Por: Dr. Alejandro Freytes - Novedades

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Por: Dr. Alejandro Freytes
El contrato es un instrumento técnico de valiosa utilidad para la consumación de
operaciones jurídico-patrimoniales, y se apoya en tres presupuestos ideológicos que le
sirven de sustento: la libertad de los contratantes, en cuanto seres independientes para
obligarse; la libertad contractual que entraña la facultad fijar de un contenido negocial
intrínsecamente equitativo; y su fuerza obligatoria, que como colorario de los dos
anteriores, constriñe a las partes a honrar el compromiso asumido.La autonomía privada, que supone la facultad de disponer de los propios
intereses, genera así un instrumento normativo o reglamentario al que las partes deben
adecuar su conducta, pues el ordenamiento jurídico las obliga a respetar
escrupulosamente lo convenido, al tiempo que concede efectos jurídicos al contenido
libremente acordado. En ello consiste la llamada fuerza obligatoria del contrato, que
Vélez Sarsfield inspirado en MARCADE, consagró en el art. 1197 del C. Civil.Desde esa óptica, el contrato es la expresión más sublime, amplia y genuina de
ejercer aquella autonomía, y constituye una categoría ideal para brindar seguridad
jurídica a las transacciones, aportando certeza a las obligaciones asumidas, en la medida
que el derecho puede procurarla.
Empero, cuando se trata de relaciones duraderas, ese reglamento normativo
nacido tiempo atrás, y cuya vigencia se pactó prolongada, puede por diversos factores
perder su equilibrio, su sentido, su razón de ser o justificación. Analizada
superficialmente, esta contingencia estrechamente vinculada al principio de pleno
reconocimiento de la voluntad que elaboró el consensualismo, y a la validez y eficacia
de sus cláusulas, inspira a todos defender la vigencia del contrato, en homenaje a la
palabra empeñada y a la seguridad jurídica, valores que por escasos, son cada vez más
apreciados en los tiempos que corren. Pero si la observación se realiza en profundidad y
con cierta cuota de realismo, pronto se advierte que las consecuencias derivadas de un
mantenimiento a ultranza de las cláusulas otrora convenidas, puede constituirse en una
carga difícil de soportar, o en una prestación tardía o inútil, para alguno o para todos los
contratantes.Se plantea entonces una inevitable colisión entre dos principios que gozan de
antiguo reconocimiento en el Derecho: el respeto fiel e incondicional a las convenciones
libremente pactadas y su fuerza obligatoria, que rescató el aforismo latino “pacta sunt
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servanda”, y el condicionamiento de esa fuerza obligatoria a que persistan idénticas
circunstancias a las existentes al momento de contratar, que resumió la fórmula
apocopada en el bocárdico “rebus sic stantibus”.Es que la vieja regla de antiguo linaje según la cual los contratos nacen para
cumplirse, en modo alguno puede ser absoluta, y de hecho ha sido relativizada con
acusada frecuencia, si hechos inesperados dificultan o imposibilitan el cumplimiento de
las obligaciones, como ocurre con imposibilidad sobrevenida, el caso fortuito o los
vicios del consentimiento, admitidos casi invariablemente por la legislación en general.
Este elenco puede incrementarse con otros, cuando sorpresivas circunstancias, alteran el
equilibrio de las prestaciones, o imposibilitan alcanzar la finalidad perseguida por los
contratantes, especialmente en negocios de larga duración, siempre más proclives a
verse afectados por eventos capaces de dejar sin provecho y sentido lo previsto y
querido.Y aunque resulta indudable que los sujetos contratan concientes del riesgo sobre
sus expectativas, sobre la entidad de beneficios y sacrificios emergentes del pacto
concluido, es decir, asumiendo el “alea normal” del negocio, no puede desconocerse
que cuando advienen acontecimientos que desbordan ese albur previsible, resulta
inexorable resolver sobre el mantenimiento o la resolución de las cláusulas convenidas.Durante largo tiempo la mayoría de los ordenamientos, apegados a principios
surgidos de la codificación, han negado la existencia del problema o lo han silenciado
dejando en manos de los tribunales la adopción de la solución más justa para cada caso
particular. Los jueces, constreñidos a dirimir la contienda, han echado mano a diversos
remedios no siempre bien seleccionados.
Principios como la buena fe, el abuso del derecho, la equidad o el
enriquecimiento sin causa; vicisitudes como la imprevisión, la lesión o la ruptura del
equilibrio contractual, y vicios como el error, han servido de abono a novedosas teorías
que desde mediados del siglo XIX intentaron solucionar los problemas desatados a
consecuencia de la alteración de las circunstancias que originariamente reinaban al
momento de contratar.
Estos auxilios doctrinarios no siempre tuvieron generalizada aceptación ni
consagración legislativa, por considerárselos un atentado a la seguridad jurídica, un
inadmisible apartamiento de la voluntad o una peligrosa sustracción al cumplimiento de
las obligaciones. Los defensores del carácter restrictivo de las excepciones al principio
de obligatoriedad, señalaron que si el contrato es un instrumento hábil para favorecer la
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circulación de bienes y servicios, vital en una economía de intercambio, lo es
precisamente porque las personas contratan animadas en la certeza que genera la ligazón
nacida del acuerdo.Pero el pensamiento jurídico ha evolucionado considerablemente desde aquella
concepción decimonónica del contrato. Los vertiginosos cambios que la sociedad
experimentó desde entonces, pusieron a prueba la solidez de aquellos pilares.
El llamado dogma de la voluntad cedió terreno a doctrinas defensoras del
principio de conservación del contrato, de preservación de la economía negocial y de su
permanente renegociación, para reajustar el contenido si circunstancias sobrevenidas
provocan dificultades en el cumplimiento. MORELO lo ha señalado con acierto
advirtiendo que “La vida de los contratos, como la de cada ser humano, no es lineal ni
inalterable, son biografías históricas cruzadas por fracturas e interrogantes, por
vectores que hacen perder el rumbo y abrir nuevas huellas, lo dibujado en aquel ayer
se recorta hoy en un horizonte distinto y entre lo esperado y lo sucedido, muchas veces
y con mayor razón en tiempos de aceleradas mudanzas, las cosas son diferentes, y por
ende las respuestas también deben serlo”.Sin embargo doctrinarios y jueces vacilaron entre mantener inconmovible el
contenido del negocio, resolverlo por aplicación de diversas teorías, o según lo
propugnado por las tendencias más avanzadas, preservar su vigencia por adecuación,
con el objeto de rescatar la vida del acuerdo. Ello condujo a una opción de hierro:
asumir una postura enormemente restrictiva defensora de la fidelidad del contrato, y en
consecuencia, segura pero inicua; o bien abrazar una tolerante de valoración de las
circunstancias sobrevenidas y de su incidencia en la vida negocial, que se cierne como
una solución arbitraria e insegura.En medio de estas ambivalencias doctrinarias, se ha sacado a la luz un nuevo
instituto de ineficacia sobreviviente: la frustración del fin del contrato, como una
excepción más al principio de vinculación contractual.
