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Dietario de coartadas
Dietario de coartadas.
Víctor Olaya.
c
Copyright Víctor
Olaya, 2015
ISBN: 978-1517444648
Víctor Olaya
Dietario de
coartadas
Notas 2014–2015
Prólogo
La escritura acostumbra a desvelar aquel que somos. Se
escribe una novela, un poema, un relato, incluso un puñado
de frases sin literatura alguna, y el escritor abre una ventana
por la que otros pueden otear en sus adentros. Lo escrito
explica quién es aquel que lo escribe para que los demás
puedan conocerle.
Cuando se escribe un diario, se asume en cierto modo que
al lector le es familiar la vida del escritor, y lo anotado no
cuenta a quien lo crea, sino que, en su lugar, lo justifica; las
entradas de un diario son coartadas que uno puede emplear
para exculparse del cargo de ser una persona distinta, porque
explican por qué se es de esta forma, cómo se ha llegado
hasta quienes hoy somos y no a alguien diferente.
Supongo que iba siendo hora de recopilar mis coartadas,
más que nada por el miedo que uno empieza a tener al
futuro, a ese futuro que no parece ya tan lejano y en el que,
como acaba sucediendo sin remedio, se acaba cuestionando
de un modo u otro lo que se es y lo que se ha dejado de
ser. Las reuno aquí con la esperanza de recuperarlas más
adelante y entender así el fundamento del que vengo, y, sobre
todo, para poder excusarme ante ese yo futuro cuando todo
aquello que constituye mi identidad comience a generarme
más extrañeza que certidumbre.
v
Dietario de coartadas
A las afueras del pueblo hay una casa sencilla, sin valla,
con un jardín simple en el que apenas hay plantados unos
árboles, pero que solía tener siempre el césped bien cortado.
El otro día, nos encontramos con los ingleses y nos dijeron
que la dueña había muerto hacía un par de días, de cáncer,
una muerte repentina. Era una de las pocas personas aquí
que no conocíamos.
Hoy paso por delante mientras paseo con Inés, y veo
que la hierba está alta, descuidada. La casa ha empezado
a coger un aire de abandono mientras el césped crece y le
salen algunas flores altas y de poco color. Se confirma que
la vida de unos es siempre una señal de la muerte de otros.
***
En el campo al lado del molino los girasoles están ya
altos y a punto de florecer. Pero hay uno, en la mitad, que
se ha anticipado y ha encaramado ya una flor a lo alto
para observar a los demás, dejando un punto de amarillo en
la lisura tan verde del resto. Una flor prematura, valiente,
impulsiva. O tal vez tan solo temeraria.
***
El campo a la salida del pueblo está plantado de soja.
Con el viento de las mañanas, tiene un sonido rítmico y
1
acariciante, un tono que no es ese crujir agitado del maíz,
ni tampoco el ruido quejumbroso de los plátanos. La soja es
una planta aburrida, de poco atractivo y sin belleza, pero
tiene en estas mañanas una musicalidad innegable que vale
la pena escuchar mientras se observa el resto del paisaje.
***
A Inés le gusta dormir sobre la cama, en el centro, con
todo el sitio para ella. Le relaja estirarse entre los cojines y
saberse dueña de tanto espacio. A veces la tumbamos allí y
nos quedamos en el borde de la cama observando, mirándola
moverse mientras descubre hasta dónde alcanzan sus manos,
y si al rato se queda dormida, seguimos allí sin movernos,
viéndola respirar muy lentamente. Desde esta atalaya, nos
sentimos como observando el vasto imperio de un reino, el
nuestro, en el que tenemos la sensación de que el sol no va
a ponerse nunca.
***
La luz se fue esta tarde en mitad de una tormenta llena
de rayos. Después escampó y salí a dar un paseo con Inés,
y en el camino encontré al alcalde, que me dijo que aún
estaban arreglándolo y no creían que volviera la electricidad
hasta las diez de la noche.
A las diez, la lluvia había vuelto con más fuerza y hubo
otra nueva tanda de relámpagos, y seguíamos sin tener
corriente. Acostamos a Inés y nos quedamos en el sofá a la
luz de unas velas, hablando y bebiendo un licor de café que
un amigo mío gallego trajo hace unas semanas cuando vino
de visita.
Ahora es medianoche y Emilie está acostada, y yo me
he quedado en el salón, escribiendo esto aprovechando la
batería que le queda al ordenador y la última luz de las
velas, en una estampa que se me antoja tan romántica como
incongruente.
***
2
Hoy volvía en coche a casa y, no muy lejos de aquí, por
una carretera estrecha, me he encontrado con un tractor
que bloqueaba el camino. Iba cortando los setos a un lado
de la carretera, y he ido detrás de él unos minutos sin poder
adelantarle. Al llegar a una zona con un talud lleno de
hierbas, ha pasado la cortadora y ha dejado de pronto en el
aire un olor a hierbabuena. Después se ha echado al borde y
me ha dejado pasar, y yo he seguido mi camino llevándome
un poco de ese aroma.
***
Es el verano más húmedo en veinte años. Eso, al menos,
dice el hombre que se encarga de mantener las zonas ajardinadas del pueblo, que pasa la cortacésped de vez en cuando
y atusa un poco los setos justo antes de los días señalados.
Hoy le hemos encontrado a mitad de un paseo y se ha parado
a decirnos que está desbordado de trabajo. Hace una semana
que debería estar ya de vacaciones, pero las malas hierbas
han decidido no agostarse este verano y le están dando más
labor que de costumbre. Desde que se encarga de esta tarea,
dice que nunca ha tenido una temporada igual.
Es verdad que el tiempo es muy errático este último mes.
Llueve muy a menudo y a la lluvia le siguen días de calor,
el escenario perfecto para que el campo esté pleno de vida y
no descanse.
—No es un verano, es una segunda primavera —nos
dice el hombre antes de reemprender su marcha para seguir
trabajando.
Nunca llueve a gusto de todos. El padre de Emilie cogió
orgulloso la semana pasada tres cestas llenas de boletos, algo
inesperado en estas fechas. Para nosotros, este tiempo es
a veces una molestia, pero no tenemos mucha razón para
quejarnos, sino más bien indiferencia. Y a este hombre que
trabaja acicalando los pueblos y sus jardines, las lluvias del
verano le resultan poco agradables aunque, a decir verdad,
tampoco parecía especialmente contrariado.
Al llegar de nuevo a casa, el cielo se empieza a poner
gris y anuncia una nueva tormenta de verano.
3
***
Inés se rió por primera vez hace un par de meses, cuando
yo volví de un viaje y al reconocer mi voz se puso contenta y
echó algunas carcajadas como no había hecho hasta entonces.
Ahora la risa es parte de los muchos ruidos que hace a lo
largo del día, sobre todo a la tarde, y el que más disfrutamos
al escucharlo.
Inés tiene la risa más contagiosa del mundo. Cuando
se pone a reír, yo no puedo dejar de reírme con ella, a
veces hasta las lágrimas, hasta que me acaban doliendo los
pómulos de tanta carcajada. Creo que nunca he sido tan
feliz como cuando los dos nos reímos juntos.
***
Hemos recordado hoy, lo hacemos a veces por buscar un
recuerdo fácil y reconfortante, la forma en que Emilie y yo
nos conocimos. La historia es la siguiente:
Yo llevaba trabajando en la Universidad cerca de nueve
años. Había llegado justo al mismo tiempo que ella, que
estuvo allí haciendo unas prácticas. Coincidimos en el mismo
edificio durante algo más de un mes tal vez, pero nunca
llegamos a conocernos. Mi compañero de despacho, que era
profesor y llevaba más tiempo, sí que la conoció.
Después de ese tiempo, ella organizó un viaje con unos
compañeros de trabajo a Extremadura, para pasar algunos
días aprendiendo cosas sobre la dehesa. Se puso en contacto
con el profesor con el que había trabajado en su primera
visita, que era también amigo mío, y se llevó a sus colegas
de trabajo a Plasencia.
Como no sabía bien si él le ofrecería alojarse en su casa,
decidió buscarse un alojamiento, y probó suerte en una
página web en la que yo estaba apuntado, donde podías
encontrar a gente que ofrecía su casa para quedarte a pasar
unos días, haciéndote de anfitrión. Según me confesó luego,
la foto que yo tenía en mi perfil, aunque le pareció rara, le
resultó la más interesante de todas, así que me escribió y yo
le dije que podría venir y quedarse en mi casa sin problemas.
4
Al final, el profesor acabó proponiéndole quedarse con él
y su familia, y después de intercambiar un par de mensajes
descubrimos que los tres estábamos más relacionados de
lo que a primera vista parecía. Emilie me propuso quedar
al menos a tomar un café a pesar de que ella ya no tuviera necesidad de alojarse conmigo, y yo le dije que mejor
quedáramos a comer en mi casa. Cuando acabó su primera
jornada de visita, le dijeron dónde estaba mi despacho y ella
vino a verme y trajo una tarta de manzana para el postre.
Comimos en casa y yo hice la comida, aunque no recuerdo
qué fue lo que preparé. Lo que sí recuerdo es que después
estuvimos hablando y nos contamos cosas de viajes. A ella
parecía interesarle todo lo que yo contaba, así que me fui
animando y saqué toda mi colección de historias, y como
veía que ella iba cediendo un poco de su voluntad ante
el relato de mis aventuras, podría decirse que comencé a
emocionarme. También recuerdo que según esto sucedía, algo
por dentro me repetía que esta era una tarea ilusionante
pero inútil, porque era casi seguro que, sin importar lo que
esta primera impresión entre nosotros le hiciera pensar o
sentir, no íbamos a volver a vernos ya más.
Ella volvió a Francia y efectivamente no nos habríamos
visto más de no ser por un mensaje que me mandó cuando
vino unos meses después de viaje por Asturias, y que sin
mucha esperanza yo me afané en utilizar para retomar el
contacto. Esa, no obstante, es una historia que escribiré otro
día. Cuando se tienen recuerdos de los que se está tan seguro
y se sabe que no van a olvidarse nunca, la escritura pierde
toda su urgencia y uno puede permitirse estos lujos.
***
Hemos paseado con Inés esta tarde, haciendo el camino
que sale del pueblo y pasa por la capilla. Cuando se atraviesa
el último cultivo antes de subir al molino de viento, Emilie
se ha dado cuenta de que un grupo de tres árboles que había
antes al borde del camino, hoy sólo quedaba uno. Al parecer,
ya se sabía que el propietario tenía intención de quitarlos, y
el alcalde lo había comentado hace algunos días con enfado.
5
Emilie se ha puesto de muy mal humor, y cuando hemos
vuelto a casa ha buscado en las fotos antiguas para comprobar que efectivamente eran tres los árboles que allí había
antes. Yo he pensado que, a pesar de que paso por allí casi
todos los días, no habría sabido decir si había un árbol, si
eran tres, o si incluso no había antes ninguno. Mi capacidad
de observación siempre ha sido nula, y a estas alturas ya no
puede hacer sino empeorar más aún.
***
Nunca he tenido intención de perpetuarme o buscar
eternidad alguna. No me he preocupado por dejar huellas que
persistan en el mañana, y todo cuando he venido haciendo
hasta ahora no tenía más alcance que el instante mismo en
que sucedía.
Desde que Inés nació, me ha atrapado un deseo creciente
de crear cosas más duraderas. Donde dejo algo de mí mismo,
pienso ahora en el tiempo que habrá de quedar allí y, sobre
todo, el valor que tendrá llegado el día de acudir de nuevo
a esa verdad. Sigo sin tener afán de eternidad o de que una
parte de mi recuerdo logre sobrevivirme, pero me acucia
la necesidad de legar algo, un algo de interés que pueda
heredarse con pasión y revivirme en cierta medida al hacerlo.
Estas notas tienen ahora ese peso de lo trascendente,
porque ya no me ha de importar tanto la prosa o el mérito
literario que puedan guardar, sino saber que cuentan una
historia valiosa solo por el hecho de ser mía. Quiero legarle
a Inés algo más que los recuerdos que los años construyan,
y esta es la mejor forma que por ahora tengo de hacerlo.
Por el contrario, he perdido casi de golpe el interés por
mi trabajo. Sigue siendo una labor creativa que en sí me
resulta estimulante, pero que da un fruto que no sirve para
nada en este juego de futuros y pervivencias. Y crear algo
sin valor para estos planes míos de persistirme en el mañana
me resulta de pronto una cosa incómoda, como de andar
malgastando el tiempo, y ahora trabajo con desgana y he
perdido la eficacia de antes, que sólo con una cierta pasión
logra alcanzarse.
6
Escribir es ahora la única de mis aficiones que me satisface por completo.
***
Hoy he descubierto que soy el único habitante de este
departamento que lleva mi apellido. Al menos, si hacemos
caso a la guía telefónica. No es mucho decir, y es obvio que
este es un logro de nulo mérito, pero me parece una forma
simpática de sentirse algo especial.
Hay quien pasa la vida buscando un algo a lo que llegar el
primero, una gesta de la que nadie más pueda vanagloriarse.
Cierto es que no hay nada de orgullo en este logro mío, pero
a decir verdad no me parece un hecho más estéril y banal
que muchas de esas metas en las que otros dejan toda su
energía. El acto mismo de buscar ser alguien extraordinario
me parece en sí de lo más fatuo. No tengo espíritu alguno
de conquistador.
***
Otra comida más de domingo en el pueblo, esta vez para
recaudar fondos para la capilla de Saint Jean d‘Angles. Por
primera vez en las últimas semanas el tiempo ha sido bueno
y hacía sol. Debía haber unas ochenta personas. Hicham
y yo hemos llevado las guitarras y hemos tocado durante
la comida, sin demasiado público porque la música no se
oía mucho entre las conversaciones, pero a los que estaban
más cerca o se han acercado a escuchar parece que les ha
gustado.
He estado charlando con un hombre antes de sentarme a
la mesa, mientras me servía un vaso de floc. Me ha contado
que ha estado de viaje por España y ha visto Burgos, Toledo,
León y Segovia. El año pasado dice que estuvo en Andalucía.
Opina que, por regla general, los franceses conocen más de
España que los españoles de Francia. Estoy completamente
de acuerdo, y añadiría aún más: los franceses tienen más
respeto por los españoles que los españoles por los franceses.
Al menos en esta parte del país que conozco, que pudiera
ser que en otros sitios no despertemos tanta simpatía.
7
Después de terminar de hablar con este hombre, al que
era la primera vez que veía en una de estas comidas, he
descubierto que vive en una casa solitaria a la salida del
pueblo, una casa ruinosa a punto de derrumbarse, con un
campo a la entrada lleno de basuras por el que pastan unas
ovejas mal cuidadas. La semana pasada una de las ovejas
murió y pasaron cuatro o cinco días hasta que quitó el
cadáver, que quedaba a apenas diez metros de la carretera y
lo estuve viendo cada día al pasear por allí con Inés. Siempre
pensé que en ese lugar debía vivir alguien extraño y sin duda
con poca capacidad social, pero este hombre aparentaba ser
todo lo contrario y era muy agradable. El alcalde incluso le
ha dedicado un agradecimiento al final de la comida por su
ayuda en los trabajos de la capilla. También es verdad que
uno no ha de fiarse de las primeras apariencias porque, por
lo que he oído hablar, el tipo es no solo bastante huraño,
sino una mala persona en muchos sentidos. Será una de esas
personas que solo vale la pena conocer así, superficialmente,
sin involucrarse más allá.
A la comida han venido la hija y el hijo del alcalde,
que tienen más o menos mi edad, cada uno con su pareja.
Se les veía muy bien integrados. Al volver a casa, me ha
dado por pensar si estas comidas y estas actividades sociales
se seguirán organizando dentro de unos años, cuando Inés
tenga la edad de participar en ellas por propia iniciativa y
ser uno más en este grupo. Los que queden entonces en el
pueblo, ¿seguirán haciendo este tipo de cosas? ¿Tendrán el
mismo valor para nosotros que tienen ahora?
***
Hemos venido a pasar las vacaciones en Asturias. Mis
padres están emocionados con Inés y algo menos conmigo.
Yo ya soy alguien demasiado común a quien han visto mucho,
es normal que deje de despertar emociones y haya quien me
sustituya.
Les he traído unos ejemplares de los últimos libros que
he escrito. Al dárselos, su emoción ha vuelto, les he visto de
nuevo ilusionados, orgullosos. Aún antes de que leyeran la
8
primera página, esto me ha hecho sentir feliz y satisfecho
de haberlos escrito.
Desde que nació Inés, pienso que escribo todo esto para
ella, para dejarle un testimonio de quienes somos ahora y,
tal vez, de quienes seremos más adelante. Pero aunque ella
podrá leerlo en un futuro, en realidad me doy cuenta de
que, hasta que alcance la madurez suficiente para hacerlo,
yo para quien escribo todavía es para mis padres, ellos son
los lectores en los que pienso cuando hago esto. Incluso
sabiendo que no guardan mucho interés por lo que escribo y
que nuestros gustos literarios son bien distintos.
Con la edad viene siendo cada vez más difícil hacerse
saber cosas los unos a los otros. Escribir es la forma más
eficaz, la única ya tal vez, que tengo de lograr despertarles
alguna emoción y darles un poco de orgullo.
***
Es injusto que aquello que más amas acabe por resultarte
saciante al cabo de un tiempo, que no puedas soportar la
exposición continuada a nada en la vida, ni siquiera a aquello
que quieres. Es injusto que lo bueno sea dos veces bueno
si es breve. Debería ser mejor cuanto más tiempo pasara,
haría las cosas mucho más fáciles.
Al cabo de un cierto tiempo, acabarás por necesitar
alejarte de lo que aprecias, tus seres queridos se te harán
un lastre cada vez más pesado. De igual modo, es seguro
que a lo largo de tu vida vas a soliviantar la paciencia de
todos los que te quieren, sin importar la intensidad de ese
sentimiento.
Luego está el juego de las nostalgias y los arrepentimientos, ese vaivén emocional de querer de nuevo ver a quienes
hace un minuto deseabas dejar atrás por un tiempo para
recuperar la libertad, la calma o la cordura. Esto no hace
sino complicar más el asunto.
De cualquier forma, más vale acostumbrarse a está realidad inevitable de la vida y armarse de paciencia, porque no
nos queda otro remedio. Aunque sea injusto.
***
9
Hemos vuelto de Asturias. Me traigo muchas ideas y
reflexiones, y el regreso convoca una colección de emociones
distintas, pero tal vez la más notoria de todas ellas sea un
aprecio aún más intenso por esta tierra en que vivimos, que
gana enteros cuando se pone ahora a la luz de otros lugares.
La vida en el campo siempre fue dura en todos sitios,
pero si ha de haber un lugar donde el hombre sufre menos en
esa vida rural, donde la naturaleza le planta cara con menos
energía, este de aquí es un buen candidato. Comparado con
el rural asturiano de estos últimos días, o con otros que me
vienen a la cabeza ahora si pienso en ello, esta de aquí es
un vida campesina agradable, provechosa. El campo provee
lo justo y suficiente, y no hostiga más de lo necesario. El
clima es moderado, los relieves son amables, las estampas
no son ni lúgubres ni aciagas ni deprimen el alma en los días
difíciles.
No se me ocurre ningún lugar mejor para el hombre que
este, ningún sitio donde sea tan fácil y cómodo cubrir las
necesidades físicas y sentimentales de una persona como yo.
Es el equilibrio exacto entre la soledad y el bullicio, entre
lo salvaje y lo civilizado, entre la ocasional vacuidad de la
urbe y la vida ardua del campo.
Vivir de la tierra nunca fue sencillo, ni siquiera hoy en
día en que todo resulta más cómodo, pero algunos lugares
enseñan una filosofía más acertada que otros, recompensan
el esfuerzo de un modo más noble. Este ha de ser, pienso
ahora, uno de los rincones del mundo donde la tierra es más
benevolente con el hombre que la habita.
***
He empezado a levantarme muy pronto para poder acomodar mis horarios con los de Emilie e Inés. Ahora suelo
empezar a las 6 de la mañana y trabajo casi sin pausa hasta
más o menos las 11, y así el resto del día, si es necesario,
puedo dedicarme a otras cosas sabiendo que una gran parte
del trabajo diario ya la llevo resuelta.
Este septiembre sigue con el clima alterado de todo el
verano, y ahora llegan con retraso los días de calor y el
10
sol castiga en la mitad del día. Pero por la mañana, justo
cuando el sol asoma, el aire es fresco y hay una niebla posada
por todo el campo, incluso aquí mismo, en el jardín que se
ve al otro lado de las contraventanas que abro para empezar
mi jornada.
Hoy a esa hora he salido y he hecho un paseo muy breve,
solo atravesando de un lado a otro el pueblo todo neblinoso.
El paisaje tenía la melancolía de los octubres y el encanto
de las cosas añoradas y dulces. Cuando el sol ha comenzado
a calentar, la niebla ha desaparecido y a media mañana el
día era completamente veraniego y distinto.
Ahora antes de dormir me queda la duda de si mañana
me estará aguardando allí esta esquina prestada del otoño,
o si habrá que esperar aún algunas semanas para tenerla
entonces, cuando ya todos los días sean de ese modo, cuando
ya no resulte tan bienvenida y la tristeza de esas mañanas
sea más un lastre que un pequeño bocado de calma.
***
Ciertas cosas están hechas para olvidarse. Marion, la
prima de Emilie, acaba de tener un bebé, Milo, y hemos ido
a visitarla el fin de semana. Milo nos ha parecido diminuto,
minúsculo en comparación con Inés, que en su día, no hace
mucho, pesaba bastante menos que él cuando nació. No
importa si leo lo que entonces escribí, o si miro las fotografías
que entonces hicimos de ella; la sensación de estar frente a
alguien tan pequeño y frágil es algo que he olvidado y que no
puedo recuperar ya. No hay forma de que esos sentimientos
y esas impresiones se queden más allá del momento en que
suceden.
Me inquieta pensar que todo lo que he de vivir con Inés
de aquí en adelante esté condenado a perderse, que no haya
forma de poder revivirlo más adelante, y que encontrarse en
una situación similar me vaya a causar siempre una extrañeza
incómoda. Tengo la sensación de que uno no puede conocer
a su hijo en otra forma que la presente, y que lo anterior se
ha de olvidar para poder entender el ahora y saber cómo
afrontarlo.
11
A decir verdad, lo único a lo que esto me incita es a
disfrutar lo más que pueda cada instante, a aprovechar cada
ocasión sabiendo que es única no solo por lo especial que
esta tarea de ser padre resulta, sino porque quizás no hay
otro empeño más volátil e incierto que este.
***
Decía Pessoa que su patria era la lengua, pero bien pudiera ser que no basten las palabras para darnos pertenencia.
La frontera entre los lugares que nos son familiares y los
que nos son extraños no es tan solo una frontera lingüística,
sino una barrera que se fundamenta en otras cosas distintas,
quizás más etéreas pero igualmente humanas, tan humanas
como lo es el lenguaje que uno habla.
Todavía hablo un francés imperfecto, y es más que probable que nunca vaya a ser de otro modo. Pero este lugar,
a pesar de que en él se habla un idioma que no es el mío,
es más una patria para mí que muchos sitios de España,
que muchos lugares de mi país donde podría hacerme entender mejor en lo puramente lingüistico, pero quizás no en lo
sentimental y humano.
Por ejemplo, este lugar no es para mí un hogar más natural que el del Madrid donde nací, o que el de la Extremadura
en que viví antes de venir aquí, ni tampoco más que ese
rincón de Asturias donde mis padres ahora tienen casa. Pero
fuera de esos sitios que conozco, España está llena de lugares
donde, a pesar de hablarse la misma lengua, las cosas me
resultan más forasteras y las conversaciones más distantes;
lugares donde me siento más extraño que en esta región en
que ahora habito.
Al volver de Asturias, me he dado cuenta de que el
norte español, salvo Galicia y Asturias misma, me resultan
enormemente ajenos. La lengua allí no sirve para ubicarme
y darme ese sentir de pertenencia.
A veces me parece que venir aquí ha enriquecido los
horizontes de mis emociones, pero es probable que también
haya puesto ciertos límites y haya acotado lo que significa
pertenecer a una tierra y a una cultura, llevándolo más allá
de cuanto pueden delimitar las naciones o las lenguas.
12
Es extraña esta combinación de idiomas y sentires y
fronteras, cosas todas ellas que acaban siendo arbitrarias y
subjetivas, y que a fin de cuentas no hacen sino confirmar
que cada cual es de donde desea ser, y que no hay más
hogar que el que por una u otra razón los adentros nos piden
etiquetar como tal.
***
Se llega a un momento en la vida en que uno ha pasado
ya más o menos la mitad de esta, y al mirar atrás se da
cuenta de que en este tiempo no hizo sino ganarse lo que
ahora tiene: los recuerdos, las amistades, los amores, las
certezas. Es decir, que ha pasado la mitad de la vida en que
se siembran y se cosechan las piezas en que se apuntala lo
que uno es y lo que uno vale, y que esta cosecha ya tal vez no
crezca, sino que comience a diezmar de modo inevitable. La
segunda mitad de la vida, la que supuestamente queda por
delante, es una en la que sobre todo habremos de enfrentar
pérdidas, en la que esas piezas que nos sustentan irán poco
a poco desapareciendo.
Por alguna razón, hoy me da por pensar que estoy ya
entrando en esta segunda mitad, acercándome a las perdidas
que van a venir quizás dentro de no mucho a alterar este
presente tan dulce. Pero no lo hago con pesimismo ni con
sentimiento de encarar una catástrofe inevitable, sino con
entusiasmo, tomando esta verdad como un instigador de
otras ansias más positivas. Porque al mismo tiempo, pienso
también que tal vez sea ahora, en esta calma chicha en el
huracán de la existencia, en estos años en que se dispone
intacto de todo el rédito humano que ha logrado acumularse,
cuando la vida tenga más valor y más deba exprimirse. Y
así tengo pensado hacerlo.
***
He venido pronto al aeropuerto para ir a un viaje de
trabajo a Alemania. Emilie se fue ayer a casa de sus padres
para poder dejar allí a Inés mientras está en el trabajo.
13
Por la mañana, el aire era húmedo y con un toque de
intriga bajo la luz de las farolas del pueblo. La carretera se
metía pronto en una niebla densa hasta más allá de Auch,
una blancura espesa por la que se circulaba mal y agotaba
rápido. Me he dado cuenta de que iba avanzando muy lento,
más despacio aún que de costumbre, y con mucho cuidado
al tomar las curvas o cruzarme con alguno de los camiones
que a esas horas son los únicos habitantes de las nacionales.
Tengo ahora una percepción distinta del riesgo, no con
más miedo, pero sí tal vez con mayor consciencia, sabiendo
a ciencia cierta lo que implica. Pensamos en lo que puede
perderse y se nos acongoja el sentir, andamos cuidadosos
como si lleváramos en las manos una pieza muy frágil, pues
es así la vida de quien se sabe feliz y lo es más aún cuando
se tiene una familia, un hijo, uno de esos pocos tesoros en
que se concentran las bonanzas de nuestros días.
La felicidad es una riqueza que, como todas las riquezas,
ha de saber manejarse, y que no viene sin el peso de una
responsabilidad a la que ha de hacerse frente.
***
Escribí en otro libro que las cosas cambian más deprisa
cuando uno sale de viaje y regresa después. Ahora sé que
no hay nada que cambie tan rápido como un niño, y que
incluso la más breve de las excursiones depara sorpresas a
la vuelta.
Al volver de Alemania, Inés tenía una voz distinta a
la que recordaba. No era el tono lo que había cambiado,
pero sí la forma de usarla, la intención al tratar de hablar.
Parecía tener realmente la voluntad de decir palabras y no
solo ruidos, de articular algo con significado.
Un par de días después, descubrió que podía hacer sonidos con la garganta y cambió su forma de hablar una vez
más, para pasarse las horas haciendo sonidos vibrantes y
guturales. La novedad le ha durado solo unos pocos días
más, y ahora ya tiene otra voz distinta, mezcla de todo lo
que va aprendiendo de sí misma cada día.
Curiosamente, en ninguno de estos pequeños viajes que
he hecho he notado a la vuelta cambios físicos, siempre
14
la encuentro con el mismo aspecto. El cuerpo cambia más
despacio, pero los otros caracteres, esos en los que no nos
fijamos normalmente para ver la evolución de alguien (la voz,
la personalidad, los gestos, las profundidades de la mirada)
pueden cambiar en apenas unos días.
Al igual que los viajes sirven para hacernos sentir en
el regreso más cerca de aquello a lo que volvemos y que
siempre cambia en nuestra ausencia, todas estas pequeñas
temporadas en que no estoy en casa me traen un deseo más
fuerte de no volver a salir, de quedarme y estar con ella,
observando, vigilando, como con miedo a perderme algún
cambio que pudiera ser importante o que incluso pudiera
volver a cambiar antes de haberme dado tiempo a disfrutarlo.
***
Inés empieza a sentarse. Ha tardado menos de una semana en aprender a mantener el equilibrio, y ahora la podemos
dejar sola sobre la alfombra sin miedo. Es un gesto que no
volverá a aprender, y que será a partir de ahora algo natural,
algo que resulta casi imposible imaginarse que un día no se
supo hacer.
Damos por hecho casi todo lo que tenemos: la capacidad
innata de hacer algo, los derechos que parecen irrevocables
y fundamentales, la propiedad de cada cosa que sentimos
nuestra. Y sin embargo, casi todo lo que tenemos lo hemos
adquirido a lo largo de la vida de un modo u otro, y bien
pudiéramos perderlo de igual modo. Podríamos no saber
sentarnos, perder el equilibrio y la capacidad de estar de pie,
quedarnos sin posesiones, sin derechos, sin la mayor parte de
aquello que nos define o que nos resulta fundamental para
ser quienes somos.
Darse cuenta de esto quizás le hace a uno sentirse más
afortunado de lo que tiene y de lo que es capaz de hacer. Pero
tal vez la verdadera fortuna no sea esta, sino observar cómo
son otros quienes repiten nuestras conquistas, porque acaso
confirme que nosotros, al igual que ellos, somos merecedores
de tal suerte.
***
15
Emilie y yo hemos leído hoy algunos correos electrónicos que intercambiamos poco después de conocernos, antes
siquiera de estar juntos. El valor literario de estos textos
es nulo, pero su valía emocional está por encima de todos
los textos que he escrito y puedo llegar un día a escribir. Y
sobre todo, tienen un valor testimonial inmenso, que es en
realidad lo único que yo busco a la hora de escribir tanto
mi prosa como mi poesía.
Los correos no cuentan, no obstante, cómo fue que, después de aquel primer encuentro en Plasencia, Emilie y yo
comenzamos a salir juntos, así que este es un buen momento
para continuar el relato de esa historia.
Emilie volvió a Francia y durante algunos días después de
aquello nos escribimos correos, esos mismos que hoy hemos
estado leyendo. Unas semanas más tarde, hizo un viaje
con una amiga por Asturias, y aprovechando que estaba
en España me envió un mensaje de texto al móvil. Yo le
respondí diciendo que estaba pensando en ir a Francia en
el verano con un amigo para recorrer una ruta que rodea el
Mont Blanc, y le pregunté que si vendría conmigo. Al final
no hice aquel viaje veraniego, pero aquella propuesta sirvió
para que retomáramos el contacto.
A final de agosto conseguí convencerla para que viniera
a un festival de música folk que se hacía en Plasencia y se
quedara en mí casa, y allí fue, básicamente, donde comenzó
todo. La historia fue de lo más natural y tuvo pocos sobresaltos, demostrando que las cosas relevantes no siempre han
de tener inicios deslumbrantes, y que los hechos que van
a definir buena parte de cuanto uno es y será en la vida
pueden entrar en escena de una forma tranquila y sosegada.
De los días del festival, en aquellos inicios inciertos, el
recuerdo no es especialmente nítido, pero algo que recuerdo
es la sensación de recorrer lugares bien conocidos que tenían
sin embargo sabor nuevo: las calles del centro, la carretera
que llevaba al puerto, ciertos rincones, ciertas esquinas encontradas en el paseo de noche de vuelta a casa. Todos esos
lugares pertenecían entonces a otra persona dentro de mi
imaginario, y en apenas un par de días tuvieron de pronto
16
una nueva identidad, quedaron libres del peso del pasado. En
aquel entonces era algo que creía prácticamente imposible.
La semana después de que Emilie volviera a casa, yo me
vine a pasar con ella unos días, quizás demasiado apresuradamente pero con ilusión y una seguridad que incluso a
mí mismo me sorprendía. Cuatro meses más tarde, dejé el
trabajo y me vine a vivir a Auch. La historia que arranca
en ese momento también la iré escribiendo aquí poco a poco
cuando tenga ocasión.
***
Ser padre viene acompañado de la certeza incuestionable
de que el verdadero sentido de la vida es tener hijos. Nada es
comparable a la experiencia de ser padre y ver evolucionar
a alguien desde el mismo instante en que nace. Es un hecho
puramente biológico contra el que nada puede hacerse. Hay
quien niega esta verdad y defiende vivir la vida sin tener
descendencia, disfrutando la libertad de ser uno mismo sin
la responsabilidad de educar a sus hijos y de dedicar a
ello momentos que pueden ser empleados en otras cosas.
Qué duda cabe que es opción defendible y válida, y no
seré yo quien critique a otros por llevarla a la práctica,
pero ahora estoy convencido de que si existe es no más por
ignorancia o por un convencimiento extraño que no tiene
ningún fundamento. Me resulta tan ridícula esta opción
como la del religioso que opta por la castidad sin haber
disfrutado nunca sexo alguno, o la de quien jamás salió
de su región pero está convencido de que viajar no sirve
de nada y no quiere ver lo que hay más allá. Aunque esté
revestida de una cierta modernidad, como si esa supuesta
independencia y libertad sirvieran de por sí para hacer de
ello una opción vanguardista y moderna, a mí me resulta
una idea de mentes cerradas. Es, como digo, similar a esa
filosofía de quien reniega de todo viaje y no siente interés
por ver el mundo: una elección equivocada fruto unicamente
del desconocimiento.
***
17
Ahora empiezo a entender que el orgullo que me produce
Inés se debe a que es la única persona a la que conozco desde
su primer día de vida, de la que sé todo cuanto se puede
saber, y que sabré de ella cosas que ella misma no podrá
conocer y seré testigo de episodios que ella nunca recordará
haber vivido. Pero también, con algo de miedo y de pena,
pienso que habrá un momento en que yo ya no esté, que si
las leyes de la naturaleza funcionan como debieran, algún
día ya no podré dar testimonio de nada de cuanto haga, me
habré ido dejando sin conocer una parte fundamental de su
vida.
