HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Apuntes de
Rosario Miranda
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2º de Bachillerato
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Índice
-El nacimiento de la filosofía…………………………………….pag.4
-La filosofía en la democracia ateniense………………………...pag.10
-Platón……………………………………………………………..pag.20
-Aristóteles………………………………………………………...pag.36
-La filosofía en la época helenística……………………………...pag.57
-La filosofía en la Edad Media…………………………………..pag.61
-La revolución científica………………………………………….pag.67
-La epistemología moderna: Descartes y Hume………………...pag.75
-Kant………………………………………………………………pag.86
-Marx……………………………………………………………....pag.108
-Nietzsche………………………………………………………….pag.122
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El nacimiento de la filosofía
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EL NACIMIENTO DE LA FILOSOFÍA
-La explicación mítica y la explicación racional del mundo
-Los filósofos de Mileto
-Pitágoras
-Heráclito y Parménides
-Los pluralistas
La explicación mítica y la explicación racional del mundo
La filosofía, de la que después nació la ciencia, es el conocimiento racional de la realidad, la
explicación de la realidad mediante la razón. Es una forma de pensamiento que surgió en
distintas partes del mundo, una evolución del espíritu humano que en Occidente se produjo en
Grecia en el siglo VI a. C. Antes los griegos y el resto de los hombres también se explicaban
la realidad, la comprendían e interpretaban, pero lo hacían mediante mitos. El pensamiento
mítico fue el despuntar del espíritu humano y se había desarrollado mucho tiempo antes en
todas las culturas de la Tierra.
Los mitos explican la realidad mediante la imaginación, que concibe seres
trascendentes o sobrenaturales y superiores a los hombres en poder, los dioses, e inventa
historias acerca de ellos y de sus relaciones con la naturaleza y con los hombres. Los mitos
atribuyen a los dioses el origen y el funcionamiento de todo cuanto existe; son relatos que
explican lo que ocurre la naturaleza y en la vida de los hombres mediante la acción e
intervención de los dioses. La realidad existe porque los dioses la han producido y todo cuanto
sucede está provocado por la voluntad divina. Los mitos cuentan cómo las cosas de la
naturaleza y las costumbres de los hombres fueron generadas por los dioses y se mantienen
porque los dioses quieren; los dioses actúan continuamente en el mundo y deciden que los
fenómenos de la naturaleza y las vidas de los hombres sean como son.
Estos relatos míticos de hazañas y andanzas de los dioses surgieron en culturas sin
escritura, donde la memoria estaba muy desarrollada, y se transmitían oralmente de
generación en generación. Cuando se inventó el alfabeto los mitos se escribieron, y son el
contenido de las primeras obras literarias de la humanidad. En Grecia esas obras son la poesía
épica Hesíodo y sobre todo de Homero, que se compusieron en el siglo IX a. C.
Homero era considerado el educador de la Hélade, que es el nombre que recibía Grecia
como comunidad cultural, y no está claro si hubo un poeta llamado Homero o fueron varios
los que llevaron al papiro los mitos que llevaban generaciones contándose. Lo cierto es que,
aunque escritos desde esa fecha, la cultura seguía siendo todavía oral, y había recitadores de
Homero llamados aedos, que en celebraciones y festividades públicas o privadas contaban las
hazañas de los dioses y los héroes. Homero era considerado el educador de la Hélade porque
los mitos, que todo el mundo conocía y que los niños aprendían de memoria, proporcionaban
un modelo de vida y transmitían unos valores; los griegos querían ser como los dioses y los
héroes protagonistas de los mitos, y extraían de ellos un ejemplo para vivir.
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En el siglo VI a. C. algunos hombres empezaron a explicarse la realidad de otra
manera, desarrollaron otra mentalidad según la cual todo cuanto existe procede de la
naturaleza y no de los dioses. Las cosas son lo que son y funcionan como lo hacen porque la
naturaleza es así; la naturaleza existe por sí misma y obedece a leyes internas y no a la
intervención divina, y la forma en que viven los hombres responde a la voluntad humana y no
a la de los dioses. El funcionamiento de la naturaleza puede conocerse observando los
fenómenos naturales y razonando sobre ellos, y es usando la razón y no imitando a los dioses
como los hombres abordan su vida y su bien a nivel individual y colectivo. De este modo la
razón proporciona un saber nuevo acerca de la realidad, muta el pensamiento mítico en
pensamiento racional y desarrolla una nueva interpretación de las cosas que recibe el nombre
de filosofía, cuyo significado es “amor a la sabiduría”.
Este cambio de mentalidad, como todos, no fue brusco ni instantáneo, tardó siglos en
convertirse en sentido común y no eliminó la explicación de la realidad a través de los dioses,
que coexistió y coexiste hasta nuestros días con el pensamiento racional, si bien éste se ha
convertido en la interpretación oficial de la realidad y es lo que se enseña y se transmite de
generación en generación. Los mitos siguen vivos en las religiones, son creencias que se
adquieren por la fe, pero es de todos admitido que el conocimiento adecuado de las cosas
procede de la razón y no de la imaginación mítica.
Los filósofos de Mileto
El pensamiento racional en Occidente nació en entre los siglos VII y VI a. C. en
Mileto, una ciudad floreciente de Jonia durante una época de paz en la que se desarrolló
mucho el comercio con ciudades portuarias griegas y egipcias del Mediterráneo. En sus
movimientos y relaciones comerciales los hombres no intercambiaban solo mercancías sino
además creencias, costumbres y tradiciones; hablaban de sus dioses y de su forma de vida y
no solo de los productos que compraban y vendían, y como esos hombres pertenecían a
civilizaciones diferentes como la egipcia y la griega, comprendieron en sus conversaciones
que sus creencias y costumbres no eran únicas ni exclusivas que y las relativizaron. Este
mestizaje cultural favoreció la emergencia de un pensamiento profano, de una interpretación
de la realidad ajena a los dioses.
Los primeros filósofos griegos, Tales, Anaximandro y Anaxímenes, eran de Mileto;
concibieron la naturaleza como matriz de todo lo que existe y afirmaron que la naturaleza
existe por sí misma. De la naturaleza, no de los dioses, procede todo cuanto ocurre en la
realidad.
Según Tales el origen de todas las cosas es el agua, que, a diferencia de Poseidón y del
resto de los dioses en que hasta entonces se ubicaba el origen del mundo, es un elemento
natural, un elemento empírico, observable, visible, un elemento de la experiencia. Esta idea
estaba arraigada en las mitologías egipcias y mesopotámicas, civilizaciones agrícolas
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desarrolladas en torno a grandes ríos, de cuyas crecidas o sequías dependía la economía y la
vida social. En ellas los dioses de las aguas eran el principio de todas las cosas, pero Tales
prescindió de los dioses y afirmó que del agua, un elemento natural, procede todo cuanto hay.
Según Anaximandro el origen de la naturaleza no puede ser un elemento concreto,
determinado; el agua engendra agua pero no puede producir el resto de los elementos, por lo
que el origen de todo no puede ser este elemento o este otro, sino algo no determinado a partir
de lo cual surjan las cosas concretas que observamos. Por eso Anaximandro dice que el origen
de todo es “lo indeterminado”, que en griego se dice ápeiron.
Este filósofo no se limita a decir de dónde procede todo sino además se pregunta cómo
se produce lo que existe a partir de ese origen. Y su respuesta, que tiene todavía el halo
imaginativo de los mitos, es la siguiente: Lo indeterminado choca con un torbellino llamado
diné, y de este choque surgen parejas de opuestos como lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo
seco; las relaciones entre estos opuestos es la guerra y el desorden porque uno invade el
terreno del otro; pero el tiempo hace justicia, pone cada cosa en su sitio y produce equilibrio
en la naturaleza, y de este modo se suceden ordenadamente los fenómenos que observamos,
por ejemplo las estaciones. Anaximandro interpreta la naturaleza con conceptos extraídos del
mundo humano -la guerra, la justicia, el tiempo, el desorden, el equilibrio-, algo que la ciencia
continúa haciendo hasta la actualidad, ya que la ciencia busca conocer las leyes de la
naturaleza y el concepto mismo de ley procede de la práctica social de los hombres.
Anaximandro dijo además que hay infinitos mundos, siendo el primero que usa el
concepto de infinitud, de gran importancia a partir del Renacimiento en la conciencia que los
hombres tienen de sí mismos y luego en las matemáticas. Dijo también que todos los animales
y el hombre proceden del pez, idea que encontramos en la teoría evolucionista de Darwin,
para quien las especies evolucionan unas a partir de otras desde la primera forma de vida que
surgió en el agua.
Anaxímenes conviene con Tales en que el origen de la naturaleza tiene que ser un
elemento material, y con Anaximandro en que ese elemento tiene que ser indeterminado. Y
cree que el aire cumple ambos requisitos, pues es invisible, imperceptible, pero empírico,
natural. Todo lo que existe, en el macrocosmos o naturaleza y en el microcosmos u hombre
está hecho de aire. Las cosas se diferencian entre sí, se determinan, porque contienen mayor o
menor cantidad de aire, por procesos de rarefacción y condensación de aire.
Pitágoras
El pensamiento racional con que los filósofos milesios abordaron la naturaleza se
aplicó también a los asuntos humanos y se extendió por otros lugares de Grecia, por ejemplo
Crotona, donde Pitágoras dijo que la clave de la realidad está en los números, que la realidad
se explica mediante los números. ¿Cómo llegó a esta conclusión?
Pitágoras creía en la transmigración de las almas o reencarnación. Según esta creencia
el alma es inmaterial e inmortal y se encarna en un cuerpo animal o humano, y al morir éste el
alma pasa a habitar en otro cuerpo. Por eso quienes creen en la reencarnación perciben un
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parentesco entre todos los seres vivos, sienten compasión por los animales y no comen carne.
Quienes creen en la reencarnación consideran también que la vida, que conlleva
sufrimiento y dolor, es un mal del que hay que liberarse, y lo que pretenden es salir de ese
ciclo continuo de muertes y nacimientos para vivir como almas inmateriales sin reencarnarse
más. Para lograr este objetivo es preciso vivir en armonía con el cosmos, cultivar en el interior
de uno mismo la armonía que existe en el universo. De ahí que Pitágoras y la secta que fundó,
llamada comunidad pitagórica, interpretaran la realidad a través del concepto de armonía y se
dedicaran al estudio de la armonía.
Los pitagóricos encontraron armonía en diversos ámbitos de la realidad -en la belleza,
en la salud, en la vida moral, en la sociedad o en la música-, y observaron que en cualquiera
de esos ámbitos la armonía viene dada por una proporción entre partes: la belleza es el
resultado de una proporción entre formas, la salud de una proporción entre humores del
cuerpo, la perfección moral procede de la justa proporción de las pasiones, la justicia social de
la adecuada jerarquía y proporción entre las clases, y la armonía en la música es el resultado
de la proporción entre tiempos y notas. La armonía, por la tanto, es una proporción entre
partes, y la proporción es una relación entre números. De ahí que la armonía del universo, esa
armonía que el alma debe imitar para lograr salir de la cadena de reencarnaciones, sea una
cuestión de números, y por eso los pitagóricos dicen que el universo está constituido por
números y cultivaron las matemáticas; a Pitágoras debemos el famoso teorema que lleva su
nombre.
La secta pitagórica se extendió por Grecia y Egipto, y algunas comunidades de
iniciados buscaron el poder político para imponer una reforma moral en la sociedad con vistas
a alcanzar la armonía, considerada el mayor bien.
La transmigración de las almas, la importancia de las matemáticas y la política como
medio de alcanzar la armonía social fueron ideas que influyeron en Platón.
Heráclito y Parménides
Heráclito observó que todas las cosas están en perpetuo movimiento, que fluyen y se
transforman sin parar, y afirmó que esa realidad que fluye es un proceso continuo llamado
Devenir y que su principal característica es el cambio.
Una cosa cambia porque deja de ser lo que era o se convierte en lo que no era, por lo
cual la realidad es una conjunción de contrarios, una rueda imparable de creación y
destrucción, nacimiento y muerte que hace decir a Heráclito que “la guerra es el padre y el rey
de todas las cosas”. El símbolo de ese constante fluir del devenir es el fuego; el fuego es en el
pensamiento de Heráclito una metáfora de la realidad, no un elemento de la naturaleza que
genera a los demás como sucede con el agua o el aire en el pensamiento de Tales y
Anaxímenes.
Parménides no aceptó el pensamiento de Heráclito. La conjunción de contrarios, el que
una cosa sea y deje de ser o que no sea y empiece a ser le parecía inaceptable desde el punto
de vista de la razón. Creyó que las cosas son y no son, es decir, cambian, en el mundo del
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devenir que observamos con los sentidos, pero afirmó que ese mundo es una apariencia y que
existe otra lógica según la cual las cosas son lo que son de modo permanente e inmutable. Sin
esa otra lógica la realidad se nos va de las manos y no podemos saber en qué consiste ni
entendernos acerca de ella. Por eso Parménides llegó a la conclusión de que los sentidos, con
los que percibimos el devenir y con los que abordamos la realidad desde múltiples
perspectivas y nos hacemos de ella diferentes opiniones, nos conducen al error, al engaño y a
la incomunicación. La verdad es una sola, es la misma para todos, no está sometida al cambio
ni varía según la perspectiva de quien la estudia, por lo que debemos mirar la realidad con los
ojos de la razón y no dejarnos engañar por las apariencias que nos proporcionan los sentidos.
De este modo Parménides despreció los sentidos y el devenir cambiante y afirmó que existe
una realidad inmutable y única para todos que se percibe con la razón. Este desprecio de los
sentidos y del mundo que observamos con ellos y la institución de un mundo superior y
verdadero al que se accede por la razón inauguró en el pensamiento occidental un dualismo
que terminó imponiéndose en lo sucesivo en la filosofía.
Los pluralistas
Se denomina así a filósofos que interpretaron la naturaleza tratando de combinar las
apreciaciones de Heráclito y Parménides acerca de la realidad. Según Heráclito la realidad es
cambio constante y según Parménides es inmutable, por lo que los pluralistas dijeron que en la
naturaleza las cosas suceden por mezcla y separación, es decir, cambio, de elementos
inmutables.
Según Empédocles los elementos inmutables de la naturaleza son el agua, el aire, la
tierra y el fuego, y las cosas cambian porque esos elementos se unen y se separan. Esos
elementos se unen o atraen por la fuerza del amor, y se separan o repelen por la fuerza del
odio.
Para Anaxágoras los elementos inmutables de la naturaleza son semillas o espermas,
que se unen y separan por una racionalidad cósmica llamada nous. Anaxágoras dijo también
que el sol no es un dios sino una bola de fuego.
Los atomistas, Leucipo y Demócrito, dijeron que la naturaleza está compuesta por
átomos, y que los átomos se unen y se separan por la fuerza del azar.
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La filosofía en la democracia ateniense
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La filosofía en la democracia ateniense
-La democracia ateniense
-Los sofistas
-la educación
-la retórica
-el relativismo moral
-la religión
-Sócrates
-la educación
-la dialéctica
-los males de la democracia
-el juicio
-la muerte
La democracia ateniense
La filosofía adquirió gran importancia en la vida ciudadana cuando los atenienses, en el siglo
V a. C., instituyeron la democracia.
Grecia era en ese entonces un conjunto de polis o ciudades-estado. Cada ciudad era
un Estado con su régimen político y sus leyes, aunque todas compartían una misma cultura,
pues la lengua, la religión y la poesía de Homero eran comunes a todas las polis. Una
persona era espartana o tebana o ateniense, y todas ellas eran griegas, pertenecían a la
Hélade, nombre con que se conocía a Grecia como comunidad cultural; los no griegos del
resto del mundo eran bárbaros, considerados gente inferior.
La sociedad de cada polis estaba formada por aristócratas o nobles, el pueblo,
llamado demos, y los esclavos. Los nobles eran libres, ricos y vivían en el ocio; poseían
tierras y esclavos que trabajaban para ellos. Los miembros del demos eran libres y
generalmente pobres, no eran propietarios de tierras ni de esclavos y trabajaban en la
agricultura o desempeñando oficios para subsistir; los campesinos tenían que pagar a los
aristócratas por ocupar la tierra que cultivaban, y cuando no podían hacerlo se convertían en
esclavos. El gobierno era ejercido por un rey o por los aristócratas, nunca por el demos, y
también eran los nobles quienes componían el ejército, pues en aquella época la guerra
estaba bien considerada y era una fuente de gloria y honor. El pueblo no participaba, pues,
del gobierno ni del ejército.
En el siglo V a. C. los atenienses derrocaron la oligarquía, que significa gobierno de
los grandes, e instituyeron la democracia, una organización política en la que todos los
hombres libres, pertenecieran a la nobleza o al demos, se consideraron iguales a la hora de
gobernar. Esta igualdad política fue posible porque un legislador llamado Solón abolió la
esclavitud por deudas, y también porque en las guerras médicas contra los persas los nobles
necesitaron que el demos tomara las armas y se incorporara al ejército; tras la victoria griega,
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el demos de Atenas exigió y obtuvo el derecho a gobernar.
En la democracia ateniense los ciudadanos se gobernaban a sí mismos haciendo y
obedeciendo leyes que proponían, debatían, votaban y aprobaban en asambleas. La
asamblea, que se reunía semanalmente, tenía poder absoluto para decidir todos los asuntos
relativos a la colectividad, desde el precio del grano hasta hacer una guerra o establecer el
culto a un nuevo dios. También la justicia era ejercida por todos los ciudadanos; todos los
ciudadanos eran jueces, y por sorteo formaban parte durante un año de tribunales de justicia
compuestos por quinientos miembros.
Los nobles vivían en el ocio y disponían de tiempo para ejercer sus funciones
políticas y judiciales de ciudadanía, pero muchos miembros del demos tenían que trabajar y
no estaban por tanto en igualdad de condiciones respecto a los nobles para desempeñar sus
labores como ciudadanos. Por ello la democracia instituyó para los pobres un subsidio por
ciudadanía, les pagaba por ir a la asamblea y por formar parte de los tribunales, de modo que
pudieran trabajar menos y disponer también de tiempo para desempeñar las actividades
públicas. El Estado ateniense pudo hacer esto porque era rico, ya que Atenas tenía colonias
que pagaban impuestos. Cuando estas colonias se independizaron y Atenas se empobreció
por esta causa y también por los gastos de la guerra del Peloponeso contra Esparta, que duró
veinticinco años, el subsidio por ciudadanía se obtuvo de impuestos que los nobles se vieron
obligados a pagar y terminó por abolirse, con lo cual la vida de los ciudadanos pobres en
poco se diferenció de la de los esclavos, siendo ésta una de las circunstancias por las cuales
la democracia terminó por morir.
En la democracia ateniense los ciudadanos se gobernaban a sí mismos y gobernaban
todos, pero no todos los habitantes de Atenas tenían la condición de ciudadanos, de la que
gozaban solo los varones libres; las mujeres libres, los extranjeros y los esclavos de ambos
sexos no eran ciudadanos. Los extranjeros o metecos eran griegos no atenienses procedentes
de otras polis; eran ricos y se establecían en Atenas para dedicarse al comercio, la
navegación, la educación o el arte; estaban bien considerados y gozaban de prestigio social,
pero no se les concedió ningún derecho político ni ningún derecho de propiedad: no podían
ir a la asamblea ni participar en los tribunales, ni podían comprar terreno alguno en suelo
ateniense. Para ser ciudadano había que ser varón hijo de padre y madre atenienses.
Juzgando estos hechos sin anacronismo, con los valores de entonces y desde la
realidad social de la Antigüedad, la democracia ateniense supuso un gran avance en la
humanidad al considerar por primera vez en la historia que todos los hombres libres, no solo
los nobles y los ricos, eran iguales y tenían los mismos derechos y deberes como ciudadanos.
En toda democracia el poder político viene dado por la palabra, es decir, la influencia
que una persona o grupo tenga para lograr que se convierta en ley lo que le parece que está
bien depende de su capacidad para expresar con fuerza y claridad su opinión acerca de los
asuntos que se debaten; esta es una condición imprescindible para influir en los demás y
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convencerlos, logrando así que una opinión se convierta en mayoritaria. Por eso en la
democracia ateniense la participación e influencia en los asuntos políticos requería que los
ciudadanos tuvieran cultura y supieran hablar. Eso sucede en toda democracia; toda
democracia digna de tal nombre requiere que los ciudadanos sean cultos, motivo por el cual
el fundamento de esta organización social y política es la educación de los ciudadanos.
Saber hablar era imprescindible también para tener poder e influencia en los asuntos
judiciales. En la democracia ateniense no existía la especialización en los diferentes papeles
que se desempeñan en la justicia: los jueces, como dijimos, eran ciudadanos que por sorteo y
anualmente constituían los tribunales, y no existía el cargo de fiscal o de abogado defensor;
quien denunciaba a otro y lo llevaba a juicio lo acusaba directamente, y los acusados se
defendían a sí mismos.
Por ello en la democracia ateniense los ciudadanos necesitaban dominar la palabra,
ser diestros en el arte de hablar bien, llamado elocuencia, oratoria o retórica. En un principio
había especialistas en el arte de la palabra, los logógrafos, a quienes acudían los ciudadanos
incultos cuando querían influir en la asamblea en asuntos que les concernían o cuando
necesitaban acusar a alguien en un juicio o defenderse de una acusación. Los logógrafos
componían un discurso adecuado a lo que su cliente quería conseguir y éste se lo aprendía de
memoria, pues en aquel entonces la escritura era una adquisición reciente, la cultura era
sobre todo oral y la memoria estaba muy desarrollada en las personas. Pero en el transcurso
de la democracia apareció otro tipo de profesionales de la palabra, especialistas no en
componer discursos sino en dar cultura y en enseñar oratoria a los ciudadanos que lo
requirieran, de modo que éstos fueran autónomos a la hora de desempeñar sus actividades
cívicas. Estos profesionales de la palabra fueron los sofistas.
Los sofistas
Los sofistas, figuras importantísimas de la democracia antigua, eran extranjeros que
se establecían en Atenas para educar a los ciudadanos, dotándoles de las herramientas
necesarias para desenvolverse en ese sistema político. De este modo transformaron la
educación tradicional.
La educación que hasta entonces se impartía estaba reservada a los nobles, cuyos
niños eran instruidos en casa por un preceptor en lectura, aritmética, música, gimnasia y en
la poesía de Homero; si los jóvenes querían dedicarse a la política eran iniciados en ese arte
por algún estadista amigo de la familia. Esta educación funcionaba en sociedades
aristocráticas, donde se considera que la virtud cívica o capacidad de ser un buen ciudadano,
es decir, la aptitud para desempeñar con eficacia las actividades públicas, es algo que se
adquiere, como las propiedades materiales, porque se hereda.
Los sofistas transformaron radicalmente esta concepción y práctica de la educación.
En su mentalidad la virtud cívica no se adquiere porque se hereda sino porque se aprende, y
todo aquel que se afane en ello puede adquirirla; según ellos el buen ciudadano no nace, se
hace; no es el linaje sino la educación lo que hace a un hombre capaz de desempeñar bien
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sus funciones cívicas. Por eso enseñaban en la calle, no en las casas, a todo aquel que
quisiera aprender, y cobraban por sus servicios. En la Antigüedad el dinero no tenía el valor
ni el prestigio de que ahora goza; los ricos lo eran por su sangre, por sus tierras y por sus
esclavos, no por su dinero; el dinero era la riqueza de las clases populares que desempeñaban
oficios y estaba considerado como bajo e innoble; por otra parte, la sabiduría era para los
griegos lo más alto y noble a lo que un hombre puede aspirar, y mezclarla con el dinero
pareció inaceptable a muchos; de ahí que los sofistas, que ofrecían sabiduría a cambio de
dinero, fueran apodados “prostitutos del saber”.
Los sofistas enseñaban a sus clientes cultura general y elocuencia, es decir, el arte de
hablar bien, denominado, como dijimos, retórica u oratoria.
La retórica consiste en argumentar la propia opinión y en descalificar con
argumentos las opiniones contrarias. El objetivo de este arte de la palabra no es alcanzar la
verdad sino persuadir, es decir, convencer a otros de la opinión que uno tiene de las cosas,
así como escuchar las opiniones de otros y, en caso de que nos convenzan, cambiar la propia.
La retórica no busca la verdad sino la persuasión. Los sofistas creían que no existe una
verdad sino distintas opiniones acerca de las cosas, y que la palabra sirve para fundamentar,
defender y desechar opiniones. Negar que existe la verdad, o que la verdad pueda conocerse
en caso de existir, es una forma de ver el conocimiento, una postura epistemológica que se
denomina escepticismo, y se opone a la postura epistemológica, denominada dogmatismo,
que afirma que existe una verdad y puede conocerse. Los sofistas eran, por tanto, escépticos.
Tampoco creían los sofistas que el bien y el mal -los valores morales- sean
universales, es decir, únicos, absolutos e iguales para todos; según ellos esos valores son
particulares, relativos a cada hombre o comunidad de hombres, múltiples y variables de un
hombre a otro o de una comunidad a otra. Esta postura ética se denomina relativismo moral
y se opone al dogmatismo moral, que considera que el bien y el mal son universales.
Quienes creen que los valores morales son los mismos para todos fundamentan el bien y el
mal en la religión, la ciencia, la tradición o el modo de ser de las cosas, es decir, consideran
que algo es bueno o es malo porque así lo califican los dioses y sus sacerdotes, los expertos,
los antepasados, o porque las acciones y las cosas son intrínsecamente buenas o malas.
Los sofistas, relativistas éticos, creían que el origen de los valores morales es el
hombre, que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Es cada hombre y cada
colectividad de hombres quien, en virtud de lo que considera conveniente o perjudicial,
califica las cosas y las acciones como buenas o malas. Hay pueblos, decían los sofistas, que
consideran bueno el incesto y lo convierten en norma para las clases nobles, y otros que
repudian dicha práctica; cosas aparentemente evidentes, como que matar es malo o que un
veneno perjudica, no lo son tanto si atendemos a casos en que alguien mata en defensa
propia o en que un veneno, nefasto para una persona sana, remedia sin embargo el padecer
de otra enferma. El bien y el mal no son, pues, propiedades de las cosas sino de nuestras
relaciones con ellas, no son absolutos sino relativos.
Además, las cosas no son buenas o malas como son duras o amarillas; la dureza o el color
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son cualidades objetivas que las cosas poseen intrínsecamente, pero el bien y el mal no son
cualidades de las cosas sino calificativos que nosotros les añadimos, por lo que los valores
morales no son objetivos sino sujetivos.
Lo mismo que dicen de las normas morales lo afirman los sofistas de las leyes
políticas, que varían de una comunidad a otra. Es el hombre y no la naturaleza o los dioses
quien hace las normas por las que regirse en sociedad. Las leyes no vienen dictadas por la
naturaleza, no son naturales, son producto de acuerdos que los hombres convienen, son
convencionales. También en cuestiones sociales y políticas “el hombre es la medida de todas
las cosas”.
En Grecia -y así fue en todo el mundo hasta el siglo XVIII- la religión era una
cuestión de Estado y no una creencia que los individuos profesan libremente. Para tomar
decisiones políticas se invocaba a los dioses y se buscaba su consentimiento, de modo que
los actos públicos, incluida la asamblea, empezaban con ceremonias a uno o varios dioses,
puesto que la religión griega era politeísta. Uno de los rituales de esas ceremonias era la
mántica o adivinación.
Los sofistas no participaban de esta mentalidad y criticaron la religión de distintas
maneras:
-Protágoras decía que no se puede saber con certeza que los dioses existan ni
tampoco que no existan. La verdad acerca de los dioses es según este filósofo irresoluble,
puesto que la vida es muy breve para dilucidar un asunto tan oscuro. Esta postura religiosa,
que mantiene que no podemos demostrar ni la existencia ni la inexistencia de los dioses, se
llama agnosticismo.
-Pródico era ateo. Decía que los dioses son en realidad hombres, hombres que
hicieron o descubrieron algo que fue beneficioso para todos y fueron honrados por ello con
el rango o categoría de dioses.
-Critias también era ateo. Según él los dioses son una invención de los gobernantes,
útil para que la gente obedezca las leyes y no cometa delitos incluso cuando nadie los ve.
Esta consideración de los dioses como instrumentos del Estado se denomina teoría
utilitarista de la religión, y la mantuvo también Maquiavelo veinte siglos después, en el
Renacimiento.
- Casi todos los sofistas criticaron la mántica, calificaron esta práctica como una
forma de superstición.
No creer en los dioses o desacreditar la religión era un grave delito que se pagaba con
la muerte. Por ello Protágoras tuvo que salir de Atenas, muriendo, por esas ironías de la vida,
por huir de la muerte, ya que el barco en el que huía naufragó. Anaxágoras, que no era
sofista, fue denunciado por decir que el sol es una bola de fuego y no un dios, y también fue
denunciado Sócrates por no creer en los dioses de la ciudad.
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Sócrates
Era hijo de un escultor y de una partera, por lo que pertenecía al demos. Se cuenta
que se dedicó a la filosofía para resolver una sentencia del oráculo de Delfos, santuario del
dios Apolo, que le resultó enigmática. En dicho oráculo una sacerdotisa o pitonisa escuchaba
las cuestiones que los creyentes planteaban, entraba en trance para comunicarse con Apolo y
luego transmitía la respuesta del dios a la cuestión planteada. Lo que llevó a Querofonte amigo de Sócrates- al oráculo de Delfos fue saber quién era el más sabio de los hombres, y la
respuesta de la pitonisa tras su trance fue que el más sabio de los hombres era Sócrates.
Cuando Sócrates lo supo pensó lo siguiente: ¿Cómo puede decir Apolo que yo soy el más
sabio de los hombres si yo sólo sé que no sé nada? Y, puesto que Sócrates creía que los
dioses no mienten, inició su vida pública para indagar qué es lo que él sabía que los demás
no supieran.
Sucediera realmente o no este episodio, y fuera o no éste el motivo que le incitó a
filosofar, lo cierto es que Sócrates pululaba al igual que los sofistas por las calles de Atenas
como educador de los ciudadanos. Pero Sócrates no cobraba por enseñar ni enseñaba lo
mismo que los sofistas.
Sócrates enseñaba por amor, no por dinero, a discípulos, jóvenes aristócratas, que
acudían a él movidos por el afán de saber. Aunque de aspecto feo, poco agraciado y
desaliñado, y aunque era objeto de burlas y chistes por parte de sus conciudadanos, Sócrates
tenía una vida interior intensa y una personalidad arrolladora; su carisma y su magnetismo
fascinaban a sus discípulos, que estaban unidos al maestro por inquietud intelectual y por
fuertes lazos de afecto.
Sócrates buscaba, como los sofistas, formar buenos ciudadanos, educar a los
atenienses en la ciudadanía, capacitarles para el correcto desempeño de la vida pública y
política. Pero no enseñaba retórica y la criticaba. Sócrates disentía de la manera sofista de
educar porque, a diferencia de los sofistas, él sí creía que hay un verdad y un bien común por
encima de los distintos intereses y opiniones, y creía que a ese bien común se llega haciendo
uso de la razón. La palabra era también para él el centro de la vida pública y el objetivo de la
educación, pero creía que los ciudadanos deben hablar bien no para persuadir a los demás de
la propia opinión, sino para buscar entre todos, usando la razón y dialogando, el verdadero
bien común por encima de los intereses y opiniones de cada cual. Para Sócrates enseñar
consistía en desarrollar la razón de los ciudadanos mediante el diálogo, y por eso su método
recibe el nombre de Dialéctica.
Para llegar al bien común el método dialéctico sigue dos tramos o pasos, tiene dos
momentos: en primer lugar los ciudadanos deben hacerse conscientes de su ignorancia, es
decir, de que sus opiniones, convicciones y juicios acerca de lo que es bueno y conveniente
para todos no están fundados en la verdad ni en la razón; una vez que sepan esto, estarán
preparados para el segundo paso, que consiste en construir, dialogando racionalmente, un
verdadero bien común. El primer paso del método de Sócrates consiste, pues, en desmontar
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las creencias y opiniones no fundadas en la razón que los ciudadanos mantienen, y el
segundo paso en construir entre todos el bien común mediante la razón.
Para desmontar las opiniones fundadas en intereses particulares y en prejuicios y no
en la razón, Sócrates interrogaba a los atenienses sobre los conceptos que utilizaban en la
vida pública y en particular en la asamblea -el valor, la amistad, lo conveniente o la piedad-,
demostrándoles que en realidad no sabían definir esos conceptos y por tanto no sabían en
qué consistían. Por ejemplo, a un ciudadano que había defendido en la asamblea que todos
debían ir a la guerra porque así lo mandan el valor y la dignidad, Sócrates le preguntaba qué
es el valor y qué es la dignidad; el ciudadano interrogado respondía, y Sócrates, con
argumentos lógicos, le hacía ver que en realidad no sabía qué es el valor o qué es la
dignidad, que no había pensado a fondo en lo que decía, que usaba esos conceptos porque
“se usan”, sin examen propio ni crítica, que sus juicios eran en realidad prejuicios basados en
la tradición, la costumbre o la moda y no en la razón y que, aunque creía saber de lo que
estaba hablando, en realidad no lo sabía. De este modo Sócrates comprendió que, en efecto,
era el más sabio de los hombres, pues era el único que no sabiendo nada era consciente de su
ignorancia, mientras los demás eran ignorantes pero no lo sabían.
Para construir entre todos el bien común es necesario saber de qué hablamos cuando
hablamos, referirnos todos a lo mismo cuando usamos las palabras, es necesario saber qué
significan las palabras que usamos, definirlas. Para definir las palabras Sócrates dice que
debemos partir de las cosas concretas y particulares, por ejemplo un cuadro bello, una flor
bella o un bello efebo, y llegar a los conceptos, abstractos y generales, en este caso al
concepto de belleza. Si manejamos conceptos que todos entendemos por igual podremos
contrastar la realidad con ellos; por ejemplo, si sabemos lo que es la belleza podremos saber
si determinado cuadro es bello o no, o si sabemos qué es la justicia podremos saber si
determinada acción o decisión es o no justa, y estaremos todos de acuerdo. De este modo
conoceremos la realidad en lugar de limitarnos a opinar sobre ella, y las decisiones que
tomemos colectivamente serán racionales, no pasionales o interesadas por parte de algunos
que demagógicamente las imponen sirviéndose de la retórica; serán decisiones unánimes que
responderán al bien común y no a los intereses de algunos o de la mayoría. Sólo de este
modo la democracia tiene futuro en lugar de ser, como era y es, un nido de corrupción, algo
inevitable cuando los ciudadanos no comprenden en qué consiste el bien común y persiguen
su interés particular en primer lugar y por encima de todo.
La vida pública de Sócrates como filósofo consistía en despertar la razón en los
ciudadanos de la democracia para que resolvieran los asuntos públicos de manera sensata y
reflexiva. Este proceder resultaba molesto a los atenienses, que apodaron a Sócrates “el
tábano de Atenas”, apodo que el filósofo recibió de buen grado, pues dijo que Atenas era un
caballo perezoso y enfermo que él acicateaba para que sanara y diera lo mejor de sí.
Las enfermedades o males que Sócrates detectó y criticó en la democracia son los
siguientes:
-Los ciudadanos buscan a través de la política riqueza, fama o poder, no el bien
común.
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-El consenso o acuerdo colectivo acerca de las cosas públicas no se obtiene
dialogando racionalmente sino mediante la demagogia, que consiste en convencer a todos
mediante una buena oratoria de que el bien particular de quien habla es el bien común, de
que lo que conviene a quien habla conviene a todos.
-Se confunde la deliberación con la injuria. Deliberar consiste en estudiar un asunto,
analizarlo e intercambiar razones sobre cómo resolverlo. Pero en democracia no suelen
abordarse los problemas de este modo; no se atiende a qué sucede y a qué se dice sobre lo
que sucede sino sobre todo a quién lo dice, y así el “diálogo” político, más que resolver
problemas, lo que busca sobre todo es descalificar al contrario.
-La ciudadanía a veces se considera por encima de la ley y la transgrede, lo cual
genera caos y desorden social. Es cierto que en democracia todos los ciudadanos hacen la ley
decidiéndola por mayoría en la asamblea, pero esa ley está por encima de todos los
ciudadanos, que deben obedecerla hasta que la cambien o deroguen por el procedimiento
regular.
-Los ciudadanos no saben razonar, por lo que utilizan frecuentemente falacias, es
decir, razonamientos falsos y engañosos con apariencia de verdaderos, para defender sus
opiniones.
-La vida política en la democracia es una competencia y una pugna por el poder y no
la cooperación entre los ciudadanos en pro de la mejor vida posible para todos.
Sócrates creía que estos males se eliminarían o menguarían si los ciudadanos
cultivaran el razonamiento correcto, el pensamiento propio y el bien común, es decir, si
hicieran de la política un diálogo digno y coherente basado en la deliberación y la
cooperación. Pero a la vez dudaba de que los ciudadanos quisieran realmente hacer política
de esta forma y movidos por estas metas, por lo que afirmó que la democracia y en general la
política está corrompida y solo es capaz de generar más corrupción, por lo que incitaba a la
abstención política y jamás participó en la asamblea.
En el año 399 a. C. Sócrates fue denunciado por tres ciudadanos, Anito, Mileto y
Licón, que recogiendo un sentir popular le acusaron de dos cargos o delitos: ateísmo por no
creer en los dioses de la ciudad y corrupción de la juventud. Su juicio, como todos, corrió a
cargo de un tribunal popular compuesto por quinientos miembros, de los cuales, tras llevarse
a cabo la acusación y la defensa reglamentarias, 220 votaron a su favor y 280 en contra suya,
por lo que por mayoría Sócrates fue considerado culpable de los delitos que se le imputaban
y condenado a muerte.
