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Rev. Casa de la Mujer ISSN 2215-2725. N°20 (2): 79-95, julio-diciembre 2011
AMOR ROMÁNTICO Y
DESIGUALDAD DE GÉNERO
Coral Herrera Gómez
Experta en Género y Comunicación Audiovisual
Universidad Carlos III
Madrid, España
Recibido en junio de 2011. Aceptado en enero de 2012.
Resumen
Abstract
Palabras clave: romanticismo, patriarcado,
utopía, realidad, filosofía, normalidad, teorías.
Keywords: romanticism, patriarchy, utopia, reality, philosophy, normal, theories.
El romanticismo patriarcal que impregna
las estructuras amorosas occidentales de la
actualidad es una construcción cultural creada
a través de los relatos y las teorías legitimadoras
que reifican un sistema amoroso basado en la
dualidad, la heterosexualidad, la monogamia y
el fin reproductivo. A lo largo de la historia, se ha
impuesto socialmente la idea de que la identidad
de las mujeres está basada en gran parte en la
capacidad femenina de amar a los hombres,
perpetuando su sujeción al poder patriarcal con
base en teorías que justifican y a la vez construyen
un ideal romántico que ha evolucionado hasta
convertirse, hoy en día, en una utopía emocional
colectiva y a la vez individualista, acorde con el
sistema capitalista y democrático.
The patriarchal romantic love that
permeates western structures is nowadays,
a cultural construction created through
the stories and theories legitimizing
that reify a system based on the duality
of love, heterosexuality, monogamy and
reproductive purpose. We will see how
throughout the history is socially imposed
the idea about women are only women if
they are able to love men, perpetuating the
subjection of women to patriarchal power.
This idea is based on theories that justified,
and build, a romantic ideal that has evolved
today, in a collective emotional utopia, yet
individualistic, according to the capitalist
and democratic system.
Sobre la Autora
Coral Herrera Gómez: española radicada en Costa Rica, Experta en Género y Comunicación Audiovisual.
Licenciada en Humanidades y Comunicación y Doctora en Humanidades por la Universidad
Carlos III de Madrid, con calificación CUM LAUDEN. Principales Áreas de Investigación: Teorías
de Género, Teoría de la Comunicación y Semiótica, Sociología, Estudios Culturales, Antropología,
Teoría del Espectáculo, Filosofía, Literatura, Historia, Historia del Arte, Estética, Psicología Social.
Docente de cursos especializados en centros de educación superior, ha dictado conferencias y
ponencias en foros, seminarios y congresos. Publicaciones: La Construcción Sociocultural de la
Realidad, del Género y del Amor Editorial Fundamentos, Madrid 2011; Hombres, mujeres y trans:
más allá de las etiquetas, Editorial Txalaparta, previsto para Febrero 2011. Correo electrónico:
koralherreragomez-mail@ yahoo.com
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Amor romántico y desigualdad de género
Desde épocas remotas las mujeres han estado marginadas de
una enorme cantidad de actividades y en consecuencia también
privadas de una enorme cantidad de fuentes diversas de satisfacción.
Reducidas al ámbito doméstico y a los vínculos inmediatos, el amor
y los afectos cargan con el enorme peso de brindar satisfacción por
todo de lo que han sido privadas. De esta manera, el amor de pareja
suele ocupar para una gran mayoría de mujeres el eje central de
satisfacción, llegando incluso a ser considerado por ellas mismas
como la fuente «natural» de satisfacción femenina.
La mitificación del amor romántico en nuestra cultura patriarcal
ha tenido muchas más consecuencias para las mujeres que para
los hombres, porque ha logrado, a través de los relatos, seducirnos
con la idea de que lograr el amor de un hombre es el único modo de
alcanzar la felicidad. Además, existe una fuerte presión social para
que las mujeres obtengan un compañero, resumido en el mandato
que equipara la feminidad con la capacidad de amar : “Una mujer
que al amor no se asoma no merece llamarse mujer”. Después, las
mujeres lo han interiorizado como una necesidad consustancial a su
género. Es decir, nos creemos que la feminidad consiste en ser capaz
de amar incondicionalmente, de autosacrificarse, de entregarse por
completo; la mayor parte de las protagonistas de relatos y leyendas
son mujeres llenas de ternura y devoción por su amado, mujeres que
esperan, mujeres que anhelan ser las elegidas por los héroes.
Desde la cultura se nos ofrecen modelos idealizados de lo que
debe de ser un hombre y una mujer, pero también se ha idealizado
el amor romántico burgués e individualista, mientras se han
marginado o invisibilizado otras formas de entender y de vivir el
amor. En cuestiones de sexo y sentimientos, el ejemplo de pareja
joven, monogámica, heterosexual y con afanes reproductivos es el
que se presenta como lo normal, y lo deseable.
