1 La república y el fantasma del poder personal

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Gabriela Rodríguez
Panel: 2. Political Theory:
Convenor: Tomás Chuaqui
Liberalism, republicanism and democracy
La república y el fantasma del poder personal: ¿vicio o virtud de la tradición
republicana (latino)americana? Proyecciones de los republicanismos sarmientino y
alberdiano en la personalización de la política argentina contemporánea
Introducción
Este trabajo se propone reflexionar sobre la relación entre la república y el poder personal. La
personalización de la política se nos aparece como un fenómeno contemporáneo asociado a la
mass-mediatización, la globalización, e inclusive los procesos de regionalización que parecen
exigir instancias centralizadas de toma de decisión y una responsabilización individualizable
en líderes o referentes, antes que en ámbitos de deliberación colectiva. Sin embargo, plantear
la relación entre el republicanismo y el poder personal requiere comprender los sentidos y
representaciones políticas que se han puesto en juego en distintos momentos de la historia de
esta tradición. Por ello, esta ponencia propone un recorrido en dos planos.
El primero plantea la necesidad de revisitar la tradición republicana a partir de los clásicos del
pensamiento político, fundamentalmente aquellos que postularon en los orígenes de la
modernidad dos concepciones, a veces complementarias y a veces antitéticas, de la república:
la república como forma de vida y la república como modo de organización del poder. Es en
ese marco donde reaparece el vínculo conceptual de la república con la monarquía, como una
relación contrario asimétrica que se remonta al modelo político romano, pero también como
un nexo que por momentos puede operar como complementario en el proceso de surgimiento
y consolidación de los Estados nacionales.
El segundo recorrido implica observar el modo en que reaparece este dilema en el proceso de
formación de los Estados latinoamericanos en el siglo XIX, particularmente en las instancias
constitucionales. En el caso argentino, los debates de la Generación de 1837 en torno a la
relación entre república y democracia, y el espacio institucional y simbólico que se otorga en
dicha configuración al poder personal resulta iluminador de las tensiones inherentes a un
proyecto y discurso político que muchas veces se ha identificado acríticamente con el
liberalismo. Por lo tanto, la postulación alberdiana de un presidente que opere como un cuasi
poder neutral y la figura sarmientina del príncipe republicano conforman un repertorio de
representaciones políticas que posibilitan abordar en perspectiva histórica el impacto del
poder personal en la política argentina.
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Para analizar, entonces, la relación entre el poder personal como una categoría política de
inminente actualidad y la república como una representación de una forma de organizar y
experimentar la vida política, se ha estructurado el trabajo en tres secciones. La primera
ofrece un breve recorrido de la historia conceptual de la relación entre la monarquía y la
república, a partir de sus usos más significativos en la Teoría Política clásica, antigua y
moderna. La segunda sección presenta un recorrido de un corpus textual de Alberdi y
Sarmiento donde se muestran momentos de tensión en su ideario republicano y propuestas
institucionales y actitudinales para abordar esta problemático, cuyo impacto en la vida política
argentina no ha sido siempre lo suficientemente atendido. Finalmente, en la conclusiones, se
propondrá un acercamiento distinto a la tradición republicana, que permita analizar la cuestión
del poder personal no como una anomalía o un fantasma a conjurar, sino más bien como una
categoría teórico práctica históricamente conformada que tiene en el presente político
argentino una realización concreta asociada tanto a fenómenos macropolíticos globales como
a una apropiación particular del republicanismo.
Antes de pasar al tratamiento específico de la cuestión que justifica esta presentación, es
importante realizar dos aclaraciones.
En primer término, este recorrido por la Teoría Política clásica y por el pensamiento político
argentino del siglo XIX no remite a un puro interés “arqueológico”1, sin duda legítimo en sí
mismo. El análisis de usos pasados de conceptos políticos claves desarrollado por la Historia
conceptual (Koselleck, 1993) y la Historia Intelectual (Skinner, 2005) constituye un aporte
central para la Teoría Política Contemporánea (Lesgart, 2005:269), que no se encuentra
divorciada ni separada, sino totalmente articulada y en permanente diálogo con la Ciencia
Política empírica. En segundo término, la propuesta de comprender la dinámica del poder
personal dentro de la tradición histórica del republicanismo argentino no significa sostener
que esa categoría no haya encontrado diferentes realizaciones en diferentes contextos
geográficos o temporales (Pinto, 2001: 19-20). Por el contrario, la idea fuerza de este trabajo
es que partiendo de la noción de continuidad en el cambio, se puede reponer la dimensión
histórica de las categorías políticas empleadas para describir los fenómenos políticos
contemporáneos y dar cuenta de cómo también en el contexto político latinoamericano hubo
un pensamiento político que, sin dejar de tener contradicciones y tensiones explícitas en los
1
‘Arqueología’ se usa aquí en un sentido no técnico, como vuelta al pasado por el amor o gusto del pasado mismo. La
arqueología, como la practica, por ejemplo en Michel Foucault (1998: 14-15), implica, por el contrario, un estudio histórico
de cómo se forman ciertas prácticas y problematizaciones para luego analizar sus modificaciones (dimensión generalógica).
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momentos en que intentó ser llevado a la práctica, todavía influye en nuestros modos de vivir
políticamente.
II. Breve historia conceptual del binomio monarquía república. Problemas en una
relación contrario asimétrica
La breve presentación de la relación conceptual entre monarquía y república en el
pensamiento político tiene una doble función en este análisis. Por un lado, permite identificar
algunas referencias implícitas y explícitas que aparecen el discurso político de la Generación
de 1837, representados en este caso por los corpora de Alberdi y Sarmiento. Por otro lado, es
un modo de presentar una herramienta heurística clave para este análisis de los usos de los
conceptos políticos: la relación contrario asimétrica. Este tipo de oposición implica que los
conceptos que se relacionan no sólo se distinguen porque implican universos de experiencia
distinguibles entre sí, sino también porque se produce entre ellos un matiz evaluativo
(Koselleck, 1993 249). La caracterización positiva de uno implica la descalificación o
valoración negativa del otro. Sin duda, la relación entre monarquía y república en la historia
del pensamiento político implica una oposición que muchas veces se vuelve contrario
asimétrica, pero: ¿es siempre así?
Desde los griegos en adelante, y tanto en filósofos como en la “opinión corriente”, se ha
planteado una relación contrario-asimétrica entre monarquía y república, aunque algunos de
los cultores de la uita contemplatiua (Jenofonte, Hier. X; Platón, R, 576e)2, a diferencia de sus
contempoáneos menos letrados, se distinguían por dar un signo positivo a la segunda. La
república, como gobierno del bien común, pero también como una estructura institucional
concreta que corresponde más que a la democracia en sentido estricto, a una especie de
gobierno mixto, será en cambio el término más valorado para Aristóteles (Ar. Pol. 1266 y ss;
Ar. Pol. 1279a) y, sobre todo, para los romanos, cuya experiencia monárquica concreta les
inculcará un mayor temor que a los griegos de caer o recaer en ese estado de “barbarie”3.
