ponencia - Universidad Pública de Navarra

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Panel 6: Apoyos privados y públicos para la crianza saludable y para la atención
idónea a las situaciones de dependencia
Coordinadores: Demetrio Casado, María Jesús Sanz, Jorge L. Tizón
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Vínculos, transiciones y crisis:
Algunos fundamentos psicológicos de la crianza del infante humano.
Jorge L. Tizón
Universidad Ramón Llull. Barcelona.
[email protected]
Resumen y justificación de la ponencia.
Como introducción al panel, se trataría de recordar los elementos básicos para
la instauración de la relación de apego, imprescindible para que el ser humano pueda
desarrollarse en los ámbitos entrelazados de lo psicológico, lo biológico (y neurológico) y lo
social.
Es en la relación de apego, con las figuras de apego, como se desarrollan las
dotaciones genéticas básicas y se proporciona la ayuda fundamental para la crianza (el
desarrollo biopsicosocial) del infante humano. Su papel es bidireccional: Por un lado, las
figuras de apego han de filtrar las relaciones entre el niño y el mundo exterior a la diada y al
triángulo primordial. Pero por otro, han de facilitar y estimular el que el infante pueda
incorporar nuevas configuraciones emocionales y cognitivas, lo que supone, para las figuras
de apego, afrontar y filtrar conflictos progresivamente más complejos, también procedentes
del hijo, y elaborarlos progresivamente mediante las crisis tanto propias del desarrollo como
accidentales (en especial, transiciones, duelos y traumas).
Los dispositivos sociales de apoyo a la crianza deben partir de esos datos
psicológicos, biológicos (en especial neurológicos) y sociales, con el fin de potenciar el
rendimiento integral de la misma, no meramente “adaptativo” o unidimensionalmente
cognitivo. Por tanto, para apoyar la crianza de una forma más eficaz y eficiente habrá que
tener mucho más en cuenta la psicología del desarrollo, además de los datos económicos y
sociales, pues las alteraciones de la relación de apego o attachment proporcionan los factores
de riesgo para el desarrollo más comunes en las sociedades tecnológicas y postindustriales.
Una relación inicial favorecedora del desarrollo sólo puede basarse en un adecuado equilibrio
ecológico entre las necesidades del recién nacido y los sistemas mediante los cuales los
allegados, la sociedad y la cultura pueden subvenir a tales necesidades. Esos sistemas, a
nuestro entender, hoy deben ser replanteados en el sentido de un “decrecimiento sostenible”
de la profesionalización y la medicalización de la infancia y su crianza.
Como introducción a la ponencia, se intentará hacer un breve resumen de las
necesidades de vinculación del infante humano y de las crisis y transiciones fundamentales
por las que ha de pasar a lo largo de su prolongada crianza como animal nidícola que es.
Palabras clave:
Crianza – desarrollo – psicología del desarrollo – psicobiología – transciones -- apego
1. Introducción.
Una perspectiva fundamental en la psicología y psicopatología actuales es la de la
“teoría del apego”, “vinculación” o “attachment”. John Bowlby (1958 a y b; 1963), que,
junto con Konrad Lorenz elevó la relación de apego al lugar crucial que hoy ocupa en la
psicología dinámica, cognitiva, en las neurociencias y en la biología actuales, pensaba que la
función evolutiva de la relación de apego y de algunas de sus conductas representativas,
como llorar, gritar, acurrucarse, sonreír, etc. era establecer y mantener una proximidad con el
cuidador que ayude al desvalido bebé humano a sobrevivir. Pero también proporcionó ideas
para tener en cuenta otra de las funciones básicas de toda relación de apego: desarrollar un
sistema de representaciones para los estados mentales, algo que es básico que aprenda el bebé
de sí mismo y de su madre o cuidadora principal, y que moldeará su psicología, sus
relaciones sociales, su sistema inmunitario, determinadas zonas claves de su SNC e incluso
determinadas funciones genómicas, la expresión o no de determinados genes y/o
transductores genéticos (Emde 1994,1999; Fonagy 2000, 2002; Feder, 2009; MuñozDelgado, 2010).
En ese sentido, hoy sabemos que existen cuatro sistemas representacionales que
componen los modelos de trabajo internos, esquemas cognitivos o relaciones de objeto
fundamentales:
1) Las expectativas con respeto a los atributos de los cuidadores, expectativas creadas
ya en el primer año de vida.
2) Representaciones de sucesos referidas a experiencias vividas en la relación de
apego y que son codificadas y reactivadas regularmente.
3) Memorias autobiográficas, mediante las cuales los acontecimientos concretos se
vinculan con una identidad personal, con un self o sentido de sujeto naciente.
4) La comprensión de las características psicológicas de los demás, una teoría de la
mente de las otras personas diferenciándola del self, de la propia representación, consciente e
inconsciente, de uno mismo.
Los diversos contextos de apego permiten que el bebé desarrolle una sensibilidad
para los estados del self, a través de lo que Gegerly, entre otros, ha llamado “psico-feedback”
(Fonagy, Gegerly y Jurist, 2002). El bebé y el niño adquieren esa capacidad a través del
desarrollo de representaciones simbólicas de segundo orden, tanto motivacionales (afectos,
deseos), como epistémicas (creencias, conocimientos). Lo que pone en marcha ese sistema
representacional es la internalización por parte del niño de las respuestas en espejo de la
madre a su incomodidad (recogida inmediatamente en ambos participantes de la relación
mediante sus “neuronas espejo” y su capacidad de “especular” los estados emocionales del
otro). Las respuestas empáticas de la madre desarrollan un feedback de sus propios estados
emocionales: es mediante exquisitas y delicadas, pero miles de veces reiteradas coregulaciones en el vínculo cuidador-bebé donde el infante va adquiriendo, correlativamente,
la noción del otro y la noción del self, de identidad, base de todas sus desarrollos psicológicos
futuros (Bofill y Tizón, 1994;Brazelton, 1992, 1993; Fonagy et al., 2002;Lamour, 1991;
Manzano, 2001; Meltzer y Harris, 1989; Sylva, 2010;Valcarce, 1999)
Apego, psicología y psicopatología
Hoy, tras más de cinco décadas de estudios longitudinales sobre la relación de apego
en humanos, y de estudio de los mecanismos interpretativos personales, sabemos con
seguridad que el apego seguro en la infancia se halla estrechamente asociado con el
desarrollo precoz de las capacidad simbólicas: con la exploración y el juego; con la
inteligencia y las capacidades lingüísticas, las capacidades de control yoicas y la resiliencia,
la tolerancia a la frustración y la contención; con la curiosidad, la percepción del self y, por lo
tanto, con la mismidad, el sentimiento de identidad; con las capacidades y habilidades
sociales, en especial cognitivas y emocionales; con la inteligencia emocional y con muchas
otras habilidades y capacidades (Fox 1977; Scharf, 2001; Scher et al. 1998; Feder 2009;
Torras, 2010…). Por eso los niños firmemente vinculados, con una reacción de apego segura,
pueden reconocer e interpretar antes y mejor no sólo las emociones positivas, sino también
las negativas, lo que les proporciona unas capacidades de supervivencia mucho mayores. Por
ejemplo, para no caer en o para resistir en el abuso físico o sexual, la marginación, el
maltrato, la psicosis… A la edad de la guardería, los niños con apego seguro tienden a
fantasear menos intenciones hostiles en historias ambiguas (Cassidy et al, 1996), y son
capaces de alcanzar percepciones exitosas en la teoría de la mente de los otros. Por el
contrario, padres crueles o abusivos, o apegos muy desorganizados se sabe que tienden a
crear sesgos duraderos en la interpretación de las conductas humanas por parte de sus hijos,
de forma que estos niños poseen mayores problemas para resolver dilemas sociales, e incluso
pueden desarrollar trastornos de conducta o trastornos mentales severos. Sin embargo, hemos
de volver a insistir en que eso no significa que la relación externa, conductual, observable
popularmente, entre apego inicial y desarrollo posterior, sea siempre determinista y posea
repercusiones inevitables: La predicción de las conductas actuales de un ser humano depende,
más que de la genética o de sus conductas anteriores, de sus “mecanismos interpretativos
fundamentales”, “relaciones de objeto” o “esquemas cognitivos”, profundamente enraizados
en su organización mental y cerebral, a través de los cuales percibe toda la experiencia
(Fonagy et al. 2002;Teicher 2002; Tizón et al. 2006;Muñoz-Delgado, 2010).
Se está llegando incluso a una cierta “visualización directa” de este tipo de
influencias. Por ejemplo, con ayuda de la PET (Tomografía por emisión de positrones) ha
podido visualizarse, al menos en niños adoptados que habían tenido escasa experiencias
interpersonales debido al tipo de institución en la que habían pasado sus primeros años, cómo
“funcionan” circuitos claves de su cerebro cuando su apego sigue siendo desorganizado a los
3 años y su conducta social, a los 8. Como hoy sabemos que los individuos maltratados en la
infancia temprana continúan teniendo dificultades de mentalización en la vida adulta; o que el
abuso físico y sexual es un elemento clave para ese derrumbe de las capacidades de
integración, cognitivas y afectivas al que llamamos “esquizofrenia” o “psicosis desintegrativa
postpuberal” (Read et al. 2004).
El valor evolucionista del apego no consiste tan sólo en la protección que una madre y
un padre próximos proporcionan, sino que va mucho más allá: contribuye a formar el
entramado básico de numerosos sistemas conductuales, mentales y fisiológicos del ser
humano. El apego no es un fin en sí mismo, sino un sistema evolucionista muy desarrollado
que cumple numerosas tareas en la ontogenia psicológica y fisiológica. En el mismo sentido,
utilizando escalas de attachment, tales como AAI, las de la Menninger Clinic o el RQ de
Bartholomew & Horowitz (1991) puede observarse cómo el apego seguro o temeroso resulta
muy útil para diferenciar una muestra de población general y una muestra de personas con
trastornos mentales, mientras que el apego desorganizado o desorientado no distingue igual
de bien ambos grupos. En realidad, el vínculo de apego y los MII (Mecanismos
interpretativos interpersonales) son logros evolutivos que facilitan la interacción social, pero
una interacción social apoyada en las propias percepciones, sentimientos y, en particular, la
percepción de la propia identidad.