Esta figura enfrenta variados escollos: discusiones sobre su autonomía, dudas
sobre su configuración, y un sinnúmero de interrogantes que deben aún despejarse,
comenzando por el más elemental relativo a su nominación debido a la ambigüedad de
los propios términos que la designan. El objetivo de nuestra labor de investigación, se
ha centrado precisamente en superar esas objeciones.
Aquel apotegma clásico que intentó sustraer los contratos del zarandeo
provocado por el flujo y reflujo de eventos sobrevenidos, se mostró excesivamente
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rígido e injusto en situaciones de excepción, cuando alteraciones del equilibrio
originario, desembocaban en prestaciones diferentes a las inicialmente pactadas o en
otras carentes de sentido.
El instrumento más destacado para relativizarlo proponiendo adecuar sus
consecuencias a una más equitativa distribución de las secuelas contractuales, lo
constituyó la “cláusula rebus sic stantibus”, que pese a no estar consagrada
orgánicamente en el Derecho Romano, apareció en opiniones de Cicerón y Séneca, en
la Gran Glosa de Acursio, en las Decretales de Graciano, en Tomás de Aquino y de toda
la doctrina escolástica, por obra de los canonistas medievales, defensores de la
soluciones de equidad si circunstancias sobrevenidas, contrariaban la moral cristiana
permitiendo el enriquecimiento de uno a expensas de otro. Giuseppe OSTI, el autor
italiano que ha estudiado con mayor profundidad el asunto, afirma que fueron los PostGlosadores Bartolo, Baldo, y especialmente Alciato, profesor lombardo que enseñó
Bourges, los primeros que expresaron la noción en términos precisos al sostener que “el
mismo acto cumplido en circunstancias distintas, puede y a veces debe, corresponder a
una voluntad también distinta”, sustentando la idea que el contrato solo obliga mientras
las circunstancias permanezcan en el mismo estado en que se hallaban cuando se
perfeccionó el negocio.
Recogida por el D. Natural en los siglos 17 y 18, la cláusula fue objetada en la
centuria posterior por obra de la codificación, como generadora de gravísimos males:
inseguridad jurídica; desconfianza económica por atentar contra la validez misma del
vinculo obligacional; y arbitrariedad judicial, en cuanto deja a los jueces sin base firme
para resolver con seguridad y exactitud cuando un hecho o circunstancia tiene entidad
suficiente para hacer claudicar al contrato.La generalidad e indeterminación del instituto selló su suerte a finales del s. 18
y la reprobación se mantuvo hasta bien avanzado el siglo 19 siendo reemplazada por
variadas teorías hecho en los que algunos han creído ver un renacimiento de la
cláusula.Justificar la derogación del principio cardinal de la fuerza obligatoria, dejó al
descubierto innumerables y engorrosos escollos, que surgidos del derecho positivo,
generaron campo fértil para una profusa obra doctrinaria. Aparecieron teorías
subjetivistas que potenciaron el dogma de la voluntad, objetivitas, que rescataron los
presupuestos que dan nacimiento al acuerdo; o mixtas, que intentaron amalgamar
elementos de las anteriores. Y hasta es posible encontrar algunas sustentadas en figuras
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afines, como el error, el enriquecimiento injusto, la buena fe, la equidad, el abuso del
derecho, el riesgo imprevisible, etcétera.
Aunque la enumeración sería vastísima, creemos que por la importancia de su
construcción y la incidencia que tuvieron en la elaboración de la teoría de la frustración
del fin del contrato, merecen citarse 3: las teorías de la imprevisión, de la presuposición
y de la excesiva onerosidad de la prestación.La teoría de la imprevisión, tiene linaje francés pese a que el Codigo Napoleón,
consagró la inmutabilidad de los contratos en su art. 1134, disponiendo que las
convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para los celebrantes, y no
pueden ser revocadas, sino por mutuo consentimiento, o por las causas que la ley
autoriza. Así, la regla pacta sunt servanda, se tradujo en la expresión concreta de la
concepción voluntarista del contrato, y éste interpretado como un acto de previsión,
debía celebrarse en vista a eventuales variaciones económicas, sociales o políticas y las
partes en consecuencia, debían ser capaces de prever cualquier cambio que pudiere
gravitar sobre sus intereses, pues sino lo hacían, soportarían las secuelas de su propia
negligencia, y su error, si existiera, sería inexcusable. La Corte de Casación de Paris,
aun en épocas de enormes transformaciones socioeconómicas, mantuvo la férrea rigidez
del principio de la inmutabilidad, consagrado en el recordado antecedente del Canal de
Craponne, declarando que la regla del art. 1134 es general, absoluta y rige los
contratos cuya ejecución se extiende a épocas sucesivas, o a los de cualquier
naturaleza. Este temperamento, solo abandonado en el aisladísimo antecedente
jurisprudencial del servicio de diligencia Paris- Ruan, se mantuvo inalterable hasta 1916
cuando el Consejo de Estado, máximo Tribunal Administrativo, apartándose de la
doctrina judicial de la C. de Casación, desarrolló la teoría de la imprevisión si un hecho
imprevisto ajeno a la voluntad de las partes provoca un trastorno en la economía del
negocio, ocasionando perjuicios desproporcionados a la contraprestación recibida.
Asi, se puso en escena por vez primera que no todos los aconteceres pueden
preverse por agudas que sean las aptitudes del contratante o elevada su preparación
intelectual, y se precisó la entidad que debe tener la alteración fáctica para que ceda la
ligazón negocial. Generalizada dos años más tarde para todos los contratos mercantiles
a través de la ley Falliot, fue criticada de excesivamente subjetivista, y apartada por los
Tribunales franceses, facilitando la aparición de cláusulas de adaptación, como las
hardship que permiten liberarse de los efectos perniciosos de una modificación de
circunstancias, mitigando el rigor del art. 1134. Sin embargo, la doctrina gala más
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reciente, entre ellos, GHESTIN, defienden la necesidad de receptar la imprevisión,
como modo de armonizar el derecho interno al comunitario y al mercado único
europeo.La teoría de la presuposición, fue obra de la escuela pandectistica alemana que a
partir de la 2da. mitad del s. XIX comenzó a estudiar de modo sistemático el contenido
psicológico de la voluntad y las representaciones mentales de las partes al momento de
contratar.Estas ideas —que trascendieron al derecho alemán influyendo en el español e
italiano— evolucionaron hacia un destino objetivista, dando paso a elaboraciones
recogidas por los causalistas para defender la base del negocio como un aspecto
dinámico de la función económico-social del contrato.