De estos pensamientos concluyo dos cosas. La primera,
que uno nunca puede conocer completa a otra persona. La
segunda, que el orgullo y la tristeza no tienen problema en
caminar juntos.
***
Emilie piensa que los padres sufrimos una amnesia aguda.
Cuando nuestros hijos hacen algo que nos disgusta, somos
capaces del enfado más violento, pero todo ese odio momentáneo se desvanece si unos minutos después obtenemos una
sonrisa, un gesto dulce o cualquiera de esos otros momentos
tiernos que un hijo es capaz de ofrecer. Los malos recuerdos
de un hijo parecen borrarse con una facilidad asombrosa.
Estoy de acuerdo con esta teoría, pero creo que es un
hecho aún más complejo. Mi teoría es que, en realidad, el
amor es el director de la memoria. Los recuerdos se asientan
cuando el amor así lo dicta, y del mismo modo, se borran
cuando este considera que ya no sirven a sus propósitos.
La creación o eliminación de un recuerdo es tan solo una
decisión de nuestros sentimientos.
Esto explica esas amnesias paternales y también el hecho
de que el recuerdo sea una fuerza rebelde a la que no podemos controlar, donde se almacenan instantes arbitrarios
que no obedecen a nuestra voluntad. Porque recordamos y
olvidamos lo que el amor decide que ha de ser recordado u
olvidado, y el amor es algo que no está bajo nuestro control. No podemos decidir a quien amamos, ergo no podemos
imponer a la memoria nuestras normas.
18
***
Mi jornada ahora tiene la siguiente forma: me levanto
sobre las 6:30 y trabajo hasta las 10:30, haciendo un pequeño
descanso a eso de las 8:00 cuando Emilie desayuna. Después
le doy de comer a Inés y la llevo a casa de Christine, la
mujer que la cuida hasta las 18:00. Vuelvo a casa y sigo
trabajando, y según cunda el día, me tomo tiempo para
cocinar sin prisas, o salgo a pasear o a montar en bici, o
toco la guitarra.
Está dinámica de alternar el tiempo de trabajo con
el tiempo con Inés, y tener también algunas horas para
mí mismo, me parece perfecta. Es el equilibrio justo para
disfrutar de todas esas cosas en su justa medida.
A las 18:00 recojo a Inés y normalmente hago algunas
reuniones con mis compañeros de trabajo. Emilie llega entre
las 18:30 y las 19:00, e intentamos pasar tiempo haciendo
algo juntos, a veces incluso dar un paseo rápido. Alrededor
de las 20:30 Inés come y la acostamos más o menos media
hora más tarde. Entonces Emilie y yo disfrutamos de nuestro
momento de pareja y hablamos y nos contamos el día con
calma. A mí me gusta tomarme una cerveza en este momento.
Emilie se acuesta sobre las 23:30 y entonces yo vengo aquí
al ordenador y escribo mis notas como esta.
Es una rutina que puede parecer demasiado fija, casi
mecánica, pero tiene el sabor dulce de las cosas espontáneas,
o al menos el de los momentos naturales que por aquellos
azares de la vida suceden siempre a la misma hora sin que
ello le reste valor. Como el atardecer al que el astrónomo
puede poner hora exacta y que se repite cada día según una
formula bien definida, mas sin que por ello deje de resultar
hermoso.
***
Las casas de las afueras del pueblo están dispersas, solitarias, salvo un par de ellas juntas que son las primeras
si se coge la carretera que va hacia la capilla. De todas
formas, todas quedan relativamente cerca, y se puede venir
desde ellas andando hasta el pueblo, porque la commune es
19
pequeña y esta es una geografía de andar por casa. Es decir,
que aunque no estén conectadas con el pueblo, por la escasa
distancia bien se podría decir que forman parte de él, y que
quienes las habitan deberían tomar partido en lo que aquí
sucede, por poco que esto sea.
Sin embargo, las casas de fuera del pueblo parecen vivir
en una realidad diferente, como ciudades satélite alrededor
de una gran urbe, a las que la gente va cuando lo necesita
pero no se siente parte de ella. Aquí, con un pueblo que no
ofrece servicio alguno, tal vez esta gente no venga nunca por
estas calles ni le interese lo que sucede intramuros, como
si el pequeño espacio del pueblo fuera no más el de una
finca ajena en la que nada tienen que hacer. A decir verdad,
hay una separación evidente entre quienes habitamos en el
pueblo y quienes lo hacen a esta distancia escasa pero lejos
del centro.
En nuestro paseo de hoy, al pasar cerca de algunas de
estas casas, Emilie y yo hablamos de esto y nos damos
cuenta de que no conocemos demasiado a estos habitantes
del extrarradio tan próximo de nuestro pueblo, y de que es
raro pensar que así sea a pesar del poco espacio que nos
separa de ellos. Ya sea en este u otro lugar, la distancia es
un concepto impreciso, errático, y quizás sea más lo que nos
separe de estas casas que lo que a primera vista el espacio
parezca decirnos. Lo que está claro es que, al volver a casa,
nos sentimos parte de este pueblo, y esto no es ya una
cuestión de distancia física, sino de pertenencia, de mera
historia.
***
Emilie vuelve hoy más tarde del trabajo, se ha quedado a
tomar algo con los compañeros. He pasado la tarde jugando
con Inés y ahora le he dado el biberón antes de acostarla. Se
queda tranquila, con una paz repentina, apoyada contra mi
brazo izquierdo a punto de caer dormida. Con la mano derecha, tecleo esta pequeña nota mientras la miro ir cerrando
los ojos.
***
20
Estamos ya en noviembre y el otoño sigue sin llegar. El sol
brilla desde primera hora y el frescor de la noche desaparece
pronto y a media mañana ya tenemos más de veinte grados.
Es sábado y me he despertado pronto, empujado por la
inercia madrugadora de otros días y el maullar insidioso
de la gata, que no entiende de fines de semana y quiere su
desayuno a la hora habitual. Fuera, el helor breve de estas
mañanas ha comenzado a retirarse.
Mientras espero a que Inés y Emilie se despierten, estoy
mirando fotografías mías de hace algunos años, sobre todo
de viajes. En la mesa tengo el libro que escribí después de
mi primer viaje invernal a Siberia, y que he mandado encuadernar en tapa dura. Llegó ayer por correo, y la edición más
lujosa y elegante parece darle más porte a los recuerdos que
contiene, y también más fuerza para despertar melancolías.
A falta de días fríos aquí, miro las fotos de esos inviernos
rusos y hojeo entre las páginas los pasajes que hablan de esas
imágenes. Me va cogiendo poco a poco una morriña ligera
que no sé muy bien si obedece a los paisajes o al idioma o a
las gentes, o tal vez a aquel que era yo en aquel entonces. Y
paso despacio por las frases y las fotografías, que conozco
muy bien y ya no traen nada nuevo, pero que reconfortan
al tiempo que escuecen la memoria.
Sucede, tal vez, que ya no volveremos a generar ciertas
clases de recuerdos: los de infancia, los de encontrar nuevos
amigos, los de viajar en solitario a lugares remotos. Nos
debemos contentar con las memorias que ya tenemos, y
asumir que las memorias futuras contendrán otro tipo de
nostalgias. Y quizás por ello, sabiendo que son los últimos
de su especie, nos afanamos en proteger esos recuerdos, en
pasar por ellos una vez más para fijarlos y que nunca se
olviden. Cuando, como estos, se trata recuerdos importantes,
de pronto uno se da cuenta del valor que tienen, y quiere
volver a aquel entonces no ya por disfrutar de nuevo todo
aquello, sino por el recuerdo en sí, por volver a darle forma
y asegurarse de que vive.
Se me hace extraño pensar que ahora, en esta mañana
cotidiana de noviembre, el mayor tesoro que parezco guardar
21
acerca de mí mismo es el recuerdo de un tiempo al que, aun
siendo hermoso, yo no querría sin embargo volver.
***
La dirección de la casa donde viví de niño era La Laguna,
137, en el barrio de Carabanchel. Nuestro número de teléfono
era el 4651513. Por aquel entonces no era necesario usar
el prefijo de la provincia si no se llama a otra distinta, lo
que mi abuela llamaba una «conferencia», pronunciado con
voz de circunstancia para hacer ver que el coste era mayor
y que era algo evitar siempre que fuera posible. Teníamos
un Renault 9 de color verde champagne, con matrícula M–
3696–EZ, que aparcábamos en un garaje al fondo de una
callejuela cercana, en la plaza con el numero 10.
Cuántos datos en apariencia estériles guardamos de nuestra historia. Se van quedando allí pegados, sin hacer demasiado ruido, y si un día uno hace recuento advierte que
tiene toda su historia sembrada de pequeñas cosas así: cifras,
frases sueltas, tal vez algún detalle irrelevante o fugaz que
de por sí no significa nada. Pero si se ponen todos ellos en
conjunto, conforman el paisaje sentimental del que venimos,
y no hay mejor contexto para regresarse a ese ayer esquivo
que armando el escenario sobre esta clase de memorias.
Ahora pienso en qué partes de este hoy van a grabarse en
la memoria de Inés o en la mía misma, y con las que reconstruiremos mañana cuando así convenga estos momentos. Tal
vez sean las horas a las que suena la campana de la iglesia,
el modelo de coche en que el cartero trae la correspondencia,
el color de la funda de nuestro sofá o la marca de cereales
que solemos comprar. Al final, será el corazón quien elija
sus referencias.
De las fuerzas que empujan la vida de un hombre, no creo
que haya ninguna tan poderosa como esta unión estratégica
del amor y la memoria.
***
En Madrid el Metro tiene ahora unos trenes muy nuevos,
de diseño moderno, con los vagones unidos y abiertos de
22
forma que se puede pasear sin problema de un extremo a
otro o simplemente quedarse en un lado y ver como el cuerpo
del convoy serpentea siguiendo las ondulaciones de la línea.
Antes, los vagones estaban simplemente conectados los unos
a los otros, como en un tren, y había una puerta en cada
extremo por la que se podía pasar, pero no sí el vagón estaba
en marcha, cruzando una plataforma algo precaria. A los
niños traviesos siempre les ha gustado ponerse ahí, es como
una especie de pasatiempo rebelde y universal en todos los
lugares donde hay trenes o metropolitanos así.
El otro día estuve en Madrid y fuimos a cenar con mi
tía. Quedamos en su casa y desde allí fuimos en Metro, en
uno de esos de vagones unidos que parecen una enorme
sala rodante y diáfana. Mi padre me contó que de pequeño,
cuando no tenía más que once o doce años, le cogieron yendo
entre dos vagones junto a un amigo suyo que también debía
ser aficionado a esa clase de travesuras, y les llevaron a
comisaría, esposados incluso. Así que, con esa edad aún de
chiquillo, mi padre ya había estado oficialmente detenido.
Eran, por supuesto, otros tiempos, y aunque en su tono no
había ninguna melancolía de la situación de aquella época,
cuando esposar a un chaval de once años debía ser de lo más
normal, tenía en la mirada un aire de gozo nostálgico, como si
mirando a lo largo de estos vagones ahora comunicados entre
sí, viera entre ellos esas puertas viejas y esas plataformas
donde viajar era un acto de lesa conducta pero por eso
mismo tan divertido para el pequeño que era entonces. A
mí me gustó mucho escuchar esta historia.
Creo que mi familia no es muy dada a estos recuerdos
ni a compartir historias viejas salvo cuando estas afloran de
pronto por alguna inercia extraña. No somos especialmente
narrativos, quizás nos falte esa vena teatral que hace que
recuerdos así tomen la forma de un cuento y aparezcan más
a menudo.
De cualquier forma, sí que puedo decir que he oído unos
cuantos relatos así, y junto a ellos tengo las pequeñas aventuras y anécdotas que yo mismo he visto, también ya recuerdos
que pueden rescatarse para dar forma a una pequeña historia. He pensado que quizás sea buen momento para ponerlas
23
en papel y que otros puedan saber de ellas, para escribir
también entre estas notas algún que otro episodio de la
biografía de esta familia, que sirva para recordar todos los
momentos que a fin de cuentas nos dan forma. Qué mejores
protagonistas para un relato que aquellos que el escritor
conoce de primera mano, junto a los que ha pasado todos y
cada uno de los días de su vida.
Algún día, tal vez, alguien leerá esto y podrá imaginarse
entonces cómo fue el día que hoy pasó mi madre, o aquel
episodio curioso de la infancia de mi hermana, o el miedo
de mi padre aquel día en comisaría, del mismo modo que
él lo imaginaba —porque los recuerdos así lejanos no son
en realidad sino imaginaciones— mientras en aquel vagón
de Metro una voz grabada anunciaba la próxima estación
y él me contaba aquella aventura con cara todavía de niño
travieso.
***
Mi madre, como mi tía, salía de trabajar pronto y llegaban las dos a comer a casa de mi abuela, que les tenía
preparada puntualmente la comida. Vivíamos todos en el
mismo bloque: mi tía en el segundo piso, nosotros en el
primero y mis abuelos en el cuarto. Mi madre y mi tía
comían en casa de mis abuelos aquello que tuviera a bien
preparar mi abuela, que creo que nunca fue especialmente
mañosa en la cocina, pero en aquel entonces, ya se sabe,
toda mujer se defendía más o menos a los fogones. No recuerdo la comida de mi abuela, pero recuerdo que tenía en
la cocina una piedra grande, un canto bien redondo, con el
que golpeaba los filetes antes de hacerlos. Ahora sé que esto
se llama «espalmar» la carne y que se hace para ablandarla
rompiendo las fibras y haciéndola más fina, pero sospecho
que a mi abuela el lado culinario le importaba más bien
poco y su único objetivo era hacer el filete más grande y
que cundiera más o al menos así lo pareciera.
Como mi madre salía pronto de trabajar, era ella quien
me venía a recoger al colegio. Ella cuenta que yo salía con
mi libro bajo el brazo y le decía a la señorita algo como
24
«Seño, esa es mi mama», y ella me esperaba toda orgullosa,
porque el resto de niños estaban empezando a leer las letras
y yo ya sabía leer con soltura y simplemente me ponían a
leer con mi libro y yo me entretenía mientras los demás se
esforzaban en juntar la pe con la a. La verdad es que no me
acuerdo de nada de esto, ni de lo que hacía en la clase ni de
cómo recibía a mi madre a la salida del colegio.
Lo que sí recuerdo es, ya algo más mayor y en otro
colegio, que un día cuando mi madre fue a recogerme se
le empezaron a llenar los ojos de lágrimas y yo no sabía
bien el porqué, y cuando se lo pregunté ella me explicó que
había habido un incendio en el edificio donde trabajaba y,
quitándole importancia al asunto, me dijo después que no
pasaba nada, que ella estaba bien, y que se alegraba de
verme. Yo me alegré también mucho de que ella estuviera
sana y salva, y los dos nos fuimos paseando hasta casa bien
contentos.
Es ahora que lo escribo, treinta años después, que me
doy cuenta de que aquella fue la primera vez en mi vida que
supe que alguien me quería lo suficiente como para llorar
ante la idea de no volver a verme.
***
Inés aprende el idioma silaba a silaba. Ayer era el día de
decir ma. Hoy ha sido el día de decir di. Con una sola sílaba
cuenta todo cuanto necesita decir.
Tengo ganas de que empiece a hablar y podamos contarnos cosas, que más adelante serán conversaciones, y que
tal vez un día sean ideas y pensamientos como estos que yo
hoy escribo y que dejo a veces sin pronunciar o sin saber
bien cuándo compartirlos de viva voz. Pero por ahora, este
diálogo descompensado de pocas silabas me deja el regusto
de las buenas charlas, y da algo de pena pensar que un día
ya no vaya a ser posible.
***
La felicidad es volátil en la memoria y la importancia
que tienen aquellos que nos hicieron felices es menor de lo
que uno cree.
25
La felicidad es un hecho que se disfruta tan solo en
el momento en que sucede, pero que resiste mal el paso
del tiempo. Nada hay más estéril que una felicidad pasada.
Cuando se piensa en la gente que dejamos atrás, aquellos
que tan solo nos proporcionaron alegría y nos hicieron felices
quedan como poco más que una anécdota, hermosa sin duda
pero también irrelevante. Sin embargo, hay siempre quienes
no nos dieron tal gozo, quienes incluso nos obsequiaron
tristeza, o rabia, o frustración, pero que gracias a ellos
podemos ser quienes somos hoy, y es en ellos en quien se
fundamenta el bienestar del que disfrutaremos a partir de
ahora.
Mi vida está llena de gentes de quien no guardo buen
recuerdo, de quien tal vez tenga memorias intensas o que en
su día sí me hicieron sentir bien, pero después dejaron un
poso amargo. A la luz de este presente, es menester decir
que brillan más que otros en quienes supe encontrar no más
una alegría y una calma que no ha logrado sobrevivir más
allá de esos momentos.
Quizás sea injusto recordar no con más cariño, pero sí
como más valiosos que aquellos que tan solo nos supieron
dar un bonanza temporal, a quienes de un modo u otro
nos hicieron aprender algo aunque fuera a costa de dejar al
mismo tiempo una herida. Pero al Cesar ha de dársele lo
que es del Cesar, y también ha de ser así en los recuerdos y
en lo que a construir nuestra persona respecta.
Resumiendo, la felicidad del ahora no depende de las
felicidades pasadas, sino de los aprendizajes, de las preparaciones. Este momento hermoso de hoy, agradéceselo a
quienes te enseñaron algo y te hicieron capaz de disfrutarlo,
no a quienes en otro tiempo te hicieron sin más feliz.
***
La furgoneta se para al lado nuestro a la salida del pueblo,
mientras damos un paseo. Es una furgoneta Renault grande,
algo antigua, y la conduce un hombre mayor con aire risueño.
En el asiento del conductor hay un perro que viaja muy
erguido mirando por la ventanilla con aire curioso.
26
Nos pregunta si el pueblo tiene salida por el otro lado,
porque no quiere entrar y después tener que recular por la
callejuela estrecha con la furgoneta.
—Sí, se puede salir por el extremo, la calle gira hacia la
derecha y baja a la carretera.
—¿Donde estaba el restaurante?
—Sí, justo ahí
Entonces el hombre tira del hilo de sus recuerdos y nos
dice que él conocía bien ese restaurante, que es verdad que
la calle sale, que ahora lo recuerda, y nos sigue contando
ante la mirada atenta del perro sus años jóvenes cuando era
cartero de remplazo y pasaba por todos estos pueblos.
—Pero si estaba por esta zona, siempre venía aquí a
comer, ¿eh?. Se comía muy bien. Era un restaurante muy
pequeño, no tenía más que una mesa.
También conoció la discoteca que se abrió después, aunque de ella no dice nada salvo que era el hijo de la dueña
del restaurante quien la regentaba.
—Hace mucho ya de aquello.
La furgoneta sigue en marcha, ronronea y bloquea la
carretera, pero no pasa nadie más por allí. El hombre engancha un recuerdo con otro, lanza de pronto alguna pregunta
y luego nos cuenta que aunque vive cerca, en Vic, va viajando y duerme en la furgoneta, y visita los pueblos de estos
alrededores como si estuviera viajando por un lugar lejano.
Después, sin dejar de hablar, sin dejar de rememorar
el pasado, ese autrefois donde se comía tan bien en los
pequeños restaurantes de pueblo y podías servirte tú mismo
de la cazuela, levanta el pie del freno y la furgoneta va
deslizándose lentamente, alejándose y llevándose al hombre
y al perro y a sus tiernas nostalgias.
***
Con María —aunque siempre la he llamado Masha—,
hice buena parte de uno de mis viajes a Rusia, e incluso llevé
a mis padres y a mi hermana a cenar con su familia en otro
de mis viajes, cuando estuve con ellos en Moscú a la vuelta
del Baikal. De todas las personas que conocí recorriendo el
país, con ella fue con la que más cercano siempre estuve.
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Cuando vino a España, pasó unos días en mi casa de
Madrid, y después nos fuimos a Valencia, donde vivía Ester,
mi novia de entonces, y que además resultaba que cumplía
años el mismo día que ella, el 7 de diciembre. Se entendieron
a la perfección a pesar de no ser capaces de intercambiar
ni media palabra, y creo que Masha disfrutó de ese viaje
tanto como yo de los viajes por Rusia con ella, así que de
algún modo pude devolver la hospitalidad que me había
obsequiado en todas mis visitas anteriores.
A Masha no le gustan demasiado los ordenadores y consulta su correo electrónico raras veces. Aunque esto hace
que no podamos tener una relación frecuente dada la distancia a la que estamos, yo le escribía de vez en cuando
algunos correos, y ella me respondía largas parrafadas, y
así manteníamos un contacto suficiente para que cuando yo
volviera a Moscú, donde ella vive a pesar de no tener en
absoluto espíritu moscovita, nos encontráramos y retomáramos los mismos temas —casi siempre sobre viajes— como
si el tiempo no hubiera pasado.
Hace unos meses que le escribí un correo después de no
saber nada de ella, y para contarle además que Inés había
nacido. Esperé durante semanas, pero no hubo respuesta.
Cuando ya me había olvidado de aquel mensaje, hace más
o menos un mes, pensé que tal vez habría cambiado de
dirección y por eso no me respondía, pero insistí y volví a
mandarle un nuevo email, añadiendo algunas fotos de Inés
más recientes. Hoy por fin he encontrado una respuesta en el
buzón, que tan solo dice «¡Hola! Enhorabuena por el bebé».
Me ha resultado muy decepcionante.
La mayoría de las amistades están condenadas a apagarse,
quizás a conservar valor en el recuerdo pero no ya un valor
actual y legítimo. Puede ser que a esta en particular le haya
llegado ya su hora, y como todas las cosas que perecen, es
posible hacerlo con honra o sin ella. Quizás dejando escrita
aquí esta nota a modo de recordatorio, junto a lo que sobre
María ya escribí cuando relaté esos viajes rusos en que
coincidimos, logre al menos en parte que esta pérdida no
resulte tan hiriente.
Para compensar tal vez la frustración y la tristeza de
28
recibir este mensaje, hoy he hablado durante un rato largo
con Zhenya, otra amiga de Moscú con la que, a diferencia
de Masha, tengo contacto muy a menudo, y con quien, pese
a ser completamente distinta en su personalidad, tengo una
relación también cercana.
Le he dicho que voy a enviarle a su casa un tarro de miel
de las abejas de Emilie, porque la última vez que nos vimos,
mientras tomábamos algo en una terraza del Parque Gorki,
le resultó muy interesante saber que Emilie tiene colmenas
aquí cerca de casa. Estoy seguro de que recibirá el pequeño
regalo con ilusión.
Es reconfortante ver que uno tiene amigos de muchas
clases distintas, que es capaz de vincularse a gentes que no
se parecen entre sí y que guardan poca más similitud que
la de haber nacido en el mismo país. Llegado el momento,
algunos de ellos habrán de remplazar a los otros, y es bueno
saber que en cualquier caso se encontrará siempre alguna
amistad cercana en la que deleitarse. Pero ello no quita que
una perdida, independientemente de lo que quede tras ella,
escueza en el pequeño orgullo que uno guarda.
***
Este mes va ser intenso en lo que a viajes respecta. Ahora
estoy en el aeropuerto camino de Muenster, en Alemania, y
desde allí iré a Amsterdam para una reunión, sin volver a
pasar por casa para así ahorrar trayectos. En total será casi
una semana lejos de Emilie y de Inés.
Después, a principio de diciembre, vuelo a Washington
para otra reunión, vuelvo para estar tan solo una noche en
Francia, y me voy de nuevo, esta vez a España para celebrar
la boda de un amigo de la universidad.
Algunas de estas actividades son interesantes y otras
menos, pero el hecho de tener que desplazarse y estar fuera durante un tiempo hace que pierdan una parte de su
interés, o al menos que aparezcan revestidas de una cierta
incomodidad y se participe en ellas con desgana.
Al viaje de la boda, el plan original era ir con Emilie
e Inés, pero resultaba demasiado complicado y al final iré
29
solo, con más tranquilidad y más facilidad para organizarme.
Otra cosa ya es la logística sentimental, el adaptar todos
estos compromisos a las voluntades del sentimiento, a los
momentos en que uno prefiere quedarse y no partir, y a los
ritmos de cada cual para con los demás. No resulta fácil
poner distancia de por medio cuando se desea estar cerca
para compartir algo, aunque sea no más la rutina de las
tardes o el minuto que pasamos justo antes de acostarnos,
mirando cómo duerme Inés en su cuna.
Esperando a que llegue la hora de embarcar, tengo la
sensación de que aquí arranca no solo una pequeña excursión
de trabajo de unos días, sino todo este mes que me espera
yendo de un lado para otro, alejándome de casa y volviendo
para irme de nuevo, como si fuera un recorrido más largo el
que me aguarda o un viaje de esos importantes que requieren
el ritual melodramático de la despedida. La misma sensación
que en otro tiempo tuve cuando emprendía alguno de mis
viajes a solas por el mundo, y que entonces era igual de
inquietante pero a la vez era agradable, significaba algo en
mi historia que me provocaba un cierto regocijo, incluso un
poco de orgullo quizás, en lugar de esta melancolía de ahora.
No debe haber lugar más doloroso para sentirse triste y
solo que un aeropuerto.
***
Estos viajes de trabajo no son en realidad viajes, o no
al menos en el sentido de lo que la experiencia de viajar
significa. Apenas hay tiempo para ver nada, todo está más
o menos establecido y controlado (y sin algo de azar y de
sorpresa el acto de viajar es estéril), y nunca se es capaz
de llegar a la gente del lugar que se visita, que es a fin de
cuentas lo más importante de todo viaje.
A veces, sin embargo, estos días de trabajar fuera de casa,
de acudir a una reunión o una conferencia, dejan el sabor
mismo de los viajes, en ocasiones incluso con la intensidad
en que lo hace un buen viaje en los días inmediatamente
después del regreso. Porque en estas pocas jornadas de
trabajo a veces se hacen amistades fugaces pero agradables,
30
se reencuentra a algún compañero o a alguien a quien se
conoció en una ocasión similar tiempo atrás, y el momento
de la despedida guarda esa melancolía de los vínculos breves,
aún sin completar, y de los que no se tiene certeza alguna
sobre su futuro.
La experiencia emocional en estos viajes de trabajo a
veces es, al menos en la incomodidad que causan en el alma
del viajero, muy similar a la de un viaje intenso y cargado
de componente humana.
Ahora voy camino de Amsterdam desde Alemania, dejando atrás mi primera reunión, de la que he disfrutado más
de lo esperado y en la que he conocido gente interesante, y
hacia otra que, en principio, no me estimula especialmente. Tengo la sensación de estar en una de esas transiciones
violentas que a veces aparecen en los viajes largos, cuando
un lugar que se visita le ofrece al viajero una satisfacción
inesperada y se ata más de lo debido a otros durante un
tiempo, y aunque le gustaría quedarse allí tiene que partir
y dejar atrás algo a lo que es probable que nunca regrese. Y
le sobreviene entonces una melancolía anticipada, una que
las más de las veces desaparece pronto, pero que hace difícil
continuar camino y le trae deseos de volver a casa.
Al menos, este viaje entre lo hago en tren, y no debe
haber mejor modo de transporte para un viajero melancólico
que un tren.
***
Apenas hay unas veinte personas en nuestro pueblo. Si
salgo de casa a hacer mis paseos o a dar una vuelta con Inés
y Emilie, a lo sumo me encuentro con una o dos personas,
tal vez algún coche de alguien conocido que saluda. Hay
días en que no veo a nadie salvo Inés y Emilie en toda la
jornada.
Hoy paseando por Amsterdam debo haberme cruzado
con unos cuantos miles de personas. Al cruzar las calles,
esperando que el semáforo se pusiera verde o que el tranvía pasara, grupos de unas cien personas se agolpaban al
borde de la acera, alrededor de mí, y reanudaban de nuevo la marcha como enjambres bien coordinados. Toda esta
31
cantidad de gente me resulta apabullante, demasiada para
lo que ahora soy capaz de tolerar, aunque al cabo de un
rato de pasear entre el gentío toda esa masa ha empezado a
resultarme indiferente.
Lo más perturbador de esta experiencia ha sido, sin
embargo, ver a la gente con bebés, empujando sus carritos
mirando hacia todos lados y abriéndose paso a través de la
gente y las bicicletas sin poder moverse fuera del flujo de
estas. Me ha causado una especie de angustia imaginarme
en esa situación, con Inés, caminando por aquí en lugar
de hacer nuestros paseos lentos alrededor de casa. Todo lo
que hacemos allí sería aquí imposible: ir por la mitad de la
carretera, lanzar el carrito hacia adelante y dejarlo marchar
sabiendo que no ha de pasar nadie, pararme y girarlo para
intentar que ella vea los corzos corriendo por el campo o la
garza que ahora suele haber en uno de los campos de las
afueras y echa el vuelo siempre a nuestro paso.
Cada día estoy más convencido de que hemos elegido
un lugar perfecto para vivir, no ya por lo que a Emilie y
a mí respecta, que a fin de cuentas sabríamos adaptarnos,
sino como familia. No digo que sea mejor o peor para un
niño crecer en uno u otro lugar, pero la experiencia de ser
padre la encuentro más completa en la vida que llevamos
en nuestro pequeño pueblo.
***
Me gusta las cosas que cumplen una función inútil, esos
elementos de un paisaje que parecen puestos en otro tiempo
en que tal vez su tarea tuviera más sentido, o tal vez dejados
allí a la espera de que un día cumplan un cometido más
necesario, y mientras tanto le van dando valor y algo más de
entidad al lugar que adornan. Me llama la atención el panel
grande y bien lustroso que hay a la entrada de pueblos casi
desiertos donde nunca arriba ningún forastero necesitado
de esa información, o una señal de «stop» en un cruce de
dos carreteras olvidadas en el que jamás coincidieron dos
vehículos, o un banco frente a una vista sin interés en mitad
de un camino que nadie transita.
32
Estas pequeñas cosas tienen una honestidad motivadora,
y se me hacen símbolos de una tozudez admirable frente a
la que no puedo sino sentir una cierta compasión o al menos
esbozar una sonrisa. Y sobre todo, me hacen recordar que
nuestra propia existencia no tiene mucho más sentido, y
que no solo es que estamos aquí para cumplir una tarea
inútil, sino que ni siquiera sabemos cuál es nuestra misión
y nuestro cometido, nuestra razón de ser, y a pesar de ello
aguantamos y luchamos como si se tratara de un ideal bien
definido.
***
Nunca he tenido capacidad alguna para la ficción. Alguna vez, con poco éxito, he intentado escribir alguna historia,
crear personajes e inventar una trama más o menos imaginaria, pero nunca he logrado nada que valga la pena. No
estoy capacitado para la inventiva literaria, y hace tiempo
ya que he asumido que no voy a ser capaz nunca de escribir
nada que no sea la pura realidad de la que soy testigo.
Durante un tiempo, viajar tuvo para mí el aliciente
de proporcionarme una historia digna que poner en papel.
No importaba si el viaje era excitante o rutinario, si lleno
de sobresaltos o completamente predecible; salir de casa y
echarme a la carretera me ponía en un contexto sobre el
que valía la pena escribir, y me daba una oportunidad de
ejercitar mi prosa sin necesidad de tener que inventar un
escenario yo mismo. Sin ese cambio de lugar y de entorno
que el viaje aportaba, me faltaba la inspiración necesaria
para escribir nada.
Hace tiempo que escribo sin necesidad de viajar, e incluso
con más intensidad cuando estoy en casa que cuando salgo
de viaje. Mi narrativa, que sólo despertaba en la carretera,
de pronto empezó a ver temas interesantes en el lugar mismo
donde vivo, historias inspiradoras en lo que hago cada día u
otros hacen alrededor mío. Pensándolo bien, mi vida viajera
no es más interesante que mi vida de diario, e incluso, dejando de lado el exotismo del viaje — que nunca fue el eje
de ninguno de mis diarios—, menos intensa y cargada de
33
significado. Mi vida normal, en realidad, es mejor material
para un libro que cualquiera de los viajes que he hecho, da
más juego a la hora de hacerla prosa.
Ahora, mientras atravieso una de las épocas en que
escribo con mayor intensidad y placer, me paro a pensar
en ello y me siento satisfecho de que así sea, de haber
aprendido a ver en este cotidiano los mejores temas para
mi escritura. Quizás el mayor logro de mi vida no haya
sido sino darme cuenta de que lo más valioso y profundo de
mi existencia es lo que sucede cada día, los despertares en
apariencia irrelevantes, el paso imperceptible de las rutinas
cada jornada.
***
Papá y mamá han estado pasando unos días aquí. Nada
especialmente destacable: dimos un paseo por el Bois de
Montpellier, fuimos a comer a Bassoues y a Vic, pasamos las
tardes en casa e hicimos un poco de bricolaje. Esta parece
ser la tónica general de todas sus visitas, y el plan más que
probable para las próximas veces que vengan.
Sienta bien dejar que otros tengan sus propias rutinas
allí donde tú tienes las tuyas propias. Que otros habiten tu
hogar sin sentirse extraños, teniendo sus costumbres y sus
lugares comunes, es una buena señal de entendimiento.
***
Otra nota para mi compendio de lecciones vitales: cada
cual tiene sus ritmos y sus instantes precisos en que las
etapas de la vida comienzan y terminan, y no vale la pena
intentar que sea de otro modo. Es decir, no es buena idea
pensar que ciertas cosas han de hacerse a una edad y otras
tantas más tarde. No hay muchas experiencias vitales para
las que exista como tal la idea de «pronto» o «tarde», y lo
único que existe en todo caso es una horquilla muy amplia de
tiempo en la que cada etapa puede desarrollarse. Tampoco
existe un orden concreto en que llevar a cabo el plan de
nuestra vida, que tiende a ser caótico y a no cobrar sentido
34
más que al cabo de los años, cuando ya se tienen todas o
casi todas las piezas del rompecabezas.
Yo a veces he tenido la sensación de ir desacompasado
con los ciclos vitales que habrían de corresponderme, como
si hiciera las cosas a una edad que no era la normal y quizás
no la más adecuada para ello. He visto como la mayoría
de la gente a mi alrededor pasaba por etapas que para
mí quedaban ya atrás, o para las que en ese momento no
estaba preparado y tendría aún que esperar algunos años
para estarlo. Solo ahora, ya con un cierto bagaje y con
un buen número de esas etapas a mis espaldas, puedo ver
que, haciendo balance, he pasado por todas las mismas
experiencias que los demás, si bien en momentos distintos
y con enfoques tal vez también diferentes. Algunas quizás
hubiera sido mejor cambiarlas de instante, pero es probable
que eso hubiera alterado otras que llegaron en el momento
preciso. Globalmente, estoy satisfecho con el plan que dejo
atrás, y llegados a un punto medio de la vida como este,
creo que cualquiera debería estarlo.