En definitiva:
1) El apego seguro tiene que ver, sobre todo, con la proximidad y la predictibilidad
de las figuras de apego, es decir la madre o sustituta y los cuidadores tempranos
del niño. O como, suelo decirlo, la existencia de una persona suficientemente
próxima y suficientemente estable es la base del reconocimiento de uno mismo y
de la entrada psicológica en el mundo de los otros y la sociedad (Tizón, 2009,
2010)
2) Un apego seguro está asociado con resultados positivos en numerosas tareas
importantes para la vida psicológica y para la adaptación social.
3) Pero también con la puesta a punto de determinados mecanismos biológicos
básicos a nivel de la fisiología de los órganos y sistemas (en particular, del sistema
nervioso central), así como la regulación, la memoria y la identidad endocrina e
inmunitaria.
4) El apego seguro predice los resultados precoces en las tareas simbólicas, algo que
era evidente ya para Melania Klein, cuando en la primera mitad del siglo XX
realizaba sus primeras psicoterapias de niños.
5) Las experiencias tempranas de apego son menos marcadoras que las experiencias
actuales del mismo, es decir, lo que nuestra experiencia y vivencias actuales
reactivan del apego inicial.
6) Existen programas de promoción de la salud mental y de prevención de sus
trastornos desde la infancia eficaces y eficientes (Meissels y Shonkoff, 1999;
Torregrosa et al. 2001;Tizón, 2001; OMS, 2004, 2005). Uno de los modelos más
desarrollados y estudiados son aquéllos que se basan en la protección de la
relación de apego y, por lo tanto, en la ayuda a la elaboración de los factores de
riesgo y procesos de duelo que ponen en crisis la misma (Mental Health Europe,
2000; Neidell, 2000; Tizón et al., 2003; Knauer y Espasa, 2010; …)
Hay datos y enfoques, sin embargo, que han cambiado de forma importante en los
últimos años. En realidad, el psicoanálisis, y su derivado, la psicología del apego o del
attachment, habían aportado ya esa visión que acabamos de resumir. Pero lo que ha cambiado
es que en los últimos años estamos complementando esos conocimientos con los procedentes
de la genética y las neurociencias. Gracias a ellas, podemos entender un poco mejor ese
aspecto cuasi irreversible, casi de troquelado, que el apego inicial y los subsiguientes poseen
para todos nosotros. Gracias a estudios neurológicos sobre la plasticidad cerebral sabemos
que esas experiencias, repetidas miles o millones de veces a lo largo de la infancia, dejan
cambios duraderos tanto la microestructura de núcleos básicos del sistema nervioso (sistema
límbico, ganglios de la base, conexiones límbico-frontales…) como en la expresividad de
algunos transductores genéticos del sistema nervioso (Ansermet y Magistretti, 2007). Marcas
y efectos, tanto neurológicos como en la expresión genómica, que se han estudiado también
en situaciones negativas para el desarrollo, tales como los abusos sexuales (Teicher 2002;
Read, 2004). Hoy en día es fundamental tener en cuenta esos datos porque los efectos
biológicos negativos de los malos tratos, la negligencia o el descuido en la crianza no se
producen por influencias éticas o de alteración de costumbres, sino por las repercusiones que
el sufrimiento psicobiológico produce en los bebés y en los niños: La exposición al estrés en
los primeros meses y años de la vida activa los sistemas orgánicos de respuesta al estrés. El
cerebro en desarrollo sometido a los cambios bioquímicos del estrés cambia sus procesos de
mielinización, morfología neural, neurogénesis, sinaptogénesis y expresividad de los genes
que controlan el desarrollo del SNC (Teicher, 2002; Schore, 2003; Feder et al. 2009)...
Pueden observarse, por ejemplo, consecuencias funcionales perdurables tales como una
disminución del desarrollo del hemisferio derecho, una menor integración interhemisférica,
un aumento de la “irritabilidad bioeléctrica” en los circuitos del sistema límbico, una
disminución de la actividad en el vermis cerebeloso... Y no hemos de olvidar que esas
alteraciones neurológicas, en otro tipo de estudios se han asociado con una mayor
vulnerabilidad para los trastornos por estrés postraumático, depresión, trastorno límite de la
personalidad, trastornos disociativos, abuso de substancias, riesgo de psicosis... (Teicher,
2002; Read 2004).
Es decir que, incluso a nivel biológico, la investigación está volviendo a apoyar las
ideas de Bowlby y Erikson de las que venimos hablando y hablaremos a continuación:
Investigadores como Meaney y Szyf (2005) o Feder (2009) nos han mostrado
clarividentemente, por ejemplo, cómo las ratas con una lactancia adecuada de su madre son
más resilientes (más tolerantes a la frustración y a la desorganización), que las ratas
desprovistas de esos cuidados. Incluso las primeras desarrollan una serie de cambios en su
cerebro, en sus neurotransmisores y en la expresión de sus genes que, a su vez, pueden
transmitir genéticamente a la descendencia (Feder et al. 2009). El dicho popular que habla de
“la buena leche y la mala leche” de los individuos, o el conocido aforismo de los obstetras:
“Si tu madre te dio de pecho, tú podrás dar el pecho”, adquieren así un sentido más radical.
Como hoy sabemos, esos cambios, en su versión más extrema o en versiones más suaves o
controladas, resultan mediados por centros nerviosos integrados en el “sistema límbico” o
“cerebro emocional”, que actúan sobre el resto del Sistema Nervioso de la vida de relación
(en particular, sobre los lóbulos frontales) y sobre el Sistema Nervioso autónomo y
neuroendocrino (simpático y parasimpático), produciendo los cambios fisiológicos ordenados
por el cerebro emocional.
Pero, en esta ponencia introductoria, ya que el público está formado esencialmente
por personas no especializadas en el ámbito de las relaciones tempranas de los seres
humanos, creo que convendría realizar una breve descripción de cómo y mediante qué fases
se desarrollan esas interacciones y vinculaciones a las cuales llamamos “apego” o “relación
de apego”.
2. Una descripción introductoria de los primeros momentos del desarrollo
humano.
A pesar de los grandes cambios en el desarrollo humano que hemos podido
contemplar en los últimos decenios, a pesar de los grandes cambios que ha sufrido la familia
occidental en ese mismo período (Nogués, 2003), la familia sigue jugando un papel
primordial en el desarrollo del individuo, incluso entre nosotros, en nuestras sociedades
“avanzadas”. En efecto, la familia sigue siendo una institución social biológicamente
necesaria, que sirve de mediadora entre los objetivos biológicos y culturales de la formación
de la personalidad, como decía T. Lidz. Aunque está siendo sustituida cada vez más por
familias con divorcios y separaciones, familias monoparentales, familias “en mosaico”
(basadas en dos o más emparejamientos con descendencia), parejas solas que conviven
muchos años y tal vez no tengan hijos, parejas monogenéricas, familias con adopciones,
niños adoptados en cualquiera de los otros tipos de familia descritos.... Pero su función
biológica y psicológica (mantener vivos y hacer crecer a los hijos, tanto corporal como
psicológicamente) sigue siendo crucial para el desarrollo del los individuos en nuestras
sociedades, si bien sus funciones culturales y sociales están siendo cada vez más substituidas
por la enseñanza, las instituciones sociales, los medios de comunicación, las redes sociales
informatizadas, etc. Empero, seguimos necesitando de esa institución por mucho que sus
formas hayan cambiado y casi ya sólo quede como elemento común la esencia de la familia:
Esa unión para el desarrollo de la descendencia. Por eso, hoy más que nunca, podemos
considerar familia a todo grupo que se considere como tal a condición de que ese grupo
comprenda representaciones de al menos dos generaciones unidas por la filiación (Tizón,
2004).
El ser humano nace con una gran inmadurez biológica y psicológica, si se le compara
con otros animales de la naturaleza. Eso obliga a que tenga que permanecer una buena parte
de su vida extrauterina en contacto estrecho con los adultos, que le proporcionan seguridad,
alimentos, protección, aprendizajes, modelos para imitar e introyectar… Así es su desarrollo
epigenético, después del nacimiento. En lo adecuado o inadecuado de ese desarrollo
influenciarán, por tanto, lo que ese ser haya portado ya desde el nacimiento, sus capacidades
y aptitudes, sobre todo biológicas, pero también incipientemente psicológicas. En esa
dotación connatal, lo que traemos con el nacimiento, a su vez, no es todo genético. No hay
que olvidar que está conformado por nuestra dotación genética, la genética que nos
transmiten nuestros padres y antecesores, por un lado, y las influencias del ambiente,
actitudes y formas de vida de los padres y, sobre todo, de la madre, durante el embarazo:
Cada vez sabemos más de las influencias sobre la biología y la psicología del feto de las
formas de vida y emociones de las madres embarazadas (Brazelton y Cramer, 1993;
Eisenberg, 1995, 1999; Ellison, 2010).
