Todo sobre Gauguin

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Todo sobre Gauguin
Vicente Verdú
Gauguin desnudo y trajeado
El Pais, 12 OCT 2012
La importancia de un cuadro no depende de las esquinas ni tampoco de su centro sino,
obviamente, del diverso efecto que logra su totalidad. Sin embargo, ¡cuántos cuadros pierden
su verdadera totalidad por culpa del marco! No se trata sólo de que el marco tape acaso un
importante reborde del lienzo sino de que siendo el marco parte del cuadro influye mucho sobre
su locución final.
En el artículo Meditación del marco que Ortega y Gasset incluyó en El espectador se dice que
el marco no es “como el traje del cuadro”, pero tampoco es un adorno. “Viven los cuadros
alojados en los marcos… El uno necesita del otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un
hombre expoliado y desnudo”. ¿Una obscenidad?
Pues sí, esto sería aproximadamente lo que caracterizaría los cuadros de Gauguin, ahora
presentes en la Thyssen de Madrid hasta el 13 de enero.
Actualmente los marcos se llevan menos y prácticamente nunca en los mayores formatos pero
incluso a finales del siglo XIX y primeros del veinte, cuando vivió Gauguin (París, 1848-Atuona,
1903), nada le caía peor a su obra que el re-cuadro.
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El re-cuadro le sienta al mundo desbordante y carnal de Gauguin como un tiro: un re-mate
eficaz, que se carga la fastuosidad y la sensualidad del tema. No es culpa de la Fundación
Thyssen, claro está. Estas obras llegan ya enjauladas y, si se quiere, largamente emasculadas
por el rigor de la enmarcación.
Cuando Van Gogh y Gauguin se conocieron en el Grand Bouillon Restaurant du Châtelet, en
Clichy, el pintor holandés se abalanzó sobre las pinturas de Gauguin de su estancia en la
Martinica y dijo: “¡Formidables! No fueron pintadas con pincel, sino con el falo. Cuadros que al
mismo tiempo que arte son pecados”.
Mario Vargas Llosa es la fuente de esta anécdota que aparece en su hermoso libro El Paraíso
en la otra esquina, donde a la biografía ardorosa y dolorosa del pintor francés se suman las
flamas de la feminista Flora Tristán, su abuela materna.
Una apropiada recomendación para visitar la Thyssen estos meses es la lectura de la novela
del Nobel peruano, pero también puede ser que, en la visita, el odio al marco se acentúe
debido a la represión del orgasmo que procreó esas pinturas. “Esta es la gran pintura —decía
además Van Gogh— (que) sale de las entrañas, de la sangre, como la esperma del sexo”.
Sin marco, antes del marco, los cuadros son más o menos valiosos si cuidan o no sus lados,
sus fugas y sus ángulos. En la puja de las subastas el licitador debería tener en cuenta estos
detalles porque el autor que descuida esos espacios marginales denota, al cabo, una desgana
contraria a la erección que la gran obra conlleva.
A estas alturas sabemos y callamos que la exaltación de un lienzo mediante un marco es un
artificio “pornográfico”. La mejora de un cuadro gracias a sus hermosos extremos es coherente
con la autenticidad, la energía y el placer, factores todos ellos que corresponden al artista que
pinta por necesidad, tal como el pájaro canta por biogusto.
El cuadro desnudo de marco se expone libérrimamente al espectador. Por el contrario, el
cuadro enmarcado se halla de antemano preso, forma parte de la cultura registrada y puede
alinearse junto a otros objetos que en nada tienen que ver con la sangre, el esperma, el sudor
o las lágrimas.
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En el instante de haberlo enmarcado, y tanto más cuanto el marco se muestra exuberante, la
pintura pasa de la libertad al orden institucional puesto que el marco sería un instrumento que
Foucault enumeraría entre los de “vigilar y castigar”.
El marco, como la ventana, recorta y domestica el paisaje. El marco como la embocadura al
escenario procura a las obras carácter “artificial”, precisamente tras haberlas preparado para
hacerlas espectáculo.
¿Contra el marco, pues? No siempre, no necesariamente. Imitando a Ortega, que se quejaba
del poco espacio que le daban en el periódico, estas líneas pueden llamarse como aquellas:
“Meditación del marco”. Ni un centímetro más ni un centímetro menos.
Ángeles García / Manuel Morales
Gauguin en los abismos de Tahití
El Pais, 5 OCT 2012
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Parau api (¿Qué hay de nuevo?) (1892), una de las telas más famosas de la historia de la
pintura, pintada por Paul Gauguin en 1892. Este es el cuadro elegido para recorrer con el
artista francés (París, 1848- Atuona, Polinesia francesa, 1903) sus viajes por los mares del Sur
y transitar con él por los abismos que transformaron su concepción del arte, que marcó dos
grandes movimientos del siglo XX: el fovismo francés y el expresionismo alemán.
El colorido salvaje y plano a la vez de los nativos y los paisajes arcádicos que llevó a sus
lienzos hicieron de él uno de los artistas más influyentes de toda la historia del arte. Son
muchas las exposiciones que se le han dedicado en todo el mundo y, al igual que Picasso,
siempre hay caminos nuevos por explorar para disfrutar de su obra.