Sócrates fue acusado porque era un personaje incómodo, un ciudadano molesto. No
pertenecía a los defensores de la democracia ni a quienes se oponían a ella, que eran las dos
facciones en que se encuadraba cualquier ciudadano “normal”. Era independiente
políticamente, tenía sed de razón, no de poder, era muy crítico con el funcionamiento de la
democracia y además muy insolente con sus conciudadanos, pues no tenía reparos en
ridiculizarlos públicamente cuando demostraba con sus interrogatorios que eran unos
ignorantes. Además, algunos de sus discípulos estuvieron implicados en dos golpes de
Estado que se llevaron a cabo para derrocar la democracia y restaurar la oligarquía, y aunque
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Sócrates no estuvo de acuerdo con los golpes de Estado y predicaba que las leyes no se
cambian con la violencia, mucha gente atribuyó la conducta política de sus discípulos a sus
enseñanzas.
Por otra parte, en el 399 a. C. ya había finalizado la guerra del Peloponeso entre
Atenas y Esparta, pero Atenas estaba exhausta y empobrecida por veinticinco años de una
guerra que además perdió. En tales circunstancias son frecuentes los disturbios, la histeria, el
miedo a lo nuevo y el afán de seguridad; las sociedades padecen en momentos así un
malestar emocional grave y muy extendido que las conduce a buscar chivos expiatorios, es
decir, gente a la que culpar de todos los males. Y los chivos expiatorios fueron en ese
momento los reformadores de la educación, los filósofos que criticaban las tradiciones y las
creencias comunes, tenían una mentalidad laica y educaban a los jóvenes de un modo
radicalmente nuevo. De ahí que Protágoras, Anaxágoras, Eurípides, Sócrates y muchos otros
fueran denunciados ante la asamblea más o menos por la misma época.
De todas formas y manteniendo lo dicho, Sócrates murió porque en el fondo quiso,
ya que podía haber eludido la condena. En primer lugar podía haberse defendido durante el
juicio con un discurso destinado a infundir clemencia en sus jueces, pero Sócrates no hizo
ninguna concesión al sentimentalismo; por el contrario, lo que dijo en su discurso de defensa
fue que era un ciudadano irreprochable, que sus jueces eran ignorantes a los que no
reconocía el derecho de juzgarle y que la “pena” que merecía su conducta era ser tratado
como los vencedores de los juegos olímpicos. En segundo lugar Sócrates podía haber huido
como Protágoras, o pagado una fuerte suma para librarse de la muerte, suma que sus
discípulos reunieron, pero no aceptó una cosa ni la otra porque mantenía que las leyes deben
cumplirse siempre y en todo caso, y fue coherente con esta convicción hasta el final. Es
probable que, teniendo setenta años y la amarga vejez por delante, decepcionado de algunos
de sus discípulos más queridos y desesperanzado acerca de la capacidad de los hombres para
vivir dignamente, Sócrates, que no tenía miedo a la muerte, no tuviera tampoco apetito de
vivir y considerara que aquel era un buen momento para morir. Para los griegos la vida no
terminaba por la decadencia del cuerpo sino por la indignidad de la existencia, y es probable
que, por los motivos expuestos, Sócrates determinara que sus días habían llegado hasta allí.
Por eso, con absoluta serenidad, ingirió cicuta, veneno con que se ejecutaba a los ciudadanos
de su condición, un amanecer en su celda rodeado de discípulos impresionados y
entristecidos. Uno de estos discípulos era Platón.
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Platón
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PLATÓN
-Introducción
-La realidad
-El conocimiento
-Anámnesis o reminiscencia
-El proceso del conocimiento o Dialéctica
-El filósofo rey
-El mito de la caverna
-El ser humano y la ética
-La política
-La ciudad ideal
-regímenes políticos
Introducción
Platón quería y admiraba a Sócrates como a ninguna otra persona, y sus enseñanzas y su
muerte influyeron mucho a la hora de desarrollar su propio pensamiento sobre la verdad, la
razón, el bien y la política. Aunque creía que la democracia era el más hermoso de los
regímenes políticos, Platón pensaba que los ciudadanos carecen de racionalidad y sabiduría
para llevarla a cabo.
Tras la muerte de Sócrates, Platón se fue de Atenas; su vida peligraba a causa de la
vinculación a su maestro y además quería seguir su formación con otros filósofos. Estuvo en
varias polis griegas y también en Egipto, frecuentando comunidades pitagóricas y
aprendiendo de otros maestros. De regreso a Atenas se dedicó a escribir. Escribir había sido
siempre su vocación; su ambición era ser poeta trágico, pero su encuentro con Sócrates le
inclinó a la filosofía. Sus obras tienen estilo literario, algo de lo que carecen casi todas las
obras de filosofía.
Platón expone su pensamiento en forma de diálogo entre personajes reales de la vida
ateniense, el principal de los cuales es siempre Sócrates. Con ello revive hasta el fin de su
vida sus días con el maestro y afirma la postura socrática de que la verdad se construye
dialogando. Sócrates rechazaba explícitamente la escritura y jamás escribió; le parecía
imprescindible la interacción en vivo entre los interlocutores; según él la escritura hace
confundir el saber con la erudición, y el lector corre el peligro de repetir los pensamientos
escritos, tomarlos por autoridades, aceptarlos sin crítica y no pensar por sí mismo. Platón no
cree lo mismo puesto que sí escribe, pero, dado que su escritura reconstruye la oralidad, de
algún modo permanece en este punto fiel a Sócrates.
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La realidad
La realidad consta para Platón de dos mundos, el mundo sensible y el mundo
inteligible. El mundo sensible es éste en el que estamos, el mundo empírico (empiria en
griego significa experiencia) que percibimos y experimentamos con nuestros sentidos. En el
mundo sensible hay cosas sensibles, entendiendo por tales todo cuanto hay en la naturaleza,
a la que el hombre pertenece; por ejemplo, una persona, un volcán, un pájaro o un coche son
cosas sensibles. Las cosas sensibles son particulares, contingentes, cambiantes, perecederas,
finitas, corruptibles e imperfectas; esas son las características propias de este mundo en que
vivimos, el mundo de la naturaleza y de lo humano. Pero dice Platón que además de este
mundo existe otra realidad: el mundo inteligible.
El mundo inteligible es aquel que percibimos con la inteligencia, con la razón. En él
no hay cosas sensibles sino ideas, por ejemplo la idea de blancura, de belleza o de justicia, la
idea de mesa o de caballo. A diferencia de las cosas sensibles, las ideas son universales,
necesarias, inmutables, imperecederas, eternas, incorruptibles y perfectas, y la principal entre
todas ellas es la idea de Bien. Platón afirma que, como las cosas sensibles, las ideas existen
objetivamente, son entidades que existen independientemente de nosotros, es decir, que no
solamente están en nuestra mente sino que existen por su cuenta, las conozcamos o no.
Hecha esta división de la realidad en dos mundos, Platón añade que las ideas
constituyen la realidad auténtica, la realidad primera y superior, la que existe por sí misma, y
que las cosas sensibles se derivan de las ideas, reciben su existencia de las ideas, por lo que
el mundo sensible constituye una realidad secundaria, una realidad derivada, inferior. ¿Cómo
se derivan o “nacen” las cosas sensibles a partir de las ideas?
Las ideas existen por sí mismas desde toda la eternidad y las cosas sensibles son
copias, imágenes o imitaciones de esas ideas. El hacedor del mundo sensible es el Demiurgo,
un ser semidivino que, tomando como modelo las ideas, va dando forma a la materia,
modelando en la materia las cosas sensibles a imagen y semejanza de las ideas. De este
modo las cosas sensibles existen porque participan de las ideas. Sin las ideas no existirían.
Nosotros los humanos estamos en el mundo sensible y lo captamos con nuestros
sentidos, pero nuestra razón nos permite captar las ideas, contemplarlas. Como las ideas
constituyen la realidad verdadera, y como el conocimiento consiste en ver la verdad, para
nosotros conocer significa captar las ideas mediante la razón. Y como la principal de entre
todas las ideas es la idea de Bien, el conocimiento tiene la función de que vivamos mejor.
El conocimiento
Anámnesis o Reminiscencia
Según Platón, que cree al igual que Pitágoras en la reencarnación, nosotros tenemos
cuerpo y alma. El cuerpo es material y mortal pero el alma no; el alma es inmaterial y eterna
y pertenece al mundo de las ideas, vive entre las ideas y las contempla. Y sucede que el alma
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se encarna en un cuerpo y así baja al mundo sensible, y que al encarnarse olvida lo que ha
visto, olvida las ideas, sufre una amnesia, que en griego se dice ámnesis. Por eso conocer es
recordar las ideas que el alma ya ha visto, “desolvidar” lo olvidado, anámnesis, que se
traduce como “reminiscencia”. Por ello dice Platón que el conocimiento es reminiscencia,
anámnesis, que conocer consiste en recordar, en volver a ver unas ideas que el alma ya ha
visto antes de encarnarse. Esas ideas son innatas en nosotros, es decir, nacemos ya con ellas
en el alma puesto que el alma, aunque olvidadas, las ha contemplado y las trae consigo. Las
ideas duermen en el alma desde que nacemos, y conocer consiste en despertarlas indagando
dentro de uno y dialogando con los otros.
El proceso del conocimiento o Dialéctica
Para recordar lo olvidado, para despertar las ideas dormidas y volverlas a contemplar
desde este mundo sensible en el que vivimos es necesario seguir un camino, un proceso, un
método que se llama Dialéctica. Se trata de un camino que asciende desde el mundo sensible
hasta el mundo de las ideas. Este camino sube desde la ignorancia hasta el conocimiento y es
como una línea vertical con varios tramos que es necesario recorrer. De ahí que digamos que
Platón describe el proceso del conocimiento mediante el símil de la línea, que consiste en lo
siguiente:
Nosotros estamos en el mundo sensible y somos ignorantes. Si queremos conocer
tenemos que empezar por captar el mundo sensible en el que estamos, y lo captamos
mediante la imaginación y mediante los sentidos.
Mediante la imaginación captamos imágenes de las cosas, nos hacemos de ellas
conjeturas, nos imaginamos cómo son las cosas, sin verlas, sin ir a comprobar lo que
creemos de ellas. Por ejemplo, creemos que tal cosa es blanca, o que tal acción es justa.
Mediante los sentidos observamos las cosas sensibles, las captamos como son en
realidad, comprobamos si nuestras conjeturas eran o no ciertas. Por ejemplo, vemos si
efectivamente tal cosa es blanca o tal acción es justa.
Mediante la imaginación y los sentidos alcanzamos el conocimiento del mundo
sensible, pero ese conocimiento es precario porque las cosas sensibles están siempre
cambiando. De ahí que Platón diga que del mundo sensible no tenemos conocimiento
verdadero sino opinión, que es un logro sobre la ignorancia pero no basta. Opinar que algo
es bueno no es lo mismo que saber con certeza lo que está bien; caben varias opiniones sobre
lo mismo, y además cada una de esas opiniones puede cambiar porque en el mundo sensible
las cosas fluyen, no permanecen. La opinión es el primer tramo en el proceso del
conocimiento, pero hay que seguir subiendo, tenemos que recorrer un segundo tramo
mediante el pensamiento y la razón.
Mediante el pensamiento accedemos a los conceptos, que son abstracciones que
obtenemos generalizando las cosas sensibles particulares. Por ejemplo, de muchas cosas
blancas obtenemos el concepto de blancura o de muchas acciones justas el concepto de
justicia.
Y mediante la razón vemos directamente las ideas, contemplamos las ideas, en
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particular la idea de Bien. Con la razón vemos el Bien, todos entendemos por Bien lo mismo,
y ese Bien no cambia, es duradero, inmutable.
Mediante el pensamiento y la razón sí llegamos al mundo de las ideas y sí
alcanzamos el conocimiento verdadero y el mismo para todos, la verdad. Ese conocimiento
verdadero se llama ciencia, y quien lo adquiere es filósofo.
El proceso dialéctico o camino del conocimiento consta por tanto de dos partes:
opinión y ciencia. La opinión se obtiene usando la imaginación y los sentidos y es mejor que
la ignorancia, y la ciencia se obtiene usando el pensamiento y la razón y es mejor que la
opinión, puesto que nos revela la verdad, inmutable y única para todos.
Platón dice que el proceso dialéctico, ese camino del conocimiento que conduce al
Bien, se recorre por amor, con esfuerzo y mediante el diálogo. Aquel que lo concluye, quien
llega a ver y por tanto a saber lo que es el Bien, es decir, el filósofo, no debe quedarse en esa
contemplación; lo que debe hacer es mostrarles el Bien a los demás, hacer que los demás
también lo vean y lo sigan y así dejen sus opiniones cambiantes y sus prejuicios. Quien
contempla el Bien debe, pues, enseñárselo a los demás, dirigirlos, gobernarlos; por eso dice
Platón que el filósofo debe ser rey o que los reyes deben ser filósofos.
El filósofo rey
Platón puso en práctica estas ideas de dos maneras: trató de iniciar a los gobernantes
en la filosofía y abrió una escuela para formar sabios que luego fueran capaces de gobernar.
Para iniciar a los gobernantes en la filosofía viajó en tres ocasiones a Sicilia, regida
por Dionisio I y luego por Dionisio II, quienes, dedicados a la vida cortesana, no adquirieron
el interés por el conocimiento y el bien que Platón trató inculcarles; tramaron intrigas contra
él e incluso ordenaron su muerte, pero Platón, avisado por Dion, un amigo que tenía en la
corte que fue por cierto el amor de su vida, logró escapar.
Para formar sabios capacitados para gobernar Platón abrió en Atenas a su regreso de
una de sus estancias en Sicilia una escuela a la que bautizó como Academia, pues la ubicó en
un edificio situado en los jardines consagrados al héroe ateniense Academo. Esta fue la
primera vez en la historia de Occidente en que el conocimiento se enseñó en una institución
destinada específicamente a la educación, de ahí que nuestras instituciones educativas se
llamen desde entonces instituciones académicas. Antes los filósofos, por ejemplo Sócrates y
los sofistas, enseñaban en las calles, plazas, gimnasios y jardines, es decir, la filosofía
formaba parte de la vida pública y ciudadana. Platón encerró la filosofía en un lugar
especializado por miedo a que le sucediera lo mismo que a su maestro Sócrates, y también
porque creía que el conocimiento es un arduo proceso que no está al alcance de todos sino de
unos cuantos dispuestos a esforzarse por amor al Bien. La Academia alcanzó enorme
prestigio desde que Platón la abrió y durante toda la Antigüedad; durante siglos acudieron a
ella gentes de todo el mundo culto. La escuela impartía conocimiento, no títulos; los estudios
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duraban quince años y se daba gran importancia a las matemáticas, pues las matemáticas se
basan exclusivamente en la razón y por tanto la despiertan y la nutren. Por eso en la entrada
de la Academia estaba escrito el siguiente lema: “Nadie entre aquí si no es geómetra”.
Además de explicar el proceso del conocimiento de la manera teórica que hemos
visto, Platón lo explica también mediante el mito de la caverna.
El mito de la caverna
En una caverna hay unos hombres encadenados de pies, manos y cuello, mirando a la
pared del fondo de la gruta. En dicha pared se proyectan, a la luz de un fuego que hay detrás,
imágenes de objetos -esculturas de árboles, aves, montañas, etc.- que unos hombres
porteadores pasean sobre sus cabezas por encima de un muro que también está detrás de los
prisioneros. Los prisioneros ven esas sombras en la pared y oyen el eco de las voces de los
porteadores, y creen que esa es la realidad. Pero un prisionero se libera de las cadenas.
Entumecido y con esfuerzo se levanta, y asciende penosa y fatigosamente hacia la luz que ve
a la salida de la cueva. Descubre el muro, los porteadores, el fuego, es decir, el montaje que
produce la realidad que él veía y siguen viendo los prisioneros. Le duelen los ojos,
habituados a la oscuridad; duda si volver donde estaba, cómodo en el fondo; se pregunta si
es mejor esta luz cegadora que aquella apacible oscuridad. Pero sigue subiendo, sale de la
caverna de noche para no cegarse y ve árboles, aves, montañas y lagos a la luz de la luna.
Finalmente ve todas esas cosas a la luz del sol, corre, sube a los árboles, se mete en el lago,
es libre y feliz. Entonces recuerda la prisión y vuelve para decir a sus compañeros que existe
un mundo mejor. Tiene que adaptarse de nuevo a la oscuridad, tropieza, pero llega hasta los
prisioneros, les informa del mundo que hay afuera y les desata. Pero los prisioneros no le
creen, se ríen de él porque no ve bien, discuten y finalmente le matan.
Este mito es una analogía del proceso del conocimiento o Dialéctica:
-La subida de la caverna a la luz es el camino del conocimiento, arduo y esforzado.
-La caverna simboliza el mundo sensible y el exterior el mundo de las ideas.
-Las imágenes proyectadas en el fondo de la gruta son las conjeturas que nos
hacemos de las cosas sensibles con la imaginación, mientras los objetos que llevan
los porteadores son las cosas sensibles de las que opinamos. Las cosas reales vistas a
la luz de la luna son los conceptos, y esas cosas reales a la luz del sol son las ideas,
siendo el sol, que lo ilumina todo, la idea de Bien, a cuya luz tiene sentido el
esfuerzo por conocer.
-El prisionero liberado que sube de las sombras a la luz es el filósofo.
-Los prisioneros son los ciudadanos, y los porteadores que les imponen la visión del
mundo que les conviene son los políticos, en particular los demagogos.
-Si Platón hubiera vivido en una sociedad con nuestra tecnología podría decirse que
el fuego, que permite proyectar las imágenes que crean la realidad, representa a los
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medios de comunicación y en especial a la televisión.
-El hombre libre sabio volviendo a la caverna a liberar a los prisioneros simboliza la
función del filósofo, que no se queda solo contemplando el Bien sino lo comunica a
sus conciudadanos.
-Y la escena de los prisioneros discutiendo y matando a quien quería ofrecerles un
mundo mejor simboliza el juicio de Sócrates, condenado a muerte por un tribunal
popular de la democracia ateniense.
Además de esta interpretación del mito relacionándolo con el conocimiento, podemos
hacer de él esta otra lectura:
El mito habla de una existencia encadenada, que es la nuestra por nacer en una
sociedad que heredamos y no elegimos. Si no existiera más que la caverna seríamos esclavos
pero felices, ignorantes y a la vez sabios, pues la sabiduría consistiría en adaptarse a la
esclavitud. No sentiríamos las cadenas como privación de libertad, creeríamos que los ecos
son voces y las imágenes son realidades, viviríamos tranquilos y conformes.
Pero el prisionero liberado descubre el artilugio, descubre que la realidad es un
montaje, que hay engañadores que nos hacen habitar en una realidad inferior y programada
desde fuera de nosotros mismos en la que no somos libres. Ese prisionero liberado llega a
otro mundo esforzándose, por lo que el mito nos enseña que conseguir una vida mejor cuesta
y que la libertad no es lo mismo que el capricho sino más difícil que la esclavitud, y que la
libertad, ya que el hombre libre vuelve a informar a los demás, no es una cuestión individual
sino sobre todo colectiva.
En su último episodio, el de la muerte del liberador a manos de los prisioneros, el
mito nos indica que para liberar a los hombres no es suficiente desatarlos, que ante todo lo
que es necesario es convencerlos, contagiarles el deseo de libertad y de luz. Pero en la
sociedad banal en que vivimos casi todas las personas prefieren que les fabriquen la realidad
y las opiniones a conocer verdadera y directamente las cosas de la realidad. Por eso los
prisioneros pueden, pero no quieren, acceder a la luz, y matan a quien les dice que la luz
existe y es alcanzable.
A pesar del pesimismo que el mito encierra, pues presenta a los hombres como seres
mediocres y violentos que ahogan la voz que sabe y rechazan la posibilidad que tienen de
vivir mejor, Platón parece decirnos también que solo la inteligencia y el amor al saber hacen
apetecible este mundo, y que la vida humana es vida, y no condena, porque siempre habrá un
prisionero liberado al que le espera un sol.
El ser humano y la ética
Platón piensa en el individuo y en la colectividad, y hace un paralelismo entre estas dos
facetas del ser humano.
A nivel individual el hombre está compuesto de alma y cuerpo. El alma es inmortal,
eterna, inmaterial y racional, vive en el mundo de las ideas y se encarna en un cuerpo
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sensible, material y mortal que es una cárcel para ella. Cuando el cuerpo muere el alma
vuelve al mundo de las ideas hasta que se encarna en otro cuerpo, pues, como dijimos,
Platón cree en la reencarnación o trasmigración de las almas.
Encarnada en el hombre el alma tiene tres partes, cosa que Platón expresa también
diciendo que el hombre tiene tres almas:
-El alma racional, situada en la cabeza, cuya función es pensar, razonar. La virtud
que le corresponde cultivar al hombre para que esta alma funcione bien es la prudencia.
-El alma irascible o volitiva, situada en el pecho, cuya función es dar energía a las
pasiones nobles de la vida como el valor, la esperanza o la aspiración. La virtud que le
corresponde cultivar al hombre para que esta alma funcione bien es la fuerza de voluntad, la
fortaleza.
-El alma concupiscible, situada en el vientre, cuya función es nutrir los apetitos y
deseos del cuerpo relacionados con el hambre y con el sexo, así como las bajas pasiones
como la avaricia o la molicie. La virtud que le corresponde cultivar al hombre para que esta
alma funcione bien es la moderación o templanza.
El alma inmortal y eterna es la racional; las otras dos son propias del cuerpo y
mueren con él.
Un individuo es justo y bueno si mantiene en equilibrio y armonía sus tres almas o
las tres partes de su alma, es decir, si su razón es prudente, su voluntad fuerte y sus apetitos
moderados. De este equilibrio se encarga el alma racional, que domina y dirige a las otras
dos del mismo modo que un auriga gobierna los caballos de un carro o un timonel un barco.
Así como en el individuo hay tres almas, en la convivencia entre individuos llamada
colectividad, sociedad, Estado o ciudad hay tres clases:
-La clase de los gobernantes o dirigentes, cuya función es organizar la sociedad y
orientar a los ciudadanos hacia el bien común. Los gobernantes han de ser quienes conocen
el bien, es decir, los filósofos, que deben regirse por la razón y cultivar la virtud de la
prudencia.
-La clase de los guardianes o guerreros, cuya función es defender la ciudad contra los
enemigos externos y contra las sediciones internas. Han de regirse por la voluntad y cultivar
la virtud de la fuerza.
-La clase de los productores o trabajadores, cuya función es producir los bienes de
consumo necesarios para la supervivencia de todos los ciudadanos. Se ocupan, pues, del
apetito, y deben cultivar la virtud de la templanza para tener moderación en el uso de los
bienes y en su afán de ganancia.
El bien común o justicia social consiste en el equilibrio o armonía entre estas tres
clases sociales, y se logra si los gobernantes son prudentes, los guardianes fuertes y los
trabajadores moderados. De este equilibrio se encarga la clase dirigente, que gobierna a las
otras dos.
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La política
La ciudad ideal
Dice Platón que la justicia, el bien, tiene que lograrse y además tiene que
permanecer, tiene que durar. La democracia es un sistema político donde gobiernan todos los
ciudadanos, y como todos los ciudadanos no son sabios y su conocimiento llega solo hasta la
opinión, que fluctúa y cambia y no es unánime, la democracia es capaz de vislumbrar el bien
común e incluso de ponerlo en práctica pero no es capaz de mantenerlo o preservarlo. Por
eso en un Estado o ciudad ideal deben gobernar solo aquellos que conocen el bien, los
filósofos, y han de instaurar en la sociedad un orden que permanezca inmutable. Y como
todo lo que está vivo y abierto evoluciona, cambia, la ciudad ideal que propone Platón en su
obra La república es una ciudad cerrada que tiene las siguientes características:
-Es autosuficiente para subsistir, no existe comercio con el exterior.
-No existe la libre circulación de las personas. Nadie puede salir de la ciudad ni nadie
puede entrar.
-El número de habitantes ha de ser fijo, por lo que no existe la libre procreación sino
un control de la natalidad por parte del Estado.
-No existe propiedad privada de bienes, de cuerpos ni de hijos. Los bienes son
comunes, no existe la pareja y los niños son hijos de la ciudad.
-Está prohibido el arte, pues el arte es fértil, hace cambiar, contiene la pasión y no
solo la razón, altera a las personas, propicia la imaginación, hace concebir otras maneras de
vivir y además produce copias de la realidad, que a su vez es una copia de las ideas que son
lo verdaderamente valioso.
-Es una sociedad totalitarista, es decir, una sociedad en la que el Estado decide todas
las facetas de la vida de los ciudadanos. Los ciudadanos carecen de libertad, piensan todos
del mismo modo y obedecen al filósofo rey.
Paradójicamente, en esta ciudad ideal que Platón concibe, su querido Sócrates habría
sido condenado a muerte mucho antes de lo que fue en la democracia real, y su propia
Academia habría sido clausurada de inmediato. pues, por esas contradicciones que por
fortuna se dan en las personas, Platón defendía y practicaba la libertad de pensamiento en su
vida real y en su Academia en particular. Y además, bajo esta patética e indeseable propuesta
política subyacen dos ideas que sí son válidas:
-la razón debe gobernar, lo cual no significa que unos tienen razón y mandan y otros
no la tienen y obedecen, sino que es con la razón con lo que todos deberíamos gobernarnos.
-El bien que se consigue debe cuidarse para que dure.
Además de concebir este Estado ideal, Platón analiza los regímenes políticos reales, cómo
evolucionan y cómo se suceden.
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Regímenes políticos
-El Estado se organizó en principio como una aristocracia donde gobernaban los más
nobles y mejores, que cuidaban del bien común estableciendo leyes que ellos mismos
obedecían. El poder político era hereditario, pero los gobernantes dejaron de procrear y de
reproducirse y el gobierno pasó a los guerreros o militares, dejando la oligarquía paso a un
régimen político llamado timocracia.
-En la timocracia los guerreros se hicieron ricos acumulando los botines obtenidos en
las guerras, y de este modo el linaje y la excelencia moral fueron sustituidas por la riqueza
como principal valor social. Por ello, al cabo de unas cuantas generaciones, al poder político
o gobierno se llegaba por poseer riquezas y quienes gobernaban eran los ricos, recibiendo
este régimen político el nombre de oligarquía.
-En la oligarquía los ricos se hicieron cada vez más ricos y los pobres cada vez más
pobres y numerosos. Entonces los pobres se rebelaron, se hicieron con el poder y con las
propiedades de los ricos e instituyeron la democracia, el régimen político donde todos los
ciudadanos se consideran iguales a la hora de gobernar y donde el poder viene dado por la
palabra.
-La democracia es el más hermosos de todos los regímenes políticos si los
ciudadanos se autogobiernan buscando el bien común, pero los ciudadanos dejaron de
atender al bien común y utilizaron la palabra para hacer demagogia, es decir, para defender
sus intereses particulares manipulando la opinión de los demás. De este modo, dice Platón,
se ha llegado a la democracia real, que es el gobierno tiránico de unos cuantos y un caos
donde nadie obedece las leyes sino las usa a su conveniencia para satisfacer sus intereses y
caprichos.
Por ello Platón aboga por el gobierno de los mejores, los sabios o filósofos, que
conocen el bien y dirigen a los demás con el objetivo de que el orden y la justicia reinen
constantemente en la sociedad.
Con estas y otras ideas de Platón, Aristóteles, su discípulo, no está de acuerdo.
29
Aristóteles
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ARISTÓTELES
-La realidad
-El ser humano
-El conocimiento
-La ética
-La política
La realidad
Para Aristóteles la realidad es la naturaleza. Aunque fue discípulo de Platón en la Academia
y luego profesor en esa institución antes de abrir su propia Escuela, llamada Liceo,
Aristóteles difiere de su maestro. No acepta la teoría platónica de los dos mundos que se
relacionan como modelo y copia. No la acepta porque ve en el desdoblamiento de la realidad
que hace Platón los siguientes problemas:
-Si las ideas están fuera de este mundo, son trascendentes, ¿cómo pueden ser
la causa y el origen de las cosas sensibles? El demiurgo es para Aristóteles un
elemento mítico que no es válido para explicar la realidad racionalmente.
-Si las ideas son inmutables e inmóviles y son el modelo de la realidad
material inferior, ¿cómo se explica el cambio en las cosas sensibles?
-Si la ciencia es el conocimiento de un mundo distinto de éste, ¿para qué
sirve?
Aristóteles afirma que solo existe un mundo, el mundo sensible, la naturaleza, este
mundo que vemos y tocamos de cosas materiales, imperfectas y perecederas. El mundo
sensible es real, y es la única realidad.
Esa única realidad, la naturaleza, está poblada por cosas que Aristóteles llama seres
individuales, y cada ser individual está compuesto de materia y forma:
-La materia es el sustrato o material de que está hecha una cosa. Por ejemplo,
la materia de la mesa es la madera, la de la estatua el mármol, la del ánfora el barro,
la del vestido la tela. La materia es pasiva e indeterminada; es pasiva porque no
actúa, y es indeterminada porque no es una cosa concreta.
-La forma es el contorno de una cosa, las funciones que cumple y las acciones
que puede realizar. Cada cosa es lo que es debido a su forma. Es la forma lo que
determina a cada ser individual, lo que distingue un ser individual concreto de otro
ser individual concreto aunque tengan la misma materia. En el ejemplo anterior, es su
forma lo que hace que una silla sea una cosa distinta de una mesa aunque tengan la
misma materia, o un vestido una cosa diferente de un pantalón aunque estén hechos
de la misma tela. Las cosas son lo que son debido no a su materia sino a su forma;
por eso dice Aristóteles que la forma es la causa de que las cosas existan. Las ideasmodelos de Platón, causa de las cosas sensibles, se transforman en Aristóteles en la
forma de las cosas en este único mundo.
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En el mundo sensible, Aristóteles observa lo mismo que Platón: las cosas cambian,
nacen y mueren, todo está en devenir, todo se mueve. La principal característica de la
naturaleza es el cambio, el movimiento. El cambio consiste en que una cosa pierde la forma
que tenía y adquiere otra. Y ¿cómo surge una forma de una materia? ¿cómo le nace a una
materia una nueva forma?
Aristóteles responde a esta pregunta afirmando que cada ser individual posee una
estructura de materia y forma, y posee además otra estructura de potencia y acto.
-La potencia es el conjunto de posibilidades que una cosa encierra. Estas
posibilidades no están desarrolladas en las cosas, pero están contenidas en
ellas. Por ejemplo, un cachorro de león tiene la posibilidad de ser un león, es
un león en potencia; un bloque de mármol tiene la posibilidad de convertirse
en una estatua, es una estatua en potencia, como una tela es un vestido en
potencia. La potencia de una cosa es su capacidad de llegar a ser algo que
todavía no es. Una cosa no es en potencia cualquier otra, no puede llegar a
convertirse en cualquier otra cosa: un cachorro de león es un león en potencia,
pero no un ruiseñor en potencia, y una tela es un pantalón en potencia pero no
un edificio en potencia.
-El acto es el proceso por el que las posibilidades de una cosa se hacen
realidad, sus capacidades contenidas se expresan, sus potencialidades se
realizan. El acto es lo que hace que un cachorro de león se convierta,
efectivamente, en un león; de león en potencia pasa a ser un león en acto; el
bloque de mármol, que era una estatua en potencia, pasa a convertirse
efectivamente en una estatua.
Pues bien, el paso de la potencia al acto es el cambio. El cambio consiste en que una
cosa conserva su materia, pierde su forma y adquiere una nueva forma, que ya tenía pero
estaba en potencia.
Aristóteles dice que cada ser individual se explica por la conjunción de cuatro
factores o causas:
-Causa material o materia: es el sustrato de que las cosas están hechas
(madera, barro, tela, etc.). Materia es aquello de que las cosas están hechas.
-Causa formal o forma: es el contorno y el funcionamiento de una materia, lo
que hace que una cosa sea esa en concreto y no otra (silla, mesa, ánfora,
estatua). Forma es lo que las cosas son.
-Causa eficiente: es el artífice, el instrumento y el proceso por el que existe
una cosa (carpintero, alfarero, escultor, torno, cincel, etc.) Causa eficiente es
el quién o el qué fabrica las cosas, el proceso por el que una cosa llega a ser.
-Causa final: es la finalidad de una cosa, aquello para lo que una cosa sirve
(para sentarse, para escribir, para contener agua, para adornar, etc.)
Todo ser individual, sea natural o artificial, es decir, hecho o no por el hombre, tiene
materia, forma, instrumento y finalidad. Las cosas artificiales están causadas por el hombre,
y en la naturaleza una cosa está causada por otra, y la causa primera es Dios.
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En la naturaleza todo lo que ocurre tiene una finalidad, un fin, sirve para algo. La
finalidad no es exclusiva de las cosas artificiales producidas por el hombre. Por ejemplo, un
animal tiene patas para correr, corre para cazar, caza para comer, come para sobrevivir. Esta
atribución de una finalidad a todo cuanto ocurre en la naturaleza recibe el nombre de
teleologismo, ya que telos en griego significa fin. Aristóteles vivía en un mundo donde los
hombres desarrollaban técnicas, que siempre tienen una finalidad, y podemos decir que en
este punto su concepción de la naturaleza es antropomórfica, pues toma la actividad humana
como modelo de las cosas naturales.
La sustancia
La realidad es para Aristóteles la naturaleza, este mundo, el mundo sensible compuesto por
seres individuales. Los seres individuales son la sustancia primera de la realidad. “Sustancia”
es una categoría ontológica que alude a lo que existe por sí mismo, a lo que no se inserta en
ninguna otra cosa y no necesita por tanto de ninguna otra cosa para ser. Alude también a
aquello sin lo cual no habría realidad, a aquellas entidades sin las cuales la realidad no
existiría.
Para Platón esas entidades son las ideas, que existen por sí mismas y constituyen la
realidad primera, siendo las cosas sensibles una realidad segunda derivada de las ideas. Para
Aristóteles, en cambio, lo que constituye la realidad primera o sustancia primera son los
seres individuales concretos; esas son las entidades sin las cuales no habría realidad. En el
lenguaje la sustancia primera es el sujeto de quien predicamos que es, que existe. Existen los
seres individuales, de cada uno de ellos podemos decir que es, que existe. Los seres
individuales son la sustancia primera.
Pero de los seres individuales, sujetos, sustancia primera, podemos predicar atributos,
es decir, podemos decir de ellos más cosas además de que existen, podemos atribuirles otras
realidades aparte de la existencia. Podemos decir de un ser individual concreto, además de
que existe, que es una persona o que es una mesa, o que es rubio o verde. Los atributos
existen -ser persona o mesa, ser rubio o verde es real- pero no se bastan a sí mismos, pues no
existirían si no existieran los seres individuales concretos de quienes los predicamos. Solo
podemos decir “es una mesa” si existe antes este objeto de quien decimos “es una mesa“. Por
eso los seres individuales son la sustancia primera.
No todos los atributos tienen el mismo rango de realidad. Es diferente decir “Juan es
humano” que decir “Juan es rubio”. En el primer caso, Juan es necesariamente humano para
ser lo que es; si fuera un león no sería Juan, perdería su entidad, no sería ese ser individual
concreto que es. En el segundo caso, Juan podría no ser rubio y seguir siendo Juan, es decir,
no dejaría de ser lo que es, no perdería su entidad por no ser rubio, mientras sí dejaría de ser
lo que es si no fuera humano. Pues bien, esos atributos mayores, esas características
necesarias sin las cuales un ser individual perdería su entidad se llaman especies, y
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constituyen la sustancia segunda. Esos atributos son sustancia -son sustanciales- porque son
esenciales a los seres individuales, que no serían lo que son sin ellos; pero son sustancia
segunda, no primera, porque sin la sustancia primera, es decir, sin los seres individuales
concretos en que se sustentan, no existirían: “es humano” no significa nada sin “Juan”. Esos
otros atributos menores, esas características contingentes sin las cuales los seres individuales
conservarían su realidad se llaman accidentes: si esta mesa verde fuera una silla perdería su
ser, pero no lo perdería si en vez de verde fuera amarilla; ser una mesa es sustancial,
imprescindible, para que este ser individual sea lo que es, pero que sea verde es accidental.
Por eso la sustancia permanece aunque los seres individuales cambien, pero los accidentes
no.
Resumiendo:
-Los seres individuales son la sustancia primera porque sin ellos no habría realidad,
no habría mundo, no habría nada de lo que decir “esto existe”.
-Las especies o clases a las que los seres individuales pertenecen son sustancias
porque sin ellas los seres individuales no serían lo que son, pero son sustancias segundas
porque no existirían sin los seres individuales de quienes se predican.
-Los accidentes no son sustancias porque los seres individuales en que se insertan
pueden prescindir de ellos sin dejar de ser lo que son.
-La sustancia -primera y segunda- permanece a pesar de los cambios, mientras los
accidentes pueden permanecer o no.
El ser humano
El ser humano forma parte de la naturaleza, ocupa el grado superior en la escala de
los seres naturales. La naturaleza está organizada jerárquicamente y en ella los seres están
distribuidos en cuatro grados:
-Los seres inorgánicos o reino mineral.
-Los seres vegetales o reino vegetal.
-Los animales o reino animal.
-Los seres humanos o género humano.
Como todo en la naturaleza, los seres humanos están compuestos de materia y forma
y tienen una estructura de potencia y acto.
La materia del hombre es un conjunto de órganos a los que da forma el cuerpo, pero
los órganos del cuerpo sólo cumplen las funciones vitales a causa del alma. Por eso dice
Aristóteles que la materia del hombre es el cuerpo y su forma es el alma, pues es el alma lo
que anima el funcionamiento del cuerpo y le da vida, es el alma lo que diferencia a un
hombre de un cadáver. El cuerpo tiene la vida como potencia, y es el alma lo que lleva la
vida al acto, lo que hace que el hombre esté vivo.
