchos de
las características de la estagflación. Además, al igual que en Argentina durante el
periodo del “proceso”, el giro monetarista para encoger el sector estatal se enfrentó a
la resistencia de los militares, quienes se negaban a favorecer la privatización de los
bienes del Estado considerados como estratégicos (normalmente las corporaciones
controladas directamente por las mismas fuerzas armadas). En el conflicto que había
entre los ideólogos monetaristas y los intereses de los uniformados, fueron las fuerzas
armadas quienes salieron victoriosas. El shock que se presentó entre 1983-1985, lo
que incluye el colapso económico de la re-nacionalización (el Estado tenía que
respaldar al sector bancario), las protestas políticas y la renovada represión
demostraron que la estabilidad misma no produciría un cambio estructural y, así
mismo, que el crecimiento no erradicaba la pobreza. Este modelo macroeconómico
chileno de crecimiento, estabilidad macroeconómica y desarrollo estructural, del que
tantos se jactan, data de los años 1985 y 1986, más que del periodo entre 1973 y
1974.
¿Cuándo fue que México tomó el camino hacia el neoliberalismo? ¿Fue acaso hacia
fines de 1982, cuando el presidente de la administración entrante, De la Madrid,
heredó el caos que había dejado el régimen de López Portillo (que había culminado
con la devaluación y la nacionalización de la banca que pertenecía a privados) junto
con los tan denunciados delitos fiscales y el populismo financiero? Si esto fue así, es
porque ya había pasado muchos pasos para atrás. Sin embargo, durante el sexenio de
Miguel De la Madrid, México accedió al GATT (lo que implicó el abandono del
proteccionismo). La “victoria” de Salinas de Gortari (quien se supone fue el
arquitecto de la estrategia económica de Miguel De la Madrid) en las elecciones
presidenciales de 1988 parecía confirmar esta tendencia. La pieza clave de la segunda
mitad de la administración salinista fue el tratado de libre comercio – el TLCAN –
que se firmó con Canadá y EE.UU. en 1993 (Cárdenas [1996]; Roett [1996]; Solís
[1990]). La apertura económica – y la privatización – pueden haber estado en la
agenda económica de Argentina de mediados de los setenta y, nuevamente, en la de
mediados de los ochenta, pero sólo alcanzaron su efecto total en la última parte de la
primera administración de Menem, tras las intensas sacudidas que sufrió el neoestructuralismo hacia finales de los ochenta. Existe poca evidencia que demuestre la
existencia de un neoliberalismo cuidadoso y en marcha en los gabinetes de Menem
que comprenden el periodo 1989-1990 (Acuña [1995]; Lewis y Torrents[1993]). En
Perú, el apoyo al neoliberalismo se formó en la elección presidencial de 1990. La
saliente administración de Alan García (1985-1990) había puesto en práctica la
ortodoxia y el “colectivismo estatal”. Mientras la campaña electoral estaba en marcha,
este país experimentó una hiperinflación. El candidato favorecido, Mario Vargas
Llosa, quien ganó la primera vuelta, defendía la transparencia de la estrategia
neoliberal, mientras que el candidato que finalmente salió victorioso, Alberto
Fujimori, implementó un programa de “monetarismo–populista” (Crabtree y Thomas
[1988]). Para Brasil, el paso al neoliberalismo fue aún más lento y más indeciso que
para la Argentina, y se asoció con el programa que Enrique Cardoso lanzó en 1990,
primero como ministro de economía y después como presidente (Willumsen y
Gianetti de Fronseca [1996]).