Hay un tiempo para ser responsable y otro para cometer
locuras, un tiempo para ser libre y otro para dejarse atrapar,
un tiempo para explorar y otro para indagar tan solo en
lo inmediato. Esos tiempos son distintos para cada cual,
y de nada sirve intentar cambiarlo, es inútil reordenar los
periodos que el azar dispone en nuestra vida.
***
Creo que siempre he tenido algo de miedo a escribir sobre
el lado aciago de mi historia, como si poner en papel las
cosas difíciles por las que he pasado pudiera de algún modo
conjurarlas y traerlas de vuelta. O, más bien, como si fuese
mía la culpa de esos momentos oscuros y al materializarlos
en un texto esta se hiciera más evidente, y el texto mismo
fuera un dedo acusador más difícil de acallar que la simple
memoria.
Con la poesía es distinto; he escrito mucha poesía triste,
derrotada, pero tiene un tono más genérico y menos personal.
La prosa da demasiados detalles.Quizás por eso resulta tan
35
arduo enfrentarse a ella cuando viene para echarte en cara
algo de tu pasado.
El caso es que, aun en esta época tan feliz por la que paso,
los momentos duros siguen estando ahí. En realidad, siempre
lo están. El hombre esta hecho para lamentarse, y aunque
sepa que es afortunado y sus dolencias son apenas una
incomodidad pasajera, encontrará algo con lo que sentirse
desdichado al menos de cuando en cuando.
Yo creo que tengo una notable propensión al melodrama
en este sentido. Cuando me llega alguno de estos momentos,
comienzo rápidamente a cuestionarlo todo, a evaluar de
nuevo si tiene sentido lo que hago o debería buscar otro
plan que no me llevara a estas situaciones desagradables. No
suelo expresar estas ideas, me las guardo para mí mismo,
pero llevo dentro un espíritu agorero al que parece caérsele el
mundo encima ante cualquier adversidad. E igual de rápido
que llegan estos momentos de angustia vital, desaparecen
en cuanto recupero la normalidad, siempre con un poco de
arrepentimiento por poner en entredicho, aunque solo sea en
mis adentros, las cosas que me hacen sentir bien la mayor
parte del tiempo. Soy de un pesimismo muy tragicómico,
debo reconocerlo.
Ahora Emilie y yo tenemos poco tiempo para nosotros,
estamos más apurados y no dedicamos apenas tiempo a
los pequeños detalles entre nosotros dos a solas. Tenemos
muchos instantes especiales, pequeñas risas, ternuras breves, pero casi todas son alrededor de Inés. Es difícil ahora
encontrar esos momentos cuando estamos los dos solos, algo
que tan solo sucede por la noche, cuando Inés se acuesta
y podemos cenar tranquilos y hablar. Y si Inés tarda en
dormirse o tiene un día malo en que reclama más atención,
a veces es difícil soportar la situación y nos empezamos a
angustiar y acabamos refunfuñando.
Creo que mi mayor motivo de enfado ahora es que cuando
tengo que ocuparme de Inés en estos momentos, o incluso
cuando se porta bien pero requiere estar con ella y no se
la puede dejar sola (esta semana ha tenido, por ejemplo,
unos días caprichosos en que no quería quedarse sola al irse
a dormir y había que pasar tiempo a su lado hasta que
36
cayera rendida), pienso demasiado en el tiempo, en esta
forma impuesta de gastarlo. El tiempo siempre ha sido algo
muy valioso para mí, y algo con lo que he sabido siempre
jugar bien y aprovecharlo al máximo. Ahora, mi tiempo está
casi todo en manos ajenas, y sentir que me faltan minutos
al final del día para hacer ciertas cosas me produce una
cierta angustia. He dejado de hacer algunas cosas, y a otras
les dedico mucho menos que antes, pero sigue habiendo
un mínimo necesario, un rincón que necesito para poder
ocuparme de todas esas tareas que me persiguen: terminar
bien mi trabajo, escribir estos textos, salir a pasear, hacer
música.
Tengo que intentar ser más comprensivo en estos momentos y dejar de lado esa vena apocalíptica que me asedia
y exagera los problemas. No pasa nada por no poder hacer
ninguna de esas cosas, ya se harán otro día, o tal vez no
se harán nunca, qué más da. Tengo que aprender que el
tiempo con Inés no es tiempo perdido aunque sea difícil de
sobrellevar a veces. Y tengo que darme cuenta de que estos
momentos no son en realidad tan malos, solo hace falta un
poco más de paciencia para transitarlos.
Esto me repito a mí mismo cada vez que pasan estos
episodios y pienso en la angustia que he tenido, en cómo
tenía ganas de olvidarme de todo y estar en otro lugar; me
digo que, en realidad, no son cosas importantes, que no tengo
nada vital que pueda perderse, que estas crisis en mi vida
de padre son solo un mal menor, una simple incomodidad
que es parte ya de mis rutinas. Que, a fin de cuentas, Inés y
Emilie son lo único que de verdad importa.
***
Conocí a Emilie gracias a que ella se puso en contacto
conmigo a través de Internet para preguntarme si podía
quedarse en mi casa unos días, como ya he contado antes.
Cuando volvió a Francia, mantuvimos el contacto a través
de correos electrónicos y llamadas, y estas después se convirtieron en videoconferencias. Siempre que podía, cogía el
avión para venir a verla, o ella hacía lo propio y volaba a
España para poder encontrarnos durante un par de días.
37
Cuando me vine a vivir a Francia, no dejé de tener estos
encuentros virtuales, simplemente cambie las caras al otro
lado del aparato y puse a mis padres y a mi tía en lugar de a
Emilie. Es a través del ordenador como me mantengo ahora
en contacto con ellos, y también con todos los amigos que he
dejado atrás pero con los que sigo compartiendo cosas como
hacía antes. Y es de este mismo modo como mi familia puede
seguir el día a día de Inés, que aunque lejana, está presente
en sus vidas y así ellos pueden ir desarrollando con ella el
vínculo que ese contacto, directo o virtual, alimenta con el
paso del tiempo. Y cuando tengo que ir a verlos, lo hago en
avión, en uno de esos cacharros que no me despiertan gran
simpatía pero que son verdaderos prodigios de la técnica y
la capacidad creadora del hombre.
Hay todavía quien piensa que la tecnología deshumaniza,
que los avances de la ciencia nos separan a unos de otros y
que la vida primitiva nos hace más cercanos y mucho más
humanos. Yo no sé cómo son las vidas de otros, pero las
cosas más humanas, más sentimentales, mas hermosas de mi
vida, sin duda habrían sido muy difíciles o quizás imposibles
sin el concurso de toda esta tecnología que tengo la suerte
de poder disfrutar, sin esas máquinas, sin esos medios de
transporte fríos tal vez, pero modernos y eficaces.
La tecnología no deshumaniza, sino que, al contrario,
nos permite dedicar más tiempo al lado humano que escondemos, ser más eficientes en el uso de nuestra humanidad,
nuestra bondad o nuestros afectos. ¿O es que acaso podría
yo hacer llegar este texto tan mío, tan personal, tan orgánico, a aquellos a quienes quiero si no fuera gracias a este
supuestamente frívolo ordenador en el que lo escribo?
***
Como el otoño es tardío y hace más calor de lo normal
a estas alturas del año, las hojas resisten en los árboles algo
más tiempo, y los tonos que debieran ser rojizos aún son
amarillos y los amarillos todavía verdean. Los chopos del
pequeño bosque enfrente del molino, esos han perdido la
hoja casi por completo, pero los plátanos del paseo aguantan
y se van desnudando muy lentamente.
38
Al pasear junto a ellos, en estos días de viento, se va notando cómo cambia su voz según pierden hojas. Al principio,
tienen el vibrar completo, ese sonido de hojas crepitantes y
alborotadas. Luego van perdiendo fuerza y hay más fuelle
que crujido, y muy pronto, cuando un frío repentino acabe
por tirar el resto de hojas, no quedará más que el puro
ulular del viento sonando aflautado entre las ramas secas,
sacándole notas a la madera sin hoja alguna que baile a su
ritmo.
El paso de los árboles desde la vitalidad del verano a la
latencia inerte del invierno es un espectáculo triste para la
vista, pero más triste aún para el oído.
***
Ya es de noche cuando voy a recoger a Inés a las seis.
No noche cerrada, pero casi, justo un punto antes de que el
cielo se opaque y se deje de distinguir el relieve. Hoy había
la claridad justa para intuir al fondo las colinas según venía
de casa de la nounou (me gusta mucho esta palabra, es
mucho más entrañable que decir niñera, que no es una voz
nada simpática), que está en la línea de colinas de enfrente.
Sobre este paisaje, las únicas luces a la vista eran las ocho o
diez bombillas de las farolas del pueblo, anaranjadas como
pequeños fuegos ardiendo en la distancia. Todo lo demás era
oscuridad, un vacío despoblado que, mientras lo atravesaba
en el camino de vuelta viniendo hacia esas luces como quien
marcha guiado por un faro, me ha hecho sentir perdido,
abandonado en mitad de una nada desierta.
Desde la soledad oceánica de esta colinas nocturnas,
llegar a casa ha sido como arribar a tierra firme, al calor del
interior donde Inés ha sonreído con gesto de también ella
saberse a salvo.
***
Inés comparte la nounou con otro niño, Helio, que es
el hijo de los de la granja vecina, donde se hace un queso
brie de cabra que a Emilie y a mí nos encanta. Helio tiene
apenas un par de meses más que Inés, pero es completamente
39
distinto, enorme y gordo, y muy feo, aunque es verdad que
tiene una sonrisa dulce y un aspecto bonachón. Viéndoles
juntos, Inés parece mucho más frágil y también más refinada,
como una pequeña damita al lado de un pequeño monstruo
rudo. Helio es como una especie de muzhik ruso hecho bebé.
A Inés no le gusta mucho que la toquen, y al principio no
le agradaba la presencia de Helio. Ahora se va acostumbrado
y ya juegan juntos, aunque aún tiene algo de recelo, porque él
sabe gatear y ella todavía no se mueve, y a veces eso la pone
nerviosa. Se debe sentir algo indefensa ante la envergadura
y la torpeza de su amiguito, es comprensible.
Christine, la nounou, les sacó a pasear el otro día en el
carricoche de gemelos que tiene, uno al lado del otro, para
aprovechar que sigue haciendo buen tiempo. Parece que a
Helio ya no le gusta tanto el ir sentado y sin moverse, prefiere
explorar por sí mismo, agarrarlo todo, curiosear, así que
como lo único que tenía cerca era Inés, decidió probar suerte.
Inés no estaba especialmente recelosa en ese momento y no
se quejó, y él le acabó cogiendo la mano y fueron así durante
un rato.
Christine me lo ha contado hoy cuando he recogido
a Inés, y me ha parecido una historia simpática. Me los
puedo imaginar con sus manos mal cogidas, él curioseando y
ella probablemente sin prestar demasiada atención. Es una
escena graciosa.
Ahora estamos Inés y yo en casa, esperando a que llegue
Emilie, y la tengo sentada en su trona jugando con un
muñeco.
—Me ha dicho Christine que ya tienes novio —le digo.
Como si me entendiera y se ruborizase un poco, esboza
una sonrisa con su boca aún sin dientes y agita frenética el
pequeño monito de peluche mientras mira hacia otro lado.
***
Hoy es miércoles, el día que Emilie no trabaja y se queda
en casa, y no llevamos a Inés con Christine. Ha sido un día
rico, hemos hecho muchas cosas y hemos disfrutado de estar
los tres juntos. Aunque estos días Inés estaba más nerviosa
40
y le costaba dormirse por la noche, hoy ha caído rendida
después de tomar el último biberón, y nosotros hemos recuperado este tiempo nuestro de estar a solas después de la
cena.
Lo que nos ha faltado hacer hoy ha sido dar un paseo.
No hemos salido casi ni a la puerta de casa, y no porque el
día no acompañase, que era algo frío pero soleado, sino por
haber estado ocupados con otras cosas.
Le digo a Emilie que voy a ir a tirar la basura, y ella me
dice que me acompaña, que demos un paseo juntos ahora
que Inés ya está dormida. Cojo la bolsa de basura y ella
agarra un par de cosas sueltas para reciclar, y caminamos
despacio en una noche muy oscura, calle arriba hasta los
cubos que hay a la entrada del pueblo, contándonos las cosas
mismas de las que habíamos empezado a hablar a la cena.
El paseo son unos doscientos metros como mucho, pero
hace frío y Emilie no lleva abrigo, ha salido con lo puesto.
Tiramos la basura y yo la abrazo para darle algo de calor, y
volvemos así a casa mirando las luces del pueblo, que está
como congelado en su abandono nocturno pero tiene unos
tonos cálidos y cercanos.
El arco de la entrada es especialmente fotogénico. Mi
madre, en los días que estuvo aquí hace poco, salía por las
noches a dar un paseo como este, muy breve, solo para mirar
la quietud del pueblo y esta iluminación tan agradable. Este
aire bucólico es lo que más le gusta de nuestro pueblo.
Por el camino, nos paramos a escuchar las lechuzas en
la distancia, y luego miramos una vez más las dos luces de
la muralla que no llevan funcionando más que unos meses,
y entramos a casa como de regreso de una excursión lejana.
***
¿Qué edad es necesaria para leer como se debe estos
textos? ¿Cuándo puede decirse que un otro es capaz de
descifrar lo que guardan estas frases, devolviendo a la vida
exactamente a aquel que soy ahora? Cuando el escritor se
siente cómodo con sus habilidades y ya se sabe capaz de poner su verdad en el papel, entonces comienza a preocuparse
41
por la otra vertiente del mensaje, la de aquel que un día,
cercano o no, leerá lo escrito y lo convertirá en una idea,
una imagen, una emoción. ¿Cuándo me sentiré seguro de
que Inés será capaz de leer esto (si es que algún día tuviera
interés por ello) y entender en estas palabras lo mismo que
yo he querido dejar escrito y no algo distinto?
Supongo que es meramente una cuestión de edad, o mejor
dicho, de madurez, de madurez lectora o literaria tal vez.
Se necesita quizás tener la misma madurez del escritor para
poder rememorarle fielmente en la lectura, haber atesorado
ya la experiencia vital desde la que el texto fue construido.
Tambien pudiera ser, y esto es lo más probable, que toda
respuesta a esta pregunta carezca de sentido, porque la
pregunta en sí no lo tiene: resulta imposible recuperar a
quien escribe a través de sus textos y no hay forma de leer
estos que rememore todo lo que uno fue en su momento. Es
probable que así sea, ya digo, porque uno ni sabe (ni quiere)
contarse completo en sus diarios, y aun si fuese capaz de
hacerlo, ese futuro lector quizás tampoco quiera revivirlo de
esa manera integra y precisa, sino de un modo más acorde
con su sus imaginaciones y querencias.
Y así voy cruzando esta tarde cualquiera, hoy menos
confiado en el valor de estos apuntes, juzgando si es buena
señal esto de ir hacia el mañana más ligero de equipaje, pero
también más desprovisto de defensas.
***
No tengo nada de lo que escribí antes de cumplir dieciocho años. Tengo esta manía, no guardo nada de lo que
hago si no me satisface, es una mera cuestión de higiene
creativa. Antes de esa edad, todos los textos tenían poco
valor personal y todavía menos valor literario, así que un día
los mandé sin arrepentimientos a un olvido feliz. Lo escrito
desde entonces, con matices y aun con deseos siempre de
corregirlo, me resulta merecedor de ser preservado, y así lo
hago con no poco orgullo y sobre todo ese valor testimonial
que al cabo del tiempo he descubierto que es el activo principal de la literatura. Pero todo lo anterior me deshice de
ello sin demasiado miramiento.
42
Está claro que no tengo ninguna pretensión de archivar
completa mi labor literaria, o mi música, o cualquier otra
cosa de las que he ido componiendo a lo largo de mi vida. No
me interesa recopilar y preservar las huellas que he podido ir
dejando, mi único interés es el de preservarme a mí mismo.
Sucede, no obstante, que no hay todavía demasiadas cosas
en las que haya logrado dejar mi verdadera impronta.
***
Hace tiempo que a Inés le llama la atención la guitarra,
sobre todo el «guitalele», supongo que por ser un instrumento más chiquito. Si se lo acerco, se queda mirando, lo
manosea, le da algún que otro golpe, agarra y estira las
cuerdas, o incluso intenta morderlo. Yo vigilo para que no
se haga daño e intento sin mucho éxito enseñarle la forma
de tocarlo.
Hoy mientras exploraba el instrumento a su manera, le
ha dado con el dedo a la parte de la cuerda que hay entre
el clavijero y el mástil, y ha sacado un sonido agudo muy
gracioso. Le ha gustado tanto que se ha echado a reír, y
después lo ha repetido durante un minuto, tocando una
y otra vez y echando una carcajada con cada nota que
producía.
De pronto, su forma de explorar la pequeña guitarrita
ha cambiado. Ahora ya no agarra las cuerdas ni mete los
dedos entre ellas, ni las aporrea sin ton ni son. Parece que ha
empezado a entender cómo funciona este mecanismo y cómo
ha de hacer para sacar sonidos agradables, y ahora mueve
los dedos sobre las cuerdas con más calma, con algún que
otro ataque de furia para aporrear la madera, pero con más
delicadeza. Y cuando pasa un rato sin conseguir algo melodioso, vuelve al clavijero, a esa parte que ya cree dominar,
y con su pequeño pulgar, con una precisión increíble, pulsa
la cuerda y obtiene lo que busca. Y con cada nota, vuelve
a reírse como si fuera la primera vez que estuviera descubriendo ese sonido, y después insiste y repite la operación, y
al final levanta la vista y me mira, contenta, satisfecha, tal
vez con la misma sensación que tengo yo cuando después
43
de mucho trabajar una pieza soy capaz de tocarla completa
por primera vez.
***
Por encima de cualquier otra cualidad, la paciencia es
la mayor virtud que puede poseer una persona. Lo que aún
desconozco es cómo desarrollarla, cómo ejercitarla. Me temo
que se trata más de un don que de algo que pueda adquirirse
con el esfuerzo.
***
A media tarde he salido a dar un paseo hacia la capilla.
Todo estaba muy tranquilo, mucho más que de costumbre,
detenido como si no hubiera nadie viviendo en muchos kilómetros a la redonda. Me ha recordado a cuando Emilie
y yo estuvimos en Suecia el verano pasado, y paseábamos
de noche aprovechando que el sol no se ponía allá tan al
norte en esa época del año. La sensación era parecida, esa
de cruzar un lugar bajo la claridad del mediodía pero con
la vida congelada de la madrugada, cuando sabes que nadie
va a salir a tu encuentro porque todos duermen.
Quienes no dormían esta tarde eran los pájaros, cantando
como de costumbre, posados sobre los árboles ahora casi
sin hojas en los que se hace más evidente el muérdago, que
parece aprovechar la coartada de esta tranquilidad otoñal
para invadir sin pudor alguno.
En el lavadero, las ranas han saltado una tras otra al
agua al verme pasar. Me he quedado un minuto mirando
en silencio, intentando encontrar alguna que siguiera en
la orilla, pero no lo he conseguido. Al hacer un pequeño
movimiento, han saltado dos más, justo cuando pensaba que
no quedaba ninguna. Siempre me pasa lo mismo.
Me gusta esto, me gusta esta tranquilidad, estos pequeños
detalles, los entretenimientos breves de este paseo o de
cualquier otro de los que hago por estos alrededores. Me
gusta esta región, esta luz, este silencio, el habitar una aldea
diminuta, el significado distinto que la cercanía o la distancia
cobran en este lugar. Pienso que todavía hay mucha gente a
44
la que aprecio que no ha venido a visitarme y no han podido
ver cómo es esto, mi vida aquí, la idea de este aquí como
yo lo entiendo. Pero también pienso que a todos ellos tal
vez esto no les interese de la misma manera, por una u otra
razón, y que siendo de este modo resulta entonces imposible
transmitir estas sensaciones, como lo ha sido ya, por otra
parte, cuando otros de mis amigos han estado aquí.
Sirven de poco los orgullos cuando no pueden compartirse.
Si no se puede hacer que otro desee lo mismo que uno ha
conquistado, el orgullo tiene entonces un sabor extraño, como
de victoria lograda en una lucha que uno cree importante
pero los demás no comprenden y nunca anhelan. Le quita
mérito a las conquistas y un poco de valor a las satisfacciones.
Habrá tal vez que conformarse con el disfrute en sí de las
cosas, como si todo en la vida lo hiciéramos en privado y
nadie fuera a saberlo nunca. A fin de cuentas, los orgullos
suelen ser algo más bien inútil y estéril.
***
Hay una época en la vida en que se viaja para descubrir
otros lugares, otros mundos, para enriquecerse en el calor
de los rincones distantes y conocer por uno mismo aquello
que se ha visto tan solo en fotografías. Pero más tarde o
más temprano, acaba llegando un momento en el que el
único destino valioso es el lugar que uno habita, y se viaja
entonces para descubrir lo que queda cerca, para explorar
el aquí a través del allí, para tomar distancia y entender
mejor por qué se aman ciertas cosas. Para aprender, tal vez,
a contemplar la estampa cotidiana de cada día con el deseo
de quien mira la fotografía de un paraíso lejano.
***
A la salida del pueblo, junto a la parada del autobús
escolar, hay un campo de alfalfa del que se ocupa, creemos,
el alcalde. En la última cosecha, dejó un pequeño cuadrado,
como de diez o quince metros de lado, sin segar. Dice Emilie
que cree que es porque ahí debe haber algún nido, tal vez
45
de faisán. Lo dice con una voz alegre, orgullosa, se nota que
le gusta la forma de pensar del alcalde en estos temas.
La alfalfa estuvo ahí creciendo, en su cuadrado bien
definido, mientras fuera quedaba ya solo el barbecho, la
tierra seca durante todo el final del verano. Era un contraste
curioso, el vigor de la hierba que se había librado de la
cosecha frente al vacío del resto del campo, como un oasis
para que esos faisanes pudieran seguir con sus rutinas.
Hoy al pasar me he fijado en esa parcela y he visto
que la alfalfa vuelve a crecer, no demasiado alta, pero ya
haciendo un tapiz verde oscuro que no deja ver la tierra.
El cuadrado de antes ahora está marrón, de hierbas largas
y agostadas, y el pequeño oasis es ahora una especie de
cementerio confinado, a salvo de la invasión de la vida que
crece fuera.
Es probable que los faisanes sigan ahí, al abrigo de las
pajas largas y secas, sin saber que el lugar que ocupan ya
no es un reducto de verdor, sino un pequeño cercado de
desolación donde no parece quedar mucha vida.
***
A veces creo que los únicos textos de valor que escribo
son aquellos que dejan alguna especie de moraleja, o aquellos
donde al menos se describe algo de verdadero interés, algo
que por su propia relevancia da entidad de por sí al texto y,
si es que este está bien desarrollado, conceden al escritor una
suerte de elevada categoría. Tiendo a releer algunas cosas
que escribo y sentirme apesadumbrado cuando descubro que
no entran en esta definición, me da la sensación de haber
perdido el tiempo en una labor literaria prescindible.
No obstante, la literatura, o al menos el arte y oficio de
escribir y contar, y aunque a veces me cueste convencerme
a mí mismo de ello, no está en el episodio que uno cuenta
o en si este ha de despertar el interés de un cierto lector o
impartirle alguna lección valiosa en su lectura. La literatura,
a decir verdad, depende muy poco de todo ello.
Tengo una historia de la que me siento particularmente
orgulloso, y que ilustra bien lo anterior.
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Hace algunos años, me embarqué en un gran proyecto:
escribir un libro libre sobre Sistemas de Información Geográfica y hacer partícipes de esta aventura a cuantos quisieran
unirse a ella. La propuesta tuvo buena acogida y había mucha gente interesada en colaborar, pero como suele suceder
en estos casos, la emoción inicial se desvaneció y el trabajo
real que se llevó a cabo fue nulo. Decidí tomarlo como un
proyecto personal e intentar acabarlo yo mismo, a pesar de
que era un trabajo tal vez demasiado extenso.
Un par de años después, el libro vio la luz y puedo decir
que a día de hoy es el trabajo que más satisfacciones me ha
proporcionado, y del que quizás mayor rédito profesional
haya obtenido. Aún así, lo mejor que saqué de aquel libro
no fue por su lado profesional o técnico, sino por su faceta
literaria.
La escritura de este libro me proporcionó el mismo placer
que escribir poemas o novelas, pero nunca pensé que el
texto tuviera más valor en sí que el de transmitir aquellos
conocimientos técnicos, útiles sin duda, pero poco valiosos
como germen de literatura alguna. Nunca se me ocurrió
pensar que pudiera haber nada literario en esas páginas,
hasta que un día recibí un un correo electrónico de alguien
que decía haber disfrutado el texto no sólo por su valor
práctico, sino simplemente por la lectura, por la mera prosa
de sus páginas.
Era argentino, se llamaba Javier y era poeta. Era también
viajero y trabajaba en el mismo sector que yo y tenía más
o menos mi edad, así que de partida ya teníamos un buen
número de cosas en común. Nos escribimos unos cuantos
correos y él propuso mandarme algunos de sus poemarios,
algo que yo acepté con gusto.
No tengo la arrogancia suficiente para juzgar mis propios
poemas, pero creo haber leído suficiente poesía como para
saber distinguir unos versos de calidad de unos mediocres.
Me tengo a mí mismo por un buen lector de poesía, y debo
confesar que no albergaba mucha esperanza de que aquellos
libros que iban a llegarme desde Argentina fueran a ser algo
especial. Si uno quita a los autores consagrados, lo cierto es
que la mayor parte de poetas aficionados (probablemente yo
47
entre ellos) no van más allá del ripio insustancial o empalagoso. En poesía la clase media apenas existe, el poema que
no es bueno acostumbra a ser poco menos que espantoso.
Para mi sorpresa, el par de libros que me envió eran
de una calidad fantástica, y era además una poesía con un
ritmo muy similar al de mis propios versos, muy cercano. Fue
un placer recibir aquellos poemarios y leerlos con detalle, al
calor de una amistad que, si bien era poca y se materializaba
en no más que unas cuantas misivas entre nosotros, le daba
un aire distinto. Eran, como digo, poemarios de gran calidad.
Supongo que esto significa en realidad poco, pero en ese
rincón petulante que todo artista guarda en mayor o menor
medida, sabe bien descubrir que se tienen admiradores de
un cierto nivel, e incluso de un nivel por encima del de uno
mismo. Admiradores a los que uno es capaz de admirar con
tanta o mayor intensidad, que ya se sabe que la reciprocidad
siempre es bienvenida cuando se trata de asuntos personales.
Esta historia me viene a la cabeza ahora, entrañable y
al tiempo reveladora, porque ayer vi un documental sobre
la vida de Delibes, y contaba que de entre los libros que él
consideraba claves para formar su estilo, el más importante
de ellos era un tratado de derecho mercantil, un frío y
poco literario tomo académico donde, sin embargo, Delibes
encontró la prosa perfecta que llevaba tiempo buscando.
Ahora releo mis textos desde un punto de vista distinto,
ya sean poemas, relatos, estas mismas notas o un texto técnico que dejé escrito hace tiempo. Al final, lo que encuentro
en ellos es la prueba de ser capaz de transmitir una idea, de
tener la suerte de haber aprendido a relatar lo que guardo,
lo que veo, y de este modo poner fuera de mí, en un papel,
las verdades fundamentales de aquel que soy. Las historias,
buenas o malas, ya irán llegando si así ha de ser, o tal vez
no, pero al menos estoy preparado para contarlas, que no es
poco.
***
He enviado un relato a una revista para ver si lo publican.
Es una revista pequeña y nueva que solo tiene versión digital,
48
pero parece bien hecha. Tampoco puede uno empezar con
aspiraciones grandiosas, sobre todo siendo esta la primera
vez que hago algo así.
El relato es en realidad un capítulo adaptado de uno de
mis libros, que a su vez viene de una pequeña historia que
escribí tiempo atrás. La verdad es que nunca he sido buen
escritor o lector de relatos, pero ahora me doy cuenta de que
la mayor parte de lo que escribo últimamente puede leerse
como una colección de historias breves, imbricadas tal vez
pero independientes.
No sé cuándo tendré una respuesta, pero confieso que
sería un fracaso importante para mí si no aceptaran mi
relato. Por otra parte, no creo que me produzca un gran
orgullo verlo publicado, o que considere esto como un triunfo
relevante en mi carrera literaria. Lo más probable es que
no tenga ninguna importancia ni provoque en mí cambio
alguno. Siendo así, me pregunto por qué me enfrento a un
riesgo tan innecesario.
***
Le ha salido el primer diente a Inés. No se le ve aún,
porque ella lo tapa con la lengua y todavía no asoma apenas,
pero cuando le damos de beber un poco de agua en un vaso,
el cristal y el diente entrechocan y hacen un tintineo muy
gracioso. Se lo he contado a mis padres y a los dos les ha
hecho mucha gracia.
***
Ayer llegué a Washington para pasar unos días de trabajo.
Salí a cenar con unos compañeros, y a las diez ya estábamos
de vuelta y cada cual se fue a su habitación. Washington
no es una ciudad donde se pueda hacer mucho, al menos en
este vecindario donde está el hotel y la oficina de la empresa.
Yo lo agradecí, porque el viaje había sido largo y llevaba
en pie más de veinticuatro horas, así que caí rendido en la
cama. A las tres de la mañana ya no podía dormir más y he
aguantado dando vueltas en el colchón hasta casi las cinco
y después me he puesto en el ordenador a hacer cosas.
49
El cambio de horario juega en mi contra para el sueño,
pero a mi favor para hablar con Emilie. Inés se acababa
de despertar y hemos podido darnos los buenos días por
Skype. Emilie había dormido bien y tenía la cara radiante.
Es otra persona cuando consigue conciliar el sueño, tiene
una sonrisa que incluso en la frialdad pixelada de la pantalla
le alegra a uno la mañana por completo.
Después he salido a pasear y a deambular por estos
barrios, que ya empezaban a tener algo de actividad en esos
últimos momentos de la madrugada. A unos diez minutos
de aquí, he llegado hasta el Potomac, que es un río amplio,
sereno, y donde los primeros brillos de la mañana iban
ganando posición sobre el agua. De allí salía una senda, la
Potomac Heritage Trail, que avanzaba paralela al río. Era
un camino hermoso, con la vista sosegada del agua, pero
confinado entre la margen del río y la carretera de tres
carriles que pasa a apenas treinta o cuarenta metros. Era
una vista hermosa, pero el ruido, a decir verdad, afeaba un
poco la experiencia.
El Potomac tiene en este tramo una orilla de piedras
grandes, algunas de ellas en la mitad del cauce, con bloques
grises apilados que le dan un aire más salvaje. Un hombre
remaba en una canoa, con mucha tranquilidad, y el agua
seguía inmóvil a su paso casi como si fuera flotando. Posado
en una roca cerca de la orilla he visto un martín pescador
de un color azul apagado.
En todo el camino junto al río no he visto a nadie, pero
en el breve paseo hasta coger la senda había mucha gente
corriendo por las aceras a pesar de la hora temprana. Nunca
entenderé el poco interés que estas trochas urbanas despiertan en las gentes de ciudad para sus rutinas deportivas.
Hacía frío a esas horas, no demasiado, pero sí suficiente
para que las manos se me quedasen algo dormidas. El frío
es bueno para pasear y abstraerse, estimula por igual las
reflexiones y las nostalgias. Nada como un paseo en este
clima, pertrechado de abrigo y gorro, para darle vueltas a
algunos pensamientos y poner en orden los adentros, para
pensar en esas ideas que se asoman a tomar el fresco y piden
50
un poco de atención mientras el caminante deambula sin
destino.
Pensaba esta mañana, por ejemplo, que a veces la felicidad le puede llevar a uno a una peculiar forma de nihilismo,
donde algo le hace tan feliz que todo lo demás deja de importar, se hace irrelevante, e incluso casi la vida misma importa
poco, como si el bienestar del que se disfruta tuviera entidad
por encima de la propia existencia de uno. El sufrir es sin duda mejor cimiento para las ideas y las convicciones, porque
la alegría es un sustrato etéreo, de una solidez caprichosa, y
sobre ella no han de construirse pensamientos durables.
En esa caminata apresurada, feliz de pensar en mi familia
a pesar de estar ahora lejos de ella, se me ocurría que podría
dejar a un lado mi habitual vergüenza y entrar en un bar a
desayunar y hablar con alguien al azar sin que importara lo
que pueda pensar de mí, o que podría no presentarme en
unas horas a la reunión a la que he venido, y que si por ello
me echaran del trabajo tampoco me importaría demasiado.
Incluso pensaba que, dado el caso, podría hacer muchas otras
cosas de las que tal vez en el futuro me arrepintiera, pero
que ahora, embriagado de esta completitud vital, me darían
absolutamente igual. Diría que no tengo en este momento
ningún principio, o al menos ninguno capaz de manifestarse
por encima de esta satisfacción y del gozo algo amargo de
pensar en el regreso a casa dentro de unos días. O más bien,
que no tengo más principio ni convicción que la de volver
con Inés y Emilie lo antes posible. Todo lo demás, debo
confesar que no me importa.
***
Tengo, en cierta forma, el espíritu de un viajero de antaño,
cuando los viajes eran difíciles y arriesgados, cuando llevaba
meses o años cubrir estas distancias y el viajero estaba
verdaderamente lejos, aislado y con poca garantía de regreso.
Pienso en la distancia entre Emilie y yo ahora, miles de
kilómetros que sin embargo lleva poco menos de un día
cubrir, y me parece aun así que me queda mucho para volver
a casa. En este imaginario del viajero melancólico, tengo la
51
sensación de tener por delante una empresa casi imposible,
de días de navegación y riesgos, de mundos que pueden
cambiar en ese tiempo, y con la inquietud de que hasta
entonces no me aguarda más que el silencio, o tal vez una
carta que tardará días en llegar y una respuesta igual de
lenta.
Ha cambiado mucho la forma de viajar desde esos tiempos, pero la tristeza sigue haciendo que los viajes sean
aventuras y las lejanías angustian todavía como entonces,
porque al corazón le afectan poco los logros del progreso y
la distancia conserva aún su capacidad de amedrentarnos.
Con el tiempo, el viajero aprende que para experimentar
la ardua realidad de un gran viaje, para sentirlo así como
una gran empresa, no se requiere más que una buena dosis
de soledad contra la que luchar en el camino.