El alma realiza -pone en acto- las funciones vitales del cuerpo que el cuerpo tiene en
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potencia. Aristóteles pone el siguiente ejemplo: el ojo es la materia de la vista y la vista es el
alma del ojo; si a un ojo le faltase la vista y no pudiese ver, no sería un ojo humano sino lo
mismo que un ojo pintado. Lo que infunde vista al ojo, lo que lo anima, lo que realiza o pone
en acto la función de ver, es el alma.
Por lo tanto, no hay almas inmortales y eternas separadas del cuerpo para Aristóteles,
como las había para Platón. Alma y cuerpo son un compuesto indisoluble; no hay almas sin
cuerpo ni cuerpos sin alma. Los cuerpos sin alma no son seres humanos, son estatuas, o
cadáveres. Cuerpo y alma son inseparables en el hombre. Al perder la vida, el hombre pierde
cuerpo y alma.
Hasta tal punto están unidos el cuerpo y el alma, que Aristóteles no cree que el alma
realice nada por sí misma. Incluso la vida psíquica necesita del cuerpo y es una función del
cuerpo.
El alma es la vida, el principio que infunde vida en los seres, el principio vital, y por
tanto todos los seres vivos tienen alma. Hay tres almas:
-alma vegetativa: anima los procesos de alimentación y procreación.
-alma sensitiva: da vida a las sensaciones, a los estados de placer y dolor y a
los deseos.
-alma racional: anima el raciocinio y el intelecto.
En el reino mineral los seres no tienen alma porque no tienen vida. En el reino
vegetal los seres tienen alma vegetativa, porque su vida se reduce a alimentarse y
reproducirse. Los animales no sólo se alimentan y procrean, sino además desean y sienten
placer o dolor; por eso en el reino animal los seres tienen alma vegetativa y alma sensitiva.
El género humano se alimenta, se reproduce, desea, siente y además piensa y razona, por lo
que los seres humanos tienen alma vegetativa, alma sensitiva y alma racional, y constituyen
por eso el grado superior en la escala de los seres en la naturaleza.
El conocimiento
Conocer es construir conceptos, ideas o juicios universales sobre las cosas. Para
construir esos conceptos partimos de los sentidos.
Los sentidos nos proporcionan percepción; con ellos captamos y observamos la
naturaleza, y distinguimos unas cosas de otras. La percepción es innata, es una capacidad o
facultad que poseemos al nacer, y no es exclusiva de los seres humanos sino también de los
animales. Gracias a la percepción los animales reconocen a sus congéneres, identifican
machos y hembras, distinguen entre enemigos y presas, diferencian entre las plantas que se
comen y las que no, o no confunden el día y la noche. En los animales la percepción es
momentánea y fugaz; funciona mientras aplican los sentidos a la realidad, pero no perdura
cuando los retiran, porque los animales no tienen memoria.
En el hombre, en cambio, la percepción persiste; podemos, por ejemplo, ver un árbol
aunque ya no lo estemos mirando. Eso sucede porque los seres humanos tenemos memoria.
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Gracias a la memoria recordamos, es decir, tenemos presentes las cosas que hemos percibido
sin necesidad de tener los sentidos puestos en ellas. La memoria es exclusivamente humana
y posibilita el aprendizaje.
Con la memoria tenemos muchos recuerdos de una misma cosa, y eso es lo que nos
proporciona experiencia. Tenemos experiencia de algo porque recordamos haberlo sentido, y
lo hemos sentido porque lo hemos percibido. La experiencia es la base del conocimiento.
A partir de la experiencia, hacemos con el pensamiento un ejercicio de abstracción
por el que obtenemos conceptos o ideas, que para Aristóteles son lo mismo. Los conceptos
son nociones o juicios universales sobre las cosas y con ellos construimos las verdades de la
ciencia. Por eso decimos desde Aristóteles que la experiencia es la madre de la ciencia.
Además, dado que los conceptos son universales, pueden transmitirse y el saber puede
enseñarse.
Saber consiste en tener ideas. Las ideas se captan a través del intelecto, de la razón,
pero se construyen en un proceso que empieza en los sentidos y se basa en la experiencia.
Por eso Aristóteles es empirista a diferencia de Platón, que cree que la razón ve directamente
las ideas sin necesidad de los sentidos, y por eso es racionalista.
Aristóteles afirma que hay saberes de tres tipos o tres tipos de saber: productivo,
práctico y contemplativo.
-El saber productivo consiste en conocer las reglas o técnicas para hacer algo.
Sabemos producir algo cuando lo hacemos bien, y hacemos algo bien -por
ejemplo unos zapatos, una casa, un discurso, una obra de teatro, etc.- si
seguimos determinadas pautas o reglas técnicas. Las artesanías, la
arquitectura, la medicina, la retórica o el arte de hacer tragedias o poética son
saberes productivos. Los saberes productivos tienen una finalidad exterior a sí
mismos: son medios para construir cosas.
-El saber práctico consiste en comportarse adecuadamente, en actuar de modo
apropiado. Este saber no consiste en producir algo sino en actuar bien. A
nivel individual el saber práctico es la ética, y a nivel colectivo es la política.
Los saberes prácticos también tienen una finalidad exterior a sí mismos: son
medios para actuar bien.
-El saber contemplativo consiste en hacer teorías de las cosas, en buscar la
verdad de las cosas y hacer con ella la ciencia. A diferencia de los saberes
anteriores, el saber contemplativo tiene su finalidad dentro de sí mismo: no
buscamos la verdad más que para conocerla, no para construir nada útil o
práctico exterior a ella. El saber contemplativo es válido por sí mismo, no
porque produzca cosas o conductas. Este saber nos proporciona felicidad y es
propio de los hombres libres.
Ninguno de estos saberes es innato, todos ellos se adquieren, y se adquieren gracias
al proceso de aprendizaje que hemos descrito: percepción, memoria, experiencia, conceptos.
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Dentro de los saberes productivos, Aristóteles dedica atención a la retórica y a la
poética.
La oratoria o retórica es el arte de hablar bien, una técnica que se aprende y se
enseña, muy importante en la democracia ateniense para desenvolverse en las asambleas y
en los juicios. Los sofistas eran maestros de retórica y Sócrates y Platón los criticaron.
Sócrates y Platón desacreditan la retórica, dicen que no es una técnica válida sino perniciosa,
pues sirve para persuadir o convencer a otro de una opinión y no para buscar la verdad; con
la retórica podemos adular, hacer demagogia o manipular las cosas de modo que el culpable
parezca inocente y viceversa, por lo que la oratoria es una fuente de injusticia.
Aristóteles en cambio defiende la retórica. Su postura no es moralista como la de
Sócrates y Platón. Considera que la retórica es un saber productivo, un saber que define
como la técnica de persuadir mediante la palabra. Dice que la oratoria está expuesta a la
manipulación y al abuso, pues se puede hacer un mal uso, un uso injusto de la facultad de
hablar bien. Pero esta objeción -añade Aristóteles- es aplicable a casi todos los instrumentos,
que pueden ser usados para el bien o para el mal; piénsese por ejemplo en un cuchillo. No
porque puedan usarse injustamente los instrumentos son malos ni debemos descalificarlos; lo
que en cambio debemos hacer es mejorar a los hombres, que son quienes los usan. Los
hombres pueden adularse y engañarse mediante la retórica como dice Platón, pero también
son capaces, afirma Aristóteles, de utilizar esta técnica para pensar, razonar y dialogar.
La poética es la producción de poesía, el saber técnico con el que se hace poesía.
Poesía para los griegos es la épica de Homero y el teatro trágico. La poesía épica cuenta
historias y hazañas de dioses y héroes; se recitaba de boca en boca y de generación en
generación, y ofrecía a los griegos modelos de conducta, por lo que su función era
educadora. Homero era considerado el gran educador de la Hélade. La poesía trágica o
tragedia cuenta historias de héroes que se ven en situaciones terribles que no han buscado,
pero en las que tienen que tomar decisiones de las que sí son responsables. La tragedia,
representada en los teatros, ofrece a los espectadores experiencia y conocimiento de las
pasiones humanas, y su función también era educar a los ciudadanos.
Platón cree que la poesía es inmoral. Los dioses griegos son como los hombres y,
como los hombres, a veces se comportan con virtud y otras veces odian, envidian o engañan.
Platón dice que, dado que los dioses son modelos para los hombres, lo que cuenta la poesía
de ellos ofrece mal ejemplo. Por eso expulsa a los poetas de la ciudad ideal. Además, la
poesía, como todas las artes, es ficción y no realidad auténtica, es copia de la copia de las
Ideas, y por eso no vale. Y también es perniciosa porque todas las artes contienen el germen
del cambio, y en la ciudad ideal el orden debe ser inmutable.
Frente a Platón, Aristóteles es un gran defensor de la poética. Copia la Ilíada para
Alejandro Magno, cita a Homero en sus escritos como una autoridad, y cree que el teatro
trágico enriquece la vida moral de los hombres. En el teatro, dice Aristóteles, el espectador
ve historias ficticias y las vive como si le estuvieran pasando a él, se identifica con los
héroes en un proceso que se llama catarsis. En este proceso el espectador adquiere sabiduría:
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su experiencia de la vida se enriquece con la ficción, su conocimiento de las pasiones
aumenta viendo tragedias, y por ello su conducta en la vida real será más sabia y mejor. Por
otra parte, Aristóteles es amigo de este mundo imperfecto; no busca, como Platón, otra
realidad superior, y además acepta el cambio. Por todo ello defiende la poética como un
saber legítimo y de gran importancia en la vida ciudadana.
La ética
La ética es como la política un saber práctico, y consiste en actuar bien. El saber que
la ética proporciona es la virtud, el bien. El bien es la finalidad de nuestra acción, el para qué
de nuestra práctica, lo que buscamos al actuar. El hombre es un ser que actúa, y actúa porque
busca el bien. La finalidad de nuestra acción es el bien.
A diferencia de las concepciones éticas de Platón, el bien no es para Aristóteles una
idea eterna y perfecta a la que algunos llegan por el camino del conocimiento; es una forma
de actuar accesible a todos los individuos. El bien no concierne tan solo a los filósofos sino a
todos los ciudadanos porque todos los hombres actúan. Y al bien no se llega con la razón
sino sobre todo con la voluntad, con el hábito; la ética no es un conocimiento intelectual sino
un saber de la acción y de las pasiones.
Todos pretendemos ser felices, eso es lo que buscamos al actuar, actuamos para ser
felices. La finalidad de nuestra acción es la felicidad. Por eso, si, como dijimos, la finalidad
de la acción es el bien, el bien y la felicidad son lo mismo. Así como el fin de la medicina es
la salud o el fin de la estrategia es la victoria, el fin de la acción o práctica humana es la
felicidad. La felicidad es el bien supremo del hombre.
Todos estamos de acuerdo en que queremos la felicidad, pero no todos la alcanzamos
de la misma manera, no todos entendemos lo mismo por “felicidad”. Unos identifican la
felicidad con el placer y llaman buena a una vida voluptuosa; otros la identifican con la
riqueza y llaman buena a una vida de negocios, y así sucesivamente. Pero todos se
equivocan, dice Aristóteles, porque la felicidad no consiste en hacer esta cosa en concreto u
otra. Cualquier cosa puede hacernos felices, siempre que la hagamos bien. Es éste el sentido
que tiene para Aristóteles su afirmación de que la felicidad y el bien son lo mismo. Al igual
que decimos de un cuchillo que es bueno cuando corta bien, de un ojo que es bueno cuando
ve bien, o de un arquitecto que es bueno cuando construye bien una casa, el hombre es bueno
cuando, haga lo que haga, lo hace bien.
El bien, la felicidad, la virtud o excelencia consiste en cumplir eficazmente cualquier
función que realicemos. Por eso hay muchas virtudes, una para acción que se realice o para
cada función que se desempeñe: hay una virtud para el padre, otra para el hijo, una para el
amo, otra para el esclavo, una para el médico, otra para el enfermo, una para el político, otra
para el guerrero, otra para el invitado a un banquete, etc. Cada persona, en cada situación,
tiene una función que desempeñar, y puede desempeñarla bien o mal.
Aristóteles agrupa las virtudes en dos tipos, dice que hay dos clases de virtudes:
intelectuales o dianoéticas (dianoia significa en griego pensamiento) y morales o éticas. Las
virtudes intelectuales consisten en el buen funcionamiento del pensamiento; son hábitos que
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nos permiten conocer bien, y nos proporcionan la mayor felicidad porque el conocimiento es
duradero y permanente. Las virtudes morales o éticas consisten en el buen funcionamiento
de la voluntad y de los apetitos; son hábitos que nos permiten decidir bien.
Las virtudes morales o éticas son muchas como dijimos, pero todas tienen en común
el ser el justo medio entre dos extremos o vicios. Cada virtud está justo en medio de dos
vicios, uno de los cuales es un defecto y el otro es un exceso. Por ejemplo, si comemos
mucho nos duele el estómago y si comemos poco nos quedamos con hambre; la virtud a la
hora de comer es no comer demasiado ni demasiado poco; a ese justo medio es a lo que
llamamos comer bien. Del mismo modo, en la búsqueda de placeres eróticos hay un vicio
por defecto que es la abstinencia, y también la insensibilidad o frigidez, y hay un vicio por
exceso que es el desenfreno; el término medio o virtud es la templanza. A la hora de afrontar
peligros el vicio por defecto es la cobardía, el vicio por exceso es la temeridad, y el término
medio es la valentía: la valentía es el justo medio entre la cobardía y la temeridad. A la hora
de gastar dinero es un vicio la tacañería y es un vicio la excesiva prodigalidad; ser virtuosos
gastando consiste en ser generosos, ni tacaños ni derrochadores. No hay ninguna acción o
pasión buena o mala en sí; es buena o mala dependiendo de si la vivimos o no con prudencia.
Enfadarse, por ejemplo, no es una acción necesariamente mala, pero hay que saber
enfadarse:
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona
adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo
correcto, eso no resulta tan sencillo.
Dejando atrás los casos particulares y generalizando, para ser virtuosos en cualquier
faceta de la conducta debemos huir de los extremos y ser moderados, prudentes. La
moderación o prudencia es el justo término medio para nosotros en todo, es lo que nos
permite disfrutar de cualquier cosa sin que nos haga daño. La virtud no consiste, pues, en la
privación de los placeres, sino en vivirlos en su justa medida, de manera que nos sean
favorables.
A la virtud se llega por hábito. Del mismo modo que un violinista se convierte en
virtuoso del violín por repetir y repetir una pieza y ejercitarse, así el hombre llega a actuar
bien por repetir una y otra vez las cosas hasta hacerlas con eficiencia. Y al igual que el
violinista recurre a un maestro, los hombres han de aprender sabiduría moral de los
ciudadanos más prudentes y buenos.
La política
El hombre es un animal político -dice Aristóteles- porque solo viviendo en
comunidad satisface sus necesidades. Quien vive aislado es una bestia o un dios, pero no un
hombre. Los hombres viven en dos tipos de comunidades: la casa o comunidad doméstica y
la polis o comunidad política o ciudadana. Como todo lo que existe en la naturaleza -y el
hombre es parte de la naturaleza-, cada una de estas comunidades tiene una finalidad, tiende
a un fin.
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El fin de la comunidad doméstica es satisfacer las necesidades básicas y cotidianas de
las personas, su alimentación, vestido y sexualidad. En ella conviven elementos
heterogéneos en cuanto a edad, sexo y condición: adultos y niños, hombres y mujeres, libres
y esclavos. Cada uno de estos elementos tiene una función y debe realizarla bien, y para que
cada cual cumpla bien su función tiene que haber en la casa un elemento rector que la dirija.
Este elemento rector de la comunidad doméstica es el hombre libre, el varón libre adulto y
dueño de la casa, que rige a la mujer, a los hijos y a los esclavos. El hombre libre de una casa
es esposo de su mujer, padre de sus hijos y amo de sus esclavos.
La superioridad del hombre sobre la mujer viene dada por la naturaleza, no es fruto
de una convención, pacto o convenio. La finalidad de la relación hombre-mujer es la
reproducción; como en todas las especies animales, los machos y las hembras del género
humano se unen por la tendencia natural a procrear. Una vez constituida la pareja para este
fin, está en la naturaleza del hombre mandar y en la de la mujer someterse. Por naturaleza el
hombre es superior y la mujer inferior, y por eso en la comunidad doméstica el primero rige
y la segunda es regida.
También la relación del padre con los hijos es natural. De la misma estirpe que sus
hijos pero de mayor edad y experiencia, el padre por naturaleza domina a sus hijos y éstos
por naturaleza le obedecen.
La relación amo-esclavo, que algunos sofistas ven como convencional, fruto de la
costumbre, viene dada según Aristóteles también por la naturaleza. Para sobrevivir tenemos
que cubrir las necesidades básicas; alguien tiene que prever esas necesidades y dar las
órdenes pertinentes para producir lo que las satisface, y alguien tiene que ejecutar esas
órdenes. Pues bien, quien prevé con el pensamiento la supervivencia es por naturaleza amo y
señor, y quien ejecuta con su cuerpo las órdenes que éste da es por naturaleza siervo o
esclavo. El señor de la casa tiene la responsabilidad de que la comunidad doméstica alcance
su fin, que es resolver la supervivencia, y para lograr tal fin cuenta con unos medios o
instrumentos que son los esclavos. Del mismo modo que para dirigir un barco el navegante
se sirve del timón, para dirigir la casa el señor se sirve de los esclavos; el timón es un
instrumento inanimado y el esclavo es un instrumento animado. El esclavo no es un hombre,
es una cosa que se posee, un instrumento animado en cuya naturaleza está ejecutar con su
cuerpo las órdenes que el señor da con el pensamiento. No debemos ser anacrónicos al
juzgar a Aristóteles en este punto, pues esa mentalidad estaba generalizada en la Antigüedad
si bien, como dijimos, algunos sofistas opinaban que son las leyes de los hombres y no las de
la naturaleza las que establecen la esclavitud. Por otra parte, hoy hemos eliminado la
esclavitud debido al progreso técnico más que al progreso moral; no existen esclavos porque
existen máquinas. Y Aristóteles lo decía: “Si las lanzaderas tejieran solas, los amos no
necesitarían esclavos”.
Si la casa o comunidad doméstica tiene por finalidad resolver las necesidades
elementales y primarias de las personas, la comunidad política o polis, la ciudad, tiene por
finalidad posibilitar la vida, satisfacer las necesidades secundarias o elevadas del hombre, las
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que se tienen una vez que las necesidades básicas están cubiertas.
La ciudad o polis existe por naturaleza, por naturaleza el hombre es un ser social, un
animal político. Otras especies, como las abejas, son animales sociales, pero el ser humano
lo es en el más alto grado porque la naturaleza lo ha dotado de lenguaje. Con el lenguaje los
hombres hablan de lo justo y lo injusto, de lo que les resulta conveniente o perjudicial, de lo
que consideran deseable o indeseable, y hablando llegan a acuerdos. Esos acuerdos son las
leyes, y el conjunto de leyes es la Constitución de una ciudad. Una Constitución modela una
ciudad, da forma a la vida ciudadana, de tal manera que si la Constitución cambia la vida
ciudadana es diferente. Dice Aristóteles que una ciudad o polis es un conjunto de ciudadanos
que se autogobiernan (se gobiernan a sí mismos) mediante una Constitución.
No son ciudadanos todos los habitantes de la ciudad; las mujeres y los esclavos, sin
los cuales la ciudad no podría existir, no son ciudadanos. Son ciudadanos aquellos habitantes
de la ciudad que tienen derecho a participar en el gobierno, y es la Constitución de cada polis
la que establece si son ciudadanos solo los aristócratas, o los ricos, o todos los hombres
libres. La ciudadanía se hereda de padres a hijos: los hijos de ciudadanos son ciudadanos.
Los ciudadanos no trabajan, trabajar es la función de los esclavos; los hombres libres
viven en el ocio y dedican su tiempo a actividades políticas, artísticas, científicas o
filosóficas. La principal función del ciudadano es hacer política y combatir en caso de
guerra. Para ser un buen ciudadano hay que tener virtud política o justicia, que consiste en
hacer y obedecer las leyes de la ciudad y en tratar a los ciudadanos como iguales. Comete
injusticia y es un mal ciudadano quien desobedece las leyes y quien se relaciona con los
demás tratándolos como desiguales.
El ciudadano representa la plenitud de la naturaleza humana: lo mejor y más grande
que podemos ser en la vida es ciudadanos, es decir, personas adultas, libres, cabales,
razonables, dialogantes, capaces de gobernar y de ser gobernados, de establecer leyes y de
obedecerlas, y de hacer arte, filosofía y ciencia. Ese es para Aristóteles el súmum del ser
humano.
Aristóteles, junto a los estudiantes del Liceo, estudió y comparó las constituciones
escritas de 158 polis griegas, y llegó a la conclusión de que existen tres tipos de regímenes
políticos, definidos según el número de ciudadanos que gobiernan:
-El gobierno de uno se llama monarquía o bien tiranía. La monarquía es el
gobierno de un solo hombre que respeta las leyes de la ciudad y cuenta con el
consentimiento del pueblo. La tiranía es el gobierno de un solo hombre que
adquiere el poder por la violencia, no goza del consentimiento del pueblo ni
respeta las leyes de la ciudad.
-El gobierno de algunos se llama aristocracia o bien oligarquía. La
aristocracia es el gobierno de los mejores ciudadanos, los más virtuosos, y la
oligarquía es el gobierno de los ciudadanos más ricos.
-El gobierno de todos los ciudadanos se llama democracia, y la democracia
puede ser moderada o extrema. La democracia moderada es el gobierno de
las leyes que los ciudadanos hacen y obedecen; en la democracia extrema no
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se respetan las leyes, y en la práctica, aunque en teoría gobiernen todos, la
democracia extrema es el gobierno de los demagogos, que manipulan y
dominan a la mayoría.
Clasificados así los regímenes políticos, Aristóteles se pregunta cuál es el mejor, y
responde que la monarquía, siempre que el rey sea justo y prudente; pero si el rey no es
virtuoso el gobierno de uno será tiranía, que es el peor de los regímenes porque un solo
hombre domina a todos los demás. Y, como no se puede garantizar la virtud política de un
dirigente, como no se puede asegurar que el gobernante sea justo, el mejor régimen político dice Aristóteles- es una mezcla de oligarquía y de democracia: el gobierno de los
propietarios en un Estado donde el mayor número posible de ciudadanos sean propietarios.
Es muy importante para Aristóteles que las leyes sean buenas, pero también que
duren. La duración del orden justo preocupa a Aristóteles tanto como a Platón, pero esa
preocupación no le condujo a imaginar una ciudad cerrada e inmóvil en la que nada
cambiara. Para Aristóteles las leyes deben durar porque así adquieren prestigio y generan
respeto, cosa que no sucede si las cambiamos continuamente. Para hacer buenas y duraderas
leyes que produzcan y conserven un orden justo en la ciudad lo más importante es evitar la
sedición, es decir, la insurrección, la rebelión contra el orden establecido, la guerra interna.
Y la sedición se evita eliminando la causa que la origina, que es la desigualdad. La sedición
está provocada por la desigualdad entre los ciudadanos, porque unos son ricos y otros
pobres, y porque unos gobiernan y otros no. Entre ciudadanos desiguales surge la envidia de
unos y el desprecio de los otros, sentimientos éstos que impiden la concordia y la amistad y
plantan la semilla de la guerra civil. Si queremos evitar la sedición evitemos, pues, la
desigualdad.
La desigualdad está constituida por extremos, y se elimina fomentando en la sociedad
la clase media, compuesta por individuos semejantes en poder político y económico que ni
se envidian ni se desprecian ni conspiran. La clase media es la transposición del término
medio en que consiste la virtud moral a la vida social y ciudadana. Por eso el mejor régimen
político es aquel que mezcla oligarquía y democracia, es decir, aquel en que gobierna la
clase media propietaria en una sociedad donde la mayoría de los ciudadanos pertenece a esa
clase. Los cargos públicos deben ser ocupados eligiendo a los mejores ciudadanos, no por
sorteo. Y es necesario pensar las cosas muy bien antes de cambiar las leyes.
Este régimen -dice Aristóteles- no es el mejor que podemos imaginar ni el más
sublime que podemos concebir en teoría, pero en la práctica es el mejor. Es el mejor porque
es el único libre de sedición o guerra interna, y porque entre la mayoría de los ciudadanos,
aunque unos sean mejores y otros peores, siempre habrá mayor bien y justicia que en un
hombre solo si es un tirano. Una vez más Aristóteles se muestra como un filósofo mundano
y realista que, a diferencia de Platón, no propone utopías ni ideas que no se puedan poner en
práctica.
Aristóteles creía que la comunidad política es un medio propicio para cultivar las
artes, las ciencias, la política y las demás actividades superiores del hombre. Estas
actividades son superiores porque no se realizan necesariamente para sobrevivir, sino se
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hacen libremente una vez que la supervivencia está resuelta. Sólo en la polis se da el clima
de libertad y convivencia que permite al hombre desarrollar sus capacidades más altas.
Pero Aristóteles no pudo salvar la polis. El final de su vida coincidió con el ocaso de
la ciudad-estado como estructura política a causa del imperio que impuso Alejandro Magno,
discípulo suyo por esas ironías de la vida.
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La filosofía en la época helenística
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La filosofía en la época helenística
-La filosofía durante el helenismo
-Las escuelas filosóficas
-La imperturbabilidad
El helenismo es la época que empieza cuando Alejandro Magno, rey de Macedonia, abolió
por la fuerza la autonomía de las polis e instituyó un imperio que extendió por todo el mundo
conocido hasta entonces. Los ciudadanos perdieron su derecho al autogobierno y en Atenas
decayó la vida política efervescente que se había dado durante la democracia. La filosofía
perdió su dimensión pública, su intervención directa en la vida social y política de la polis y
se convirtió sobre todo en búsqueda de la libertad interior, en una reflexión sobre cómo vivir
individualmente del mejor modo posible en circunstancias externas adversas.
En esta época nacieron tres escuelas de pensamiento que se mantuvieron durante el
resto de la Antigüedad, también en el mundo romano: el epicureísmo, el estoicismo y el
escepticismo. Estas escuelas conciben la filosofía como arte de luchar contra la desdicha y
como búsqueda de una felicidad entendida como sosiego vital. La filosofía se entiende como
medicina o remedio contra los males de la vida y como instrumento que nos libera de las
angustias y ansiedades.
Epicuro instituyó una escuela ubicada en una casa con un jardín y conocida por ello
como el Jardín de Epicuro. A diferencia de la Academia y del Liceo, el Jardín albergaba a
una comunidad de personas -hombres, mujeres, libres y esclavos-, que convivían allí
dedicadas al perfeccionamiento personal, al estudio y al cultivo de la amistad.
Según Epicuro los grandes enemigos de la alegría de vivir son los temores, los
prejuicios, las falsas creencias, las pasiones y el dolor.
De entre todos los temores que nos asaltan, el que más nos perturba y angustia es el
miedo a la muerte. Tenemos este miedo porque creemos que no vivir es un mal, pero esta
creencia es falsa, es una superstición. Si pensamos bien este asunto vemos que no hay razón
alguna para temer a la muerte: “Cuando estoy yo, la muerte no está, y cuando está la muerte
entonces ya no estoy yo”. Viendo la muerte de este modo la inquietud que sentimos por el
hecho de que un día no viviremos desaparece.
Creer en cosas infundadas, sean dioses o prejuicios, tampoco ayuda a vivir
libremente. Los dioses no existen, y si existen permanecen indiferentes a la vida de los
hombres, no intervienen en ella ni dan a los hombres indicaciones acerca de cómo deben
vivir. La buena vida no se logra obedeciendo lo que los dioses mandan sino razonando
acerca de lo que nos conviene y siguiendo las indicaciones de la razón. Y razonar consiste
pensar con propiedad, en analizar directamente la realidad sin guiarnos por opiniones
preestablecidas o prejuicios que aceptamos sin crítica, y sin acudir a los demás para
establecer la propia opinión. Es la libertad lo que nos procura una buena vida, y es pensar
con propiedad lo que nos hace libres.
Las pasiones nos esclavizan, son fuente de grandes sufrimientos y zozobras que nos
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quitan el sosiego. No tenemos el poder de no ser sensibles a las pasiones, que nos asaltan
queramos o no, pero sí tenemos el poder de no ceder a ellas, de no darles entrada ni curso en
nuestra vida interior. Epicuro dice que en el universo, del que nosotros formamos parte, todo
está constituido por átomos que son traídos y llevados por la fuerza del azar; pero cada
átomo posee una fuerza propia llamada clinamen, que consiste en su capacidad de desviarse
de allí donde el azar le conduce; por ello no somos libres para no sentir pasiones, pero sí lo
somos para decirles “no” y no dejar que nos posean. De entre las pasiones, la peor por su
intensidad y locura es según Epicuro la pasión amorosa, y para no enamorarnos este filósofo
recomienda tener satisfecho el apetito sexual en relaciones promiscuas y nutrir la afectividad
mediante la amistad, un vínculo que solo nos procura bienes y del que no se derivan penas,
desengaños, obsesiones, celos o ansiedad. También nos perturban la sed de gloria, riquezas y
honor o el éxito político; estos deseos son aparentemente satisfactorios y atractivos, pero en
realidad conllevan peligros, angustia y dolor. La vida política no es interesante para los
epicúreos, que viven al margen de la sociedad en sus propias comunidades y respetan las
leyes cívicas para no ser perturbados en la paz de su privacidad.
El dolor es un mal, es el mal, y el placer es el bien, el principal valor de la vida
moral; debemos gobernarnos interiormente buscando el placer y evitando el dolor. La vida
moral consiste en calcular las consecuencias de nuestros actos en términos de placer y dolor:
si de aquello que nos da placer va a derivarse un dolor mayor, evitémoslo, y si de algo que
nos duele va a seguirse un placer mayor, hagámoslo. El placer para Epicuro no es la euforia,
sino la ausencia de dolor corporal y anímico, la ausencia de sufrimiento físico y de agitación
mental. El mayor bien, por tanto, es la imperturbabilidad, que en griego se dice ataraxia.
También las otras escuelas consideran que la imperturbabilidad es nuestro mayor
bien, y la persiguen por otros métodos.
Los escépticos del movimiento fundado por Pirrón creen que no podemos conocer la
verdad de las cosas, que la lógica de la realidad está fuera de nuestro alcance. Por ello
recomiendan suspender el juicio acerca de cuanto nos sucede, es decir, aceptar lo que nos
ocurre sin juzgarlo como bueno o malo. No podemos saber las consecuencias de las cosas
que nos pasan; es posible que logremos algo que deseamos mucho y nos alegremos por ello,
pero quizá ese logro nos conduce a una desgracia que no podemos prever; del mismo modo,
algo que experimentamos como desgracia nos prepara para una alegría insospechada. Por
ello es inútil y fatuo alegrarnos de nuestra suerte o lamentarnos de ella. La suerte es suerte,
lo que me sucede es “mi suerte”, y esa suerte no es buena ni mala, solo “es”. Desde este
razonamiento vivimos sosegadamente lo que nos va ocurriendo, sin euforias por los logros ni
decepciones por los fracasos.
Los estoicos, el más notable de los cuales es Séneca, piensan que la
imperturbabilidad se alcanza mediante el desapego de los bienes externos, sean riquezas,
honores, hijos o amigos. No abogan por carecer de esos bienes sino por no considerarlos
imprescindibles, de modo que no suframos si los perdemos y permanezcamos indiferentes
ante su pérdida. Este modo estoico de reaccionar ante la adversidad es lo que nosotros
ciframos con la expresión “tomarse las cosas con filosofía”. Para vivir bien los estoicos
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recomiendan además, como los epicúreos, la insensibilidad ante las pasiones o no darles
curso en caso de que nos afecten, pues las pasiones nos hacen vulnerables, son turbadoras,
nos agitan, interrumpen la reflexión, invaden todas las esferas de la vida y nos vapulean
hasta hacernos perder la integridad y la dignidad. Saber vivir es cultivarse interiormente para
no sentir temor, ni esperanza, ni aflicción, ni cólera, ni enamoramiento, ni celos,
manteniéndose constantemente en una alegría serena desprovista de euforia.
Otra cosa que Séneca recomienda para mantener la serenidad es juzgar sin ira lo que
los demás hacen mal. La ira o cólera contra algo que es odioso está justificada
racionalmente, pero nos saca de nosotros mismos, nos descontrola, y por tanto es mejor no
dejarse afectar por ella. No se trata de que no juzguemos a los otros cuando se comportan
mal, sino de que los juzguemos limpiamente, sin ira. Juzgar consiste en señalar con la
severidad necesaria un mal comportamiento con la finalidad de corregirlo, pero si en ello se
entromete la ira buscamos además causarle al otro un mal, aparte de que nos hacemos mal a
nosotros mismos por la perturbación que la ira produce en quien la siente. Para juzgar sin ira
es necesario comprender la vida de los demás, atender a por qué una persona se comporta del
modo en que lo hace, así como tener conciencia de la fragilidad e imperfección humanas, de
que no somos en el fondo distintos de aquel a quien juzgamos y de que no sabemos qué
haríamos si estuviéramos en sus circunstancias. Es la ausencia de ira lo que nos hace
clementes en lugar de rígidos y tajantes.
Los escuelas helenísticas permanecieron vivas, como dijimos, a lo largo del mundo
romano, y desarrollaron, además de las ideas que hemos expuesto aquí, explicaciones del
universo y del conocimiento. Sabemos que Epicuro escribió muchas obras, pero todas se
perdieron; nos quedan solo un par de cartas y algunas crónicas de su pensamiento escritas por
terceros. Séneca también escribió mucho, sobre todo cartas a sus amigos, que sí se conservan.
La filosofía helenística fue despreciada por el cristianismo, que dominó la mentalidad
de las generaciones de hombres que vivieron en la Edad Media y transmitió la filosofía de
Platón y Aristóteles como la filosofía griega. Desde entonces casi todos los historiadores de la
filosofía consideran erróneamente que los pensadores helenistas son filósofos menores, y se
les concede poca importancia y espacio en los programas académicos.
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La filosofía en la Edad Media
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La filosofía en la Edad Media
A lo largo de la Edad Media la filosofía occidental es filosofía cristiana.
La filosofía cristiana es heredera de la griega, en particular del pensamiento de Platón
y Aristóteles, y además el cristianismo aporta un pensamiento nuevo, original, basado en las
creencias propias de esta religión. Estas creencias transforman la mentalidad medieval, que es
diferente de la griega en los siguientes puntos:
1) Para un griego del mundo antiguo la naturaleza existe por sí misma, es una realidad
evidente que no necesita fundamento ni justificación. Que el mundo exista no es un
problema para el sentido común griego; un griego que ha dejado atrás la
mentalidad mítica y ha adquirido la racional no se pregunta por qué existe el
mundo en lugar de no existir, no se pregunta por su origen.
2) La naturaleza es la realidad que genera todas las cosas, todo lo que sucede procede
de la naturaleza y ocurre en virtud de ella.
3) Para un griego lo problemático no es el origen y la existencia de la naturaleza sino
su funcionamiento. A los filósofos griegos no les preocupa por qué existe el mundo
sino cómo funciona, eso es lo que pretenden comprender. Por eso se preguntan de
qué sustancias está hecha la naturaleza, cuáles son las fuerzas que actúan en ella y
cómo esas sustancias se unen y se separan a causa de esas fuerzas para que las
cosas sean como son. La inquietud por el funcionamiento de la naturaleza es el
principio de la ciencia, que alcanzó gran desarrollo en Alejandría en la época
helenística.
4) Según la racionalidad griega el hombre ideal se gobierna a sí mismo. Ser
autónomo, autárquico, independiente y libre es lo que un griego quiere para sí, a
nivel individual y colectivo. Por eso el pensamiento antiguo se ocupó de la vida
buena del individuo y de la sociedad, y abundan las reflexiones sobre ética y
política en la filosofía griega.
5) El mundo para los griegos es inteligible, es decir, puede comprenderse con la
inteligencia, la razón puede conocerlo, y además es interesante conocerlo puesto
que la naturaleza es la realidad por excelencia.
6) Para algunos griegos –Platón o Parménides por ejemplo- existe el mundo perfecto,
incorruptible y eterno del Ser o de las Ideas además de esta realidad sensible,
cambiante e imperfecta del Devenir, pero a ese mundo eterno se accede durante la
vida mediante el proceso del conocimiento.
7) La filosofía griega, oral y pública, forma parte de la vida ciudadana. El filósofo
griego es un hombre público que habla de la naturaleza o de la ciudad en calles,
plazas, mercados, gimnasios o fiestas, y además habla en griego, la lengua de
todos. Por ello la filosofía era una actividad más de la cotidianeidad de la polis y
era accesible a todos aquellos que, hablando y entendiendo griego, se paraban a
escuchar a los filósofos o acudían a conversar con ellos. También se hacía filosofía
en escuelas especializadas como la Academia o el Liceo, o en comunidades
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pitagóricas o epicúreas, en las que ingresaba gente atraída por el afán de
conocimiento o por la forma de vida que esas escuelas y comunidades ofrecían. Por
eso, institucionalizada o callejera, la filosofía griega, expresada en la lengua que
todos hablaban, era pública y ciudadana, accesible por tanto a cualquier interesado
en ella.
8) Un griego concibe el tiempo como un ciclo en el que los acontecimientos retornan
una y otra vez al presente a la manera de la luna, las estaciones, la menstruación,
las fiestas o las cosechas. El tiempo es un círculo donde lo que se vive no queda
definitivamente atrás como pasado, sino retorna nuevamente al presente. La
concepción cíclica del tiempo privilegia el presente, y por eso los griegos sienten el
tiempo como presente y viven en presente. Esta concepción y vivencia del tiempo
se deriva de la religión, del modo en que los griegos imaginan a sus dioses y de las
relaciones que establecen con ellos.