Las historias de amor que inundan los diferentes soportes artísticos y
culturales están basadas en una polarización de los estereotipos y los roles
de género para vendernos la necesidad de encontrar a la media naranja, a la
persona que nos completa y que nos aporta aquello que no tenemos.
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Estoy convencida de que el amor romántico se ha edificado sobre
la idea de la necesidad, fundamentalmente para crear estructuras de
dependencia mutua ofrecidas a las masas como una utopía emocional
individualista. Como en cualquier área de la vida, la idealización
conlleva una frustración, tanto para las personas que se enamoran
y se emparejan como para los/as que no consiguen encontrar su
príncipe azul o princesa de cuento.
La necesidad de parejas heterosexuales que formen familias
“tradicionales” posee una explicación económica muy obvia. Primero,
porque separar a los seres humanos, en dos grupos opuestos que
dependan mutuamente el uno del otro, constreñir el erotismo a
grupos de dos, supone el triunfo de la represión sexual que según
teóricos como Freud es necesaria para que la sociedad funcione
correctamente y para que no estalle el caos. Segundo, propiciar la
sexualidad reproductiva frente a la sexualidad basada en el placer,
el intercambio, y la comunicación cuerpo a cuerpo tiene la ventaja
de crear grupos familiares homogéneos, plenamente adaptados
al orden social, que reproduzcan, generación tras generación, los
mismos esquemas de organización social.
El sistema social y político está basado en el dualismo
heterosexual: hombres y mujeres que sigan reproduciéndose,
produciendo y consumiendo. La pareja estable que trae nuevos/as
trabajadores al mundo ha de educar a sus vástagos para que sean
capaces de adaptarse a una realidad que han heredado sin que la
cuestionen. Para ello es necesario que asuman como algo normal
y natural la división sexual del trabajo, la desigualdad, los salarios,
los horarios de trabajo, el funcionamiento socio-político, legal y
económico de esa realidad.
¿Aman igual los hombres y las mujeres?
Sin duda, los ardores de la espera, el flechazo, la “cristalización”, los celos,
son sentimientos comunes a ambos sexos. Sin embargo, a lo largo de
la historia hombres y mujeres no han asignado al amor idéntico lugar,
no le han concedido ni la misma importancia ni la misma significación.
Lipovetsky (1999)
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La respuesta a esta pregunta en un contexto cultural patriarcal1
como el nuestro es, evidentemente, no. En este artículo quiero
profundizar en esa desigualdad de género que los relatos nos
transmiten a través de los estereotipos, los roles, y los modelos
idealizados de relación tato amorosa como sexual que nos proponen.
El pensamiento occidental se desarrolló sobre la clasificación de la
realidad en etiquetas binarias que sirven para discriminar (hombre/
mujer, blanco/negro, rico/pobre, etc.) y que sirven para construir,
a través de las dicotomías, modelos de sentimientos y relaciones
afectivas basadas en la supremacía de lo masculino frente a lo
femenino. Por eso, en esta construcción socio- afectiva la identidad de
género cumple un papel esencial, porque perpetúa la discriminación.
El poder femenino ha sido siempre representado a través de
las imágenes de mujeres monstruosas (las harpías, las gorgonas,
las brujas, Medusa, Lilith, las vampiresas, las sirenas…), todas ellas
mujeres libres, insaciables, voraces, fagocitadoras. Las mujeres malas
son aquellas que no se adaptan al canon de mujer buena, es decir,
aquellas que no respetan a Dios, que no asumen la ley patriarcal,
que disfrutan de su sexualidad con libertad, que no se someten a un
dueño. Estas imágenes negativas del imaginario colectivo patriacal
han sido utilizadas como la excusa perfecta para imponer el poder
masculino por la fuerza, bajo la idea de que las mujeres libres
ponen en peligro el orden social, la estabilidad familiar, la paz de
la comunidad. Un ejemplo de ello es la cantidad de hombres que se
han quejado sobre la subyugación masculina al poder de seducción
femenino: las féminas son tan bellas que hechizan a los hombres con
sus armas de mujer.