***
Qué diferente luce hoy el Potomac. Está lloviendo y no he
salido a pasear esta mañana, pero lo miro desde la ventana
de la habitación, desde el décimo piso del hotel. Ya no parece
tanto un río en calma, con ese reposo meditabundo de correr
por entre los bosques; ahora es más un río sojuzgado, sumiso,
apático, plegado a las formas y los ritmos de la ciudad y
decorado ridículamente por la guirnalda de luces rojas y
blancas que dejan los coches que cruzan el puente con los
faros encendidos.
Me siento como si viera a un viejo amigo en sus horas
más bajas sin poder hacer nada por remediarlo.
***
Inés ha empezado a comer pan. Ayer Emilie le dio un
trozó, se lo acercó a la boca, y ella empezó a chuparlo.
Mientras lo chupa, murmura igual que cuando come el puré,
como intentando contar algo. Hoy la he visto hacerlo cuando
he hablado con Emilie por Skype. Ha sido gracioso, aunque
observar estas nuevas etapas desde la distancia es un tanto
frustrante, uno tiene la sensación de que llega tarde a ellas
si no las observa allí a su lado, en primera persona.
52
***
Al acabar la cena, a la que hemos ido todos juntos, cada
cual elije su plan para seguir la noche. Yo me he quedado en
el bar del hotel con Matt y Victor, tomando unas cervezas
y mirando la misma vista sobre el río que tengo desde la
ventana de la habitación, pero con un ventanal mucho más
amplio y el doble de altura. Hay que reconocer que es una
vista imponente en estas horas nocturnas.
Les cuento mi paseo del otro día y me comentan que el
río está muy sucio, que ya a doscientas millas de aquí el
Potomac corre lleno de suciedad y raro es quien se baña en
sus aguas. A mí la verdad es que me pareció bastante limpio,
perfecto para un chapuzón si el tiempo acompañase. Como
sucede cuando median todo tipo de afectos, se hace difícil
cambiar de opinión y aceptar que algo no es como lo crees,
así que me resisto a verlo así y sigo pensando que el agua
era transparente y hermosa, ideal para bañarse en ella.
Qué resistencia tan curiosa tenemos a empezar a apreciar
lo que hasta ahora no nos gustaba, o dejar de querer lo que
hasta este momento nos despertaba simpatías. Es algo bien
sabido, pero no deja de resultar llamativo lo poco objetivos
que son en realidad los afectos.
***
Es buena costumbre despedirse de los lugares a los que
uno viaja. Conviene echar ese vistazo tranquilo de último
momento, o tal vez pasear un poco, o comer algo mientras
se mira el escenario que en unas horas se hará extraño y
distinto. Hoy antes de dejar Washington me habría gustado
dar un paseo como el de la otra mañana, tal vez en dirección contraria hacia la isla de Roosevelt, a la que se llega
cruzando un puente desde esta orilla del Potomac. En lugar
de eso, apenas he caminado cien metros hasta la parada del
autobús, y ahora ando en esa melancolía que estas transiciones extrañas causan en las entrañas del viajero, mientras
espero la hora de embarcar en un aeropuerto casi vacío.
Acabo de darme cuenta, además, de que he olvidado una
camiseta en la habitación del hotel.
53
***
He aterrizado en Londres y me he conectado a ver mis
mensajes y hacer tiempo en Internet hasta que salga el
siguiente vuelo. Tengo un mensaje de Maite, una amiga de
Plasencia que ahora vive en Alemania, a la que no veo desde
que me fui de allí pero con la que intercambiamos algunos
mensajes de vez en cuando. Me dice que tiene cáncer, de
hígado y de páncreas. El mensaje es en realidad una carta
de despedida.
No sé muy bien qué hacer o qué responder. Por ahora
le he pedido que me dé su número de teléfono alemán para
llamarle y hablar con ella, porque me apetece oírla y darle
ánimos, pero también porque no soy capaz de escribirle nada
como debiera. Mi capacidad para transmitir lo que siento en
momentos así está notablemente mermada; soy muy malo
dando apoyo, eso es innegable. No creo que hablando con ella
sea capaz de decirle mucho más, pero al menos haciéndolo
de viva voz, incluso a través del teléfono, reconfortará más
que si sólo envío unas letras.
Maite y yo nos conocimos hace ya bastante, en los primeros tiempos míos en Plasencia. Ella es mayor que yo,
siete u ocho años más, si la memoria no me falla ahora.
Mantuvimos a lo largo de años una relación peculiar: compartíamos momentos cercanos, nos acostábamos de vez en
cuando, nos contábamos nuestras historias sentimentales
con otras personas cuando necesitábamos un confidente, nos
enfadábamos algunas temporadas. De una forma u otra,
siempre acabábamos apoyándonos entre nosotros cuando
así lo dictaba ese curioso destino que une a las personas de
maneras a veces incomprensibles.
Al final, detrás de los altibajos, las risas, los consejos,
el sexo desordenado y todas esas cosas que compartíamos
juntos, lo que queda no es sino una amistad entre dos personas que se deben la una a la otra una buena colección de
momentos felices, de aprendizajes y de pequeñas pero firmes
memorias. Eso es lo que me recuerda en su mensaje, esos
momentos, que son los únicos que pasan por la criba de la
memoria cuando uno enfrenta perspectivas poco alentadoras,
54
tal vez porque así todo ha de resultar más fácil, por un mero
instinto de supervivencia emocional.
Nunca he perdido a ningún amigo, y tal vez esta vaya
a ser la primera vez. Es curioso cómo asomarse al final de
las cosas tensa los lazos entre la gente, y cuando uno hace
retrospectiva de lo vivido todo parece más cercano y más
relevante de lo que hasta entonces se creía. Me gustaría
llamarla ahora y repasar uno por uno todos esos momentos
que tenemos guardados, sé que a ella también le haría ilusión.
Pero estoy en un aeropuerto sin saber su número y lo único
que puedo hacer es escribir y revivir a solas los recuerdos,
esos recuerdos que son por definición algo ya inexistente,
pasado, pero que de pronto parecen hacerse más volátiles,
como si en secreto uno guardara una mínima esperanza de
poder repetir todas esas felicidades, hasta que la vida le hace
saber de pronto que ya resultan materialmente imposibles.
Qué horrible forma de concluir un viaje, por cierto.
***
He estado en la boda de un amigo en España. Las bodas
son eventos raros que conjugan una sentimentalidad edulcorada pero escasamente poética, una buena dosis de felicidad
y diversión, y a veces, según se tercie en el espíritu del invitado, una cierta emoción en los adentros que incomoda
como la melancolía o el nerviosismo de una primera cita.
A mí, como supongo que le pasa a muchos otros, las
bodas me despiertan sentimientos encontrados. Por una
parte, los discursos almibarados, ñoños, casi horteras, que
adornan toda boda, me resultan vacíos y poco reales, pero
al final acaban depositándome un poso inquieto y me pongo
a pensar que no dejan de ser hermosos, que incluso me
gustaría estar yo allí, ser el novio, enunciar mi amor sin
sentir vergüenza aunque sea con palabras poco acertadas.
Más allá del poco gusto que le tengo a esta manera de
publicar los sentimientos, el fondo puede en este caso más
que la forma y acierto a ver esta celebración como algo
hermoso a pesar de todo.
Por otro lado, pienso que el amor no necesita este tipo
de ocasiones, y me puede al cabo del tiempo mi querencia
55
natural por las cosas íntimas, por ese hermetismo de los
pequeños mundos que cada cual, si la suerte acompaña,
acaba formándose junto a otro.
Poner en papel mis sentimientos como hago aquí es tal
vez la opción intermedia, una especie de declaración de amor
sin testigos pero al alcance de cualquiera, una confesión sin
público y sin saberse protagonista de un momento concreto,
pero que queda como constancia firme de lo que uno siente.
Emilie y yo hemos estado hablando últimamente acerca
de la idea de casarnos. El motivo es principalmente práctico,
por aquello de dejar atados los cabos burocráticos ahora
que tenemos a Inés, pero no podemos evitar ver también
ese lado ceremonioso y algún significado más personal en
esta historia. A mí me seduce la idea de tener aquí al mismo
tiempo a tanta gente cercana, es una excusa perfecta para
que hagan algo que de otro modo quizás no fuese posible.
Hoy, sin embargo, me apetece poco pensar en esto de
casarme. Quizás cumplí mi cupo de casorios de la temporada
y no tengo energía para pensar en otro, mucho menos si es
el mío propio y he de imaginarme en estas lides, hermosas
tal vez pero, como digo, farragosas y poco poéticas. Hoy me
apetece simplemente volver a casa, estar allí, celebrar las
rutinas diarias hasta agotarme, hasta que toda la felicidad
de los gestos diarios se haya evaporado. Y si acaso luego,
tal vez, pensar en otra forma distinta de conmemorar lo que
ahora tan solo puedo echar de menos.
***
Con bastante retraso, le he enviado el tarro de miel a
Zhenya. El envío, en una caja de cartón que preparó Emilie
y dentro a su vez de un bote de metal de unas galletas
que compre en Amsterdam, me ha costado la friolera de 13
euros. Es una cantidad desorbitada, pero me hace ilusión
mandárselo y sé que a ella le gustará recibirlo, así que merece
la pena. También, pienso, es probable que no solo me motive
la mera idea del regalo en sí, sino algo de miedo, de miedo
a que las amistades se apaguen y se disuelvan entre las
distancias y lo diferente de nuestras vidas, y que haga esto
56
no más por insuflarle a esta amistad entre nosotros algo
de vida, como un recordatorio de que se piensa en el otro
y se hace un pequeño sacrificio de vez en cuanto porque
compensa el rédito así obtenido. Es, en todo caso, una razón
noble.
***
Parece que Emilie se ha enganchado con un libro de
Rusia que compré hace tiempo: Dans les forêts de Sibérie,
de Sylvain Tesson, la epopeya de soledad de un hombre que
pasa seis meses a solas en una cabaña perdida en medio de
Siberia. Lo lee un poquito cada noche antes de dormirse, y
creo que le atrae no solo la historia y el trasfondo humano
que el libro tiene, sino también el destino, esa Rusia que
parece llamarla aunque diga que un lugar tan frío y con
tanta desolación como lee en esas páginas no está hecho
para ella.
Hoy le ha picado la curiosidad por salir del libro y saber
algo más sobre el autor, y ha encontrado un pequeño documental que grabó sobre esta aventura. Lo hemos visto frente
al fuego, hoy paradójicamente intenso, con un leño que ardía
con violencia y ponía el contrapunto a las imágenes heladas
e inhóspitas.
Me gustaría que algún día fuéramos todos allí, Emilie,
Inés y yo, para poder enseñarles lo que conozco y repetirles
a ellas dos las ideas y los sentires sobre los que tanto he
hablado y escrito desde mi primer viaje a Rusia. O tal vez, si
lo pienso bien, no quiero que así sea, no quiero compartir ni
esos lugares ni esa cultura, ni tampoco los momentos en que
estando allí pude descubrir algo valioso. No es por egoísmo,
ni tampoco por querer tener solo para mí ese pequeño tesoro
que en el orgullo de mi alma viajera representan esos viajes;
es más bien una cuestión de inseguridad, de recelo. A decir
verdad, no sé si Emilie o Inés el día de mañana estarán
preparadas para entender ese país y esa realidad como yo
lo hago, y tampoco si sabrán amarlo como yo lo amo. Tal
vez prefiera no arriesgarme a esa frustración de mostrar a
alguien lo que aprecias y encontrar que el sentimiento no es
57
compartido, porque ese es un encuentro demasiado violento
con la realidad de los afectos, con la verdad de que a veces
estamos solos en nuestra pasión por algo o alguien.
Creo que es mejor no ser demasiado procaz en cuestión de
pasiones, no presumir demasiado de aquello que nos hincha
el sentir o, más aún, que permite que nosotros hinchemos el
suyo. Es siempre una apuesta más segura amar en secreto.
***
A uno le gusta pensar que es el artífice de su persona,
pero esta de creer que cuanto somos lo debemos sobre todo
a nuestras elecciones y nuestro propio trabajo es una ilusión
tan solo cierta en parte. Cuanto más experiencia tengo,
cuanto más leo, cuanto más aprendo, en definitiva, cuanto
más me formo a mí mismo, más me doy cuenta que la forma
final de la persona depende sobre todo de la educación
recibida, no de lo que uno se procura por su cuenta. Esta
labor continua de seguir aprendiendo es no más un pulir las
asperezas, un añadir un barniz lustroso sobre el fundamento
que uno ya tiene.
Con el paso del tiempo soy cada vez más consciente
de que nada puedo agradecer a mis padres tanto como la
manera en que me han educado, pues no es sino desde
ella que después he logrado llegar hasta donde estoy ahora.
Pensar que tan sólo a base de mi esfuerzo, tesón y talento
propio hubiera sido capaz de alcanzar lo mismo, me resulta
una idea prepotente y nada realista.
Ahora pienso mucho en la educación de Inés. Sé que
queda aún bastante tiempo hasta que pueda como tal ejercer
una labor educadora, que aún no puedo transmitirle saber
alguno o aconsejarla en las disyuntivas de la vida; también sé
que la de educar no es una tarea exenta de malos momentos
y dificultades, pero me gusta sentarme a imaginar lo que le
diré en ciertos instantes o cómo afrontaré algunas cuestiones
que sin duda habrán de surgir tarde o temprano. Quizás lo
haga no más porque ni yo mismo sé qué debería hacer en
esos casos, y estas fantasías mías jueguen el papel de ser
como un campo de entrenamiento donde ensayo para ese
58
futuro no tan lejano. Y al hacerlo, pienso también que la
educación es algo que se hereda en cierto modo, es decir,
que aún siendo ahora responsabilidad mía, el buen hacer de
quienes me precedieron es de alguna manera una garantía
de que la educación de Inés irá por buen camino. La buena
educación, dicho de otro modo, incluye enseñar también el
cómo educar a los que vienen después y continuar así la
labor pasada. Esto, a decir verdad, me hace sentir tranquilo
y seguro de sacar adelante con éxito esta empresa.
***
No comprendo el mar. Hay algo que se me escapa de
ese aura bucólica de los atardeceres marítimos, donde las
parejas pasean o uno se detiene a solas y se siente en paz
frente al ocaso. No comprendo las emociones que el mar
convoca, apenas me exalto ante el espectáculo de los horizontes marítimos. Y confieso que nunca he tenido uno de
esos momentos románticos a la orilla del mar, o tal vez sí
lo tuve, pero en mi lista de instantes en que encuadrar esa
magia esquiva de la vida, ninguno de ellos aparece en ese
escenario.
Emilie tampoco es emocionalmente de mar, y aunque
hemos visto el mar juntos, no alcanzo a recordar entre esas
visitas ningún momento íntimo de verdadera importancia.
Como pareja, somos indiferentes a la belleza del océano, e
insensibles a todas las pasiones que desata.
A cambio, tenemos este paisaje, la vista de las colinas
desde lo alto del pueblo, allá al fondo, el verde en lugar del
azul y los olores dulzones del campo en lugar del aroma a
salitre. Y cuando nos detenemos a contemplarlo cada día,
rutinariamente, nos vienen entonces esas emociones que
el mar no sabe arrancarnos, y hay un levante que sopla
arrastrando las pesadumbres lejos de nosotros, hacia la
distancia, hacia el mar adentro de nuestra historia.
***
Hay que saber buscarle los rincones creativos al día. Cada
jornada tiene esa revuelta escondida donde dar forma a lo
59
que nos inquieta, el momento en que uno recibe mejor a la
musa o al menos sabe ser más espontáneo.
Antes solía irme a correr por las mañanas, a primera
hora, y a lo largo de la carrera ponía en orden las ideas de
trabajo, le daba vueltas a problemas y volvía siempre con
alguno de ellos resuelto o con un planteamiento sólido con
que después trabajar el resto del día. Ahora he dejado de
hacerlo, pero en su lugar he encontrado otro oasis extraño
en mi rutina, uno donde ya no busco inspiración para esas
mismas labores de entonces, sino para estos momentos de
escritura en que proso los vericuetos de la jornada.
Antes de acostarnos, le hago a Emilie un masaje en la
espalda para que se relaje y duerma mejor. Empezamos con
esta costumbre al poco de quedarse ella embarazada, y ya se
ha convertido en un rito insalvable cada noche. Y es en ese
momento, los dos en silencio en la habitación, cuando voy
pergeñando la mayoría de estas historias, a veces buscando
en el recuento del día el relato que tal vez vale la pena, otras
dándole forma y pensando las frases.
Como hoy, que he pensado esto cuando hace un rato le
hacía su masaje de cada día a Emilie, y ahora he venido al
ordenador a escribirlo antes de irme a la cama.
***
Ish y Tom están de visita esta semana. Me he cogido
un par de días de vacaciones y les he llevado a dar paseos
y visitar algunos sitios por aquí cerca, nada especial, pero
parecen contentos con este plan tan sencillo. Son buenos
invitados, que no es tarea fácil, al menos cuando el anfitrión,
como yo hago, busca el beneficio mutuo y no tiene especial
interés en ejercer de guía.
Desde siempre he estado convencido de que ser un buen
anfitrión no pasa por volcarse en el visitante, darle lo mejor
de la casa, acosarle para que disfrute de cuanto podemos
ofrecerle como si el honor de quien recibe a otro dependiera
de un cierto rédito tangible que el viajero puede llevarse
de regreso. Creo que basta no más hacerle partícipe de las
rutinas, ponerle un plato más a la mesa y dejarle proponer
60
sus temas de conversación. En lugar de guiarle, dejar que
sea él quien nos guíe no sobre el territorio, sino sobre el
paisaje de quien él es y de quienes nosotros somos.
Ser un buen anfitrión no es muy distinto a escribir este
diario: dejar una pequeña ventana por la que otros husmean
con delectación en nuestro privado. Y más allá de la literatura o del valor práctico que guarde, lo verdaderamente
importante es dejar testimonio verídico, preciso; suficiente
para estrechar el lazo entre quien escribe y quien lee, entre
quien ofrece y quien toma.
***
Emilie nunca ha tenido sueño fácil, pero desde que nació
Inés le cuesta más dormirse, cosa de las hormonas, tal vez.
Para ayudarla a conciliar mejor el sueño, la dejo acostarse
antes, o incluso duermo en la otra habitación para no molestarla. Ha estado pasando una mala racha, así que las últimas
semanas hemos dormido separados y ahora al fin parece que
empieza a mejorar. Como estos días tenemos visita, tenemos que dormir juntos de nuevo. Cuando todos se acuestan,
me quedo mirando cosas en Internet, escribiendo, o a veces
incluso trabajando, y al cabo de un cierto tiempo me deslizo
sigiloso en la habitación y me meto con cuidado en mi rincón
de la cama. No me acerco a ella, no nos rozamos siquiera, e
intento ocupar una parte pequeña para no molestarla. Pero
volver a dormir a su lado me devuelve un regusto de hogar
que no puedo tener de otra forma, y duermo feliz, y sueño,
y me despierto a salvo de todo, con una seguridad infantil
como si nada malo pudiera sucederme.
Dormir y despertar a solas está sin duda entre las cosas
que mas fácilmente se desaprenden en la vida, y a las que
ya uno nunca parece volver a acostumbrarse.
***
Entiendo que a la gente le guste pasar todo el año en
manga corta, ir a la playa o poder salir de casa sin preocuparse de coger el abrigo. A mí también me gusta el verano
y el buen tiempo y sentarme en el jardín a leer en camiseta.
61
Pero esta luz del invierno sobre el campo perlado, serpenteando entre los arboles desnudos y tiritantes, esto no hay
buen tiempo que pueda compensarlo. Podría renunciar a
todos los veranos que me quedan por delante si cada uno
de mis días futuros amaneciera como este.
***
Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma irá a la
montaña. Pero a veces no es necesario ir a ningún lado,
basta con un poco de paciencia y todo, incluso las montañas,
acaba acercándose. Desde aquí, desde el jardín de casa, se
sienta uno a mirar hacia el sur y a través de la primera
calima del día comienza a intuir el perfil de los Pirineos.
Cuando el sol arriba, va trazando poco a poco los contornos
con pulso firme, se empiezan a distinguir los tonos allá a
lo lejos. Con el día ya entrado, se ve entonces el relieve, el
color de la nieve, allá sobre los picos aún lejanos. Y ahora,
al final de la tarde, en el contraluz del ocaso, la montaña
parece estar aquí, bien definida, inspiradora, dispuesta a
escuchar lo que queramos contarle. La montaña vino hacia
nosotros. Y el profeta que llevamos dentro puede predicar
ahora su verdad abiertamente.
***
He llevado a Ish y Tom a comprar paté y foie gras a la
granja que hay a un par de kilómetros de aquí. Siempre voy
allí cuando tenemos visita, y aunque cada vez me atiende
alguien distinto, la mujer ya me conoce, quizás porque es
más cotilla que el resto de la familia y se fija más en esas
cosas, y porque me preguntó por mi vida la última vez
que estuve allí, en lugar de simplemente despacharme la
mercancía.
—Ah sí, usted es el español. Vino hace poco, ¿no?. Vive
en Saint Arailles y trabaja en informática, ¿verdad?
Esta vez nos atiende su hija, una chica de unos veinte
años con aire inocente y gafas grandes, pero la mujer se
queda curioseando. Parece llamarle la atención que hoy mis
acompañantes sean otro país.
62
—Él es de Croacia y ella es australiana —le explico.
—Entonces, ¿usted habla español, francés y también
inglés? ¿Y lo ha aprendido así, sin más?
Pone cara de asombro, y a mí me da la sensación que en
realidad no es cara de admiración, sino más bien de sorpresa,
de no saber encajar este perfil mío cosmopolita dentro de este
territorio en el que ahora estamos. Como si no entendiera por
qué alguien en apariencia tan curtido en culturas y lenguas
ha acabado recalando en este pequeño rincón del mundo.
A mí, claro está, no me parece que exista tal paradoja, y
pienso que ella, que supongo que nació aquí y ha vivido
esto desde siempre, debería entender esta querencia y esta
historia mía mejor que nadie.
Hay cuestiones en la vida que no sabemos contestar,
que nos desconciertan, pero ninguna parece dejarnos tan
perplejos como aquella para la que nosotros mismos somos
la respuesta.
***
A Inés la concebimos la noche del solsticio de verano,
en una cabaña muy coqueta en mitad de la Höga Kusten,
una ruta de tres días que hicimos por la costa de Suecia.
Así al menos nos gusta creerlo, porque suena a historia
romántica, pero también es probable que sucediera un par
de días antes, en Oslo, en un apartamento que alquilamos
nada más llegar al país. En cualquier caso, aquellos fueron
nuestros primeros intentos de tener un hijo y la primera
vez que conscientemente perseguimos esta idea. A la vista
está que el azar estuvo de nuestra parte y no necesitamos
muchas más tentativas.
Hoy he llevado a Ish y Tom al aeropuerto, y en el viaje
me han contado que llevan tiempo intentando tener un hijo,
pero que no consiguen que ella se quede embarazada, y que
irán a ver a un médico dentro de poco. He pensado que esta
es una historia triste, y al tiempo, con algo de apuro y casi
arrepentimiento, me he sentido lleno de felicidad por ver
que también en esto la suerte me sonríe.
De vuelta, ya solo en el camino, he pensado que a veces
la fortuna es un tesoro que resulta incómodo poseer.
63
***
Creo que hoy el mundo se olvidó de girar. No lo digo
en el sentido figurado, sino de veras en el meramente físico,
en el astronómico. Me parece que esta mañana, cuando se
acercaba la hora del amanecer, la Tierra se ha parado y
no ha llegado a dar esa fracción de vuelta que le quedaba
para que saliera el sol, y así hemos pasado todo el día en
esa antesala oscura del alba conquistada por los grises y
las marchiteces. Ha sido uno de los días más oscuros que
he visto aquí nunca, de un color ceniza casi apocalíptico.
Ahora, al llegar la noche, creo que se ha puesto en marcha
de nuevo el mecanismo pero en sentido opuesto, y este día
no empezado se ha vuelto por donde vino, reculando hacia
la noche que, a decir verdad, resulta menos deprimente que
ese paisaje sin cielo y con colores sojuzgados.
Después de comer he ido a tocar a con el grupo. A través
de los campos oscurecidos, donde el trigo había perdido el
brillo verde de los últimos días, se surcaba una soledad de
esas difíciles de entender, de esas frente a las que a uno le
entran ganas de preguntarse por qué el mundo tiene rincones
tan solitarios, a qué propósito sirven, quién tuvo la idea de
crear lugares de un abandono tan abrumador.
Iba pensando en el camino que es una suerte tener esta
libertad de trabajo, poder escaparme a cualquier hora del
día para tocar la guitarra con unos amigos y volver después
para llegar a tiempo a recoger a Inés; venía sintiéndome
orgulloso de esta filosofía de vida y de esta forma calmada
de entenderla, de saber aprovechar el tiempo como se debe.
Entonces he visto al borde de la carretera, con una gorra azul,
un hombre parado que miraba al infinito. Era un hombre que
no esperaba nada, que no estaba en el cruce de un camino
o de otra carretera, un hombre para cuya presencia la única
explicación que he podido encontrar al pasar a su lado es
que simplemente estaba allí haciendo tiempo, deleitándose
en el paisaje tal vez a mitad de un paseo. Al mirar por el
retrovisor, me he dado cuenta de que el hombre ni siquiera
se había girado para seguirme con la vista, y continuaba
64
observando algo indefinido en la distancia. Antes de perderle
de vista, he visto como daba una calada lenta a un cigarrillo.
***
Quizás cueste creerlo, pero en otro tiempo yo era alguien
más triste que ahora, propenso a la quejumbre y a esa clase
de llanto vergonzante de bien entrada la noche. Testigo de
aquello son los versos que entonces escribía, que por cierto
he mandado encuadernar en tapa dura hace no mucho,
como señal definitiva de que no creo tener ya nada más que
añadir a ese respecto. También las charlas con amigos, las
confesiones, los paseos solitarios, las tonterías tantas que
uno hace cuando lo apresa el miedo y el desaliento, o la
preocupación vigilante de mis padres, que aun sin decir nada
supongo que sabrían de esos malos momentos míos.
Quizás cueste creerlo, pero en otro tiempo yo era alguien
más triste, y aunque ya digo que todo aquello está bien
documentado, me ha venido ahora una urgencia de escribirlo
aquí por si acaso, para que se sepa de un modo distinto si
todo aquello se perdiera de pronto. Casi se diría que tengo
miedo a que esto se olvide, incluso como si fuera motivo de
orgullo el tener episodios grises a la espalda.
Llega un momento en que se le empieza a tener miedo a
perder lo que se tuvo, los años de entonces que ahora uno
llama «juventud» sin saber muy bien lo que aquello significa,
y hay que aferrarse a todo lo posible para confirmar que
sigue siendo nuestro ese pasado. Que el destino nos conserve
los instantes pasados, los buenos y los malos, las sensaciones
felices o aciagas de ser quien fuimos. Porque no hay peor
soledad que la de no saber de dónde venimos.
***
Yo tenía dieciocho años, estaba en el primer curso de la
universidad y acababa de publicar un poema en un libro
recopilatorio de nuevos poetas al que le estaban dando mucha
publicidad y con el que iban a organizar toda una serie de
actividades. Mi poema, de un estilo bien distinto a cuanto
escribí después, era el que sigue (aprovecho para escribirlo
65
aquí y dejarlo a buen recaudo, porque no lo incluí después
en ninguno de mis poemarios y ya no lo encuentro en ningún
sitio más que en ese libro):
NADA
Todo este tiempo he vagado de jungla en jungla,
de muerte en muerte.
He ido de un lador a otro
eyaculando en el lodo dulce y cariñoso de las ciénagas mi justa
porción de existencia,
para luego exudar gotas de alma carcomida.
He escupido pesadillas tras masticar sueños blandos y pegajosos,
he vomitado el profundo amor intestinal eternamente ignorado.
Embriagado de un repugnante amor infantil,
en ocasiones
he deshojado margaritas de plástico
mientras el Mundo se suicidaba por enésima vez:
me quiere,
no me quiere,
me quiere,
no me quiere, no me quiere, no me quiere, no me quiere. . .
Y esta mañana,
como colofón místico y tenebroso,
he aparecido en los diarios de páginas inflamables
pidiendo socorro:
"Pretendido poeta de diecisiete años, etc.,etc. . . "(lo que viene
después no lo pongo por vergüenza).
Y ahora, ¿qué soy?
Acumulo en mí desechos de peligrosa naturaleza,
caricias etereas que un día creí sentir sobre mis manos de yeso.
Amordazado el adivino,
no me queda esperanza puesta en el futuro
y vuelvo a regurgitar dudosos instantes de un pasado ya desgastado.
(¿Por qué vuelvo al mismo punto
si ya he escrito y leido esta página cientos de veces?)
Con una aséptica fantasía esparciendo dolor por mi mente,
pienso con estúpido orgullo que yo un día tuve una de esas
sonrisas de complicidad,
y mientras tanto,
desde los diarios de páginas inflamables,
66
pido socorro.
Yo, expeliendo decapitados poemas,
pido socorro.
La presentación del libro se hizo en el Ateneo de Madrid,
y aunque yo luego haría muchas lecturas y participaría en
muchos eventos, algunos de ellos algo extravagantes, todo
sea dicho (a la editorial le gustó mi perfil y el hecho de
que yo fuera uno de los más jóvenes de la antología, y me
invitaban a todo lo que preparaban), en aquel entonces no
conocía a nadie y simplemente fui por curiosidad, por ver
un recital más y tal vez, con algo de suerte, escuchar mis
versos en la voz de otro.
El recital lo llevaban tres actores que iban turnándose
para leer algunos de los poemas del libro. Uno de ellos era
conocido, salía en algunas series de televisión, aunque no
recuerdo su nombre. Fue él el que leyó mi poema, más o
menos a mitad del recital. A mí no me suele gustar como
leen poemas los actores, son demasiado melodramáticos,
pero aquel me pareció correcto, me gustó. Fue una sorpresa
para mí que lo hubieran elegido.
Mientras lo leía, yo iba murmurando las estrofas en voz
baja, acompañándole como si quisiera confirmar que su ritmo
era el mismo que yo le habría dado a aquellos versos. A mi
lado había una chica que me vio y se dio cuenta de ello, y
yo quise pensar que ella entendía que aquel era mi poema y
me miraría con algo de respeto, aunque también puede ser
que pensara no más que yo era raro.
Algún tiempo después, cuando hice amistad con los editores del libro y compartimos esos otros recitales y actividades
juntos, me contaron que de todos los poemas que aquel
actor había leído, su favorito había sido el mío, y que le
sorprendió que lo escribiera un chaval de apenas diecisiete
años. Confieso que no me causó demasiado orgullo, quizás
porque aquella lectura inesperada en el Ateneo suponía ya
una confirmación difícil de superar. Es, tal vez, el momento
de más orgullo que esta costumbre de escribir me ha regalado, más intenso en aquel entonces que lo que me despierta
visto desde ahora, pero intenso a fin de cuentas.
67
Cuando acabó el recital sirvieron algo de beber y la
gente hizo tertulia. Yo nunca me he sentido cómodo en esos
ambientes bohemios donde siempre abundan los personajes
presuntuosos, y además estaba solo, así que me fui rápido,
feliz y satisfecho, como si fuera el triunfador de la noche
que escapa por la puerta de atrás antes de que concluya la
ceremonia y deja al resto la tarea de repartirse los halagos.
A uno le vienen a veces memorias con un magnetismo
especial, el corazón repesca ciertos recuerdos y los echa sobre
el discurrir del tiempo, para que interfieran en el ahora y
nos reclamen en aquel entonces. ¿Quién no ha tenido ganas,
sin saber bien el porqué, de volverse a otro instante del
pasado, a veces incluso si aquel fue mucho menos gozoso
que el presente?
No sé por qué, pero hoy ha venido a llamarme este
momento de mi historia, el de esa noche en el Ateneo sentado
en una butaca de una de la primeras filas, musitando mis
propios versos, y el rato del paseo de después de vuelta al
Metro. Me he estado imaginando de vuelta allí, intentando
recuperar la voz y el ritmo con que sonaban mis estrofas,
y recordar la cara y el gesto de esa chica sentada cerca de
mí. Ahora llevo un rato dándole vueltas al porqué de esta
querencia, por qué ese episodio exacto, y por qué es hoy que
regresa. Lo más fácil será concluir que no es más que mero
capricho de la nostalgia, y si acaso agradecer que momentos
así, reconfortantes, retornen como por arte de magia, porque
no dejan de ser un regalo, y porque si hay algo peor que la
nostalgia es sin duda el olvido.
***
La primera vez que mi padre se encontró con el Chino fue
hace muchos años, cuando yo era todavía un crío, en un viaje
que hicimos en coche por Asturias. Por una de las carreteras
pequeñas de ahora, que entonces debía ser no más un camino
de tierra, mi padre se aventuró demasiado a través del barro
y el coche se nos quedó bloqueado, enfangado y sin forma
de sacarlo de allí por nosotros mismos. Mi padre se echó a
caminar en busca de alguien que pudiera ayudarnos, y acabó
68
llegando al bar —o chigre como dicen allí— del Chino, que
a esas horas jugaba la partida con los amigos como venía
siendo costumbre.
El del naipe es un ritual que en esas tierras no tiene rival
alguno, y si alguien osa interrumpir a mitad del juego, más
aún si se trata de un forastero, lo más normal es que no reciba
atención alguna, o en todo caso incluso una reprimenda. Eso
es exactamente lo que obtuvo mi padre ante su rogativa de
ayuda: una absoluta indiferencia mientras el Chino y sus
compinches jugaban la mano correspondiente, ajenos a lo
que un tipo desconocido pudiera necesitar, y que sin duda
habría de ser menos urgente que la resolución de aquella
partida.
Mucho tiempo después, mis padres se compraron una
casa muy cerca de allí, y el bar del Chino se convirtió en el
lugar de peregrinación obligada, amen del centro de otras
actividades a las que mi padre se ha venido sumando desde
entonces siempre que le es posible. Un día, cuando ya tenían confianza, le contó al Chino la historia de aquel primer
encuentro, y este, que es de suponer que lo había olvidado,
pero a quien no extrañaba para nada el suceso, le puso cara
de comprender sin problemas que así hubiera ocurrido, como
si aquello fuera lógico y no hubiera otra forma de comportarse en esa circunstancia. Le debió mirar como dándole a
entender que, ahora que él también vivía allí y acudía a las
tertulias de la tarde —aunque mi padre no ha sido nunca
amigo de las barajas—, él haría lo mismo si apareciese un
extraño a perturbar esos momentos. Probablemente tuviera
razón.