Los griegos conciben a los dioses a imagen y semejanza de los hombres; creen
que hay múltiples dioses y que son antropomórficos, es decir, tienen forma humana
y una vida similar a la de los hombres. Los dioses griegos tienen cuerpo masculino
o femenino, tienen hijos y padres, sentimientos y pasiones, y viven escarceos,
correrías, enredos y aventuras, por lo que la religión griega establece una gran
familiaridad entre dioses y hombres. Además los dioses viven aquí, en el monte
Olimpo, en el mismo mundo que los hombres, e incluso se aparean con los
humanos y engendran con ellos a los héroes, hijos de diosa y hombre o de dios y
mujer, dotados por ello de poderes superiores a los hombres normales. Hombres y
dioses, que comparten este mundo y son iguales en su físico, acciones y
sentimientos, se diferencian sin embargo en algo esencial: los dioses son
inmortales, los hombres mortales; los dioses viven eternamente en este mundo, que
los hombres abandonan al morir. Por lo tanto, según la religión griega, el escenario
de la vida, eterna para los dioses y fugaz para los hombres, es siempre este mundo.
Todos los hombres desean estar junto a sus dioses, reunirse con ellos, y los
griegos estaban junto a sus dioses mientras estaban vivos. El espacio compartido
por dioses y hombres es este mundo y esta vida, por lo que un creyente griego se
siente afortunado por estar vivo y cuando rinde culto a sus dioses está afirmando su
propia vida; independientemente de que la vida sea feliz o desgraciada, es el bien
más preciado por un griego, porque es lo que le une a sus deidades. La religión
griega genera en los creyentes amor a la vida.
El tiempo de la vida es el presente, y ese es uno de los motivos por los que los
griegos conciben el tiempo como un ciclo. En un ciclo el pasado retorna en forma
de presente, un nuevo presente de lo mismo, y el futuro no existe. El futuro es el
tiempo de la muerte.
Todos estos supuestos en los que se apoya el pensamiento y la experiencia vital de los
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griegos y conforman su sentido común cambian en la mentalidad cristiana a través de una idea
inexistente entre los griegos y central en concepción cristiana de la realidad: la idea de que el
mundo fue creado por Dios a partir de la nada. De esta idea brota una nueva interpretación de
la realidad, un nuevo sentido común y otra filosofía, que impera en Europa durante la Edad
Media, cuando el cristianismo, que había surgido como una secta en la Antigüedad romana,
arraigó en la sociedad como religión popular y después, convertido en la religión oficial de
Europa, adquirió enorme poder en todas las facetas de la vida privada y pública a través de la
institución de la Iglesia.
Veamos cómo la idea de creación del mundo a partir de la nada cambia la mentalidad
griega en cada uno de los puntos descritos anteriormente:
1. La existencia de la naturaleza, evidente para un griego, se convierte para un
cristiano en un problema, puesto que en el principio lo que existe es la nada. La
realidad del mundo requiere por tanto una explicación, un fundamento, ya no
es evidente para un cristiano, cuya primera pregunta es por qué el mundo
existe. La respuesta a esta cuestión es que hay una realidad que sí es evidente,
que sí existe por sí misma y que desde la nada creó el mundo, y esa realidad es
Dios.
2. La naturaleza no genera ni produce las cosas, la única fuerza generadora y
productora de realidad es Dios. Todo lo que hay en la naturaleza y todo cuanto
sucede en la vida de los hombres es obra de Dios y ocurre por su voluntad y su
acción. La naturaleza es una realidad secundaria o derivada de la realidad
primera que es Dios.
3. Puesto que Dios es la realidad primera, suprema y creadora, y el hombre y la
naturaleza tienen el rango de criaturas, el conocimiento para un medieval es
conocimiento de Dios. Ese conocimiento se obtiene por revelación, por la fe o
por la razón. La revelación es la comunicación directa de Dios con alguien a
quien elige para dictarle sus designios; la fe es la creencia en Dios, el
sentimiento de estar con Dios desprovisto de justificación racional; y la razón
elabora argumentos lógicos que demuestran que la existencia de Dios es
necesaria.
4. Como la realidad por excelencia es Dios y el mundo es su obra, para un
medieval el conocimiento de la naturaleza y del hombre es derivado,
subalterno, y solo tiene sentido como conocimiento de las obras de Dios. A un
medieval le preocupa la existencia del mundo, que remite a Dios, pero no su
funcionamiento, que remite al mundo mismo, y no reflexiona sobre la mejor
manera en que pueden vivir los hombres porque las leyes morales y políticas
por las que los hombres se rigen están ya preestablecidas por los mandatos o
mandamientos de Dios. La ley emana de Dios, no de los hombres. Por eso, a
diferencia de lo que sucedió en el mundo griego, en la Edad Media la ciencia,
la ética y la política apenas se desarrollan.
5. Para los medievales la realidad está escindida en dos mundos: el mundo
terrenal e imperfecto donde los hombres viven una vida concebida como un
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valle de lágrimas en la que deben purgar el pecado original con que han nacido,
y el más allá o vida eterna, a la que se accede tras la muerte y el juicio final, en
la que espera a los hombres bienaventuranza o condena eterna según hayan
purificado o no sus almas en esta vida.
6. El cristianismo es una religión monoteísta cuyo Dios único, Yavéh, no tiene
cuerpo ni habita en este mundo, y con quien los hombres puros se reúnen al
morir. La muerte, que separaba al creyente politeísta de sus dioses, es lo que
reúne al cristiano con su Dios, y la vida, que unía al griego con sus dioses, es lo
que separa al cristiano de su Dios y se concibe como tránsito a la verdadera
vida que espera tras la muerte. Por eso el culto que rinden los cristianos a su
Dios es un culto a la muerte.
7. Estas creencias son la base de una nueva concepción del tiempo, de una
mutación en la manera de experimentar el tiempo. Si para un griego lo que
importa es la vida y la vida transcurre en presente, para un medieval lo que
importa es la muerte y la muerte está en el futuro. Por eso el tiempo deja de
pensarse como un círculo donde todo vuelva al presente y se convierte en una
línea, una línea con un pasado sin retorno, un presente para purgar el pecado y
un futuro donde espera la salvación. Este tiempo lineal, que nosotros hemos
heredado y vivimos de manera laica como tiempo histórico, procede del culto a
la muerte, y por tanto al futuro, que el cristianismo introduce en la cultura
occidental.
8. En la Edad Media la polis griega como espacio de convivencia ciudadana había
desaparecido. La sociedad medieval no es urbana, es una sociedad feudal
compuesta por castas -señores feudales, siervos de la gleba y artesanos- en las
que los individuos ingresan por nacimiento y a las que pertenecen de por vida.
En esa sociedad la Iglesia tenía el máximo poder en todos los ámbitos de la
vida, también en el cultural. En los monasterios los monjes copiaron las obras
antiguas de filosofía y ciencia, y después nacieron las universidades, cuyas
cátedras estaban ocupadas por el clero. Las universidades eran escuelas que
impartían educación, pero, a diferencia de la Academia o el Liceo, el
conocimiento no se construía entre todos mediante la deliberación y el diálogo,
sino consistía en la transmisión de dogmas que no se sometían a crítica o
discusión.
En las universidades se impartía teología y filosofía, sobre todo la filosofía
de Aristóteles, adaptada a los dogmas de la Iglesia y debidamente limada de
aquellos pasajes que contradicen estos dogmas. Aristóteles era la autoridad
filosófica por excelencia, su filosofía era la filosofía, y los pensadores
medievales, preocupados por Dios y por la teología, se servían del pensamiento
de Aristóteles para ilustrar y transmitir sus convicciones religiosas y teológicas.
La cultura se hacía en latín, lengua que no se hablaba y que solo el clero
aprendía, por lo que la filosofía dejó de ser accesible a cualquiera, como
sucedía en la Antigüedad, y quedó recluida en la institución eclesiástica y
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reservada al clero.
La Edad Media fue un momento particularmente desfavorable y estéril para la
reflexión filosófica. La filosofía quedó encerrada en las instituciones clericales y constreñida a
los fines y objetivos de la Iglesia. Por eso, cuando en el Renacimiento resurgió el pensamiento
libre acerca del mundo y de la sociedad, los filósofos tuvieron que enfrentarse a la autoridad
eclesiástica, produciéndose en la cultura europea un dramático y a veces trágico conflicto
entre autoridad y razón, entre la Iglesia y los filósofos. El cambio en la interpretación y
conocimiento de la realidad que los filósofos llevaron a cabo con respecto al pensamiento
medieval fue muy drástico, tanto que el periodo que siguió a la Edad Media en la historia de la
filosofía se conoce como “revolución científica”.
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La revolución científica
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La revolución científica
-Qué es la revolución científica
-La geometría celeste
-teoría geocéntrica
-teoría heliocéntrica
-Copérnico
-Giordano Bruno
-Tycho Brahe
-Kepler
-Galileo
-objeciones a la teoría heliocéntrica
-La mecánica celeste
-la represión de los científicos
-La revolución de la mecánica
-Aristóteles
-Galileo
-Newton
-Consecuencias de la revolución científica
Qué es la revolución científica
Se conoce como revolución científica el cambio radical en la explicación del mundo que los
filósofos renacentistas llevaron a cabo con respecto al pensamiento medieval. Los filósofos
medievales fundamentaron la naturaleza en Dios y la interpretaron mediante la fe y el
dogma, y los filósofos renacentistas, como los antiguos griegos, explicaron la naturaleza
desde sí misma y haciendo uso de su razón. Este cambio en la explicación de la realidad
produjo una nueva visión del mundo y también del hombre, que adquirió una imagen nueva
de sí mismo y de su poder.
La revolución científica ocurrió entre los siglos XV y XVII, de Copérnico a Newton,
y fue una obra colectiva de numerosos filósofos interesados en la astronomía y en la física.
Significó un gran avance en el conocimiento humano y fue posible gracias a que el latín,
como hoy el inglés, era una lengua franca, común a toda la gente culta cualquiera que fuese
su lengua materna, y también gracias a que la imprenta posibilitó la rápida difusión del
conocimiento. Por eso, aunque Copérnico hablaba polaco, Tycho Brahe danés, Kepler
alemán y Giordano Bruno y Galileo italiano pero todos hablaban y escribían en latín, tenían
fácil acceso a sus investigaciones.
Los científicos renacentistas pensaron en el universo, en su geometría y en su
mecánica. Pensar la geometría del universo consiste en preguntarse cómo se mueven los
astros, qué figuras geométricas describen al moverse en el cielo, y pensar la mecánica celeste
consiste en preguntarse por qué los astros se mueven como lo hacen. Cómo se mueven los
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astros y por qué se mueven así fueron, por tanto, las dos grandes preguntas que impulsaron y
produjeron la revolución científica. La geometría celeste fue obra de Copérnico, Tycho
Brahe, Giordano Bruno, Kepler y Galileo, y la mecánica celeste obra de Galileo y Newton.
La geometría celeste
Los griegos abordaron la cuestión de cómo se mueven los astros, y Aristóteles y más
tarde Ptolomeo construyeron la siguiente teoría como respuesta:
-El universo es finito, tiene un borde o límite.
-El centro del universo es la Tierra, que está inmóvil.
-Todos los astros son esferas perfectas y giran en torno a la Tierra quieta
describiendo círculos. Los astros describen órbitas circulares en torno a la Tierra.
-Si se observa en el cielo que los astros se desvían del círculo que deberían describir
según esta teoría, se justifican esas desviaciones diciendo que su trayectoria describe,
además del círculo principal, otros círculos más pequeños llamados epiciclos. La
razón construye la teoría, y los hechos o fenómenos que aparentemente la
contradicen se interpretan de manera que se ajusten a la teoría, procedimiento que
recibe el nombre de “salvar las apariencias”.
Esta interpretación del movimiento de los astros se llama “Teoría geocéntrica del
universo” y no fue la única que existió en la Antigüedad. Antes de Aristóteles había
reflexionado sobre el cosmos Aristarco de Samos, quien en el siglo V a. C. afirmó que la
tierra gira alrededor del sol, con lo cual fue el primero en hacer una interpretación
heliocéntrica del universo. Sin embargo, sus apreciaciones pasaron desapercibidas o no
fueron tomadas en consideración por los astrónomos hasta Copérnico, que se sirvió de ellas
veinte siglos después, en el siglo XV.
Desde la Antigüedad hasta el siglo XV los astrónomos habían seguido estudiando el
cielo y acumulando datos sobre las posiciones de los planetas, con lo cual, como los planetas
no describen en realidad órbitas circulares, el número de epiciclos se había incrementado
tanto que la teoría geocéntrica se había hecho complicadísima e inverosímil, se había
quedado obsoleta y los astrónomos buscaban una explicación alternativa de los fenómenos
celestes. Entonces Copérnico tuvo la misma intuición que Aristarco: ¿y si fuera la Tierra la
que se mueve y por eso parece que se mueve el sol? ¿y si la apariencia de que el sol gira en
torno a la Tierra no fuera la realidad? ¿y si interpretáramos el movimiento del sol no de
modo absoluto, atendiendo solo a cómo desde la Tierra vemos que se mueve, sino de modo
relativo, poniendo el movimiento del sol en relación con el de la Tierra?
Copérnico extendió esta intuición al movimiento de todos los astros y esbozó la
teoría heliocéntrica del universo de la siguiente manera:
-El universo es finito.
-El centro del universo es el sol.
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-Todos los planetas, incluida la Tierra, se mueven en círculo, describen órbitas
circulares alrededor del sol.
-La tierra tiene dos movimientos: gira en torno a sí misma en el plazo de un día en un
movimiento llamado rotación, y gira en torno al sol en el plazo de un año en un
movimiento llamado traslación.
Copérnico comprobó que los movimientos de los astros cuadran en esta geometría,
responden a esta versión de las cosas con algunas excepciones, excepciones por las que tuvo
que mantener todavía unos cuantos epiciclos. Pero la mayoría de los epiciclos desapareció, la
explicación de los cielos se simplificó, y cuando Copérnico expuso su teoría en un libro
titulado De revolutionibus orbium celestium, los astrónomos la consideraron válida y en su
mayoría la adoptaron.
Giordano Bruno aceptó la teoría heliocéntrica de Copérnico y la enriqueció
afirmando que el universo es infinito.
Tycho Brahe interpretó el universo mezclando la teoría geocéntrica y la
heliocéntrica. Dijo que la Tierra está inmóvil, que en torno a ella gira el sol y en torno al sol
giran los demás planetas. Esta versión de las cosas no fue aceptada por nadie, pero Tycho
Brahe contribuyó a la revolución científica porque era un gran observador del cielo y tenía
una vista prodigiosa, por lo que aportó un ingente número de datos acerca de las posiciones
de los astros en el cielo.
Johanes Kepler conocía la teoría de Copérnico y los datos de Tycho Brahe, que
ordenó en tablas; además era un gran matemático y estaba convencido de que la estructura
del universo es simple; por eso le molestaban los epiciclos que quedaban en la teoría de
Copérnico, que a su juicio sobraban. Derrocó la idea de que el universo es perfecto, o la idea
de que el círculo es la figura geométrica perfecta, y buscó otra figura geométrica en la que
casaran los posiciones sucesivas de los planetas al recorrer sus órbitas. Esa figura es la
elipse, que elimina los epiciclos, y así Kepler aportó a la teoría heliocéntrica la afirmación de
que los planetas describen órbitas elípticas alrededor del sol. Además, Kepler matematizó el
universo, es decir, cifró en fórmulas matemáticas el movimiento de los astros.
Galileo fue el primer hombre que miró el cielo con un telescopio que él mismo
construyó, y a través del telescopio hizo observaciones que demuestran que la teoría
geocéntrica es falsa. Esas observaciones son las siguientes:
-La luna, que a simple vista parece una esfera perfecta, tiene rugosidades y zonas
achatadas en su superficie, con lo cual la afirmación de la teoría geocéntrica de que
todos los astros son esferas perfectas es falsa.
-El planeta Júpiter tiene satélites, es decir, astros que giran en torno suyo, y por lo
tanto es falso que en el universo todos los astros giran en torno a la Tierra.
-La vía láctea, una masa lechosa a simple vista, observada con telescopio aparece
como una reunión de millares de estrellas. Esta observación no demuestra que el
universo es infinito, lo cual es indemostrable, pero señala que sus dimensiones son
extraordinariamente mayores de lo que se pensaba.
57
De este modo, con las aportaciones de todos estos astrónomos, quedó establecida la
teoría heliocéntrica del universo, vigente en la ciencia hasta la actualidad.
Objeciones a la teoría heliocéntrica
Una vez formulada, la teoría heliocéntrica no fue aceptada de inmediato, pues se
hicieron contra ella una serie de objeciones, unas procedentes del sentido común, otras de la
religión y otras de la propia ciencia.
El sentido común niega que la Tierra se mueve puesto que nosotros estamos en ella y
no lo notamos. Por su parte, la Biblia también niega el movimiento de la Tierra porque
algunos de sus pasajes o episodios lo contradicen; por ejemplo, en una guerra que los
israelitas iban perdiendo, Josué, su caudillo, ordenó al sol que se detuviera, cosa que Dios le
concedió; por lo tanto, si creemos en la Biblia e interpretamos literalmente este pasaje,
concluimos que el sol se mueve alrededor de la Tierra. Estas objeciones no fueron
importantes para los científicos, pues la realidad vista por la ciencia se parece bastante poco
a lo que el sentido común nos dice, y la Biblia es un libro sagrado, no un tratado de
astronomía. Pero las objeciones procedentes de la propia ciencia sí fueron relevantes para los
astrónomos, que a causa de ellas dudaron de la validez de la teoría. Las objeciones
científicas, una de carácter geométrico y otra de carácter mecánico, fueron las siguientes:
-Si la Tierra se mueve, tenemos que observar que se mueve el sol y también los
demás astros. Pero esto no sucede, pues una serie de estrellas, las que componen las
constelaciones del Zodiaco, no cambian de posición vistas desde la Tierra y se
llaman por ello “estrellas fijas”.
Los astrónomos renacentistas ya no hacían como los antiguos la operación de
salvar las apariencias, ya no ajustaban los hechos a la teoría de manera forzada;
según ellos, si los hechos no se ajustan por sí mismos a la teoría lo que falla es la
teoría. Por ello pensaron que la teoría heliocéntrica era falsa … a no ser que la
distancia entre la Tierra y las estrellas fijas fuera tan enorme que ese movimiento
resultara imperceptible, como sucede cuando vamos en un barco: si estamos cerca de
la costa en un barco que se mueve parece que la costa se mueve, pero eso no sucede
si el barco está muy lejos. De este modo esta objeción fue superada postulando que
las distancias en el universo son enormes.
-Si la Tierra se mueve, ¿por qué las cosas caen al pie de la vertical desde donde se las
deja caer? o ¿por qué la Tierra no deja atrás la atmósfera al moverse?
Para contestar a estas preguntas hubo que revolucionar la mecánica, asentarla
nuevas bases, tarea que llevaron a cabo Galileo y Newton.
58
sobre
La mecánica celeste
La represión de los científicos
Galileo se enfrascó en la resolución de estas objeciones mecánicas porque se le
prohibió, como a los demás filósofos, difundir la teoría heliocéntrica, y fue perseguido y
silenciado por desobedecer.
La Iglesia prohibió las nuevas ideas científicas porque las consideró un peligro para
los dogmas contenidos en la Biblia. Aparte del episodio de Josué antes citado, la Biblia habla
del hombre como la principal de las criaturas que Dios puso en este mundo, y dice que Dios
creó el mundo para el hombre. Estos dogmas son verosímiles desde la teoría geocéntrica,
que sitúa la Tierra, donde vive el hombre, en el centro de un universo donde todos los astros
giran en torno a ella. Pero a la luz de la nueva astronomía el hombre es un ser más de uno de
los tantos planetas que giran alrededor de un sol en un universo infinito; Dios pudo crear el
universo y ser considerado grande y poderoso por ello, pero no es verosímil que lo haya
creado para el hombre. Por eso la Iglesia mantuvo la verdad de la Biblia y aceptó la teoría
geocéntrica pero prohibió la nueva ciencia, persiguiendo a aquellos que la defendieran y
sometiéndoles al tribunal de la Santa Inquisición, institución cuyo objetivo era mantener
puro el dogma y reprimir las herejías.
Para eludir esta represión Copérnico escribió un prólogo para su libro en el que
indicaba que sus ideas eran elucubraciones e hipótesis sin mucha validez, y por ello De
revolutionibus orbium celestium circuló durante un tiempo sin problemas. Pero cuando los
científicos acogieron con entusiasmo una explicación del universo que llevaban siglos
esperando, el libro de Copérnico engrosó la lista del Índice de los Libros Prohibidos, sus
ejemplares fueron requisados y quemados y sus propietarios castigados.
Giordano Bruno era un hombre menos cauto que Copérnico y más apasionado.
Proclamó a los cuatro vientos que la teoría heliocéntrica es cierta y que además el universo
es infinito, afirmaciones que se convirtieron en cargos que le llevaron a la hoguera.
Tycho Brahe, asustado por estos acontecimientos y queriendo dar razón a la vez a la
Iglesia y a la ciencia, hizo la composición que nadie aceptó entre la teoría geocéntrica y la
heliocéntrica que señalamos antes.
Johanes Kepler no fue reprimido porque en Alemania corrían los vientos de la
Reforma protestante y además estaba protegido por un príncipe.
Y Galileo, que era profesor en la universidad de Padua y explicaba en sus clases la
teoría heliocéntrica, no se arredró ante las amenazas de la Iglesia porque su amor a la verdad
y su honradez científica eran más fuertes que su miedo. Fue encarcelado y juzgado, y como
no tenía, como Giordano Bruno, madera de mártir, abjuró ante el tribunal de la Inquisición
de sus convicciones científicas y prometió no volver a tratar en público ni en privado,
oralmente ni por escrito de la nueva teoría. Galileo no soportó esta humillación, tenía setenta
años y murió un año después de su juicio, pero durante ese tiempo se dedicó a pensar en los
problemas mecánicos suscitados por la nueva astronomía, y así fue como revolucionó la
mecánica, que hoy es una rama de la física.
59
La revolución de la mecánica
La revolución de la física, como la de la astronomía, fue un cambio de supuestos con
respecto a la ciencia griega, supuestos que, una vez más, había formulado Aristóteles y eran
los siguientes:
-El estado natural de los cuerpos es el reposo, un cuerpo por naturaleza está quieto.
-La gravedad, es decir, el hecho de que los cuerpos caigan a la Tierra, se explica
porque la Tierra está en reposo y los cuerpos buscan su estado natural.
-Como el estado natural de un cuerpo es el reposo, para que un cuerpo se mueva tiene
que pasar de la quietud al movimiento, y pasa de la quietud al movimiento porque
actúa sobre él una fuerza. Un cuerpo se mueve porque es movido por algo, y el
primer motor es Dios.
Estas ideas agradaban a la Iglesia, que se servía de ellas para explicar la necesidad de
Dios como Primer Motor. Dios era creador según la Biblia, y motor según la filosofía. Pero
Galileo cambió estos supuestos de la siguiente forma:
-El estado natural de un cuerpo es o bien el reposo o bien el movimiento uniforme, es
decir, por naturaleza un cuerpo está quieto o bien está moviéndose siempre a la
misma velocidad.
-Para que un cuerpo se mueva no tiene que actuar sobre él ninguna fuerza externa; se
mueve solo, en virtud de una fuerza interna que se llama inercia. Una fuerza externa
cambia su movimiento, pero no inicia su movimiento. Un cuerpo se mueve por la
fuerza de la inercia y cambia su movimiento a causa de otras fuerzas.
La ley de inercia permite resolver la objeción antes citada y otras del mismo tipo: un
cuerpo cae al pie de la vertical desde donde se le deja caer porque está afectado por dos
fuerzas: la gravedad, que lo atrae a la Tierra, y la inercia, por la que se mueve con la Tierra.
Desde Galileo al universo no le hace falta ningún primer motor, ningún Dios que lo
mueva; los cuerpos quizá se muevan por la acción de Dios, pero sobre todo lo hacen por la
fuerza de la inercia. El universo se configura como un gigantesco mecanismo, como una
gran máquina; por eso esta etapa de la física, que terminó con Einstein, se llama
“mecanicismo”.
Newton partió de la ley de inercia formulada por Galileo y la completó con la ley de
la gravedad para explicar por qué los astros se mueven como lo hacen: En el universo todos
los cuerpos se atraen; se atraen con mayor fuerza mientras más masa tengan y mientras más
cerca estén, y con menos fuerza mientras menos masa tengan y mientras más lejos estén, y
esta fuerza puede calcularse mediante una fórmula matemática.
De este modo Newton coronó la revolución científica: los cuerpos en el universo
describen órbitas elípticas alrededor del sol, y lo que los hace moverse de ese modo es la
60
fuerza de la inercia y la fuerza de la gravedad.
Consecuencias de la revolución científica en la filosofía
La revolución científica fue el principio del modo de conocer que llamamos ciencia,
la forma de conocimiento que impera hasta el día de hoy. Desde entonces pensamos que el
método válido para conocer el mundo y saber cómo funciona no es escuchar los dogmas de
los libros sagrados, sino hacer uso de la razón y comprobar en la experiencia lo que la razón
concibe; de este modo se construyen las leyes de la ciencia, que además se formulan
matemáticamente, como hicieron Kepler, Galileo y Newton. La revolución científica fue una
mutación en la forma de conocer el mundo, y convirtió el conocimiento en la principal de las
cuestiones de las que se ocuparon los filósofos de la Edad Moderna. De ahí que en la
filosofía moderna recibiera un gran impulso la epistemología.
.
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La epistemología moderna antes de Kant
(Descartes y Hume)
62
La epistemología anterior a Kant: Descartes y Hume
-Introducción
-Descartes
-Hume
Introducción
En la Edad Moderna hay dos corrientes filosóficas, el racionalismo y el empirismo, y ambas
son hijas de la revolución científica y del modo de conocer que esta revolución inauguró.
Este modo de conocer consiste en lo siguiente:
-La realidad por excelencia es el mundo, no Dios, y el conocimiento del mundo lo
proporcionan la ciencia y sus teorías, no la religión y sus dogmas.
-La ciencia se construye con la razón y también con la experiencia. Lo que la razón
piensa del mundo debe ser corroborado por lo que los sentidos observan.
-Las leyes de la ciencia, como hicieron Kepler, Galileo y Newton, se expresan
matemáticamente, es decir, mediante fórmulas matemáticas.
-En el conocimiento científico son tan importantes e imprescindibles la razón y la
matemática como lo empírico y la experiencia. El método que utiliza un científico
para conocer el mundo es un método empírico-matemático.
Dado que ante la revolución científica aparece como inservible o falso todo el conocimiento
anterior, tanto el medieval basado en la teología como la ciencia aristotélico-ptolemaica de la
Antigüedad, y dado que filosofía y conocimiento eran sinónimos, sucede que la filosofía
entra en una gran crisis: su pasado no vale. Por eso la gran preocupación de los filósofos
modernos es que en adelante se conozca bien, que el conocimiento tenga una base sólida.
Los filósofos modernos se preguntan en qué consiste conocer y qué actividades mentales nos
proporcionan conocimiento y cuáles no. Como la reflexión sobre el conocimiento se llama
“epistemología”, podemos decir que gran parte de la filosofía en la Edad Moderna,
racionalista o empirista, es epistemología.
El racionalismo y el empirismo coinciden en que consideran el modo de conocer de
la ciencia, es decir, el método empírico-matemático, como modelo del verdadero
conocimiento. Y se diferencian en que el racionalismo privilegia la razón y la matemática,
cree que llegamos a conocer la verdad sobre todo mediante la razón y la matemática,
mientras que, según el empirismo, la experiencia es imprescindible para conocer; la razón
por sí sola -dicen los empiristas- no basta; la razón sin la experiencia no puede conocer el
mundo.
René Descartes y Emmanuel Kant son filósofos racionalistas y Davis Hume es un
filósofo empirista.
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Descartes
-La duda como método
-La verdad del pensamiento
-La verdad de Dios
-La verdad del mundo
Descartes busca el conocimiento verdadero, la verdad, y se pregunta por el método
para llegar a ella: ¿qué debemos hacer para conocer la verdad? Su respuesta es que para
llegar a la verdad hay que empezar por dudar de todo: el método para llegar a la verdad es la
duda, dudar sistemáticamente de todo, poner en entredicho todo lo que consideramos que es
cierto, todo lo que creemos saber con certeza.
Descartes duda en primer lugar de que la realidad misma sea verdad. Cuando
estamos dormidos y soñamos tenemos sensación de realidad; para nosotros es cierto lo que
nos está ocurriendo, pero solo es un sueño. ¿Cómo podemos estar seguros de que no sucede
lo mismo en la vigilia? ¿Y si la vigilia fuera a su vez un sueño y tuviéramos sensación de
realidad como la tenemos en los sueños? Pero aunque supongamos que la realidad es cierta,
dice Descartes, podemos seguir dudando de lo que sabemos, de los conocimientos que
obtenemos tanto a través de los sentidos como de la razón.
A través de los sentidos percibimos cosas que nos parecen ciertas, pero los sentidos
pueden engañarnos, pueden proporcionarnos una información errónea que en principio nos
parece verdadera; por ejemplo, puede suceder que miro una torre de lejos y la torre me
parece redonda, pero cuando me acerco compruebo que es octogonal. Los sentidos no son
fiables, y podemos dudar que sea cierta la información que recibimos a través de ellos. Las
verdades procedentes de los sentidos son, pues dudosas, y también son dudosas las verdades
procedentes de la razón.
Las verdades procedentes de la razón son las matemáticas. Las matemáticas son
productos únicamente de la razón, en ellas no intervienen los sentidos engañosos, son
precisas y exactas, son verdaderas. Eso creemos, dice Descartes, pero tampoco podemos
estar seguros del todo. No podemos estar absolutamente seguros de que las matemáticas son
verdad porque es posible que nuestra razón esté manipulada por un genio maligno que nos
haga construir ecuaciones falsas que nosotros creemos verdaderas. El genio maligno es en la
argumentación de Descartes como el demiurgo en la argumentación de Platón: una figura
mítica, no racional, de su filosofía.
De este modo Descartes aplica el método de la duda a todo lo que conocemos,
desconfía por principio de la verdad de todo cuanto creemos cierto. Por este camino podía
llegar a dos sitios: o bien al escepticismo radical, cuya única certeza es que la verdad no
existe, o bien al hallazgo de una verdad indudable, evidente, una verdad de aplastante certeza
sobre la cual sea imposible dudar, una verdad tan evidente que la aceptemos sin que nos
quepa duda alguna. Esta segunda posibilidad era la que Descartes buscaba, y por eso fue ahí
adonde llegó. Esa verdad absoluta, rotunda, evidente, cierta e indudable es la existencia del
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pensamiento: existe el pensamiento. Veamos a continuación cómo llega Descartes a esa
verdad.
Puedo dudar -dice- de que lo que entra en mi pensamiento por los sentidos sea cierto;
puedo dudar de que lo que está en mi pensamiento porque lo construye la razón sea cierto;
puedo dudar de si estoy dormido o despierto, acerca de todo eso siempre puedo albergar
dudas. Pero nunca puedo dudar del hecho de que yo estoy pensando. Mis pensamientos
pueden ser falsos, pero que yo estoy pensando es absolutamente cierto, de eso no me cabe
ninguna duda. Por tanto -dice Descartes- existe el pensamiento, existo yo pensando, pienso,
luego existo. Eso es lo único seguro, cierto, indudable. El pensamiento es la única realidad
de la que podemos estar seguros.
Afirmar que las ideas del pensamiento constituyen la verdadera realidad, la realidad
primera, y de ellas proceden las cosas -que es lo que dice a su manera también Platón- es una
posición ontológica que recibe el nombre de idealismo. El idealismo se opone al realismo,
que cree que la realidad primera son las cosas y las ideas se construyen a partir de las cosas.
Según el idealismo existe el pensamiento, lo evidente es el pensamiento, y si queremos estar
seguros de otras verdades, por ejemplo de que existe el mundo, tenemos que extraer esas
verdades del pensamiento. Veamos cómo lo hace Descartes.
Tenemos ideas sobre el exterior, pensamientos sobre las cosas del mundo. Esas ideas
existen con seguridad, pero no está claro que existan las cosas del mundo a que esas ideas se
refieren. Por ejemplo, tenemos en la mente una idea del sol y es evidente que esa idea existe,
pero que el sol existe independientemente de la mente no es evidente. De que tengamos una
idea acerca de algo no se desprende que ese algo exista. Esta falta de evidencia afecta a todas
las referencias de nuestras ideas, es decir, a todas las realidades externas a la mente a que se
refieren nuestras ideas. Afecta a todas menos a una: Dios.
Dios es una idea de la que sí se desprende que su referencia -Dios- existe. Así como
la idea del sol contiene que el sol tiene luz, rayos, calor, etc., la idea de Dios contiene Dios
es bueno, justo, sabio, misericordioso, omnipotente y existe necesariamente. Por lo tanto, de
la idea de Dios se desprende que Dios no es solo un pensamiento sino además una realidad
que existe fuera de la mente. Este argumento para demostrar que Dios existe se llama
argumento ontológico, había sido usado en la Edad Media por San Anselmo y es, como el
genio maligno, otra gran falla de la filosofía cartesiana. Pero para Descartes es válido. Por lo
tanto, ya sabemos con certeza que existe el pensamiento -la sustancia pensante- y que existe
Dios -la sustancia divina.
De la realidad del pensamiento se desprende la realidad de Dios, y de la realidad de
Dios se desprende la existencia del mundo y la verdad de las matemáticas. ¿Cómo?
Por una parte, como existe Dios, ningún genio maligno puede engañarnos, y por
tanto las verdades matemáticas que la razón construye son ciertas. Por otra parte, puesto que
Dios es bueno y justo y ha creado el mundo, su existencia garantiza que las ideas que
tenemos de las cosas se corresponden con cosas que realmente existen fuera de la mente. Y
como esas ideas son ideas complejas compuestas de ideas más simples -por ejemplo la idea
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del sol se compone de la idea de luz, la idea de rayos, la idea de calor, etc.- Descartes ve el
mundo, la naturaleza, como una composición de puntos, superficies y volúmenes a la que
llama sustancia extensa.
Por lo tanto, para Descartes existen tres realidades, tres sustancias: el pensamiento,
Dios y el mundo, o lo que es lo mismo, la sustancia pensante, la sustancia divina y la
sustancia extensa.
A pesar de la enorme importancia e influencia que tuvo en su momento el
pensamiento de Descartes, para nosotros hoy es mucho más interesante y actual la filosofía
empirista de Hume.
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David Hume
-Cómo construimos las ideas
-sensaciones
-impresiones
-ideas
-Cómo conocemos el mundo: el proceso del conocimiento
-La causalidad
-La inducción
-El escepticismo
Cómo construimos las ideas
A diferencia de Descartes, Hume es un filósofo totalmente evolucionado en quien no queda
vestigio alguno de la forma medieval de conocer, basada en la existencia de Dios.
Según Hume existe la naturaleza, y nosotros, seres naturales, la conocemos con
nuestro entendimiento, que es limitado. No existe dentro de nosotros nada parecido a un
sujeto pensante o un “yo” que conoce: conocer consiste en entender la naturaleza, y la
entendemos porque la explicamos con ideas, porque nos hacemos ideas acerca de ella.
Construimos esas ideas del siguiente modo:
-Tenemos sensaciones externas o internas, generadas por nuestros sentidos y
emociones. Sensaciones externas son las que nos producen los sentidos y sensaciones internas
son las que nos producen las emociones: siento dolor cuando toco fuego, el dolor es una
sensación externa; siento miedo en la oscuridad, el miedo es una sensación interna.
-Las sensaciones dejan huella en la mente, generan en nuestra mente impresiones: lo
que sentimos, por ejemplo dolor o miedo, a la vez que lo sentimos se nos graba o imprime en
la mente. Por tanto, al mismo tiempo que tenemos una sensación en el cuerpo o en el espíritu
tenemos una impresión de esa sensación en la mente.
-Una vez llegadas a la mente procedentes de los sentidos, las impresiones generan
ideas. Con las ideas podemos evocar sensaciones aunque no las estemos teniendo en ese
momento, o podemos imaginarlas, recordarlas pensarlas, mezclarlas, aumentarlas, etc.
Las ideas se originan en las impresiones y las impresiones se originan en las
sensaciones, por lo que no hay nada en la mente que no proceda en última instancia de los
sentidos; no tendríamos pensamientos si no tuviéramos sensaciones. Es cierto que puedo
tener la idea de una montaña dorada aunque no la haya visto nunca, o puedo tener la idea de
un unicornio aunque no exista; pero solo puedo tener esas ideas porque he observado con los
sentidos las montañas y el color dorado, o caballos y cuernos; tengo esas impresiones
grabadas, y obtengo la ideas mezclándolas en la mente. Dice Hume que una prueba de que
esto es así es que alguien privado de un sentido -por ejemplo un ciego- y privado por ello de
una sensación -por ejemplo el color- no puede hacerse una idea de esa sensación; si le
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devolvemos a esta persona ese sentido -sigue Hume- no solo le abrimos un cauce a sus
sensaciones, sino también a sus ideas.
Hume aplica este razonamiento a todas las ideas que tenemos sobre la realidad,
incluso a ideas abstractas como “Dios”. Concebimos un ser sumamente bueno, sabio, justo,
misericordioso, todopoderoso, etc. porque tenemos experiencia de la bondad, la sabiduría, la
justicia o el poder, y lo que hacemos es aumentar esas sensaciones hasta el infinito; de este
modo construimos la idea de Dios.