Hoy en día, los rasgos del neoliberalismo están bien establecidos. La característica
que lo define es la disciplina fiscal: el gasto estatal debe estar cubierto por los
ingresos (o préstamos limitados) y no por la monetización del déficit, lo que implica
reformas fiscales y presupuestarias; así, para muchos regímenes ha sido más fácil
reducir el gasto que aumentar los ingresos adicionales. En muchos países, el sistema
de impuestos se ha simplificado y el sistema de recolección de impuestos ha
mejorado, sin olvidar los esfuerzos por erradicar la evasión. Cada vez más, la reforma
presupuestaria implica la devolución de gastos (y la distribución de ingresos) a los
niveles más bajos de gobierno. En algunos países, el rol del Estado central también ha
sido limitado por la reforma constitucional, que ha deslindado las responsabilidades
del gasto social a las provincias (o, en el caso de previsiones para los pensionados, al
mercado). La segunda característica en importancia es la desregulación. Internamente,
esto se ha traducido en la necesidad de asegurar que el mercado sea quien determine
los precios: la legislación ha ido inhibiendo progresivamente el rol fijador (o
indicador) del Estado en el precio de los factores, bienes y servicios. Externamente,
esto significa la apertura del mercado: reducir aranceles, simplificar los regímenes
arancelarios y eliminar las barreras no arancelarias del comercio; liberar las divisas y
los mercados financieros; estabilizar la moneda, ya sea a través de una paridad
flexible con el dólar norteamericano (lo que significa la “libre flotación”) o mediante
la “quasi dolarización”.
El tercer rasgo más distintivo del neoliberalismo es la privatización. El tamaño del
Estado, y su rol en la economía, se reduce considerablemente cuando se dispone de
las corporaciones estatales. Gracias a la reducción del Estado y a la capacidad del
mercado para tomar decisiones libres, la privatización ha ayudado a que se cumplan
una gran cantidad de objetivos; ha eliminado uno de los principales factores de
presión en el gasto – el déficit operacional de las corporaciones estatales fue en buena
parte el responsable del déficit fiscal.– La privatización también ha sido utilizada para
aligerar la carga de la deuda y ha fortalecido el proceso de apertura económica, ya que
los consorcios extranjeros han adquirido la antiguas empresas estatales. En lo anterior
queda implícito que la apertura económica (reinserción global) es el cuarto rasgo más
importante. Este proceso ha sido institucionalizado no tanto a través de las reformas
arancelarias unilaterales, sino, como se ha planteado, a través de la privatización y los
tratados internacionales – lo que incluye la membresía a la organización Mundial de
Comercio (OMC) y la adhesión a bloques regionales de libre comercio tales como el
MERCOSUR/L, el Grupo Andino y el TLCAN.– Una característica final y mucho
más reciente en muchos países han sido las políticas de seguridad social (o
despliegue de la retórica del reformismo social) – lo que implica modificaciones a los
regímenes de seguridad social y salud, así como al código laboral (BID [1997]). Una
vez más, estas medidas son coherentes con los otros “elementos del paquete”.
Transformar la legislación y los regímenes de seguridad social implica reducir el rol
que tiene el Estado al determinar el precio (o mejor dicho, el costo) del trabajo. Al
disponer de las empresas estatales, las pensiones de financiamiento y la salud (junto
con la educación estatal) representaron los elementos restantes que ejercieron presión
sobre el presupuesto.