Yo vi al Chino no más de una decena de veces, más o
menos una o dos por cada vez que fui de visita a Arganzúa
a ver a mis padres y cumpliamos el paso obligado por el
bar. Es decir, que tampoco le vi mucho ni entablé amistad
alguna con él. Lo más que hice fue traerle unas cajetillas
de tabaco cuando estuve de viaje en China, que él colgó
en una bolsa y las dejo a la entrada del comedor, en un
perchero, donde estuvieron durante un tiempo y al parecer
las mantenía ahí con cierto orgullo, más a modo de broma
que otra cosa.
69
No obstante, le cogí cariño al Chino, al menos al personaje en sí, no tanto por la relación breve que tuviéramos
—incluso la mejor de las personas requiere de un cierto tiempo para despertar en otros la emoción de la amistad—, sino
por cuanto su figura supuso para esta nueva vida que mis
padres tienen allí desde que compraron la casa. El Chino,
figura emblemática por derecho propio de esta comarca, se
hizo en cierta forma también el emblema de todos los tratos
humanos, muchos y muy variados, que mis padres han encontrado desde que se instalaron allí. El Chino, que no salía
de su bar ni en las ocasiones más señaladas, fue el mejor
embajador de toda aquella región por la que, a fuerza de no
pisar más allá de su chigre, hacía tiempo que no transitaba,
pero que entendía y ejemplificaba como pocos.
Si le cogí ese cariño, no fue ya por la amistad, como
digo muy superficial, entre él y yo, sino por haberle dado a
mis padres una amistad mucho más sólida y valiosa, y por
haberles concedido un verdadero espacio como habitantes de
ese pequeño mundo en el que ahora tanto disfrutan. Muchos
años después de aquel primer encuentro, se puede decir que el
Chino le dio por fin a mi padre el recibimiento que entonces
le negó, y que lo hizo con intereses más que suficientes
para saldar esa deuda, acogiéndole de la mejor manera
que él podría esperarse, y proclamándolo así habitante de
ese rincón del mundo por derecho propio y ya no más un
forastero como en aquel entonces.
El Chino se murió hace un par de días, un desenlace
esperado porque andaba muy enfermo y el asunto ya no
tenía vuelta de hoja. Lo enterraron allí mismo, en Linares;
habría sido mal gesto llevarlo más lejos de aquel bar suyo del
que no se separaba nunca. Al parecer no había demasiada
gente, tal vez porque él no iba a los entierros de los demás
y se quedaba sirviendo cafés como de costumbre, y ahora
esos desplantes le han pasado factura, aunque bien es cierto
que poco le ha de importar ya, o incluso que poco le hubiese
importado si siguiera vivo. De cualquier forma, si se quieren
saber las cifras e identidades exactas de quienes acudieron
y quienes no, basta mirar las tarjetas que quedan tras el
entierro, porque allí la gente tiene la anodina costumbre de
70
dejar una tarjeta de visita en todo funeral para que quede
así constancia su asistencia, como quien va a tratar con un
cliente y espera de este modo cerrar una venta.
Por aquí no hay personajes como el Chino, ni chigres
ni tampoco partidas al caer la tarde. Cada lugar tiene sus
historias, y este mío, tan similar en algunas cosas al del
pueblo de mis padres, no se parece mucho en lo que a estos
asuntos respecta. Pero sí que hay sin embargo tertulias y
vasos de armagnac tranquilos y juegos de petanca sobre los
que se articula el tiempo, y alguien habrá no lejos de aquí a
quien, llegado el día, otro le escriba una pequeña semblanza
como esta después de haber vivido una vida de humanidad
suficiente como para merecer ser puesta en unas líneas. Y
sobre todo, y es por esto por lo que me gusta vivir aquí,
queda ese espíritu por el que los hombres valoran lo que
hacen junto a otros y se toman la vida con mesura, ajenos
a las prisas de otros, o a las preguntas de un forastero que
no parece que hoy traiga intención de dejar de serlo.
***
Cuando estuve por primera vez en Rusia, un rublo venía
costando lo que en España se llamaba un «duro», es decir,
cinco pesetas. Aunque ya no teníamos la peseta, era sencillo
aplicar esta conversión para estimar los precios, mucho más
que andarse con cifras menos redondas y tratar de pasarlo
a euros. Con el desplome de la moneda rusa, hoy un rublo
viene a costar más o menos unas dos pesetas. La situación
es dramática.
Para quitarle un poco de hierro al asunto y no pensar
sobre todo en lo que esto significa para mis amigos de allí,
le doy la vuelta a la situación y me digo que, con esta
caída de la divisa, comprar algo en Rusia tiene que ser
ahora más barato que nunca, y que quizás sea un buen
momento para, por ejemplo, comprarse esa cabaña en mitad
de Siberia que siempre he querido tener. Medio en serio
medio en broma, busco rápidamente en algunas paginas de
inmobiliarias alrededor del Baikal, y por unos pocos miles
de euros encuentro casitas muy básicas y pequeñas con 500
71
o 1000 metros cuadrados de terreno para plantar. Nada
especial, pero es por ello que me resultan más interesantes,
porque es ese el tipo de casa de campo que el ruso medio
tiene, desastrosa y rústica, y la que, aunque sea en fotografías
poco afortunadas en una página web, alcanza a despertarme
algo de nostalgia.
Se lo cuento a Emilie y le gusta la idea, no por lanzarnos
a invertir en esta locura mía, sino por curiosear las opciones
que hay y husmear hasta encontrar una que valga la pena.
Dice que le recuerda a cuando estuvo buscando casas aquí y
al final acabo encontrando esta. Es como esa gente que va
a los mercadillos a regatear tan solo por conseguir bajar el
precio, no porque la pieza en sí le interese. Ahora que ya
tenemos nuestra casa, le falta un reto con que entretenerse,
y este parece gustarle, al menos por hoy.
Nos hemos pasado la noche mirando casi todas las dachas
más humildes en el sur del Baikal, yo haciendo de intérprete
y ella sentada encima de mí dando su veredicto a cada una
de ellas. Al final solo había dos que nos convencieran, pero
claro, era solo un juego y en eso se ha quedado la historia.
La verdad es que me gustaría comprarme una casa así
si fuéramos a usarla. Es decir, si pudiéramos dejar esto por
un tiempo, digamos un año, tal vez dos, e irnos a vivir allí
y luego regresar de nuevo a esta casa. Es una fantasía como
otra cualquiera, a la que hoy de forma inesperada me acerco
un poco más, no para conquistarla, sino para recordarle que
me acuerdo de ella y no la olvido. Con sus fantasías uno
se comporta como con una amante, la desea y le promete
mucho pero en el fondo sabe que no va a dejar a su mujer, o,
en este caso, que no va a dejar la realidad aunque se sienta
tentado a hacerlo a menudo.
Lo malo de la felicidad es que uno se va quedando sin
sueños, se le van disolviendo y ya valen poco, no son tales
si no han de traer algo mejor que lo que se tiene. Y los que
sobreviven a esta criba lo hacen porque son los más irreales,
los imposibles, los demasiado idílicos.
Creo que este de vivir un día en una pequeña casita
siberiana, lejos de todo, es el único sueño que me queda. A
estas alturas, me debo ya haber hecho a la idea de que no va
72
a servir más que para llenar alguna noche así o procurarme
un tintineo bucólico en la imaginación de vez en cuando,
pero mientras siga ahí no me importa. Porque son estos
sueños los que hacen falta para seguir avanzando, como la
zanahoria delante del burro, y quizás sin ellos la felicidad
sepa de pronto a poco. Ser inconformista es otro de esos
regalos envenenados que a veces nos hace el destino.
***
Inés lleva unos días de sueño algo extraño. A las ocho,
después del biberón, se empieza a frotar los ojos y la ponemos
a dormir y tarda apenas unos minutos en caer rendida, pero
en lugar de aguantar ya toda la noche, se despierta una hora
más tarde y comienza a llorar sin parar. Entonces hay que
cogerla en brazos y calmarla, y cualquier intento de volver a
ponerla en la cuna termina irremisiblemente en una nueva
llantina.
Como no hay nada que hacer y está en realidad cansada
y con ganas de dormirse de nuevo, al final la acabamos
tumbando y la dejamos llorar hasta que se duerme, y nos
turnamos para estar a su lado por si aquello ayuda algo,
aunque la verdad es que no vale para mucho. El llanto
es histérico, muy fuerte y desgarrador, y se le llenan de
lágrimas los ojos y los mofletes se le ponen muy rojos. En
realidad sabemos que no le pasa nada, que es todo una
especie de teatro, así que la escuchamos con la más absoluta
indiferencia, si acaso molestos por la estridencia y el volumen
al que llora, pero sin rastro alguno de pena. Nos hemos hecho
ya por completo indiferentes a este sufrir suyo.
Cuando consigue al fin dormise, tiene un gesto plácido,
tranquilo, pero le queda un pequeño espasmo de tanto como
ha llorado. Le puede durar una hora entera, se va apagando
poco a poco, y a mí, aunque sé que no es ya más que
un reflejo fisiológico y que no hay sufrimiento alguno, este
espasmo sí que me causa una tristeza honda, a veces tendría
incluso ganas de despertarla para ver que está bien. A este
signo de malestar no he logrado hacerme insensible aún, tal
vez no sea capaz de conseguirlo.
73
Uno nunca aprende bien a distinguir el dolor auténtico,
el enraizado, y el corazón tiene su propio criterio cuando
se trata de hacernos sentir incómodos ante el sufrir ajeno.
Uno nunca entiende lo que otros sienten, la empatía es una
herramienta imperfecta y demasiado fácil de engañar. En
realidad es peor, mucho peor que esto. Porque, en realidad,
lo que sucede es que ni siquiera sabemos a ciencia cierta
cuándo nuestro propio dolor es verdadero.
***
He llevado a Inés a casa de Christine esta mañana como
de costumbre. Hoy estaban allí Romain —el padre de Helio—
y Reinout, el holandés que vive por aquella zona, que habían
venido a hacer un pequeño cónclave de trabajo con Alain.
Los tres se dedican a lo mismo, y supongo que tendrán
negocios comunes de algún tipo. Tenían los ordenadores
sobre la mesa del salón y parecía que iban a hacer algunos
papeleos, aunque ninguno tenía aspecto de ir a trabajar con
mucho ahínco. Emilie ha bautizado esto como «la reunión de
los queseros» cuando me ha llamado por teléfono después.
Alain estaba sacando una buena colección de sus cervezas
y vasos correspondientes, enseñando a los otros sus nuevas
adquisiciones en la materia y, por supuesto, con intención
de degustarlas. Al parecer es un gran amante de la cerveza
y compra todo tipo de ellas en una tienda en Tarbes, según
me ha explicado.
Me han invitado a quedarme y probar una, y aunque no
eran más que las 11 de la mañana, no he sabido decir que no.
Ellos han seguido con sus charlas y yo no he querido molestar
demasiado y me he puesto a hablar con Christine. He estado
allí algo menos de una hora; ha sido muy agradable.
Ahora en casa no tengo ninguna motivación de trabajar.
¿Cómo va uno a ponerse a trabajar después de este principio
de jornada, más aún cuando ahora al final del año la labor
es escasa y un poco de descanso furtivo no lo va a notar
nadie? Apetece poco jugar al trabajador responsable. Se
han acabado las cervezas en casa, luego tendré que ir a
comprar, pero si tuviera alguna me la serviría y me sentaría
74
a hacer otra cosa, o quizás a trabajar incluso, pero con calma,
echando tragos largos y sirviéndome otra más después.
Como no tengo nada que beber, escribo estas líneas.
***
Las aficiones y gustos de la gente a veces me resultan
excesivamente amplios. Hay personas a quienes les gusta
todo lo que pueda surgir de una determinada temática, que
abarcan sin distinción todos los ángulos de una disciplina
como si no pudiera ser de otro modo. El ejemplo más claro
de esto lo encontramos en el arte; parece que, si uno tiene
un sentir artístico, tiene que entusiasmarle cualquier manifestación artística. Es más, hay como miedo a decir que, por
poner un caso, uno es un melómano fanático pero lee más
bien poco y nunca va al cine. Hay que pretender ser culto
en todos los ámbitos, y no solo serlo, sino además sentirlo,
disfrutar de cada una de esas formas artísticas con igual
entusiasmo.
Pasa algo parecido con el deporte. Hay quien muestra
interés por las actividades más variopintas, desde el fútbol a
las carreras de motos, pasando por el ciclismo o la natación,
cosas que no tienen en común más que el mero hecho de
gastar calorías y cansarle a uno el cuerpo, pero que englobadas bajo el epígrafe de «deporte» gustan a quien, con poco
criterio, se siente atraído por todos ellas como un todo. Solo
eso explica que la gente lea la prensa deportiva de principio
a fin y se emocione con cualquier clase de competición.
Reconozco que yo no soy de esos. Volviendo a la cuestión
del arte, la literatura y la música son para mí dos pasiones
intensas, pero no me avergüenza decir que el cine no me
estimula, el teatro me aburre, la pintura no me despierta
el menor interés, y las artes plásticas en general me dejan
indiferente. No me parece que sea motivo para sentirse mal
con uno mismo. Creo, de hecho, que la capacidad pasional del
hombre tiene un límite, y que no se pueden tocar demasiados
palos si se quiere apreciar algo con verdadero interés y pasión.
Más vale centrarse en unos pocos asuntos, aquellos por los
que el corazón guarda una verdadera querencia, y dejar de
75
lado los otros sin remilgos. Lo contrario no es sino una forma
políticamente correcta de gestionar las pasiones.
Mi experiencia me dice que quienes proclaman un gusto
tan extenso, esos amantes del arte en general, sin acotamientos, suelen tener en realidad poca sensibilidad artística. En el
arte no existen las medias tintas, hay que darse por completo,
y ya se sabe que el que mucho abarca, poco aprieta.
He discutido sobre estos asuntos muchas veces con amigos
y conocidos, a quien sorprende, por ejemplo, que en todos
los años que viví en Madrid nunca fuera a ver el Museo del
Prado, o que la única vez que estuve en el Reina Sofía fuese
para acompañar a una amiga rusa, y además llegamos tarde
y no pudimos visitarlo ni siquiera una hora. ¿Para qué ir
a hacer algo que no va a despertarnos mucho más que una
curiosidad ligera, cuando podemos optar por algo distinto,
algo que nos logra tocar de una forma mucho más intensa y
duradera? ¿Para que ir a ese museo si aquello que contiene
—aunque de gran valor, sin duda— no va a procurarme el
mismo disfrute y enriquecimiento que quedarme leyendo un
libro? Siempre he creído en las prioridades, incluso cuando
una cierta sentimentalidad se interpone.
Me irrita especialmente cuando alguien me dice que es
una pena (o incluso, más aún, que es «una vergüenza») que
teniendo la oportunidad de ir a ver esos lugares no aproveche
que me quedan cerca y además tienen un precio asequible,
habiendo gente que viene desde lejos exclusivamente para
ello. El hecho de tener un museo importante en la ciudad
parece obligarle a uno a visitarlo, con independencia de su
aprecio por el arte que allí se exponga.
No suelo discutir con mucha virulencia este tipo de afirmaciones, porque soy de naturaleza más bien perezosa en
las confrontaciones dialécticas, pero creo que rebatirlas sería
tan sencillo como lo es enunciarlas. Tan cerca o más que
esos museos están un buen número de librerías, donde por
una cantidad probablemente menor que lo que cuesta la
entrada a un museo normal se pueden comprar un par de
obras de, digamos, Shakespeare, que son en la historia de
la literatura más relevantes de lo que la colección completa
de la mayoría de museos lo es en la historia de la pintura.
76
Curiosamente, la mayor parte de quienes me recriminan
mi actitud no han leído ni un solo libro de Shakespeare, y
tratan de quitarle importancia a la falta, diciendo que no
son cosas comparables. Yo la encuentro una comparación
muy acertada, todo sea dicho.
En el fondo, el problema es tal vez que en esta vida me
han tocado las pasiones menos glamourosas (leer a Shakespeare hoy en día en el sofá de casa no es una afición de la que
uno pueda vanagloriarse, pero ir a un museo, eso da mucho
más caché), y que aquellas cosas que más me aburren suelen
ser las más vistosas para el resto. Cuando las conversaciones
se empiezan a poner intelectuales, a decir verdad es un gran
lastre que a uno no le guste el cine y aborrezca los museos,
especialmente cuando los demás le presuponen un mínimo
nivel cultural en esos asuntos y lo único que se puede hacer
es decepcionarles estrepitosamente. No obstante, no dejaré
por ello de reivindicar mi derecho a que me gusten ciertos
pasatiempos y no otros.
Siempre que, como ahora, vuelvo a Madrid, este tipo
de discusiones acaban saliendo, y estos pensamientos míos
al respecto vuelven a aflorar, si cabe con mayor resistencia
cada vez. Es el precio de los lugares cosmopolitas y turísticos, supongo. Hoy, que se conoce que ando con menos
paciencia que de costumbre, he querido escribirlo aquí para
desahogarme un poco más, aunque sirva de poco discutir
con la página en blanco. Si alguien lo lee algún día, sepa
disculparme por esta muestra tan gratuita de irritación.
***
Una de las formas más elevadas de afecto es tal vez
buscar en el otro la confirmación de un pequeño orgullo, uno
de esos orgullos fugaces e irrelevantes que a veces tenemos;
el mostrarle al ser querido una de esas victorias a veces
insustanciales que se logran sobre la vida, pero que sentimos
importantes y nos falta tiempo para correr a compartirlas
con quien sentimos cercano. Es, en cierto modo, una manera
de efectuar una pequeña confesión, porque hacer ver que ese
logro nos llena de emoción no es un gesto pretencioso, sino
77
más bien una muestra de debilidad, la prueba de que hay
formas a veces banales y casi estúpidas de llegarnos dentro.
Un día, cuando todavía estaba en la universidad y vivía
con mis padres, mi padre vino a verme desde la habitación
donde tenía el ordenador (que llamábamos quizás algo pomposamente «la biblioteca»). Estaba escribiendo una carta
y al teclear el encabezado, el procesador de textos había
añadido automáticamente la fecha del día, algo que él no
sabía que fuera así, y venía rápido para enseñármelo. Me
hizo ir hasta su ordenador, y allí tuvo lugar una pequeña
demostración para que yo lo viera por mí mismo. Era un
descubrimiento ridículo, de ninguna importancia, y además
creo que yo ya conocía esa funcionalidad del programa, por
lo que su explicación me resultó mas bien insulsa e intrascendente. Pero su forma de contarlo, con emoción, como si
hubiera descubierto un gran secreto que solo quisiera compartir conmigo, me causo una emoción difícil de describir,
una sensación de intimidad que pocas veces he encontrado
en otros contextos.
Aquella fue la primera vez que comprendí que estos
gestos en apariencia inánimes son una demostración de
cariño poderosa, y que se han de entender más allá de lo
que se cuenta en ellos, pues son, como digo, quizás una de
las formas más reales de afecto.
Cuando mi padre volvió a redactar su carta como si nada
hubiera pasado, yo quise poner esas sensaciones mías en un
poema, y escribí unos versos que, para mi sorpresa, fueron
incluidos más tarde en una antología de poetas jóvenes. En
realidad, el editor, al que ya conocía, me pidió un poema para
el libro, y en lugar de darle uno, le di un poemario completo
y le dije que eligiera él mismo aquel que prefiriera. Eligió
aquellos versos que hablaban de esa historia, y aunque yo no
habría tomado ese poema en particular y no consideraba que
fuera el mejor de los que le había dado, me hizo una ilusión
curiosa ver que el resultado más tangible de aquel episodio
había conseguido emocionar a alguien más. Escribir no es
sino una forma de perpetuar una experiencia, y ver cómo
un instante al que uno le tiene aprecio consigue sobrevivir
un poco más es una fuente de satisfacción notable.
78
Hoy Inés no tenía ganas de dormir. Hasta más de medianoche hemos estado intentando ponerla en la cuna, pero se
arrancaba a llorar sin parar, y cada vez que esto sucedía yo
me iba poniendo más nervioso y más irritado. Al final, la he
traído al salón y la he puesto en la alfombra a que jugara,
sin ganas de seguir intentándolo. En algún momento estaría
suficientemente cansada y se quedaría dormida.
Como estaba algo nerviosa, no bastaba con sentarla en
la alfombra, así que le he acercado la guitarra, que es ahora
su juguete favorito. Ha empezado a trastear con las cuerdas,
y después ha cogido una de ellas y la ha tocado varias veces,
despacio pero con firmeza, con el pequeño pulgar como ya
ha aprendido a hacer. El sonido era dulce, rítmico, y a ella
también le ha gustado esa pequeña melodía. Entonces ha
levantado la vista y me ha mirado sonriendo, como diciendo
«mira, papá, lo que sé hacer».
Si no hubiera sido por el enfado que yo tenía después de
tantos intentos para que se durmiera, si hubiera estado en
mejor situación para este tipo de lances, estoy seguro que
me habría puesto a llorar, pero lo más que he acertado a
hacer es devolverle la sonrisa y sentir ese leve cosquilleo en
el lagrimal de cuando uno no sabe bien cómo responder a
una emoción. Ella tenía una cara inocente y feliz, y en ese
gesto me confiaba el pequeño triunfo de aquellas notas a la
guitarra. La he dejado tocando mientras toda mi frustración
se perdía igual que el tintineo de esas notas.
Ahora Inés está en la cama y duerme tranquila. La
guitarra está en la funda esperando a mañana. Y yo escribo
esto esperando que algún día, si ella llega a leerlo, este relato
mío lleno de intimidad y sentimientos sirva para pagar de
vuelta la emoción que me ha hecho sentir.
***
A mi madre le gusta coleccionar cosas muy diversas,
sospecho que más por el ritual de la colección que por el valor
de lo coleccionado. Ordena las piezas en cajas, en carpetas,
en álbumes; arma unas colecciones de lo más recoleto que
sin embargo guarda en algún lugar de su cuarto y no salen
79
nunca para que los demás las veamos. A mi padre ahora le
ha dado por hacer marcos, pero lo que siempre ha creado
por encima de todo son fotografías. Los álbumes de las
fotografías están más accesibles, y ahora incluso están casi
todos ellos escaneados, pero no reciben más visita que algún
vistazo rápido para entretenerse en un retrato antiguo. Las
colecciones más artísticas, las de fotos quizás más profundas
y reflexivas, duermen un sueño tranquilo sin que nadie venga
a violentarlas.
Cada cual, de un modo u otro y con más o menos arte
y acierto, va dejando su huella en forma de creaciones. Así
lo hago yo también con mis textos, y los archivo para que
cuando así corresponda alguien los desempolve y les saque
algún partido.
Me gusta imaginar que Inés leerá esto algún día, quizás
dentro de muchos años, a la edad misma que yo tengo ahora
o incluso más tarde, o puede ser que aún después, cuando
yo ya no esté y esto sea lo único que le quede de mí junto a
los recuerdos. Pero esta hipótesis, me doy cuenta ahora, es
posible que sea demasiado optimista, que entre padres e hijos
haya un vínculo afectivo pero no por ello un interés en lo
que los otros hacen, ni siquiera cuando en ello concurre una
parte de nosotros mismos. Yo no he visto esas colecciones
de mi madre llenas de recortes donde uno puede pasarse
horas leyendo, ni tampoco he mirado con detalle todo esos
álbumes de fotos de mi padre, del mismo modo que ellos,
aunque leen algunas cosas ligeras que yo escribo, nunca se
han sentado a leer mi poesía o estas mismas reflexiones.
A mi madre le asusta, y lo dice medio en broma de vez
en cuando, lo que habremos de hacer mi hermana y yo con la
casa de Asturias cuando ellos no estén. Esa casa es un museo
que habla de ellos, donde cada pieza tiene un significado,
y que debiera valer para ocupar su ausencia, en la medida
en que una ausencia puede ser ocupada, que no es mucha.
Pero tal vez no sea esta la representación de ellos que yo soy
capaz de entender, o siquiera la que me gustaría explorar
para intentar revivirles.
No sé qué haremos con la casa, pero me temo que no
seremos capaces de quizás entenderla como la entienden
80
ellos, de rebuscar en cada rincón los significados o prestar la
atención que esperarían. Es probable que guardemos la casa
como mis padres guardan mis libros de poemas, con orgullo,
en un lugar relevante de la biblioteca y sin escatimar palabras
sobre ellos si alguien pregunta un día, pero sin leerlos porque
quizás no haga falta, o tan solo porque a uno no le estimulan
este tipo de artes.
No podemos moldear a nuestro antojo la forma en que
otros nos miran o nos habrán de recordar algún día. Dejar
pistas —un libro, una casa, una creación cualquiera en la
que pusimos nuestro anhelo— para que otros las sigan es
inútil si a nadie le interesa buscarnos por ese camino, es
solo un bálsamo para nosotros mismos. Nuestra creación es
únicamente nuestra, sirve solo a nuestros propósitos.
Aunque duela pensarlo, es probable que Inés, o quienquiera que venga a buscar mi verdad un día, no lo haga
en estas páginas. Cuando se me eche de menos, cuando ya
todo símbolo de mí sea inútil para amansar la tristeza y la
nostalgia, es probable que prefieran buscar un modo distinto
de llegar hasta mí y satisfacer así el recuerdo, e ignorar esta
puerta aunque yo ahora crea que no hay manera mejor de
adentrarse en mí mismo.
Triste tarea hoy esta de escribir un libro que es como un
testamento sin herederos.
***
Esta mañana Inés se ha despertado mientras yo estaba
en la ducha, algo antes de su hora de costumbre. Le he dado
el biberón y la he cambiado, y después he ido con ella al
salón a terminar de secarme el pelo. Desde siempre, como
a muchos niños, le han gustado los ruidos así mecánicos y
murmurantes: un secador, un aspirador, la campana de la
cocina, un motor de coche. El arrullo de estos sonidos la
deja relajada, y era en sus primeros meses una forma de
mantenerla en calma cuando andaba inquieta.
Hoy según he encendido el secador, el efecto ha sido
el contrario. Ha abierto los ojos de par en par, ha puesto
un gesto de sorpresa y miedo, y se ha quedado bloqueada,
81
presa de un pavor como no lo había visto antes. Ni siquiera
ha llorado, solo ha empezado a moverse, como si quisiera
escaparse de algo que le causaba un pánico muy intenso. La
he dejado en su silla y me he ido al baño, y según yo me iba
ella miraba el secador todavía con recelo, aunque ya más
tranquila.
Creemos que el tiempo nos hace más valientes, pero
no es así, ni siquiera a estas edades tan tempranas. Nos
acostumbramos a algunas dificultades, le perdemos el miedo
a ciertas cosas cuando nos son familiares o hemos sufrido el
mal que pueden hacernos y sabemos que no es tan doloroso
como creíamos, pero siempre hay temores nuevos. La vida
nos hace más cautos, también más resistentes, y quizás nos
importe menos el daño, pero no paramos nunca de hacer
acopio de inseguridades. Lo único que cambia es, tal vez, la
manera de escondernos de ellas.
Creemos que la edad nos convierte en personas con menos
temores, pero hay siempre algo que nos asedia. Y sucede
incluso, aunque nos cueste asumirlo, que comienzan a darnos
miedo las cosas que en otro tiempo, tal vez no demasiado
lejano, nos procuraban sosiego.
***
24 de diciembre. Hemos venido a casa de los padres de
Emilie. Mañana iremos a comer donde su tía Helene junto
a toda la familia, será un gran evento, pero hoy la cena es
tranquila y simple, quizás más simple que en un día normal,
y todo el mundo se ha ido ya a dormir aunque no es ni
siquiera media noche.
Ahora mis padres estarán todavía cenando, celebrando
la cena de navidad en la que este es el primer año que yo
no estoy. La comida será ceremoniosa y elaborada, como lo
es siempre, y mi madre me lo acaba de confirmar cuando
he hablado con ella.
—Papá ha preparado una buena mesa, lleva todo el día
en la cocina —dice como si fuera algo nuevo, que no lo es,
pero quizás con deseo de reconocer el esfuerzo del cocinero.
Nada nos da tanta perspectiva sobre la vida como pensar
en lo que sucede en un instante dado en otro lugar y en
82
cómo otra gente pasa este mismo tiempo por el que nosotros
transitamos. Ahora mismo, por ejemplo, habrá muchos que
hayan terminado una cena sencilla, como nosotros aquí, y
también muchos que estarán disfrutando su comida más
fastuosa del año, como hacen mis padres. En este mismo
instante, habrá también quien esté solo, quien esté triste,
quien haya decidido pasear por el campo; habrá una mujer
dando a luz un hijo y otra perdiendo la vida, habrá dos
personas peleándose y dos haciendo el amor, habrá alguien
que observa un atardecer y alguien que mira el sol alzarse,
habrá quien guarda un secreto y quien traiciona a un ser
querido, habrá quien pierde a un amigo y quien lo recupera,
habrá quien hace lo que yo hice ayer y quien está ya haciendo
lo que yo haré mañana.
Y más inquietante y revelador que todo eso, habrá alguna
otra persona, o tal vez varias, que sentadas delante de un
ordenador imaginan la vida de otros, la escriben y se sienten
felices.
***
Llegará el día en que tenga que decirle a Inés eso de
«con la comida no se juega», por aquello de enseñarle algo
de modales. Pero, por ahora, cuando le damos un trozo de
pan y lo muerde y lo babea y se lo restriega por la cara y
disfruta de él haciendo ruidos y no hace sino jugar con él,
me quedo mirándola y contemplo este espectáculo tal vez
no demasiado refinado pero completamente fascinante.
***
Acabo de pasar mi primera navidad lejos de mi familia.
No parece un gran logro, pero le hace a uno pensar en lo
enraizadas que están ciertas costumbres, incluso si al final
no resultan tan importantes. Podría haberlo hecho mucho
antes y no le hubiera importado a nadie, pero la ocasión
ha llegado por primera vez ahora, este año, y no deja de
sorprender que a estas alturas de la vida se puedan hacer
cosas nuevas, cosas así poco relevantes pero primerizas al
83
fin y al cabo, que ponen de manifiesto algunos vínculos y
ataduras en las que uno no reparaba antes.
La comida ha sido buena, muy tranquila. Por la tarde
hemos vuelto a casa de los padres de Emilie y he aprovechado para llamar a casa, a Madrid. Estaban los convidados
habituales, la pequeña familia, pero esta vez sin mí. Se hacía
raro verles en la pantalla de ordenador, lejanos, a pesar de
que estaban contentos y yo estaba también disfrutando en
este lado. Después hemos vuelto donde la tía de Emilie, que
era quien organizaba la velada, y hemos tomado una cena
ligera, y he dejado de pensar en esto y de sentirme extraño.
Quizás, piensa uno, las costumbres y los ritos tengan
mucho menos valor del que le damos, y lo verdaderamente
relevante sean las uniones que no se manifiestan, las que
no tienen ritos o celebraciones, las que suceden en la sombra. Esos momentos en que amamos a los protagonistas de
nuestro ahora sin proclamarlo, sin hacer partícipe a nadie,
así como lo hacemos con esos amores enquistados de otro
tiempo que guardamos y nunca contamos.
***
Decía un amigo mío que tener un hijo le permitía verse
a sí mismo cuando era un crío, en esos años en que uno ya
existía pero no tenía consciencia de sí mismo. Se completa
así el rompecabezas de nuestra memoria, llenando el espacio
de nuestros primeros años no con nuestros propios recuerdos,
sino con los que ahora formamos viendo a nuestros hijos.
Me parece una buena teoría, pero no la comparto por
completo. Yo no acierto a verme en Inés, no porque no
seamos similares, que creo que sí lo somos, sino porque
cada cual tiene su forma de ser y evoluciona por uno u otro
camino, no necesariamente el mismo, y ayer quizás yo no
hice lo mismo que ella hace ahora.
Lo que sí veo, sin embargo, de mi pasado cuando miro
crecer a Inés es todo el contexto que la rodea: me veo a mí
cuidando de ella como en su día lo haría conmigo mi padre,
veo al resto de la familia, veo los gestos de la gente frente a
ella, veo la manera en que el mundo mismo va cambiando
84
según avanza el tiempo. Diría que Inés me enseña poco de
mí mismo, pero mucho sobre cómo era mi mundo entonces
y cómo eran los que lo habitaban conmigo.
A mi amigo tener un hijo le da la oportunidad de ser
algo así como su propio padre y verse crecer a sí mismo. A
mí, por el contrario, creo que me permite ser yo mismo de
nuevo y mirar desde dentro de ese pequeño que yo entonces
era, descubriendo ahora un mundo que entonces todavía no
entendía.
***
Una vez unos amigos míos organizaron una fiesta en un
edificio abandonado al borde de la carretera de La Coruña. Se
tomaba la vía de servicio y después se aparcaba a la entrada,
en una explanada. Llegué algo antes que la mayoría, para
ayudar un poco, y casi no había coches a esa hora, así que
despisté y me salté la entrada y cogí por error un camino
que salía justo después. Me di cuenta de que no era esa la
entrada, así que volví por donde había venido, serían unos
cien metros o algo más, y encontré esta vez la entrada.
Solo cuando hube aparcado el coche caí en la cuenta
de que la vía de servicio, a pesar de tener dos carriles,
era de un solo sentido. Es decir, que había recorrido esa
centena de metros en dirección contraria, como un conductor
suicida, sin haberme percatado de ello. Por fortuna, no pasó
ningún coche, pero me invadió en ese momento un pánico
que me tuvo todo el resto de la noche en un estado inquieto,
alterado. Incluso después de ese día, estuve mucho tiempo
dándole vueltas a la idea de lo que podía haber sucedido,
me venía ese pensamiento de vez en cuando y me dejaba un
malestar incómodo. Saber que se ha estado cerca del abismo,
cuando uno tiene esta propensión a exagerar algunas de sus
tragedias, es un terreno fértil para la fantasía dramática.
Hoy a la merienda Emilie estaba en la cocina preparando
la compota. Inés estaba en la silla y Pierre y yo estábamos
cerca, él en la mesa y yo en el sofá. Le echábamos una
mirada de vez en cuando, pero sin mucha atención, porque
era cuestión de medio minuto que Emilie llegara para darle
85
de comer, y sobre todo porque estábamos convencidos de
que era imposible que pudiera salirse de la silla. Pero antes
de que nos diéramos cuenta, sin saber cómo, se ha volcado
por el lado de la silla y ha caído al suelo. Cuando yo me he
girado para mirar, la he visto aterrizar sobre la espalda y
quedarse en el suelo llorando.