Por lo tanto, el único camino para nuestras ideas sobre el mundo son las sensaciones.
No hay ideas innatas como afirman Descartes o Platón. Al nacer nuestra mente está vacía, es
una tabula rasa. Nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos. Hume es un
filósofo empirista.
Cómo conocemos: el proceso del conocimiento
El conocimiento tiene dos facetas: el conocimiento matemático y el conocimiento del
mundo.
El conocimiento matemático consiste en tener ideas construidas por la razón. Las
ideas matemáticas se llaman “relaciones de ideas”, son operaciones de la razón, son ideas apriori, que significa independientes de la experiencia, ajenas a los sentidos, y no nos dicen
nada acerca del mundo.
El conocimiento del mundo consiste en tener ideas sobre la naturaleza, sobre el
mundo que existe objetivamente, sobre los hechos de la realidad. Esas ideas se llaman
“cuestiones de hecho” y las construimos captando hechos con los sentidos, estableciendo
entre esos hechos relaciones de causalidad y generalizando esas relaciones por inducción.
Veámoslo:
-Captar hechos es observar fenómenos con los sentidos, lo cual genera, como
sabemos, impresiones e ideas.
-Asociar los hechos mediante la causalidad consiste en considerar que un fenómeno
es causa de otro, o efecto de otro. Por ejemplo, observamos que la Tierra está inmóvil,
observamos que el Sol se mueve en torno a la Tierra, y asociamos ambos hechos diciendo
que vemos que el Sol se mueve porque gira en torno a la Tierra inmóvil.
Sin embargo, así como los hechos están en el mundo y los observamos, la causalidad
no está en el mundo, no es un hecho de la naturaleza: es una operación de nuestra mente.
¿Podríamos entonces establecer otra causalidad, otro porqué, entre los mismos hechos? Sí
podemos; en el ejemplo anterior, podemos asociar los hechos que observamos diciendo que
desde la Tierra parece que el Sol se mueve porque la Tierra gira sobre sí misma.
-La inducción, que también es una operación de nuestra mente, es un razonamiento
cuya conclusión tiene mayor alcance que las premisas; por ejemplo, si todos los cisnes que
yo he visto y que otros han visto son blancos, yo concluyo que todos los cisnes son blancos.
Pero no es imposible que alguna vez alguien vea un cisne que no sea blanco. Probablemente
todos los cisnes son blancos, pero probable no es lo mismo que cierto.
Y como todo lo que la ciencia sabe de la naturaleza lo sabe a través de la
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observación, pero también de la causalidad y de la inducción, nuestro conocimiento del
mundo es probable, no seguro, y puede suceder que nuestras ideas acerca de la naturaleza
estén equivocadas. De hecho en la ciencia muchas teorías se abandonan porque aparece un
hecho que nadie había observado antes y las contradice.
Tenemos, sin embargo, sensación de certeza, no nos preguntamos si el río va a ir del
mar a la montaña o si el sol saldrá mañana. La fuente de esa certeza no es la razón, que nos
enseña que la certeza no existe o está por encima de nuestras posibilidades; la fuente de
nuestras certezas es la costumbre: estamos acostumbrados a que las cosas sucedan como lo
hacen y suponemos que siempre van a suceder del mismo modo, atribuimos a la naturaleza
un “principio de uniformidad”, pero esa uniformidad es una creencia de nuestra mente, no
una cualidad de la naturaleza.
Por lo tanto, las explicaciones de la naturaleza que hace la ciencia no son verdades
sino versiones, y las leyes de la ciencia no son verdaderas sino están vigentes hasta que
alguien establezca otra causalidad entre los mismos hechos. Este es el motivo por el que la
ciencia no es una acumulación de verdades; por el contrario, la historia de la ciencia está
llena de revoluciones en que unas teorías desbancan o derrocan a las que hasta entonces se
consideraban válidas. La verdad o certeza en nuestro conocimiento del mundo no existe.
Esta postura epistemológica que niega que la verdad exista se llama escepticismo y se opone
al dogmatismo, consistente en la convicción de que la verdad sí existe y es la misma siempre
y para todos. Hume es, pues, un filósofo escéptico; cree que hay certeza en las matemáticas,
donde no operamos mediante la causalidad ni mediante la inducción, pero las matemáticas
no explican la naturaleza.
Nuestro conocimiento del mundo es, pues limitado, y está determinado por
operaciones psicológicas y sujetivas de nuestra mente, en especial por la asociación de ideas
mediante la causalidad. Nuestro entendimiento funciona de tal forma que no tenemos acceso
a la objetividad y a la certeza, lo cual no es ninguna desgracia según Hume: el escepticismo
es un antídoto contra la intolerancia y la guerra que suelen segregar quienes se creen en
posesión de la verdad, y quienes creen que la verdad se fundamenta en Dios.
Dios, el alma o el yo, esas entidades metafísicas, son construcciones mentales que
tienen tanta realidad como las hadas o los unicornios, supersticiones que haríamos bien en
arrojar al fuego. Veamos qué piensa Hume del yo y de Dios
Para Descartes existe el yo pensante; existe el pensamiento, y para que un
pensamiento exista hace falta alguien que lo piense, hace falta un yo, un sujeto; el yo es la
sustancia pensante, lo que sustenta el pensamiento. Hume, en cambio, no cree que el
pensamiento necesite de un yo o sujeto que lo piense, los contenidos mentales no requieren
un sustrato para existir, existen sin nada que los sustente, el pensamiento existe por sí
mismo, la sustancia pensante de Descartes sobra. Cuando hacemos introspección, es decir,
cuando miramos dentro de nosotros, encontramos pensamientos, pero no encontramos
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ningún yo. Desaparecidos los pensamientos, no queda sustancia alguna. No hay yo, no hay
alma para Hume, ni por tanto alma inmortal.
Respecto a Dios, Hume critica los argumentos con que Descartes demuestra
pretendidamente su existencia, así como otros argumentos que otros autores usan. Los
argumentos de Descartes son argumentos a-priori, independientes de la experiencia, y son
para Hume “relaciones de ideas” matemáticas. Decir, por ejemplo, que Dios es infinito y
nosotros no y que por ello, dado que tenemos la idea de un ser infinito, ese ser infinito ha de
existir fuera de nosotros, es hacer una deducción matemática que nada nos dice del mundo.
La existencia es una propiedad de los hechos y es preciso observarla con los sentidos, la
existencia es una cuestión de hecho, una cuestión empírica, y no puede probarse a-priori ni
en Dios ni en ningún otro ser. Para poder decir que Dios existe ha de ser percibido, cosa que
no sucede.
Otro argumento comúnmente usado para demostrar la existencia de Dios es el
llamado “argumento de designio”, que parte del orden de la naturaleza y, utilizando
analogías, le atribuye un diseñador: al igual que la existencia de una casa supone la
existencia de un arquitecto y la existencia de un reloj la de un relojero, la naturaleza, que es
un mecanismo ordenado como la casa y el reloj, necesita un diseñador u ordenador, que es
Dios. Hume dice que el razonamiento analógico, que extrae conclusiones de un hecho
basándose en hechos parecidos, es una forma débil de razonamiento que carece de
convicción. La analogía es verosímil cuando los casos que se comparan son muy parecidos;
por ejemplo, cuando probamos en animales medicamentos para humanos estamos haciendo
una analogía, y es más probable que los medicamentos funcionen en humanos si funcionan
en los cerdos -que están más cerca biológicamente de nosotros- que si funcionan en peces o
en ratones; mientras menos diferencia haya entre los casos que se comparan más valor tiene
la analogía. Pues bien, Hume dice que hay una enorme diferencia entre una casa y un reloj y
la totalidad del universo, y que, además, comparar a Dios con arquitectos o relojeros es
atribuir a la divinidad características humanas que rebajan su estatus. Además, dice Hume,
es posible que el universo se haya producido al azar, sin designio ni diseño previo.
Así pues, no hay pruebas de la existencia de Dios, ni de su no existencia. Este asunto
escapa a la razón, nuestra razón no puede abordarlo, no tenemos esa capacidad, y haríamos
bien en dejar a Dios fuera de la filosofía. Ningún Dios crea el mundo ni fundamenta la
verdad, como dice Descartes, ni tampoco nuestro sentido del bien y del mal, nuestra ética.
La ética
La moral es el universo de normas y deberes que rigen las acciones. Hume cree que pensar
en ella es importante para la paz de la sociedad.
En el plano moral distinguimos entre vicio y virtud, entre acciones censurables y
elogiables. ¿De dónde proceden estas distinciones, de la experiencia o de la razón? ¿Cuál es
la fuente de la moralidad?
Hay quienes afirman que la razón es la fuente de la moralidad, es decir, que la virtud
se conoce por medio de la razón y consiste en actuar según la razón. Como la razón es
idéntica en todos los seres racionales, las normas sobre lo justo y lo injusto son las mismas
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para todos, el bien y el mal son universales como la razón. Pero ¿es esto cierto? ¿conocemos
el bien y el mal utilizando la razón? Hume dice que no, por los siguientes motivos:
En primer lugar, la razón por sí sola es impotente para suscitar conductas. La razón
no puede impedir una acción o producirla por el solo hecho de aprobarla o condenarla. Por
eso muchas veces pensamos que está mal una cosa y aún así la hacemos, o pensamos que
está bien otra y no la hacemos; por ejemplo, la razón dice que lo bueno es estudiar todos los
días, lo sabemos, pero no por ello lo hacemos.
En segundo lugar, en un razonamiento correcto no podemos introducir en la
conclusión algo que no esté en las premisas, y en la moral hacemos eso continuamente; por
ejemplo, partimos de que estudiar todos los días ayuda a cimentar bien lo que vamos
aprendiendo, y llegamos a la conclusión de que debemos estudiar todos los días. Pero ese
debemos no estaba, lo ponemos en la conclusión. En moral hacemos eso continuamente,
pero la razón no lo permite. De hecho ese razonamiento es una falacia -un razonamiento mal
hecho- llamada “falacia naturalista”.
Los juicios morales, por lo tanto, no proceden de la razón. ¿Proceden entonces de la
experiencia?
Analicemos, dice Hume, una conducta que consideramos mala, depravada, un
asesinato por ejemplo. Si nuestros juicios morales procedieran de la experiencia, la
depravación tendría que estar en el mundo como un hecho y nosotros podríamos observarla;
sin embargo, cuando examinamos un asesinato encontramos sangre, cuchillo, cadáver,
encontramos motivos, deseos, pensamientos, odio en quien lo comete, pero no encontramos
nada que sea el vicio o la depravación. Por lo tanto, nuestros juicios morales no proceden
tampoco de la experiencia. ¿De dónde proceden, pues? ¿dónde encontramos el mal?
Encontramos el mal cuando reflexionamos sobre la acción -el asesinato en este casoy nace dentro de nosotros un sentimiento de desaprobación, una emoción de disgusto. Ese
sentimiento o emoción sí existe, y es la fuente de nuestros valores morales. A aquellas
acciones que suscitan en nosotros emociones de censura o disgusto las llamamos malas, y a
aquellas que nos producen sensaciones de aprobación y gozo las llamamos buenas. El bien y
el mal, el vicio y la virtud no son cualidades de las acciones, sino emociones y sensaciones
de satisfacción o insatisfacción que se despiertan en nosotros al contemplar las acciones.
Por lo tanto, la moral no es cuestión de entendimiento y de razón, sino una cuestión
de emoción, sentimiento y gusto, como la belleza. La naturaleza humana está constituida de
tal forma que aprueba o desaprueba los actos según las emociones que se despiertan en el
hombre cuando los contempla.
Conclusión
En conclusión, la filosofía de Hume no ataca la razón pero mide su alcance, descubre
sus límites y la destrona como fuente de certeza absoluta en nuestro conocimiento y en
nuestra acción. De este modo Hume ataca la Metafísica y desmiente que la ciencia sea
71
absolutamente cierta y que los valores morales sean universales.
Por ello un filósofo como Kant, que sí cree que la ciencia es cierta y que los valores
morales son universales, tiene que resolver, o por lo menos tratar, estas importantes
cuestiones que Hume planteó.
72
Kant
73
Kant
-Epistemología: “Crítica de la razón pura”
-El proceso del conocimiento
-Las estructuras a-priori: espacio, tiempo, causalidad
-El sujeto trascendental
-El giro copernicano
-El problema de la metafísica
-Ética: “Crítica de la razón práctica”
-la razón pura y la razón práctica
-Los juicios morales
-Las condiciones de la vida moral
-Política: “La paz perpetua”
-Antecedentes: la filosofía política en la Edad Moderna.
-La paz perpetua
Como todos los filósofos modernos, Emmanuel Kant considera el conocimiento como el
principal de los problemas filosóficos. Como los demás, identifica el conocimiento con la
ciencia empírico-matemática, en un momento -el siglo XVIII- en que la revolución científica
se ha coronado con la obra de Newton. Además, Kant conoce la crítica de Hume a la
metafísica, a la verdad del conocimiento y a la universalidad de los valores morales; Kant no
acepta esa crítica, pero es tan contundente que debe rebatirla.
La lectura de Hume impresiona a Kant, que creía en la verdad sin haberla puesto en
tela de juicio. Esa lectura le incita a dudar de sus propias convicciones y a reflexionar, por
tanto, acerca de cómo es posible, contra lo que Hume argumenta, que la verdad exista, y a
reflexionar también acerca de si Dios y el resto de las entidades metafísicas tienen otro destino
que la chimenea. Siguiendo los pasos de Hume, Kant estudia el modo en que conocemos, así
como el origen de nuestros juicios morales. Trata de estos problemas en dos obras: Crítica de
la razón pura y Crítica de la razón práctica.
Epistemología: “Crítica de la razón pura”
El proceso del conocimiento
El conocimiento matemático consta de ideas construidas por la razón, las relaciones
de ideas de Hume, que Kant llama “jucios analíticos”, y no nos dicen nada acerca del
mundo.
74
El conocimiento del mundo consiste en tener ideas sobre los hechos de la realidad,
ideas que Kant llama “juicios sintéticos a-priori”. Construimos estos juicios, y por tanto
conocemos el mundo, de la siguiente manera: en primer lugar, como dice Hume, percibimos
hechos con los sentidos, y luego explicamos esos hechos estableciendo entre ellos relaciones
de causalidad. Pero Hume veía que las ideas, procedentes de los sentidos, llegan a una mente
desnuda, a una tabula rasa, y veía la causalidad como una operación psicológica de la mente
mediante la cual asociamos ideas de manera sujetiva y variable. Kant no ve la mente como
un recipiente vacío ni cree que nosotros aportemos al conocimiento operaciones asociativas
sujetivas y mudables; lo que ve en cambio Kant es que dentro de nosotros, en nuestra mente,
hay unas estructuras previas que todos tenemos. Esas estructuras reciben la información del
exterior y la organizan. Esas estructuras mentales, que todos compartimos y con las que
nacemos, se llaman estructuras a-priori. Las estructuras a-priori son sujetivas, puesto que
están dentro de nosotros, pero son universales, ya que las tenemos todos por igual. La verdad
es la misma para todos porque la sujetividad es universal.
Las estructuras a-priori que nosotros aportamos al conocimiento son el espacio, el
tiempo y la causalidad. Percibimos el mundo a través del espacio y del tiempo, y lo
interpretamos a través de la causalidad.
-El espacio y el tiempo no existen en el mundo, no son hechos del mundo; existen en
nuestra mente, son intuiciones que están en la mente de todos. La mente no está vacía y,
cuando llegan a ella los datos procedentes de los sentidos, de la sensibilidad, nosotros los
encuadramos en el espacio y en el tiempo que ya están en nosotros. Por eso no percibimos
hechos desnudos, sino hechos conformados por el espacio y el tiempo.
Una vez que hemos percibido los hechos del modo descrito, los interpretamos, los
explicamos. Interpretar o explicar los hechos es establecer entre ellos relaciones o categorías,
especialmente relaciones de causalidad. Esas relaciones, como el espacio y el tiempo, no están
en el mundo, pero tampoco, como dice Hume, las inventamos: esas relaciones están por igual
en la mente de todos y las aplicamos a los hechos.
Las estructuras a-priori -el espacio, el tiempo y las categorías- están dentro de todos
nosotros; por eso, a diferencia de Hume, para quien el “yo” no existe, Kant dice que podemos
suponer o postular que existe un “yo”, un sujeto que conoce. Ese sujeto que conoce no es un
yo desnudo, no es un mero receptor de información: es un “yo” que aporta al conocimiento el
espacio, el tiempo y la causalidad, presentes en todos nosotros. Kant llama a este “yo”
provisto de las estructuras a-priori “sujeto cognoscente o sujeto trascendental”.
El sujeto cognoscente condiciona y determina nuestro conocimiento del mundo por las
estructuras a-priori que aporta; esas estructuras son filtros por los que pasamos los hechos que
llegan a la mente procedentes de los sentidos, de forma que puede afirmarse que al conocer
los hechos los afectamos o contaminamos: si en lugar de tener en nuestra mente el espacio, el
tiempo y la causalidad tuviéramos otras cosas, nuestro conocimiento del mundo sería
diferente; si nuestras estructuras mentales fueran diferentes, explicaríamos el mundo de otro
modo. Por ello nunca podremos conocer las cosas tal cual son, sino tal cual las percibimos
75
nosotros. Nosotros determinamos el conocimiento; no hay una realidad neutra que nosotros
captamos tal cual es; lo que ocurre en cambio es que nosotros configuramos la realidad con
nuestra sujetividad. El conocimiento es, pues, sujetivo, pero la verdad existe porque la
sujetividad es la misma en todos nosotros.
Kant afirma que esta forma de concebir el conocimiento de la realidad es opuesta a la
mantenida hasta entonces por todos los filósofos a excepción de Descartes, filósofos que
creían que la realidad está fuera de nosotros y nosotros la conocemos tal cual es. Kant afirma
que nosotros conformamos la realidad con nuestras estructuras mentales, y se compara por
ello a Copérnico: si Copérnico dio en astronomía un giro radical cuando afirmó que es la
Tierra la que se mueve alrededor del Sol y no a la inversa, él, Kant, realiza un giro
copernicano en la filosofía, en la epistemología: conocer no es introducir la imagen objetiva
del mundo dentro de nosotros, sino darle forma al mundo mediante nuestras estructuras
mentales.
El problema de la metafísica: la ilusión trascendental
Que la realidad esté afectada por el sujeto, por las estructuras mentales del sujeto, es
la condición para poder conocerla. Por eso dice Kant que el espacio, el tiempo y las
categorías son las condiciones que hacen posible el conocimiento, las condiciones de
posibilidad del conocimiento. Los objetos afectados por el espacio, el tiempo y las categorías
se llaman objetos de conocimiento o “fenómenos”, y solo conocemos fenómenos. Los
objetos no afectados por el espacio, el tiempo y las categorías, esos objetos que no
percibimos con los sentidos y no están en el espacio y el tiempo, como el alma o Dios, se
llaman objetos en sí o noúmenos, y no pueden ser conocidos.
La metafísica pretende conocer noúmenos, no fenómenos, con lo cual no cumple las
condiciones que hacen posible el conocimiento. La pretensión de conocer los objetos
metafísicos -el alma o Dios- es una ilusión, que Kant llama “ilusión trascendental”. Solo
podemos conocer las cosas en tanto introducimos en ellas el espacio, el tiempo y las
categorías, es decir, solo podemos conocer fenómenos, no noúmenos. Por tanto, la
metafísica, aunque lo pretenda, no es una forma de conocimiento, no es una ciencia; no
podemos conocer el alma, ni podemos conocer a Dios, ni ningún otro noúmeno. Hume y los
demás empiristas -dice Kant- tienen razón cuando declaran que la metafísica no nos
proporciona conocimiento alguno. Ahora bien -sigue Kant- ¿se sigue de ello que la
metafísica es inservible y que podemos arrojarla al fuego? ¿no podríamos llegar a los
noúmenos por otro camino que no sea el conocimiento?
Esta es la cuestión que Kant dirime en su obra Crítica de la razón práctica.
76
Ética: “Crítica de la razón práctica”
Razón pura y razón práctica
El hombre es un ser que conoce, pero además es un ser que actúa.
Como ser que conoce el hombre se pone ante el mundo, lo contempla y lo comprende
con la razón pura o teórica, llamada también conciencia contemplativa, que investiga lo que
las cosas son. En ese plano, razonando de ese modo, el hombre busca la verdad, y para ello
construye los juicios o ideas de la ciencia, que le informan acerca de qué es verdadero y qué
es falso.
Como ser que actúa el hombre se mueve por principios, valores o juicios morales, se
rige por esos valores y acomoda a ellos su conducta. Para actuar el hombre se sirve de la
razón práctica o conciencia moral, que investiga lo que se debe hacer. En este plano,
razonando de este modo, el hombre busca el bien, y para ello construye juicios morales o
valores que le informan acerca de qué es bueno y qué es malo.
La razón pura o conciencia contemplativa y la razón práctica o conciencia moral no
son dos facultades diferentes; se trata de la misma razón, que en tanto investiga lo que son
las cosas y las conoce se llama razón pura, y en tanto investiga lo que debemos hacer y juzga
las acciones se llama razón práctica.
Ya sabemos cómo funciona la razón pura, cómo construimos los juicios o ideas de la
ciencia, con los cuales conocemos. Ahora Kant se pregunta: ¿cómo funciona la razón
práctica?, ¿cómo construimos los juicios morales o valores con los que actuamos?
Los juicios morales
Los valores se predican de los seres humanos, no de los animales ni de las cosas. La
moral es humana, atañe a la acción del hombre; no decimos que un animal o una mesa son
buenos o malos en sentido moral. Y, dentro de lo que el hombre hace, llamamos bueno o
malo no a lo que hace, sino a la intención con que lo hace, a lo que pretende al actuar; por
ejemplo, matar a otro es malo si mi intención es robarle, pero no lo es si mi intención es
defenderme de que me mate a mí. Por tanto, lo relevante en la vida moral no es el contenido
o materia de la acción, sino su forma; no importa lo que hacemos sino la voluntad que nos
mueve a hacerlo; lo verdaderamente bueno o malo es la voluntad. Por eso Kant estudia cómo
funciona la voluntad y en qué consiste una voluntad buena.
La voluntad funciona por imperativos, se rige por imperativos, responde a órdenes
como “haz esto” o “no hagas esto”. Y hay imperativos de dos tipos: hipotéticos y
categóricos.
Los imperativos hipotéticos dicen “si quieres tal cosa, debes hacer tal otra”.
Contienen un mandato, “haz esto”, “debes hacer esto”, pero ese mandato está supeditado a
una condición -“si quieres…”-, de modo que si la condición no nos interesa no tenemos
por qué cumplir el mandato.
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Los imperativos categóricos dicen “haz esto” de manera rotunda y universal;
formulan un deber que no está sujeto a condiciones, una ley moral que ha de ser obedecida
siempre y en todo caso. Cumplimos el mandato del imperativo hipotético si nos interesa algo
ajeno al deber, pero cumplimos el mandato del imperativo categórico solo por cumplimiento
del deber.
Pues bien, una voluntad buena es aquella que se rige siempre por imperativos
categóricos: “haz esto”, “no hagas esto”, sin condiciones. Y ¿en qué consiste el “esto” de los
mandatos?, es decir, ¿cuál es el contenido del deber? ¿cuáles son las acciones que debemos
hacer y cuáles las que no debemos hacer?
Ninguna acción en concreto, dice Kant. Lo relevante para llamar buena o mala a una
acción no es su contenido, es su forma, su intención, lo que nos mueve a hacerla; recordemos
el ejemplo de matar a otro. Por ello, cualquier acción es buena si la hacemos con buena
intención, con buena voluntad, y la buena voluntad se rige por un imperativo formal: “Hagas
lo que hagas, actúa de manera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a actuar sea
una ley universal”. Este es el único imperativo categórico, una fórmula aplicable a cualquier
acción. Al emprender cualquier acción -dice Kant- pensemos si el motivo que nos lleva a
actuar puede ser universalmente deseable; si lo es, la acción es buena y debemos hacerla, y si
no lo es, la acción es mala y no debemos hacerla. Esta es la forma en que actúa una voluntad
buena.
Las condiciones de la vida moral
Dice Kant a continuación que la vida moral es una realidad, pues ejercitamos
continuamente la conciencia moral; continuamente valoramos, elegimos, eso es un hecho. Y
ese hecho requiere una serie de condiciones sin las cuales nuestra vida moral, que existe, no
existiría. Esas condiciones son las siguientes:
1) que seamos libres. Si no fuéramos libres no podríamos elegir, y es un hecho que
elegimos. Si no fuéramos libres no podríamos ser dignos de mérito ni de reproche, de
alabanza o censura, pero de hecho lo somos. Sin libertad no tendríamos vida moral, pero la
tenemos. Por tanto, la libertad tiene que existir.
La libertad no se percibe con los sentidos, ni se intuye encuadrándola en el espacio y
el tiempo, ni se representa con la causalidad y las demás categorías. La libertad no es, pues,
un fenómeno, es un noúmeno. No podemos conocer la libertad, ya que solo podemos
conocer fenómenos, pero la libertad existe, es un requisito necesario para poder tener la vida
moral que de hecho tenemos.
2) que haya en nosotros un alma inmortal que desemboque en la vida eterna tras la
muerte del cuerpo. No tendríamos buena voluntad si no contáramos con un más allá
trascendente donde justos e injustos recibirán su merecido. Sin ese más allá de premios y
castigos nuestro empeño moral no podría sostenerse, ya que en este mundo, en numerosas
ocasiones, el mal triunfa impunemente y el bien no recibe su merecida satisfacción. Para
mantener nuestra buena voluntad independientemente de las consecuencias inmediatas que
su ejercicio nos depare en este mundo, es necesario que exista el reino de los cielos y de los
78
infiernos donde se nos haga justicia.
Como la libertad, el alma inmortal es un noúmeno. No se puede conocer el alma,
pero tiene que existir y ser inmortal; es un requisito necesario para poder llevar a cabo la
vida moral que de hecho llevamos a cabo.
3) que los ideales que nos mueven en la vida moral puedan hacerse realidad, que lo
que debe ser pueda efectivamente ser, que lo posible llegue a ser un hecho. Nosotros no
tenemos esa capacidad de hacer realidad por completo los ideales ni de ajustar siempre el ser
al deber ser. Para nosotros siempre hay una fisura entre lo real y lo ideal, entre lo que es y lo
que debe ser, entre lo existente y lo mejorable, entre nuestra imperfección real y la
perfección que perseguimos como seres morales. Pero no nos moveríamos por ideales, ni
actuaríamos por deber, ni buscaríamos mejorarnos, es decir, no tendríamos vida moral, si no
existiera la posibilidad de que en alguna parte coincidan lo ideal y lo real, lo que es y lo que
debe ser.
Pues bien, lo real y lo ideal, lo que es y lo que debe ser coinciden en Dios. Dios es un
ser en el que lo ideal es real. En Dios se unen o sintetizan lo existente y lo perfecto, lo real y
lo posible, lo que es y lo que debe ser, lo real y lo ideal. Dios -así entendido- tiene que
existir porque, si no existiera, no tendríamos aliciente para llevar a cabo la vida moral que de
hecho llevamos a cabo. Y tampoco Dios es un fenómeno, es un noúmeno. No se puede
conocer a Dios, pero tiene que existir, es un requisito para que despleguemos como lo
hacemos nuestra vida moral.
En consecuencia, los noúmenos, esas cosas en sí no abarcables con los sentidos, sí
existen: son las condiciones de posibilidad de la vida moral. Si el espacio, el tiempo y las
categorías son las condiciones que hacen posible que conozcamos, la libertad, el alma y Dios
son las condiciones que hacen posible que actuemos. Hume tiene razón en que los objetos de
la metafísica son incognoscibles, pero no por ello, dice Kant, debemos arrojar la metafísica
al fuego. Los objetos de la metafísica -libertad, alma, Dios- sobran a la hora de conocer, pero
son imprescindibles a la hora de actuar.
79
Política
La filosofía política en la Edad Moderna
-La Ilustración
-La teoría del contrato social
-Hobbes
-Locke
-Spinoza
-Rousseau
-La filosofía política de Kant
-El contrato social
-Clasificación de los Estados: Constitución despótica o republicana.
-La constitución republicana
-La paz
La Ilustración
La Ilustración es un movimiento espiritual e intelectual que confía en la razón y cree en la
libertad del ser humano, es una forma de pensar que toma cuerpo en el siglo XVIII y de la
que nosotros somos herederos.
La mentalidad ilustrada aborda el conocimiento y el bien sin recurrir a instancias
sobrenaturales o a los mandatos del pasado y de la tradición; los dioses o los antepasados
dejan de ser autoridades a las que obedecer, pues se considera que el hombre ha alcanzado la
mayoría de edad y ha de conducirse haciendo uso de su razón autónomamente, no acatando
heterónomamente las órdenes de otros, lo cual es propio de los niños y de los menores.
“Piensa tú, conoce tú, sírvete de tu razón, sé libre”, eso es lo que prescribe el lema de Kant
¡Atrévete a saber!, emblema del movimiento ilustrado.
La Ilustración concibe al hombre como un ser maduro, mayor de edad, que estudia la
naturaleza sirviéndose de su razón y construye la ciencia, y que extrae también de su razón
las normas morales, la valoración de lo que está bien y lo que está mal. El bien y el mal no
brotan de Dios, que no existe; la religión es una forma de superstición y la superstición no es
propia de gente adulta, madura y racional. Los dogmas religiosos son una fuente de
intolerancia, no producen entendimiento entre los hombres sino guerra, y son irracionales.
En el terreno político, la mentalidad ilustrada aboga por la libertad y rechaza la
tiranía y los regímenes monárquicos absolutistas. El régimen político propio de seres
humanos adultos y racionales es la república, donde no hay señores y súbditos sino
ciudadanos, y donde las leyes se hacen atendiendo al bien común. El Estado ha de ser laico,
la religión es una cuestión privada y no de Estado, por lo que ha de existir libertad de
pensamiento y de expresión y ha de abolirse la censura. Un sistema político racional no está
en función del interés de los gobernantes sino de la felicidad social.
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La Ilustración es el nacimiento del hombre a una nueva concepción de sí mismo
como ser adulto, racional y libre. En ese nacimiento el pasado no importa más que para ser
superado y rectificado; el pasado es un tiempo oscuro, tenebroso, de servidumbre y opresión,
de mazmorras y ausencia de libertad. Lo que importa es el futuro. El futuro es el tiempo en
que triunfarán el conocimiento científico, la ética autónoma y la república de los ciudadanos,
el tiempo en que la razón y la libertad proporcionarán felicidad a los individuos y a las
colectividades. Esa confianza en el futuro recibe el nombre de “Progreso” y bautiza los
nuevos tiempos como el advenimiento de la “Modernidad”.
El futuro feliz y bienaventurado que se espera no está en el más allá sino en este
mundo inmanente, donde cabe superar los males sociales, progresar. La mentalidad ilustrada
considera posible que todos vivamos bien en este mundo, y quien hará eso posible es un ser
humano mayor de edad capaz de servirse de su razón para su bien. En adelante la minoría de
edad y los males sociales ya no son responsabilidad de reyes y tiranos sino todo aquel que no
construya y ponga en marcha un nuevo orden de cosas. A este respecto la Ilustración produjo
la revolución americana y la revolución francesa, revoluciones victoriosas de las que
nacieron las primeras repúblicas de la Modernidad, un régimen político que desde entonces
se ha ido extendiendo por el mundo.
La base de la Ilustración es la educación, la cultura de toda la población; sin
educación no se desarrolla la razón ni la libertad. Los conocimientos adquiridos por la
humanidad han de estar al alcance de todos; a ese fin se compuso la Enciclopedia y se
empezó a alfabetizar a las capas sociales que hasta entonces no tenían acceso a la cultura, un
camino que ha desembocado en la educación pública obligatoria y gratuita para toda la
población.
El hecho de que gran parte de la población fuera analfabeta y careciera de cultura en
el siglo XVIII condujo a una forma de gobierno denominada “Despotismo ilustrado”.
Enmarcado en las referencias republicanas de libertad, igualdad y felicidad social, el
despotismo ilustrado es el gobierno ejercido por los que saben y dirigido al bien de todos, lo
cual se expresa en el lema Todo para el pueblo pero sin el pueblo. El despotismo ilustrado
organizó la república como un sistema representativo, que había de ser provisional hasta que
toda la población fuera culta.
En la mentalidad ilustrada el poder político no procede de Dios, no se fundamenta en
la voluntad divina y no lo otorga Dios; el poder político viene otorgado por la voluntad
humana y se sustenta o fundamenta en la razón, tal como enseña el mito ilustrado del
contrato social.
El contrato social
La teoría
La teoría del contrato social es una explicación del origen del poder político que
prácticamente todos los filósofos modernos utilizan, dando cada cual su propia versión. El
81
modo en que esta teoría explica el origen del poder político o Estado es el siguiente:
En un principio el Estado no existía. Los hombres vivían sin poder político sumidos
en la naturaleza; vivían en estado natural y se regían por las leyes de la naturaleza,
denominadas Derecho Natural. Según esas leyes cada individuo tiene libertad absoluta para
hacer cuanto quiera, incluso dañar a sus semejantes; no hay restricciones ni castigos en la
naturaleza; por naturaleza los hombres pueden hacer lo que quieran, sin límites. Entonces los
hombres se reunieron, deliberaron racionalmente e hicieron un pacto o contrato: limitar su
libertad natural con leyes construidas por ellos mismos con la finalidad de vivir seguros y en
paz unos con otros. Esas leyes, no naturales sino artificiales, que los hombres promulgan
reciben el nombre de Derecho Positivo y dan lugar al Estado Civil o Político. El pacto, pues,
consiste en que los hombres consienten voluntariamente en renunciar a la libertad ilimitada a
que por naturaleza tienen derecho, y en obedecer las leyes del Estado que limitan su libertad,
ya que esa obediencia les reporta beneficios a todos en términos de seguridad y paz.
Aceptado el pacto, los hombres dejan de vivir en estado natural y empiezan a vivir en estado
civil bajo la autoridad del Estado, dejan de ser salvajes como los animales y se civilizan.
Ninguno de los defensores de esta teoría piensa que el pacto sucediera como un
hecho histórico. La teoría es más bien una interpretación mítica de cómo pudo ser el origen
del Estado y de la política; su valor es el de una hipótesis explicativa que deja claras sin
embargo una serie de cosas:
-El fundamento del poder político no es Dios. Los gobernantes no gobiernan por la
gracia de Dios y porque Dios así lo ha decidido; gobiernan por voluntad de los propios
hombres, porque los hombres lo han decidido. El poder político no es trascendente, no viene
de una instancia superior al hombre que lo impone; ese poder es inmanente, lo produce y lo
acepta el hombre mismo, y lo obedece porque le conviene.
-El Estado y la política son fruto y resultado de una decisión racional. Es la razón lo
que conduce a los hombres a pensar en lo que les conviene y a tomar decisiones al respecto.
Hobbes
Thomas Hobbes piensa que el estado natural para los hombres es la guerra de todos
contra todos, el ejercicio continuo de la fuerza; por eso dice que “el hombre es un lobo para
el hombre”. En ese estado cada cual tiene libertad ilimitada, pero también corre ilimitados
peligros. La vida es inseguridad perpetua y miedo perpetuo a los semejantes. Movidos por la
inseguridad y el miedo, los hombres utilizan la razón y hacen un pacto o contrato. En virtud
de ese contrato pierden voluntariamente la libertad ilimitada que por naturaleza tenían y la
ceden al Estado, la transfieren al Estado. En adelante la soberanía o capacidad de gobierno la
tiene el Estado, y los hombres ya no se rigen por el derecho natural sino por las leyes que el
Estado promulga, por el derecho positivo.
Para Hobbes la forma del Estado es la monarquía. El monarca es soberano con poder
absoluto, posee toda la autoridad política, y el resto de la población es súbdita.
Locke
82
John Locke piensa que el estado natural no era la guerra permanente entre los
hombres; el hombre por naturaleza es también un animal sociable y pacífico. Lo que la razón
hace es que el hombre tome mayor conciencia de que es igual a los demás y de que nadie
puede dañar a otro en su libertad ni en su propiedad. El Estado y sus leyes derivadas del
pacto garantizan a cada individuo que su persona o su propiedad no recibirán daños de
terceros. Después del pacto la autoridad la tiene el Estado y los hombres obedecen al Estado.
Para Locke la forma del Estado no es la monarquía absoluta, sino un sistema
parlamentario: la autoridad la tiene la asamblea de unos cuantos llamada Parlamento, y es el
Parlamento quien instituye las leyes que todos los ciudadanos están obligados a obedecer.
Spinoza
Baruch Spinoza critica la teoría del contrato. No cree que el miedo tenga una función
civilizadora como postula Hobbes, ni que la paz social esté propiciada por la renuncia a la
libertad natural, ni que la fuente del orden, la paz y la sociabilidad sea la obediencia.
La obediencia produce sociabilidad, ciertamente, pero una sociabilidad esclava. Lo
que produce una vida civil libre no es la obediencia, es el consenso, es decir, el deliberar
entre todos y entre todos decidir lo que se considere conveniente. Spinoza cree que la teoría
del contrato es una versión laica de la obediencia a la voluntad divina, y que propicia que los
hombres se sometan al Estado como antes se sometían a Dios.
Spinoza dice que el miedo no genera convivencia, que la convivencia procede de la
cooperación y el amor, que también existen en el hombre por naturaleza, al igual que la
guerra. El miedo puede hacernos sumisos, pero nunca nos sacará de la guerra; por el
contrario, el miedo nos referencia en la guerra y nos hace vivir la paz en términos de guerra.