De ahí la importancia de crecer (desde el embarazo) y desarrollarse en un ambiente
con adultos suficientemente próximos y suficientemente estables (VVAA, 2009), que
proporcionen seguridad, alimentos y protección (psicofísica). A lo largo de más de dos
millones de años de evolución de nuestra especie, esas funciones las ha proporcionado la
familia. Como he descrito y esquematizado en otros lugares (Tizón 2004, 2007, 2010),
posiblemente es la familia donde el ser humano en formación desarrolla gran parte de las
potencialidades con las cuales nace. Pero eso, sólo si la familia puede convertirse en un
medio para contener o elaborar las presiones, necesidades y conflictos que el bebé, el niño y
el joven no pueden aún afrontar por su edad y capacidades. En ese sentido, la familia es la
principal institución para ayudarnos a afrontar los conflictos, es decir, las adaptaciones y
transiciones necesarias con cada conflicto, pérdida o cambio (tabla 1). Es, sobre todo, el
crisol para nuestros sistemas personales de afrontar los duelos por las pérdidas importantes y,
en último extremo, los traumas, es decir, las pérdidas o impactos más desequilibrantes que
podemos tener que afrontar en nuestros aconteceres vitales (Emde, 1999; Manzano, 2001;
Tizón, 2007: Tablas 2 y 3). En ese sentido, la familia funciona como un “grupo de trabajo”
para el desarrollo de la personalidad biopsicosocial de sus miembros, particularmente a través
la trasmisión de las principales tareas, legados, emociones y cogniciones familiares. Un duelo
o un conjunto de duelos o un trauma grave pueden desequilibrar dicho sistema, hacerle perder
la eficacia de sus mecanismos de regulación, o de equilibrio finalista, su normativa, su
economía de recursos, alterar más o menos gravemente sus funciones emocionales básicas, o
incluso romper el sistema y, por lo tanto, desequilibrar los procesos formativos y el desarrollo
del individuo inmaduro que estaba creciendo en su seno (Manzano, 2001; Tizón, 2008; 2009;
Knauer y Palacio, 2010).
Ese entramado relacional, que el feto y el bebé perciben a través de las emociones
primero fundamentalmente viscerales, ha puesto en marcha, por tanto, sus emociones básicas,
pre-programadas en la especie (tablas 4 y 5). Es en ese “magma emocional primitivo”, su más
primitivo sistema cognitivo y adaptativo, donde el bebé y el niño van a poder o no desarrollar
las potencialidades de las que viene dotado. Teniendo en cuenta que, durante un largo
período, el bebé y el niño no poseen un self, una identidad o sentido de sujeto suficientemente
diferenciados de sus cuidadores, y las vivencias en este momento son simbióticas (madrebebé), sin diferenciar. Crecimiento y maduración significa diferenciación, individuación,
elaboración de la simbiosis, y ello sólo es posible gracias al predominio de las emociones
vinculatorias (placer, indagación-conocimiento, tristeza, y, más tarde, la vergüenza y la
culpa) sobre las que tienden a romper las vinculaciones (ira, miedo y sufrimiento-asco). Ese
predomino repetido en miles y miles de situaciones a su vez pautadas y repetidas
(alimentación, sueño, placeres psicomotrices y del contacto, percepciones viscerales y
exteroceptivas agradables…) es lo que nos va a permitir diferenciar al otro primigenio, a la
madre o cuidadora principal, el origen de los primeros “otros” y la “base segura” para el
primer self, para el primer sí-mismo (Winnicott, 1957; Sandri, 1994).
Evidentemente, la primera transición o cambio clave en la vida de un niño (y de una
familia) es el nacimiento. Supone un cambio global del hábitat del niño: viene desde un útero
en el que está protegido de casi todo, donde los estímulos y situaciones desagradables llegan,
pero amortiguadas por los fluidos y la bioquímica materna. Pero el nacimiento (y cada
nacimiento) supone también un cambio radical en la pareja de los padres. En especial, para la
madre. Sobre todo, si es el primer hijo: Dejarán de ser pareja y pasarán a ser familia, una
transición que, como todas las transiciones psicosociales, supone importantes avances en el
desarrollo (la pareja ha podido realizar sus capacidades generativas) y, también, importantes
pérdidas y cambios: Su vida, sobre todo en las sociedades urbanas y tecnológicas, tendrá que
cambiar de forma profunda.
Pero cuando el recién nacido comienza a percibir el mundo de alrededor, algo que ya
hacía desde el útero de la madre, se siente inundado por una “tormenta de estímulos” de todo
tipo. Nos importa aquí recordar que no es aún capaz de distinguir si esos estímulos vienen de
él mismo, son interiores a él, o vienen de fuera, del exterior, de los otros o del mundo
exterior. El hambre, la sed, el malestar, la necesidad de ser mecido, contenido y calmado no
se experimentan como algo “interior”, sino como algo “que está en el mundo, que sucede”…
y contra lo que el recién nacido no puede hacer casi nada. De ahí que sea tan importante la
proximidad de una madre o cuidador cercano que le ayude a soportar esas situaciones cuando
son desagradables. Pero también, podrá acabar desarrollando su propia psicología, su propio
self o sentido de sujeto sólo si ocasionalmente puede sentirse separado, diferenciado de esa
madre o cuidadora principal. Empezará a tener experiencias también cuando ella no esté
presente, con lo cual comienza a tener una representación de la diada madre hijo, del propio
yo… y del ser externo fundamental, probablemente la madre. No hay que olvidar pues que si
el niño pequeño desarrolla sus capacidades de pensamiento, comunicación y deambulación,
también es en buena medida gracias a la separación y pérdida (momentáneas) de la madre, los
cuidadores, los objetos deseados... Esas pérdidas le obligan a la representación mental del
objeto, a comunicarse con él (en el mundo interno y en el mundo externo) para intentar
remediar la separación o evitar otras posteriores, le impelen en su búsqueda... Es la primera
triangulación, la más primitiva de ellas: Yo-presencia-ausencia (del otro necesario y
deseado). Desde el otro vértice de la relación, esas separaciones obligan a la madre y a los
otros cuidantes a prever posibles problemas y peligros para el niño, aumentan su capacidad
de pensar por él, primero, y en él, después.
La "repetida experiencia consoladora" que libra del sufrimiento, el hambre, el dolor y
la rabia es la primera situación socialmente creadora; es el vínculo creador no sólo de la
sociabilidad futura sino de la mente toda (Erikson, 1963; Tizón, 2004). Si el amor es mayor
que el odio, se puede utilizar para superarlo. El amor, el placer, la alegría y el deseo de
conocimiento (con su emoción vinculada, la indagación o seeking) en la relación madre-hijo,
son el motor de la progresiva integración psicológica del bebé, genéticamente predeterminada (como la integración fisiológica).
A partir de ahí, y en términos generales, cada nueva fase en el desarrollo del niño
supondrá una separación mayor de sus cuidadores y una pérdida de modelos de vivir y
relacionarse más o menos trabajosamente alcanzados: son sus propias transiciones
psicosociales. Es natural pues que la crisis que supone cada transición pueda ser vivida como
un proceso de duelo tanto por el bebé y el niño como por su familia: el aspecto de crisis vital
y psicosocial que cada transición supone a nivel del individuo se halla estrechamente
relacionada, tanto emocional como somáticamente, con los procesos elaborativos y una
forma de los mismos: los procesos de duelo. En ese sentido, toda transición psicosocial
humana supone una serie de pérdidas, conflictos y ganancias (Emde, 1994). Es el resultado
de complejos procesos elaborativos que incluye un conjunto de procesos de duelo: de ahí su
gran valor trasformador (Tizón, 2007) y de ahí que, por eso, hablemos de transiciones –entre
un estado o mentalidad familiar y otra u otras nuevas.
Como hemos recordado en obras anteriores (2007), habrá unas transiciones propias
del desarrollo y otras transiciones frecuentes, aunque accidentales, tales como las que hemos
recogido para nuestros programas preventivos de la salud mental en la infancia (Tizón et al.
1999-2000; 2011: Cfr. un resumen en las tablas 2 y 3). Algunos niños, además, padecerán
ciertas pérdidas menos frecuentes que desencadenan duelos difíciles de elaborar e incluso
trastornos por estrés postraumático graves: son desarrollos habituales ante pérdidas y
frustraciones severas, imbricadas, frecuentes, que sobrepasan las capacidades de contención
del medio social del niño... En la tabla 3 aparece una enumeración de las transiciones
psicosociales más frecuentes y/o graves en las diversas edades de la infancia y la
adolescencia: en la familia nuclear moderna, cada una de ellas puede implicar toda una
transición psicosocial de la familia global.
Como ya hemos dicho, la primera transición psicosocial de radical importancia para
la familia moderna es el nacimiento de un hijo (y, sobre todo, del primero). Pero muy poco
tiempo después (una eternidad para la madre en puerperio) la niña o niño lanza su primera
“sonrisa social”, su primera respuesta de sonrisa ante los estímulos de los padres o
cuidadores (hacia los 2-4 meses de edad): Eso significa que de alguna forma primitiva ya los
reconoce, que reacciona ante ellos, y que está recibiendo de ellos “cosas buenas”. Significa
también la primera manifestación abierta de una emoción humana fundamental y básica: la
alegría, que en las descripciones antropológicas y neurológicas es difícil no ver como
vinculada al placer. La sonrisa social cambia la familia (que se siente ya más segura de sus
capacidades y de las posibilidades de supervivencia de ese inmaduro ser), pero también al
niño/a, que progresivamente ya comienza a controlar algunos de sus propios gestos, y, a
través de tales gestos, las reacciones de los que le rodean. Las interacciones madre-hijo y, en
general, del recién nacido con los otros, dan un salto cualitativo, sufren un cambio (positivo)
radical.
Otra situación típica que manifiesta abiertamente los procesos de duelo en la primera
infancia es el destete. La diada madre-hijo tiende a expresarlo a través del disgusto, la
insatisfacción, la inquietud que manifiesta el bebé, a través de regresiones (en sus ritmos de
alimentación, sueño, sedación...), a través de la inquietud motora... y a través de "la
psicosomática": el período del destete suele ir acompañado de mayores tendencias a los
resfriados, otitis, diarreas, catarros... Y tanto en el bebé como en la madre: ambos están
padeciendo, en el ámbito psicosomático, una importante situación de duelo por separación,
una importante transición psicosocial. Tanto la madre como el niño tendrán que
acostumbrarse a vivir más separados. Correlativamente, el padre recobra parcialmente su
lugar como pareja y como amante.