No se ha hecho daño, la he cogido en brazos y no ha
llorado ni siquiera un minuto. Ha sido un buen aterrizaje,
pero podría haber sido peor, podría haberse hecho daño en
el cuello, o en la cabeza, o en la cara. Siempre hay lugar
para un resultado más grave en todo accidente.
Igual que ese día en la fiesta de mis amigos, se me
ha instalado el melodrama en la mente y en el cuerpo la
inquietud de imaginar lo que hubiera podido suceder si no
hubiera sido una caída tan limpia. Todavía ahora, cuando
todos duermen y este percance ya se ha olvidado, me queda
algo de mal cuerpo y no puedo evitar seguir moliendo esta
idea de que podría haber tenido un desenlace diferente.
De niño, como ahora, siempre fui muy cobarde, toda
cosa más o menos arriesgada me daba miedo, al contrario
que a mi hermana que no tenía reparo alguno y se partía la
cara una y otra vez cayéndose desde todo tipo de alturas.
Ahora que ya no estoy en edad de jugar y caerme —o más
bien, que ya he aprendido la manera de no meterme en ese
tipo de asuntos—, creo que mis miedos los he puesto sobre
Inés, como este pequeño episodio de hoy se ha encargado de
demostrarme.
También es probable que esto sea un gaje inevitable en el
oficio de padre, porque estos sustos siempre van a suceder, y
mala señal sería que a uno no le dieran miedo. A mis padres,
sin ir mas lejos, y a pesar de que yo fui poco o nada travieso y
ellos progenitores responsables, se les han presentado escenas
pavorosas en más de una ocasión, que ahora las cuentan con
humor pero que no serían bien distintas en aquel entonces.
Una de ellas fue en la casa de Cercedilla a donde íbamos
a pasar el verano, fines de semana y algunas fiestas. Era
nochevieja y yo tenía pocos años, porque mi hermana no
había nacido aún, y dormía en la habitación al lado del
salón. Entre el salón y la habitación había una chimenea
86
que se alimentaba por el lado de este primero, pero que
calentaba también esta última. De algún modo, el calor
acabó prendiendo la colcha de la cama en la que yo no
dormía (había dos camas porque ese cuarto lo usaban mis
abuelos y usaban una cada uno), y se puso a arder y a echar
humo. Cuando aquello se hizo irrespirable, según me cuentan,
me levanté y fui al salón seguido de una humareda negra,
con el consiguiente pánico en mis padres, que pasaban una
velada tranquila entre el fuego y el televisor. Podría haber
sido distinto y haberme quedado allí asfixiado o quemado,
quién sabe. Seguro que mis padres pensarían aquel día en
como habría sido la vida si algo así hubiera sucedido.
Otra historia similar que me viene a la cabeza, menos
peligrosa a decir verdad, pero también inquietante para unos
padres primerizos, sucedió cuando yo tenía algo más dos
años. Mi abuela, que me cuidaba entonces, cerró la puerta
de la casa para ir a su piso, en el mismo bloque, olvidándose
de coger la llave. La puerta era de esas que no se pueden
abrir por fuera sin la llave, así que me quedé dentro sin
poder salir y sin que nadie pudiera entrar a verme.
Los intentos de mi abuela para convencerme de abrir la
puerta desde dentro no dieron mucho fruto (he sido siempre
torpe y a esa edad girar un pomo quizás requiriera mucha
más habilidad de la que yo tenía), pero mi madre llamó por
teléfono y yo descolgué, y así me tuvo hablando un buen rato
y pudo controlar que estaba bien. Tampoco es que aquello
le tranquilizara mucho, porque cuando me preguntó lo que
estaba haciendo mi respuesta fue que tenía un cuchillo en
la mano y estaba comiendo mantequilla. Viendo mi afición
actual por este alimento y mi forma de comerla, la escena
me resulta muy creíble.
Mi padre puso fin al incidente cuando pidió permiso en el
trabajo para escaparse antes de tiempo y se descolgó desde
un piso superior con una cuerda para entrar por el balcón.
A esta maniobra los vecinos acabarían acostumbrándose,
porque no fue ni la primera ni la última vez que lo hizo. En
cualquier caso, es de suponer que también este episodio les
causaría un nada desdeñable sobresalto y que no podrían
evitar esa desagradable pero embriagadora costumbre del «y
87
si...», donde uno se asoma hacia las alternativas más aciagas
de su vida pero lo hace desde la seguridad de que, por el
momento, han dejado de ser posibles. Más o menos como
a mí me sucede ahora con Inés y lo vengo a escribir aquí
ahora.
Siendo optimista, puede ser que esto sea un síntoma
de la suerte que uno tiene, que nos guste plantear con
morbo los otros senderos que la vida podría haber tomado,
siempre que estos sean más oscuros. Porque también, sin
duda, habremos dejado atrás bifurcaciones en que tomamos
la ruta más sombría, habrá momentos en que podríamos
haber tenido más suerte y no fue así, pero en estos no nos
detenemos ahora ya tanto, porque a quien vive satisfecho
ya le sirve de poco el arrepentimiento o el lamento por las
oportunidades fallidas. El daño posible, no obstante, cuando
quien lo ha logrado evitar disfruta de una vida que le place,
ese acucia más, porque si las grandes alturas causan más
vértigo no es sino porque se sabe que la caída será más
dolorosa.
Cuando Inés se ha calmado, le hemos dado la merienda
y ha comido como de costumbre, haciendo sus ruidos a cada
bocado y confirmando así que todo estaba bien. Luego la
he tenido en brazos, abrazándola fuerte, casi todo el resto
del día.
***
En algunos aspectos, adaptarse a las nuevas tecnologías
es más difícil. Por ejemplo, cuando se escribe un diario como
este, a uno le sigue pareciendo más poético decir cosas como
«vengo a estas páginas» o «frente al papel en blanco», en
lugar de escribir «vengo a este teclado» o «frente al fichero
vacío». Algún día tal vez no sea así, pero hoy, incluso si
uno es partidario de la innovación tecnológica, la parte más
poética de nosotros se resiste a estos avances. Quizás solo
sea que la poesía, o la sentimentalidad misma, es en sí una
historia viejuna a la que le cuesta más asimilar el progreso.
***
88
Hablando de poesía, me gustaría volver a escribirla de
nuevo. Podría ser un buen propósito para este año que va a
comenzar, si no fuera porque uno no elige lo que necesita
escribir, y todo apunta a que el futuro más inmediato no va
a traerme muchos deseos de componer versos. Pero sí, no
estaría mal volver a la poesía. De todo lo que he escrito hasta
hoy, de lo que más orgulloso me siento es de mis poemas, y
sin duda son los que mejor resisten el paso del tiempo.
A veces me arrepiento de este utilitarismo que tengo
ahora a la hora de escribir, anotando estos párrafos por
el mero testimonio y pensando en lo fácil que resultará
recuperarlos el día de mañana. Sería menos reconfortante
y traería quizás menos felicidad futura el volver a escribir
poemas, pero se quedaría uno tranquilo sabiendo casi desde
el mismo momento en que los termina que es muy poco
probable que nadie los lea, ni siquiera las personas más
cercanas. He escrito ya más poesía que la que todos mis
seres queridos, con independencia de su afición lírica, pueden
tolerar.
***
En el trabajo dicen que van a empezar a establecer un
sistema de estimaciones. Cada uno ha de proporcionar una
estimación del tiempo que le llevará efectuar sus tareas, y
en función de eso se podrá después hacer predicciones más
exactas, viendo el tiempo que en realidad ha necesitado.
Habrá quien sea conservador y espere tardar más de lo que
luego tarda, y quien, al contrario, suponga que el tiempo
que necesita es menor que el que acabará empleando.
Estoy seguro de que yo estaré en el primero de estos
grupos, en el de los que sobrestiman la magnitud del trabajo.
Tengo una tendencia a ver lejos todos los instantes de mi
futuro, cualquier momento por llegar me parece siempre
más lejano de lo que realmente es, y el esfuerzo necesario
para llegar hasta él se me antoja poco menos que un vacío
insuperable. Sucede tanto en mi labor profesional como en
mi vida privada; todo lo que me espera por delante me
parece más distante de lo que realmente es.
89
Recuerdo cuando empecé a tocar la guitarra. Cualquiera
que supiera dar un par de acordes me parecía un gran guitarrista y pensaba que yo nunca llegaría a ese nivel. Es algo
normal cuando uno no tiene experiencia, cualquier saber
le resulta deslumbrante. Algún tiempo después me paraba
a pensarlo y me daba cuenta de que yo no solo había alcanzado ese nivel, sino que incluso tocaba mejor, pero al
mismo tiempo esa destreza me sabía ya a poco. Entonces
encontraba otro músico algo más experimentado y la historia
volvía a repetirse. Si no me pasa ya hoy es porque me he
estancado en estas lides musicales y pongo poco esfuerzo en
aprender, pero adolezco de una falta terrible de confianza en
mí mismo; cualquier avance me parece improbable o enormemente dificultoso aunque luego el tiempo me demuestre
que no era así.
Esto mismo me sucede ahora mucho con Inés. La veo
crecer cada día pero me da la sensación de que la siguiente
etapa queda siempre lejos. Cuando ella no tomaba más que
biberón, ver a otro bebé que ya comía algo solido me parecía
cosa de otro mundo; cuando ella ha comenzado a gatear
aun poco, ver que otro bebé anda e imaginármela a ella
andando me parece tan imposible como mirarme a mí mismo
y esperar que sea ya capaz de hacer todo lo que yo hago.
Quizás no es que me falte confianza en mí, sino en el propio
tiempo, en que consiga con su paso hacer que cambien las
cosas, yo entre ellas. Parece que aún no comprendo bien el
ritmo de la vida, no tengo seguridad alguna en lo que a la
evolución de las cosas y las personas respecta.
A los que somos de este perfil, los que hacemos estimaciones sobredimensionadas, el encargado de personal nos llama
«pesimistas». Quizás en lo meramente laboral la etiqueta
sea correcta, pero a mí me parece que, en lo humano y lo
sentimental, debería llamársenos «optimistas». Porque a
uno le parece que todo está lejano, inalcanzable, incluso la
misma muerte, y un día de pronto se ve ya viejo, al final
de la vida, y solo entonces se da cuenta de que el tiempo
era poco y había que aprovecharlo, de que creía que aún
restaban muchos envites y no era así. Y descubre con horror
que su estimación era demasiado feliz y que no era cierta, y
90
la tarea de vivir, por desgracia, se ha completado antes de
lo que uno aguardaba.
***
He empezado a escribir una especie de ensayitos sobre
cartografía, nada técnicos pero con más literatura de lo
que sería habitual, como un intento de combinar estas dos
quehaceres —literatura y cartografía— que tanto me gustan.
Los escribo como si fueran columnas de un periódico, pero
como no sé mucho de esos temas que allí suelen tratarse,
pues hablo de algo que conozco más. Es curioso que uno,
aunque escriba cosas para sí mismo, le conforte más escribir
sintiendo al menos una punta de autoridad; será tal vez
que en el fondo se aspira siempre a que alguien lo lea. De
cualquier modo, es un buen entretenimiento para estos días
que estamos pasando tranquilos en casa de los padres de
Emilie, donde mi ocupación principal, cuando Inés así lo
permite, no es otra que leer y escribir. Mañana salimos para
España a repetir este mismo esquema pero en casa de mis
padres, y supongo que allí la rutina no será muy distinta.
Esta es tal vez la primera temporada de mi vida en la
que mi actividad principal ha sido esta: escribir. Atravieso
un momento en el que la escritura tiene más relevancia que
ninguna otra ocupación; me paso todos los momentos del
día dándole vueltas a ideas y apuro el tiempo libre que tengo
para tratar de anotarlas todas. Es agradable tener estos días
todo este tiempo, sin prisas, y poder y detenerme algo más
en mis historias.
Tuve algunos años atrás una época parecida, pero entonces no escribía prosa alguna, sino poesía. Tenía un poemario
empezado que quería acabar, y de repente me vino una urgencia de escribir todo lo que faltaba, me visitaba una musa
que más que inspiradora era avasalladora y me perseguía sin
descanso. La obsesión con la que me tomo a veces algunos
proyectos, como si el mundo fuera a terminarse mañana mismo y hubiera de concluirlos lo antes posible, supongo que
también contribuyó a que esta fuera una época productiva.
El caso es que en esos días yo acababa de mudarme a
Plasencia para empezar allí mi trabajo, pero el contrato
91
tardaba en firmarse y me consiguieron un trabajillo de un
par de meses. No tenía nada que ver, consistía en ir por las
dehesas y hacer mediciones en los alcornoques para luego
estimar las producciones de corcho. El entorno era magnífico
y me permitió recorrer la mayor parte de Extremadura —
que desconocía por completo—, pero el trabajo en sí he de
reconocer que no era nada estimulante.
Conmigo trabajaba un chico algo más joven que yo, soso
y bastante raro, y sobre todo muy aburrido. Tenía una
conversación insulsa y algo pedante, y cuando acabábamos
el trabajo si estábamos lejos de casa y teníamos que dormir
fuera, tomábamos algo en un bar rápidamente y se quería
ir a dormir a eso de las 9 o las 10, como muy tarde. A mí
esto me parecía muy triste, pero al menos me dejaba tiempo
en esas noches para dedicarme a mis cosas, que por aquel
entonces eran escribir poemas (mientras medíamos todos
aquellos árboles yo tenía la cabeza en mis ensoñaciones
líricas) y estudiar ruso con un libro que me había comprado,
porque aquello sucedió en la primavera del año en que hice
mi primera visita a aquellas tierras, y además de con la
escritura estaba volcado con pasión en aprender el idioma
antes de emprender viaje. Quizás él pensara de mí que yo
también era raro y aburrido, no sin razón.
Ahora es de noche y todos duermen, y yo me quedo en
el salón y continúo con mis textos, algo parecido a lo que
hacía entonces cuando mi compañero apagaba su luz y se
echaba a dormir. Tiene algo de inquietante esto de escribir
aquí a estas horas, porque podrían levantarse los padres de
Emilie a hacer algo y ver que sigo aquí en el salón, frente al
ordenador, y preguntarse qué hago así tan tarde. Pensarían
cualquier cosa salvo que estoy escribiendo, y aún así es la
escritura, no el hecho de no dormirme todavía, lo que le da
ese toque furtivo a esta costumbre.
Está visto que, cuando esta ola creativa llega, poco importa donde uno decida trabajar sus palabras.
***
Le he escrito a Maite para saber cómo está. Va a empezar
la quimioterapia, y hace unos días me pidió que le mandara
92
algún libro mío de poemas, porque tenía ganas de leerlo.
Me ha confirmado que ya lo ha recibido y al parecer anda
pasando algunos días en Portugal con unos amigos. Me
agrada ver que está bien y se lo toma con ánimo.
Cada vez que le escribo un mensaje, siento como si
estuviera jugando una especie de ruleta rusa. No tenemos
amigos en común, no conozco a nadie de su entorno, así que,
si algún día esa enfermedad suya ha de ganarle la batalla,
no tengo forma de saberlo. Solo el silencio en su respuesta
servirá para darme una pista o, si se prolonga, confirmar lo
peor. Por eso cuando me responde, aunque sea con cuatro
palabras rápidas que teclea en su móvil, el mensaje sirve
para tranquilizarme. Entonces le envío un nuevo mensaje y
la historia vuelve a empezar.
Me gusta, por supuesto, estar en contacto con ella, pero
nuestra relación ahora puede decirse que se basa sobre todo
en el miedo y la angustia, y en el placer fugaz que me produce
resolver ambos de cuando en cuando. Es un panorama poco
alentador.
***
Aprender y enseñar son cosas bien distintas. De las cosas
que sabemos, son pocas las que somos capaces de transmitir
a otros, no porque sean complejas o no las conozcamos bien,
sino porque la forma en que han de entenderse para poder
explicarlas es muy distinta, y no solemos estar preparados.
Hace falta mirar a nuestros saberes y nuestras ideas desde
muchos ángulos distintos, ángulos que no acostumbramos
a explorar cuando lo más que hacemos es utilizar un conocimiento, o tan solo atesorarlo sin que sepamos siquiera
sacarle alguna utilidad.
Hasta hoy he venido aprendiendo todo tipo de cosas,
algunas con verdadera voluntad y esfuerzo, otras impuestas
o asimiladas sin casi pretenderlo; he formado opiniones, me
he posicionado a favor o en contra de ciertas pensamientos
y he escorado mi persona en una u otra dirección ideológica.
Y todo ello, o casi todo, sin plantearme demasiado su significado, sin explorar esos otros ángulos menos comunes de lo
que se aprende y pasa a formar parte de uno mismo.
93
Ahora que le doy vueltas a la futura educación de Inés,
empiezo a reconsiderar todo lo que sé y de un modo u otro
me corresponde enseñarle a ella: las ideas, el espíritu crítico,
una cierta moral. Un hijo le transforma a uno de aprendiz
a profesor y, siendo las cosas que ha de inculcarle del tipo
de las que no ha enseñado nunca o ni siquiera ha pensado
enseñar algún día, la capacitación es inexistente, se siente
uno desnudo y absolutamente inútil para esta labor. Así
que se pone a intentar elaborar una verdad más sólida, a
preparar la lección para que no le coja desprevenido sin
recursos.
Recapitulo ahora y me doy cuenta de cuántas cosas
ridículas he creído, cuántos valores tengo que no sé bien
de dónde vienen, cuántos errores cometí y también cuántos
aciertos a los que no les saqué todo el partido que pude como
experiencias vitales. ¿Por qué debería transmitir esta idea
que yo mismo no entiendo a qué obedece? ¿Quién la puso ahí?
¿Alguien me ha demostrado que es correcta y, sobre todo,
inamovible? Se aprende más, sin duda, con la vergüenza que
con la vanidad, y me enriquezco más al revisitar y encontrar
esas verdades ante las que uno se siente ridículo que ante
aquellas que causan orgullo. Pero es vergüenza al fin y al
cabo, o al menos inquietud porque se da uno cuenta de que
tiene cimientos pobres, y, siendo así, ¿cómo va a construir
la casa de otro si la suya resulta que no es tan robusta como
creía?
Supongo que hay ciertas cosas que no me corresponde
a mí enseñarlas, porque cada cual ha de aprenderlas por
sí mismo, igual que a mí no me las enseñó nadie. Pero no
está de más revisar todo lo que se sabe de vez en cuando,
estudiarnos a nosotros mismos como si hubiéramos de formar
a alguien en todo aquello que sabemos para que sea una
persona idéntica a lo que somos. Es una experiencia curiosa
y rejuvenecedora, constructiva. Y, todo sea dicho, no exenta
de disgustos.
***
Ya estamos en Madrid. Mis padres han venido ha recogernos al aeropuerto, que por alguna razón estaba más lleno
94
de gente que nunca. Cuando a la llegada hay una comitiva así tan numerosa, la impresión acostumbra a ser muy
deprimente; te sientes extraño saliendo ante una masa tan
grande de gentes que te miran durante un solo instante y
después te ignoran porque no eres lo que buscan, y hay un
momento, justo cuando casi al unísono todos te retiran la
mirada y pasan a escrutar al siguiente que sale por la puerta
para seguir buscando a su ser querido, en que la sensación
de insignificancia es categórica, irrevocable. El avión en el
que hemos venido era pequeño, no habría más de cincuenta
personas, pero he contado nada menos que ocho bebés entre
el pasaje. Había entre los padres una obvia complicidad,
todos se habían dado cuenta rápidamente de que viajaban
más bebés de lo normal y andábamos cruzando miradas,
algún que otro comentario, o haciéndole carantoñas a otro
niño como si fuera una extensión del nuestro propio.
Tiene un regusto entrañable esta fraternidad de los progenitores recientes, deja ver de una forma distinta lo que
significa esta aventura de ser padre. También es cierto que,
si uno se levanta con un cierto cinismo encima, no deja de
ser en realidad algo ridículo.
***
Inés ya ha empezado a reconocernos. La prueba más
definitiva es que antes iba con cualquiera, no le importaba
quién le hiciera compañía y la tuviera en brazos, y ahora tiene
una clara preferencia por nosotros. Juega con mis padres,
con mi tía, con Paula, pero cuando se pone nerviosa es sólo
con nosotros que se calma por completo. Y si está jugando
con alguno de ellos, cuando llegamos y nos descubre se le
ilumina la cara, el rencuentro es de una alegría exagerada.
Hemos ido a dar un paseo después de comer. En el
camino, Emilie me comenta que esto le hace sentir orgullosa,
como si solo después de que Inés la reconozca como su madre
ella empieza a saberse parte de su universo sentimental, a
sentir que merece ese título de madre. A mí creo que me
pasa lo mismo.
Parece ser que ninguna distinción depende tan solo de
nosotros, siempre es alguien quien en última instancia ha
95
de imponérnosla. No deja de resultar curioso que seamos
nosotros los que le demos la vida, los que la eduquemos,
pero solo cuando ella nos considere como tales empecemos a
sabernos padres. Antes pareciera que a uno todavía le faltan
méritos por lograr.
En la onomástica árabe, existe una práctica conocida
como kunya, por la cual, cuando uno tiene su primer hijo,
recibe de este un nuevo nombre que hace referencia a su
recién estrenada condición de progenitor. Este nombre se
forma con el nombre del hijo y la palabra Abu en el caso
de los hombres o Umm en el caso de las madres. En otras
palabras, uno pasa de ser uno mismo a ser «madre de» o
«padre de», y este es el nombre con que a partir de ese
momento, sobre todo en contextos donde se haya de mostrar
cierto respeto, los demás deben dirigirse a este. Aquí, aunque
nuestros nombres sigan siendo los mismos, opera en nosotros
una lógica similar en la que hemos dejado atrás algunas caras
de nuestra identidad para convertirnos en el padre y la madre
de Inés, que es ahora a quien le debemos parte de lo que
somos.
Cosas así suceden a menudo, incluso con vínculos menos
intensos que el de la paternidad directa. Al tío de mi padre,
por ejemplo, todo el mundo le conoce como «tío Luis». Es de
mi padre de quien viene esta forma de llamarle, no de nadie
más, ni siquiera de ninguno de sus otros sobrinos, pero está
ya establecido, al menos en nuestra parte del núcleo familiar,
que es así como uno ha de referirse a él. La distinción, en
este caso, tiene el sentido de una condecoración afectiva,
pues ha sido para mi padre mucho más que un simple tío,
casi un padre, y es la forma de reconocer esta labor. De
forma parecida, a mi tía la llamamos «tía Tete», y es seguro
que Inés la conocerá como tal a pesar de que no sea ese
exactamente el vínculo que la une a ella, porque el lazo es lo
suficientemente estrecho como para otorgarle esta categoría
y no llamarla de otro modo menos cercano.
Le voy dando vueltas a todas estas ideas mientras paseamos, compartiendo algunas de ellas con Emilie, otras
guardándomelas y pensando sobre ellas cuando nos quedamos en silencio. Cuando llegamos, Inés está jugando con
96
Paula, que ahora se ha convertido en «la tía Paula». Nos ve
llegar y sonríe enseñando sus dos pequeños dientes.
***
Para empezar el año, escribo mi primer haiku.
Empieza enero,
después vendrá febrero
y después marzo.
***
Aprovecho que estoy en Madrid para hojear algunos
libros de poesía de los que dejé aquí antes de irme. En uno
de Gil de Biedma encuentro estos versos:
Pero antes de ir adelante
desde esta página quiero
enviar un saludo a mis padres,
que no me estarán leyendo.
Son muy oportunos, porque la idea de la inutilidad de
esta escritura cuando se trata de llegarse hasta otros, sobre
la que ya he escrito, me sigue rondando todavía la cabeza.
Se desnuda uno sobre estas páginas sabiendo que quien lo
vaya a leer no será alguien importante, cercano, alguien de
quien se valore su reacción o su juicio al respecto. Es como
desnudarse a solas antes de entrar en la ducha, sin público
alguno, ajeno a todo el resto del mundo. No tiene ni morbo
ni emoción.
Como regalo de Navidad, Paula nos ha regalado unas
camisetas que ella misma ha pintado, y papá a mí una réplica
a escala de una Stratocaster que ha hecho él en madera.
Ambas cosas son obras de una artesanía muy hermosa. Estos
regalos que uno crea con sus propias manos son, por supuesto,
los más valiosos, y también los que más lucen. A mí también
me gustaría poder hacer cosas así, pero, por desgracia, lo
único que yo puedo crear son estos escritos, que no sirven
como obsequios, al menos en este contexto. Los libros que
97
regalé la última vez que estuve en Asturias, todavía nadie
los ha leído, y es probable que sigan así. No vale la pena
otro regalo similar.
Para compensar, me ha llamado Charlie y me ha dicho
que está enfermo, y aprovecha que guarda cama para leer
algunos de mis libros. Le están gustando y no escatima
buenas palabras. Sus elogios, como todos los elogios, son
bienvenidos, pero apenas reconfortan.
***
No tenemos bañera pequeña aquí para bañar a Inés, así
que hemos intentado ducharla, pero la ducha resulta que
le da miedo. Cuando el agua le cae sobre la espalda o la
cabeza, se asusta y empieza a llorar. Me he quitado la ropa,
la he cogido en brazos y me he metido en la ducha con ella.
Así, abrazada a mí, estaba mucho más tranquila.
Escenas así, de una intimidad y una dulzura tan clara,
suceden muchas veces de forma inesperada, como accidentes
repentinos antes los que nada puede hacerse. Llegan tan de
sorpresa que uno no tiene siquiera tiempo para recordarlos
o atrapar algún detalle, y cuando se escapan y luego uno
viene emocionado a anotarlos, no sabe qué poner y lo más
que acierta a escribir es una torpe descripción del momento.
Pero, aun así, estos sucesos sirven como hitos que recuerdan
el camino por el que ir, o más bien recuerdan que este camino
que se va siguiendo es el correcto y que, si se continúa por él
y nada se tuerce, habrán de arribar algún otro día instantes
igual de hermosos.
***
En poesía, el amor y, sobre todo, su ausencia son fáciles
de fingir. Hay un sinnúmero de poemas de desamor escritos
por poetas de quienes se sabe que llevan desde hace tiempo
una vida amorosa tranquila y feliz, ya resuelta, incluso
rutinaria; poemas desgarrados escritos en una tarde en la
que tal vez quien los anota se sintió completamente feliz y
a salvo del asedio de las nostalgias y los duelos. A nadie le
sorprende esta usurpación de los sentimientos, le damos al
98
poema amoroso una validez plena sin preocuparnos por el
linaje de las emociones que porta.
Yo, que no soy capaz de esta impostura y solo logro
escribir aquello que me acecha en el ahora —y que por ello
hace ya tiempo que no escribo verso alguno como hacía
antes—, confieso sentir a veces una especie de indignación
ante estos poemas, como si fueran una perversión de la
poesía, que ha de escribirse cuando la lágrima está fresca y
el sufrir aún se escucha dentro. Pero confieso también que,
a pesar de su impostura, estos poemas me alcanzan como
cualquier otro, y sé bien que así ha de ser, porque cualquier
literatura no deja de ser fantasía y no por ello menos válida.
Porque uno lee unos buenos versos, de desamor fingido o
real, da lo mismo, y los encuentra reales como inimitables
tragedias, siente al hacerlo que las pasiones del corazón se le
han puesto en su contra, que recién perdió a la mujer de su
vida, o que nada de su amor es correspondido; las estrofas le
transportan al mundo donde esos sentimientos son ciertos,
le hacen casi desear que esa tristeza fugaz que le causa la
literatura fuera verídica, para poder de ese modo alumbrar
versos como aquellos. Y al hacerlo, nunca se pregunta si son
auténticos, si la persona al otro lado del poema recorría al
escribirlos la misma senda emocional por la que ahora este
le arrastra.
Quizás esa sea la señal definitiva del artista: el convocar
en otros los sentimientos que él mismo no siente, y que
incluso comienza a olvidar que siquiera existan.
***
Inés despierta de la siesta, la llevo a mi habitación y le
cambio el pañal. Sobre la cama tengo tirados dos libros: uno
de los diarios de Trapiello que compré ayer en Madrid y un
ejemplar de mi Au village.
A Inés siempre le han llamado la atención los libros
y las libretas. Los coge, los manosea, intenta arrugarlos y
romperlos y, por supuesto, se los mete en la boca. Ahora ha
cogido mi libro y le da vueltas con excitación, y lo somete
a su clásica rutina de dobleces y lametones. Yo siento de
99
pronto un orgullo fugaz de verla con él en las manos y tan
emocionada, me imagino que le despierta más pasión que
otros libros que no he escrito yo.
Esta debe ser una de las emociones más ridículas y
estúpidas que he sentido nunca, pero qué más da.
***
Una pequeña reunión de amigos en Madrid. Estaban algunos compañeros míos de la universidad y me acompañaron
dos amigas rusas con las que había quedado antes, que están
pasando estos días aquí. Antes de llegar al sitio, Emilie y
yo dimos un paseo largo por Madrid, desde Manuel Becerra
a Tribunal. Ninguno de los dos apreciamos este ambiente
cargado de la ciudad, resultaba de hecho bastante angustioso
caminar por entre tanta gente en estos días navideños en
que es tan difícil moverse por las aceras, pero era nuestro
primer paseo juntos por la ciudad y tuvo su atractivo, casi
como si paseáramos por una ciudad que ninguno de los dos
conocíamos.
El bar donde habíamos quedado era pequeño y nos arrinconamos cerca de la entrada. Yo hice las presentaciones entre
todos ellos: Emilie, las rusas, mis amigos. Me veo muchas
veces en estas mezclas algo eclécticas en las que yo soy el
punto en común, quizás porque tengo amigos de estilos muy
distintos, que sin mi concurso nunca entablarían amistad
alguna entre sí. A decir verdad, me produce un pequeño
orgullo ser el eje sobre el que orbitan estos encuentros, y esta
tarea de hacer de moderador en el inicio me gusta, porque es
agradable saberse capaz de congeniar con gentes diferentes.
Más interesante que las presentaciones, que son un placer
fugaz, es sin embargo dejar que luego sean las afinidades
quienes guíen la escena y observar desde esta posición aventajada las conversaciones entre quienes acaban de conocerse,
haciéndolo con esa superioridad de quien sabe de cada uno
de ellos mucho más de lo que entre sí van a contarse. Se
piensa entonces lo que cada cual andará opinando en sus
adentros, si se caerán bien o no, si volverán a encontrarse
algún día, y en las historias que uno conoce acerca de ellos
100
pero que van a ocultarse deliberadamente entre sí por uno
u otro motivo, y ese discurrir de conversaciones desde esta
atalaya tiene un aire vivaracho, como lo tienen ahora en
el invierno los arroyuelos que se congelan en la superficie
pero bajo los que aún fluye saltarín un cierto caudal. Y así,
visible pero también subrepticiamente, fluye la vida como
las amistades y los vínculos.
Fuimos los primeros en irnos, porque Emilie había dormido mal ayer y estaba cansada. Y nos quedamos entonces
solos, de vuelta por un Madrid ahora más vacío, más amable,
y todo lo que nos unía era claro y sólido y sin subterfugio
alguno, así como acaban siendo los vínculos cuando por fin
cristalizan.
***
De vuelta en casa. Han sido casi dos semanas en hogares
ajenos, conocidos pero al fin y al cabo no nuestros, y más
actividad de la que nosotros mismos hubiéramos tenido si
hubiera estado en nuestra mano decidir el ritmo de estos días
de descanso. Ya no estamos preparados para estos lances, yo
he perdido la paciencia y me alcanza pronto esa sensación
incierta que no se sabe bien si es un deseo de regreso o de
huida, si de echar de menos un lugar o más bien echar de
más ciertos otros rincones, o gentes, o rutinas.
He vuelto a este hogar para esconderme igual que el niño
bajo la sábana, para estar en un rincón que no pertenece
a nada y donde me siento a salvo aunque sepa que no es
sino una guarida inútil y lo único que es capaz de hacer es
protegerme de aquello que hoy me incomoda el espíritu.
La casa estaba muy fría al llegar, apenas diez grados.
Encendimos los radiadores y la chimenea, y nos mantuvimos
cerca del fuego hasta que Inés empezó a tener sueño. En
la habitación, le pusimos una manta encima y durmió sin
pasar frío.
Emilie aún no ha recuperado su ritmo de sueño y me pidió
que durmiéramos separados. En lugar de irme a la habitación
de arriba, he abierto el sofá y he dormido en el salón, al lado
del fuego, porque arriba el calor no había llegado y seguía el
101
cuarto frío. Con la luz apagada, la chimenea brillaba de una
forma entrañable, con las llamas moviéndose muy lentas, y
yo tenía más que nunca ese espíritu de crío agazapado, bajo
una sábana cálida, de regreso a un hogar más enraizado que
nunca.
He mantenido el fuego encendido hasta la mañana, añadiendo madera a lo largo de toda la noche sin dejar que se
extinguiera; me he ido despertando con no sé qué mágico
resorte más o menos a cada hora, justo cuando a las llamas
les sucedía la gema anaranjada de las brasas, y sin estar
apenas cansado en estos despertares. Me acercaba al montón de troncos, tomaba uno, lo posaba sobre las brasas y
me quedaba unos segundos sentado mirándolo. Después me
volvía a dormir casi al instante.
Ha sido como un ritual para conjurar esta llegada de
vuelta a lo nuestro, o más bien, a lo mío, porque la casa
me parecía vacía esta noche, toda para mí. Hay un ansia
de posesión en quien echa algo de menos con necesidad, no
basta recuperar lo que se busca, sino acapararlo, que no
haya riesgo alguno de perderlo a manos de otros.
Ahora todo vuelve a ser normal, parece que ni siquiera
hubiéramos estado fuera estos días. Cuando las rutinas son
dulces, es sencillo adaptarse de nuevo a ellas. Cuando la luz
se enciende, incluso el niño más cobarde sale de debajo de
las sábanas sin problemas.
***
Haciendo memoria, creo que no he llorado apenas desde
que conozco a Emilie, y es probable que en ese mismo tiempo
haya llorado de felicidad más que en todo el resto de mi vida.
Si existe algún modo de cuantificar la bondad del tiempo
que habitamos, un índice sentimental que refleje cómo andan
las cosas por allí dentro, este bien pudiera uno de ellos. Lo
escribo aquí para que quede constancia.
***
No sé cómo hacen otros con sus libros, pero a mí me gusta
escribir el prólogo de los míos en un momento cualquiera,
102
no al principio, no al final, sino como un capítulo más que
puede escribirse cuando parezca buen momento para hacerlo.
Hoy he terminado el de este diario, que parece que ya va
tomando forma para ser un volumen por sí mismo algún día.