Por ello, aunque el imperio también haya sido en parte, el gobierno de uno pudo llamarse así,
e incluso ‘Principado’, pero jamás ‘Monarquía’. Lentamente, en la Edad Media, la noción de
república cristiana como forma política encarnada o encarnable en un reino terrestre va a
disminuir la oposición entre estos conceptos, aunque la aparición de las repúblicas italianas
como gobiernos diferentes del Imperio, del Papado y de las emergentes monarquías protoestatales, mantendrá vigente esta dicotomía.
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Platón pretende organizar su comunidad política (república) en forma aristocrática o monárquica.
Cabe recordar que la monarquía en la Grecia clásica era asociada con el mandato militar y el gobierno de los bárbaros,
aunque éste se acercara por momentos al despotismo.
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La Modernidad introducirá una nueva tensión. Seguirá viva, a través de los neo-romanos,
Maquiavelo y Montesquieu, la asociación entre república y virtud cívica, donde la
participación de una parte, o de la mayoría del pueblo en la dirección de la cosa pública es
fundamental. Pero también surgirá o resurgirá, apoyada en la distinción ya comentada entre
las formas de Estado y las formas de gobierno, la tendencia a definir a la república como
sinónimo del Commonwealth, o ‘buen estado’, sin importar si las máximas magistraturas
están en manos de uno o muchos gobernantes. Las revoluciones de fines del siglo XVIII, en
particular la francesa, dotarán de una nueva radicalidad a la oposición entre monarquía y
república, que se va a manifestar tanto en el plano de la conceptualización teórica como en el
vocabulario político cotidiano (Nicolet, 1994:29-33). Frente a una república que, a diferencia
de la estadounidense, no se termina de consolidar, aparecen, por un lado, la nostalgia
legitimista del pasado monárquico, por el otro, el compromiso liberal con la monarquía
constitucional como única forma posible de organización del Estado. En Sudamérica tampoco
faltó la polémica, pero al igual que en EEUU, la república se impuso por los hechos, y el
discurso debió luego encontrar mecanismos para justificarla ideológicamente, aunque no
faltaron tensiones que llevaron a postular a muchos de nuestros “liberales” la necesidad de
una monarquía con una fachada republicana, donde toda la autoridad recayera en un
presidente que más que un primus inter pares fuera un primus inter dispares (Negretto,
2001:1-16).
Así pues, la república tiene dos caras: una institucional, asociada al número de personas que
ejercen las magistraturas y otra cívico-política que implica una forma de vida asociada al
gobierno de la virtud. Pero también la monarquía es un Jano bifronte. Como gobierno de uno,
se opone a la estructura plural republicana, y en este sentido, monarquía y principado
coinciden, a pesar de los resquemores que la primera produce entre los antiguos romanos y
sus descendientes medievales y modernos, entre los que se destaca Maquiavelo. Pero la
monarquía desde Aristóteles hasta Montesquieu permanece como una forma posible del buen
gobierno, aunque para el primero tenga como antagonista posible la tiranía y para el segundo
el despotismo. Este carácter dual de ambos vocablos hace posible que cuando Hobbes se
refiera a la commonwealth y Kant al gobierno de la ley (Doctrina del Derecho §51), la
república como forma de organización de la vida en común (o lo que los griegos llamaban Urpoliteia) pueda paradójicamente adoptar una forma de gobierno monárquico. Se debe a este
proceso también a la asimilación del reino y la ciuitas a través de la figura cristiano medieval
del cuerpo místico de Cristo (Kantorowicz, 1997:207-18), o sea, una continuidad de una línea
inaugurada por Platón y seguida más tarde por los ciceronianos (Pl. R.; Cic Rep. 1.25, 32, Leg.
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1.10). Parece, por lo tanto, que curiosamente es posible encontrar repúblicas
monárquicamente gobernadas. E igual de extraño es que pueda haber príncipes que
modernicen las virtudes clásicas y hagan del gobierno de uno no el anatema sino el camino a
un nueva pÒlij donde reine la libertad política y la uita activa (Skinner 1990:252-4; Popock,
2003:183).
III. Alberdi y Sarmiento: dos republicanismos en tensión. ¿Un monarquista que
institucionalizó la república posible contra un príncipe republicano?
Sea por ellos mismos, por sus contemporáneos o por quienes luego relataron la historia de sus
trayectorias e ideas, nunca faltó la polémica entre Alberdi y Sarmiento. Quizás sea Botana
(1997) quien haya ofrecido la más acabada narrativa de estos dos republicanismos,
poniéndolos en diálogo con la gran tradición del pensamiento político.
Sin embargo, no este nuestro objetivo aquí. Lo que nos proponemos es indagar los usos que
Alberdi y Sarmiento hacen del vocablo ‘república’ en sus textos políticos y de qué modo este
último se relaciona con su par casi siempre contrario, la ‘monarquía’.
Desde este punto de vista, se puede observar qué lugar otorgan al poder personal dentro de
sus relativas construcciones políticas, no en el plano de la aplicación práctica de su
pensamiento, sino más bien en el discurso mismo. Así pues, se podrá comprender cómo en su
concepción del republicanismo, el poder personal interviene en el discurso no sólo como una
concesión a los hechos consumados, sino también como un problema práctico y teórico a
resolver. En consecuencia, la relación entre república y poder personal en la tradición
republicana argentina (incluso podríamos atrevernos a afirmar ‘en la tradición republicana en
general’), no debería ser vista como una anomalía, sino como una tensión constitutiva de los
modos de representar la república como forma de vida y como orden político.
A continuación se analizará un corpus relativamente representativo de los textos de Alberdi y
Sarmiento, que incluye producciones de juventud, madurez e incluso casi de senectud.
Primero se realizará en cada caso un recorrido por los usos de ‘república’ y sus articulaciones
conceptuales con la ‘monarquía’ como términos políticos. Luego, se sintetizará la solución
institucional o programática que aparece en cada uno de estos autores como resolución,
siempre parcial y contradictoria, de esta problemática.
II.1.1 La república e imposible: ¿y la monarquía?