El deseo masculino convierte a los hombres en esclavos de
las mujeres, porque aunque puedan comprarlas, someterlas,
confinarlas en casa, vigilarlas y controlar sus vidas y su sexualidad,
1 Las definiciones acerca del patriarcado son innumerables; pero básicamente es una forma de organización
política, económica, religiosa y social basada en la ideología dicotómica del “nosotros/los otros”, es decir,
una forma de pensamiento que divide el mundo en dos esferas: una representa el bien, otra el mal, y por
eso clasifica la realidad en base a oposiciones: los poderosos y los sometidos, los fuertes y los débiles, los
ricos y los pobres, los hombres y las mujeres. Las sociedades no patriarcales son minoritarias en el planeta,
pero ello evidencia que no todas las comunidades se relacionan en estructuras jerárquicas en las que un
grupo minoritario domina al resto. Según mi punto de vista, el patriarcado es un sistema cultural basado
en el poder de unos pocos varones sobre el resto: hombres, mujeres, niños y niñas, animales, seres vivos
y recursos naturales. Desde la Antropología Cultural pensamos en los patriarcados, en plural, porque son
construcciones simbólicas y políticas que varían cultural e históricamente. 82
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es mucho más difícil, casi imposible, dominar sus sentimientos y
sus emociones más profundas. Quizás por eso podemos afirmar que
el amor ha sido también el último reducto de la libertad femenina
en las culturas patriarcales, sencillamente porque son muchos los
hombres acostumbrados a dominar que se sienten impotentes a la
hora de “obligar” a una mujer a enamorarse de ellos. Son muchas
las féminas que se han rebelado, por ejemplo, a los matrimonios
concertados entre sus padres y sus maridos; desde el siglo XIX,
debido a la expansión del romanticismo, las muchachas burguesas
anhelaron unirse en matrimonio a sus amados, reivindicaron la
libertad de elección, y muchas lo lograron, aún desafiando la ley del
pater. Muestra de ello son la Julieta de Shakespeare o la Melibea de
La Celestina de Rojas, que prefieren la muerte al matrimonio forzado.
También podemos ver historias de amantes que se rebelan en los
cantes de flamenco o en la literatura árabe o china, donde siempre se
narran tragedias románticas de este tipo.
Otro argumento que se esgrime a favor del amor como
transgresión es la cantidad de productos culturales en los que los
hombres expresan la impotencia que sienten cuando tratan de
convencer a una mujer para que les corresponda sin éxito alguno. Por
ejemplo, los boleros, tangos y canciones de pop interpretadas por los
hombres, en las que suplican a la amada que vuelva, se quejan por
la indefensión que sienten al enamorarse o el dolor que el rechazo
femenino les provoca, si bien es cierto que existe una violencia
intrínseca en muchas de estas canciones. Es decir, los reproches de
amor más que lamentos, son condenas a las mujeres por su libertad,
por su negativa a someterse al poder del macho que las reclama.
Y es que en muchas de esas canciones y otros productos culturales,
los hombres distinguen entre las mujeres buenas, aptas para ser esposas,
y las malas; esas de las que se enamoran pero a las que nunca otorgan
el derecho al trono. Son mujeres destinadas a ser las amantes o las
segundas, y en casi todas las producciones culturales, existe una doble
moral que concede al hombre todos los privilegios sexuales y afectivos.
Según esta doble moral, los hombres necesitan la fidelidad femenina
para mantener su estabilidad afectiva y psicológica, pero necesitan
también variedad sexual con muchachas jóvenes y atractivas.
El hecho de que los hombres necesiten criadas que cumplan
también sus deberes afectivos y sexuales, junto con el hecho de que
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hayan logrado la subordinación femenina, hace necesario analizar la
dependencia emocional de las mujeres y el plus de cariño y cuidados
que reciben los hombres simplemente por ser hombres. A las mujeres
se las educa, en la cultura patriarcal, para que el centro de su vida
sea el amor, para que críen nuevos hombres, pequeños reyes que
gobernarán en su propio reino familiar. A los hombres, en cambio,
se les presentan modelos activos, héroes con grandes misiones cuyo
trofeo final será una mujer, que es un premio a su valentía, nunca una
meta a alcanzar.
En todas las culturas patriarcales, los varones son más valorados,
a los niños se les quiere, reciben los mejores alimentos y no son
asesinados o abandonados por el género al que se les adscribe al
nacer, como ocurre con las niñas de la India, China y multitud de
sociedades patriarcales. Los varones son, en este sentido, dignos de
respeto y admiración solo por el género al que pertenecen, como si
constituyesen una clase social privilegiada.
Anna Jonásdóttir (1993) denuncia que el orden patriarcal
continua ejerciendo un enorme poder en las vidas de las personas y
cita uno de los lemas de la Sociedad Federica Bremer: “La dominación
masculina ahora se sostiene de forma voluntaria”. Jonásdóttir afirma
que en los países desarrollados, donde la revolución feminista está
logrando grandes avances en la lucha por la igualdad, la explotación
patriarcal de las mujeres ya no se impone por la fuerza, sino que se
reproduce por sí sola, con o sin la voluntad de las propias mujeres.
Y una de las claves para esta sujeción “voluntaria” es la dependencia
emocional femenina, provocada, entre otros muchos factores, por
la presión social que se ejerce sobre la soltería femenina, y la idea
comúnmente aceptada de que una mujer sola no vale nada y que
promueve la obsesión de muchas mujeres por tener a su lado un
varón, pese a que el precio porpagar sea demasiado alto. Por eso
creo que el poder patriarcal sigue ejerciendo una gran influencia
en las vidas cotidianas de las personas, sobre todo a través de sus
relaciones sexuales, emocionales y sentimentales.