El bebé ya ha comenzado a poder experimentar que, cuando hay experiencias
(internas o externas) desagradables, a veces el otro no está, con lo que esas situaciones se
hacen aún más desagradables. Y a experimentar también, que cuando unas manos, un olor,
unos movimientos determinados, ya archiconocidos por él, están presentes, todo es más
soportable o incluso va a venir la felicidad (de ser cogido, mecido, acariciado, alimentado,
saciado…). Eso que va y viene, pero con olores, rostro, manos, movimientos, voz, sudores,
olores y tacto de piel coincidentes, “eso” es lo que será la madre. Así se forma el “objeto
interno madre” en la mente del bebé: Gracias al contacto reiterado con ella, repetido miles de
veces a lo largo de los primeros meses. “Hay algo fuera de mí que puede ser tremendamente
bueno o que, si no está, hace todo tremendamente malo”, siente (pero no piensa) el niño.
Lo crucial es que el niño pueda llegar a sentir (y a grabar en su incipiente “mente” y
en su sistema nervioso, que se está desarrollando entonces a gran ritmo) que las experiencias
"buenas" han predominado sobre las "malas", que las emociones placenteras predominan
sobre las displacenteras. Progresivamente aumentará lo que Erikson (1963) llamó su
confianza básica, algo que es fundamental para la diferenciación entre el "yo" y el "no yo", el
niño de la madre, lo propio de lo ajeno. Durante el segundo semestre de su vida, sus
capacidades cognitivas también han avanzado lo suficiente como para percibir como objeto
total, como una sola persona, permanente y más o menos constante, a su madre o sustituta.
Podrá ya juntar los diferentes elementos perceptivos (voz, rostro, manos, forma de moverse y
tocar, olor, etcétera), en una sola cognición básica, importantísima: el “objeto interno” madre.
Y comenzará a sentir la autonomía de esa parte del mundo externo tan importante para él: es
la misma madre la que a veces está y no está, la que se va y viene, la que no siempre está con
él ni le colma todos sus deseos. Esa persona, pues, no puede ser completamente controlada,
como parecía anteriormente, en parte gracias a vivencias proto-alucinatorias del bebé.
Entre los 2 y los 6-10 meses de edad se concatenan hechos de tan indudable
importancia como la sonrisa social y el probable destete: si bien no hay ninguna necesidad
para el bebé de que se haga antes de los 12-24 meses, imposiciones de la organización social
capitalista actual hacen que el pecho sea retirado hacia los 3 meses en la mayoría de nuestros
bebés del sur de Europa (mucho antes que en los países nordeuropeos). La madre o cuidador
principal ya se capta como objeto “total”, es decir, a veces “bueno” (que está y cuida) o a
veces “malo” (que no está o no cuida). Como decíamos, a partir de esos momentos, el recién
nacido posee ya una vivencia de su necesidad del otro y de lo que su ausencia supone. La
madre y el padre, una vivencia clara –y a veces dolorosa—de lo necesarios que son para el
bebé, y, por tanto, del cambio radical que se ha operado en sus vidas: han pasado de ser
pareja a ser padres. La comunicación se ha ampliado también porque los adultos se sienten
estimulados por esas nuevas capacidades expresivas del niño y por su manifestación de
nuevas emociones: sorpresa, alegría, temor, ira... Todo ello favorece e impulsa de forma
definitiva el intercambio social y el aprendizaje, aleja las posibilidades de un autismo o de un
grave trastorno psicótico, ayuda a los padres a soportar las pérdidas y frustraciones que el hijo
les ha supuesto como adultos... (Knauer y Palacio, 2010).
La ansiedad ante el extraño (entre el octavo mes y el año de edad) es una señal o
índice de otra transición importante: el niño ya diferencia entre los allegados, los "otros
cuidantes" por un lado, y los de fuera, los "extraños", por otro. Se refuerzan entonces los
vínculos y satisfacciones mutuos. Se trata de una transición de gran valor etológico: ya tiene
una representación de su familia o clan y de los miembros de la misma, que diferencia
claramente de los extraños. Pero en el ámbito psicológico, las triangulaciones primitivas se
hacen más complejas: para poder reconocer el valor emocional, experiencial del “otro”, para
poder predecir el futuro que ese extraño puede acarrearle (y que el mundo, aún extraño,
puede acarrear), su mejor espejo son las expresiones emocionales del Objeto, de los otros
cuidantes: es un período dominado por esa atención vigilante hacia las expresiones
emocionales del otro. Durante él son claras como nunca las expresiones de tristeza y temor.
La familia tiene que modularse, tiene que cambiar para acoger y contener las características
del nuevo miembro y, entre otras, las capacidades de expresión, tanto innatas como
adquiridas, de tales emociones primarias y de sus emociones secundarias y derivadas: los
sentimientos (Tabla 5).
Cuando el niño comienza a caminar, con sus incipientes capacidades de caminar y
coger, agarrar y agarrarse, irse y volver, comienza a poder ser activo y pro-activo en la
resolución de las necesidades, presiones, dificultades y pérdidas que le sobrevienen durante
ese período clave de su proceso de separación-individuación, de su progresivo
individualizarse como ser humano separado y diferenciado de los demás. Poco a poco, si el
ambiente familiar es suficientemente tolerante y suficientemente protector, el niño se siente
cada vez más seguro de sus capacidades y las puede expresar en emociones y sentimientos
como la alegría, el temor, la ternura, el orgullo e incluso, en momentos, la euforia y la
elación. Sin embargo, las dudas y las incertidumbres ante sus posibilidades y las
prohibiciones externas serán importantes. Al menos, hasta que no vaya saliendo adelante en
ese proceso de individuación: las frustraciones y duelos, por lo tanto, son numerosos. Entre
otros, los duelos y frustraciones ante las numerosas prohibiciones que ya comienzan a
proponerle (o imponerle) sus padres, la familia.
Por otra parte, comienza a explorar el mundo, pero siempre con un ojo puesto en la
base, en el portaaviones "madre". Es lo que he llamado el período de "exploración en
estrella" en parques y otros ambientes: cada separación conlleva un monto emocional
importante... Precisa finas regulaciones: si la base, el familiar (generalmente, la madre o el
padre) está disponible para esas aproximaciones y separaciones, si hace su propia transición
psicosocial, si no empuja a alejarse demasiado o demasiado pronto, ni, preso de sus propios
temores excesivos, impide esos alejamientos y exploraciones, el niño va adquiriendo
progresivamente más autonomía y, con ella, más capacidades para la comunicación
emocional a distancia. Los padres han de poder soportar sus propios temores, fobias y
augurios de que el niño se hará daño y, más allá, de que les abandonará algún día...
Otro momento clave en el desarrollo en el despertar del sí-mismo, del sentido de
sujeto, consiste en la aparición del no semántico: el niño es capaz de decir no a sus padres y a
cualquiera, y de saber qué dice y por qué lo dice. Es incluso capaz de empecinarse en sus
“NO” y en sus deseos, en ocasiones para desesperación de los padres, que intentan seguirle
manejando como cuando aún era un bebé. Pero ya no se deja, ya no es tan fácil: está en el
período que los alemanes llamaban “del empecinamiento”. Ya tiene un sí-mismo en
desarrollo, ya tiene una identidad propia.
Al tiempo, su capacidad de sentir-se emocionado, de vivir como un sujeto las
experiencias aumenta de forma espectacular: el lenguaje necesita más y más palabras para
comunicar experiencias y emociones, comienzan a aparecer las emociones "morales" (culpa,
vergüenza y sus sentimientos derivados), vinculadas con lo bueno, lo malo, lo que hay que
hacer, lo que no se puede hacer, lo que sienten los demás cuando les hago daño o hago algo
“malo”… La niña y el niño empiezan a sentir malestar propio ante el malestar ajeno: son las
primeras manifestaciones abiertas de la empatía, de que puede vivir dentro las emociones de
los demás. A partir de ahí, interiorizan esos sentimientos de malestar que tienen los padres o
cuidadores cuando no cumple lo que debe y comienzan a manifestar miedo, culpa y/o
vergüenza ante las transgresiones. Poco después, aumentan sus conductas prosociales: puede
querer cuidar, proteger, ayudar al necesitado... El niño ya es un miembro activo de la familia
en cuanto a acatar o no y marcar o no nuevas normas y constelaciones emocionales, pero las
normas, valores e identidades psicosociales fundamentales que trasmite la familia son ya
filtrados por su incipiente individualidad, por su identidad en ciernes. Madre, padre y familia
han de ser capaces de soportar y conducir esa naciente autonomía, en vez de coartarla o
enfrentarse a ella continuamente.
Las capacidades de empatía, pero también las capacidades para expresarse y hablar de
sus propias emociones (lo que le da miedo, lo que le gusta, lo que le disgusta, lo que no
quiere, el por qué de cada cosa…) están abriendo el camino del niño narrativamente capaz,
que puede hablar de sus cosas, de sus experiencias y fantasías, de sus sentimientos… Y es
que a los 3-4 años el niño ya tiene una idea de lo que ocurre en la mente del otro, y eso
comienza a darle pistas de lo que ocurre en su propia mente, en su propia persona, en su
propio self. Es otro salto importante en su proceso de individuación, en su proceso de no
confundirse con los otros, con los demás, por queridos que éstos sean: empieza a conocer el
"interior emocional" de la madre, del padre y de los demás, al tiempo que profundiza en el
conocimiento de su propio "mundo emocional" y, en general, de su "mundo interno". Ya
tiene un “mundo interno”, una “mente” propia. De ahí que ya pueda manifestar ante las
pérdidas toda la serie de expresiones emocionales: sorpresa, tal vez asco, sufrimiento, ira,
temor, tristeza, vergüenza, culpa... Y todo ello, según los variados modelos que cada uno de
los miembros de su familia y allegados le ha ido proporcionando. De ahí la importancia de la
“cohesión” del sistema familiar en sus expresiones y normativas, para no desorientar al
nuevo miembro.