En el Fragmento, Alberdi (1955:152, 167) deja planteada, por una parte, la tensión existente
en su valoración de cada uno de los términos de la díada ‘democracia-república’, y por otra
parte, su postulación de una diferencia entre el fondo o sustancia y la forma, en lo que a la
naturaleza del gobierno se refiere. En lo que respecta al primer punto, Alberdi comienza por
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rechazar por “estrechas” (y, siguiendo sus interpretaciones posteriores, nosotros podríamos
decir ‘anacrónicas’) la igualdad y la libertad de las repúblicas antiguas. Es durante la
Modernidad cuando aparece la verdadera democracia republicana, que da por tierra con la
aristocracia y la monarquía como hechos morales del pasado. Y esta democracia de la moral
se expresa en una nueva economía, que tiende al desarrollo y a la movilidad del género
humano. Todavía en ese momento de su pensamiento, el socialismo no era un anatema, sino
un progreso frente al egoísmo individualista que, en sus textos más tardíos, va ser el principio
rector de la autorregulación social. Pero, además, Alberdi introduce un tópico central en su
producción conceptual sobre la política: la necesidad de no confundir entre la forma de
gobierno y el fondo, es decir, su naturaleza o sociabilidad. En las Bases (Alberdi-Terán,
1996:147), la república aparece como un hecho histórico incontrovertible. Pero, a pesar de
ello, no deja de ser una forma de gobierno posible en la que puede plasmarse el fondo, la
sustancia, la nación y la democracia como esencias mismas del gobierno:
De las tres formas esenciales de gobierno que reconoce la ciencia, el monárquico, el aristocrático y el
republicano, éste último ha sido proclamado por la revolución americana como el gobierno de estos países.
No hay, pues, lugar a cuestión sobre la forma de gobierno.
Esta máxima de Alberdi se propone rebatir, no sin ambigüedades ni temores, al Alberdi de La
Monarquía (1970:61-63, 66). Pero antes de hacerlo, no dejará de recordar que el gobierno
representativo, tanto en su forma republicana como en su forma monárquica, parece estar
todavía fuera del alcance de las turbulentas y jóvenes naciones de la América Hispana. Por
ello (Alberdi-Terán, Bases 1996:117-8), se va a proponer dar una serie de consejos que hagan
posible una república para nuestra nación y reconciliarla con su estado social democrático, sin
someterla a los devaneos del despotismo de la mayoría a los que condujo a una aplicación
idealista y prematura del sufragio universal (Alberdi-Terán, Bases 1996:157). En Sistema
Económico y rentístico, Alberdi se apropia de la palabra ‘república’ con una fuerza y una
recurrencia tales que se contraponen con el escaso empleo del término ‘democracia’ en el
mismo texto. La mayor parte de sus usos corresponden al nombre del país (República
Argentina) y a su territorio, aunque éste todavía es más bien un proyecto, ya que, como se
había aclarado en las Bases, para que exista una República Argentina ésta debe ser algo más
que una amalgama de provincias, y debe contar con un gobierno nacional que les dé unidad
(Alberdi, Bases 1915:13, 17, 93-8; Alberdi, Sistema s/f: 9, 11, 24, 229, 71, 84, 113. 211, entre
otros).
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Pero, más allá de esa denominación general, la república es considerada, antes que nada,
como un producto de la Revolución (Alberdi, Sistema s/f: 9, 154, 155). Alberdi propone
además otras articulaciones que no dejan de ser interesantes.
Por un lado, la república es un ideal político, es el evangelio al que todo buen gobierno aspira.
Pero también es una verdad a la que se puede llegar a través de la transformación de la
república escrita de las constituciones en una república posible y adecuada al medio social,
geográfico y cultural donde debe implantarse (Alberdi, Sistema s/f:29, 65, 210, 219). Por el
otro, la república adquiere una evaluación determinada según el campo semántico en el que
participa. Por ejemplo, la república desértica, el feudalismo republicano y la república
despótica son tres males a erradicar, mientras que la república organizada, el gobierno de la
ley y el gobierno representativo son buenos usos republicanos a los que debemos aspirar
(Alberdi, Sistema s/f:108, 188, 110, 134-5, 143, 214).
Sin embargo, y antes que nada, la república es una forma de gobierno opuesta a la monarquía,
pero que también puede ser objeto de dos subformas posibles: la unitaria y la federal (Alberdi,
Sistema s/f: 48, 89, 99, 163). Esta asociación conceptual nos lleva al ideal del gobierno mixto
y a la propuesta de la república centralizada como subsidiaria no monárquica de los buenos
gobiernos europeos4.
En La Monarquía5, Alberdi (1970:143) se transforma en un crítico radical de la condición
“actual”, es decir, aquella que corresponde con el momento de producción de ese escrito, que
predominaba en las repúblicas sudamericanas en particular, y en las hispanoamericanas en
general. Alberdi acusa de “su” desgracia a quienes han hecho del republicanismo un
fanatismo o un nuevo culto. Esta postura se articula con las críticas que en El Crimen de
Guerra (2003:159) y en La omnipotencia va a realizar a aquellos amantes del patriotismo
anacrónico y bélico de las repúblicas antiguas, y a quienes por su espíritu revoltoso no pueden
comprender que los gobiernos estables deben poner fin al ciclo de las revoluciones.
Y en este proceso argumentativo contra el fracaso de las repúblicas sudamericanas reales va a
extremar un tópico central de “su” Weltanschuung liberal: si la libre opinión y el libre arbitro
nos permiten poner en discusión y en duda cualquier idea o principio: ¿por qué no hacerlo con
la forma republicana de gobierno? (Alberdi, La Monarquía 1970:66, 247, 522-4).
4
Estas afirmaciones se sostienen no sólo en el plano temático sino también en el retórico y enunciativo. En las Bases el
discurso programático se sostiene en la figura de la anáfora y en una enunciación personalizada que se omite en el Sistema.
En este texto rambién se introduce la ironía, de la que hará uso y abusos en sus escritos póstumos, entre ellos, La Monarquía,
y muchas veces orientada a la figura de Sarmiento.
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Baste recordar que Botana (1995:414-5) prefiere denominar a este escrito El gobierno en Sudamérica según las miras de su
revolución fundamental mientras que Olivier La monarquía como la mejor forma de gobierno en Sud-américa (1970: 10).
Aunque nuestra lectura diverge de la de ambos (Botana no cree que altere la unidad del republicanismo alberdiano y Olivier
sostiene que prueba que Alberdi era un monárquico) preferimos la denominación que usa Olivier.
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Sin embargo, al mismo tiempo que se toma esta libertad, Alberdi deja explícita su adhesión a
la república siempre que éste sea el tipo de gobierno que prime en su país (Alberdi, La
Monarquía 1970:68-9). ¿Este declararse súbdito obediente del gobierno de su país y recordar
que él siempre ha sido “republicano por instinto” es, como afirma Olivier, un artilugio
retórico para protegerse de posibles represalias? ¿Se trata de una muestra de la “cobardía”
alberdiana de la que tanto se mofaban sus antagonistas?