La “reforma” de seguridad social (esencialmente la reforma a las pensiones) está
ahora muy presente en la agenda política y probablemente continuará siendo del
mismo modo, ya que se percibe como un elemento crucial para los proyectos
neoliberales de ajuste estructural en el así llamado nuevo modelo económico
(Barrientos [1998]). Con demasiada frecuencia, las reforma de seguridad social es
presentada como uno de los componentes de la reforma fiscal, de la profundización de
los mercados de capitales y la desregulación del sector financiero. Aún así, los
sistemas de seguridad social pueden desempeñar un rol muy importante en la
compensación de los costos sociales de las reformas económicas (Herring y Litan
[1995]; Mesa-Lago [1994 y 1991]). Chile y Costa Rica fueron los primeros países en
enfrentar los problemas de solvencia, entrega y equidad que generaron los antiguos
regímenes de pensiones, y lo hicieron de modos radicalmente opuestos. En la década
del noventa, Argentina, Brasil, Colombia, Perú, México y Uruguay se encaminaron
hacia la reforma. Ahora existen varias alternativas al modelo chileno (Barrientos
[1998]; A. Arenas de Mesa y Bertranou [1997]; BID [1996]; Mesa-Lago [1996]),
entre las que se incluyen: un régimen competitivo en el cual fondos privados y
estatales compitan por hacer negocios; un acuerdo complementario donde las cajas
del Estado proporcionen una pensión básica – normalmente muy básica y fondos
privados que estén por encima; un acuerdo residual/transitorio en el que, como en
México, el Estado mantenga un sistema público que sea exclusivo para que aquellos
que ya estén enlistados (los trabajadores que ahora entren al mercado laboral serán
provistos por el sector privado). Hasta ahora, sólo Chile a llegado a un sistema de
capitalización completa, en el cual la pensión final que se les paga a los individuos
está determinada por inversión de ingresos que se deriva de las primas que deposita el
asegurado durante su vida laboral en una cuenta específica.
En la perspectiva neoliberal (o neo-conservadora) de lo social y lo económico, las
políticas están arraigadas en las suposiciones de los beneficios de “opción”,
“responsabilidad” y “fortalecimiento individual”. Incluso aquellos que tienen que ver
con la igualdad, y que defienden la continuación de rol del Estado, aceptan la
necesidad de mayor eficiencia y flexibilidad en los recursos, esto con la finalidad de
asegurar la entrega de pensiones de retiro e invalidez capaces de mantener con
dignidad a sus beneficiarios (OIT [1992]). En términos macroeconómicos, la reforma
a la política social fortalece los mercados nacionales de capital e incrementa las tasas
de ahorro doméstico – ambas vitales para la consolidación del nuevo paradigma de
desarrollo.– La retirada del Estado y la despolitización en la toma de decisiones
sociales y económicas constituyen la dimensión política del discurso neoliberal. Por lo
tanto, mucho del lenguaje de la reforma está estrechamente relacionado con la
eficiencia administrativa dentro del contexto de la estabilidad macroeconómica,
fortaleciendo al individuo como ciudadano (responsable) y exaltando la calidad del
capital humano.
Conclusiones
North [1990] presenta dos escenarios en los que podría ocurrir el cambio institucional;
el primero implica un shock profundo en el sistema, un shock que podría originarse
desde dentro (por ejemplo, la Revolución mexicana) o desde fuera (como la Primera
Guerra Mundial); el segundo ocurre cuando las organizaciones están de acuerdo en
que el orden institucional existente ya no funciona y que el cambio es esencial. En el
último caso, el cambio puede ser consecuencia de la reconstrucción de las relaciones
entre organizaciones o del nacimiento de nuevos grupos. La formación del Estado
oligárquico en tercio de en medio de la mitad del siglo XIX puede ser descrito como
el resultado de la formación de un nuevo consenso entre los grupos existentes – la
comprensión de que el orden institucional existente ya no sirve. La formación del
Estado populista posterior al treinta tradicionalmente se ha presentado como señal de
ruptura: el antiguo orden fue destruido por el periodo de depresión entre guerras, el
cual deterioró las organizaciones oligárquicas y permitió que nuevas formaciones
sociales se establecieran sobre la nueva estructura, aunque esta visión puede ser
refutada. El Estado proto-populista más bien debe ser comprendido como el ajuste
que los grupos existentes hicieron para ajustarse y absorber los vestigios del antiguo
orden. Hubo una apariencia de cambio en el orden institucional, pero el elenco de
jugadores, al menos en el inicio, continuó siendo esencialmente el mismo. ¿Cómo
puede el orden neo-autoritario (que sentó las bases para el orden neoliberal) ser
comprendido? Discutiblemente, el orden neo-autoritario reflejó el último esfuerzo que
hicieron las poderosas organizaciones nacionales por preservar la esencia del antiguo
sistema, mientras que el neoliberalismo representa el creciente predominio de la
perspectiva de las organizaciones existentes, el cual plantea que la antigua estructura
institucional no pudo mantenerse, por lo que tuvo que acordarse una nueva.