Con
el
vocablo
alemán
“Voraussetzung”
(presuposición)
Bernard
WINDSCHEID, ya hacia 1850, definía la presuposición como una expectativa o
creencia sin la cual quien emite una declaración de voluntad desistiría de formularla.
El negocio no es sólo lo dicho o “puesto” en el acuerdo por los declarantes, sino
también lo “presupuesto”. Se manifiesta sólo aquello en lo que se está de acuerdo o en
lo que se puede disentir ahora o mañana, expresado del modo más claro posible,
tratando de evitar disensos futuros. Pero por debajo de todo lo que se expresa o piensa
en el momento del perfeccionamiento, hay algo que no se piensa siquiera, y que sin
embargo anida en la raíz más profunda de la voluntad humana. Esta sagaz distinción
entre lo “puesto” y lo “presupuesto” constituye el genial aporte de WINDSCHEID.
La presuposición es “una condición no desarrollada o virtual”, una
autolimitación a la voluntad —como el cargo y el plazo— que no ha logrado alcanzar el
desarrollo suficiente para que se le pueda considerar una verdadera condición inserta en
el acto jurídico.
El agente se propone que el efecto solamente exista en vista a un cierto estado de
hecho relativo a circunstancias presentes, pasadas o futuras, positivas o negativas que no
alcanzan a ser una condición, pues mantiene la certeza de aquello con lo que cuenta
(presume que existe, que aparecerá o persistirá) y no se plantea la incertidumbre propia
de la condición. Por ello la presuposición es un término medio entre el simple motivo
irrelevante para el derecho y el motivo elevado a condición.
Ahora bien, como no se supedita la existencia del acto a ese estado fáctico
sobreentendido —circunstancia que sí se da en la condición—, habría que concluir que
si este resultare fallido, los efectos del acto tendrían que perdurar. Pero ello no se
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compadece —afirmaba WINDSCHEID— con la verdadera voluntad del autor. De ese
modo, si bien desde el punto de vista formal está justificada la subsistencia del efecto
jurídico, no hay sustancialmente razón que la justifique, por eso el negocio debe
claudicar.
Apasionadamente discutida por todos, fue desechada por la Comisión
Examinadora del Proyecto de 1900, impidiendo su consagración legislativa, por las
vivísimas criticas que le formuló el Prof. de Friburgo Otto LENEL, quien advirtió que
no puede constituir un tercer término, y presenta una alternativa irreductible: o es una
condición propiamente dicha, o es un puro motivo irrelevante en la suerte del negocio.
Por ello, el texto final del C. Aleman descartó la teoría y caracterizó al contrato como un
hecho consumado y definitivo, salvo que la obligación se tornare absolutamente
imposible por caso fortuito o fuerza mayor.
Pero las graves perturbaciones económico-sociales provocadas por la Primera
Guerra Mundial, pusieron en duda el dogma de la obligatoriedad favoreciendo un
replanteo de la teoría de la presuposición elaborado por OERTMANN que actualizó los
postulados windscheidnianos, mediante teoría de la base del negocio, tratando de
superar las críticas inflingidas por LENEL.
Precisó que “base del negocio” es “la representación mental de una de las partes
en el momento de la conclusión del acuerdo, conocida en su totalidad y no rechazada
por la otra, o la común representación de ellas sobre la existencia o aparición de ciertas
circunstancias, en las que basaron la voluntad negocial”.
Si luego de celebrado el convenio las circunstancias iniciales no existen, sin
haberse asumido el riesgo de su desaparición, la parte perjudicada tiene derecho a
resolver el contrato, o a denunciarlo si es de tracto sucesivo. La tesis de WINDSCHEID
se supera con ésta presuposición “bilateral” si está elevada, expresa o tácitamente, a
elemento integrante del negocio.
Pese a su avance se le cuestionó su naturaleza psicológico-subjetivista, se dijo
que la elevación del motivo de uno de los contratantes a fundamento del negocio todo se
basaba en un juicio lógico practicado a posteriori según criterios subjetivos, que deja
irresuelto el problema de la tutela de la confianza de la otra parte, y se le criticó no
especificar cuándo y cómo una parte hace suya la presuposición del contrario. Así, la
crítica que LENEL formulaba a WINDSCHIED en el ejemplo del padre que compraba
el ajuar para su hija próxima a contraer matrimonio, y que no podía desobligarse de su
declaración pese al fracaso de la boda, debía mantenerse no obstante el aporte efectuado
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por OERTMANN, pues aunque el padre hubiere comunicado sus motivos al vendedor,
éste los hubiere aceptado o hubiere conocido la poca seriedad del prometido, la solución
no podría variar. Es que tal aquiescencia no puede considerarse como aceptación de la
presuposición paterna, que eleve la representación del padre a la categoría de propósito
mutuo o base del negocio todo. Seguía sin precisarse el tertiun genus entre motivo y
condición.
Surgieron entonces concepciones más objetivas elaboradas por KAUFMANN,
KRUCKMANN, LOCHER o LEHMANN, hasta que Karl LARENZ reformuló la teoría
de la base del negocio, e intentando superar las doctrinas anteriores, distinguió la base
subjetiva de la objetiva que refieren a diferentes supuestos de hecho, producen diversas
consecuencias jurídicas y merecen, por tanto, un tratamiento distinto.
Por “base subjetiva” entiende LARENZ la común representación mental de los
contratantes, de la que parten al concluir el negocio y que influye decisivamente en
ambos al fijar el contenido del acto. Y es posible distinguir dos hipótesis: la inexacta
representación de situaciones presentes o pasadas que se presuponen, o bien, la
variación sobrevenida de circunstancias existentes al momento de contratar.
Cuando esa representación común no se realiza, y por ello la base subjetiva falta
o desaparece, las partes han incurrido en un error en los motivos, generador de un vicio
en la voluntad que lleva a la ineficacia del acto.
La “base objetiva” en cambio, es un conjunto de circunstancias y estado general
de cosas cuya existencia o subsistencia es objetivamente necesaria para que el contrato,
según la intención de las partes, pueda subsistir como una regulación dotada de sentido.
La interpretación de un contrato, dice LARENZ, no depende exclusivamente de
las palabras utilizadas o de su significado literal, sino también de las circunstancias en
medio de las cuales fue celebrado, y a las que las partes se ajustaron. Si posteriormente
se produce su transformación, puede ocurrir que el contrato, de ejecutarse bajo las
nuevas condiciones imperantes, pierda por completo su sentido originario y tenga
consecuencias absolutamente diferentes a las proyectadas. Ello ocurre: cuando la
relación de equivalencia entre las prestaciones se destruye generando supuestos de
imprevisión o bien, cuando la común finalidad objetiva del negocio, expresada en su
contenido, resulta inalcanzable, comprensiva de los supuestos de hecho que Krückmann
calificó como de “imposibilidad de conseguir el fin”.