La dependencia emocional femenina es un mecanismo del
patriarcado para reforzar la sujeción económica y política, en el
nivel de las emociones y los sentimientos. El patriarcado determina
enormemente las relaciones entre las mujeres y entre mujeres y
hombres. En este sentido, el amor romántico es el último reducto en
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el que el poder patriarcal se sigue ejerciendo, según Anna Jonásdóttir2
(1993), que afirma que las actividades en torno a las que gira la lucha
sexual no son el trabajo ni los productos del trabajo, sino el amor
humano — cuidados y éxtasis— y los productos de estas actividades:
nosotros mismos, mujeres y hombres vivos, con todas nuestras
necesidades y nuestros potenciales. Para la autora, el núcleo de
dominación masculina yace en el seno de la relación sexual,
no solo en las relaciones íntimas de pareja en el matrimonio o la
cohabitación, sino también a un similar intercambio desigual de
cuidados y placer que tiene lugar entre hombres y mujeres en otros
contextos: en el trabajo, dentro de la política, etc” Según este punto
de vista, los hombres se apropian de la fuerza vital y la capacidad
de las mujeres mucho más de la que aportan ellos: «Si el capital es
la acumulación de trabajo alienado, la autoridad masculina es la
acumulación de amor alienado.
El autosacrificio femenino es definido por Jonásdóttir como la clave
de la dominación masculina y la norma social que logra que la gente
olvide sus propios derechos e intereses. Un ejemplo de ello, según Anna
Jonásdóttir (1993), es el hecho de que las amas de casa se hagan cargo
de una parte “desproporcionada de tareas serviles y desagradables para
que los demás miembros de la familia no tengan que hacerlo y disfruten
de más tiempo para dedicarlo a otras actividades”.
Gilles Lipovetsky (1999) también afirma que la cultura amorosa se ha
construido basándose en la disimilitud de los roles masculinos y femeninos:
En materia de seducción, corresponde al hombre tomar la iniciativa,
hacer la corte a la dama, vencer sus resistencias. A la mujer,
dejarse adorar, fomentar la espera del pretendiente, concederle
eventualmente sus favores. En cuanto a la moral sexual, se despliega
según un doble estándar social: indulgencia con las calaveradas
masculinas, severidad en lo tocante a la libertad de las mujeres. Si
bien exalta la igualdad y la libertad de los amantes, no por ello el amor
deja de ser un dispositivo que se ha edificado socialmente a partir de
la desigualdad estructural entre el lugar de los hombres y las mujeres.
2 La explotación de sexo/género es la apropiación de ciertos poderes o capacidades humanas/naturales
que son indispensables para las personas: “Lo que los hombres controlan y explotan en este modo de
producción no es el trabajo de las mujeres, sino el amor de las mujeres y el poder de vida resultante de él”.
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Por esto autores como Byron afirmaban que el amor, conjugado
en masculino, no constituye sino una ocupación entre otras,
mientras que colma la existencia femenina. Y Stendhal, al hablar de
los pensamientos femeninos, añade: “Los diecinueve veintésimos de
sus ensoñaciones habituales son relativos al amor”
Para Nietzsche el amor significa dos cosas diferentes para el
hombre y para la mujer. En ella, el amor es renuncia, fin incondicional,
“entrega total en cuerpo y alma”. No ocurre lo mismo con el hombre,
que quiere poseer a la mujer, tomarla, a fin de enriquecerse y
acrecentar su potencia de existir: “La mujer se da, el hombre se
aumenta con ella”.
Autores como Georges Duby entienden que esta sobrevaloración
femenina del amor se explica porque implica, por parte de las
mujeres, poder ejercer cierto dominio sobre los hombres. Desde esta
perspectiva, mi opinión es que el amor romántico es un instrumento de
control social sobre las mujeres, principalmente porque se nos inocula
la idea de que somos incompletas e incapaces de ser autónomas,
porque existe una media naranja hecha a nuestra medida, porque
solo amando somos seres completos. Además, en todos los cuentos
se nos enseña desde pequeñas que algún día vendrá un hombre a
salvarnos, para mantenernos de por vida y que no tengamos que
sufrir más penalidades, como es el caso de todas las princesas, que
llevan una vida aburrida (La Bella Durmiente) o llena de penalidades
(Blancanieves, harta de cocinar y limpiar para los enanitos), y que
son elegidas por el príncipe azul para vivir en su palacio con todas las
necesidades cubiertas.