Para nosotros, esta tensión en la valoración alberdiana de la república apunta a algo más
profundo. Por una parte, para Alberdi (La Monarquía 1970:165, 195) no parece posible
renunciar a la representación de la república como régimen político ideal, aunque éste sea
adorado por falsos “platones” cultores de falsos ídolos. Por el otro, para Alberdi, la república
es parte de la historia política sudamericana a la que él se encuentra ligado, incluso, por un
vínculo de sangre: la patria chica, la familia republicana que con un padre español abrazó la
causa de la emancipación americana y el Contrato Social de Rousseau. Por ello, nuestro autor
(Alberdi, La Monarquía 1970: 221-339) se va a dedicar especialmente a demostrar cómo la
forma monárquica de gobierno no es tan ajena a la cosmovisión política de nuestros patriotas,
como algunos “aprendices de historiadores” parecen querer hacernos creer. Por lo tanto, es
factible afirmar que si bien en La Monarquía en Sudamérica (1970:134, 311) se produce una
contraposición entre la monarquía y la república como formas de gobierno que puedan
garantizar la estabilidad política, hay una tendencia a considerar a la primera en forma más
positiva que a la segunda. Así pues, mientras la buena monarquía es separada de su vínculo
con el pasado colonial para poder ser bien asimilada (Alberdi, La Monarquía 1970:147), hay
algunas (muy pocas) repúblicas reales, que demuestran que no siempre esta forma
desencadena anarquía y gobiernos desastrosos.
Alberdi es consistente con dos tópicos centrales en su producción intelectual anterior y
posterior, aunque su defensa realista de los gobiernos posibles presente otro tipo de
inconsistencias. Se podría decir de su postulación del gobierno mixto, donde combina la
articulación de las partes con la centralización necesaria, lo que le da un principio de unidad a
la decisión político, coincide con la monarquía constitucional inglesa (y holandesa), que se
convierten en el modelo (Alberdi, La Monarquía 1970:134) para Benjamin Constant y, más
cerca, Vicente Fidel López. Sin embargo, en Alberdi la preferencia de este último modelo no
está tan clara. En su defensa de la efectividad de la monarquía como forma de gobierno
incluye en el elogio al Segundo Imperio que poco tiene que ver con el equilibrio de poder y
menos aún, con el gobierno libre. En ese sentido, la monarquía como anatema para Alberdi
sigue siendo la colonia, odiada por razones tanto sentimentales como teóricas. Pero ante la
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necesidad de consolidar un gobierno estable y efectivo, sus resquemores ante esta forma
política parecen ceder (Alberdi, La Monarquía 1970:263; Alberdi, El Crimen 2003:222). Sin
embargo, ésta no es la única tensión que presenta este texto, donde, la monarquía, de ser el
contrario asimétrico devaluado de república, pasa a ser el miembro valorado del par. También
se presenta aquí una dura crítica al gobierno de los caudillos como método fracasado de los
sudamericanos de apropiarse de la forma monárquica. Se trata de una crítica singular, que
incluye a Urquiza, el personaje que él había elegido para producir la transmutación del poder
personal rosista en el carisma institucionalizado del presidente constitucional diseñado por el
propio Alberdi. Y éste es precisamente el eje para la comprensión del intento de cierre que
Alberdi le da a este dilema entre la república y la monarquía: la figura del presidente como
poder neutral.
Pero antes de abordar brevemente esta cuestión, vale la pena recordar cómo en el último texto
de Alberdi la república vuelve a ser posible. En La República consolidada, esta forma política
parece encontrar en la impersonalidad del gobierno de la ley su plasmación institucional. Y
éste ha sido el resultado de la ruptura de un sistema que, a pesar de la Revolución, continuaba
el espíritu monarquista de la época virreinal: la provincia-metrópoli. Con la federalización se
separaba a la ciudad de su campaña y se rompía con el imperialismo (en el sentido de poder
supremo) del gobernador provincial, epítome republicano del príncipe de Gales (Terán, 1996:
297, 291). Nuevamente, las leyes y las instituciones educan a los hombres, limitando sus
apetitos y aprovechándose de sus pasiones para el logro del bien colectivo. Sin embargo, esta
estructura institucional no se basta a sí misma: necesita de nuevos y buenos hábitos,
importados de la civilizada Europa, para que ahora, como antes, la sociabilidad se adapte cada
vez más a los imperativos de la revolución democrática. Entre tanto, la república recuperada
por el presidente hará que él sea no sólo el árbitro de las contiendas entre los poderes
indirectos sino el primer y gran elector.
III.1.2. La solución del poder neutral
Se atribuye a Bolivar este dicho profundo y espiritual ‘Los nuevos Estados de la América antes española
necesitan reyes con el nombre de presidentes. Juan Bautista Alberdi, Bases y Puntos de Partida para la
organización política de la República Argentina, (Alberdi, 1915: 41).
Leo Strauss (1996:76-77) recomienda la lectura entrelíneas como un método heurístico para
acercarse a los filósofos que escriben sobre la política en tiempos convulsionados. Este
consejo se puede aplicar a la producción de Alberdi y así puede interpretarse en modo diverso
sus oscilaciones entre la monarquía y la república. De este tipo de hermenéutica deriva la
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propuesta de comprender a la institución presidencial que diseña desde la figura del poder
neutral6.
La noción de poder neutral remite como fuente teórica al pensador político francés Benjamin
Constant, quien compartió con Alberdi similares dilemas teóricos y práctico7. En distintos
momentos de su trayectoria Constant (Fragments, 1991:375-417) ofrece diferentes
alternativas para configurar este tipo de poder. Cuando se encuentra con una república,
propone elegir un segundo ejecutivo que se distingue del parlamento y del gabinete porque no
se ocupa de la política cotidiana. Otra alternativa es la distinción entre la figura del Jefe de
Estado y el jefe de Gobierno, que hace que el primero desempeñe la figura del poder neutral.
Aunque en general se ha interpretado que la monarquía hereditaria es la forma política que
hace posible la institución de esta posibilidad, no es para Constant la única alternativa8. Lo
interesante aquí es que la solución alberdiana tiene una clara impronta constaniana pero
también una cuota de originalidad que la coloca en la línea de los tratamientos que la Teoría
Política y el Derecho Público del siglo XX dieron al problema de poder neutral porque
plantea la posibilidad de encontrar en el presidente (no todavía plebiscitado en el sentido
actual sino más bien producto de pactos entre elites) una figura institucional que, aún siendo
juez y parte, logre rutinizar el poder autoridad personal y estabilice el sistema político. En ese
sentido, para Alberdi es posible negociar una especie de tregua relativa entre el poder personal
que es potencia pero generalmente destructutora y la institucionalidad republicana que quiere
consolidarse. Pero para hacerlo no hay que confiar en hombres providenciales sino en el
“carisma” de un cargo que transforme al hombre (Skinner, 2003).