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Admitida en la doctrina y jurisprudencia germanas con posterioridad a la
construcción de LARENZ, la doctrina de base del negocio, mereció consagración en la
reforma integral de 2002 modificando el § 313 del texto originario del CC alemán.
En Italia, los descalabros generados en los profundos cambios socio-económicos
provocados por la Gran Guerra del 14, rescataron del olvido a la cláusula rebus, con
variada suerte en Tribunales inferiores, pero con acusado rechazo en la Corte de
Casación de Roma, siguiendo las enseñanzas de VIVANTE, BRUGI u OSILIA.
La tendencia se modificó por opiniones de OSTI, GIOVENE y DUSI, que
influyeron de manera decisiva para la consagración de la doctrina de la excesiva
onerosidad de la prestación consagrada en los arts. 1467 a 1469 del C. renovado de
1942 que fue receptada con variados matices en algunos sistemas jurídicos europeos y
latinoamericanos como el nuestro.
Luego de la década del ‘50, al afianzarse los primeros signos de recuperación
económica, la doctrina se hizo más cauta en su admisión, y desde finales de los ‘60 la
mayoría opina que las referidas normas del Código peninsular son insuficientes para
superar los variados inconvenientes derivados de la alteración de las prestaciones por
circunstancias sobrevenidas.
SOCNAMIGLIO, BESSONE, ROPPO, SACCO y DI
NOVA sostienen que la inadecuación no se suple a través de soluciones ablativas que
liberen al deudor por resolución, sino mediante otras de más eficaz protección de los
intereses implícitos de las partes en el negocio, que sin eliminarlo, despejen el defecto
que lo aflige, adecuándolo a través de remedios que mantengan la relación contractual.
La sopravvenienza italiana entraña, supuestos de error sobre situaciones de
hecho que no existían en la realidad y que fueron presupuestas por las partes al
contratar, o que existiendo, vinieron a menos o desaparecieron luego de la celebración,
sustentadas en una condición tácita o en la doctrina del error, que justifican una
adecuación para ajustar el negocio y salvarlo, haciéndolo flexible y evitando la rigidez e
irreversibilidad de la resolución.Desde otra perspectiva, el maestro Francesco GALGANO sostiene que el art.
1467 debe interpretarse no como una norma excepcional sino como la expresión de un
principio general, que permite solucionar además de los supuestos allí expresamente
consagrados otros que se presentan si se destruye el sinalagma funcional, como ocurre
con la presuposición. Este temperamento, recogido incluso por la Corte de Casación de
Roma, campea en la actual doctrina italiana defendiendo la vinculación de esas normas
del C. con la noción de causa del contrato. Así, la excesiva onerosidad se plantea como
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un vicio funcional de la causa, un defecto parcial sobrevenido de la misma, pues en los
contratos conmutativos debe existir adecuación entre los sacrificios patrimoniales de los
involucrados, único modo de legitimarse la modificación de la situación preexistente
que el negocio provoca.
La elaboración italiana superó la construcción subjetivista de la cláusula rebus y
la teoría de la imprevisión de cuño francés, pero dejó sin resolver supuestos en los que
se torna inalcanzable la finalidad objetiva del contrato, en los que las prestaciones
pierden sentido aunque se mantenga la proporcionalidad de las cargas, es decir, cuando
se ha operado la frustración del fin del contrato.
Ahora bien, un apretado análisis de los fundamentos teóricos de la figura que
hemos estudiado no puede soslayar una referencia al derecho anglosajón, no solo por su
recepción jurisprudencial, sino por que muchos han creído encontrar aquí, su matriz de
origen.
Su principio fundamental, compadecido en este aspecto al derecho continental,
era el respeto incondicional a las obligaciones libremente asumidas, aún en supuestos de
imposibilidad de cumplimiento frente al cambio de circunstancias. Si la ley generaba
una obligación que luego no podía irremediablemente cumplirse, aquella podía liberar al
deudor, pero si la carga emanaba de un contrato libremente acordado, la regla era
absoluta y no podía invocarse ninguna excepción, ni siquiera en supuestos de caso
fortuito o fuerza mayor. Esta inflexibilidad funcionó como una garantía de
cumplimiento íntegro y oportuno, y aseguró el resarcimiento de los daños provocados,
salvo convención expresa en contrario. El caso prototípico, es Paradine vs. Jane,
resuelto en 1647, que obligó a un locatario a pagar la renta pese a que el uso del
inmueble se había vuelto imposible a consecuencia de la ocupación del predio por
fuerzas enemigas del reino, al no haberse previsto esa causa de exoneración.
Con el decurso de los siglos se advirtió que la rígida regla de los contratos
absolutos conducía a flagrantes injusticias, y se intentó mitigarla, como es costumbre en
el sistema anglosajón, por via jurisprudencial, a través de métodos empíricos aplicados
a cada caso particular sin formular preceptos generales.La frustration of contract, se presenta en el D. inglés como un concepto general,
referido a diferentes supuestos de ineficacia sobrevenida, que tornan el cumplimiento
ilegal, imposible o estéril, comercial o económicamente.William ANSON ha citado variados fundamentos doctrinarios para esta
moderación, como las teorías de los términos implícitos, la solución justa y razonable,
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la desaparición de la base del negocio o el cambio de las obligaciones; y su reseña
jurisprudencial incluye supuestos en los que los Tribunales ingleses declararon la
ineficacia contractual por la destrucción de la cosa o su inaptitud sobrevenida para
cumplir la misión económica, la destrucción del riesgo mercantil natural, o cambios en
la legislación que transformaban en ilegal la prestación bajo el imperio de un nuevo
ordenamiento. Pero los más frecuentemente citados son aquellos en los que el negocio
se conviene bajo una condición implícita no expresada y ésta no se cumple a
consecuencia de la desaparición o no verificación de un estado fáctico con el que se
contaba, como ocurrió en los celebérrimos “casos de la coronación”, resueltos en 1903,
en los que la Corte de Londres y la Camara de los Lores resolvieron sobre la frustración
de dos contratos de locación que rentaban una ventana sobre una arteria céntrica por
donde pasaría el cortejo real durante la coronación de Eduardo VII, y los efectos del
arrendamiento de un buque para realizar una revista naval programada por los fastos
reales.El aporte mas significativo de la frustration inglesa consistió en determinar la
ruptura inmediata del contrato y eliminar sus efectos futuros, obligando solo al
cumplimiento de las prestaciones con vencimiento anterior a la ocurrencia del hecho
frustrante, pero no a las exigibles a posteriori. En 1942 la Cámara de los Lores al
resolver Fibrosa vs. Fairbairn, morigeró ese temperamento, receptado al año siguiente
por el Parlamento al sancionar la Law Reform, que facultó al Tribunal a recomponer las
relaciones económicas entre las partes, declarando recuperables las sumas pagadas con
anterioridad al hecho frustrante, los gastos incurridos para el cumplimiento, y la
compensación de los beneficios obtenidos con la prestación cumplida antes del
malogro.