El amor romántico está basado en el individualismo, ya que de
hecho la herencia romántica del XIX provino de la clase media, y
en este sentido afirmo que es egoísta porque logra que hombres y
mujeres focalicen su erotismo, afecto, sexualidad y atención en una
sola persona. El romanticismo no cree en el amor colectivo, nunca
cultivó el ansia de luchar contra las injusticias del mundo, ni en pro
de la igualdad de clases o de género. Los románticos quieren escapar,
buscan mundos de ficción para evadirse, paisajes románticos y figuras
idealizadas a las que amar. De esta ideología escapista surge esta
utopía emocional basada en el dúo, en las soluciones individuales, en la
felicidad restringida a un nido de cuatro paredes. Creo que esta utopía
que se expande por el planeta gracias a la globalización, refuerza la
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disolución de las redes de solidaridad y ayuda mutua, promueve el
que la gente se encierre en sus hogares y se vacíen las calles. Esto es
especialmente visible en las ciudades, donde cunde el anonimato y el
individualismo encierra a las personas en equipos de dos integrantes
pero nunca iguales, sino supuestamente en complemento y jerarquía,
cuya dicha máxima es consumir y consumir, y emular a las grandes
películas de Hollywood donde se nos vende la idea de que amor y
prosperidad económica van dadas de la mano.
Y, sin embargo, el amor no nos salva de la pobreza, aunque nos
cuenten el mito de la Cenicienta en diversos formatos, repetidamente,
año tras año. El cuentito ha logrado que sean muchas las generaciones
de mujeres que creen en el matrimonio por amor como tabla de
salvación de una realidad que no les gusta, tal y como le sucedía a
Cenicienta antes de ser rescatada por su príncipe azul.
Y es que el cuento es creíble porque muchas mujeres han logrado
una buena posición social cuando han sido amadas por hombres
poderosos, dado que el poder político, social y económico les estaba
vedado. Es decir, a través del matrimonio han logrado acceder a
espacios públicos y status económicos superiores al suyo y, por ello,
siempre se nos cuentan relatos en los que las muchachas pobres salen
de la miseria cuando logran enamorar a jóvenes ricos y apuestos;
esta es la base narrativa de muchas de las telenovelas actuales.
Hasta después de la Segunda Guerra Mundial, la única salida
profesional posible para las mujeres ha sido entonces el matrimonio,
a través del cual han tenido acceso al mundo público. En este
sentido, Enrique Gil Calvo (2000) entiende que las bodas son ritos
emancipadores para las mujeres en el caso de la hipergamia:
Toda mujer tiende a identificar el ritual amoroso con la posibilidad
objetiva que se le presenta de lograr su propio ascenso social
gratuito, sin recíproca responsabilidad alguna de su parte. Es la
magia del amor. De ahí que para la mitología femenina, la boda
sea el ritual que representa simbólicamente las oportunidades
de éxito social, y eso aún hoy.
Simone de Beauvoir (1949) puso el acento en el hecho de que a
las mujeres burguesas se las educa en la cultura patriarcal para que
sientan que su destino es el amor. Como ellas no pueden moverse
por sí mismas, ni trabajar, ni tomar decisiones, ni tomar el control
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de sus vidas, la manera en que aumentan su reconocimiento social
es adquirir el estatus de casadas, de mujeres susceptibles de ser
amadas y mantenidas.
En cambio, la cultura masculina presta al ritual amoroso una
atención muy reducida, porque el amor se considera «cosa de
mujeres». Los varones, según Gil Calvo (2000), centran sus esfuerzos
rituales en la lucha por el poder político y social, el lugar clave para
el ascenso y el éxito social.
Enrique Gil Calvo ilustra esta disparidad de roles y expectativas
analizando el fenómeno de la puerilización de las mujeres, su
humillación ritual en público:
Fingiéndose menores de lo que son, a la espera de que las escojan
como dignas merecedoras del privilegio de ascender. Es un rito de
inversión del estatus que espera cumplir el doble objetivo de conservar
el estatus y apuntar a un estatus más alto. [...] Una emancipación
ascendente obtenida a ese precio es un regalo envenenado que
podría no merecer la pena: sobre todo por la sujeción, pues se funda
en la imagen de la minoría de edad de la mujer.
La pareja canónica sigue siendo la relación entre el mayor y la
menor; según Enrique Gil Calvo es así como se naturaliza y justifica
el complejo de supremacía masculina: “Con esta minoría de edad
relativa se refuerzan todas las demás desigualdades sociales, laborales
y profesionales que suelen subordinar a las mujeres, sometiéndolas
al mayor poder político y económico de sus compañeros masculinos”
La repartición jerárquica de roles (maestro/alumno, jefe/
subalterno) se adopta con facilidad porque son roles de género, es
decir, construcciones culturales que sitúan con más facilidad a los
hombres es una posición de superioridad, aunque posean menos
habilidades y capacidades que sus compañeras. Cuando se invierten
los roles (la mujer es poderosa y el hombre se siente esclavizado por
amor), el hombre experimenta la sensación de perder sus atributos
esenciales: autocontrol, disciplina, racionalidad, orden, fuerza y poder.