Son el amor, la comunicación y la colaboración, no el miedo, la única fuente de la paz, una
paz entendida y vivida como vida serena, fértil y alegre.
Para Spinoza el Estado válido para vivir todos pacífica y alegremente es la
democracia, donde cada ciudadano se gobierna con los demás haciendo leyes y
obedeciéndolas porque tienen sentido. La libertad no se delega en un monarca ni en un
parlamento, no se delega en nadie; la libertad se ejerce. Los hombres son libres e iguales en
la realidad y no solo en teoría, y eso significa que se autogobiernan, no que se someten unos
a otros y encima voluntariamente.
El contrato social no es para Spinoza un mito fundador del poder político, sino el
ejercicio constante del poder político por parte de ciudadanos que deliberan y continuamente
llegan a acuerdos, pactos y decisiones que respetan, no a las que se someten.
Rousseau
Jean Jacques Rousseau cree que el estado de naturaleza era mejor que el civilizado,
que la evolución del hombre es la historia de una decadencia. Cree que en un principio era
muy fuerte en el hombre un sentimiento que él llama compasión, que consiste en ponerse en
83
el lugar del otro y cooperar con él, lo cual es el mecanismo más importante con el que
contamos para la supervivencia del individuo y de la especie. Conforme hemos ido
evolucionando hemos ido disminuyendo en compasión y aumentando en lo que Rousseau
llama amor a sí mismo, que consiste en apoyarse en el mal del otro para sentirse uno bien,
eso es competir.
La causa de que disminuya la cooperación y aumente la competitividad es la
propiedad privada, y el Estado se creó para salvaguardarla. La sociedad civil no ampara la
seguridad sino la desigualdad, y esa sociedad civil nació “el día en que a un hombre se le
ocurrió cercar un terreno y decir ‘esto es mío’, y se encontró con otros suficientemente
obtusos como para hacerle caso”.
Ya no podemos volver atrás -sigue Rousseau-, y lo que procede es buscar la
organización social más adecuada. Esa organización es la democracia, no una democracia
representativa donde gobierna un parlamento, sino una democracia directa donde los
hombres no delegan en nadie su libertad y se autogobiernan mediante leyes que tienen como
objetivo el bien común. El enemigo de la democracia es el interés privado, que hace que los
hombres busquen la ganancia rápida y fácil y no comprendan que pensar en todos es bueno
para cada uno. Rousseau piensa que los hombres no son capaces de no poner en primer lugar
su interés privado a la hora de gobernarse, por lo que, a pesar de que la democracia directa es
el ideal de gobierno, en la práctica es mejor instituir un gobierno representativo. El él el
legislador ha de hacer las leyes pensando en el bien común, y los gobernantes no han de ser
representantes de la voluntad del pueblo sino sus administradores.
Las ideas de Rousseau tuvieron gran importancia en la Revolución francesa.
La filosofía política de Kant
El contrato social
Según Kant el estado de naturaleza es salvaje, un estado de hostilidades y de guerra
declarada o bien posible y amenazante. El motor de los individuos en la naturaleza es
satisfacer sus fines y deseos sin cortapisa alguna, usando al otro como medio e incluso
aniquilándolo si fuera necesario para conseguir sus deseos. En la naturaleza no hay moral, no
somos por naturaleza seres morales; tenemos por naturaleza una sociabilidad hostil que Kant
llama “insociable sociabilidad”.
Movidos por la razón y por el deseo de seguridad, los hombres salen del estado de
naturaleza y del derecho natural y entran en el estado civil mediante un pacto o contrato:
renuncian voluntariamente a la libertad natural e instituyen el Estado, en el que se rigen por
el Derecho Positivo, que Kant llama Derecho Político, un conjunto de leyes del que todos
dependen y al que todos deben obedecer, sea con consentimiento interno u obligados
mediante la coacción externa. La coacción es legítima moralmente, dice Kant, porque es
fruto de un pacto, de una decisión libre y racional tomada entre todos. El efecto del pacto o
contrato social es la paz.
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El pacto o contrato no es un hecho histórico ni es una hipótesis científica susceptible
de ser confirmada; es una idea de la razón, una idea rectora por la que debe guiarse el
legislador: quien legisle -quien haga las leyes- en una sociedad debe hacerlo como si las
leyes emanaran de la voluntad de todos, es decir, poniéndose en el lugar de todos y haciendo
leyes pensando en que podrían ser elegidas de manera libre y autónoma por cualquier
ciudadano.
En el estado civil los hombres pierden la libertad natural y adquieren libertad
jurídica. La libertad jurídica consiste en la capacidad de hacer lo que se quiera a condición
de no perjudicar a nadie, y también en la capacidad de no obedecer ninguna ley más que en
tanto se le ha podido dar consentimiento, se ha podido consentir interiormente con ella.
Según esto último, podría parecer que Kant justifica la desobediencia civil, es decir, la
desobediencia a una ley porque no estamos de acuerdo con ella; por ejemplo, negarse a ir al
cuartel porque se repudia la guerra es un acto de desobediencia civil. Sin embargo, Kant
niega explícitamente el derecho a la desobediencia civil; todas las leyes deben ser acatadas
por el hecho de que están establecidas. Es el legislador quien tiene que pensar, a la hora de
promulgar leyes, que esas leyes puedan contar con el consentimiento de todos; pero, una vez
que una ley está en vigencia, todos los ciudadanos sin excepción tienen la obligación de
obedecerla.
Clasificación de los Estados
Kant clasifica los Estados atendiendo a quién tiene y ejerce la soberanía, es decir, a
quién detenta el poder político, quién gobierna, y atendiendo a cómo se hacen e imponen las
leyes, a la fuente de las leyes.
Dependiendo de quién detente el poder político los Estados son monarquías,
aristocracias o democracias. En las monarquías gobierna un ciudadano, en las aristocracias
varios y en las democracias todos.
Por la forma de hacer y de imponer las leyes los Estados son despotismos o
repúblicas, tienen una Constitución despótica o republicana.
El Estado despótico y su Constitución despótica se caracterizan por lo siguiente:
-Los tres poderes del Estado -el poder legislativo, el poder ejecutivo y el
poder judicial- se concentran en la misma persona o en la misma institución,
es decir, en el mismo sujeto político.
-Las leyes proceden de la voluntad particular de esa persona o institución, y
se imponen a los ciudadanos sin tener en cuenta su posible consentimiento.
-La legalidad se ejerce de manera arbitraria, según criterio de quien detenta el
poder, no sobre todos los ciudadanos por igual.
El Estado republicano y su Constitución republicana se caracterizan por lo siguiente:
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-Los tres poderes del Estado están separados, no son ejercidos por la misma
persona o institución, por el mismo sujeto político.
-Las leyes representan la voluntad general. Son obra de un legislador que se
pone en el lugar de los ciudadanos y tiene en cuenta que todos los ciudadanos
puedan consentir con ellas.
-La legalidad se ejerce sin arbitrariedad, sobre todos los ciudadanos por igual.
Definidas así las distintas formas de Estado y de Constitución, Kant dice que las
monarquías y las aristocracias pueden ser repúblicas, pero no las democracias. Una
democracia necesariamente es un despotismo, una forma despótica de Estado.
En una democracia la soberanía o ejercicio del poder político pertenece a todos los
ciudadanos; todos los ciudadanos deciden y ejercen su poder directamente, por sufragio y
por mayoría, no mediante la representatividad. En una democracia las leyes se aprueban y se
hacen cumplir por decisión de la mayoría; por ello, la mayoría es un sujeto político en el que
están unidos los tres poderes del Estado, y esta es una de las características del Despotismo.
Por otra parte, lo que la mayoría quiere y decide no tiene en cuenta lo que quiere la minoría
ni su posible consentimiento o consenso, por lo que las leyes en una democracia no
representan la voluntad general sino la suma de una serie de voluntades particulares que se
imponen despóticamente sobre la voluntad de las minorías. Una República no puede ser por
tanto una democracia directa, sino un sistema representativo.
La Constitución Republicana
En un Estado regido por una constitución republicana todos los miembros de la
sociedad son libres en tanto hombres, son iguales en tanto ciudadanos, y están sometidos a la
legislación común en tanto súbditos. Sobre estos principios deben fundarse todas las leyes o
normas jurídicas de la sociedad en una República.
La igualdad ciudadana no es extensible a todos los habitantes de un Estado, pues
según Kant hay dos tipos de ciudadanos: activos y pasivos.
-Ciudadanos activos son aquellos que sobreviven por sí mismos y son por ello
autónomos e independientes. Pertenecen a esta categoría los varones mayores
de edad propietarios de tierras o bien propietarios de oficios.
-Ciudadanos pasivos son aquellos que dependen de otros para sobrevivir.
Pertenecen a esta categoría las mujeres, los niños, los varones no propietarios
de tierras o los que desempeñan un oficio en calidad de asalariados o
contratados por otros. Dado que no son autónomos ni independientes, estos
ciudadanos carecen de libertad de juicio, es decir, no son libres para opinar, y
carecen también de capacidad de decisión, por lo que deben someterse a la
voluntad y decisiones de los ciudadanos activos.
Los ciudadanos pasivos están, pues, excluidos de la soberanía, por lo que no son
propiamente ciudadanos. Por ello el derecho de ciudadanía no es para Kant universal, no
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abarca a todos los miembros de la sociedad; es un derecho restringido a quienes cumplan las
condiciones de los ciudadanos activos.
La paz perpetua
Sólo la Constitución Republicana permite que los hombres vivan en paz; en Estados
despóticos los hombres se enfrentan necesariamente, pues los intereses de unos chocan con
los de los otros.
La paz no consiste en el cese o la omisión de hostilidades ni en períodos más o
menos largos entre dos guerras. Esa forma de concebir la paz está en realidad hablando de
guerra y tomando como referencia la guerra. Por eso dice Kant que la paz es continua,
perpetua, o no es paz.
Kant se pregunta qué podemos hacer para que la paz perpetua no sea un lema inscrito
en las losas de los cementerios ni una idea loca de filósofos soñadores sino una realidad
sobre la Tierra. Y su respuesta es que la paz no es el resultado de la reforma de los corazones
ni mucho menos de la intervención divina, sino la consecuencia de las siguientes medidas
políticas:
1) Cada uno de los Estados del mundo ha de tener una constitución republicana, no
despótica. Hay una relación directa entre la república y la paz. En una república los
legisladores hacen las leyes teniendo en cuenta lo que conviene a los ciudadanos, lo que los
ciudadanos decidirían para sí mismos. En una guerra lo que se decide es sufrir, morir,
costear enormes gastos para destruir y emplear enormes energías en reconstruir lo devastado.
Por ello, antes de decretar un estado de guerra, el legislador de una república se lo piensa
muy mucho.
En un despotismo, en cambio, una guerra la decide el jefe del Estado, que no es un
miembro más de la sociedad sino su dueño, y la decide en base a sus intereses. Esos intereses
son propiedades, banquetes, cacerías, palacios y fiestas cortesanas que no peligran con la
guerra, por lo que al jefe de un Estado despótico le resulta muy sencillo declarar guerras.
2) Crear un Estado de Estados, una federación de Estados o República mundial, o al
menos tender hacia ello. Si cada Estado se rige por el Derecho Político, según el cual los
miembros de ese Estado no pueden dañarse, la federación de Estados se regiría por el
Derecho de Gentes, que es lo que entendemos hoy por Derecho Internacional. Según el
Derecho de Gentes los Estados son en el mundo como los ciudadanos en el seno de un
Estado y, como a éstos, les está prohibido hacerse mutuamente daño.
Los Estados, dice Kant, se encuentran hoy entre sí como se encontraban entre sí los
individuos antes del pacto, cuando regía para ellos el Derecho Natural que les permitía una
libertad ilimitada sin restricción alguna a su agresividad. Por ello los Estados deben hacer un
pacto o contrato, no ya mítico e hipotético sino jurídico y real. En virtud de ese pacto deben
renunciar a su libertad ilimitada, declararse miembros de una comunidad de Estados y
regirse por un derecho universal supranacional llamado Derecho de Gentes. Sin este pacto
explícito y de obligado cumplimiento para todos los Estados del mundo, la paz nunca será
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otra cosa que un interludio entre dos guerras.
3) Instaurar un Derecho Cosmopolita, base de una ciudadanía mundial según la cual
los individuos se consideren como ciudadanos del mundo. Este Derecho Cosmopolita está
fundamentado en que la Tierra es de todos, es propiedad común; en ella todos formamos
parte de un mismo colectivo, todos pertenecemos a la comunidad humana. Desde el punto de
vista de una única Tierra donde todos estamos no existe el “nosotros” y el “ellos”: todos
somos ciudadanos del mundo.
Ser conscientes de esto y construir la realidad política mundial desde estas bases
implica instaurar una hospitalidad universal. Esta hospitalidad universal implica a su vez el
derecho a visitar cualquier país del mundo en son de paz, y a ser tratado en él sin la
hostilidad y la desconfianza con que suele recibirse a los extranjeros, así como el derecho a
circular libremente por el mundo.
El Derecho Cosmopolita derroca el Derecho de Conquista, que entonces estaba
vigente, ya que cualquier Estado podía invadir otro para extender su territorio y su
jurisdicción sin más argumentos que su fuerza. El Derecho de Conquista viola le ley de la
hospitalidad, pues convierte la visita a otro Estado en apropiación y violencia.
4) La vida política debe ser transparente y pública. El secreto de Estado es ilegítimo.
Todo secreto procede de que hay algo que esconder, y por lo tanto es un síntoma de que se
está ejerciendo una injusticia. Las acciones que no resisten la luz y la publicidad son
necesariamente injustas para alguien.
Otros filósofos después de Kant pensaron en la igualdad entre los hombres y en su
libertad. Uno de ellos fue Karl Marx.
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Karl Marx
89
Karl Marx
-Hegel
-La alienación
-Feuerbach
-Marx
-la propiedad privada
-los sistemas económicos o modos de producción
-el capitalismo
-la explotación y la plusvalía
-la alienación
-la revolución
Hegel
Marx es un pensador preocupado por la historia y por la libertad humanas. Podemos situar su
pensamiento a partir de la filosofía de la historia de Hegel, su maestro.
Hegel ve la historia como un largo camino hacia la libertad, en el que el hombre ha
recorrido etapas siguiendo un proceso dialéctico. Un proceso dialéctico tiene la siguiente
estructura:
-Una realidad contiene siempre su contraria; por ejemplo, la realidad del amo contiene
la realidad del esclavo. En términos dialécticos una realidad se llama “tesis”, y su
contraria “antítesis”.
-Estas realidades están en pugna, luchan entre sí, y la antítesis busca ocupar el lugar de
la tesis; por ejemplo, el esclavo busca convertirse en amo.
-El enfrentamiento entre estas realidades se supera mediante el salto hacia una tercera
realidad, llamada “síntesis”, que deja atrás las dos anteriores; por ejemplo, una
sociedad sin amos ni esclavos, compuesta por personas libres e iguales. La tesis -el
amo- y la antítesis -el esclavo- se superan en la síntesis: el hombre libre que no es amo
de nadie ni esclavo de nadie. La libertad -síntesis- deja atrás tanto el señorío -tesiscomo la esclavitud -antítesis.
Hegel dice que, en el proceso dialéctico hacia la libertad, el hombre ha recorrido tres
etapas:
-En la primera etapa el hombre vive y actúa sin reflexionar sobre sí mismo, sin
pensar en cómo vive, sin conciencia de qué hace y de por qué lo hace. En esta etapa el hombre
tiene conciencia, pero dormida dentro de sí, y por eso no se mira ni se ve a sí mismo, no tiene
imagen de sí mismo.
-En la segunda etapa la conciencia humana se despierta, por lo que el hombre vive y
actúa y además reflexiona sobre sí mismo, sobre sus actos y su vida. Esa conciencia que el
hombre adquiere sobre sí mismo se llama “autoconciencia”.
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¿Qué es lo que ve el hombre de sí mismo cuando reflexiona desde su autoconciencia?
Ve, primero, que él, el hombre, es diferente de las cosas, de los objetos, y que se
relaciona con los objetos porque los necesita para sobrevivir. Después ve que cada
hombre es diferente de los demás hombres y que establece con ellos relaciones. Y por
último ve que las relaciones de unos hombres con otros se establecen para adueñarse
de las cosas necesarias para sobrevivir.
Hegel dice los hombres no se relacionan como individuos libres e iguales que
cooperan para sobrevivir. Por el contrario, las relaciones humanas son una lucha a
muerte entre individuos desiguales, de los cuales uno es el amo o señor y otro es el
esclavo o siervo. El amo y el esclavo se definen en relación al trabajo y en relación a la
muerte.
El trabajo es la producción de objetos necesarios para sobrevivir. El siervo es
el hombre que trabaja, el que produce los objetos. El señor no trabaja, y sobrevive
porque se apropia o apodera de los objetos que produce el siervo. Respecto a la
muerte, el señor es el hombre que no teme la muerte y prefiere morir antes que no ser
reconocido como señor, mientras que el esclavo teme la muerte y por eso se doblega
ante el amo.
¿Qué ven el señor y el siervo cuando reflexionan y se ven a sí mismos? ¿Cuál
es su autoconciencia ?
El esclavo vive continuamente trabajando, está siempre en relación directa con
los objetos que produce, y además su trabajo, como los objetos, se compra y se vende.
Por eso el esclavo se identifica con los objetos, se ve a sí mismo como una cosa que
produce cosas, y dice Hegel que su autoconciencia es la coseidad. Por su parte, el amo,
el señor, no trabaja, no produce las cosas, se sirve de las cosas que los siervos
producen; por eso se ve a sí mismo como un ser libre y su autoconciencia es la
libertad.
Sin embargo, ni el esclavo es una cosa ni el señor el libre. El señor necesita las
cosas para sobrevivir, pero no las produce; depende del siervo para sobrevivir, y en
realidad, aunque no lo sepa, no es un ser libre sino un ser dependiente, pues sobrevive
a expensas de otro. Y el siervo, aunque tampoco lo sepa, no es una cosa, es un hombre
que produce cosas, y no sobrevive por otro sino por sí mismo.
-Por eso es en el siervo, no en el amo, donde se encierra la libertad, que es la tercera
etapa del proceso dialéctico, donde se dejan atrás tanto la esclavitud como el señorío. Ser libre
significa poder decir: “no dependo de nadie para sobrevivir, lo que necesito lo produzco yo, y
lo que produzco no se lo doy a otro sino es para mí”. Cuando el siervo sea consciente de este
poder será libre de verdad, no falsamente como el señor. El siervo no se hace libre por
convertirse en señor de nuevos siervos, puesto que el señor no es libre; el siervo se hace libre
por producir lo que necesita y disfrutar él mismo de lo que produce, y en la sociedad deja de
haber amos y esclavos y empieza a haber hombres libres.
Este punto del pensamiento de Hegel fue muy significativo para sus discípulos, en
particular para Feuerbach y para Marx. Hegel creyó que ya los hombres se habían hecho libres
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en la sociedad de su tiempo, pero sus discípulos no estuvieron de acuerdo y creyeron que la
libertad estaba todavía por conquistar.
La alienación
Un hombre es libre cuando es consciente de quién es y de qué hace, cuando tiene una
imagen real de sí mismo y es dueño de sus actos y protagonista de su vida; un hombre libre se
posee a sí mismo. Un hombre está alienado cuando no sabe quién es ni qué hace, tiene una
imagen errónea de sí mismo, es un extraño para sí mismo y vive fuera de sí. “Alien” significa
“otro”, “extraño”, y por eso se dice que un hombre que tiene una imagen falsa de sí mismo no
es libre, está alienado.
Hegel creía que, después de recorrer la historia, los hombres, que habían estado
alienados por su falsa conciencia como amos o esclavos, ya eran libres en la sociedad de su
tiempo. Feuerbach y Marx, sin embargo, pensaban que el hombre seguía alienado. Según
Feuerbach la causa de la alienación humana es la religión, y según Marx esa causa es la
propiedad privada.
Feuerbach
Feuerbach dice que los hombres conciben a un ser universal, infinito, pleno, perfecto,
libre, sabio, poderoso justo y bueno, y lo llaman Dios. Cuando conciben a Dios, lo que los
hombres hacen es proyectar caracteres que pertenecen a la especie humana, cualidades y
propiedades del hombre en un ser ajeno al hombre al que llaman Dios, es decir, los hombres
colocan fuera de sí cualidades y atributos que en realidad les pertenecen. El hombre predica
del sujeto “Dios” cualidades que son propias del sujeto “hombre”.
Procediendo de esta manera, colocando sus propios atributos en Dios, los hombres se
desprenden de ellos y terminan por creer que solo Dios, no el hombre mismo, es capaz de ser
bueno, sabio, justo y poderoso. Por eso la religión empobrece al hombre, lo desvitaliza, le
quita sus mejores capacidades y las coloca en ese ser no humano que es Dios. Lo que el
hombre afirma de Dios lo niega de sí mismo. El hombre ya no se preocupa de ser libre y
poderoso, de construir una sociedad buena, sabia y justa, porque cree que la libertad, la
justicia, el poder, la bondad y la sabiduría son asuntos que conciernen solo a Dios. Por eso la
religión aliena al hombre, hace que el hombre viva fuera de sí mismo, ajeno a sus propias
posibilidades.
Fuera de sí mismo, el hombre no puede relacionarse satisfactoriamente con sus
semejantes, del mismo modo que quien no se ama a sí mismo no puede amar a los demás. La
religión quita al hombre la capacidad que tiene de vivir en paz y en armonía con los demás
hombres. La religión desvía el amor del hombre por el hombre hacia el amor del hombre por
Dios, y sustituye el amor a la vida y a la tierra por el amor a un cielo inexistente.
Por todo ello la religión es la causa y la raíz de la esclavitud, la opresión, la miseria, la
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injusticia y la desigualdad, la fuente de todos los males sociales. Cuando el hombre sea
consciente de que Dios es obra suya y se atribuya a sí mismo las cualidades y propiedades que
coloca fuera de sí, entonces podrá ser libre y construir una sociedad buena.
Estas ideas componen la teoría de la alienación religiosa que Feuerbach explica en una
obra titulada La esencia del cristianismo, teoría con la que Marx no está de acuerdo.
Marx
La propiedad privada
Marx cree que la religión es un mal para el hombre, la define como “el opio del
pueblo”, pero no es la raíz de todos los males sociales. Si suprimimos la religión de una
sociedad, dice Marx, no por ello desaparecerán la opresión, la servidumbre, la miseria, la
injusticia y la desigualdad. Los males sociales, entre ellos la religión, está causados según él
por la propiedad privada.
Los hombres viven en sociedades regidas por una Constitución según la cual, en
teoría, todos son libres e iguales; pero en la práctica los hombres no son libres ni son iguales
porque su sistema económico, el capitalismo, se basa en la propiedad privada, por la cual unos
tienen mucho, otros poco y otros nada. Mientras los hombres sean económicamente
desiguales, unos lucharán por mantener sus propiedades y otros sentirán envidia por no
tenerlas, por lo que sus intereses particulares estarán en pugna, la expresión “bien común” no
significará nada aunque continuamente se pronuncie, y serán incapaces de construir una
sociedad justa. Por lo tanto, si queremos una sociedad de hombres libres e iguales tendremos
que abolir la propiedad privada y el sistema económico capitalista.
Los sistemas económicos o modos de producción
La economía es la forma en que organizamos nuestra supervivencia, para cuya
resolución producimos cosas y las consumimos. Un sistema económico es un modo de
producción, una forma de producir lo que consumimos, y esa forma de producir genera
relaciones entre los miembros de una sociedad, relaciones a las que Marx llama relaciones de
producción.
Ha habido varios a lo largo de la historia cuatro modos de producción:
-Comunismo primitivo: todos los miembros de la sociedad-tribu producen lo
que todos consumen, la propiedad de los bienes es común. Esta forma de producción
genera relaciones sociales de igualdad.
-Esclavismo: los esclavos producen lo que todos consumen. Este sistema
económico genera unas relaciones sociales en las que unas personas son dueñas o
esclavas de otras.
-Feudalismo: los siervos producen lo que todos consumen. Este modo de
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producción genera una sociedad compuesta por señores y siervos.
-Capitalismo: los proletarios o trabajadores producen lo que todos consumen.
Este modo de producción genera dos clases sociales: capitalistas y proletarios.
Marx cree que la economía o modo de producción es la base de toda la vida social. La
economía determina las relaciones de producción y por tanto la igualdad o desigualdad entre
los miembros de una sociedad; determina las instituciones políticas que una sociedad tiene;
determina las creencias religiosas, y determina las ideas mediante las cuales una sociedad se
ve a sí misma y justifica su modo de ser. El conjunto de ideas que una sociedad tiene sobre sí
misma se llama ideología.
Como la economía es la base o pilar de una sociedad y de ella dependen las relaciones
sociales, las instituciones y las ideas, Marx dice que la economía o modo de producción es la
infraestructura de una sociedad. Las consecuencias de ese modo de producción, es decir, las
relaciones sociales, las instituciones y la ideología causadas por la economía, constituyen la
superestructura de una sociedad.
A diferencia de Hegel, que pensaba que es la conciencia lo que mueve el proceso
dialéctico hacia la libertad, Marx cree que el camino hacia la libertad está determinado por las
condiciones económicas materiales, no por las ideas; por eso su filosofía se denomina
“materialismo dialéctico” o “materialismo histórico”. Según el materialismo histórico o
dialéctico, lo que nos conduce a la libertad es el enfrentamiento entre capitalistas -tesis- y
proletarios -antítesis-, y la superación de ambos en la síntesis del hombre comunista, que deja
atrás el sistema económico capitalista.
El capitalismo
El capitalismo es un sistema económico donde las cosas son mercancías, es decir,
tienen valor de cambio más que valor de uso.
Que un objeto tiene valor de uso significa que sirve, que nos es útil para satisfacer una
necesidad ; por ejemplo, un jersey sirve para resguardar del frío. Que un objeto tiene valor de
cambio significa que equivale a dinero, que se compra y se vende, que se cambia por dinero;
por ejemplo, un jersey cuesta diez euros. El valor de uso del jersey es abrigar, y su valor de
cambio es diez euros.
¿Cuál es el valor de cambio de un objeto? ¿Cuánto cuesta un objeto? ¿De qué depende
el precio de una mercancía? Depende de la cantidad de fuerza humana o fuerza de trabajo
empleada en producirlo y también del tiempo de trabajo que requiere su producción. Un jersey
lo hace una persona tricotando en cinco días, y una casa la hacen muchos profesionales, desde
el arquitecto hasta el albañil, trabajando durante meses. La fuerza de trabajo y el tiempo de
trabajo necesarios para hacer un jersey son mucho menores que la fuerza de trabajo y el
tiempo de trabajo necesarios para hacer una casa, y por eso el jersey vale diez euros y la casa
muchos miles de euros más.
Si miramos las mercancías desde el punto de vista de su valor de uso, es decir, de la
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función que cumplen y la necesidad que cubren, observamos cosas concretas, por ejemplo un
jersey o una casa. Observamos también que esas cosas concretas están producidas por un
trabajo concreto, por ejemplo el tricotar o la albañilería, llevado a cabo por una oersona
concreta. Y además observamos que cada trabajo concreto es cualitativamente distinto de los
demás trabajos concretos, es decir, que es diferente tricotar, que poner ladrillos, que hacer
carpintería.
Si miramos las cosas desde el punto de vista de su valor de cambio, es decir, del dinero
que valen, de su precio, ya no vemos jerseys, casas o tablones, vemos dinero, vemos
diferentes cantidades de dinero. Esas cantidades ya no proceden de lo que cada trabajador
concreto haga específicamente, sino de la cantidad de fuerza de trabajo y de tiempo de trabajo
que se emplea. Por lo tanto, desde el punto de vista de su valor de cambio, las cosas no están
producidas por una persona determinada que hace determinado trabajo, sino por cantidad de
fuerza y por cantidad de tiempo de trabajo. Desde el punto de vista del precio de las cosas, el
trabajo se ve como fuerza y tiempo, no como una actividad que realiza una persona.
El capitalismo es un sistema económico cuya riqueza es el dinero, y al que le interesan
por tanto las cosas desde el punto de vista de su valor de cambio. El trabajo y el dinero, no el
hombre y sus necesidades, son la finalidad con la que se produce en el capitalismo. En el
capitalismo no hay personas que trabajan y se sirven del dinero, sino las personas viven para
el trabajo y para el dinero. El dinero no es en el capitalismo un medio para que viva el
hombre: el hombre y su trabajo son medios para que se multiplique el dinero. El hombre no es
un sujeto que maneja el instrumento dinero, sino al revés: el dinero es el sujeto que maneja a
un hombre convertido en instrumento. El dinero, como Dios para Feuerbach, es para Marx lo
que existe por encima y antes que el hombre, es el sujeto, el protagonista de la vida humana, y
los hombres son sus siervos. Por eso en el capitalismo los hombres no son libres, unos están
explotados y todos están alienados.
La explotación y la plusvalía
En la sociedad basada en el sistema económico capitalista hay dos clases sociales:
Capitalistas o burgueses y obreros o proletarios. Los capitalistas son los dueños de los medios
de producción, es decir, de las industrias, máquinas e instrumentos de trabajo; y los proletarios
son dueños de la fuerza de su cuerpo, que es el medio con el que trabajan. Todos los
individuos de ambas clases están alienados, y además los proletarios están explotados por los
capitalitas a causa de la plusvalía. ¿Qué es la plusvalía?
La fuerza de trabajo del obrero produce mercancías, y es una mercancía a su vez
porque se cambia por dinero: el capitalista la compra, paga al proletario, y el proletario la
vende, cobra un salario por ella. El salario se calcula sumando el precio de las mercancías comida, vestido, habitación, transporte- que el trabajador tiene que consumir para seguir vivo
y seguir trabajando.
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El capitalista compra la fuerza de trabajo del obrero, le paga al obrero su salario, y
después se apropia de las mercancías que el obrero produce: lo que el obrero produce le
pertenece al capitalista. A continuación el capitalista vende esas mercancías a un precio
mucho mayor que el salario que ha pagado al obrero por producirlas, y esa diferencia entre lo
que el capitalista gana por vender las mercancías y el salario que le ha pagado al obrero por
producirlas es la plusvalía.
La plusvalía es el origen de la ganancia del capitalista y de la explotación del
trabajador, pues, por este procedimiento, el capitalista puede enriquecerse cada vez más
mientras el obrero siempre vivirá con lo justo. El dinero que entra en el bolsillo del obrero es
salario, y el salario es moneda impotente, moneda con la que el proletario no puede más que
sobrevivir para seguir trabajando; en cambio, el dinero que entra en el bolsillo del capitalista
es capital, y el capital es moneda potente, moneda que se multiplica con la que el capitalista
puede hacer mucho más que sobrevivir. Por eso el proletario está explotado.
La alienación
Si el proletario está explotado y el capitalista no, ambos están alienados, aunque por
diferentes motivos.
El capitalista está alienado porque maneja capital, fuerza monetaria, dinero que
engendra dinero, y se convierte en una personificación de esa fuerza. Su vida consiste en
manejar y multiplicar el dinero y, como le sucedía al siervo de Hegel con las cosas, termina
identificándose con lo que maneja: las cualidades del dinero se convierten en sus propias
cualidades, es más importante mientras más dinero tiene, vale por la cantidad de dinero que
acumula o por el dinero que cuestan las cosas que posee, es decir, vale su dinero, no su
persona. Además, el capitalista está alienado porque no utiliza el dinero para vivir sino pone
su vida al servicio del dinero.
El proletario, por su parte, está alienado por la forma en que trabaja:
-Durante el tiempo de trabajo el obrero produce cosas, pero esas cosas no son suyas y
por tanto no le interesan.
-Como lo que produce no es suyo, la actividad que el proletario desempeña durante el
tiempo de trabajo tampoco le interesa; sólo le interesa de su trabajo el salario que
recibe por él.
-Fuera del tiempo de trabajo -en la época de Marx los obreros trabajaban catorce horas
o más- el proletario sólo tiene tiempo de comer y dormir, es decir, para reponer las
fuerzas con que seguir trabajando, y para engendrar hijos, que repondrán su fuerza de
trabajo cuando él muera.
-Viviendo en estas condiciones, el proletario no puede relacionarse con los demás
satisfactoriamente, y se da al alcohol en las tabernas para olvidar su triste vida, o a la
religión en las iglesias para calmarse pensando que cuando muera vivirá mejor. Por
eso dice Marx que la religión es el opio del pueblo.
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Por lo tanto, en el sistema capitalista, los burgueses explotan a los proletarios y tanto
unos como otros están alienados. La causa de la alienación de ambos es la economía
capitalista y su propiedad privada. La propiedad privada es la fuente y la raíz de la opresión, la
miseria, la injusticia, la desigualdad, la religión y el resto de los males sociales. Si queremos
una sociedad de hombres libres, una sociedad sin los males señalados, y la causa de esos
males es la propiedad privada, lo que debemos hacer es abolir la economía capitalista
eliminando la propiedad privada, es decir, revolucionar la economía.
La revolución
¿Quién va a revolucionar la economía? ¿Quién va a abolir la propiedad privada? No
los capitalistas, dice Marx. Los capitalistas no son libres pero no se dan cuenta, se creen que
viven bien aunque en realidad estén alienados. Los interesados en hacer la revolución son los
proletarios, que está alienados y además explotados y no viven no como hombres sino como
bestias de trabajo. Por eso dice Marx que el proletariado es el sujeto de la revolución.
¿Qué tienen que hacer los proletarios para romper el capitalismo y revolucionar la
economía?
En primer lugar los proletarios deben tomar conciencia de su alienación y de su
capacidad y fuerza para rebelarse. En segundo lugar deben rebelarse, alzarse de manera
cruenta contra unos capitalistas que no tienen interés en transformar un sistema económico
que les favorece; para instaurar una sociedad distinta los proletarios deben, por tanto, hacer
una guerra civil. Y en tercer lugar, una vez que venzan en esa guerra, los proletarios deben
instaurar una sociedad basada en una economía comunista en la que los bienes sean de todos,
en la que no se trabaje por un salario sino por interés en lo que se produce, y en la que las
cosas tengan valor de uso y no valor de cambio. En una sociedad así los intereses de los
individuos no pugnarán entre sí y el bien común será una realidad y no una idea de la
Constitución. En una sociedad así los hombres serán libres e iguales de verdad, no en teoría.
Marx añade que cuando el proletariado haga la revolución se liberará a sí mismo de la
explotación y del trabajo asalariado que lo aliena, pero a la vez liberará a los capitalistas de la
alienación en que los sume la servidumbre del dinero. Porque el proletario no se libera
haciéndose capitalista de nuevos proletarios, como el siervo de Hegel no se hace libre por ser
señor de nuevos siervos. Después de la revolución no habrá clases sociales y todos los
hombres serán libres e iguales.
Marx creía que la revolución iba a empezar en su país, Alemania, y en su momento, el
siglo XIX. Creía que el proletariado alemán se emanciparía a sí mismo, emanciparía a los
burgueses alemanes, y que su ejemplo sería seguido, como la pólvora, por los proletarios de
todos los países del mundo. Por eso una obra de Marx. titulada El manifiesto comunista
termina con esta soflama: “Proletarios del mundo entero, ¡uníos !”
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También en el siglo XIX otro filósofo impulsó a los hombres a una revolución en su
forma de vida, pero no a una revolución social sino moral. Ese filósofo es Friedrich Nietzsche.
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Nietzsche
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Nietzsche
-Crítica a la Ilustración
-Crítica a la filosofía
-Propuesta de Nietzsche
-La afirmación trágica de la vida
-El nihilismo y los simulacros
-Transmutación de los valores
-El superhombre
Crítica a la Ilustración
En el siglo XVIII la Ilustración decretó la mayoría de edad del hombre. El hombre ha dejado
de ser un menor que obedece a autoridades que le guían en todos los ámbitos de la vida, y es
un adulto libre y responsable que debe guiarse por la razón. No hay nadie superior al
hombre, cuya principal facultad es la razón.
Desde esta concepción del hombre la Ilustración critica la religión como una forma
de superstición, invalida a Dios como referencia de los hombres al vivir, cree que la felicidad
está en este mundo y vamos hacia ella en un proceso ascendente llamado “progreso”, y cree
que el hombre crece fuera de la tutela de Dios y haciendo uso de la razón. En palabras de
Nietzsche, la Ilustración pretende matar a Dios.
Nietzsche está de acuerdo con la muerte de Dios, pero no cree que ese propósito se
haya logrado. Y ese propósito no se ha logrado porque la Ilustración elimina a Dios, pero no
elimina la función que Dios desempeña; lo que según Nietzsche hace la Ilustración es quitar
a Dios de su trono, sentar en ese trono a la razón y poner a la razón a desempeñar la función
que desempeñaba Dios. ¿Cuál es esa función?
La función de Dios es dar sentido a la realidad. Dios es una autoridad a través de la
cual interpretamos la realidad y vivimos en ella: la naturaleza es como es porque Dios la
creó así, y lo mismo el hombre, cuya acción o conducta ha de regirse por valores que
emanan de Dios; el bien y el mal están definidos por la ley de Dios y las costumbres son
buenas o malas según se ajusten o no a esa ley. Pues bien, la Ilustración mata a Dios pero en
su lugar coloca a la razón, cuya obra principal, la ciencia, se convierte en la nueva autoridad
a través de la cual interpretamos la realidad y vivimos en ella. A partir de la Ilustración el
mundo y el hombre son tal como los ve y define la ciencia, y es la ciencia la autoridad que
tiene la última palabra acerca de lo que debemos considerar bueno o malo en nuestra
conducta y costumbres. Lo que hace, pues, la Ilustración es someter al hombre a una nueva
autoridad, a la tiranía de una razón a la que el hombre se pliega y a la que obedece como
obedecía antes a Dios.