Nuestro Código Civil, fiel intérprete de la corriente individualista participó de
una posición ortodoxa con relación a la eficacia de los contratos fundada en la
autonomía de la voluntad, descartando remedios como la lesión, la imprevisión o el
abuso del derecho.
Son harto conocidas las consideraciones que hizo nuestro Codificador en la nota
final al Título I, Sección 2ª, Libro Segundo, para sostener la inutilidad de legislar sobre
la lesión. Muy elocuentes resultan sus palabras finales: “Dejaríamos de ser
responsables de nuestras acciones, si la ley nos permitiera enmendar todos nuestros
errores, o todas nuestras imprudencias. El consentimiento libre, prestado sin dolo,
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error ni violencia y con la solemnidad requerida por las leyes, debe hacer irrevocables
los contratos”.
El férreo apego de Vélez a la intangibilidad contractual reconoce una única
excepción en la imposibilidad del pago, consagrada en el art. 888 y sig. supuesto que
por aislado no debe pasar inadvertido.
En el mismo temperamento, los proyectos de reforma de 1936 y 1954 no
receptaron la figura de la frustración del fin, ni tampoco lo hizo la reforma introducida
en 1968, pese a regular en el art. 954 la lesión objetivo-subjetiva y en el 1198 la teoría
de la imprevisión. Hubo que esperar los recientes proyectos de última generación, para
contar con previsiones expresas de la figura que han recibido fundadas críticas.
El estrecho margen brindado por el Código de Vélez, no impidió sin embargo a
la doctrina, encontrar cauces propicios para la revisión o resolución si durante la
ejecución del contrato, adviene una mutación de las circunstancias que malogren el
propósito contractual.
Quienes niegan autonomía a la vicisitud como RIVERA, RAY, o LLOVERAS
DE RESK consideran que los supuestos de hecho a los que puede aplicarse, encuentran
cobijo y solución en normas generales del Código Civil, por ej. los arts. 500 a 502
relativos a la causa-fin; 513 y 514 que regulan el caso fortuito; 926 si el error afecta la
causa principal del acto o la cualidad de la cosa; y 2164 y ss., que permiten la resolución
del acuerdo o una adecuación del precio si defectos ocultos de la cosa la hacen impropia
para su destino; o bien en normas específicas que regimentan contratos típicos como el
art. 1522, que permite la rescisión del c. o la cesación del pago de la renta si la cosa
locada no puede usarse o no sirve para el objeto de la convención; el art. 1604, incs. 3,
4 y 6, que declara la conclusión por pérdida de la cosa, imposibilidad de darle el destino
convenido, o caso fortuito que impida continuar los efectos del acuerdo; el art. 1638 que
en la locación de obra faculta al dueño a desistir del proyecto; y el art 1772 que declara
extinguida la sociedad civil si el ente pierde la propiedad o el uso de la cosa constitutiva
del fondo con el cual obraba, imposibilitando alcanzar el fin para el cual fue constituida.
A la objeción particular de innecesaria, éstos autores agregan otra de carácter general: la
f. del f. resulta inconveniente por constituir un factor de relajación de la fuerza
obligatoria.
Ahora bien, éstas normas pueden sustentar la noción de frustración del c. en
sentido amplio, pero no son suficientes para fundamentar un concepto estricto, que
otorgue al instituto perfil propio y características que lo diferencien de otros.
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La expresión F. del C. heredera de la concepción anglosajona y utilizada por vez
primera al resolverse “Taylor v. Caldwell” en 1863, comprendía como dijimos
variadísimos supuestos.
Frente a esta concepción tan vasta, el derecho continental europeo forjó una
noción más restrictiva, que se compadece más exactamente en la expresión “frustración
del fin del contrato”, y que entraña la dificultad o entorpecimiento de cumplimiento de
la prestación por cambio de las circunstancias objetivas existentes al momento de la
celebración, que como enseñó LARENZ, configuran la base objetiva del negocio, ese
statu quo que el mundo exterior ha de conservar para que el negocio se mantenga
equilibrado y dotado de sentido.
Desde esta perspectiva, la frustración en sentido estricto como ha señalado
BREBBIA, puede aludir a dos diversas hipótesis; una relativa al desequilibrio
prestacional acaecido por excesiva onerosidad sobreviniente; la otra referida al malogro
del fin del contrato, por desvanecimiento del interés del acreedor.
Circunscriptos a ésta última, debe advertirse que el fin con trascendencia jurídica
es el inmediato, que otorga fisonomía propia al negocio, que lo distingue de otros,
haciéndolo singular. Los móviles personales, o mediatos que impelen a las partes a
consumar el acuerdo, carecen de importancia, salvo claro está, que el contrario los haga
suyos y fueren de tal trascendencia para determinar el contenido del negocio, que
aunque no se consignen en su texto, pueda presumírselos incluidos. En este compartir,
aceptar un contratante el motivo de otro, de modo que influya en la determinación
contractual hasta el punto de integrar el contenido del acuerdo, reside el quid
fundamental del tópico.
En consecuencia, por “fin del contrato”, nosotros entendemos el propósito
bilateralizado, común a ambos, que permite al negocio cumplir su función vital. Es
casualmente el interés del acreedor, el que inocula ese propósito práctico al negocio,
haciéndolo merecedor de tutela legal.
Ha dicho ESPERT SANZ que la idea del fin del contrato se asocia a la
pervivencia del acto mismo. Cuando el propósito básico ha tomado cuerpo suficiente
influyendo en toda la vida del acuerdo, nunca más podrá ser desconocido, ni pensarse
que pueda desligarse de esa tendencia a conseguir tal resultado, y por consiguiente, la
imposibilidad del alcanzarlo provoca su ineficacia por frustración del fin.
Por ello, según nuestra opinión, la frustración del fin del contrato es un
supuesto específico de ineficacia producido a consecuencia de la variación de las
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circunstancias objetivas presupuestas por las partes al celebrar un contrato válido, que
impide la realización del propósito práctico, básico o elemental que el acreedor
aplicará a la prestación prometida por el deudor, si ese propósito es también aceptado
o presupuesto por éste, provocando que aquél pierda interés en el cumplimiento del
contrato al quedar desprovisto de su sentido originario.
Pero el principio pacta sunt servanda, continúa siendo un pilar básico del
ordenamiento jurídico, y sus excepciones, como la que entraña ésta vicisitud, deben ser
siempre admitidas e interpretadas con criterio restrictivo.