Por eso muchas mujeres bellas o excesivamente poderosas debido a su
inteligencia, su profesión o su brillantez personal a veces se encuentran
con dificultad para ser elegidas por los hombres como futuras esposas.
Los hombres se sienten más seguros con mujeres menores
porque es más fácil tener influencia sobre ellas, tener cosas que
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enseñarles, obtener su admiración y respeto. Es cierto que las mujeres
inteligentes son más divertidas y es posible tener con ellas relaciones
de compañerismo, pero en general a los hombres, educados para
ser competitivos y exitosos, les cuesta relacionarse en igualdad de
condiciones con el medioambiente, con los animales y seres vivos, y
con hombres y mujeres. Es decir, establece con la tierra, los recursos y
la gente relaciones de explotación, casi siempre de modo jerárquico.
Y el género ha sido un factor fundamental en ese establecimiento
de la jerarquía, por eso las mujeres hemos sido tratadas como las
otras, las grandes desconocidas cuyos comportamientos a menudo
han resultado inexplicables a los hombres.
El confinamiento femenino, en la mayor parte de las culturas, al
ámbito doméstico ha dificultado que hombres y mujeres se conozcan,
se comprendan, compartan y se traten de un modo igualitario. Ante
el miedo a lo desconocido, el hombre ha rebajado a la mujer a la
categoría de inferior, y por tanto, se ha relacionado con ella siempre
desde una posición de poder. La dominación masculina convirtió a la
mujer en un bien del mismo modo que los y las esclavas eran bienes
intercambiables a través del comercio; su función ha sido siempre,
desde la instauración de la propiedad privada, la de traer herederos al
mundo, aportar dotes matrimoniales y servir de criada del hogar. De ahí
la importancia económica, social y sentimental que tienen las mujeres
para los hombres, que aúnan en una sola persona todas las capacidades
necesarias para sobrevivir en la vida cotidiana y como especie.
Prueba de la importancia social de las mujeres-esposas es que
cuando desaparecen (por abandono, enfermedad, muerte o divorcio),
los hombres tradicionales se derrumban porque desconocen
toda la magia doméstica que las madres patriarcales transmiten a
sus hijas pero no a sus hijos. Probablemente no solo a causa de la
infravalorización de estas tareas a nivel simbólico, sino también
porque de algún modo ese conocimiento sobre multitud de tareas
cotidianas ha otorgado poder a las mujeres sobre los hombres.
Las madres patriarcales han criado hombres que no pueden ser
autónomos a no ser que sean ricos y puedan pagar criadas; han
educado hombres inútiles y dependientes en los aspectos más
básicos de la vida (nutrición, higiene, educación, apoyo psicológico y
afectivo, limpieza, etc.) que necesitan obligatoriamente a las mujeres
para el día a día.
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De este modo, el patriarcado se sustenta sobre un “hacer como si” las
mujeres son inferiores cuando la realidad es que los hombres dependen
de ellas en su día a día. En el seno de esta performance, el papel de las
mujeres es “hacer como si” asumiesen esa inferioridad. Esto explica
que muchas traten de apaciguar los miedos masculinos intentando no
destacar demasiado en los grupos y no parecer demasiado brillantes
para poder relacionarse con hombres. Es una forma de empequeñecerse
para que el otro se sienta superior, y por tanto, crea tener el control de la
situación con alguien que les admira sin cuestionarlos.
Muchas mujeres encuentran por ejemplo que ocupar altos cargos
políticos o económicos, o vender millones de discos, es anti erótico
para los hombres. Por todo ello, a veces las mujeres se infantilizan
para ligar y ser amadas por el hombre patriarcal, y esa sumisión
llega a ser real en sus consecuencias en la vida cotidiana: muchas
dejan su carrera profesional para ser amas de casa, o realizan más
renuncias en su área laboral que sus compañeros, lo que perjudica
su posibilidad de ocupar puestos de mayor responsabilidad.
Aún hoy en día, muchas dejan los estudios, las profesiones, e
invierten en la carrera del amor. Según Gil Calvo (1997), el riesgo
que conlleva la puerilidad femenina:
es asumir una predisposición permanente hacia la irresponsabilidad.
El estilo ritual expresivo de la minoría de edad se caracteriza por
ceder a los demás el protagonismo y la capacidad de decisión, pues
no es propio de menores tomar la palabra, elevar la voz ni asumir
iniciativas por propia elección. Y esta presunta impotencia que se
atribuye a los menores es utilizada como gran coartada eximiente,
que disculpa el refugio en la pasividad. De ahí la propensión a evadirse
y protegerse tras un padre-marido.