La república democrática de Alberdi hay poco lugar para la soberanía política electoral del
pueblo, más que como principio último de la legitimidad. La autoridad es para él un mal
necesario, y aunque se espere su supresión por el avance de la civilización, encarna la esencia
de la politicidad misma. Por ello, para que la democracia gobernable antes que gobernante sea
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Entre los estudiosos del tema del poder neutral en las constituciones latinoamericanas del siglo XIX se destaca Barroso
(2005) quien rechaza la posibilidad de encontrar esa figura más que en la constitución brasileña de 1824 donde ese poder es
desempeñado por un emperador. Nuestra lectura de la cuestión es diferente, pues creemos que hay diseños institucionales y
contextos histórico político donde el presidente puede desempeñar esa figura. Esta visión se inspira en la interpretación que
hace Schmitt (1998) de la propuesta de Constant en La Defensa de la Constitución.
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En este punto Dotti (2005:356-7) en su análisis de la personalidad y la obra de Constant bajo el prisma schmittiano propone
la alternativa de pensar al pensador y político francés como un liberal ético. A pesar de la existencia de algunas diferencias
entre ellos, esa representación sería fructífera para interpretar una faceta de Alberdi muchas veces soslayada por sus
intérpretes: su defensa del derecho individual a la crítica al poder sin por ello cuestionar la obediencia política (tópico de
notable raigambre kantiana)
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De hecho el problema del poder neutral se plantea en los Principios Políticos de 1815 y en Curso de Política Constitucional
de 1818 y siempre son leídos en referencia a la Carta de 1814 que firma Luis XVII para restaurar su poder (y lo hace en el
carácter de prerrogativa real que el monarca da al pueblo) pero estos debates también se dieron en la discusión del Acta
Adicional que Napoleón hace aprobar en 1815 durante los 100 días y en la que Constant tuvo tal participación que se suele
conocer como la benjamine. La versión de los Principios de 1815 y el curso pueden haber sido conocidos por Alberdi, no así
los Fragmentos y la versión de 1805 de los principios que fueron editados recién en 1980.
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algo menos que una quimera, es necesario que la ingeniería institucional y la prudencia
política del legislador adopten una figura que permita conciliar la conflictividad inherente de
la sociabilidad democrática moderna con la estabilidad deseable en todo orden político. Así
emerge el poder neutral, que es mucho más que un monarca disfrazado de atavíos
republicanos. Es un presidente constitucional que se coloca por encima de los intereses
facciosos, crea un orden y estabiliza un sistema político. Y luego, como el legislador antiguo,
desaparece dejando que las fuerzas sociales se regulen por sí mismas, salvo que una crisis lo
convoque nuevamente. No se tratará de un hombre providencial ni tampoco de un héroe: será
un hombre común al que la institución le dará una forma superadora. Es cierto que el Alberdi
desilusionado de los Escritos póstumos y de Peregrinación Luz de Día había abandonado la
creencia de que esta alternativa fuera posible, asustado por “politicastros” de un partido
liberal que no conoce la libertad (Mitre), atemorizado por el personalismo de Quijotes
trasnochados (Sarmiento), e incluso intimidado por la monarquía gaucha (¿Urquiza?). Pero en
los últimos días que pasa en suelo argentino, la ruptura del sistema colonial de la ciudad
metrópoli, que se produce con la capitalización de la ciudad de Buenos Aires, le hace pensar
que todavía es posible que funcione la vieja fórmula: contar con un presidente, un poder
neutral que, a pesar de ser elegido por el pueblo, tiene una responsabilidad política no directa,
que lo diferencia de los ministros de un sistema parlamentario9. Este presidente actúa como
guardián de la constitución no sólo en su letra, sino en su espíritu, que no es otro que el
desarrollo de un modelo económico cuyo pilar sea la inserción de la Argentina en la división
internacional del trabajo (Alberdi, 1996: 291, 197). Ese presidente podría articular los valores
de la ‘república’ y la ‘monarquía’ en el círculo virtuoso de la estabilidad institucional
III. 2.1. La república como necesidad personal y el personalismo como plasmación de la
autoridad política
Desde Facundo en adelante, Sarmiento propone un conjunto de usos y valoraciones de la
‘república’ que son diferentes e incluso contradictorios entre sí. Sin embargo, entre todos
ellos se va configurando un campo semántico conceptual que permite comprender qué
significa ser republicano para el “padre del aula”. En Facundo, el empleo más generalizado de
‘república’ es aquél que lo asocia al territorio geográfico correspondiente a la Argentina como
país independiente (Sarmiento Facundo, 1999:39, 40, 218). Esa apelación, también muy
presente en Argirópolis (2000:14, 15, 20, 17, 34, 37, 51, 52) se contradice con su advertencia
9
Para Alberdi, el presidente no puede ser sujeto a juicio político, sino solo al fin de su gestión, cuando puede ser objeto de
algo similar a un juicio de residencia. En esto se parece al monarca constitucional, que no es responsable y sí lo son sus
ministros, como ejecutores de la política. En la Constitución de 1853, primó el sistema estadounidense.
11
Gabriela Rodríguez
en Comentarios de la Constitución (Sarmiento, OC VIII 2001:235) de no llamar con ese
nombre (‘república’) a una unidad política que no ha terminado de constituirse. Pero,
volviendo a Facundo, es interesante destacar cómo en ese texto se marca una oposición entre
la república verdadera y la república falsa del rosismo, sobre la cual la censura se ejerce a
través de la ironía (Sarmiento, Facundo 1999:221, 314). La república verdadera se asocia
siempre a la civilidad urbana, al ideario romano, con sus penates y su amor a la patria, al
ciudadano soldado del humanismo cívico, y a la exhortación a la lucha que Sarmiento y sus
compañeros de la Generación 1837 realizan para comprometer a todos cuantos puedan en el
derrocamiento del régimen que, según ellos, se apropió de la República Argentina para dar
rienda suelta al despotismo (Sarmiento, Facundo 1999:218, 189, 173). Esa república
verdadera recibe, en las últimas páginas de la obra juvenil de Sarmiento (Facundo 1999:36273) el nombre del nuevo gobierno que en el futuro se espera construir. Es en Recuerdos de
Provincia (1998:139) donde la república se une con un lazo inquebrantable a la revolución de
Mayo y sus consecuencias. Pero también la república se asocia al amor visceral a la tierra y la
defensa de un patriciado colonial que dejó a sus hijos como legado el deseo de la
autosuperación a través de la educación. Aquí, aunque no bajo el nombre funesto de
monarquía, la colonia es mirada a través de otro cristal. (Sarmiento, Recuerdos 1998:89, 184,
193).