Desde esa óptica, no puede perderse de vista que el poder de autogobierno de las
partes está restringido por requisitos de validez que condicionan el nacimiento del
contrato, y por recaudos de eficacia que supeditan su subsistencia, refieren al contenido
del negocio y se proyectan en el tiempo debiendo permanecer inalterados durante toda
la ejecución: dentro de ese elenco se halla el fin negocial.Ese resultado esperado por el acreedor puede extraerse del texto expreso del
convenio, resultar implícito en él, surgir de la naturaleza de la prestación, o fijarse en el
tipo legal caracterizado como socialmente apreciable. Pero cualquiera fuere su origen,
es indispensable que se exteriorice en el contenido, que forme parte de él. No basta que
el deudor conozca por sí o por comunicación del acreedor el propósito básico
perseguido, ni siquiera es suficiente una notificación expresa, con aquiescencia del
anoticiado. Hace falta inexorablemente que tal propósito que comenzó siendo del
acreedor, y que el deudor hizo suyo, haya tenido tal relevancia en la determinación de
celebrar el acuerdo, que perfile su ntza., su estructura, la composición y los efectos de
las prestaciones convenidas, esto es, que se convierta en fin del negocio todo. Así, insito
en la voluntad de las partes, la integra, forma parte de ella. Por eso la f. del f. lejos de
constituir una relajación del principio pacta sunt servanda, es una confirmación y
aplicación de esa vieja regla medieval, pues cuando el fin del negocio se frustra se
lastima la voluntad negocial, el acuerdo se aparta de lo convenido y deviene la
ineficacia funcional.Hemos encontrado en nuestra investigación variados fundamentos para sustentar
la admisibilidad de la f. del f. en nuestro sistema legal, como la solidaridad social, la
cooperación del deudor, la justicia conmutativa y mayoritariamente, la causa fin
subjetiva defendida por MORELLO, STIGLITZ, LORENZETTI, BREBBIA y BORDA
entre muchos otros, identificándola con la causa, en ese sentido amplio e impreciso que
alude al móvil que induce a las partes a contratar.
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Sin embargo, en estos supuestos en los que están en juego los intereses, y donde
no basta el mero conocimiento, ni siquiera la conformidad de la otra parte para
responsabilizarla de los eventuales riesgos de su no verificación, no puede sostenerse
con convicción suficiente un fundamento basado en la causa-fin subjetiva. Esta postura
tiene el desaconsejable y pernicioso efecto de sumergir al instituto en el pantanoso
terreno de la causa, bajo cuya denominación se han incluido diversísimas situaciones
buscando integrar en un reducido ámbito un concepto único, que se ha vuelto
inalcanzable debido a la heterogeneidad de aquéllas.
Por ello propugnamos como fundamento el principio cardinal de buena fe. Este
estándar jurídico permite completar la voluntad privada imposibilitada de elaborar un
contenido contractual tan vasto como para prever todo el porvenir que pudiere afectarlo,
es útil para valorar el interés del acreedor y precisar su desvanecimiento, verificando si
la prestación perdió la utilidad que estaba destinada a producir, y constituye una regla
de conducta que puede constatar si cada parte honra el deber de “realizar el interés” del
otro, si evita causarle daño imponiendo una contraprestación inicua, si le informa
respecto de circunstancias sobrevenidas que puedan malograr el propósito común.
Y así como la buena fe, en atención a las circunstancias del contrato, impide que
el esfuerzo requerido al deudor para cumplir la prestación exceda el límite de lo
razonable, del mismo modo evita que pueda exigirse al acreedor recibir una prestación
inútil, pues ambos comportamientos serían desleales y abusivos. El parámetro de
conducta que impone éste estándar jco. tiene carácter recíproco, señalando los confines
exactos de cuanto resulta exigible a cada parte en la fase ejecutiva y en casos
específicos, sirve para concretar principios que subyacen en regulaciones explícitas de
nuestro derecho positivo como ocurre con la ratio legis que inspira el art. 1522, y en
especial la doctrina de la imprevisión que consagra el art. 1198 del Código Civil.
En definitiva, la fidelidad a la palabra dada y la lealtad a la confianza suscitada
entre los otorgantes, imposibilitan que una parte pretenda el cumplimiento literal del
contrato, si la finalidad común se perdió despojando al acuerdo del propósito práctico
que sustentaba el interés del acreedor.
Ahora bien, éste supuesto de excepción solo puede admitirse si se verifican
estrictos recaudos de procedencia, en caso de duda por ligera que sea, el viejo aforismo
pacta sunt servanda, debe imponerse con toda su fuerza, pleno de ética y juridicidad.
a) En primer término el negocio afectado debe ser un contrato válido, esto es,
perfeccionado de conformidad a las normas legales. Los defectos por incapacidad de las
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partes, inidoneidad del objeto, ilicitud o falsedad de la causa, o vicios del
consentimiento, pueden generar inexistencia o nulidad afectando la génesis del acuerdo
pero no f. del f. pues ésta compromete la etapa funcional de ejecución. Además debe ser
bilateral, con prestaciones, ventajas o atribuciones interdependientes, situación que
permite que al unísono una de ellas resulte inútil para el acreedor, pese a ser aún
provechosa para el deudor. Debe ser oneroso, entrañando un acuerdo de sacrificios y
ventajas correlativos, pues la f. del f. se presenta cuando el deudor dispuesto todavía a
realizar la prestación, se encuentra con la inesperada situación de que su sacrificio ya no
interesa al acreedor, y éste por su lado, se resiste a sufrir el suyo ante la eventualidad de
no obtener la ventaja esperada. Podrían incluirse los c. unilaterales onerosos (como el
mutuo feneraticio) pero no a los gratuitos, pues en éstos últimos, el acreedor debe
conformarse con la utilidad que le brinde la prestación del deudor, que la recibe sin
ofrecer nada a cambio. Desde otro ángulo, debe tratarse de negocio conmutativo, los
aleatorios solo pueden ingresar al elenco de afectados si la f. del f. se produce por
factores extraños al alea propia del c. Y finalmente, solo podrían estar comprometidos
aquellos que presentan una distancia temporis entre el perfeccionamiento y la
consumación de las prestaciones convenidas, esto es, los de ejecución diferida,
continuada o periódica, también llamados de larga duración o de tracto sucesivo, o los
que incluyen prestaciones de resultado futuro, como la locación de obra, excluyéndose
los de ejecución inmediata que agotan con el perfeccionamiento su fase funcional,
haciendo imposible que el propósito práctico devenga fallido.
b) La prestación del deudor no debe estar íntegramente satisfecha. Aunque
resulta indiferente si el cumplimiento ha comenzado o no, pues aún pendiente, el fin
negocial podría todavía perderse.
Ello se debe a dos razones básicas: por una parte, la recepción de la prestación
torna definitiva la liberación del deudor; por otra, si el acreedor de la prestación la
aceptó, es evidente que le resultó provechosa.