A partir de aquí llega el momento en cual el que la niña y el niño deberán aceptar que
hay espacios de la casa (y de la familia) que no son suyos, que no puede entrar y salir de ellos
cuando quiera, como hay momentos en los cuales no puede irrumpir en la realidad o en la
mente de sus padre, sus hermanos, incluso de su madre, por solícita que ésta sea. No todos
somos iguales ni eres el único y el príncipe; eres parte de un triángulo: El triángulo entre el
niño, el cuidador principal y los demás que le disputan esa dádiva básica. Los adultos revelan
que poseen una intimidad y una mente que no está siempre al alcance del niño (¡ahora que
había comenzado a “ver” en ella!): son las bases de la intimidad y, en buena medida, también
del pensamiento más desarrollado y complejo, pues el origen de éste se halla muy ligado a las
fantasías y cogniciones acerca de qué habrá “tras la puerta verde”, dónde estará mamá,
cómo es que no viene, por qué nadie viene, por qué no hacen lo que yo quiero…
La capacidad de comenzar a vivirse dentro de un triángulo primordial, el formado por
la madre, el padre y él o ella misma, es un momento clave en el desarrollo de esa intimidad.
La niña y el niño perciben, pero ya no de forma obscura, como en el primer año, sino de
forma clara y dolorosamente delimitada, que mamá y papá tienen cosas entre ellos,
momentos, temas, caricias, conflictos en los que ella no puede entrar. Que por mucho que
desee a mamá o a papá con ella y para ella/él, en determinados momentos mamá y papá
tienen relaciones entre ellos de las cuales queda excluída/o. Es otra nueva pérdida y otra
nueva transición psicosocial: La niña o el niño perciben que hay diferencias generacionales, y
que la generación adulta tiene entre ellos relaciones de las cuales está más o menos excluida.
Esa transición, esos deseos de poseer para sí mismo al progenitor-cuidador, interferidos por la
relación entre ambos progenitores o cuidadores, ha sido llamada tradicionalmente “Edipo”,
“complejo de Edipo” o triangulación edípica: el niño y la niña sienten que sus deseos y,
sobre todo, sus deseos de exclusividad, son a menudo frustrados o cortados en seco. Eso
lanza el desarrollo y la expresión directa de la ira como reacción ante las pérdidas y de los
celos: De ahí la importancia crucial de llegar a poder elaborar, controlar y poner límites
internos a la ira, a la violencia. O se hace ahora (y antes) o ya difícilmente se conseguirá de
forma introdeterminada, y para siempre se necesitarán en el futuro controles externos
(Tremblay et al. 1994). La ira aumenta en esta época porque tenemos experiencia de lo que es
perder al objeto de vinculación, tememos que nos pueda ser arrebatado por el tercero, el
progenitor del otro género o sus sustitutos, reales o simbólicos, o los hermanos, u otros. Pero
también hay muchas ventajas en esta transición: por ejemplo, se estimula la iniciativa, las
capacidades de reacción y búsqueda autónomas: “Como no me queréis, me lo hago yo”…
La transición psicosocial anterior, que ha hecho al niño “narrativamente competente”,
facilita su integración en los grupos de pares y de adultos y aumenta sus capacidades de
aprendizaje. Por eso es un momento en el cual muchos niños pueden y quieren, o pueden
aceptar como un disfrute, la institución escolar, hasta entonces no necesaria, ni afectiva ni
cognitivamente --si existieran medios adecuados para la crianza de los infantes humanos en
nuestra sociedad y no sistemas disociadores, marginadores de lo emocional y
profesionalizadoras de la vida cotidiana desde la primera infancia (VVAA, 2009; Torras,
2010; Tizón 2011a y b). Pero hay otros que necesitarían antes asentarse en la siguiente
transición, en la capacidad de vivir el triángulo y el incremento de los sentimientos que lleva
aparejados: ira contra los que nos disputan a la madre o cuidador principal; celos, envidia,
vergüenza cuando nos sentimos tan inferiores o postergados ante el rival, hermano o padre;
placer y alegría de reencontrar el cariño del ser amado y de observar que nuestra ira no rompe
la relación con los otros; frustración, ira y tristeza cuando no es así… Y todo ello,
acompañado por un aumento de la iniciativa, de la capacidad de iniciativa pera entrar en la
mente de los otros, las posesiones de los otros, la ciencia, al tecnología, el saber…Es decir
que, como indica la legislación de algunos países avanzados, para los niños es mejor esperar
a los 6 o 7 años para “ser obligados” a escolarizarse (porque no hay que olvidar que, si no se
siguen sus ritmos, son obligados a ello: Alexander, 2009;Tizón, 2010, 2011 a y b).
El sistema de alianzas familiares, así como la distribución de tareas y funciones en la
familia se hacen mucho más complejos: es una nueva transición psicosocial en la familia. Se
llega a nuevos “acuerdos implícitos” con respecto al valor y posibilidad de expresión de las
motivaciones (de necesidad, de ternura, de la ira, de qué vale la pena conocer…). El niño o
niña comienza a construirse su propia idea de lo que quiere ser: “Pues si no me dejas, ya no te
querré más… No quiero ser como tú: Quiero ser como papá” (o como el tío/a, el maestro/a,
el tutor/a…). Los cambios en los padres, no por menos visibles son menos importantes. El
padre ha de aprender a vivir con un “competidor” de las atenciones de su esposa y ésta, a
“repartir” y dosificar sus expresiones de amor, ternura, dedicación...
Como decía más arriba, la transición psicosocial que supone el logro del "niño
narrativamente competente" (que puede sentir y transmitir sus emociones, deseos y
conflictos: Emde, 1994, 1999), podría facilitar enormemente la integración escolar con
placer. En realidad, en esa edad es cuando sí que conviene que los niños acudan a las
instituciones escolares: Es cuando se hallan emocionalmente e intelectualmente
(cognitivamente) preparados para hacerlo y lo desean (Alexander, 2009; Vahtera, 2009).
Pueden generalizar el triángulo y, por lo tanto, sus capacidades simbólicas, y pueden desear y
aprovechar una interacción con adultos diferentes de sus padres, desean una interacción con
otros niños y niñas de su edad, con sus pares… Están desarrollando su capacidad de
iniciativa, si no son arrinconados por la culpa. Y si logran una entrada adecuada en las
instituciones escolares eso desarrollará enormemente su industriosidad, su capacidad de
manejar ya no sólo a los otros humanos, sino los símbolos, los aprendizajes, las normas y
órdenes, las máquinas, los artefactos, la tecnología... El nuevo miembro entra de lleno en las
instituciones sociales y re-permeabiliza a la familia con respecto a las mismas. Ya no es sólo
la familia la fuente de normas y conocimientos: hay que tolerar e integrar que existen otros
que, abiertamente, también lo hacen: tutores, maestros, educadores, monitores,
entrenadores… Aquí la familia necesita de una estructura (para poder comunicarse como tal),
pero que sea flexible (para poder cambiar y aceptar la nueva relación con esas instituciones
sociales). El resultado es que la familia resulta tan trasformada que, a menudo, los amigos de
los padres son los padres de los amigos (del hijo). Cada uno de los miembros de la familia ha
de irse adaptando a esa enorme transición que abre de par en par al niño y a la familia
(renovada) el mundo de la comunicación, las diversas técnicas y tecnologías, la expresión
artística, el estudio, el pensamiento y la investigación...(Alexander, 2009; US Dept. of
Education, 2010; Vahtera, 2009). En este período, pérdidas o presiones excesivas no
elaboradas tienden a afectar no sólo la vida emocional del niño, sino sus capacidades de
iniciativa e industriosidad: sus capacidades para el manejo de símbolos y artefactos, sobre
todo culturales (Fernández-Enguita et al., 2010). Hay madres, padres, familias o hermanos
que (inconscientemente) “prefieren” un niño incapaz, inhibido en este terreno porque en la
fantasía temen la autonomía e independencia que la narratividad y el conocimiento intelectual
puede llevar aparejados.
Esas capacidades de diferenciación, de construcción de la propia personalidad e
identidad vuelven a ser desafiadas en la pubertad y la adolescencia. La tormenta hormonal y
de cambios corporales que se desencadena en nuestra pubertad, a los 11-15 años de edad,
hace que todo lo adquirido anteriormente pueda tambalearse o desarrollarse de forma
definitiva… Ante el desafío y los cambios que ocurren en el propio cuerpo, o en los papeles y
normas sociales que los chicos y chicas púberes tienen en nuestra sociedad (con quién estar y
con quién no, qué hacer y qué no hacer, cómo afrontar el miedo, la vergüenza, la culpa, el
fastidio, el aburrimiento que invade en oleadas…), pueden darse desorganizaciones profundas
o regresiones ensombrecedoras. La tendencia a la regresión, a volver a ser niño, o a no
individualizarse sino hacerse “Como mamá o como papá”, a vivir en una casa de muñecas o
en una banda de chicos o chicas, como algunos eternos adolescentes, tiende a alterar
profundamente todo lo logrado hasta entonces… (Meltzer et al. 1989). Viene aquí un período
que en nuestras sociedades suele estar marcado por importantes conflictos emocionales y
relacionales, tanto en el adolescente como en su familia. Es por lo que suelo decir que la
elaboración de la adolescencia de cada hijo es la “universidad” o la “enseñanza posgrado” de
cada familia: Hay mucho que aprender y que cambiar todos con el a menudo tempestuoso
progreso del adolescente en sus seis tareas (psicológicas) fundamentales, sus cinco duelos y
sus cuatro mundos, los escenarios y argumentos de su drama y comedia vitales (Tizón, 2007).