He decidido también el título. Es significativo lo distinto que
luce ahora este proyecto una vez que tiene nombre y prólogo,
como si necesitáramos darle forma a nuestras fantasías para
saberlas más factibles. Quien no cree en el destino y los
milagros, cree en su lugar en su propia dedicación y su
capacidad de aplicar una cierta metodología. Como todas,
es una creencia que necesita reafirmarse de vez en cuando.
***
Mucho de cuanto aquí escribo debería contarlo también
de viva voz, porque son historias mías, íntimas, de las que
podría compartir con alguien y disfrutarlas de otro modo
más tangible. Pero, en su lugar, me basta dejarlas aquí,
compartidas tan solo conmigo mismo, que es poco menos
que nada. A las páginas de un diario se viene para evitarse
el trance de conversar. En la motivación de un diario hay
tanto de pereza como de introversión o timidez, no vamos a
negarlo.
Se podría decir que cada uno de estos fragmentos es,
pues, una infidelidad, porque se deja de contar algo a otros a
los que les corresponde con más derecho el ser partícipes de
ello, y quién sabe si incluso lo esperan. Pero son infidelidades
inocuas, a nadie solivianta la costumbre de llevar recuento
de lo hecho y sentido. No puedo evitar, pese a todo, pensar
en lo que resultaría de todo este esfuerzo si lo empleara en
contar a alguien estos pensamientos míos. Sería sin duda
más útil y provechoso que dejarlos escritos así, en silencio y
de noche, para quién sabe qué destino el día de mañana.
Las infidelidades inocuas. Es buen título para un diario.
Si continúo con esta costumbre lo suficiente como para
rellenar un tomo más, quizás lo llame así. Y esta entrada
podría bien ser el prólogo.
***
103
Qué grandes ultimas palabras se han dicho en la historia de la humanidad. Todas esas frases pronunciadas en el
último momento como epitafios que uno mismo improvisa
en el filo de la vida, que si son ingeniosas otros se encargan
de difundir luego para gloria póstuma del difunto. Parece
mentira que en esas circunstancias haya quien disponga
del cinismo o la poesía suficiente para crear tal clase de
aforismos; quizás sea que el contexto estimule y agudice
esas reflexiones apresuradas, igual que suele estimular los
sentimientos y la tendencia al melodrama.
Luego están las palabras que no fueron pensadas para
este fin, las de quienes no sabían que la hora estaba ya al
caer y se les interrumpió el discurso a mitad de la obra. De
estas, pienso ahora, se han de sacar las mejores historias,
porque ¿cuántas frases extrañas habrán quedado allí como
postreras expresiones de una vida? ¿Cuantas palabras como
abismos súbitos, profundos, donde se corta de pronto un
relato que no ha ya de reiniciarse?
Escribir, visto así, es asumir otro riesgo más: el de dejar
incompleto un texto y crear otro más de esos precipicios
abruptos en que concluye la vida. Lo bueno de las entradas de
un diario y los poemas es que conforman pequeños mundos,
se vive y se muere en ellos, rara vez se dejan a medias. Esta
debe ser una de las pocas ventajas de no tener imaginación
y ser incapaz de urdir una novela.
***
La noticia de ayer fue que dos radicales islamistas mataron a doce personas en la sede de la revista Charlie Hebdo,
entre ellas cuatro dibujantes que estaban amenazados por
haber publicado unas caricaturas satíricas de Mahoma. Todo
el mundo habla de ello, y por alguna razón me ha llegado
más dentro que otros sucesos similares y me ha dejado una
incomodidad extraña. He escrito una pequeña columna sobre esto, que luego he compartido con mis amigos. La copio
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aquí para conservarla.
Escribía Celaya aquello de «la poesía es un arma cargada
de futuro», pero yo nunca me lo creí. Incluso en los tiempos
en que leía y escribía poesía más que hoy día, estuve siempre
convencido de que los versos no servían para combatir otra
cosa más que las nostalgias de uno mismo. Y el de poeta
nunca me pareció un oficio arriesgado ni valiente.
En aquel entonces leía a los poetas sociales, a los bardos
comprometidos con las revoluciones y las protestas, y me
emocionaba, pese a las distancias del tiempo y la geografía,
con sus arengas y sus proclamas. Pero aun así, no podía
evitar que, en el fondo, esa particular lucha poética me
pareciera casi una frivolidad en esos contextos donde la
gente perdía sus derechos, sus dignidades o incluso su vida.
Porque pensaba que, en última instancia, toda lucha se gana
en la calle o en el frente de batalla, no en un poema. Y yo,
que nunca tuve gallardía alguna y serviría de muy poco en
una contienda, pero que aun así escribía versos, creía por
ello que el poeta era en realidad un luchador aburguesado y
cobarde.
Admiraba, si acaso, la entrega de los poetas que fueron
a la vez soldados, esos que luchaban sin lírica alguna y
sólo después de la refriega se refugiaban en la quebradiza
trinchera de las palabras para componer sus versos y hacernos
llegar lo inhumano de la guerra. Aquellos para quienes la
poesía no era un arma, sino un consuelo que les ayudaba a
después batirse con el alma más tranquila. Como escribió
Owen durante la I Guerra Mundial: «Sobre todo no estoy
preocupado por la poesía. Me ocupo de la guerra, y de la
pena de la guerra. La poesía está en la pena». Lo de pensar
que un verso pudiera esgrimirse contra un enemigo siempre
me pareció demasiado pretencioso.
Pensaba esto de la poesía y de los poetas, pero también
de otros escritores, y de los cantautores, y, por supuesto,
de los dibujantes, porque no tengo ninguna destreza para el
dibujo ni lo he practicado nunca, y cuando a uno algo no le
105
resulta necesario, ese algo le parece siempre más inútil.
Hoy he dejado de pensar de este modo. Hoy he entendido
por fin que la poesía es un arma, como lo son las canciones
y, sin duda, las viñetas. Y he entendido también que los
poetas, los cantautores y los dibujantes, como todo aquel
que empuña un arma, asumen un riesgo y no siempre hacen
labor de retaguardia. Tal vez no fueran esos poetas a los que
yo leía, sino yo mismo, que me atreví a juzgarles desde este
tiempo mío en que la poesía es un pasatiempo sin peligro, el
que debiera ser acusado de burgués y cobarde.
El arte en sí es un arma cargada de futuro. Porque el arte
no es sino una forma de comunicarse, y crearlo es el mejor
ejemplo de aquello que nos hace humanos: la necesidad de
expresarnos libremente para que otros nos interpreten. Una
necesidad que, en opinión de algunos, y aun a estas alturas
de la historia, parece ser un acto de lesa conducta.
Diría que no sólo son un arma los versos reivindicativos
o las canciones de protesta o las viñetas satíricas, sino
también aquellas creaciones que no golpean sobre ninguna
tiranía ni soliviantan a nadie. Porque no hay mejor arma
que crear, que imaginar, que componer. Y porque tal vez los
poemas de amor o las melodías hermosas o las ilustraciones
inocentes no combatan a ningún enemigo, pero nos enseñan
la lección valiosa del respeto, una alternativa mucho más
veraz y humana que la del odio y la barbarie.
***
Ya se empieza a notar que los días se alargan. Cuando
recojo a Inés todavía hay luz y se ven al fondo los Pirineos,
muy nítidos y de un color algo azulado. Me quedo mirando
un momento, intentando saber por qué los atardeceres tienen
esa luz que no tienen los amaneceres, si es algo meramente
psicológico o se trata de un hecho real, físico. Supongo que
habrá una razón, algo astronómico que puedo buscar en
Internet luego en un minuto para entenderlo, pero así a
simple vista no sabría decir qué hay de distinto entre esos
instantes o si esta sensación diferente es tan solo que a
estar horas ando más nostálgico que recién levantado. Si me
106
dejaran mirando al horizonte, con el sol justo por debajo de
él y sin saber dónde está el norte, y me dijeran que adivinara
si se trata del alba o del ocaso, es seguro que no sabría qué
responder, salvo que esperase lo suficiente como para ver
el sol subir o bajar. Ya he dicho muchas veces que soy un
observador muy poco dotado, se me escapan la mayoría de
rasgos y gestos de un paisaje.
Algo que un padre suele recomendar a su hijo es lo siguiente: busca un trabajo del que disfrutes, algo que te guste
hacer. Yo hoy añadiría otra cosa: busca un trabajo que te
permita ver el amanecer y el atardecer, uno en el que puedas
salir a verlos cuando quieras. Esta breve contemplación del
horizonte hace sin duda los días más ricos, más amplios. Y si,
como yo, no eres capaz de saber qué es lo que los diferencia,
incluso a veces puede parecerte que el día comienza dos
veces y dura el doble de tiempo.
***
Hablando de atardeceres, ayer estuve tocando con un
amigo que hacia tiempo que no veía, en uno de los encuentros
musicales que organiza en su granja los viernes por la noche.
Había dejado el coche aparcado a la entrada y las guitarras
dentro de él, por no sacarlas hasta que fuese el momento.
Estuvimos hablando y comiendo, cuando empezó a animarse
la cosa salí para cogerlas. Y allí estaba, frente a mí, en mitad
de la noche, una luna grande y amarillenta velada por unos
penachos finos de nube, a punto de sumergirse en el otro lado
del mundo. Era un ocaso de luna precioso. Tenía la misma
melancolía que un atardecer, pero con el fondo negro, como
un artista sobre el escenario con el foco alumbrándole solo
a él. Me vino un pellizco de nostalgia y me quedé mirando
como un minuto. Luego volví a dentro a tocar.
***
Tengo el impulso de escribir sobre cosas acerca de las
que ya he escrito. Este regreso, el inicio del año, son cosas
todas ellas que ya están en alguno de mis cuadernos, como
lo están estas mismas emociones y pensamientos, porque de
107
uno a otro episodio cambiamos menos de los que nos gusta
pensar. Va siendo cada vez más difícil contar una historia
original, es lógico.
Esta repetición de escenas e ideas no es tan solo porque
la vida en sí se repita o porque transitemos las mismas
bonanzas, sino porque el hombre se da forma a sí mismo de
un modo asintótico, y se llega a un punto donde poco va
quedando ya para ser como uno se imagina que ha de ser y
sentir lo que espera sentir a lo largo de su vida, y aunque
nunca se alcanza ese punto, tampoco se avanza apenas. Vaya,
que en lo emocional y lo humano uno se estanca antes que
en lo creativo, y no hay mucho que hacer al respecto.
Hoy hemos tenido la ceremonie des voeux. Había muchas
cosas que eran distintas al año pasado: Inés no había nacido
entonces y en aquella ocasión nos acompañó un amigo mío
que estaba de visita. Personas que ahora conocemos muy bien
eran entonces desconocidos con los que cruzábamos nuestras
primeras palabras, y el pueblo mismo nos era extraño de
cierta forma.
A la reunión de este año ha acudido mucha más gente,
algunos incluso que no son de esta comuna. Era una celebración más oficial, de un aire más circunspecto aunque
igualmente cómico, como son estas convocatorias de pueblo
siempre que se les trata de insuflar un poco de solemnidad.
El alcalde vestía de traje, y estaba también el alcalde de
Auch y el presidente de la Communauté des Communes. Se
impusieron unas medallas al antiguo alcalde y a otros representantes de la política local, y también a los voluntarios
que trabajan en algunas asociaciones de la comuna. Para los
niños hubo regalos, y a Inés le dieron un pequeño peluche.
En resumen, una ocasión distinta a la de hace un año, pero
que a pesar de todo esto, parecía ser fundamentalmente la
misma de entonces; las sensaciones que deja han sido muy
parecidas.
En otras cosas, sin embargo, se encuentran luces nuevas,
a veces aunque se hayan visitado más veces que otras, y
quizás porque tenemos una sensibilidad distinta para ellas o
tan solo porque el azar así lo quiere. Algo que no cambia pero
sí que aprecio de modo distinto son las pequeñas excursiones
108
nocturnas. Al paseo que hacemos de vez en cuando Emilie y
yo para ir a tirar la basura cuando Inés ya duerme —y que,
pese a su banalidad, se ha convertido en un ritual nuestro
lleno de significado— sumo algún que otro paseo nocturno
a solas, ahora entre las brumas y las neblinas, o junto a los
reflejos de las farolas en la escarcha que cae algunas noches.
O casi a oscuras, como hoy, con solo la luz de la luna y sin
las farolas, que ahora se apagan a partir de la medianoche
desde que el alcalde decidió cambiar el horario para ahorrar
energía.
Le busco en estas salidas nocturnas alguna esquina desconocida al pueblo, o simplemente, siendo esta una costumbre
algo extraña y que se hace con sigilo, me deleito en el morbo
de las cosas subrepticias, que siempre parecen más excitantes
y más novedosas.
Va siendo cada vez menos evidente el darse cuenta de
que la vida avanza, pero esta tarea es en realidad como la
del músico que ensaya una pieza una y otra vez hasta saber
tocarla, que conforme la va dominando advierte ya poco
cambio, pero aún así, y sin importar cómo sea la ejecución,
disfruta igualmente al hacerlo.
***
Para Navidad, la hermana de Emilie me regaló una pequeña colección de cervezas. Mismo regalo que el año anterior,
pero con diferentes tipos y marcas. Es un valor seguro, y
yo lo agradezco, porque nada hay peor que encontrarse con
un regalo que no deseas recibir, sobre todo si es voluminoso.
Las cervezas me gustan, tienen un ligero factor sorpresa
porque muchas no las he probado antes, y además, una vez
que uno las bebe, no queda en la casa rastro de ellas ni se
convierten en trastos inútiles.
El caso es que las cervezas me las voy bebiendo por la
noche a razón de una cada día, en ese tiempo que tenemos
para nosotros cuando Inés se ha acostado ya, y que siempre
se antoja exiguo. Emilie prueba un poco de cada una, y luego
intercambiamos opiniones con un donaire de fino catador,
aunque nuestra crítica siempre es muy de andar por casa.
109
Por curiosidad, después de probar cada cerveza miramos
en un par de foros en Internet la opinión que hay sobre ella
y la puntuación que la gente le da, que suele coincidir con
la nuestra, aunque no siempre. Ahora quedan ya solo dos
cervezas por probar, y le he dicho a Emilie que vamos a
buscarlas antes de probarlas, para saber lo que nos espera.
Ella se ha negado, dice que prefiere la emoción y hacerlo
después, tan solo para contrastar. Yo preferiría hacerlo antes,
no le veo ninguna desventaja a tener de antemano toda
la información posible, pero ella no comparte mi opinión.
Cuando se trata de conocimiento, mi criterio parece ser
siempre el de recolectarlo lo antes posible, y nunca me
detengo a valorar si esto puede afectar a las sensaciones o
los sentimientos que han de venir después. Ahora cuando
termine de escribir esto, creo que buscaré ese par de cervezas,
y mañana disimularé como si no lo hubiera hecho.
***
Tengo pocos libros en casa, casi ninguno. Dejé todos
los que tenía en Madrid y no me traje ni uno solo de ellos.
La colección de libros de poesía, que era a la que más
cariño le tenía, la intenté regalar para así sentirme menos
culpable y ver que tomaba nueva vida, pero lo más que
conseguí fue deshacerme de unos cuarenta o cincuenta libros,
generalmente de poesía sencilla, adecuada para iniciar en el
género a algunos amigos que así me lo pidieron. La anécdota
es representativa de lo aislado que se puede sentir uno como
lector de poesía, no digamos ya como escritor.
A la gente le gusta hacer acopio de libros, y casi todo el
mundo tiene una biblioteca en la que guarda más volúmenes
de los que ha leído, ya sea esta una enorme colección de
miles de tomos o una muy discreta. El destino de los libros
parece ser este, el de estar hechos para la lectura solo como
segunda opción, siendo el mero coleccionismo y el adorno la
principal de sus utilidades.
Yo hace tiempo que no guardo los libros que leo, me desembarazo de ellos como del frasco de una conserva después
de haberla comido, sin ningún placer ni tampoco ninguna
110
tristeza. A veces los acabo llevando a casa de mis padres,
otras los olvido intencionadamente en un aeropuerto o cualquier otro lugar público, o si puedo se lo doy a alguien para
que haga con él lo que considere oportuno. Ya digo que este
trasiego de páginas resulta en la mayor de las indiferencias, y
el único sentimiento que me provoca un libro es mientras lo
leo, no antes ni después, y nunca en relación con su posesión
o su pérdida.
En el fondo, tiene algo de petulante este comportamiento
mío. Me satisface ver que tengo una biblioteca más escasa
que la mayoría de la gente, y saber al mismo tiempo que leo
mucho más que casi todos ellos. Le tengo un gusto intrigante
a las virtudes ocultas, al hecho de que la imagen que uno
da de sí mismo sea la de carecer por completo de una cierta
virtud y que la realidad luego sea bien distinta. No se trata,
no ha de confundirse, con la falsa modestia o la humildad.
Es en realidad un sentimiento poco noble, a uno le gusta
saberse superior y que los demás no se den cuenta de ello,
porque esto es como sentirse todavía más por encima de
quienes no son capaces de advertir lo que uno vale.
***
Las cervezas que quedaban eran, como así auguraban las
calificaciones que pude leer en esa página web sobre el tema,
bastante normales, sin nada especial. Fue un poco decepcionante, porque la última que había tomado era excelente, y
pasar a un producto de calidad inferior siempre causa algo
de frustración. Pero es así como han de venir las cosas en la
vida, no siempre en orden creciente de intensidad, sino en un
orden aleatorio, que de pronto una experiencia nos decepcione y otra nos sorprenda. Si fuéramos siempre mejorando, la
vida no tendría esas frustraciones, pero sería mucho menos
interesante y, sobre todo, muy angustiosa. Tendríamos cada
vez menos ganas de dejar de vivir, aunque veríamos que el
final se acerca de igual modo. Y sería asfixiante enfrentar la
muerte sabiendo que siempre habría de llegarnos en nuestro
mejor momento.
Es mejor que sea todo más desordenado y las cosas
vengan sin esquema predecible. Para no perder el interés y
111
que los momentos más dulces no eclipsen a los que habrán
de venir, la vida ya se encarga de salpicar nuestro tiempo
con algunas tragedias, que son como esa copa de champán
que sirven en los restaurantes para separar los platos y que
uno pueda saborear el siguiente sin que el sabor del anterior
se entrometa.
***
Lunes sin reuniones y sin tener que salir de casa para
nada. Inés se ha levantado tarde y muy tranquila, así que
el inicio de semana no podría ser mejor, imposible hacerlo
más suave.
Después de comer salgo a pasear. El tiempo es maravilloso. Un sol intenso que, entrada la tarde, ya no llega a
todos los rincones y deja unos contrastes de temperatura
vivos. Al pasar de la umbría a la solana, al caminante se
le revitaliza el ánimo y mira el paisaje de forma distinta.
No sopla ni una brizna de viento, y el campo parece una
instantánea congelada donde no se mueven las hierbas ni
las ramas de los árboles, pero donde tampoco parece que
tengan intención de moverse los colores sobre las colinas, y
el sol irá bajando sin que se alarguen las sombras ni viren
los tonos dorados y verdes de la tierra.
Doy una vuelta de algo más de veinte minutos, lo justo
para que se estiren los músculos y las ideas. Llego a casa y
Emilie me acaba de mandar un mensaje para preguntarme
si he salido a disfrutar del día.
***
Bart me comenta que uno más de nuestros compañeros
va a dejar la empresa, y que es probable que algún otro le
siga en breve. Es una mala noticia, pero no le doy mayor
importancia; las cosas de trabajo, más allá de la parte técnica
que yo hago, siempre me han dejado indiferente.
Lo que sí pienso es en cómo la gente va siguiendo su
camino profesional, que también es en cierto modo su historia
personal, y la facilidad con que en apariencia se aventuran
a comenzar nuevas andanzas. De todos los que trabajaban
112
conmigo cuando yo empecé, hoy quedan muy pocos, la
mayoría se han ido marchando por voluntad propia camino
de otros proyectos, unas veces con cierta explicación y otras
sin aclarar mucho, casi en silencio, por la puerta trasera que
obsequia esta situación de trabajar a distancia y sin vernos
en persona más que unas pocas veces al año.
Yo no me siento capaz de hacer lo mismo. Es probable
que ninguno de mis compañeros esté en una situación mejor
que yo para lanzarse a estos cambios, porque a mí me sería
fácil encontrar otro trabajo con un sueldo suficiente, y tengo
ahorros en el banco y aquí nuestros gastos son muy pocos.
Tampoco creo que ninguno tenga más motivación para dejar
esto que la que yo tengo, porque no aparentan guardar tanta
inquietud como yo por otras cosas de la vida. A mí se me
cruzan a menudo los sueños de dedicarme a escribir, o a
vivir de trabajos pequeños, mínimos, apañándomelas con
muy poco y ejercitando ese perfil asceta que siempre me ha
llamado la atención y sigue haciéndolo hoy en día. Y sin
embargo, me parece una temeridad abandonar este trabajo
y hacer algo distinto.
No es un miedo laboral ni económico, que ya digo que
en ese sentido no hay razón para inquietarse. Es más simple
que eso, es un simple miedo a cambiar. En lo emocional,
tengo un alma pesada y holgazana a la que le cuesta mucho
ponerse en marcha, tiene una inercia enorme.
Pero entiéndanme, ¿quién en mi lugar querría aventurarse a cambiar algo, si yo nunca he sido tan feliz como
ahora?
***
De entre las cosas que Inés no ha desarrollado todavía, la
más llamativa de ellas sea tal vez la capacidad de identificar
el enfado y el mal humor. En su mundo no existe aún la
inquina, se puede llorar, se puede protestar también, pero
nadie puede guardarle enemistad a otro ni enunciar el deseo
de amonestarle.
Acabo de acostarla. Hoy ha costado más que otros días,
han hecho falta varios intentos y a pesar del esfuerzo seguía
113
despierta y agitada. Al final parecía cansada y se frotaba los
ojos, pero seguía gritando y pataleando, y al tumbarla se
daba la vuelta al instante y empezaba a llorar. He perdido
la paciencia y le he puesto cara de enfado, le he soltado
un pequeño grito y la he sentado en la cama cuando ha
empezado a moverse. Como respuesta, lo único que ella
ha hecho cuando se ha tranquilizado es mirarme y sonreír,
y después ha estirado el brazo para tocarme. Todos mis
intentos para hacerle ver mi enfado después de eso han sido
inútiles, ella seguía sonriendo como si no fuera más que un
juego. Resulta imposible no enternecerse ante esto.
Son muchas las cosas que se aprenden con un niño, una de
ellas el papel que nuestras emociones juegan en convertirnos
en individuos sociales, del que quizás seamos mucho menos
conscientes de lo que creemos. Se descubre así, mientras uno
acuesta a su hija, que para vivir en sociedad, para enfrentarse
al resto de semejantes y también a la vida misma, hay que
prescindir de ciertas virtudes que, aunque inútiles tal vez, son
bellas como pocas otras. La inocencia, y también esa mirada
siempre limpia e idealista con la que Inés me responde a mi
enfado, están entre ellas.
A veces la tarea de educar puede ser entristecedora. Sobre
todo cuando nos damos cuenta de que no solo consiste en
añadir sabiduría, sino en borrar ciertos caracteres que son
hermosos y capaces de alumbrar las sensaciones más tiernas,
de hacer en un instante que uno pase de estar lleno de ira a
irse a la cama emocionado y casi con la lágrima fuera.
***
Momento de nostalgia hoy en el supermercado: el carrito tenía una ranura para monedas que decía aceptar una
moneda de diez francos. Ha funcionado, no obstante, con
una de un euro sin problemas.
¿Acaso se puede tener nostalgia de algo que no se ha
vivido? Parece ser que sí. Cuando se establece un vínculo
con un lugar, se hereda en el afecto toda su historia, y la
voluntad de conocer ese pasado se manifiesta en forma de
nostalgia, como si ya se hubiera vivido aquel entonces.
114
Una vez viajé por Francia cuando todavía había francos
en lugar de euros, pero lo recuerdo muy poco, por lo que
viene a ser como si nunca lo hubiera vivido. Pero ahí está en
mi memoria, en esa memoria falsa que es el deseo, ese tiempo
en que los carros de supermercado pedían una moneda de
diez francos y los coches aquí tenían esas viejas matrículas
de fondo negro. Y, aún sabiendo el engaño, la siento tan
parte de mí como este ahora, e incluso creo que un día, si
corresponde hacer recuento de viejas glorias, le contaré a
Inés las historias de ese tiempo como si yo mismo lo hubiera
conocido.
A medida que se va madurando, a veces a uno le parece
que, en lo sentimental, construirse un pasado resulta más
sencillo que labrarse un futuro.
***
Hablando de viajes que apenas se recuerdan, es menester
asumir que la mayoría de los viajes sirven más bien poco
como experiencias humanas, no son más que divertimentos.
Sucede como con las personas, que son pocas las que nos
llegan a lo profundo, y las demás lo hacen sin pena ni gloria,
alegrándonos la vida pero sin dejar de ser un pasatiempo que
no contribuye apenas a la construcción de nuestra persona.
Quien cree que ha crecido vital y emocionalmente en
todos sus viajes, quien vanagloria en exceso lo que sus periplos le han supuesto en los adentros, es probable que o bien
haya viajado poco o bien nunca haya sabido cómo hacerlo.
Es como esas personas que creen haber amado a todas sus
parejas anteriores, que, lejos de ser románticos incurables,
lo más probable es que no se hayan enamorado nunca.
***
Que alguien lea entradas de este diario que aún no están
terminadas me causa una gran inquietud. El texto sin cerrar,
sin pulir, en el que queda solo el recuento de un instante o la
idea bruta, pero sin haberle dado la pátina fundamental de
un poco de literatura, me produce una vergüenza inmensa.
No me importa escribir historias personales aquí y que un
115
día otros las lean, pero si no he tenido tiempo de acicalar
la prosa, esas mismas historias me dan un pudor enorme
cuando pienso que alguien pudiera verlas.
No es en realidad tan raro. Es la literatura la que aporta
valor a estos episodios que, de otro modo, no habremos de
negarlo, son bastante ridículos. Sin ella, ¿cómo no iba a
sentirme avergonzado de que alguién los descubriera?
***
Parece decidido que iremos a Rusia en verano. Hemos
mirado algunos documentales estos días, por entretenernos
por las noches, y Emilie se ha convencido de que es un buen
plan. Le gusta la idea y yo, aunque sé que puede no ser
como en otros viajes y que el tiempo será escaso, no me veo
capaz de decir que no a cualquier oportunidad de volver a
ese país que tanto me gusta, en especial después de todo el
tiempo que ha pasado desde la última vez. Soy muy débil
ante los señuelos emocionales, eso está claro.
***
Ha comenzado a salirle un tercer diente a Inés. Es uno de
los comillos de arriba, que va saliendo en solitario y le da un
aspecto malicioso de pequeña vampira mellada. Acentúa mi
convencimiento de que va a ser espabilada y bribona, incluso
cuando tenga todos los dientes y su aspecto sea más dulce.
Y atestigua que tengo ya un gran interés por saber cómo
será su personalidad el día de mañana, incluso si todavía no
sabe ni hablar y apenas ha empezado a arrastrarse por el
suelo.
***
No hay peor droga que el alcohol. Es perniciosa como
pocas, embrutece a quien lo bebe en exceso, y no hay nadie
más intratable que un borracho. Pero, aun así, tiene una
virtud que ninguna otra sustancia posee, y que es la de
invocar la melancolía y la tristeza si se dosifica correctamente.
Y estas son, cuando se tienen bajo control, las sensaciones
más excitantes del ser humano.
116
Ese punto cerca de la ebriedad, en el que las nostalgias
vienen a invadirle a uno sin violencia, es sencillamente incomparable cuando el bebedor es un hombre feliz. Qué gran
placer este de gozar las tristezas amaestradas, mirarlas desde la barrera y con la certeza de que habrán de evaporarse
pronto y se volverá estar satisfecho. Qué dulce arribar a ese
estado en que uno es dueño de su pesares y puede traerse
las penas pasadas y las angustias futuras, y domeñarlas a
su antojo sin arriesgarme a nada. Jugar con las tristezas es
un ejercicio morboso y excitante como la montaña rusa o
tirarse por un puente atado a una cuerda, con ese atractivo
del riesgo que en realidad no existe.
Brindemos por poder seguir disfrutándolo durante mucho
tiempo.
***
Hoy he ido a pasear por el camino que lleva a Riguepeu,
el que sale detrás del castillo. Hacia tiempo que no iba
por allí. Tanto tiempo que, en el campo que hay a mitad
de recorrido, la última vez el maíz estaba en su máxima
altura y recuerdo haberme metido por una de las líneas
dejadas por los tractores como si fuera un laberinto, y hoy
no quedaba nada de eso, solo una parcela vacía donde la
hierba empezaba a tapizar el barbecho y algunos restos de
maíz olvidados. Quizás no haga en realidad tanto desde mi
última visita por aquí, y sea solo que estos cambios bruscos
del paisaje dan la impresión de hacer avanzar el tiempo más
deprisa.
Sucede lo mismo con todo en la vida, cuando algo no es
como solía ser, parece que lo anterior siempre queda lejano,
probablemente porque nos resistimos al cambio y es más
fácil asimilar la novedad si uno piensa que ha sido un proceso
lento, progresivo, de esos que no causan dolor ni angustia.
Se me ocurrió mientras paseaba, por aquello de que
el decorado no era el habitual y eso estimula siempre la
procacidad de los pensamientos, echar una mirada hacia
atrás y recalar en los tiempos ya pasados, los de antes de
venirme aquí o incluso alguno más lejano. Y aunque el juego
117
parecía inocente y no dado a la sorpresa, sucedió que me
encontré, sin esperarlo, con un vacío enorme. No era un vacío
en el recuerdo en sí, que seguía allí en bastante buena forma,
sino entre ese recuerdo y este ahora, un ahora completamente
desconectado de aquel entonces.
Me he acostumbrado tanto a este cotidiano que todo
ayer donde no lo tuviera resulta exótico y distante. Me he
acostumbrado, sobre todo, a Emilie, voy siendo cada vez
menos capaz de entenderme a mí mismo sin ella.
Pienso, por ejemplo, en las cosas íntimas que hacemos y
cómo hemos ido descubriendo el uno los rincones del otro:
la forma de tocarnos, las palabras que tiene un efecto más
vivo, los momentos del día en que nos es más fácil darnos a
esas confidencias. Ese tiempo viejo, cuando transitaba estas
sendas junto a otras personas, cuando aprendía resquicios
similares en otras gentes, más que un recuerdo antiguo
parece el recuento de lo hecho por otra persona, como si
me imaginara a mí mismo siendo otro y compartiendo mis
momentos con alguien extraño.
La idea de hacer todas esas cosas con otra mujer distinta
parece ya una empresa imposible, tengo la sensación de haber
olvidado cómo es todo eso en otro contexto. He olvidado
que cada persona es diferente y no hay dos gustos iguales,
y diría que tengo en su lugar el convencimiento de que
existe una sola manera, canónica e indiscutible, de practicar
esas intimidades. Y, siendo así, me sobreviene una pereza
enorme sólo pensar que —no lo quiera el destino—, hubiera
de comenzar de nuevo en estas sendas de lo personal, incluso
sabiendo que las primeras etapas de un amor acostumbran
a ser las más excitantes.
¿Será así acaso como sobreviven las relaciones cuando el
cariño se agosta, no más por mera pereza? ¿Será a base de
vagancia que se sustituye la pasión perdida? ¿Llegado un
cierto momento, es el acto de enamorarse una rutina cansina
como la de hacer una mudanza, una especie de mudanza
sentimental con demasiados y muy pesados bártulos?
***
De vez en cuando aparece algún viejo amigo del que llevas
118
años sin saber, algún amigo de la universidad o quizás de
antes. Alguien de tu entorno que trata más con él lo menciona
y te da algunos detalles de su vida, o te lo encuentras
sin esperarlo en algún lugar o topas con un perfil suyo en
Internet. En estos casos a mí lo más normal es que me dé
por pensar en lo extraña que es hoy la vida de ese conocido,
una vida que no hubiera predicho de esta manera, sino de
otra muy distinta. Es como hubiera tomado prestada la vida
de otro y la estuviera hoy viviendo pero sin llevar al bagaje
que tal existencia ha de arrastrar.
Dejando de lado si cada cual merece o no la suerte que
tiene, o si la vida es justa o injusta, cuando el presente
y el pasado de alguien no parecen encajar, se tiene una
sensación algo incómoda, quizás porque viene a explicarle a
uno el porqué de que esa amistad haya sido ya rescindida.
Pero se le da aún así muchas vueltas, como si se estuviera
graciosamente sorprendido de que aquel que conocíamos se
haya transformado en este del que ahora tenemos noticias.
Y se intenta luchar contra la obviedad de que hemos dejado
de conocer a esa persona, porque no fuimos capaces de
imaginarla más que en otra senda distinta.
El uno, porque ahora es un tipo serio y con su trabajo,
mujer e hijos, y en su tiempo era más bien un gamberro y
la última cosa de él que recuerdas es algún acto de rebeldía
contra el sistema. El otro, porque era poco hábil para los
números y las letras y hoy se dedica precisamente a eso y
hasta tiene un aire inexplicable de intelectual. Y el de más
allá, porque tal vez le augurabas un futuro más brillante y
ahora lleva una vida simple, fofa, y te da la sensación de
haber echado a perder la ventaja que parecía tener en aquel
entonces. La casuística es muy variada, pero al final es lo
mismo: te hace ver que la juventud y la madurez no están
conectadas por un camino fácil de intuir. La vida tiene, visto
así, muy poco de determinístico.
Si estos reencuentros provocan extrañeza, lo más probable es que sea porque pensamos que, igual que nos sorprende
a dónde ha llegado ese otro, a ese otro le sorprenda tanto
o más lo que nosotros somos hoy día. Y bien pensado, no
es para menos, porque si miramos atrás y borramos alguna
119
época de nuestra vida, el antes y el después tiene las más
de las veces muy poca continuidad. Si no se conoce todo el
linaje de nuestras experiencias, es imposible entender lo que
somos.
Podríamos ser un otro bien distinto, no es ninguna sorpresa, pero constatarlo así de un modo tan evidente es un
recordatorio de nuestra suerte, ya sea esta mucha o poca. Darse cuenta de lo aleatorios e improbables que somos
no resulta fácil; a los asuntos del sentir no le va bien la
probabilística.
Lo escribí en el prologo de este libro: escribir un diario
sirve para explicarnos, y es ahora la única solución que
se me ocurre para este asunto. Porque quizás sea así que
un día, incluso si la memoria se nubla, pueda volver atrás
para explicar por qué soy como soy y no sentirme a mí
mismo como un amigo antiguo al que perdí de vista en una
encrucijada de la vida.