Además, si el hecho frustrante acontece luego de recepcionada la prestación,
aunque no hubiere satisfecho el interés del acreedor, los riesgos relativos a las
variaciones ulteriores corren por su cuenta, pues una vez cumplida, el negocio agotó su
función, al haberse alcanzado el propósito práctico fijado por las partes.
c) El contrato celebrado debe estar dotado de un fin, esto es, un resultado
empírico que influye en la vida real de los contratantes y permite que aquél cumpla su
función vital. Entraña un destino peculiar que el acreedor piensa asignarle a la
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prestación debida por el deudor, un elemento que, desprendido del puro subjetivismo y
unilateralidad, ha cobrado cierto objetivismo y bilateralidad, convirtiéndose en el
“peculiar” resultado que las partes esperan alcanzar. Pero no cualquiera de los
múltiples y difusos propósitos que moren en la conciencia del individuo puede ser
considerado “fin del contrato”. Los móviles personales que anidan en su psiquis, al
punto de no influenciar, determinar o modificar los elementos esenciales y los efectos
del acuerdo, son jurídicamente irrelevantes, si no fue intención de las partes apoyar en
ellos el propósito perseguido y los efectos del negocio concertado. Por caso, el jinete
que adquiere un caballo de carrera para montarlo, aunque hubiere comunicado tal
circunstancia al vendedor, si luego sufre un accidente que le impide dedicarse a esa
actividad, no podría sostener que se ha perdido el propósito empírico del acuerdo, pues
esa proyección personal no ha trascendido el campo de los motivos puramente
individuales del comprador.
d) La prestación a favor del acreedor debe ser posible, de lo contrario habría
imposibilidad y no f. del f.; en la primera la prestación deviene irrealizable, en la última
pese a ser perfectamente hacedera, pierde su sentido pues el acreedor está desinteresado
al resultar inalcanzable el propósito perseguido.e) Debe desaparecer el interés del acreedor en la ejecución de la prestación por
devenir ésta inaprovechable, de conformidad a su naturaleza o al acuerdo inequívoco de
las partes. Ese desinterés del acreedor, solo está justificado por el malogro real y
efectivo, es decir, actual; no basta que la consumación de aquel resultado esté en grave
peligro de no verificarse, pues la mera eventualidad de que pudiere sobrevenir la
desaparición del fin, por inminente que sea, afectaría en grado sumo la seguridad
jurídica.
La defección del acreedor puede tener, según nuestra opinión, carácter definitivo
si el fin es de imposible consecución actual o ulterior, o temporario, si resultare
inalcanzable actualmente pero posible en el futuro, una vez despejada la variación de las
circunstancias presupuestas.
f)) Un cambio imprevisible, sobreviniente y ajeno a la voluntad de las partes
debe alterar las circunstancias objetivas existentes al momento del perfeccionamiento.
Por imprevisible ha de entenderse algo imposible de representarse según un
criterio de lógica común, como algo posible de ocurrir. Así acontece si puesta una
razonable diligencia en consideración al tiempo, lugar y persona no puede imaginarse la
modificación de la base en vista a la cual negociaron. Por tanto, las transformaciones
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previsibles, asumidas por el acreedor o pertenecientes al tipo legal seleccionado, aún sin
mediar culpa de los contratantes, deberán ser asumidas por la parte que las sufre, pues
integran el riesgo o alea normal del negocio.Aunque se ha opinado en contrario, entendemos que no es indispensable que los
hechos sean además extraordinarios, extraños al curso normal de los acontecimientos,
irrepetibles con frecuencia o regularidad. Contingencias de tal jaez, son propias de la
teoría de la imprevisión, que normalmente entraña supuestos de alteración general del
orden económico, con efecto expansivo sobre toda la comunidad, afectando una
numerosa categoría de sujetos y negocios. Esta generalidad es ajena a la f. del f., que
malogra el propósito empírico de un contrato en particular. Así, el acontecimiento
podría ser ordinario e imprevisible por ej., la baja inesperada del precio de un producto
por otro que lo sustituya, la merma del flujo hídrico de un río que proveía de ese vital
elemento al ganado vacuno criado en el inmueble locado, como ocurrió en un caso
resuelto por nuestra jurisprudencia.Debe tratarse de un hecho sobreviniente, acaecido entre el perfeccionamiento del
contrato y la consumación de la prestación, y ajeno a la voluntad de las partes que no
deben haber participado o provocado su producción, pues de lo contrario mediaría dolo
o culpa en su verificación. No interesa la naturaleza de los hechos que alteran ese statu
quo previsto, pueden ser de índole humana, natural, técnica, económica, normativa,
política, etc., lo importante es que tengan virtualidad para afectarlo.
g) Finalmente, la f. del f. no puede originarse en inconductas contractuales de los
otorgantes.
Si el fracaso procediere del incumplimiento imputable al deudor, procedería la
resolución por incumplimiento que habilita nuestro art. 1204 C.C.; desde el extremo
opuesto, tampoco el acreedor debe encontrarse en mora solvendi o accipiendi con
relación a la prestación a su cargo, pues el deudor no tendría porque afrontar un
proceder reprochable del afectado, salvo que la mora del acreedor, se verificare con
posterioridad al evento frustrante, en cuyo caso, al igual que en la teoría de la
imprevisión, su incumplimiento resultaría irrelevante.Opinamos que la vicisitud puede afectar todo tipo de c. en la medida que el
negocio presente un fin malogrado, pero la fungibilidad de la prestación –entendida
como el cúmulo de utilidades o provechos que pueden brindarse al acreedor- será clave
para determinar su viabilidad. A mayor posibilidad de encontrar provecho a la
prestación, menor será que el propósito se frustre, y viceversa, a menor fungibilidad en
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la utilidad asignada, por su mayor especificidad, incrementado se verá el riesgo que el
fin se malogre. Dentro de ese cuadro, no parece posible que el acreedor de una
prestación de entregar sumas de dinero pueda invocar con éxito la f. del f. dadas las
infinitas posibilidades de su utilización, pero resulta mucho mas probable que contratos
generadores de obligaciones de dar (vgr. transferir el uso y goce como ocurre en la
locacion de cosas) o de hacer (por ej. conseguir un resultado como ocurre en la locacion
de obra) presenten ésta vicisitud con mayor asiduidad.Como ésta se relaciona con los avatares por los que transita la ejecución
contractual, se vincula con el riesgo que el propósito empírico no se consume, se afecte
la función de intercambio y resulte inexorable resolver sobre las consecuencias que la
pérdida del fín acarrea para las partes.
Ese reparto puede hacerlo el propio ordenamiento según criterios de política
legislativa, estar convenido según el principio de autonomía privada, o efectivizarlo los
jueces, que deberán elaborar criterios para la revisión, adecuando los términos
contractuales, o para la resolución, si la adaptación a las nuevas circunstancias se hiciere
imposible.