En Argirópolis, como el Sistema Económico y Rentístico de Alberdi, abundan las menciones
del término ‘república’ mientras que omite ostensiblemente la palabra ‘democracia’. Esto se
explica en que la propuesta programática del texto es la construcción de la nación cívica
argentina (Villavicencio 2008) Para hacerlo, Sarmiento consolida, por un lado, los usos
previos de la noción de ‘república’. Así, en primer lugar, ésta aparece como sinónimo de
‘Confederación Argentina’, vocablo que aún no había erradicado de su diccionario político.
En segundo término, ‘república’ es asociada al ideal del humanismo cívico mediante una
referencia muy importante a las ciudades italianas de fines de la Edad Media y el
Renacimiento, Venecia y Génova, pero sorprendentemente, no Florencia. Y finalmente,
‘república’ se percibe en la antítesis entre la república real (el desierto), y la república futura,
esa sociedad pujante por el aluvión inmigratorio y la participación en la división internacional
del trabajo que se espera construir (Sarmiento, Argirópolis 2000: 14, 15, 16, 37, 67, 89). Pero
por otro lado, Sarmiento introduce otras concepciones de ‘república’ que no había empleado
previamente. Primero, la república es antes que nada una forma de gobierno que se expresa en
la fórmula reproducida en el artículo 1 de la Constitución Nacional: “La Nación Argentina
adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal”. En ese mismo
12
Gabriela Rodríguez
horizonte de sentido, la república se opone a la monarquía, que es una excepción en
Sudamérica pues sólo se encuentra en el gobierno del Brasil (Sarmiento, Argirópolis 2000: 18,
29, 34, 51, 52). Sin embargo, a pesar del elogio a las repúblicas por su natural tendencia a la
paz, no se anatemiza a la monarquía como forma política intrínsecamente belicosa. De todas
formas, pareciera que aun por buena que pudiera llegar a ser, el lugar de la monarquía es el
pasado, y no el futuro (Sarmiento, Argirópolis 2000:78). Segundo, la república, si bien se
sigue asociando con alguno de los valores del republicanismo clásico, es un producto
eminentemente moderno. La prueba más fehaciente de ello son los Estados Unidos
(Sarmiento, Argirópolis 2000:40).
Tanto en su Memoria al Instituto Histórico de Francia de 1852 como en la memoria
presentada seis años después en el Ateneo del Plata, Sarmiento (OC XVI 2001:9; OC XXI
2001:76, 82-3) afirma, por un lado, que la república es un hecho histórico incontrovertible y,
por el otro, que América es el ámbito propicio para un desarrollo acorde con el estadio
moderno del espíritu civilizatorio. Aunque todavía los caracteres romanos impregnen nuestro
presente, esta república moderna es el espacio propicio para el ejercicio de las libertades y, en
particular, aquellas que se asocian con la tolerancia religiosa (OC XXI 2001:74-5). Las
repúblicas modernas pueden ser liberales, porque se fundan en la autoridad común de la
creencia en un ser supremo y en un respeto por el individuo, que heredaron del Cristianismo.
Pero conservan sus ropajes antiguos en algunas prácticas: el valor otorgado a la educación
cívica, el tipo de propiedad de la tierra (modelo farmer de EEUU) y las costumbres y los
gustos arquitectónicos. Baste ver el temple romano de Washington (Sarmiento, Viajes
1993:405-7) y, sobre todo, la clara conciencia de la necesidad de la existencia de una pÒlij,
fundada ahora en el instrumento moderno de un pacto como condición para ejercer las
libertades civiles.
En los dos volúmenes de Conflicto... Sarmiento mantiene la creencia en la universalidad de la
república como forma de gobierno para los pueblos modernos (Sarmiento, Conflicto II OC
XXXVIII 2001:13). Esta universalidad se sustenta en tres pilares. Primero, la república sigue
siendo el epítome del buen gobierno, aquel ideal regulativo al que todos debemos tender
(Sarmiento, Conflicto I OC XXXVII 2001:23-4). Segundo, la república remite a un presente
real y a un futuro posible para las turbulentas razas de América Hispana. Ese presente no es
otro que EEUU y su gobierno representativo, que logra articular las libertades sajonas con la
cuota necesaria de civismo que lo hacen una forma política superior, incluso, a la democracia
pura de los griegos (Sarmiento, Conflicto I OC XXXVII 2001:87, 89, 146, 178).
Representación, participación, historia, lazo religioso y comunitario, libertad e igualdad
13
Gabriela Rodríguez
lograron hacer de la república federativa del norte de América el ejemplo de una república
posible que puede, gracias a sus buenas instituciones, costumbres y hombres, evitar el doble
fantasma del despotismo democrático. Y se trata de un doble fantasma porque impide cumplir
el desarrollo de una cultura cívica, sea a través de la tiranía del número, o bien de la apatía y
la abdicación de los buenos ciudadanos. Sin embargo, hay un tercer uso de la república que
desmiente parcialmente algunas de las observaciones anteriores. Si la raza y la historia,
sumadas a buenos hábitos religiosos propios de la ética protestante, hacen del republicanismo
estadounidense una posibilidad real, la evocación de una tradición anterior, latina,
ejemplificada nuevamente por las instituciones romanas y las ciudades italianas hace que el
destino de la república en América Hispánica no deba ser tan incierto (Sarmiento, Conflicto I,
OC XXXVII 2001:87, 89, 113, 122). E inclusive se agrega un nuevo antecedente, conocido a
través de la lectura de Macaulay, el de las comunas españolas. Las prácticas políticas de estas
comunidades relativizan aquella afirmación del Dogma Socialista que sostenía que España no
podía enseñar las libertades porque nunca había gozado de ellas.