Los estudios sociológicos revelan que la verdadera emancipación
de las mujeres no se produce al enamorarse y emparejarse, sino
después, cuando se separan o enviudan, porque toman conciencia
de su poder real. Los datos avalan las tesis sobre el empoderamiento
femenino de Helen Fisher (2000), ya que las mujeres más mayores
pertenecientes al Estado del Bienestar están situándose como una de
las fuerzas sociales más poderosas en Occidente, pues tienen salud,
energía, poder adquisitivo, experiencia en la vida, y redes sociales
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que les reportan gran satisfacción. Estas mujeres no necesitan ya
hombres, de modo que se relacionan con ellos de un modo más libre
e igualitario, muchas veces bajo la fórmula de «tú en tu casa y yo
en la mía» (especialmente si pueden permitírselo económicamente).
Porque, una vez alcanzada la autonomía, las mujeres menopáusicas
no quieren renunciar a ella por la llegada del amor.
El Romanticismo Patriarcal
Sin embargo, el romanticismo tiene una doble dimensión.
Porque si por un lado perpetúa la dependencia mutua y la falta de
autonomía y libertad personal de hombres y mujeres, por otro es
una herramienta de subversión a la ley del pater que muchas mujeres
han utilizado para conquistar su libertad.
En las sociedades en las que no existe libertad para amar ni
para relacionarse sexualmente, los relatos amorosos son trágicos,
estremecedores, llenos de intensidad, plagados de nuncas y
parasiempres. El obstáculo exacerba las pasiones; en el caso por
ejemplo del mundo islámico o la etnia gitana, los amores narrativos
siempre se dan con el trasfondo de una prohibición. Son amores
transgresores que atentan contra el honor de esposas, maridos y
padres guardianes que comercian con sus hijas.
Cuando van a entregárselas a alguna familia para que se case con
un miembro de la misma, surge un tercero en discordia: un hombre
que ama a una mujer a la que no tiene derecho. Es el caso de Romeo y
Julieta, de Tristán e Isolda, de Calisto y Melibea. Suele ser un hombre
enemigo de la familia o un hombre de otra clase social, otro país, otra
raza, otra religión...
Ante la prohibición de su amor, los amantes se ven impulsados
irremediablemente hacia la transgresión. Pero esta impotencia de la
razón ante el corazón, esta claudicación ante el amor como fuerza
contra la que nada se puede hacer, es precisamente lo que legitima la
transgresión. Las niñas dulces o las esposas fieles cometen adulterio
porque se ven atrapadas en las redes del hechizo mágico del amor. El
amor se presenta así como algo ajeno a la voluntad; es una infección de
la que te contagias y no puedes deshacerte; es como una enfermedad
que invade tu cuerpo y tu raciocinio, y que modifica las acciones y
los comportamientos humanos. En este tipo de narraciones el amor
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es subversivo porque justifica la liberación de la mujer del orden
patriarcal que la mantiene sujeta. Durante siglos, Familia e Iglesia
han invadido el cuerpo femenino, normativizándolo y encerrándolo;
amar entonces la convierte en un ser libre.
El amor ha liberado y esclavizado a la mujer según las épocas y
las narraciones, pero lo mismo sucede con los hombres. En la época
del amor cortés, los hombres eran vasallos de sus damas, y a ellas se
encomendaban como siervos. Es una época que ensalzó la figura de la
mujer, del mismo modo que el Romanticismo siete siglos después, en
el que los hombres se suicidaban por amor. Para Octavio Paz (1993),
el engrandecimiento de la figura femenina es común a las culturas
amorosas porque el amor requiere que las dos personas se sitúen en un
plano de igualdad. Es decir, el amor se da siempre en personas que se
admiran y se respetan mutuamente, no en situaciones de subordinación.
Sin embargo, paralelamente a esta dimensión liberadora, también
es necesario analizar cómo el amor ha contribuido a la dominación
masculina sobre las mujeres en nuestra cultura patriarcal. Todos
los escritos que poseemos del pasado acerca del amor (excepto la
poetisa Safo, algunas escritoras y filósofas medievales, y las escritoras
románticas del siglo XIX) fueron llevados a cabo por hombres; los más
famosos poetas, los novelistas de éxito, los trovadores medievales
que cantaban al amor, los contadores de historias, e incluso las obras
de teatro más importantes, fueron firmados por hombres.
Ellos fueron, hasta el siglo XIX, los verdaderos protagonistas y
creadores del amor; las mujeres mientras eran el objeto de su amor,
de sus alabanzas y su admiración. También eran objeto de sus iras,
dolores, y frustraciones, lo que sin duda ha determinado no solo un
tipo de ideología amorosa (de tipo patriarcal), sino que también la
literatura, y todas las artes y expresiones culturales, se han visto
afectadas por la visión masculina de las mujeres y el amor.