Además, toda la familia está al tiempo “prendida” y al tiempo inquietada por las formas de
vivir todo ello el adolescente, en esos “cuatro mundos” a veces mezclados y a veces
enormemente disociados: 1) el adolescente en familia, 2) el adolescente con los pares y el
grupo de adolescentes, 3) el adolescente en soledad y 4) el adolescente con los adultos no
familiares. Pero gracias a esos conflictos, y gracias a tener con quién confrontarlos
(papá/”padre”, mamá/”madre”, los hermanos, los profesores, los tutores los amigos, las
pandillas, mi red social, mi grupo…) se da el paso a una real identidad, base de una real
autonomía, el logro fundamental de la adolescencia: el logro de la identidad, de un sentido de
sujeto, que aleja del desarreglo psicótico o borderline, de la ruptura, fragmentación o
confusión del self (Cullberg, 2006), y, con ella, una introyección y organización de los
diversos roles que, en el futuro, el postadolescente habrá de jugar en la sociedad.
La habilidad para distinguir el Yo de los Otros conseguida hasta entonces es puesta en
duda por esos cambios corporales y psicológicos: Ya no podemos mantener la misma
identidad que cuando éramos niños y, además, los demás comienzan a tratarnos de otra
forma. Cambios, presiones, emociones intensas, peleas y demás sucesos propios de la
pubertad y la adolescencia ponen en crisis nuestros mecanismos elaborativos, las formas
como anteriormente nos enfrentábamos a las presiones ambientales, conflictos y pérdidas. El
adolescente tiene que “aclararse” en las complejas tareas que nuestro mundo adulto impone a
la adolescencia actual. Dentro de mi esquema de “las seis tareas y los cinco duelos del
adolescente en los cuatro mundos” (Tizón, 2007) a esa primera y fundamental tarea
psicológica del “logro del self, del sentido de sujeto”, hay que añadir las de (2) aclararse en el
conflicto dependencia-autonomía (cuánto, hasta qué extremo y de quién ser dependiente y
hasta qué grado y en qué situaciones puedo ser autónomo), (3) lograr a una nueva relación
con un cuerpo nuevo, (4) integrar la nueva sexualidad (más urgente, diferenciada e
individualizada, pero menos sujeta a lo agresivo-exhibidor), (5) decidirse en las claves del
estilo de vida, y (6) en la elección de pareja y tipo de pareja… Todo ello, al mismo tiempo
que sufre en los cinco duelos que se entremezclan y entrecruzan a lo largo de la pubertad y la
adolescencia: (1) el duelo por el mundo de la infancia perdido; (2) por el cuerpo infantil pero
definido perdido –frente al incierto futuro de este cuerpo que cambia y tal vez duela casi cada
día durante la pubertad y adolescencia--; (3) por los sueños de omnipotencia infantil
irremediablemente trasnochados y trocados en una urgente necesidad de un otro con el que
compartir emociones, intereses, vida… Una omnipotencia infantil perdida, además, al tiempo
que (4) se pierde en buena medida la anterior idealización de los padres, que pasan a ser
reales, demasiado reales, “pobremente humanos”. (5) Al tiempo, el adolescente, pierde su
posición en la familia, hasta entonces clara, y tiene que comenzar a vivir la nueva posición,
que implicará, indefectiblemente, el pensar y fantasear en dejar a la familia o,
alternativamente, en la regresión atemorizada ante ese futuro… El conjunto de conflictos y
presiones es tan complejo, que el adolescente tiende a vivirlo en los cuatro mundos, durante
años enormemente disociados, de los que antes hablábamos, y a experimentarse, perderse y
re-encontrarse en cada uno de ellos: en la familia, con los otros adultos, con los adolescentes,
y en el mundo de sus dolorosas soledades y apabullantes aburrimientos y cansancios.
Todo ello al tiempo que el adolescente y postadolescente soporta las presiones de la
familia y sus propias presiones contra la familia, los conflictos de dependencia-independencia
(horarios, autonomía, diferencias…), los conflictos y presiones del primer trabajo o el paro,
las presiones laborales, sociales, militares, los cambios escolares y la entrada en la
universidad, la soledad frente a la necesidad del grupo, el aislamiento frente a la tendencia a
la promiscuidad, las relaciones con el otro género, la elección sexual, etc. Todo un programa.
La identidad anterior es desafiada por la identidad de nuestro grupo, de nuestra pandilla, así
como por la necesidad de incorporar nuevos modelos de personalidad y la rebelión contra la
generación de los padres.
Si todo va bien, entre los 19 y los 22 años, los adultos de nuestra cultura hemos ido
superando todas esas situaciones y nuestra personalidad se halla ya casi completamente
formada, aunque puede ser re-modelada por sucesos importantes, favorables o desfavorables,
en el futuro. La integración de la personalidad, el logro del sentido del sujeto (self),
coinciden, además, con el final de procesos neurológicos claves como son al apopotosis
neuronal masiva de la adolescencia y las últimas neurogénesis producidas en circuitos clave
del sistema nervioso central (Schore, 2003; Muñoz-Delgado, 2010). Nuestras formas de
afrontar placeres, conflictos y pérdidas, nuestras formas de reacción y relación y nuestros
mecanismos elaborativos y de defensa se estructuran de una determinada manera y tienden a
permaneces estables desde ahí para toda la vida.
3. Vulnerabilidad, procesos de duelo y descompensaciones psicopatológicas.
En ese sentido, todo lo que altere de forma grave tanto la constitución del Yo, de la
intimidad, de la personalidad, como lo que impide la diferenciación, la individuación, puede
favorecer la desviación de las adaptaciones internas y externas a la cual en nuestra cultura
llamamos “trastorno mental”, psicopatología. Determinados sucesos traumáticos en la
infancia, tales como la pérdida del padre o de la madre (si no son sustituidos adecuadamente),
determinados duelos durante el embarazo no suficientemente cuidados, los abusos físicos o
sexuales reiterados, el aislamiento social, la falta de madre, padre o sustitutos estables, la
desaparición de los mismos, pueden resultar factores de riesgo que alteran gravemente la
capacidad de contención y resiliencia (Mangham et al. 1995; Ezpeleta, 2005; Tizón, Artigue
et al., 2008: Tabla 3), elementos que hacen que una vulnerabilidad previa evolucione hacia un
trastorno mental grave o incluso una psicosis. Y cuando hablamos de vulnerabilidades, nos
referimos a una constitución genética que favorezca la psicopatología grave, a un embarazo o
un parto con problemas importantes, anomalías cerebrales, falta de oxígeno o sufrimiento
bioquímico del recién nacido, pero también a graves descuidos, subimplicaciones o
negligencias en la crianza inicial.
A partir de aquí, para delimitar un poco el amplio cuerpo que la psicopatología ha
adquirido en nuestras sociedades, voy a centrarme, sobre todo, en ejemplificar lo que vengo
diciendo con el grupo de trastornos posiblemente más graves: Las psicosis. Y la hago así
tanto por mi especialización en el tema, como porque se trata de un campo cuya etiología es
hoy enormemente discutida. Gracias a ello, puede proporcionar motivos de reflexión y
replanteamiento más amplios que cualquier otro campo de la psicopatología científica
contemporánea.
No sabemos qué genotipo favorece la psicosis en la vida adulta, no se ha “descubierto
el gen” que produce la psicosis, ni parece que nunca se vaya a descubrir: entre otras cosas,
porque cada vez se considera más una influencia compleja, múltiple e interactuante de varias
regiones del genoma; una influencia, desde luego, no mendeliana. Sin embargo, no podemos
negar una cierta predisposición genética en determinadas familias (Olin et al, 1996, 1998).
Empero, incluso en trastornos tan graves como las psicosis, cada vez está más claro que la
mayoría de esas influencias genéticas pueden ser contrapesadas por una familia
adecuadamente funcional, en especial si lo es a nivel emocional (Tienari et al., 2004;
Cullberg, 2006; Tizón, 2007). Sin embargo, la psicosis también es más frecuente si se han
padecido enfermedades, malformaciones o faltas de oxígeno o alimentación en la primera
infancia, o bien esas mismas contingencias y los duelos o situaciones psicológicas de gran
angustia durante el embarazo del que se desarrollará el futuro individuo con psicosis (Tizón,
Artigue et al. 2006, 2008; Ellison, 2010). Esos son los factores de vulnerabilidad iniciales en
el desarrollo. Por otro lado, como decíamos, otros factores de riesgo tendrían que ver con las
relaciones afectivas del niño, el chico y el adulto joven: abusos reiterados en la infancia,
negligencia en los cuidados, relaciones familiares inadecuadas (por subimplicación,
sobreimplicación, violencia, abusos…), hambrunas, catástrofes y enfermedades cerebrales o
con repercusiones cerebrales... Se pueden producir pues otro tipo de vulnerabilidades
posteriores, más ambientales o más relacionales, que tienen que ver con las relaciones que ha
mantenido ese niño o ese joven. Además, cualquiera de los duelos o pérdidas graves
señalados en la tabla 3, si no son adecuadamente cuidados y elaborados por el sujeto, la
familia y los allegados, pueden dar lugar a vulnerabilidades, cambios neuropsicológicos y
sociales que persisten en la personalidad y que facilitan la descompensación posterior.
La principal vulnerabilidad para la psicosis hoy conocida es la fragilidad en la
estructuración de la personalidad y, más en concreto, la fragilidad en la constitución de la
identidad, del self: un self pobre o frágilmente constituido no podrá soportar las presiones
posteriores, sobre todo si son intensas (Cullberg, 2006; Alanen, 1999). Por eso en la narración
del desarrollo hemos incidido una y otra vez en la contingencia más grave y demostrada que
dificulta la formación de una identidad, de un sí-mismo diferenciado: todo lo que altere
gravemente el proceso de vinculación o apego los primeros meses de la vida. Y precisamente
porque dificultará la progresiva individuación del niño a través de las diversas transiciones
psicosociales, y, más tarde, supondrá barreras insuperables para la elaboración de los cambios
corporales y de personalidad básicos en la adolescencia… Todo ello favorece la nodiferenciación, la confusión entre el Yo y el exterior, la confusión entre la mente y la realidad
exterior y, por lo tanto, el elemento básico de la psicosis y de los trastornos psicopatológicos
graves.