El Facundo de vejez retoma un argumento ya desarrollado en el Facundo juvenil: el carácter
de mascarada del republicanismo rosista10(Conflicto II, OC XXXVIII 2001:278-80). Y aquí
Sarmiento introduce un tópico que se puede volver contra sí mismo, Rosas apela a una
retórica neoromana como forma autojustificatoria de su cesarismo. Lo extraño es que con
Monsem Sarmiento había reconocido ciertas virtudes del dictador perpetuo romano, y esas
son las mismas virtudes que Sarmiento aplica incluso para sí a la hora de autoproclamarse
“príncipe” que viene a defender la bandera de la república, tal y como él la interpreta. En este
marco no resulta incompresible la defensa teórica y práctica del poder de prerrogativa,
inclusive ejercido dudosamente por los gobernadores de provincia. Sarmiento no tuvo que
esperar a enfrentarse con Peñaloza como enemigo absoluto para llegar a esta conclusión: ya
antes había justificado, nutriéndose de ejemplos de la política estadounidense, la suspensión
del las libertades civiles incluso el habeas corpus, la declaración como “fuera de la ley” a los
enemigos de la autoridad y la supresión “in limine” de cualquier levantamiento que cuestione
la legitimidad del poder central (OC VII 2001: 237, 284-5, 298-303, OC XVI, 2001: 9, XXI,
2001:76, 83-3, OC XXXVII 87, 89, 146, 178). Así pues, que la monarquía sea un hecho
moral del pasado, no impide que la autoridad tenga que sostenerse más allá de toda
“deliberación y voluntad” (Facundo, 1998:181), aún a riesgo de que este argumento llegue a
10
Sobre los tópicos inspiradores del republicanismo rosista es muy recomendable el libro de Jorge Myers Orden y Virtud. El
discurso republicano rosita, (2002). De su lectura se puede derivar la coincidencia de algunos de estos tópicos con los
preferidos del republicanismo sarmientino como la democracia farmer.
14
Gabriela Rodríguez
poner en crisis a su republicanismo, si por república se entiende cuasi kantianamente el
gobierno de la ley.
III.2.2 La autoridad personal como última ratio frente a la apatía cívica
Es el Estado una tabla rasa en que él va escribir una cosa nueva, original; él es un poeta; un Platón que va a
realizar su república ideal, según él ha concebido; es éste un trabajo que ha meditado 20 años (...). Es un genio,
en fin, que ha estado lamentando los errores de su siglo para destruirlos de un golpe. Todo va a ser nuevo, obra
de su ingenio: vamos a ver este portento. Domingo Faustino Sarmiento, Facundo (Sarmiento, 1999:315).
En el epígrafe que introduce esta sección Sarmiento lo escribe pensando Rosas pero como
muchas veces en sus monólogos socráticos con el gobernador de Buenos Aires, parece que se
refiere a sí mismo. ¿No ha querido Sarmiento transformar a tigres en corderos y luego hacer
de los apáticos corderos (o más bien de sus pares importados de Europa) ciudadanos virtuosos
de una república políticamente activa?
Es ahora cuando resulta pertinente volver a bucear en las bases del republicanismo de
Sarmiento y observar que las tensiones que se expresan en su posición respecto de la
democracia gobernable y gobernante participan del legado contradictorio y rico de esta
tradición. Para Sarmiento la república es mucho más que una forma institucional, es un modo
de vida, que se asocia con la patria, grande y pequeña, las tradiciones familiares, y hasta el
gusto personal por el ejercicio pleno de la libertad política a la que no está dispuesto a
renunciar. En este contexto es que se comprende por qué, tanto al principio como al fin de su
trayectoria alabe a la democracia farmer jeffersoniana que tiene sus raíces en el modelo
neorrománico y en el humanismo maquiaveliano donde la ciudad (la cité, no necesariamente
grande y con una campaña poblada por ciudadanos y articulada con ella) es el lugar de
encuentro de los hombres que participan políticamente y donde aprenden y fortalecen las
virtudes cívicas (Sarmiento, 1993: 298-301, 2004: 165, OC, XXI, 2001:205) . Sólo así puede
entenderse por qué el Sarmiento (OC, XXXVI, 2001) de la vejez coincide con Tocqueville
(1992: 836-7; Antoine, 2003:87) en el peligro que implica la apatía cívica de esos nuevos
habitantes del desierto argentino que, en contraste con los tigres y sus manadas que tomaban
todo por asalto, se quedan paralizados y sólo pretenden cosechar las mieles del desarrollo
económico sin comprometerse con la vita activa de la polis. Y sólo así puede entenderse
también por qué Sarmiento quiere y debe incorporar a los extranjeros como ciudadanos
activos. Pero, ¿para quién es esta democracia gobernante? El Sarmiento - Quijote no entiende
cómo una vez que logró expulsar a los tigres disruptores del orden no puede transformar a los
corderos en ciudadanos tranquilos pero no inmóviles. Con ironía, Alberdi en Peregrinación
Luz de Día (II, 1916: 9-24) se burla del mal entendido darwinismo sarmientino, que muchos
15
Gabriela Rodríguez
han imputado a su Facundo de vejez: Conflicto y Armonías de las razas en América. Alberdi
dice que Sarmiento quiere hacer de los corderos hombres, pero olvida que Sarmiento confía
en sí como hombre providencial para cumplir esa misión. Aunque se muerda los labios por el
fracaso, como Tocqueville, Sarmiento ama demasiado la libertad política como para dejarla
morir. Ciertamente, ese amor es como casi todos los amores de Sarmiento: un amor personal.
Y como tal, hace posible que él se vea a sí mismo como un cuasi príncipe, cuya autoridad
puede fundar y constituir de una vez y para siempre una nación cívica en el desierto argentino.
Y cuando la obra se rebele ante el autor, no dudará en volver a empezar, casi por el principio.
A modo de cierre, sólo basta señalar que Sarmiento concilia la democracia (gobernable pero
también gobernante) con una concepción de la autoridad que sin ser monárquica responde a
una concepción personal y autoritaria, en el sentido de la imposición del orden en una
situación excepcional y no meramente como forma desviada del ejercicio de la dominación
política. Y lo que le permite esta hazaña es una concepción del republicanismo de clara
impronta maquiaveliana. Aunque el florentino distingue entre la república y el principado
como formas de gobierno en términos de la forma de ejercicio de las magistraturas, para él el
stato (Skinner, 2003: 22, 68, 80) todavía no estaba absolutamente emancipado de la persona
que estaba a cargo de su gobierno. Su estabilidad y la posibilidad de contar con un orden que
unificara la nación y creara un ámbito propicio para el ejercicio de las virtudes antiguas
modernizadas podían exigir la presencia de un primus inter pares que asumiera la soberanía
en una situación excepcional. ¿Cuáles son las garantías para que ese poder no devenga en
tiranía? En ese plano interviene la prudencia política, una virtud antigua que recuperan dos
amantes de una tradición republicana a “la sarmiento”: Hannah Arendt (1992:233-242) y
Alexis de Tocqueville (Antoine, 2003:87).
IV. El poder personal hoy: actualidad de una categoría con historia. Desafíos para la
república como concepto y como forma de institucionalidad política
El personalismo en la política es una práctica de inminente actualidad. Pero también
constituye un concepto de notable importancia para la interpretación de la vida política y sus
instituciones. A lo largo del siglo XX, la cuestión del poder personal se aparece como una
constante en momentos de crisis institucionales severas para las democracias contemporáneas.