Matar a Dios realmente, dice Nietzsche, es algo más profundo y radical que sustituir
una autoridad por otra. Poner a la razón en el lugar de Dios es la misma operación que
convertir al esclavo en señor de nuevos esclavos o erigir al proletario en capitalista que
100
explota a nuevos proletarios. Los hombres libres rompen la estructura de la dominación y no
son amos ni esclavos, los hombres iguales rompen la estructura de la explotación y no son
capitalistas ni proletarios y, de la misma manera, matar a Dios significa romper la estructura
de autoridad, destruir el lugar de Dios. Y destruir el lugar de Dios significa que la ciencia es
una entre otras interpretaciones posibles de la realidad, que no hay una única interpretación
del mundo y del hombre, que no hay una verdad ni un bien y un mal únicos para todos y
tampoco unas costumbres universalmente válidas.
Si queremos matar a Dios matemos, pues, la autoridad de la razón, no creamos que la
realidad es únicamente como dice la ciencia que es. Nietzsche piensa que esta tiranía de la
razón empezó antes de la ciencia, empezó cuando nació la filosofía, por lo cual critica la
realidad que ha construido la filosofía.
Crítica a la Filosofía
Cuando nació la filosofía en Grecia, antes que Platón y Aristóteles interpretaron la
realidad Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea.
Según Parménides la realidad que observamos con los sentidos es múltiple,
cambiante y perecedera; esa realidad se llama Devenir y es solo una apariencia, pues por
encima o por detrás de esa realidad hay otra llamada Ser, que percibimos mediante la razón.
Esa otra realidad es la de los conceptos o ideas, y, a diferencia del devenir, es única, es
inmutable y es eterna. Hecha esta diferencia, Parménides añade que el Ser es la verdadera
realidad, el mundo verdadero, la realidad que debemos conocer y en la que debemos
instalarnos, mientras que el Devenir es mera apariencia, un mundo aparente, erróneo,
inferior y falso al que nos conducen los sentidos, aunque ese, el Devenir, sea el mundo en el
que transcurre nuestra experiencia de vivir.
Heráclito, en cambio, afirma el Devenir. La única realidad es el devenir plural,
cambiante, perecedero e incluso contradictorio, y esa realidad, que es la de la vida, es válida,
no es errónea ni es inferior ni hay otra realidad.
La filosofía siguió desde entonces el rumbo que marcó Parménides, de modo que la
historia de la filosofía es la historia de filósofos que contraponen ser y devenir, realidad y
apariencia, razón y sentidos, concepto y metáforas, alma y cuerpo, espíritu y materia. Los
filósofos consideran además que el ser, la realidad, la razón, los conceptos, el alma y el
espíritu son verdaderos, altos, nobles y superiores frente al devenir, la apariencia, los
sentidos, las metáforas, el cuerpo y la materia, que son inferiores, bajos, innobles y erróneos.
Al despreciar el devenir, dado que la vida transcurre en ese plano, la filosofía niega la vida
en lugar de potenciarla. La filosofía degrada al hombre, hace que el hombre se desprecie a sí
mismo, se sienta culpable de ser como es, propicia su debilidad y su falta de estima. De este
modo la filosofía momifica la vida, la ata, la encorseta y la sofoca.
La filosofía referencia al hombre en conceptos como Dios, la identidad, la verdad, el
bien o la perfección, conceptos en los que la vida no llega ni a aparecer, y considera que
estos conceptos son superiores a la vida como es en realidad. Nietzsche dice que los
conceptos son momias que la razón construye por medio del lenguaje, telarañas que se
101
ciernen sobre la vida y la aprisionan, y que los filósofos que producen esas telarañas son
enfermos de la vida a los que les duele el cerebro. Los filósofos son seres castrados para la
vida que pretendiendo hablar de la realidad de lo que hablan es de su propia incapacidad
para vivir, y Occidente ha tomado en serio las telarañas que esos filósofos han construido y
está atrapado en ellas desde Parménides.
Nietzsche reniega de la historia de la filosofía tal como se ha desarrollado y propone
otra manera de filosofar que potencie la vida en lugar de castrarla.
Propuesta de Nietzsche
Frente a la historia de la filosofía enraizada en Parménides Nietzsche retoma a
Heráclito y afirma lo siguiente:
-Este mundo aparente, el devenir, es real, es la única realidad.
-El devenir es múltiple, plural, cambiante, perecedero y contradictorio. Estas
características no lo descalifican sino que lo validan.
-El mundo aparente es verdadero. Lo que Parménides llama mundo verdadero es una
ilusión óptica y moral, no existe en realidad. No hay dicotomía entre Ser y Devenir.
-El devenir es inocente. Los sentidos, la materia, el cuerpo y la vida son inocentes.
-Los calificativos o atributos del Ser -único, inmutable, imperecedero, no
contradictorio- son atributos de la nada, de la muerte, porque la vida no es así.
-Inventar otro mundo llamado Ser mejor y superior al Devenir es una fantasmagoría,
una calumnia a la realidad de este mundo, una venganza contra la vida. Esta
invención culpabiliza al hombre, le hace percibirse a sí mismo como un ser a quien
le falta algo, humilla la condición humana y hace que el hombre no se acepte a sí
mismo. Desde esta invención la vida del sabio o del virtuoso es una continua
penitencia y una peregrinación hacia el inexistente mundo verdadero, la tierra
prometida de la filosofía tan inexistente como el cielo de la religión.
-Postular la existencia de dos mundos, sean el verdadero y el aparente como hacen
Parménides y Platón, el de los noúmenos y los fenómenos como hace Kant, o el valle
de lágrimas de aquí abajo y el más allá celestial como hace la religión, es un síntoma
de decadencia y desvitalización del hombre. Mirando la historia de la filosofía puede
diagnosticarse que nuestra cultura está enferma y débil.
-El mundo de los sentidos, del cuerpo, de la vida, del devenir, ese mundo donde las
cosas son múltiples, plurales, cambiantes y contradictorias constituye la única
realidad. Es una realidad problemática, placentera y dolorosa, maravillosa y terrible,
y quien acepta la vida, quien vive con fuerza e intensidad afirma esa realidad, la
acepta, la quiere, le dice SÍ, y no desde una perspectiva quejumbrosa o pesimista,
sino desde una perspectiva trágica.
102
La afirmación trágica de la vida
Nietzsche dice que en la cultura occidental la única manifestación espiritual que, a
diferencia de la filosofía, afirma y potencia la vida es la tragedia griega, el teatro trágico. La
tragedia griega consiste en la representación teatral de historias protagonizadas por dioses y
por hombres. Son historias en las que los hombres, los héroes trágicos, se ven involucrados
en situaciones terribles y dolorosas que ellos no buscan pero en las que tienen que tomar
decisiones de las que sí son responsables. Los héroes no huyen ni se quejan en estas
situaciones, no niegan estos ingredientes de la vida sino que los asumen, los afirman; viven
el dolor y la adversidad, no los niegan ni los disfrazan ni huyen ni suplican, ni imaginan un
mundo diferente a éste aunque en la vida haya dolor y sea terrible cuando lo es. Este es el
único mundo y esta es la única vida; la vida es digna y valiosa puesto que los dioses mismos
la viven y la comparten con los hombres; los dioses griegos son dioses porque son
inmortales, pero el espacio de su existencia es este mundo y su experiencia es la misma que
la de los hombres. La vida duele cuando duele, pero quien está vivo afirma también el dolor,
lo acepta, lo quiere. Esta afirmación de la vida en todas sus manifestaciones que representa
el héroe trágico era lo que un griego tenía que aprender, y por eso el teatro trágico constituía
la principal fuente de la educación cívica en Grecia. El teatro trágico nació del culto al dios
Dionisos.
Los griegos creían en muchos dioses, entre los cuales estaban Dionisos y Apolo, que
representan facetas distintas del espíritu humano.
Apolo, dios del sol, simboliza la claridad, el equilibrio, la mesura, la armonía, la
serenidad, el control, es decir, todos los atributos del orden. Dionisos es el dios del vino y
simboliza la pasión, la sensualidad, la voluptuosidad de la carne, la embriaguez, el
entusiasmo, la euforia, la creación artística, la desmesura, lo oscuro, el dolor y el placer, el
desbordamiento, el descontrol, es decir, el caos.
La filosofía occidental ha identificado la razón, la verdad, el bien y la belleza con lo
apolíneo, y ha desechado lo dionisiaco como irracional. Nietzsche piensa en cambio que en
el hombre conviven las dos facetas que estos dioses representan, y que debemos retomar lo
dionisiaco que hay en nosotros, dignificarlo y vivirlo. La vida es orden y es caos; el orden se
desborda y viene el caos y el caos se calma y vuelve el orden, así transcurre la vida, ese es el
cambio constante en que consiste el devenir. La vida es mesura y equilibrio, y también es
desmesura, en la que se experimenta mucho placer y también mucho dolor. Pero el dolor es
vida, no es un mal del que huir o del que preservarse a costa de cercenar una importante
faceta humana. Nietzsche dice incluso que la dicotomía u oposición entre placer y dolor es
falsa, dice que son manifestaciones de una misma fuerza que es la vida.
Ser libre para Nietzsche consiste en querer la vida como es, en afirmar en uno mismo
tanto lo apolíneo como lo dionisiaco, en aceptar el dolor de vivir junto al placer de vivir, en
instalarse con inocencia, no con resignación, en el devenir. Solo quien afirma la vida y el
devenir es un espíritu libre.
103
El nihilismo
El espíritu libre es nihilista, pero Nietzsche entiende el nihilismo a su manera, no en
el sentido tradicional del término. Nihilismo viene de nihil, que en latín significa “nada”, y
consiste en negar que existe la verdad y en negar que la vida tenga sentido. Para un nihilista
no hay ninguna verdad y la vida no tiene sentido.
Esta negación de la verdad y del sentido de la vida se ha experimentado como
desesperanza, hastío, desilusión y tristeza vital. La creencia en otro mundo y en una vida
superior a ésta en el más allá ultraterreno, que priva de valor a este mundo y a la vida, es una
forma de nihilismo que produce tristeza y debilidad. Nietzche es nihilista porque cree que no
hay verdad y que la vida no tiene sentido, pero propone entender el nihilismo de una manera
completamente diferente:
-La vida y el devenir no tienen sentido, meta, orientación o finalidad, pero eso no es
algo entristecedor, no es una mala noticia: “cuando la vida pierde su sentido, lo que queda es
la vida”.
-Es enriquecedor negar que existe la verdad, como lo es negar que existe un Dios o
unas leyes morales únicas para todos. Dios, la verdad única y el bien y el mal universalmente
válidos son mentiras que han producido la filosofía y la razón, y esas mentiras deben ser
superadas.
-La verdad no existe ni tampoco la mentira, que solo tiene sentido desde la existencia
de la verdad. Nietzsche va más allá de la verdad y de la mentira y dice que no hay verdad
sino ficciones. Todas las interpretaciones de la realidad son ficticias, simulacros, pues
ninguna es “la verdad”. Pero no importa que no haya verdad sino ficciones o simulacros: las
interpretaciones de la realidad sirven para orientarnos y ubicarnos en la vida y para potenciar
nuestra energía vital, esa es su función, son válidas para eso y no importa que no sean
verdaderas. Pensar no sirve para llegar a la verdad sino para potenciar la vida y orientarnos
en ella; no se trata de buscar la verdad ni de vivir en la verdad sino de vivir de verdad.
Nietzsche hace filosofía desde esta forma de considerar la realidad y la verdad y
construye ficciones, simulacros, interpretaciones de la realidad que no pretenden ser
verdaderas sino válidas para potenciar la fuerza de vivir. Los principales entre sus
simulacros son la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo.
Simulacro de la voluntad de poder
Nietzsche construye este simulacro para responder a la pregunta ¿qué es la fuerza? A
esta pregunta contesta la ciencia, la física en este caso, pero lo que dice la física no es la
verdad, sino una interpretación de la fuerza. Niezsche construye, inventa otra interpretación
de la fuerza.
Fuerza es poder, capacidad, potencia; fuerza es lo que puede, voluntad de poder.
Todo en el universo está constituido por fuerzas, en el macrocosmos y en el microcosmos
que es el hombre. Nosotros somos fuerza, voluntad de poder, energía que sube y baja, que
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fluctúa, que se alimenta, que crece o merma, que deviene. Eso somos. Por lo tanto no
tenemos una identidad fija como nos hace creer la psicología y en general la sociedad. Y de
esa fuerza que somos nacen los valores, no del dictado de Dios o de la razón: aquello con lo
que la fuerza crece, aquello que aumenta nuestro poder lo llamamos bueno, y aquello que
mengua nuestra fuerza y merma nuestro poder lo llamamos malo. El bien y el mal son
sujetivos, no objetivos, y no permanecen estables para una misma persona a lo largo de la
vida, pues una persona no es idéntica siempre a sí misma sino un manojo cambiante de
fuerzas. La fuerza crea los valores y los destruye al crecer, pues al crecer ya no le sirven;
entonces crea otros y así sucesivamente.
Esta manera de vernos a nosotros mismos no es la verdad, es una ficción, un
simulacro, un “como si”. Y sirve para que, si vivimos como si las cosas fueran así, viviremos
con la mayor intensidad y libertad posibles.
Simulacro del eterno retorno de lo mismo
Nietzsche construye este simulacro para responder a la pregunta ¿qué es el tiempo?
-El universo está compuesto por fuerzas cuyo número es inmenso pero finito. El
número de combinaciones entre estas fuerzas es más enorme todavía, pero finito también.
-El tiempo es infinito, y en un tiempo infinito se producen todas las combinaciones
entre las fuerzas y esas combinaciones vuelven a repetirse, y no una vez ni dos, sino infinitas
veces.
A partir de estas dos premisas Nietzsche concluye lo siguiente: “De nuevo nacerás de
un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo estarás leyendo esta misma página, de
nuevo recorrerás todas tus horas, hasta la de tu muerte increíble”.
Esta manera de concebir el tiempo nos indica que lo que vale es el presente. Si
vivimos como si fuéramos a vivir cada momento infinitas veces, lo que hacemos es cuidar
cada instante y vivir cada momento de la mejor manera posible, pues cada instante retornará
eternamente una y mil veces y un número infinito de veces. Esta concepción del tiempo nos
conduce, pues, a afirmar el presente y a vivirlo impecablemente.
No se trata, por tanto, de buscar la verdad ni de vivir en la verdad sino de vivir de
verdad. Y para vivir de verdad el camino a seguir es orientarse por simulacros que nos hagan
fuertes y alegres, así como concebir de otro modo el bien y el mal. Nietzsche propone
transmutar los valores, construir una nueva moral, definir el bien y el mal desde otras bases
con el objetivo no de obedecer sino de potenciar la vida; Nietzsche propone, en suma, una
revolución moral.
Transmutación de los valores
La cultura occidental ha construido un Dios, una razón y una verdad, y también un
bien y un mal, unas leyes morales universales, únicas para todos, una moral de leyes que
105
Nietzsche llama gregarias porque nos uniformizan y nos convierten en un rebaño.
El ejemplo por excelencia de una moral gregaria que decreta para los hombres desde
fuera de ellos mismos leyes universales y únicas para todos a las que todos deben obedecer
es el cristianismo, pero el cristianismo siguió un modelo que existía antes, en Grecia, y que
fue gestado por Sócrates; tal es la conclusión a la que llega Nietzsche cuando indaga en el
origen o genealogía de la moral gregaria en una obra titulada Genealogía de la moral.
Los griegos antes de Sócrates identificaban la virtud o bien con la alegría de vivir.
Esta mentalidad cambia con Sócrates. Sócrates rompe esta equivalencia, no identifica virtud
y alegría de vivir. Para él la virtud es una consecuencia del saber, de la razón; somos buenos
porque sabemos lo que es el bien. Vivir bien ya no es estar contento de la vida sino cultivar
la parte racional y sofocar la parte pasional e instintiva. De este modo Sócrates inaugura en
la cultura occidental un modelo de sabiduría identificada con la razón y opuesta a los
instintos y a las pasiones.
Este modelo perduró en el cristianismo. El cristianismo sigue la lógica instaurada
por Sócrates de que la virtud no es la alegría de vivir, pero para el cristianismo la virtud ya
no procede de la razón y el saber sino de la renuncia al cuerpo y a los placeres. Para Sócrates
si somos racionales somos virtuosos; para el cristianismo somos virtuosos si renunciamos al
cuerpo y a los placeres, si somos castos. La abstinencia del cuerpo y de los placeres es la
causa o fuente de la virtud.
Concibiendo la virtud de este modo el cristianismo inaugura en Occidente un
mecanismo psicológico que Nietzsche llama resentimiento. Este mecanismo consiste en
privarse de algo que se desea exigiendo que todos los demás se priven también de ello;
alguien desea algo pero se lo prohíbe a sí mismo, y además se lo prohíbe a todos los demás.
El resentimiento consiste en afirmarse a sí mismo eliminando lo diferente, exigiendo que
todos hagan lo mismo que uno, uniformizando las conductas. Cuando un griego renunciaba
al cuerpo y decidía ser casto lo hacía porque quería, por autodisciplina o por los motivos que
fuere, pero no proclamaba que la castidad es un bien universal ni que la impotencia es buena.
En cambio, el sacerdote judío renuncia al cuerpo no porque quiere sino porque debe, envidia
a quienes no renuncian al cuerpo, y a causa de esa envidia, para soportar su deber exige que
nadie disfrute del cuerpo, declara que el cuerpo es malo y pecaminoso y convierte su
renuncia personal en norma universal. El cristianismo justifica el sexo solo con vistas a la
reproducción y proclama que la castidad es buena y que son buenos aquellos que no gozan
de su cuerpo.
Por ello dice Nietzsche que la moral cristiana es una moral antinatural, contranatural,
una moral que enferma al hombre, va contra sus instintos, le hace sentir que su instinto
sexual es malo. De este modo la moral cristiana desvitaliza al hombre, lo pone en contra de
sí mismo y lo priva de una alegría elemental que está al alcance de cualquiera, o mezcla esa
alegría con la culpa.
La moral cristiana debilita al hombre y es una moral de débiles, entendiendo por
débiles hombres envidiosos y resentidos que se afirman a sí mismos destruyendo lo diferente
y exigiendo a todos uniformidad; es una moral que convierte a los hombres en un rebaño
obediente, individuos que se relacionan con el bien y el mal no en base a lo que quieren sino
106
a lo que deben.
Frente a la moral cristiana Nietzsche propone una nueva moral, una transmutación de
los valores, otra forma de ver el bien y el mal. La nueva moral que Nietzsche propone tiene
las siguientes características:
-Como para los griegos de antes de Sócrates, la virtud es la alegría de vivir.
-Esta moral no se basa en el deber, no consiste en obedecer unas normas establecidas
desde fuera. Es una moral que busca la potencia de vivir, la fuerza vital.
-La fuente del bien y del mal, es decir, de los valores, es la fuerza, el poder de cada
cual, como vimos en el simulacro de la voluntad de poder. No somos un yo estable, no
tenemos una identidad permanente, eso es una ficción, un engaño de la razón. Somos poder,
intensidad, fuerza, alzas y bajas de intensidad, somos voluntad de poder, fuerza que busca
ser y expandirse y crecer. Para crecer la fuerza se nutre de todo cuanto encuentra, incluso del
dolor, y es la fuerza quien crea los valores: aquello con lo que crece la fuerza es bueno,
aquello que merma la fuerza es malo. Por tanto los valores no son universales sino singulares
y sujetivos, y no son inmutables sino cambiantes: la fuerza los crea para crecer y los destruye
al crecer, creando otros que son los que en ese momento le sirven para seguir creciendo.. Por
eso los valores son múltiples, diferentes, plurales y cambiantes.
-La nueva moral se basa en la fuerza de cada persona, se propone elevar al máximo la
fuerza de cada cual, produce vida, fuerza vital, y es una moral de fuertes, es decir, de
personas no resentidas ni envidiosas que no exigen de todos las mismas opciones, no
necesitan negar y eliminar lo diferente y se afirman no en que todos hagan lo mismo sino en
su poder, en su deseo y en su querer.
-Nietzsche cree en la transmutación de los valores, en la revolución moral como
Marx cree en la revolución social. Como la moral que él propone es una alternativa a la
moral cristiana, a su estructura y a sus mandatos, y la moral cristiana fue formulada y
predicada por Jesucristo, Nietzsche habla de un profeta llamado Zaratustra, que propone y
predica una nueva moral que sustituirá en el corazón de los hombres a la moral cristiana que
forja hombres gregarios, obedientes, resentidos y débiles. Así como hablamos hoy de antes
de Jesucristo y después de Jesucristo, así hablaremos un día de antes de Zaratustra y después
de Zaratustra.
El superhombre
A ese hombre libre que acepta la vida, que sabe que no tiene identidad sino fuerza, que vive
en el presente, que construye el bien y el mal desde su voluntad de poder y que crea y
destruye los valores Nietzsche lo llama superhombre, y habla de él mediante la parábola del
camello, el león y el niño, que cuenta Zaratustra.
Se puede vivir como un camello, como un león o como un niño.
El camello es un ser que vive referenciado en el deber, su pregunta ante la vida es
“¿qué debo hacer? ¿qué me mandan que haga? Es un ser débil, esclavo, cargado por el deber
que otros le imponen.
El león vive referenciado en su deseo, en el querer, su pregunta ante la vida es ¿qué
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quiero hacer? ¿yo qué quiero? Es un ser que, a diferencia del camello, sí sabe de sí mismo,
es más libre. Pero el león solo tiene en cuenta su deseo, y como lo que uno vive está
determinado por lo que uno quiere pero a la vez por otras fuerzas que actúan sobre la
realidad pero no decidimos, si el león no logra lo que quiere se rompe, se estrella contra la
realidad.
El niño vive referenciado en la realidad, no en lo que debe ni en lo que quiere sino en
lo que hay, en lo que es. Su deseo cuenta, pero sabe que es una de las fuerzas que actúan en
la realidad y que hay otras fuerzas que también actúan, por lo que la configuración de la
realidad no está decidida por su deseo. El niño juega con la realidad, la acepta, sea cual sea,
y juega al juego más adecuado para cada configuración de las cosas en la realidad en el
perpetuo devenir. El niño es inocente y libre; no juzga la realidad como buena o mala sino
como situaciones a vivir del mejor modo posible.
También Nietzsche habla del superhombre mediante la analogía del jugador. La vida
es devenir, y el devenir es como una partida de dados en la que se suceden las jugadas. El
jugador no decide los dados que le salen, eso es cosa del azar, pero sí decide cómo juega. El
jugador lúcido acepta la jugada, sea cual sea, con dignidad y elegancia, sin lamentarse y sin
retirarse de la mesa de juego, y sabe que por malos dados que le hayan salido, la partida
continúa y siempre hay una nueva tirada de dados.
El hombre libre, niño o superhombre, no es fruto de una revolución social sino de
una revolución moral. Para que en vez de hombres haya superhombres es necesario abolir las
leyes universales y gregarias que rigen en la ciencia, en la moral y en la política, propiciar el
florecimiento de seres singulares, fuertes, no resentidos, diferentes, que se rijan por su fuerza
con valores múltiples, no que obedezcan al deber mediante valores uniformes y gregarios. El
superhombre es poderoso, pero su poder no es gubernamental, es un poder de afirmar la
vida, un poder sobre la vida.
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PROGRAMACIÓN DE PAU: HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Filosofía Antigua
- Platón: “República”, Libro VII, 514a – 520a. Edit. Gredos, Madrid 1985
- Aristóteles: “Política”, Libro I, Capítulo 1,2 y 3. Alianza Editorial. Madrid 2009, p.45-50.
Filosofía Moderna
- Kant, I; “¿Qué es la Ilustración?”, Traducción de Roberto R. Aramayo, Alianza
Editorial, Madrid 2009, p. 81-93.
Filosofía Contemporánea
- Marx, K; “Contribución a la crítica de la economía política”.- Prólogo, Obras Escogidas,
Tomo I, Moscú, Ed. Progreso 1976.
- Nietzsche, F; “Crepúsculo de los ídolos” (Capítulos: La “razón” en la filosofía y Cómo el
«mundo verdadero» acabó convirtiéndose en una fábula), Alianza
Editorial, Madrid 1973, p.45-52.
TÉRMINOS Y EXPRESIONES
Platón: Mundo inteligible, dialéctica, Idea de Bien, opinión, rey-filósofo y reminiscencia.
Aristóteles: naturaleza, alma, felicidad, sustancia, causa y potencia-acto.
Kant: Racionalismo-Empirismo, giro copernicano, ilusión trascendental, imperativo, contrato
social y libertad.
Marx: capital, alienación, valor, infraestructura-superestructura, trabajo y plusvalía.
Nietzsche: Nihilismo, dionisíaco, moral contranatural, mundo aparente, transmutación de valores
e inocencia del devenir.
LA PRUEBA PAU CONSTARÁ DE DOS OPCIONES (A Y B)
ENTRE LAS QUE EL ALUMNO/A ELEGIRÁ UNA.
ESTRUCTURA DE LA PRUEBA
La prueba constará de cuatro preguntas:
1ª Pregunta: Explica las ideas que aparecen en el texto. (2 puntos)
2ª Pregunta: Explica el significado que tienen en el autor los términos y
expresiones siguientes. (3 puntos)
3ª Pregunta: Relaciona las ideas del texto o de la filosofía del autor con las de
otro u otros autores. (3 puntos)
4ª Pregunta: Expón razonadamente tu posición personal sobre las ideas que
aparecen en el texto o sobre el pensamiento del autor, valorando su actualidad.
(2 puntos)
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TEXTOS DE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
PLATÓN: República. Libro VII. 514a-520ª
- Después de eso -proseguí- compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta
de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada
subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz.
En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben
permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor
la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre
el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique
construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para
mostrar, por encima del biombo, los muñecos.
- Me lo imagino.
- Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de
utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas
clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.
- Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.
- Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de
los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que
tienen frente a sí?
- Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.
- ¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?
- Indudablemente.
- Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los
objetos que pasan y que ellos ven? (1)
-Necesariamente.
- Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que
pasan del otro lado del tabique hablará, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de
la sombra que pasa delante de ellos?
- ¡Por Zeus que sí!
- ¿Y que los prisioneros no tendrán por real otra cosa que las sombras de los objetos
artificiales transportados?
-Es de total necesidad.
-Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia,
qué pasaría si naturalmente (2) les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a
levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto,
sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras
había visto antes, ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes
eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más
reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del
otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que
se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas
que las que se le muestran ahora?
- Mucho más verdaderas.
- Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de
eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son
realmente más claras que las que se le muestran?
110
- Así es.
- Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de
llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la
luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora
decimos que son los verdaderos?
- Por cierto, al menos inmediatamente.
- Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar
miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros
objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación
contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y
la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.
- Sin duda.
- Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares
que le son extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.
- Necesariamente.
- Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los
años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que
ellos habían visto.
- Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.
- Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces
compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los
compadecería?
- Por cierto.
Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para
aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del
tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado
habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que
iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y
poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y “preferiría
ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre”(3) o soportar cualquier otra cosa, antes
que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?
- Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.
- Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría
ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
- Sin duda.
- Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos
que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se
reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría el
ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los
ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y
conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?
- Seguramente.
-Pues bien querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha
sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada –
prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el
ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito
inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír.
Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro
111
de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de
concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha
engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de
la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con
sabiduría tanto en lo privado como en lo público.
-Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.
-Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí
no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el
tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.
-Muy natural.
-Tampoco sería extraño que alguien que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las
humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y,
no acostumbrado aún en forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los
tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas
de las cuales hay sombras, y a reñir sobre todo del modo en que esto es discutido por quienes
jamás han visto la Justicia en sí.
-De ninguna manera sería extraño.
-Pero si alguien tiene sentido común, recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos
tipos de perturbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de la tiniebla a la luz; y
al considerar que esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracionalmente cuando la
ve perturbada e incapacitada de mirar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es
que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una
mayor ignorancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el resplandor. Así, en un caso se
felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede; mientras en el otro se apiadará, y, si se
quiere reír de ella, su risa será menos absurda que si se descarga sobre el alma que desciende
desde la luz.
-Lo que dices es razonable.
-Debemos considerar entonces, si esto es verdad, que la educación no es como la proclaman
algunos. Afirman que, cuando la ciencia no está en el alma, ellos la ponen, como si se pusiera
la vista en ojos ciegos.
-Afirman eso, en efecto.
-Pues bien, el presente argumento indica que en el alma de cada uno hay el poder de aprender
y el órgano para ello, y que, así como el ojo no puede volverse hacia la luz y dejar las tinieblas
si no gira todo el cuerpo, del mismo modo hay que volverse desde lo que tiene génesis con
toda el alma, hasta que llegue a ser capaz de soportar la contemplación de lo que es, y lo más
luminoso de lo que es, que es lo que llamamos el Bien.
¿No es así?
- Sí.
- Por consiguiente, la educación sería el arte de volver este órgano del alma del modo más
fácil y eficaz en que puede ser vuelto, más no como si le infundiera la vista, puesto que ya la
posee, sino, en caso de que se lo haya girado incorrectamente y no mire a donde debe,
posibilitando la corrección.
- Así parece, en efecto.
- Ciertamente, las otras denominadas “excelencias” del alma parecen estar cerca de las del
cuerpo, ya que, si no se hallan presentes previamente, pueden después ser implantadas por el
hábito y el ejercicio; pero la excelencia del comprender da la impresión de corresponder más
bien a algo más divino, que nunca pierde su poder, y que según hacia donde sea dirigida es
útil y provechosa, o bien inútil y perjudicial, ¿O acaso no te has percatado de que esos que son
112
considerados malvados, aunque en realidad son astutos, poseen un alma que mira
penetrantemente y ve con agudeza aquellas cosas a las que se dirige, porque no tiene la vista
débil sino que está forzada a servir al mal, de modo que, cuanto más agudamente mira, tanto
más mal produce?
- ¡Claro que sí!
- No obstante, si desde la infancia se trabajara podando en tal naturaleza lo que, con su peso
plomífero y su afinidad con lo que tiene génesis y adherido por medio de la glotonería, lujuria
y placeres de esa índole, inclina hacia abajo la vista del alma; entonces, desembarazada ésta
de ese peso, se volvería hacia lo verdadero, y con ese mismo poder en los mismos hombres
vería del modo penetrante con que ve las cosas a las cuales está ahora vuelta
-Es probable.
-¿Y no es también probable, e incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los hombres sin
educación ni experiencia de la verdad puedan gobernar adecuadamente alguna vez el Estado,
ni tampoco aquellos a los que se permita pasar todo su tiempo en el estudio, los primeros por
no tener a la vista en la vida la única meta (4) a que es necesario apuntar al hacer cuanto se
hace privada o públicamente, los segundos por no querer actuar, considerándose como si ya
en vida estuviesen residiendo en la Isla de los Bienaventurados? (5)
-Verdad.
-Por cierto que es una tarea de nosotros, los fundadores de este Estado, la de obligar a los
hombres de naturaleza bien dotada a emprender el estudio que hemos dicho antes que era el
supremo, contemplar el Bien y llevar a cabo aquel ascenso y, tras haber ascendido y
contemplado suficientemente, no permitirles lo que ahora se les permite.
-¿A qué te refieres?
- Quedarse allí y no estar dispuestos a descender junto a aquellos prisioneros, ni participar en
sus trabajos y recompensas, sean éstas insignificantes o valiosas.
-Pero entonces -dijo Glaucón- ¿seremos injustos con ellos y les haremos vivir mal cuando
pueden hacerlo mejor?
-Te olvidas nuevamente (6), amigo mío, que nuestra ley no atiende a que una sola clase lo
pase excepcionalmente bien en el Estado, sino que se las compone para que esto suceda en
todo el Estado, armonizándose los ciudadanos por la persuasión o por la fuerza, haciendo que
unos a otros se presten los beneficios que cada uno sea capaz de prestar a la comunidad.
Porque si se forja a tales hombres en el Estado, no es para permitir que cada uno se vuelva
hacia donde le da la gana, sino para utilizarlos para la consolidación del Estado.
-Es verdad lo había olvidado en efecto.
NOTAS
(1) O sea, los objetos transportados del otro lado del tabique, cuyas sombras, proyectadas
sobre el fondo de la caverna, ven los prisioneros.
(2) No se trata de que lo que les sucediese fuera natural - el mismo Platón dice que obrarían
“forzados”- , sino acorde con la naturaleza humana.
(3) En Od. XI 489-490.
(4) La Idea de Bien.
(5) Desde Píndaro (Olim. II 70-72) la Isla de los Bienaventurados es el lugar de los justos tras
la muerte. Cf. Gorgias 423 a-b.
(6) Cf. Adimanto en IV 419ª.
PLATÓN: República. Libro VII. 514a-520a, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid
1988,p.338-346.
113
ARISTÓTELES
POLÍTICA, LIBRO I, CAPÍTULO 1,2 Y 3.
CAPÍTULO I
Ya que vemos que cualquier ciudad es una cierta comunidad, también que toda comunidad está
constituida con miras a algún bien (por algo, pues, que les parece bueno obran todos en todos los
actos) es evidente. Así que todas las comunidades pretenden como fin algún bien; pero sobre todo
pretende el bien superior la que es superior y comprende a las demás. Esta es la que llamamos ciudad y
comunidad cívica.
Cuantos opinan que es lo mismo regir una ciudad, un reino, una familia y un patrimonio con siervos no
dicen bien. Creen, pues, que cada una de estas realidades se diferencia de las demás por su mayor o
menor dimensión, pero no por su propia especie. Como si uno, por gobernar a unos pocos, fuera amo
de una casa; si a más, administrador de un dominio; si a más aún, rey o magistrado; en la idea de que
en nada difiere una casa grande y una ciudad pequeña ni un rey y un gobernante político, sino que
cuando uno ejerce el mando a título personal resulta un rey, y cuando lo hace según las normas de un
arte peculiar, siendo en parte gobernante y gobernado, es un político. Pero eso no es verdad. Y lo que
afirmo será evidente al examinar la cuestión con el método que proponemos. De la misma manera
como en los demás objetos es necesario dividir el compuesto hasta sus ingredientes simples (puesto
que éstos son las partes mínimas del conjunto), así también vamos a ver, al examinar la ciudad, de qué
elementos se compone. Y luego, al analizarlos, en qué difieren unos de otros, y si cabe recoger alguna
precisión científica sobre cada uno de los temas tratados.
CAPITULO II
Si uno presta atención desde un comienzo al desarrollo natural de los seres, podrá observar también
este problema, como los otros, del mejor modo.
En primer lugar es necesario que se emparejen los seres que no pueden subsistir uno sin otro; por
ejemplo, la hembra y el macho, con vistas a la generación. (Y esto no en virtud de una previa elección,
sino que, como en el resto de animales y plantas, es natural el impulso a dejar tras de sí a otro
individuo semejante a uno mismo). O, por ejemplo, lo que por naturaleza domina y lo dominado, para
su supervivencia. Porque el que es capaz de previsión con su inteligencia es un gobernante por
naturaleza y un jefe natural. En cambio, el que es capaz de realizar las cosas con su cuerpo es súbdito y
esclavo, también por naturaleza. Por tal razón amo y esclavo tienen una conveniencia común.
De tal modo, por naturaleza, están definidos la mujer y el esclavo. (La naturaleza no hace nada
precariamente, como hicieran los forjadores el cuchillo de Delfos, sino cada cosa con una única
finalidad. Así como cada órgano puede cumplir su función de la mejor manera cuando no se le somete
a varias actividades, sino a una sola). Entre los bárbaros la mujer y el esclavo ocupan el mismo rango.
La causa de esto es que carecen del elemento gobernante por naturaleza. Así que su comunidad resulta
de esclavo y esclava. Por eso dicen los poetas:
"Justo es que los griegos manden a los bárbaros", como si por naturaleza fuera lo mismo bárbaro y
esclavo.
De las dos comunidades, la originaria es la casa familiar, y bien lo dijo Hesíodo en su poema:
"Ante todo, casa, mujer y buey de labranza".
Porque el buey hace las veces de criado para los pobres. La familia es la comunidad, constituida por
naturaleza, para satisfacción de lo cotidiano, por lo que Carondas llama "compañeros de panera", y
Epiménides de Creta, "los del mismo comedero".
114
La ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que posee, para decirlo de una
vez, la conclusión de la autosuficiencia total, y que tiene su origen en la urgencia del vivir, pero
subsiste para el vivir bien. Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo que las
comunidades originarias. Ella es la finalidad de aquéllas, y la naturaleza es finalidad. Lo que cada ser
es, después de cumplirse el desarrollo, eso decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un
caballo o de una casa. Además, la causa final y la perfección es lo mejor. Y la autosuficiencia es
la perfección, y óptima.
Por lo tanto, está claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es, por naturaleza,
un animal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por casualidad, o
bien un ser inferior o más que un hombre. Como aquel al que recrimina Homero: "sin fratría, sin ley,
sin hogar". Al mismo tiempo, semejante individuo es, por naturaleza, un apasionado de la guerra,
como una pieza suelta en un juego de damas.
La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal
gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los
animales, posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también
los otros animales. (Ya que por su naturaleza ha alcanzado hasta tener sensación del dolor y del placer
e indicarse estas sensaciones unos a otros). En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente
y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás
animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las
demás apreciaciones. La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad.
Es decir, que, por naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el
conjunto es necesariamente anterior a la parte. Pues si se destruye el conjunto ya no habrá ni pie ni
mano, a no ser con nombre equívoco, como se puede llamar mano a una piedra. Eso será como una
mano sin vida. Todas las cosas se definen por su actividad y su capacidad funcional, de modo que
cuando éstas dejan de existir no se puede decir que sean las mismas cosas, sino homónimas. Así que
está claro que la ciudad es por naturaleza y es anterior a cada uno. Porque si cada individuo, por
separado, no es autosuficiente, se encontrará, como las demás partes, en función a su conjunto.