El Museo Thyssen, que le dedicó una compleja antología en 2005, ha escogido a Gauguin para
celebrar dos décadas de existencia que se cumplen el lunes 8. Gauguin está representado en
la colección de Carmen Thyssen con siete obras maestras, entre las que destaca Mata Mua
(Érase una vez),un cuadro que representa como ningún otro el mundo idílico que perseguía
Gauguin. Es un paisaje rodeado de montañas en el que un grupo de mujeres adora a Hina, la
deidad que simboliza la Luna. Esas mujeres que bailan en medio de su peculiar paraíso son
una perfecta metáfora del mundo que el artista buscaba en islas remotas de la Polinesia
francesa. No sabía que el mundo del que venía huyendo ya había contaminado también el
paraíso remoto que necesitaba encontrar para empezar de cero en su atormentada vida y
reinventar su forma de entender la pintura.
Gauguin realiza su primer viaje a Tahití en 1891, con 43 años. Enfermo de sífilis, busca calma
para renacer como persona y como artista. Hijo de una familia liberal, de niño tuvo que huir con
su familia a América después del golpe de Estado de Napoleón III en 1851, un viaje durante el
que se quedó huérfano de padre y la madre se vio obligada a recurrir a la generosidad de unos
parientes que vivían en Lima (Perú). El entorno natural de esos primeros años influirá en gran
parte de su obra. Vendrían después su vuelta a Francia, su éxito como agente en la bolsa, su
matrimonio y sus cinco hijos, su inmersión en el impresionismo y la posterior debacle de su
cómodo nido familiar y profesional tras el desastre de la economía.
Su viaje a la Polinesia es una incursión en lo exótico, pero también una búsqueda desesperada
de otra forma de vida y ese es el momento con el que arranca la exposición que hoy viernes se
presenta en la Fundación Thyssen. La comisaria Paloma Alarcó, jefa de Conservación de
Pintura Moderna del Museo Thyssen-Bornemisza, ha escogido 111 obras prestadas por
colecciones públicas y privadas de todo el mundo para narrar la aventura de Gauguin y su
influencia en generaciones posteriores. Hay obras de la Fondation Beyeler de Basilea, el
Albertina de Viena, el Bellas Artes de Budapest, la National Gallery de Washington o el Pushkin
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de Moscú.
La intención del artista es llevar una existencia armoniosa, acorde con la inocencia y vida de los
nativos "sin otra preocupación en el mundo", escribe. "Más que expresar, como lo haría un
niño, las impresiones de mi mente, usando solo el medio del arte primitivo; el único medio
correcto, el único medio verdadero". Solo quiere amar, pintar y morir, pero allí se encuentra con
que esa paz soñada ha sido violentada por los colonizadores y por la Iglesia y, a modo de
denuncia, proclama en sus cuadros el retorno al paraíso perdido. La primera parte de la
exposición arranca con obras que mezclan mitos ancestrales, indolencia nativa y paisajes
exóticos.
En ese inicio de la exposición, los paisajes de Gauguin se exponen junto a la versión que de
escenas similares pintó Charles Laval. La Martinica, sus mujeres nativas, las palmeras...
muestran un deslumbrante paraíso tahitiano. En las primeras salas del recorrido cuelgan la
mayor parte de las 33 obras de Gauguin reunidas para esta ocasión. "Son obras", explica la
comisaria, "en las que Gauguin cuenta lo que le hubiera gustado encontrar: una vida idílica que
él había visto en un salto atrás, antes de que llegara la civilización y prohibieran sus bailes y su
música". "En estas telas, las montañas cercan espacios en los que los nativos dedican sus
sacrificios a los dioses y se distraen con sencillos entretenimientos como los juegos con frutas y
flores". El lenguaje pictórico que utiliza en esta época es muy poco naturalista. Las formas son
planas y la perspectiva del cuadro no existe. Todo cae delante de los ojos del espectador.
Vendrán después las obras de su segundo viaje, el definitivo. Los nuevos cuadros parecen
contener los mismos elementos, pero aparecen ya los símbolos de la maldad que los
colonizadores y las iglesias protestantes y católicas han infligido a los nativos: mujeres
desnudas junto a las que aparece la serpiente que representa el final del paraíso tal como él lo
había imaginado. Y para ello recurre a los colores oscuros y al simbolismo.
El mundo de lo primitivo es abordado en aquellos años por otros pintores ajenos personalmente
a Gauguin, y así se recuerda en la exposición: Henri Rousseau, primero; Emil Nolde y Max
Perchtein, después, tocan esos temas con diferentes planteamientos. Paisaje tropical con un
gorila atacando a un indio, firmado por Rousseau en 1910, es una de las obras clave de este
apartado.
La salvaje libertad en el uso del color de Gauguin y su influencia en los fovistas franceses y los
expresionistas alemanes se desarrolla en las salas siguientes, después de mostrar
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detalladamente su tratamiento del desnudo y del retrato. En esos dos grandes ismos
netamente europeos, la naturaleza salvaje presidida por desnudos protagoniza un nuevo
concepto de vida. Los franceses absorben las formas y el color de Gauguin; los alemanes, la
forma de relacionarse con el mundo con unas nuevas pautas para representar el cuerpo
humano. Todos ellos participan de una misma entrega a la naturaleza y comparten una misma
esperanza por conseguir la armonía a partir de los elementos más básicos.
Cuando Gauguin murió, en 1903, no había conseguido el reconocimiento de la crítica en las
diferentes exposiciones que se le habían dedicado en París. La venta de su obra era tan
escasa que para el primero de sus viajes tuvo que pedir una subvención al gobierno francés.
Después, las ayudas fueron inexistentes. Su dedicación a recuperar Tahití para los maoríes y
vivir como un nativo más no le generó buena reputación en la metrópolis. Fue después de
muerto, cuando su reconocimiento internacional se extendió por toda Europa y los artistas de
todo el mundo ensalzaron y se inspiraron en su obra. Él murió pobre, pero acompañado de
quienes le habían ayudado a revolucionar el concepto del arte.
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