Casi todos los escritores han condenado a las mujeres libres;
quizás para reflejar las constricciones social y culturales de la época, y
denunciarlas, o bien para consolidar la doble moral patriarcal. La mayor
parte de los relatos de transgresiones femeninas atacan la ley del pater y
la primacía del mundo masculino, y también la mayor parte acaban en
tragedia (muerte, suicidio, ostracismo y exclusión social, destino trágico...).
La ley patriarcal castiga a las mujeres que pretenden romper las
normas morales y sexuales de su sociedad; sin embargo, cuanto más
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oprimida está la mujer en su cultura, más se exacerba la fantasía romántica
o pasional en el imaginario colectivo. Cierto que sirve como vía de escape
a la realidad de la vida cotidiana (los matrimonios de conveniencia, los
matrimonios aburridos) pero las consecuencias de llevar esa estructura
sentimental a la realidad son terribles para las mujeres, que sin embargo
siguen jugándose la vida para poder llevarlas a cabo.
Creo que esta dimensión dual y contradictoria del amor (como
arma de control social y como fenómeno transgresor y subversivo)
corresponde a la diferencia entre el amor institucionalizado, cuyo fin sería
el matrimonio, y el amor en su dimensión emocional, subjetiva, personal.
Cuando los sentimientos no están organizados o heterodirigidos política,
económica y socialmente, resultan entonces amenazantes para el orden
establecido, y por ello, potencialmente revolucionarios.
La eterna lucha entre el individuo y la sociedad a la que pertenece
se revela aquí en toda su intensidad: por un lado están las normas
amorosas y los contratos entre familias, y por otro lado el deseo y las
emociones. Por eso nuestro mundo no acaba nunca de estar cerrado
y quizás por eso el poder teme tanto la incontingencia, que es lo
contrario de la norma, la ley, y el orden.
¿Es posible el amor igualitario? Conclusiones
El amor entre hombres y mujeres no podrá ser igualitario
mientras la estructura patriarcal siga jerarquizando a los grupos
humanos. Las relaciones amorosas podrían construirse desde la
libertad, no desde la necesidad, si ser mujer no fuera un motivo de
discriminación. Para ello las instituciones (Estado, Iglesia, poder
judicial, etc.) deberían de dejar de legislar sobre el cuerpo y la
sexualidad femenina; habría que eliminar las empresas de tráfico de
mujeres, asegurar su autonomía económica, su acceso a la educación,
la cultura y la salud, permitir la igualdad de oportunidades, la
libertad de movimientos, la solidaridad de género. Mientras los
hombres sigan copando los cargos políticos y empresariales más
altos, y mientras sigan teniendo salarios más elevados y menor
dificultad que nosotras para conciliar vida familiar y vida laboral, las
relaciones seguirán siendo dependientes y plagadas de conflictos.
El amor romántico, entonces, revela así su dimensión política y
económica, pues es una utopía posmoderna que nos seduce para que
adquiramos modos de ser hombres, modos de ser mujeres y modelos
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prefabricados de relacionarnos entre nosotros. El poder del patriarcado
en el terreno emocional perpetúa la dependencia mutua entre hombres
y mujeres, pero también el modo de organizarnos social, económica,
política y afectivamente, porque permite que todo siga como está, y
porque impide los cambios y avances en la lucha por la igualdad.
Por eso, creo que es fundamental fomentar la diversidad sexual,
y aprender a relacionarnos desde la igualdad, el respeto, la libertad.
Por eso la propuesta es organizarnos de otra manera, creando
redes de cooperación, solidaridad y afecto que nos permitan tener
relaciones sexuales y afectivas alejadas de la estructura lógica del
amo y el esclavo. Creo que además, hay que luchar contra la rivalidad
femenina que promueve la cultura machista, contra las relaciones
competitivas de las mujeres en torno a los hombres, y además se
hace necesario romper con la tiranía de la heterosexualidad para
que las mujeres podamos establecer entre nosotras relaciones de
amor y de cariño.
También creo importante incluir a los hombres en esta lucha
por la igualdad; son muchos los grupos de hombres antipatriarcales
que están apoyando las luchas feministas y que están cuestionando
la virilidad hegemónica, y los modelos masculinos tradicionales,
porque desean liberarse también. Juntos y juntas podremos eliminar
las jerarquías de género, romper con los estereotipos y los roles
tradicionales, proponer otros modelos amorosos, otras formas más
abiertas y sanas de amar, sin luchas de poder.
Es fundamental, creo, para acabar con el individualismo que
confina a la gente a parejas de dos en dos, para eliminar la violencia
y la crueldad contra las mujeres, para construir un mundo más
pacífico, solidario e igualitario.
Bibliografía
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