Y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la
ciudad, sino como una bestia o un dios.
En todo existe, por naturaleza, el impulso hacia tal comunidad; pero el primero en establecerla fue el
causante de los mayores beneficios. Pues así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, así
también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todos.
La injusticia es más feroz cuando posee armas, y el hombre se hace naturalmente con armas al servicio
de su sensatez y su virtud; pero puede utilizarlas precisamente para las cosas opuestas. Por eso, sin
virtud, es el animal más impío y más salvaje, y el peor en su sexualidad y su voracidad. La justicia, en
cambio, es algo social, como que la justicia es el orden de la sociedad cívica, y la virtud de la justicia
consiste en la apreciación de lo justo.
CAPITULO III
Después de dejar claro de qué partes está constituida la ciudad hay que hablar en primer término de la
administración de la casa, porque toda ciudad está compuesta por casas. Las partes de la
administración son las correspondientes a las partes que constituyen la casa. Y la casa completa se
compone de libres y de esclavos. Puesto que hay que examinar cada cosa primeramente en sus
componentes menores, y las partes primeras y mínimas de una casa son el señor y el esclavo, el marido
y la esposa, y el padre y los hijos, hay que investigar respecto de estas tres relaciones qué es cada una
de ellas y cómo deben ser. Son, pues, la relación heril, la matrimonial (el emparejamiento de hombre y
mujer carece de una denominación propia), y en tercer lugar, la procreadora (que tampoco se
denomina con un vocablo específico). Queden pues, las tres como las hemos llamado.
115
Hay otro componente, que para unos se identifica con la administración de la casa y para otros es la
parte más importante de la misma. Como sea, habrá que estudiarlo. Me refiero a la llamada
crematística.
En primer lugar hablemos del amo y del esclavo, para observar lo relativo a este servicio necesario,
por si podemos aprehender algo mejor que las nociones ahora corrientes. As algunos les parece que tal
dominación supone una cierta ciencia, y que la administración de una casa, y la potestad señorial, y la
política, y la monárquica son lo mismo, como dijimos al comienzo. Para otros tal dominación es un
hecho contrario a la naturaleza, pues sólo por convención sería esclavo el uno y señor el otro, pero en
nada diferirían por su naturaleza. Por esta razón tampoco sería cosa justa, sino un hecho de violencia.
Aristóteles;”Política”, Libro I, Capítulos 1,2 y 3, Alianza Editorial, Madrid 2009, p.4550.
116
KANT
KANT; ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?
Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo
responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su
entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de
edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y
valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para
servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración. Pereza y cobardía son las
causas merced a las cuales tantos hombres continúan siendo con gusto, menores de edad
durante toda su vida, pese a que la Naturaleza los haya liberado hace ya tiempo de una
conducción ajena (haciéndoles físicamente adultos); y por eso les ha resultado tan fácil a otros
el erigirse en tutores suyos. Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro que
supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia
moral, a un médico que me prescriba la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales
molestias. No me hace falta pensar, siempre que pueda pagar; otros asumirán por mí tan
engorrosa tarea.
El que la mayor parte de los hombres (incluyendo a todo el bello sexo) consideren el paso
hacia la mayoría de edad como algo harto peligroso, además de muy molesto, es algo por lo
cual velan aquellos tutores que tan amablemente han echado sobre sí esa labor de
superintendencia. Tras entontecer primero a su rebaño e impedir cuidadosamente que esas
mansas criaturas se atrevan a dar un solo paso fuera de las andaderas donde han sido
confinados, les muestran luego el peligro que les acecha cuando intentan caminar solos por su
cuenta y riesgo. Mas ese peligro no es ciertamente tan enorme, puesto que finalmente
aprenderían a caminar bien después de dar unos cuantos tropezones; pero el ejemplo de un
simple tropiezo basta para intimidar y suele servir como escarmiento para volver a intentarlo
de nuevo.
Así pues, resulta difícil para cualquier individuo el zafarse de una minoría de edad que casi se
ha convertido en algo connatural. Incluso se ha encariñado con ella y eso le hace sentirse
realmente incapaz de utilizar su propio entendimiento, dado que nunca se le ha dejado hacer
ese intento. Reglamentos y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso racional –o más bien
abuso- de sus dotes naturales, constituyen los grilletes de una permanente minoría de edad.
Quien lograra quitárselos acabaría dando un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja,
al no estar habituado a semejante libertad de movimientos. De ahí que sean muy pocos
quienes han conseguido, gracias al cultivo de su propio ingenio, desenredar las ataduras que
les ligaban a esta minoría de edad y caminar con paso seguro.
Sin embargo, hay más posibilidades de que un público se ilustre a sí mismo; algo que casi es
inevitable, con tal de que se le conceda libertad. Pues ahí siempre nos encontraremos con
algunos que piensen por cuenta propia incluso entre quienes han sido erigidos como tutores de
la gente, los cuales, tras haberse desprendido ellos mismos del yugo de la minoría de edad,
difundirán en torno suyo el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la
vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí se da una circunstancia muy especial: aquel
público, que previamente había sido sometido a tal yugo por ellos mismos, les obliga luego a
permanecer bajo él, cuando se ve instigado a ello por algunos de sus tutores que son de suyo
incapaces de toda ilustración; así de perjudicial resulta inculcar prejuicios, pues éstos acaban
por vengarse de quienes fueron sus antecesores o sus autores. De ahí que un público sólo
pueda conseguir lentamente la ilustración. Mediante una revolución acaso se logre derrocar un
117
despotismo personal y la opresión generada por la codicia o la ambición, pero nunca logrará
establecer una auténtica reforma del modo de pensar; bien al contrario, tanto los nuevos
prejuicios como los antiguos servirán de rienda para esa enorme muchedumbre sin
pensamiento alguno.
Para esta ilustración tan sólo se requiere libertad y, a decir verdad, la más inofensiva de
cuantas pueden llamarse así: el hacer uso público de la propia razón en todos los terrenos.
Actualmente oigo clamar por doquier: ¡No razones! El oficial ordena:!No razones, adiéstrate!
El asesor fiscal: !no razones y limítate a pagar tus impuestos! El consejero espiritual: !No
razones, ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice: razonad cuanto queráis y sobre todo
lo que gustéis, mas no dejéis de obedecer.) Impera por doquier una restricción de la libertad.
Pero, ¿cuál es el límite que la obstaculiza y cuál es el que, bien al contrario, la promueve? He
aquí mi respuesta: el uso público de su razón tiene que ser siempre libre y es el único que
puede procurar ilustración entre los hombres; en cambio muy a menudo cabe restringir su uso
privado, sin que por ello quede particularmente obstaculizado el progreso de la ilustración.
Por uso público de la propia razón entiendo aquél que cualquiera puede hacer, como alguien
docto, ante todo ese público que configura el universo de los lectores. Denomino uso privado
al que cabe hacer de la propia razón en una determinada función o puesto civil que se le haya
confiado. En algunos asuntos encaminados al interés de la comunidad se hace necesario un
cierto automatismo, merced al cual ciertos miembros de la comunidad tienen que comportarse
pasivamente para verse orientados por el gobierno hacia fines públicos mediante una
unanimidad artificial o, cuando menos, para que no perturben la consecución de tales metas.
Desde luego, aquí no cabe razonar, sino que uno ha de obedecer. Sin embargo, en cuanto esta
parte de la maquinaria sea considerada como miembro de una comunidad global e incluso
cosmopolita y, por lo tanto, se considere su condición de alguien instruido que se dirige
sensatamente a un público mediante sus escritos, entonces resulta obvio que puede razonar sin
afectar con ello a esos asuntos en donde se vea parcialmente concernido como miembro
pasivo. Ciertamente, resultaría muy pernicioso que un oficial, a quien sus superiores le hayan
ordenado algo, pretendiese sutilizar en voz alta y durante el servicio sobre la conveniencia o la
utilidad de tal orden; tiene que obedecer. Pero en justicia no se le puede prohibir que, como
experto, haga observaciones acerca de los defectos del servicio militar y los presente ante su
público para ser enjuiciados. El ciudadano no puede negarse a pagar los impuestos que se le
hayan asignado; e incluso una indiscreta crítica hacia tales tributos al ir a satisfacerlos
quedaría pena1izada como un escándalo (pues podría originar una insubordinación
generalizada). A pesar de lo cual, él mismo no actuará contra el deber de un ciudadano si, en
tanto que especialista, expresa públicamente sus tesis contra la inconveniencia o la injusticia
de tales impuestos. Igualmente, un sacerdote está obligado a hacer sus homilías, dirigidas a
sus catecúmenos y feligreses, con arreglo al credo de aquella Iglesia a la que sirve; puesto que
fue aceptado en ella bajo esa condición. Pero en cuanto persona docta tiene plena libertad,
además de la vocación para hacerlo así, de participar al público todos sus bienintencionados y
cuidadosamente revisados pensamientos sobre las deficiencias de aquel credo, así como sus
propuestas tendentes a mejorar la implantación de la religión y la comunidad eclesiástica. En
esto tampoco hay nada que pudiese originar un cargo de conciencia. Pues lo que enseña en
función de su puesto, como encargado de los asuntos de la Iglesia, será presentado como algo
con respecto a lo cual él no tiene libre potestad para enseñarlo según su buen parecer, sino que
ha sido emplazado a exponerlo según una prescripción ajena y en nombre de otro. Dirá:
nuestra Iglesia enseña esto o aquello; he ahí los argumentos de que se sirve. Luego extraerá
para su parroquia todos los beneficios prácticos de unos dogmas que él mismo no suscribiría
con plena convicción, pero a cuya exposición sí puede comprometerse, porque no es del todo
118
imposible que la verdad subyazca escondida en ellos o, cuando menos, en cualquier caso no
haya nada contradictorio con la religión íntima. Pues si creyese encontrar esto último en
dichos dogmas, no podría desempeñar su cargo en conciencia; tendría que dimitir. Por
consiguiente, el uso de su razón que un predicador comisionado a tal efecto hace ante su
comunidad es meramente un uso privado; porque, por muy grande que sea ese auditorio,
siempre constituirá una reunión doméstica; y bajo este respecto él, en cuanto sacerdote, no es
libre, ni tampoco le cabe serlo, al estar ejecutando un encargo ajeno. En cambio, como alguien
docto que habla mediante sus escritos al público en general, es decir, al mundo, dicho
sacerdote disfruta de una libertad ilimitada en el uso público de su razón, para servirse de su
propia razón y hablar en nombre de su propia persona. Que los tutores del pueblo (en asuntos
espirituales) deban ser a su vez menores de edad constituye un absurdo que termina por
perpetuar toda suerte de disparates. Ahora bien, ¿acaso una asociación eclesiástica –cual una
especie de sínodo o (como se autodenomina entre los holandeses) grupo venerable- no debiera
estar autorizada a juramentarse sobre cierto credo inmutable, para ejercer una suprema e
incesante tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través suyo, sobre el pueblo, a fin de
eternizarse? Yo mantengo que tal cosa es completamente imposible. Semejante contrato, que
daría por cancelada para siempre cualquier ilustración ulterior del género humano, es
absolutamente nulo e inválido; y seguiría siendo así, aun cuando quedase ratificado por el
poder supremo, la dieta imperial y los más solemnes tratados de paz. Una época no puede
aliarse y conjurarse para dejar a la siguiente en un estado en que no le haya de ser posible
ampliar sus conocimientos (sobre todo los más apremiantes), rectificar sus errores y en
general seguir avanzando hacia la ilustración. Tal cosa supondría un crimen contra la
naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste justamente en ese progresar; y la
posteridad estaría por lo tanto perfectamente legitimada para recusar aquel acuerdo adoptado
de un modo tan incompetente como ultrajante. La piedra de toque de todo cuanto puede
acordarse como ley para un pueblo se cifra en esta cuestión: ¿acaso podría un pueblo
imponerse a sí mismo semejante ley? En orden a establecer cierta regulación podría quedar
estipulada esta ley, a la espera de que haya una mejor lo antes posible: que todo ciudadano y
especialmente los clérigos sean libres en cuanto expertos para expresar públicamente, o sea,
mediante escritos, sus observaciones sobre los defectos de la actual institución; mientras tanto
el orden establecido perdurará hasta que la comprensión sobre la índole de tales cuestiones se
haya extendido y acreditado públicamente tanto como para lograr, mediante la unión de sus
voces (aunque no sea unánime), elevar hasta el trono una propuesta para proteger a esos
colectivos que, con arreglo a sus nociones de una mejor comprensión, se hayan reunido para
emprender una reforma institucional en materia de religión, sin molestar a quienes prefieran
conformarse con el antiguo orden establecido. Pero es absolutamente ilícito ponerse de
acuerdo sobre la persistencia de una constitución religiosa que nadie pudiera poner en duda
públicamente, ni tan siquiera para el lapso que dura la vida de un hombre, porque con ello se
anula y esteriliza un período en el curso de la humanidad hacia su mejora, causándose así un
grave perjuicio a la posteridad. Un hombre puede postergar la ilustración para su propia
persona y sólo por algún tiempo en aquello que le incumbe saber; pero renunciar a ella
significa por lo que atañe a su persona, pero todavía más por lo que concierne a la posteridad,
vulnerar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Mas lo que a un pueblo no le
resulta lícito decidir sobre sí mismo, menos aún le cabe decidirlo a un monarca sobre el
pueblo; porque su autoridad legislativa descansa precisamente en que reúne la voluntad
íntegra del pueblo en la suya propia. A este respecto, si ese monarca se limita a hacer coexistir
con el ordenamiento civil cualquier mejora presunta o auténtica, entonces dejará que los
súbditos hagan cuanto encuentren necesario para la salvación de su alma; esto es algo que no
119
le incumbe en absoluto, pero en cambio sí le compete impedir que unos perturben
violentamente a otros, al emplear toda su capacidad en la determinación y promoción de dicha
salvación. El monarca daña su propia majestad cuando se inmiscuye sometiendo al control
gubernamental los escritos en que sus súbditos intentan clarificar sus opiniones, tanto si la
hace por considerar superior su propio criterio, con lo cual se hace acreedor del reproche:
Caesar non est supra Grammaticos, como -mucho más todavía si humilla su poder supremo al
amparar, dentro de su Estado, el despotismo espiritual de algunos tiranos frente al resto de sus
súbditos.
Si ahora nos preguntáramos: ¿acaso vivimos actualmente en una época ilustrada?, la respuesta
sería: ¡No!, pero sí vivimos en una época de Ilustración. Tal como están ahora las cosas
todavía falta mucho para que los hombres, tomados en su conjunto, puedan llegar a ser
capaces o estén ya en situación de utilizar su propio entendimiento sin la guía de algún otro en
materia de religión. Pero sí tenemos claros indicios de que ahora se les ha abierto el campo
para trabajar libremente en esa dirección y que también van disminuyendo paulatinamente los
obstáculos para una ilustración generalizada o el abandono de una minoría de edad de la cual
es responsable uno mismo. Bajo tal mirada esta época nuestra puede ser llamada «época de la
Ilustración» o también «el Siglo de Federico». Un príncipe que no considera indigno de sí
reconocer como un deber suyo el no prescribir a los hombres nada en cuestiones de religión,
sino que les deja plena libertad para ello e incluso rehúsa el altivo nombre de tolerancia, es un
príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad se lo agradezcan, ensalzándolo por
haber sido el primero en haber librado al género humano de la minoría de edad, cuando menos
por parte del gobierno, dejando libre a cada cual para servirse de su propia razón en todo
cuanto tiene que ver con la conciencia. Bajo este príncipe se permite a venerables clérigos
que, como personas doctas, expongan libre y públicamente al examen del mundo unos juicios
y evidencias que se desvían aquí o allá del credo asumido por ellos sin menoscabar los
deberes de su cargo; tanto más aquel otro que no se halle coartado por obligación profesional
alguna. Este espíritu de libertad se propaga también hacia el exterior, incluso allí donde ha de
luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que se comprende mal a sí mismo. Pues
ante dicho gobierno resplandece un ejemplo de que la libertad no conlleva preocupación
alguna por la tranquilidad pública y la unidad de la comunidad. Los hombres van
abandonando poco a poco el estado de barbarie gracias a su propio esfuerzo, con tal de que
nadie ponga un particular empeño por mantenerlos en la barbarie.
He colocado el epicentro de la ilustración, o sea, el abandono por parte del hombre de aquella
minoría de edad respecto de la cual es culpable él mismo, en cuestiones religiosas, porque
nuestros mandatarios no suelen tener interés alguno en oficiar romo tutores de sus súbditos en
lo que atañe a las artes y las ciencias; y porque además aquella minoría de edad es asimismo
la más nociva e infame de todas ellas. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que
favorece esta primera Ilustración va todavía más lejos y se da cuenta de que, incluso con
respecto a su legislación, tampoco entraña peligro alguno el consentir a sus súbditos que
hagan un uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus
pensamientos sobre una mejor concepción de dicha legislación, aun cuando critiquen con toda
franqueza la que ya ha sido promulgada; esto es algo de lo cual poseemos un magnífico
ejemplo, por cuanto ningún monarca ha precedido a ése al que nosotros honramos aquí. Pero
sólo aquel que, precisamente por ser ilustrado, no teme a las sombras, al tiempo que tiene a
mano un cuantioso y bien disciplinado ejército para tranquilidad pública de los ciudadanos,
puede decir aquello que a un Estado libre no le cabe atreverse a decir: razonad cuanto queráis
y sobre todo cuanto gustéis, ¡con tal de que obedezcáis! Aquí se revela un extraño e
inesperado, curso de las cosas humanas; tal como sucede ordinariamente, cuando ese decurso
120
es considerado en términos globales, casi todo en él resulta paradójico. Un mayor grado de
libertad civil parece provechosa para la libertad espiritual del pueblo y, pese a ello, le coloca
límites infranqueables; en cambio un grado menor de esa libertad civil procura el ámbito para
que esta libertad espiritual se despliegue con arreglo a toda su potencialidad. Pues, cuando la
naturaleza ha desarrollado bajo tan duro tegumento ese germen que cuida con extrema
ternura, a saber, la propensión y la vocación hacia el pensar libre, ello repercute sobre la
mentalidad del pueblo (merced a lo cual éste va haciéndose cada vez más apto para la libertad
de actuar) y finalmente acaba por tener un efecto retroactivo hasta sobre los principios del
gobierno, el cual incluso termina por encontrar conveniente tratar al hombre, quien ahora es
algo más que una máquina, conforme a su dignidad.
Königsber (Prusia), 30 de Septiembre de 1784
Kant,I; “¿Qué es la ilustración?, Alianza Editorial, Madrid 2004, p.81-93.
121
MARX
CONTRIBUCIÓN A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
PRÓLOGO
Estudio el sistema de la Economía burguesa por este orden capital, propiedad del suelo,
trabajo asalariado; Estado, comercio exterior, mercado mundial. Bajo los tres primeros
títulos, investigo las condiciones económicas de vida de las tres grandes clases en que se
divide la moderna sociedad burguesa; la conexión entre los títulos restantes, salta a la vista. La
primera sección del libro primero, que trata del capital, contiene los siguientes capítulos: 1) la
mercancía; 2) el dinero o la circulación simple; 3) el capital, en general. Los dos primeros
capítulos forman el contenido del presente fascículo. Tengo ante mí todos los materiales de la
obra en forma de monografías, redactadas con grandes intervalos de tiempo para el
esclarecimiento de mis propias ideas y no para su publicación; la elaboración sistemática de
todos estos materiales con arreglo al plan apuntado, dependerá de circunstancias externas.
Aunque había esbozado una introducción general, prescindo de ella, pues, bien pensada la
cosa, creo que el adelantar los resultados que han de demostrarse, más bien sería un estorbo, y
el lector que quiera realmente seguirme deberá estar dispuesto a remontarse de lo particular a
lo general. En cambio, me parecen oportunas aquí algunas referencias acerca de la trayectoria
de mis estudios de Economía política.
Mis estudios profesionales eran los de Jurisprudencia, de la que, sin embargo, sólo me
preocupé como disciplina secundaria, al lado de la Filosofía y la Historia. En 1842-43, siendo
redactor de la Gaceta del Rin me vi por vez primera en el trance difícil de tener que opinar
acerca de los llamados intereses materiales. Los debates de la Dieta renana sobre la tala
furtiva y la parcelación de la propiedad del suelo, la polémica oficial mantenida entre el señor
Von Schaper, a la sazón gobernador de la provincia renana, y la Gaceta del Rin acerca de la
situación de los campesinos del Mosela, y finalmente, los debates sobre el libre cambio y el
proteccionismo, fue lo que me movió a ocuparme por vez primera de cuestiones económicas.
Por otra parte, en aquellos tiempos en que el buen deseo de " marchar en vanguardia"
superaba con mucho el conocimiento de la materia, la Gaceta del Rin dejaba traslucir un eco
del socialismo y del comunismo francés, teñido de un tenue matiz filosófico. Yo me declaré
en contra de aquellas chapucerías, pero confesando al mismo tiempo redondamente, en una
controversia con la Gaceta General de Augsburgo, que mis estudios hasta entonces no me
permitían aventurar ningún juicio acerca del contenido propiamente dicho de las tendencias
francesas. Lejos de esto, aproveché ávidamente la ilusión de los gerentes de la Gaceta del
Rin, quienes creían que suavizando la posición del periódico iban a conseguir que se revocase
la sentencia de muerte ya decretada contra él, para retirarme de la escena pública a mi cuarto
de estudio.
Mi primer trabajo, emprendido para resolver las dudas que me asaltaban, fue una revisión
crítica de la filosofía hegeliana del derecho, trabajo cuya introducción vio la luz en 1844 en
los Anales franco-alemanes, que se publicaban en París. Mi investigación desembocaba en el
resultado de que, tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden
comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del espíritu, sino que radican,
por el contrario, en las condiciones materiales de vida cuyo conjunto resume Hegel, siguiendo
el precedente de los ingleses y franceses del siglo XVIII, bajo el nombre de la "sociedad civil"
y que la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la Economía política. En Bruselas,
a donde me trasladé en virtud de una orden de destierro dictada por el señor Guizot, hube de
122
proseguir mis estudios de Económica política, comenzados en París. El resultado general a
que llegué y que, una vez obtenido, sirvió de hilo conductor a mis estudios, puede resumirse
así: en la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones
necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una
determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas
relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la
que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas
formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso
de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que
determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al
llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad
chocan con las relaciones de producción existentes, o, lo que no es más que la expresión
jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta
allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en
trabas suyas. Y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica, se
revoluciona, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella.
Cuando se estudian esas revoluciones, hay que distinguir siempre entre los cambios materiales
ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la
exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas
o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia
de este conflicto y luchan por resolverlo. Y del mismo modo que no podemos juzgar tampoco
a estas épocas de revolución por su conciencia, sino que, por el contrario, hay que explicarse
esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las
fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Ninguna formación social
desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella.
y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones
materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua. Por
eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, pues,
bien miradas las cosas, vemos siempre que estos objetivos sólo brotan cuando ya se dan o, por
lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos,
podemos designar como otras tantas épocas de progreso, en la formación económica de la
sociedad, el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las
relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de
producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un
antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las
fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo
tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación
social se cierra, por tanto, la prehistoria de la sociedadhumana.
Federico Engels, con el que yo mantenía un constante intercambio escrito de ideas desde la
publicación de bosquejo sobre la crítica de las categorías económicas (en los Anales francoalemanes), había llegado por distinto camino (véase su libro La situación de la clase obrera
en Inglaterra) al mismo resultado que yo. Y cuando, en la primavera de 1845, se estableció
también en Bruselas, acordamos contrastar conjuntamente nuestro punto de vista con el
ideológico de la filosofía alemana; en realidad, liquidar con nuestra conciencia filosófica
anterior. El propósito fue realizado bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana.
El manuscrito -dos gruesos volúmenes en octavo -llevaba ya la mar de tiempo en Westfalia,
en el sitio en que había de editarse, cuando nos enteramos de que nuevas circunstancias
imprevistas impedían su publicación. En vista de esto, entregamos el manuscrito a la crítica
123
roedora de los ratones, muy de buen grado, pues nuestro objeto principal: esclarecer nuestras
propias ideas, estaba ya conseguido. Entre los trabajos dispersos en que por aquel entonces
expusimos al público nuestras ideas, bajo unos u otros aspectos, sólo citaré el Manifiesto del
Partido Comunista, redactado en colaboración por Engels y por mí, y un Discurso sobre el
libre cambio que yo publiqué. Los puntos decisivos de nuestra concepción fueron expuestos
por vez primera, científicamente, aunque sólo en forma polémica, en la obra Miseria de la
Filosofía, etc., publicada por mí en 1847 y dirigida contra Proudhon. La publicación de un
estudio escrito en alemán sobre el Trabajo asalariado, en el que recogía las conferencias
explicadas por mí acerca de este tema en la Asociación obrera alemana de Bruselas, fue
interrumpida por la revolución de Febrero, que trajo como consecuencia mi alejamiento
forzoso de Bélgica. La publicación de la Nueva Gaceta del Rin (1848-1849) y los
acontecimientos posteriores, interrumpieron mis estudios económicos, que no pude reanudar
hasta 1850, en Londres. Los inmensos materiales para la historia de la Economía política
acumulados en el British Museum, la posición tan favorable que brinda Londres para la
observación de la sociedad burguesa, y, finalmente, la nueva fase de desarrollo en que parecía
entrar ésta con el descubrimiento del oro de California y de Australia, me impulsaron a volver
a empezar desde el principio, abriéndome paso, de un modo crítico, a través de los nuevos
materiales. Estos estudios me llevaban, a veces, por sí mismos, a campos aparentemente
alejados y en los que tenía que detenerme durante más o menos tiempo. Pero lo que sobre
todo me mermaba el tiempo de que disponía era la necesidad imperiosa de trabajar para vivir.
Mi colaboración desde hace ya ocho años en el primer periódico anglo-americano, el New
York Tribune, me obligaba a desperdigar extraordinariamente mis estudios, ya que sólo en
casos excepcionales me dedico a escribir para la prensa correspondencias propiamente dichas.
Los artículos sobre los acontecimientos económicos más salientes de Inglaterra y el continente
formaban una parte importante de mi colaboración, que esto me obligaba a familiarizarme con
una serie de detalles de carácter práctico situados fuera de la órbita de la ciencia propiamente
económica.
Este esbozo sobre la trayectoria de mis estudios en el campo de la Economía política tiende
simplemente a demostrar que mis ideas, cualquiera que sea el juicio que merezcan, y por
mucho que choquen con los prejuicios interesados de las clases dominantes, son el fruto de
largos años de concienzuda investigación. Y a la puerta de la ciencia, como a la puerta del
infierno, debiera estamparse esta consigna: Qui si convien lasciare ogni sospetto; Ogni viltá
convien che qui sia morta (1).
(1) Déjese aquí cuanto sea recelo; mátese aquí cuanto sea vileza. (Dante;”La Divina
Comedia”)
Marx, K y Engels. F;; “Contribución a la crítica de la economía política”.- Prólogo,
“Obras Escogidas”, Tomo I, Moscú, Ed. Progreso 1976.
124
NIETZSCHE
EL CREPÚSCULO DE LOS ÍDOLOS
La «razón» en la filosofía.
1
¿Me pregunta usted qué cosas son "idiosincrasia" en los filósofos?... Por ejemplo, su falta de
sentido histórico, su odio a la noción misma de devenir, su egipticismo. Ellos creen otorgar un
honor a una cosa cuando la deshistorizan, sub specie aeterni [desde la perspectiva de lo
eterno], - cuando hacen de ella una momia. Todo lo que los filósofos han venido manejando
desde hace milenios fueron momias conceptuales; de sus manos no salió vivo nada real.
Matan, rellenan de paja, esos señores idólatras de los conceptos, cuando adoran, - se vuelven
mortalmente peligrosos para todo, cuando adoran. La muerte, el cambio, la vejez, así como la
procreación y el crecimiento son para ellos objeciones, - incluso refutaciones. Lo que es no
deviene; lo que deviene no es... Ahora bien, todos ellos creen, incluso con desesperación, en lo
que es. Mas como no pueden apoderarse de ello, buscan razones de por qué se les retiene.
«Tiene que haber una ilusión, un engaño en el hecho de que no percibamos lo que es: ¿dónde
se esconde el engañador? - «Lo tenemos, gritan dichosos, ¡es la sensibilidad! Estos sentidos,
que también en otros aspectos son tan inmorales, nos engañan acerca del mundo verdadero.
Moraleja: deshacerse del engaño de los sentidos, del devenir, de la historia [Historie], de la
mentira, - la historia no es más que fe en los sentidos, fe en la mentira. Moraleja: decir no a
todo lo que otorga fe a los sentidos, a todo el resto de la humanidad: todo él es «pueblo». ¡Ser
filósofo, ser momia, representar el monótono-teísmo con una mímica de sepulturero! - Y,
sobre todo, fuera el cuerpo, esa lamentable idée fixe (idea fija) de los sentidos!, ¡sujeto a todos
los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante
insolente para comportarse como si fuera real! ... »
2
Pongo a un lado, con gran reverencia, el nombre de Heráclito. Mientras que el resto del
pueblo de los filósofos rechazaba el testimonio de los sentidos porque éstos mostraban
pluralidad y modificación, él rechazó su testimonio porque mostraban las cosas como si
tuviesen duración y unidad. También Heráclito fue injusto con los sentidos. Estos no mienten
ni del modo como creen los eleatas ni del modo como creía él, - -no mienten de ninguna
manera. Lo que nosotros hacemos de su testimonio, eso es lo que introduce la mentira, por
ejemplo la mentira de la unidad, la mentira de la coseidad, de la sustancia, de la duración... La
«razón» es la causa de que nosotros falseemos el testimonio de los sentidos. Mostrando el
devenir, el perecer, el cambio, los sentidos no mienten... Pero Heráclito tendrá eternamente
razón al decir que el ser es una ficción vacía. El mundo «aparente» es el único: el «mundo
verdadero» no es más que un añadido mentiroso...
3
¡Y qué sutiles instrumentos de observación tenemos en nuestros sentidos! Esa nariz, por
ejemplo, de la que ningún filósofo ha hablado todavía con veneración y gratitud, es hasta este
momento incluso el más delicado de los instrumentos que están a nuestra disposición: es
capaz de registrar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni siquiera el
espectroscopio registra. Hoy nosotros poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos
hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos, - en que hemos aprendido a seguir
125
aguzándolos, armándolos, pensándolos hasta el final. El resto es un aborto y todavía-nociencia: quiero decir, metafísica, teología, psicología, teoría del conocimiento. O ciencia
formal, teoría de los signos: como la lógica, y esa lógica aplicada, la matemática. En ellas la
realidad no llega a aparecer, ni siquiera como problema; y tampoco como la cuestión de qué
valor tiene en general ese convencionalismo de signos que es la lógica.
4
La otra idiosincrasia de los filósofos no es menos peligrosa: consiste en confundir lo último y
lo primero. Ponen al comienzo, como comienzo, lo que viene al final - ¡por desgracia! , ¡pues
no debería siquiera venir! - los «conceptos supremos», es decir, los conceptos más generales,
los más vacíos, el último humo de la realidad que se evapora. Esto es, una vez más, sólo
expresión de su modo de venerar: a lo superior no le es lícito provenir de lo inferior, no le es
lícito provenir de nada... Moraleja: todo lo que es de primer rango tiene que ser causa sui
(causa de sí mismo). El proceder de algo distinto es considerado como una objeción, como
algo que pone en entredicho el valor. Todos los valores supremos son de primer rango,
ninguno de los conceptos supremos, lo existente, lo incondicionado, lo bueno, lo verdadero, lo
perfecto - ninguno de ellos puede haber devenido, por consiguiente tiene que ser causa sui.
Mas ninguna de esas cosas puede ser tampoco desigual una de otra, no puede estar en
contradicción consigo misma... Con esto tienen los filósofos su estupendo concepto «Dios»...
Lo último, lo más tenue, lo más vacío es puesto como lo primero, como causa en sí, como ens
realissimum (ente realísimo)… ¡Que la humanidad haya tenido que tomar en serio las
dolencias cerebrales de unos enfermos tejedores de telarañas! - Y lo ha pagado caro! ...
5
Contrapongamos a esto, por fin, el modo tan distinto como nosotros - (digo nosotros por
cortesía ..) vemos el problema del error y de la apariencia. En otro tiempo se tomaba la
modificación, el cambio, el devenir en general como prueba de apariencia, como signo de que
ahí tiene que haber algo que nos induce a error. Hoy, a la inversa, en la exacta medida en que
el prejuicio de la razón nos fuerza a asignar unidad, identidad, duración, sustancia, causa,
coseidad, ser, nos vemos en cierto modo cogidos en el error, necesitados al error; aun cuando,
basándonos en una verificación rigurosa, dentro de nosotros estemos muy seguros de que es
ahí donde está el error. Ocurre con esto lo mismo que con los movimientos de una gran
constelación: en éstos el error tiene como abogado permanente a nuestro ojo, allí a nuestro
lenguaje. Por su génesis el lenguaje pertenece a la época de la forma más rudimentaria de
psicología: penetramos en un fetichismo grosero cuando adquirimos consciencia de los
presupuestos básicos de la metafísica del lenguaje, dicho con claridad: de la razón. Ese
fetichismo ve en todas partes agentes y acciones: cree que la voluntad es la causa en general;
cree en el «yo», cree que el yo es un ser, que el yo es una sustancia, y proyecta sobre todas las
cosas la creencia en la sustancia-yo- así es como crea el concepto «cosa»... El ser es añadido
con el pensamiento, es introducido subrepticiamente en todas partes como causa; del concepto
«yo» es del que se sigue, como derivado, el concepto «ser»... Al comienzo está ese grande y
funesto error de que la voluntad es algo que produce efectos, - de que la voluntad es una
facultad... Hoy sabemos que no es más que una palabra ... Mucho más tarde, en un mundo mil
veces más ilustrado, llegó a la consciencia de los filósofos, para su sorpresa, la seguridad, la
certeza subjetiva en el manejo de las categorías de la razón: ellos sacaron la conclusión de que
esas categorías no podían proceder de la empiria, - la empiria entera, decían, está, en efecto,
en contradicción con ellas. ¿De dónde proceden, pues? - Y tanto en India como en Grecia se
cometió el mismo error: «nosotros tenemos que haber habitado ya alguna vez en un mundo
126
más alto ( - en lugar de en un mundo mucho más bajo: ¡lo cual habría sido la verdad! ),
nosotros tenemos que haber sido divinos, ¡pues poseemos la razón! »... De hecho, hasta ahora
nada ha tenido una fuerza persuasiva más ingenua que el error acerca del ser, tal como fue
formulado, por ejemplo, por los eleatas: ¡ese error tiene en favor suyo, en efecto, cada palabra,
cada frase que nosotros pronunciamos! -También los adversarios de los eleatas sucumbieron a
la seducción de su concepto de ser: entre otros Demócrito, cuando inventó su átomo... La
«razón» en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a
desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática...
6
Se me estará agradecido si condenso un conocimiento tan esencial, tan nuevo, en cuatro tesis:
así facilito la comprensión, así provoco la contradicción.
Primera tesis. Las razones por las que «este» mundo ha sido calificado de aparente
fundamentan, antes bien, su realidad, - otra especie distinta de realidad es absolutamente
indemostrable.
Segunda tesis. Los signos distintivos que han sido asignados al «ser verdadero» de las cosas
son los signos distintivos del no-ser, de la nada, - a base de ponerlo en contradicción con el
mundo real es como se ha construido el «mundo verdadero»: un mundo aparente de hecho, en
cuanto es meramente una ilusión óptico-moral.
Tercera tesis. Inventar fábulas acerca de «otro» mundo distinto de éste no tiene sentido,
presuponiendo que no domine en nosotros un instinto de calumnia, de empequeñecimiento, de
recelo frente a la vida: en este último caso tomamos venganza de la vida con la fantasmagoría
de «otra» vida distinta de ésta, «mejor» que ésta.
Cuarta tesis. Dividir el mundo en un mundo «verdadero» y en un mundo «aparente», ya sea al
modo del cristianismo, ya sea al modo de Kant (en última instancia, un cristiano alevoso), es
únicamente una sugestión de la décadence, -un síntoma de vida descendente... El hecho de
que el artista estime más la apariencia que la realidad no constituye una objeción contra esta
tesis. Pues «la apariencia» significa aquí la realidad una vez más, sólo que seleccionada,
reforzada, corregida... El artista trágico no es un pesimista, - dice precisamente sí incluso a
todo lo problemático y terrible, es dionisíaco...
CÓMO EL «MUNDO VERDADERO» ACABÓ CONVIRTIÉNDOSE EN UNA
FÁBULA.
Historia de un error
El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, -él vive en ese mundo, es ese
mundo.
(La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente.
Transcripción de la tesis «yo, Platón, soy la verdad».)
El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso
(«al pecador que hace penitencia»).
(Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible, - se convierte
en una mujer, se hace cristiana ...)
El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado,
un consuelo, una obligación, un imperativo.
127
(En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea,
sublimizada, pálida, nórdica, königsberguense).
El mundo verdadero - ¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado,
también desconocido. Por consiguiente, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué
podría obligarnos algo desconocido?...
(Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo.)
El «mundo verdadero» -una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga,- una
Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla!
(Día claro; desayuno; retorno del bon sens [buen sentido] y de la jovialidad; rubor
avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)
Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!,
¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!
(Mediodía; instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la
humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA [comienza Zaratustra].)
NIETZSCHE, F.: El crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial, Madrid 1973, p.
45-52.
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