No puede negarse que la efectiva integración al sistema global transformó a América
Latina, promoviendo cambios institucionales en varios frentes. Algunos de estos
fueron anticipados y bienvenidos, o relativamente bien ajustados, mientras que otros
no. El nacimiento de la economía a fines del siglo XIX y principios del XX generó
oportunidades y representó retos para los Estados latinoamericanos. Sin embargo, ni
todos los sectores ni todos lo países compartieron las ganancias de la inserción
internacional de manera equitativa. ¿Acaso esto se debió a que algunas áreas no
estaban perfectamente bien integradas a la economía mundial?, ¿fue debido a que los
mercados internacionales eran inherentemente inestables y se movían en contra de los
productores de América Latina? ¿o fue a causa de que las reglas del juego
perjudicaban a los participantes latinoamericanos? Ciertamente, hubo diferencias
considerables en la exportación y el desempeño económico general de las economías
latinoamericanas durante el periodo del liberalismo oligárquico. Suponiendo que las
condiciones internacionales fueran muy similares en todos los países, la diferencia en
el desempeño puede explicarse a través de escenarios institucionales domésticos
asociados con la composición de exportaciones y el momento de la entrada en el
sistema global. Los países que se integran a la economía global de forma “temprana”
tuvieron más posibilidades de salir beneficiados que los países que lo hicieron
“tardíamente” y algunas de los productos básicos fueron más “democráticos” que
otros.
Sin embargo, algunos Estados estaban mejor posicionados que otros para sacar
provecho de las oportunidades. Los Estados fuertes, como el chileno y brasileño (que
emergieron como entidades institucionales coherentes inmediatamente después del
periodo de independencia), pudieron maximizar las ganancias nacionales a través de
la inserción internacional. Otros, como Argentina y México, sólo lograron la
estabilidad institucional con la “globalización” del siglo XIX. En contraste, otros
Estados estaban tan debilitados por la independencia y las fuerzas centrífugas que
desencadenó, que la globalización pareció ser una amenaza más que una oportunidad.
En el siglo XIX, los Estados fuertes pudieron adoptar un capitalismo nacional
moderno; los débiles, por su parte, fueron menos capaces de socorrer a los organismos
locales que, en consecuencia, se encontraban agobiados – o absorbidos – por los
actores externos. Desde 1930 hasta la década del 60, los Estados fuertes se fueron
haciendo cada vez más activos. En términos económicos, hubo una tendencia a
expandir el espectro de los precios – de factores, servicios, artículos y productos – que
serían “administrados” o “fijados” por el Estado. Estos rasgos no fueron exclusivos de
América Latina, pero sólo en las economías socialistas de Europa de Este y Asia el
sector estatal era más grande. En muchos países, la administración de las políticas
también se fue incrementado, ya sea por civiles o por regímenes militares. Hubo
partidos políticos (y uniones comerciales) del Estado y organizaciones políticas que se
comportaban como si fueran el Estado. La economía y la política se tornaron
estatalistas y nacionalistas: las fronteras entre lo público y lo privado se
desvanecieron. Aunque hubo excepciones, estas tendencias abarcaron casi todo un
continente. En sociedades más grandes y pluralistas, las tendencias se
institucionalizaron y se formalizaron. En el caso de América Central y el Caribe, los
regímenes cleptocráticos se personalizaron. El estatismo latinoamericano trajo
consigo la unión del gobierno con el sector privado; inicialmente, confinada a los
negocios nacionales privados, esta alianza subsecuentemente indujo las corporaciones
trasnacionales (CTN). En algunas repúblicas, el trabajo organizado también fue
incluido dentro de la unión, pero siempre como “socio asociado”. El balance del
poder entre el Estado y los hombres de negocios varió a lo largo del continente y se