Aunque se haya opinado doctrinaria y jurisprudencialmente lo contrario,
entendemos que solo el acreedor, desinteresado en la prestación puede invocar la
vicisitud. Conceder igual derecho al deudor equivaldría a cercenar, o al menos retacear
la facultad del perjudicado, convirtiendo a la contingencia en poco menos que una
ineficacia automática, que impediría al afectado resolver discrecionalmente sobre la
suerte del acuerdo. Además, se desvirtuaría nuestro sistema legal en materia de
imprevisión, que aunque es una vicisitud distinta, tiene aplicación subsidiaria, ya que el
art. 1198CC solo permite al perjudicado solicitar la resolución.
En cuanto a los efectos, opinamos que esta ineficacia funcional faculta al
acreedor a solicitar la revisión por vía convencional o judicial, o la resolución extintiva,
solo por via judicial.
Un importante sector de nuestra doctrina ha sostenido con encendido fervor que
solo debe admitirse el último efecto, pues si desaparece un elemento esencial del
negocio, la causa fin, el acuerdo inicial ya no podría subsistir, y cualquier intento de
adecuación importaría generar un nuevo fin contractual, y por ende, un nuevo negocio.
Insistimos en que es inapropiado interpretarla como un malogro de la causa o un defecto
funcional de ella, solo porque esta pueda incluir a los motivos desde una concepción
amplia. De recordarse que el fin es un elemento accidental incorporado voluntariamente
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por los otorgantes o fijado en el tipo legal, no un requisito estructural o de validez, por
lo que mal puede afirmarse que su desaparición lleve inexorablemente a la extinción.
Podrá decirse que la causa-fin es un requisito de tal ntza., según la posición doctrinaria
que se adopte, pero de ningún modo puede predicarse lo mismo del fin del c.Además, su pérdida podría ser temporal, en cuyo caso sería posible suspender
provisoriamente los efectos, en beneficio de la conservación del acto.
En nuestra sociedad, los c. que prolongan su ejecución en el tiempo, se ven
frecuentemente afectados por emergencias, y transformaciones que suelen ser
vertiginosos y obligan a un continuo repensar a cerca de sus contenidos, contornos y
funciones. En ese marco se impone entonces una adecuación que permita
reanalizar el sinalagma funcional alterado por factores externos, ya sea por vía
convencional, a través de la renegociación de las cláusulas convenidas, o judicial
por declaración del Tribunal, que reexaminará el c. para enmendarlo a través de
la integración, reelaborando la función concreta con todo lo puesto y presupuesto.
Estas funciones judiciales deben utilizarse con cautelosa prudencia, inspiradas en
la fuerza obligatoria de las convenciones que solo admite derogaciones puntuales,
según parámetros de razonabilidad y buena fe.
Ahora bien, si la ineficacia fuere irremediable por pérdida definitiva del fin, o si
hubiere fracasado la revisión, cabrá el remedio extremo de la resolución, que como
solución final y de cierre, solo podrá ser judicial, con efectos retroactivos variados.
Asi, si al momento de producirse el hecho frustrante, el deudor no hubiere
comenzado a cumplir su obligación, la retroacción será amplia, pudiendo el acreedor
rechazar la prestación, exonerarse de la propia y si hubiere hecho algún pago al deudor,
tendrá derecho de repetición.Si al momento de acaecer el hecho frustrante el deudor hubiere cumplido parte
de la prestación divisible a su cargo, la retroacción solo se extiende hasta el limite de lo
ejecutado, pues esa porción debe estimarse provechosa y de utilidad para el acreedor.
Así ocurre en c. de ejecución continuada o periódica en los que prestaciones divisibles
son factibles de cumplirse fraccionadas. Si la prestación fuere indivisible, la retroacción
sería ilimitada.Si el acreedor hubiere cumplido con la prestación a su cargo, lo ejecutado
quedará firme hasta el monto equivalente a la fracción de la prestación cumplida por el
deudor, sino la hubiere cumplido deberá hacerlo en la proporción satisfecha por el
deudor.
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Quien haya tomado conocimiento del hecho frustrante debe comunicarlo a la
otra parte en tiempo oportuno tratando de evitar las consecuencias perniciosas del
malogro acaecido y además el acreedor debe peticionar la adecuación o resolución en
tiempo razonable. A ambas conductas las impone el deber de colaboración sustentado
en el principio cardinal de buena fe.
A falta de una previsión expresa en nuestro derecho positivo, creemos que las
consecuencias deben regirse por nuestras normas generales de responsabilidad civil,
adecuándolas a la especial naturaleza de la vicisitud, y propugnando una reparación
integral del damnificado, pero sin olvidar que éste deberá cancelar los gastos necesarios
erogados por el contrario para cumplir la prestación hasta el momento del ocurrir el
hecho frustrante.
Para algunos, la obligación de restituir los gastos está circunscripta al interés
negativo, sin comprender el lucro cesante. Para otros, en cambio, debería incluírselo,
representado, por ejemplo, por los daños causados ante el fracaso de otros contratos, la
imposibilidad de reemprender la actividad o hacerlo en desventaja, etcétera. Por ser más
consecuente con un justo reparto del riesgo contractual de un negocio que, en definitiva,
resultó fallido por un contratiempo que afecta por igual a ambas partes y es ajeno a su
voluntad, compartimos el primer temperamento, que podría encontrar fundamento
suficiente en el enriquecimiento sin causa.
Pese a que el derecho civil solucionó durante siglos con eficacia relativa los
problemas provocados por la imposibilidad de alcanzar el fin en un c. bilateral, creemos
que si los cuerpos normativos fundamentan su vigencia en la capacidad de actualizarse
adaptándose a los cambios económicos y a los intereses sociales, debe propugnarse la
regulación expresa de éste supuesto de ineficacia, para que atrapándolo en la ley se fijen
sus condiciones y efectos.
Es que como ha dicho con acierto ALBALADEJO GARCIA, “el único camino
seguro para conseguir una adecuación entre los imperiosos dictados de la realidad y
los preceptos jurídicos, es acoger legislativamente con todas las cautelas y cortapisas
que se quiera, la regla de la revisabilidad de los contratos por alteración de las
circunstancias”.
Esta categoría de creación pretoriana, requiere ser legislada para colmar una
laguna de nuestro derecho positivo y terminar con las frecuentes confusiones y
superposiciones con institutos afines a las que involuntariamente han sucumbido
doctrinarios y jueces.
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Vuelven a nuestra memoria las premonitorias palabras que WINDSCHEID
dirigió a sus detractores que impidieron la consagración de sus ideas en el D. Alemán
durante más de un siglo y medio: “Es seguro e incontestable que un juez incauto puede
ofender gravemente a la equidad si admite a la ligera una presuposición, como lo hizo
el Tribunal del Imperio. ¿Pero debe por ello privárselo de un remedio con el cual
podría en muchos casos, satisfacer las exigencias de su sentimiento de equidad por
medio de la lógica jurídica? Tengo el firme convencimiento de que se le podrá
hacérsele cualquier objeción a la presuposición tácitamente declarada, pero siempre se
hará valer. Expulsada por la puerta, volverá por la ventana”
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