En la Ciencia Política Argentina reciente existen aportes que han trabajado con rigor este
problema político conceptual, nutriéndose de diferentes herramientas heurísticas y métodos de
investigación. Baste citar algunos ejemplos. Julio Pinto (2001) ha analizado la figura del
presidente retórico como forma propia de nuestra contemporaneidad mass-mediática,
mostrando cómo esta última se ha apropiado y ha actualizado dos herencias político16
Gabriela Rodríguez
conceptuales diferentes: el presidente plesbicitario weberiano-schmittiano y el pragmatismo
estadounidense. Martín D’Alessandro (2004) ha hecho un relevamiento empírico del proceso
de personalización de la política argentina entre 1983 y 1995, a través de las apariciones de
personajes públicos en la revistas de interés general, demostrando la presencia casi
abrumadora de los portadores de cargos ejecutivos por sobre los portadores de cargos
legislativos. Estos trabajos establecen diálogos con diferentes enfoques de la Ciencia Política
y Teoría Política internacional que han tratado este fenómeno muy presente en la vida política
contemporánea.
Nuestro trabajo, aunque orientado a un corpus diferente, recupera ese movimiento y lo
complementa. Para comprender la dinámica actual de la política argentina y en particular el
modo en que la república es utilizada en el discurso político (en este caso entendido como el
discurso proferido por los políticos) paralelamente a que se produce una personalización
constante de las prácticas, no sólo electorales sino también partidarias y gubernamentales, es
necesario dialogar no exclusivamente con los aportes que problematizan estos fenómenos a
nivel mundial sino con la propia tradición del pensamiento argentino. De hecho, la
rutinización del carisma en la figura institucional presidencial, la tensión entre la potencia
construtiva del poder personal y su potencialidad destructora de los equilibrios institucionales,
la personalización o apropiación personal (y, por ende, subjetivante) de la idea de la república
como un valor político, son cuestiones que nos interpelan en forma cotidiana tanto a quienes
reflexionan sobre la política como quienes actúan en ellas. De hecho, la atracción por el poder
personal, como claramente pone en evidencia Giorgio Agamben (2008) en su último trabajo,
El reino y la Gloria, se enraíza en las tradiciones más establecidas y valoradas en el mundo
occidental, pero también es algo sumamente tentador no sólo para quienes lo ejercen sino
también para quienes se enfrentan con él como objeto de análisis político11. En este punto, la
autora de este trabajo no constituye una excepción.
En este sentido, en nuestra interpretación del poder personal en una vertiente de la tradición
republicana argentina del siglo XIX hemos realizado un doble movimiento. Por un lado, nos
hemos servido de instrumentos de análisis de la Teoría Política contemporánea para analizar
ese pensamiento político. Como el objetivo no es la fidelidad histórica sino la interpretación
de conceptos y categorías, nos hemos permitido este relativo anacronismo. Por el otro, hemos
11
Refiriéndonos a aportes relativamente recientes de la Ciencia o Sociología Política argentinas, no se puede dejar de
mencionar el caso de Marcos Novaro y Vicente Palermo y su libro Política y poder en el gobierno de Memen (1996) sobre el
menemismo. Allí los autores, ambos participantes activos en una coalición política contraria a esta fuerza política y
actualmente severos críticos del “kirchnerismo” por sus tendencias hegemónicas, cuando narran las políticas adoptadas por el
ex presidente Carlos Menem, muchas veces, parecen colocarlo en la posición de gran demiurgo que todo lo puede y controla.
Un deslizamiento tal vez inconsciente, pero interesante al fin.
17
Gabriela Rodríguez
regresado al pasado para observar cómo los vocablos que usamos en el presente para
interpretar y actuar políticamente participan de una tradición, una tradición republicana que es,
como la república en sí misma, inminentemente paradójica. Al reflejo de ese pasado, no
parecería tan extraño que la retórica “populista” se apropie del sentido de la ‘república’ como
gobierno de la ley y defienda una definición clásica del gobierno representativo. Tampoco
resultaría tan singular que quienes se consideran herederos dilectos (¿por sangre o por mérito?)
de la república posible alberdiana en su plasmación práctica acusen como reduccionista la
pretensión de someter las manifestaciones políticas de la ciudadanía a la pura contienda
electoral. Tal vez bajo ese prisma sea posible postular que el hegemonismo no es solamente
una derivación “perversa” del movimientismo del siglo XX que impidió la consolidación de
un sistema de partidos competitivos, sino que tiene una historia algo más antigua. Pues, como
nos recordaba Alberdi (EP, XI, 2002:159, 164, 171, 181, 186-95, Halperín, 2004), el
partidismo del siglo XIX se tenía como centro a un partido liberal que negaba la competencia
y se fundaba en un liderazgo político (el mitrismo) que escribía poemas laudatorios de la
república romana mientras que hacía caso omiso de cualquier institucionalidad que pusiera en
cuestión su ambición personal. Por ende, mientras nos debatimos entre apropiaciones
cotidianas de la república y somos testigos de cómo la mass-mediatización de la política
reactualiza la figura de los príncipes “republicanos” gobernando o con aspiraciones a hacerlo,
podemos volver a preguntarnos ¿por qué la república en Argentina siempre parece exigir una
nueva republicanización?
Quizás ahora sea el momento de plantear una pregunta de clara raíz filosófica: ¿por qué la
república es un juego imposible entre orden y conflicto, forma de vida y participación
ciudadana, estabilidad y crisis? No hay respuesta a esta pregunta, aunque nuestra tradición
intelectual buscó conjurar, por diversos caminos, este complejo enigma. Y en la construcción
de la nación cívica argentina como representación y como forma institucional se puso en
juego una disputa que nos atraviesa y no podemos evitar: ¿quién es el árbitro último del
sentido de nuestra república democrática, siempre amenazada y siempre en proceso de
refundación? Como muchos otros que los antecedieron, los hombres de 1837 buscaron un
punto de sutura, institucional, teórico o político práctico, para gobernar esa sociedad que se
les aparecía como ineludible, pero también, por momentos, incontrolable. Sus problemas nos
enfrentan no sólo a una imposibilidad, sino también a un horizonte de sentido abierto, que
hace de nuestro presente un desafío para el pensamiento y la acción política, y nos exige
recordar y recordarnos que la democracia y la república no tienen un sentido unívoco, y que
18
Gabriela Rodríguez
en ellas conviven espectros del presente y el pasado, como el tan criticado fantasma del poder
personal de raigambre monárquica, que es más importante intentar comprender que conjurar.
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