fue transformando con el paso de tiempo. El sector privado tuvo mayor influencia en
Colombia y México, mientras que en Brasil el gobierno fue quien asumió el rol
directivo más fuerte, muy claramente en los setenta. Así, entre fines de los cuarenta y
fines de los sesenta, la industrialización fue el objetivo principal de las políticas
gubernamentales a lo largo de la región, incluso en las economías “pasivas” y
agrícolas de América Central. En los casos de Brasil, México y las repúblicas del
Cono Sur, la industrialización bien pudo haber sido puesta en marcha antes de que el
proceso se dignificara con el sello de aprobación que proveyó el cepalismo. Otros
países como Colombia y Cuba llegaron tardíamente y solo absorbieron la ideología de
los sesenta. Para la mayor parte de las economías, los rasgos más importantes del
periodo de “desarrollo estabilizador” (de muy rápido crecimiento) fueron las
ganancias en bienestar y la inflación. No obstante, la progresiva volatilidad en las
cuentas externas y fiscales, así como la creciente inflación, suscribieron la sacudida
hacia el neo-estructuralismo y el neoliberalismo de fines de los sesenta y principios de
los setenta. El desarrollo estabilizador fue percibido como el desestabilizador social
de la volatilidad macroeconómica. Las manifestaciones más obvias de esto fueron: el
terrorismo urbano en Argentina y Uruguay, el descontento rural en muchas regiones,
el miedo a una Guerra civil en Chile en 1973 y el conflicto en América Central
cuando los desacreditados gobiernos de la región se dieron cuenta de que era
imposible refrenar las protestas de los excluidos políticos. La petición emergente del
neoliberalismo posterior a mediados de los ochenta también fue asociada con la
violencia, particularmente la violencia económica desencadenada por la fallida
heterodoxia. La hiperinflación, incluso en mayor medida que el terrorismo
institucionalizado de las fuerzas armadas de los setenta, destruyó las alianzas que
habían conseguido el desarrollismo posterior a la Segunda Guerra Mundial y los
proyectos neo-desarrollistas. A fines de la década del ochenta, el ambiente
internacional también había cambiado; el aparente fin (o aminoramiento) de las crisis
de la deuda y el colapso del comunismo en Europa y África parecían validar el
sistema capitalista global. Ciertamente, la influencia de los “organismos de
Washington” se incrementó.
Los temas de la eficiencia y la competitividad internacional ahora dominan el debate
de las políticas: el nuevo marco ideológico se enfrenta a un estado pro-activo que está
siendo desplazado por un estado más amigable con el mercado que se caracteriza por
las “privatizaciones” y la despolitización en el diseño de las políticas sociales y
económicas. Desde 1930, el crecimiento ha beneficiado de manera desproporcionada
a las clases altas y medias y al trabajo organizado, el sector urbano y los interese de la
manufactura. ¿Será el neoliberalismo capaz de producir ganancias absolutas (si no es
que relativas) para un amplio espectro de la población? Los defensores del nuevo
modelo económico sostienen que la inflación es la causa principal de la pobreza y la
desigualdad. Si esto es así, sería lógico que la eliminación de la inflación ha impedido
que las condiciones se deterioren aún más. Auque cabe preguntarse: ¿cuándo
mejoraran las condiciones para las masas de población y por cuánto tiempo más el
electorado será paciente? – particularmente los más pobres, quienes han sido
agobiados por los regímenes neoliberales (o neo-populistas).– el crecimiento sin
igualdad forzará q que los regímenes consideren políticas sociales más pro-activas,
políticas que permitan que los pobres se reconecten con el mercado, tanto en lo
político como en lo económico. Esta reconexión es esencial para la legitimidad y la
institucionalidad de los Estados o, en pocas palabras, para sostener la economía
política actual.
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