Sobre esas vulnerabilidades previas, sobre esa tendencia a descompensarse, pueden
incidir después las situaciones de presión, aislamiento extremo, falta de vínculos, ruina
familiar, abuso de alcohol u otras drogas, conflictos afectivos extremos… Ellos proporcionan
la situación de ansiedad, estrés o predominio crónico de las emociones desagradables que son
los factores precipitantes de las descompensaciones psicopatológicas. En ese sentido, la
psicosis es el resultado de una combinación de vulnerabilidades genéticas, constitucionales o
en las relaciones tempranas del individuo, factores de riesgo y falta de factores de protección
a lo largo de la crianza (situaciones de presión y conflicto afectivo no cuidadas
adecuadamente en la segunda infancia, la pubertad y la adolescencia), y factores
precipitantes o de estrés actual (Cullberg, 2006; Johannessen et al. 2006). Se necesitan los
tres tipos de factores para que aparezca una psicosis: Vulnerabilidadad o vulnerabilidades
previas, acumulación de factores de riesgo y estrés o presión emocional actual. En el equipo
de Atención Precoz a las Psicosis (EAPPP) en el cual tuvimos ocasión de trabajar durante
años (Quijada et al., 2010; Tizón, 2009), se habían creado incluso instrumentos para facilitar
el reconocimiento de los factores de riesgo en diversas edades de la vida. En ese sentido, por
ejemplo, el “test de detección precoz” ARBB (Alarma sobre el Retraimiento del bebé-ADBB
en su original francés, del Equipo de Antoine Guedéney: Guedéney et al. 2001) puede
proporcionar información a pediatras u otros profesionales, así como a los familiares y
allegados, sobre una situación de riesgo que en algunos casos aparece ya en el primer año de
la vida: el retraimiento del bebé. También en el EAPPP se había diseñado y desarrollado el
LISMEN (Listado de Ítems de Salud Mental), con el fin de recoger la acumulación de
factores de riesgo en algunos niños y chicos desde los 0 hasta los 14 años, tanto biológicos,
como psicológicos (conductas, capacidades cognitivas…) como psicosociales, relacionales
(Tizón, Artigué et al. 2008). Una acumulación de más de 10 factores de riesgo de los
determinados en el LISMEN predice con cierta probabilidad la aparición de un trastorno
mental en ese niño o en el futuro adulto. Para fines más específicos habíamos traducido y
adaptado el cuestionario ERIraos a partir de su original alemán de Häfner y Maurer (2006),
con el fin de detectar precozmente en la población general las personas con riesgo de
psicosis, los “estados mentales de alto riesgo”, así como la psicosis no diagnosticada.
Son resultados visibles de la aplicación clínica y en la investigación de esta
perspectiva que concede un gran valor a la psicología del apego y la crianza dentro del
entramado biopsicosocial que es el ser humano. Y son perspectivas diferentes que las
unidimensionalmente biologistas predominantes en nuestro país en el ámbito de las psicosis:
Tal vez por eso el EAPPP fue uno de los primeros equipos a los que se hizo desaparecer con
el pretexto de la crisis económica. Una crisis que, también en este tema, manifiesta su
verdadero origen y motivaciones políticas y no económicas: El EAPPP no sólo era un equipo
de planteamientos novedosos, que fue seguido por la creación de otros varios en Catalunya y
en el estado español, sino que ya había demostrado su efectividad y eficiencia económicas,
los ahorros económicos y de sufrimientos que producía: Pero alteraba el estatus quo del
tratamiento de la psicosis en nuestra sociedad, basado en la acumulación de carísimos
neurolépticos e ingresos dudosamente terapéuticos en carísimos servicios hospitalarios.
4. Contención y resiliencia como funciones familiares
En general, los conflictos, pérdidas y duelos graves o complicados suponen para los
diversos tipos de familia nuevos desafíos y nuevas situaciones de cambio catastrófico, que se
añaden a las habituales transiciones que hemos visto que se dan en toda familia con hijos. Sus
repercusiones pueden ser más graves cuando inciden en niños vulnerables por causas
genéticas, connatales, temperamentales, emocionales, cognitivas, relacionales o
socioculturales. Pero, en general, los duelos graves y los conflictos irresueltos tienden a
dificultar la elaboración de la individuación, la creación del sí-mismo. Entre otras cosas,
sumen de nuevo al niño y al grupo en "ansiedades confusionales primitivas" y tienden a hacer
predominar en el grupo familiar y microsocial los "supuestos básicos grupales" --formas
inadecuadas o primitivas de enfrentarse a las dificultades y avatares relacionales. Por
ejemplo, las familias se diferencian entre sí en un terreno fundamental para lo que aquí
estamos viendo: en su capacidad para tolerar y expresar los sentimientos, en sus capacidades
de contención (y expresión) emocional. En nuestra cultura, las familias que no toleran la
expresión de los afectos penosos dentro del la propia familia o sistema pueden estar
facilitando las vías desviadas de la actuación excesiva, el aislamiento, el retraimiento…
Por ejemplo, el niño que ha tenido una buena relación con la madre, o cuidadora
estable, si es separado de ésta, manifiesta una serie de reacciones que se hacen
progresivamente más graves conforme pasa el tiempo y la madre no aparece. Bowlby
describió en esas situaciones las fases o momentos de protesta, desesperación y desapego.
Un niño que antes tuvo una buena relación con su madre y al que de repente le falta este
motor estructurante de su personalidad (no siendo adecuadamente sustituido), reaccionará
primero con llanto, rabia y rechazo de los otros. A los pocos días el niño parecerá más
tranquilo, aunque apagado (o alternando con protestas): está desesperando. Al fin llega a un
punto en el que parece que la madre ha sido olvidada y el niño reacciona indiferente a su
vuelta: se ha llegado a la fase de desapego, que en algunos casos muy graves puede llevar al
marasmo (apatía casi total o depresión) y a la muerte.
Los efectos de estas situaciones pueden compensarse posteriormente si la intensidad y
duración del desapego no ha sido excesivo y, más aún, si la madre es adecuadamente
sustituida por una cuidadora suficientemente estable y suficientemente próxima, que tendrá
que soportar, además, los profundos avatares emocionales que la pérdida de la madre o de la
persona cuidante inicial va a suponer para ese niño, para ese humano en formación. Pero en la
mente del niño siempre quedará el recuerdo (con capacidad para motivar conductas o no,
según los casos) de esa vivencia infantil de desesperanza y desconfianza.
Las familias que afrontan los duelos importantes pudiendo comunicarse acerca de los
mismos parece que son más eficaces en ayudar a la elaboración de conflictos, transiciones,
duelos y traumas que las familias que no poseen esa libertad o que incluso ofrecen excusas,
avisos y "dobles vínculos" con el fin (inconsciente) de conseguir que los otros miembros se
queden callados: Los hombres no lloran, Son cosas de las que es mejor hablar, Otro día
hablaremos de eso, Tu vete al colegio y no te preocupes…. Si tenemos en cuenta la
importancia fundamental que los procesos de duelo poseen en el desarrollo individual y
familiar, un resultado de estas pautas anómalas de relación y comunicación en las familias
puede ser la psicopatología de sus miembros. Pero los conflictos y los duelos también
pueden contribuir a establecer relaciones patológicas transgeneracionales, a lo largo de
varias generaciones. La elaboración pospuesta o retardada del duelo por la separación de la
propia familia de origen es uno de los antecedentes más importante para la (in)capacidad de
elaborar posteriormente otras pérdidas y duelos.
Una familia bien estructurada e integrada emocionalmente, podrá intentar la
articulación de los conflictos en su interior: los miembros se podrán ayudar mejor unos a
otros a elaborar la pérdida, incluso de por muerte de un miembro de la familia. Una familia
des-implicada o poco estructurada podrá tal vez mostrarse muy poco alterada tras una
pérdida, pero sus miembros, aislados emocionalmente los unos de los otros, pueden
responder más adelante con diversos síntomas o trastornos. La expresividad emocional de las
familias es una de las variables más estudiadas desde el punto de vista psicopatológico. Para
algunas familias disfuncionales llorar o, simplemente, apenarse, es un problema, una muestra
de debilidad, algo intolerable, y así se lo hacen saber a sus miembros dependientes desde la
infancia. Pueden comunicarle, verbal o para-verbalmente a un hijo o a otro miembro: "Estoy
contento contigo/ me gustó/ tienes mis respetos... porque no has llorado/ no te has dejado
llevar por la emoción/ las lágrimas/ la debilidad...". Hay familias que parecen “conspirar”
para mantener a distancia los sentimientos, cada vez más a menudo con la ayuda de
psicofármacos recetados por médicos: pero ello posiblemente dificultará que, a la larga, todos
sus miembros realicen una elaboración adecuada de los conflictos, pérdidas y procesos de
duelo. Por el contrario, hay familias con excesiva expresividad emocional, que siempre están
discutiendo, gritándose, culpándose. Es otra una situación que puede alterar gravemente el
desarrollo emocional y cognitivo de sus miembros en desarrollo, y más aún en el caso de que
uno o varios de los mismos se hallen en una “estado mental de alto riesgo” o hayan
desarrollado una psicosis.
Pero esas situaciones, con existir en nuestra sociedad, no son frecuentes. Mi propia
estimación sobre los procesos de duelo graves o “complicados” en la sociedad española
alcanza una tasa anual de procesos de duelo graves del 6’25 por ciento (tabla 6), similar a la
encontrada en las investigaciones realizadas en las consultas británicas de medicina general
(Woof y Carter, 1999; Tizón, 2004): alrededor del 5 %. Si pensamos que la mayoría de esos
duelos afectan a 2 o 3 personas por término medio, ello supone que 12 de cada cien personas
están sufriendo un proceso de duelo “severo” en un año concreto. Empero, además de tener
en cuenta que un proceso de duelo suele ser doloroso, pero puede ser creativo, favorecedor
del desarrollo, el resto del tiempo y el resto de la población y, en particular, sus infantes, es
decir, más del 88 por ciento de la población, tal vez pueda estar viviendo ese año situaciones
fundamentalmente agradables, placenteras, felices… Es decir, que en una sociedad estable y
mínimamente cuidadosa de sus miembros, la mayor parte del tiempo y la mayor parte de los
individuos pueden estar “razonablemente felices, contentos y estables”. Como suelo recordar
en este terreno, qué importante resulta por tanto disponer de tiempo y capacidades
emocionales para disfrutar a lo largo de todas esas placenteras situaciones y procesos, en
particular, las que gravitan alrededor de la crianza de los hijos. Porque si bien al final de esta
breve introducción hemos insistido en sus desviaciones, hay que entender que, para la gran
mayoría de los seres humanos, los procesos de parentalidad y filiación, los procesos que
Erikson (1963) llamó genital/generativos, siguen siendo una de las fuentes de placer y
satisfacción fundamentales en la vida. Por eso sobre ellos suelo recordar que, como en tantos
otros procesos humanos,
El final está prefigurado en los sueños y deseos con los cuales vivimos los inicios...
Tabla 1. Las seis transiciones de la primera infancia (según Emde 2000): Seis saltos hacia
la individuación.
•
•
•
•
•
Período neonatal
Sonrisa social
Ansiedad ante el extraño
Comienzo de la deambulación
El fin de la niñez (18-22 meses):
o
sentido de sí-mismo, lenguaje con varias palabras, no-semántico,
nuevas emociones...
• El niño narrativamente competente (3-4 años)
Tabla 2. Transiciones principales en los niños y en sus familias (configuraciones
emocionales) (derivada de Erikson 1963, Emde 1999, Tizón 2000-2004b, 2007, 2011)
SEÑALES
Nacimiento
Se llega
en los
0-2 meses
COMPONENTES
(que cambian la relación familiar)
Emociones: llanto-malestar, alerta, despertar,
calma, sufrimiento...
Comunicación dentro de las relaciones
primitivas madre-hijo, sobre todo, corporales
Llanto y sonrisa
sociales; reconocimiento
del primer “otro”: La
madre.
2-6 m
-->Ampliación de la comunicación
bidireccional: Nuevas emociones: sorpresa,
alegría, ira
Intercambio social y aprendizaje
Cambian las expectativas familiares: se exhibe
al niño.
Destete
6-10m
Duelos por el destete
Ansiedad ante el
extraño (si ya estaba
predominando la
confianza básica sobre la
desconfianza)
8-10 m
El extraño como diferente el allegado, ya
conocido.
Observa las expresiones emocionales del
Cuidador
Se expresan claramente la Tristeza y el temor
Deambulación
10-13m
"De bebé a niño
pequeño":
Autonomía creciente
(Autonomía versus
Vergüenza y duda).
18-22m
Integración verbal de
las emociones
(el niño narrativamente
competente)
36-48m
Organización narrativa de las experiencias
pasadas y futuras.
Puede compartir lenguaje de emociones:
puede explicar qué le pasa, escoger entre
posibilidades en el futuro...
Triangulación edípica
(iniciativa versus culpa)
4-6 años
Culpa, celos, envidia
Integración escolar
(industriosidad o, por el
contrario, inferioridad)
6-7 años
Desarrollos
psicopatológicos
vinculados
Autismo
Trastornos
multisistémicos
del desarrollo
¿Esquizofrenia?
Simbiosis,
Capacidad de buscar/alejarse, de coger/dejar
Expresa más las emociones agradables:
alegría, ternura, orgullo…
Incertidumbre ante sus posibilidades y las
prohibiciones.
Comunicaciones emocionales a distancia.
Exploraciones "en estrella"
Más autonomía, pero también más capacidad
de conectar.
Despertar del sí-mismo
No-semántico, Lenguaje con varias palabras.
Emociones "morales": empatía y vergüenza
(malestar ante el malestar ajeno, conductas
prosociales y cuidantes, malestar ante las
trasgresiones)
Inseguridad, Humildad, confianza...
Integración social o bien retardo, marginación
Capacidades para el pensamiento formal
Las emociones suelen pasar a un segundo
Dependencia
Tr. de
personalidad
graves
Tr. del E. de
ánimo graves
Trastornos por
ansiedad
excesiva y
somatomorfos
y Período de (cierta)
Latencia emocional
Pubertad y
adolescencia
(Logro de la Identidad o,
por el contrario, difusión
del rol, fracaso en la
conformación del símismo, confusión...)
plano frente a la acción, los estudios, los
aprendizajes, las imitaciones…
12-15 a.
15- 20-22
años
Elaboración de los duelos y conflictos propios
de la pubertad y la adolescencia.
Conformación de la personalidad global
como más definitiva:
•
formas de relacionarse,
•
formas de enfrentar los duelos y
pérdidas,
•
formas de usar /buscar la sexualidad,
el amor, el odio, el conocimiento.
•
Constitución de los procesos
elaborativos y mecanismos de defensa típicos
de cada individuo.
Trastornos de
conducta, abusos
de drogas,
reaparición de las
vulnerabilidades
previas….
Tabla 3. Duelos y transiciones psicosociales principales en los niños.
Transiciones Psicosociales propias del
Desarrollo de todo niño
Transiciones frecuentes,
aunque accidentales
Pérdidas y duelos
difíciles de elaborar
Nacimiento
Separaciones con respecto a
los padres en la infancia.
Pérdida de la Madre
Sonrisa social, Destete,
Pérdida del padre
Separación de los padres.
Representaciones de la madre o cuidador
principal como “objeto total”: Puede estar
o no estar, ser “bueno” o “malo” para el
bebé…
Ansiedad ante el extraño: Confía en los
propios, desconfía de los extraños
Deambulación (Autonomía creciente o
bien Vergüenza y duda crecientes).
Integración verbal de las emociones
(el niño narrativamente competente)
Triangulación edípica:
Capacidades autónomas, iniciativa
creciente, defensa de lo propio, celos de lo
ajeno valorado, reconocimiento de las
diferencias generacionales, desarrollo de
la culpa y la conciencia moral…
(capacidad de iniciativa creciente o bien
culpa creciente)
Integración escolar (industriosidad
creciente o bien inferioridad creciente)
Pubertad y adolescencia
(Logro de la Identidad a través de
conflictos o bien confusión, inseguridad
en sí mismo, dudas con respecto a la
propia identidad, fragmentación del
self…)
(Derivada de Tizón 2004, 2007)
Pérdida de un hermano
Privaciones y
Deprivaciones afectivas
Migraciones mal asistidas y
elaboradas
Pérdidas materiales: Por
ejemplo, ruina de la familia,
paro de los padres…
Pérdidas psicofísicas
importantes: lesiones,
minusvalías,
enfermedades con
secuelas…
Abandono por parte de
un progenitor
Inferioridad física o mental
Suicidio de un
progenitor o hermano.
Divorcio de los padres en la
adolescencia.
Privaciones afectivas
importantes
Separaciones o
alejamientos demasiado
largos del hogar.
Abuso sexual por parte
de un progenitor o
familiar próximo.
Separaciones del ambiente
escolar : repeticiones o
cambios de institución
reiterados
Migraciones
catastróficas
Inferioridad física o
mental importante
Tabla 4. La aparición progresiva de las emociones primarias y básicas.
Nacimiento
6-8 semanas
3-4 meses
8-9 meses
12-18 meses
24 meses
3-4 años
5-6 años
Placer
Sufrimiento
Interés, sorpresa, conocimiento
Asco-malestar
Alegría
Ira
Tristeza, pena
Temor-miedo
Ternura
Vergüenza
Orgullo
Culpa
Envidia
Inseguridad
Humildad
Confianza
Tabla 5. Emociones primarias y sentimientos (emociones cognitivizadas)
EMOCIONES
PRIMARIAS
Emociones SECUNDARIAS, SENTIMIENTOS
TEMOR
Ansiedad, aprensión, preocupación, miedo, inquietud, desasosiego, incertidumbre,
nerviosismo, angustia, susto, terror, fobia, pánico...
Aversión, desprecio, desdén, displicencia, asco, antipatía, repugnancia...
Envidia, rabia, enojo, resentimiento, furia, indignación, acritud, animosidad,
irritabilidad, hostilidad, odio...
Felicidad, gozo, beatitud, deleite, diversión, placer sensual, satisfacción, éxtasis,
euforia, manía...
Sobresalto, asombro, admiración, desconcierto...
ASCO
IRA
PLACER,
ALEGRIA
InterésSORPRESAindagación
TRISTEZA
VERGÜENZA
Aflicción, pena, desconsuelo, pesimismo, melancolía, autocompasión, soledad,
desaliento, desesperación, depresión...
Culpa, perplejidad, desazón, remordimiento, humillación, pesar…
Tabla 6. Una aproximación a la prevalencia anual de procesos de duelo graves en la
población general española (bases: INE 2009)*.
N
Divorcios y
separaciones
Muertes
Enfermedades
graves y
accidentes **
Migraciones
(2010)***
Pobreza ****
Otros duelos
graves*****
TOTALES
(5 duelos)
106.166
% sobre la población
general
(46.158.351 habitantes)
0.23
383.209
956.373
0.83
2.07
57.477
0.12
1.047.794’56
461.583
2.27
1.00
3.012.602
6.52
*Datos más recientes del INE publicados, consultados en octubre del 2011.
**Calculando 1/5 de las altas hospitalarias como correspondientes a casos graves.
*** Calculando el 1 % de los inmigrantes no nacionales, es decir, sin asentamiento en el país y sin valorar aquí la
migración interior, también causa de procesos de duelo en ocasiones complicados.
**** Ingresos inferiores a 500 €/mes. En la tabla se toma como referencia tan sólo el 10 % de los casos de pobreza.
***** Calculando que afectan al menos al 1% de la PG
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