***
Buscábamos hoy unas fotos de la casa antes de venirnos
a vivir aquí, de las que hicimos cuando cabilábamos si
comprarla o no. Queríamos saber qué tipo de muebles había
antes en la habitación de arriba, para coger alguna idea. En
la búsqueda nos hemos topado con las primera fotos de Inés,
las del hospital y las que hicimos ya en casa, cuando era
todavía una recién nacida y a nosotros todo nos daba miedo.
No he visto mucha en diferencia en nosotros, puede ser
que sigamos con ese reparo de entonces o, más probablemente, que a pesar del miedo de esos inicios ya tuviéramos
una cierta seguridad y eso queda al final en las fotos. No
parecíamos muy distintos en nuestra tarea de padres, quizás
es que seguimos siendo demasiado novatos aunque nos guste
pensar que ya estamos curtidos en ello después de casi un
año.
La que si era muy distinta era Inés. Siempre he pensado
que los bebés suelen ser feos hasta una cierta edad, pero ella
me había parecido desde que nació más guapa que otros,
como con una cara ya de niña incluso en los primeros días,
120
no con un rostro de bebé. Pero hoy al verla en las fotos me
ha parecido que tenía los rasgos poco dulces de un bebé
normal, no era tan especial como recordaba. Seguía teniendo
la belleza de su ternura, era entrañable como cuando la vi
por primera vez y como lo sigue siendo ahora, pero en la
imagen, objetivamente, no tenía la misma belleza física que
creí ver entonces. Emilie confirma que ella ha pensado lo
mismo: hemos estado engañados por el cariño y el vínculo,
que no parecen ser buenos consejeros de la objetividad y las
valoraciones estéticas.
¿Hasta qué punto es real la opinión que tenemos de algo
o alguien? Cuando se entremezclan los afectos, es difícil
juzgar con propiedad, se atina mal al valorar aquello que se
ama. Al final del día, si ya se sabe que tenemos el criterio
sesgado y lo que sentimos es en parte falso, la vida viene a
ser tan sólo buscarse aquellas falsedades y engaños que a
uno le permiten ser feliz y seguir creyendo, tal vez, en las
pocas cosas ciertas que conocemos.
***
Estoy pensando presentar a un concurso un libro que
casi he terminado. Me ha dado por pensar que podría tener
posibilidades, y en medio de la altanería que estos pensamientos provocan, ando puliéndole los capítulos para ver si
queda como quiero y me decido a enviarlo. Si tengo algo de
recelo no es solo por el texto en sí, sino porque también me
da por pensar que esto no es buena idea, y que sería mejor
seguir haciendo como hasta ahora, escribiendo solo para mí
y si acaso dejando a los amigos que lo lean y poniéndolo en
Internet para el que quiera. El mundo editorial me despierta
muy pocas simpatías, y me gusta que estas creaciones sin
futuro tengan al menos la libertad de acabar allí donde
puedan hacer falta, o al menos que mueran en paz pero
sabiendo que nada les impidió llegar a uno u otro lugar. En
fin, que no lo tengo todavía demasiado claro.
Me parece que en otro otro tiempo los concursos literarios
como este tenían más sentido: era costoso publicar y hacía
falta una ayuda para sacar adelante un libro. Servían, vaya, a
121
un fin, que no era sino el de lanzar autores al mundo editorial,
las más de las veces para dejarlos caer poco después sin
mucho más que hacer en el dudoso manglar de la literatura.
Ahora está visión tiene ya un toque rancio, sobre todo en
estos tiempos en que publicar un libro es más sencillo y
económico, y hacerlo llegar hasta otros es una cuestión poco
menos que trivial. Los concursos existen hoy tan sólo para
ser acicates de la vanidad de los escritores, esa es la verdad.
Los concursos literarios deberían funcionar como las
Fallas de Valencia, que cada uno enviara la única copia de
su obra y al final solo la ganadora se salvara de la quema. Los
demás participantes perderían para siempre su trabajo. De
este modo estoy seguro que no habría tanto concurso estéril
y tanto escritor pretencioso probando suerte. La mayoría
no se atrevería nunca a mandar nada. Yo, por supuesto, el
primero de todos.
***
Estuvimos viendo una película. No era mala, pero la
trama resultaba un poco angustiosa y yo estaba cansado,
así que me quedé dormido encima de Emilie. Ella se fue a
acostar, apago las luces del salón y me dejó allí en el sofá.
Cuando me desperté algo más de una hora después, estaba
todo oscuro y frente a mí no tenía más que la brasa ya casi
moribunda de la chimenea. Fue un despertar muy agradable.
Me fui a la habitación a continuar con mi sueño.
***
Como tantas otras veces, un proyecto empezado se me
queda en el camino antes siquiera de cobrar forma. A veces
es irritante esta necesidad mía de que todas mis creaciones
hayan de formar parte de un todo con más entidad, y que
cuando no alcanzan a hacerlo no tarde en estimar que no
sirve de nada el esfuerzo y dejar en tierra todo lo hecho para
poder dedicarme a empresas de más futuro. Me gustaría
aceptar el hecho de tener una obra más dispersa, hecha de
piezas perdidas que nada tienen que ver las unas con las
otras, pero no creo que eso vaya a suceder.
122
Esta vez le ha tocado el turno a esa colección de artículos
sobre cartografía. No estaban quedando mal, pero creo que
no darán ni siquiera para un librito. Es una idea buena,
pero no puedo exprimirla más allá de unos pocos artículos,
y como esto se me antoja poco, he perdido el interés en
continuar.
Hay uno de ellos con el que estoy particularmente contento. Se lo enviaré a alguno de mis colegas cartógrafos para
que al menos haya servido de algo el trabajo. Y aprovecho
para copiarlo aquí, no ya porque encaje o no en este diario,
sino porque, siendo esto a veces más bien un cajón de sastre,
sea tal vez también el gran proyecto en el que incluir todas
esas piezas huérfanas.
Semblanza del viejo mapa
Hace unos días me crucé en la calle con una pareja de
novios en una calesa tirada por dos caballos, una de esas
calesas elegantes, con los corceles vestidos de paño festoneado
y un chófer de traje, que no salen a trotar si no es para
celebrar alguna ocasión especial. La pareja, a quien seguía
un pequeño séquito de coches también elegantes, era fácil ver
que iba camino de su propia boda, y que había elegido para
tal circunstancia, como muchas otras, aquel transporte lento,
ineficiente, anacrónico, pero sin duda con más empaque
y prestancia que otros. La pareja, en resumen, elegía una
forma de desplazamiento poco efectiva por el mero hecho de
la liturgia que conlleva, y porque, en un día sin prisa como
ese, lo ceremonioso y sentimental tiene más peso que lo
práctico y efectivo. Supongo que, de vuelta a su vida normal,
aquella pareja utilizará su coche o su bicicleta, dejando atrás
esa forma de transporte que hoy día parece poco lógica cuando
existen soluciones más modernas y prácticas.
Siempre que una tecnología sustituye a otra, existe una
división entre quienes adoptan esta sin problemas y quienes
se resisten a ello. Ahí están, por ejemplo, los partidarios y
detractores del vinilo, con sus diatribas empalagosas y sus
123
frases engoladas dando forma a una discusión que, aunque
con poco sentido, se sabe desde el origen que nunca llegará
a resolverse. Porque, según dicen los expertos en materias
de sonido, con la teoría y la ciencia en la mano, el formato
digital es superior al analógico en todos los frentes, y los
estudios de doble ciego concluyen que ni siquiera aquellos que
defienden la superioridad del vinilo son capaces de distinguir
entre este y el soporte digital. Esto es, que el vinilo no parecer
ser mejor que el CD, o ni siquiera diferente para el oyente
medio. Y aun así, siguen siendo muchos los que coleccionan
vinilos en lugar de CDs o simples ficheros en un ordenador,
y su justificación para ello suele ser siempre la misma: el
vinilo ofrece una calidad de sonido superior.
A la luz de los datos objetivos, argumentar la superioridad del vinilo sea tal vez una opción tan anodina y terca
como argumentar que el transporte en coche de caballos es
una opción más ventajosa, veloz y cómoda que usar un automóvil. Si se quiere continuar con la tecnología anterior y no
hacer uso de la nueva, tal vez fuera mucho mejor, como hacen quienes alquilan una de esas calesas para sus momentos
señalados, acudir a lo sentimental, a lo intangible, que no
es mérito menor sino simplemente una razón distinta pero
igual de válida para preferir una opción frente a la otra. Y
sin embargo, ahí persisten los acérrimos del disco intentando
una y otra vez la argumentación más técnica, aquella que
todo parece indicar que no se basa en verdades contrastables,
sino en simples creencias. Tal es la naturaleza humana, esto
no sorprende a nadie.
La pugna entre el libro electrónico y el libro impreso es
fuente de otra discusión también llamada a convertirse en
clásica al tiempo que agotadora. Es algo paradójico, no obstante, que en este caso los defensores de la versión analógica,
el libro en papel de siempre, sí recurran con frecuencia al
argumento sentimental: la sensación de tocar el papel, el
olor del libro y la tinta impresa, la presencia hermosa de
los tomos en una biblioteca. Paradójico, digo, porque en este
caso, al contrario que en la disputa entre CD y vinilo, resulta
posible defender con argumentos sólidos y fundamentados
la mayor bondad del formato analógico en muchos aspectos.
124
Es decir, no hace falta apelar a los intangibles y al sentimiento del lector para justificar que uno prefiera la letra
impresa frente a un dispositivo electrónico. Porque entre el
libro electrónico y su antecesor en papel existen diferencias
conceptuales que no existen entre el CD y el vinilo, y la
comparación, aunque suela abordarse de igual modo por sus
detractores y partidarios, es bien distinta.
Un libro en papel es más que una historia, un poema,
un relato; es todo eso y también una manera particular de
llevarlo al papel, una tipografía, una forma, la labor artesana
del editor que hace mucho más que simplemente arrojar los
caracteres sobre la hoja en blanco. Una labor que la máquina
no puede aún llevar a cabo con la misma maestría, no porque
la máquina en sí sea limitada, sino porque nosotros mismos
somos limitados y no hemos todavía logrado enseñarle a
realizarla. Y una labor que, si bien un texto bien conformado
resulta más agradable a la vista, no obedece tan solo a un fin
estético, sino sobre todo a uno comunicativo: el texto bien
editado sobre el papel se comprende mejor, la lectura resulta
menos fatigante y la experiencia del lector es más agradable,
lo que redunda en una mejor transmisión de las ideas. O,
visto de otra forma, y como escribía Juan Ramón Jiménez:
«en edición diferente, los libros dicen cosas distintas». Al
libro electrónico, pese a sus innegables ventajas, le queda
aún terreno que recorrer en estos aspectos.
A los mapas les pasa como a los libros. La hoja impresa
tiene el candor de las cosas físicas, de las que pueden abordarse con varios sentidos; despierta un respeto entrañable.
Pero, al igual que el libro en papel, el mapa impreso no solo
tiene el dato útil y práctico que constituye la parte fundamental de este, sino también la labor paciente del cartógrafo que
invoca en sus líneas y sus tonos una geografía más veraz, más
comprensible, un modelo de la realidad que es más realidad y
menos modelo que su gemelo electrónico. Además del valor
sentimental, el mapa de papel es aún una herramienta mejor
en muchos aspectos, una forma más eficaz de transmitir la
verdad de aquello que recoge.
Esa cartografía a la que nos vamos acostumbrando poco
a poco, con esos mapas en línea que cubren el planeta de
125
un extremo a otro, luce pobre al lado de una hoja clásica
de aquellas en la que el cartógrafo desplegó su orfebrería de
símbolos y grafías. No es una cuestión de digital o analógico,
de ordenador o papel, sino de esa artesanía cartográfica
que en estos productos tan amplios y mundiales no tiene
lugar porque no resulta viable. Se eligen bien los colores,
se ajustan los símbolos con detalle, pero luego todo eso se
aplica por igual y se deja a la máquina tomar decisiones, se
automatiza malamente lo que no sabemos todavía expresar
en algoritmos.
Entonces uno mira un mapa común, extendido sobre la
mesa, y ve allí todas esas etiquetas abigarradas pero limpias,
y ese mapa en línea, enorme, práctico, global, le parece al
mismo tiempo pobre y vacío, como si le faltara una última
etapa. Es como el producto de un cartógrafo perezoso que no
aplicase todo su saber y se saltara las tareas más tediosas.
No hay forma de competir con esa cartografía cuando
de comprender el mundo en su conjunto se trata, pero en lo
local, en esa unidad tan arbitraria como significativa que es
el espacio que cabe en una hoja cartográfica, el mapa impreso
nos permite entender la verdad de un territorio mejor que
ningún otro. Y mientras no se tengan pantallas del mismo
tamaño y definición que la hoja de un mapa, esa visión que
nos permite el mapa impreso no nos la dará el mapa digital
por más interactividad que le añadamos.
Quizás el mapa impreso no vaya a resistir el tiempo
como lo hará el libro en papel. No, al menos, por sus méritos
técnicos, sino quizás solo salvado por el afecto que convoca.
Con el mapa se hace algo más que leerlo: se analiza, se edita,
se exprime de él hasta la última gota, y la funcionalidad que
el dato digital permite es quizás un obstáculo insalvable para
la simple hoja cartográfica, una hermana tal vez demasiado
menor y poco dotada para estas tareas.
Es probable que el mapa impreso sobreviva como las calesas, como los discos de vinilo, como las máquinas de escribir
o las misivas de puño y letra: gracias a la melancolía y la
sentimentalidad de quien las usa. No será, probablemente,
gracias a lo que en realidad lo hace merecedor de seguir
dando todavía la réplica a esos mapas digitales que vienen
126
a acabar con él. Pero si ha de morir, que sea al menos con
el orgullo de saber que no es así como debiera haber sido la
historia. Y, a ser posible, que no se lleve consigo a los cartógrafos que miman los recodos de una carta, los artesanos,
los que saben hilvanar las piezas del mundo sobre un mapa.
Que esos todavía nos siguen haciendo falta.
***
Si me gusta ese pequeño artículo es sobre todo por la
construcción de la historia y, más aún, por la prosa, quizás
no mucho mejor o peor que la de otras entradas que aquí
escribo, pero que, comparada con lo que es habitual en textos
de este tipo, luce mejor y parece algo más deslumbrante. Lo
suficiente, al menos, para que uno se sienta orgulloso de ella.
En un par de meses, a finales de marzo, estaré en una
conferencia contando algunas historias parecidas a las de
ese texto. Mi charla llevará por título «Algunas ideas sobre
música, literatura y mapas», y en realidad fue el inicio de
estos pequeños artículos hoy fracasados, ya que pensé que
podría ser buena idea poner en papel lo mismo que voy
a contar allí, que no es sino una visión distinta, algo más
filosófica, de este oficio de los mapas en que ando metido.
Para mi desgracia, mi colección de ensayitos ha varado
en el arrecife de la escritura insuficiente, y además se ha
llevado consigo parte del entusiasmo con que preparaba
esta charla. Porque una vez que se ven las ideas escritas
en el papel, con la mejor prosa de la que uno es capaz, y
se piensa que podría dar ese escrito a otros para hacerles
llegar su mensaje, ¿cómo van a quedar ganas de contarlo de
viva voz, sin más arma que el discurso improvisado? ¿Cómo
seguir queriendo hablar así ante un público si se sabe que la
oratoria está condenada a ser siempre más floja que le letra
impresa?
Me sucede con estas presentaciones como con la poesía.
Hice algunos recitales de poesía hace ya tiempo, cuando
estaba en la universidad, y no me pareció que quedara mal
la cosa. La mayoría de los poetas son muy malos lectores,
así que, aunque pudiera ser que yo también estuviese en esa
127
categoría, era fácil creerse que lo hacía algo mejor que el
resto y mi ejecución me resultaba entonces más que correcta.
Algo suficiente, vaya. El problema, ahora lo veo, es que la
poesía escrita está hecha para quedar en el papel, no para
enunciarse de viva voz. Escuchar un poema, salvo si uno lo
puede leer al mismo tiempo o lo conoce al dedillo, es una
forma muy poco eficaz de comprenderlo, completamente
inutil salvo para entender, si acaso, su ritmo y su música.
Es más o menos como hacer la película de un libro; aunque
suene a cliché, el libro siempre es mejor.
En esos recitales, mis amigos solían decirme que les
gustaba escuchar así mis poemas, no ya por el poema en sí,
sino por la lectura y la voz como tales. Se ve que no tengo
talento para cantar, pero tal vez sí para declamar textos,
porque no era la primera vez que alguien me lo decía. Una
vez incluso los grabé y preparé una recopilación sonora de
algunos poemarios, como regalo para mi novia de entonces,
que también me sugirió que los poemas quedaban mejor
en mi voz que en el mero texto. El regalo pareció hacerle
una ilusión tremenda, a juzgar por su reacción, pero lo más
probable es que no escuchara luego más de tres poemas y
que se olvidara pronto de ello. No la culpo, yo los he vuelto
a escuchar tiempo después y me parecen un versión aguada
y sin carisma, la letra escrita refleja mucho mejor lo que hay
en ellos.
El papel es el destino final de las ideas y los sentimientos,
del mismo modo que el polvo es el destino final del hombre.
Por eso la labor del poeta o del escritor es llevar hasta las
letras todo cuando ve, oye y siente, convertir en caracteres
estáticos el dinamismo y la inquietud de la vida. Y, al
contrario, la labor del actor, del cómico, del que da un
discurso cualquiera, es devolver a la vida lo que un día
fue puesto sobre el papel. Opino que este último es un
esfuerzo imposible, y que el proceso de la escritura es del
todo irreversible. Será por eso que nunca he guardado interés
alguno por las artes escénicas.
***
El cartografo esconde siempre un alma pirata, porque
128
para él todo mapa oculta un tesoro, un lugar donde está
escrita la equis que marca el lugar en que cumplir un sueño.
Y así, con ese espíritu, confecciona sus cartas a la espera de
descubrir algo, tal vez donde nadie lo espera, en el recodo
que sólo él conoce, porque un mapa es sí mismo tan insondable e imposible de abarcar como el territorio mismo que
representa.
Entonces un día el cartógrafo descubre que no es él
quien está llamado a hallar el tesoro, veinte pasos al oeste,
diez al norte, tomar la pala, cavar hasta tocar algo duro,
sacar el cofre y admirar el botín antiguo. Pero lejos de
sentirse desdichado, se llena una satisfacción plácida, como
un triunfo silencioso que viene sin anunciarse. Porque ese
día el cartógrafo comprende que no es él el pirata que anda
buscando el oro, sino el que ya lo tuvo y lo deja. Y que el
mapa que dibuja tiene, en efecto, un tesoro, pero que lo que
a él le corresponde no es sacarlo a la luz, sino el placer tibio
y moroso de decidir dónde enterrarlo.
***
Desde que escribo este diario parece como si viviera dos
vidas: una, la real, y otra, la del diario. Más que una vida
distinta, es una forma paralela de disfrutar la vida real, de
moldearla un poco a mi antojo. El tiempo que corre sin
descanso en la vida cotidiana puedo malearlo como desee en
estas páginas: me detengo en ciertos episodios, paso por alto
otros, reconsidero la forma de habitar esos instantes en los
que, si no tuviera esta costumbre de dejarlos anotados, no
tendría más remedio que vivirlos en una pura improvisación
según van llegando.
Escribir un diario enriquece la vida, no cabe duda, pero
también tiene un riesgo. Y ese no es el de haber escrito
lo que entonces parecía válido y ahora queremos desterrar
de quienes somos, ni tampoco el de descubrir en lo escrito
que hay formas mejores de vivir el tiempo que nos es dado,
sino el de un día darse cuenta de que esta vida de papel,
aunque luzca distinta, es igual de inútil que la otra. Y que
ahora ya no tenemos uno solo, sino dos caminos distintos
de conducirnos a la muerte.
129
***
Hoy me he comido uno de los chorizos (palabra poco
literaria esta, suena extraña cuando se ve así escrita) que
trajeron mis padres cuando estuvieron aquí. Tengo varios
paquetes de esa última vez, cada uno viene de un sitio
distinto, porque allí todo el mundo hace su propio embutido
y quien más quien menos acaba regalándoles unos cuantos,
más de los que pueden comer ellos mismos, y por eso me los
traen, porque saben que me gustan. Están empaquetados
al vacío de tres en tres o de cuatro en cuatro, y su origen
escrito con rotulador en la bolsa. Esta bolsa que he abierto
hoy decía «Chino 2014».
No volverá a haber más chorizos de estos. Mi merienda,
que se antojaba inocente, ha tenido sin embargo algo de
homenaje y de nostalgia, porque no todos los días come uno
la última tanda de viandas que tuvo a bien crear alguien
que hoy ya no está vivo.
Quizás no suene muy poético dejar como ultima huella
un chorizo envasado al vacío, pero en verdad no resulta menos noble que otras formas de persistirse. A mí me gustaría
dejar como herencia sentimental algo similar, algo que pueda
disfrutarse de modo casi vulgar, con nostalgia y cotidianeidad a partes iguales. No estoy hecho para dejar tras de mí la
pompa excesiva de ningún réquiem. Mientras medio mundo
se afana en dejar rastro y buscar una eternidad ornamentada
y glamurosa, a mí me parece que quien sigue viviendo en las
cosas simples, en esas mismas de las que apenas te dabas
cuenta cuando aquel que las hizo todavía estaba paseando
por la vida, ese es quien deja un legado sentimental más
valioso. Y al que se acaba recordando con más fuerza.
La eternidad, desengañémonos, no es el tiempo que habremos de durar en la memoria de otros, sino el placer simple,
fugaz, que podemos obsequiar a quienes estarán esperando
señales de aquel que fuimos.
***
El relato que propuse para la revista no ha sido elegido.
Me acabo de enterar en una pequeña nota que han sacado
130
con los nombres de los autores afortunados, entre los que
no estaba el mío. No diré que se trata de un suceso muy
trágico, lo cierto es que más bien lo recibo con indiferencia.
Esperaba que la aceptación del relato no me causara mucha
emoción, y que si era rechazado me apesadumbrara y me
hiciera reflexionar, pero al parecer no ha sido así. Este
fracaso me es indiferente, y tal vez si hubiera cosechado el
éxito y fuera a ver mi historia publicada, mi emoción y mi
contento habrían sido mucho mayores de lo que anticipaba,
no lo sé. Siempre es difícil prever los sentimientos, en esto
parece que el tiempo no nos ayuda mucho y, a pesar de los
años, se sigue siendo siempre igual de torpe en los augurios
emocionales.
He vuelto a leer lo que envié. No me parece ni tan bueno
ni tan malo, como suele ocurrir cuando se visitan de nuevo los
escritos pasados. Se encuentran siempre cosas que debieran
cambiarse, porque los humores del lector son volubles y en
cada época se prefieren ciertas cosas, y también pasajes en
los que se despierta el orgullo, frases redondas, destellos de
una prosa que a uno le gustaría saber mantener a lo largo
de todo el texto.
Como la cuestión de publicarlo o no no depende tan solo
del texto en sí, sino de los otros relatos presentados a la
convocatoria, ahora me entran ganas de poder leer las otras
propuestas para ver si, en ese contexto, la mía era en efecto
merecedora de quedar fuera. Supongo que me parecerán
correctos, poco más, y no sabré emitir un juicio sólido, más
que nada porque, como ya digo, este es en el fondo un asunto
de poca relevancia.
No creo que me presente a otras convocatorias similares,
no me aportan nada con independencia de lo que logre
en ellas. Quizás lo más valioso de esta, incluso si el relato
hubiera sido escogido, no sea más que esta nota en este
diario.
***
Ese momento en que Inés al fin se duerme, en que se
queda en la cuna y gruñe un poco, como un estertor último
131
antes de rendirse al sueño, pero tú ya sabes que no volverá
a llorar, tiene algo de victoria amarga. Más que eso, tiene a
veces la incomodidad que causan las victorias que avergüenzan al vencedor, que sin ser derrotas dejan una amargura
semejante porque no acaban de comprenderse ni la propia
victoria ni la batalla en sí que se ha luchado.
Después de que se queda dormida, vuelvo al salón con
Emilie como si fuera entonces que el día empieza, y voy
corriendo a aprovechar este tiempo ahora sin ataduras, y a
hablar con Emilie, y a escribir mis notas, y tocar la guitarra,
y tal vez incluso leer un poco. El tiempo disponible ya se
antoja poco desde su inicio, y hay ansia de aprovecharlo lo
más posible antes de tener que irse a dormir. Pero Emilie y
yo nos contamos las mismas cosas que antes, porque no era
que Inés nos impidiera hacerlo, y es ya tarde para ponernos
a ver una película y preferimos dejarlo para mañana. Si
intento escribir, la mitad de las veces no tengo mucho que
contar, y cuando intento leer me canso pronto y si toco la
guitarra me falta entusiasmo y además tengo que hacerlo
muy bajo para no despertarla. En resumen, que de todo lo
que parecía tener tanto deseo de hacer una vez que volviera
a poseer mi tiempo, ahora no hago nada, y entonces viene la
pregunta de por qué se deseaba ganar esta batalla de dormir
a Inés. Se siente que, como todas las victorias inútiles, esta
tiene más interrogantes que verdadero logro, y el sentimiento
que domina es una especie de culpabilidad pegajosa.
Mañana, cuando la despierte y la vuelva a tener en brazos
para darle el primer biberón del día, toda esta sensación se
irá y purgaré este pecado inocente de haber querido librarme
de ella, y todo volverá a ser como de costumbre. Es decir,
que me volverán los deseos de ocuparme en otras cosas y ser
libre, y querré librarme de ella por unos minutos al menos,
porque tal es la vida y nada hay que podamos hacer contra
ello.
***
Tuve una llamada perdida en el móvil a principio de
año, de un número español que no reconocía. Me sonaba
132
familiar, pero no acertaba a saber quién era. Como se me
da bien esto de memorizar cifras, era cuestión de tiempo
que acabara saliendo a la luz la identidad de la llamada, sin
más que dejar a la memoria tiempo suficiente para rescatar
la información de sus profundidades. Hoy me ha venido a la
cabeza de pronto el nombre al que se asocia ese número, más
que nada por haberlo marcado una infinidad de veces hace
ya algunos años: es el de mi antigua novia de la universidad,
Teresa.
Debe hacer más de tres años que no sé nada de ella,
salvo una vez que me mandó un mensaje de texto por un
cumpleaños o algo así. Siendo de este modo, mi reacción
debería ser sobre todo de sorpresa, pero sin embargo ha sido
muy distinta: me ha dado una tremenda pereza. Ponerle
nombre a esa llamada me llena de un desasosiego y una
vagancia enormes.
Por supuesto que no tengo que devolver ya la llamada,
pero es una de esas ideas que solo de pensarlas le hacen a
uno perder energía, le dan un cierto resquemor al pensar
que puedan suceder y no haya forma de evitar un trance
tan poco estimulante. Más que la idea de rencontrar a una
vieja pareja (que no es de por sí desagradable), es la idea de
rencontrar a alguien que ha quedado anclado en un pasado
extranjero, y frente a quien, pese a estos nuevos tiempos,
no se tiene nada distinto que hacer o decir. Es como volver
a ver a un amigo de la infancia, pero no para ponerse al día
y ver cómo cada cual ha hecho su vida, sino para hacer las
mismas cosas que se hacían entonces, y que ahora, cuando
ya no somos niños, no interesan a ninguno de ambos.
En un breve recuento, diría que en el recuerdo de mis
romances pasados es posible encontrar casi todas las emociones que este tipo de asuntos puede causar: hay novias a
las que les guardo rencor, otras que me causan indiferencia
o ya ni siquiera recuerdo, otras que me despiertan arrepentimiento y algunas que traen como un soplo ligero de cariño,
casi ternura. También, por supuesto, están esas pocas a las
que de un modo u otro uno sigue queriendo, porque los
sentimientos no entienden bien el paso del tiempo y lo único
que sucede es que se deja de ejercer el amor del mismo modo
133
o se prefiere sin más manifestarlo junto a otra persona. Y
junto a todas ellas, parece que hoy tengo también una vieja
relación que solo me causa pereza, mucha pereza.
La vagancia que este recuerdo me provoca la explica el
hecho de que fue una relación de juventud y que a su vez
fue intensa —o eso se creía entonces—, con lo cual tiene un
aspecto mucho más descolorido a la luz del ahora. A veces
escondemos en nuestro pasado episodios tristes que son
difíciles de borrar, o heridas de las que entonces no eramos
conscientes y un día, al mirar atrás, nos llenan de desolación
cuando nos damos cuenta del rastro de daño que dejamos.
Pero más probable que eso es que dejemos a nuestra espalda
temporadas enteras que hoy solo suponen tedio, el tedio de
los sentimientos erróneos y de los amores falsos o al menos
equivocados, de las pasiones caducas que definen periodos
de nuestra historia sobre los que no queremos saber mucho,
porque da congoja ver lo distinto que se era entonces.
Los amores que no son tales maduran malamente, se
convierten rápido en anécdotas que no significan nada, salvo
por lo que en su día fueron y que hoy más que otra nos hace
sentir algo ridículos. Porque en cuestiones de amor, de ese
amor real que no es el que uno conoce cuando es joven, la
juventud no es el divino tesoro que cantan. Más que tesoro,
se trata de un lastre, y no es divino salvo el día en que uno
por fin consigue soltarlo.
***
Es asunto poco literario este de los amores antiguos, al
menos para mí. Se me atraganta la prosa en las descripciones
y las valoraciones de aquellos momentos, de los que el recuerdo sigue claro pero que no resultan fáciles de pasar de una
forma convincente a esta posteridad irrelevante del papel.
A veces me planteo escribir algo más sobre estas historias,
porque a fin de cuentas son episodios con enjundia y que
forman parte fundamental de lo que uno es, pero se trata de
una empresa que se sabe inútil desde antes de comenzarla.
Ayer volví a pensar en intentar dejar escrita una parte
de ese pasado mío, al menos, me dije, esas tres o cuatro
134
historias de más calado que para bien o para mal acabaré
arrastrando siempre. Pero hoy ya, que es fin de semana y
tengo tiempo para sentarme a escribir, me veo sin fuerzas
y no soy capaz ni de arrancar. Cuando me enfrento a la
perspectiva de escribir el pasado más sentimental, doy de
frente con otro tipo de pereza, esa de ahondar en aquello que
ya nunca podrá despertar más emoción que en su momento,
y que se antoja estéril desde el instante en que uno plantea
tal regreso.
Y además, ¿para qué prestar atención a un pasado que
nunca podrá ser como lo que nos espera en el futuro?
***
Ayer movimos la cuna de Inés a la otra habitación. No es
que queramos ya que duerma sola, sino para que no moleste
a Emilie por la noche y así no tenga problemas de sueño.
Como Inés tenía un día algo excitado y no quería irse pronto
a dormir, hemos tenido la excusa perfecta para este cambio,
y así Emilie pudo irse a la cama pronto y yo me quedé con
ella jugando y tratando de acostarla. No fue fácil, me tuvo
en pie hasta más de medianoche, pero al menos Emilie pudo
descansar sin problemas.
El nuevo emplazamiento de la cuna y el hecho de que Inés
ocupe ahora la otra habitación en lugar de la nuestra no es
un gran cambio, pero tiene algunas pequeñas consecuencias.
Una de ellas, la más simpática quizás, es que ahora esa
habitación tiene que estar a una temperatura algo mayor
que antes, que la teníamos cerrada y no la calentábamos, y
como no hay radiador alguno allí, hay que calentar más el
piso de abajo y dejar el calor suba, para lo cual no queda
más remedio que encender la chimenea. Es decir, ahora hay
que tener la chimenea en marcha. Una chimenea encendida
siempre es buena cosa, así que esto es una gran noticia.
Hoy después de recogerla de la nounou me he puesto
ya manos a la obra con el fuego, y luego hemos estado
los dos en la alfombra, ella con sus juguetes y yo leyendo
y echando un ojo para que no se acercase demasiado. La
gata, que resiste el calor mejor que ninguno de nosotros,
135
se pone a apenas unos centímetros y se queda como sin
vida, anestesiada por la temperatura, hasta que el lomo
está tan caliente que casi quema al tocarla. Entre la lectura
y las mirada para comprobar que Inés no se ha movido,
miro al fuego cuando va perdiendo fuerza, y allí están las
brasas luminosas haciéndome señales, convocándome, como
si quisieran exigirme el sacrificio de un nuevo leño allá en
sus fauces.
En el tema de los gustos, la vida tiene muchas dicotomías
en apariencia superficiales pero aun así relevantes, a saber:
la tortilla con o sin cebolla, el agua con o sin gas, playa o
montaña, ese tipo de cosas. Estas elecciones dividen a las
personas en bandos sólidos y bien formados, y dicen mucho
que quien toma lugar por una u otra causa. Son más que
meras preferencias, son verdaderas facciones muchas veces
enemistadas, otras simplemente excluyentes. A todas ellas yo
añadiría una que siempre me ha llamado la atención: cuando
se enciende una chimenea, ¿qué es más hermoso observar,
el fuego o las brasas? Me cuento entre los partidarios de
estás últimas, aunque sé que sin duda se trata de la opción
minoritaria. A la gente le gusta quedarse mirando el fuego,
pueden hacerlo horas y horas y no escatimar la más fatua
de las líricas al hacerlo, pero yo lo encuentro aburrido más
allá de unos pocos minutos. Las brasas, sin embargo, eso sí
que es un espectáculo digno, mucho más sutil, de irisaciones
palpitantes pero sin estridencia, los pulsos que llaman desde
lo profundo de la madera encendida; es algo mucho más
irrepetible y único que una colección de llamas ondeando,
no hay color. Yo me podría pasar horas mirando las brasas
en lugar de la lumbre, pero las brasas no pueden prolongarse
indefinidamente sin volver a pasar por las llamas, y tienen
así el atractivo añadido de la fugacidad; razón de más para
preferirlas.
Es tarde cuando añado el último leño. No hace ya falta,
pero esto del calor y la chimenea es un entretenimiento al
que se hace difícil darle fin, es muy adictivo. El último leño
que uno echa viene a ser algo así como la última copa que
toma en una noche de fiesta, esa que siempre sobra, que no
aporta nada y lo único que logra es que la resaca del día
136
después sea mucho más dolorosa. Este leño vuelve a encender
la hoguera y hace que las llamas tomen de nuevo el lugar,
fuertes y frescas. Y cuando me voy a dormir, bien entrada
la noche, es entonces cuando comienza la culminación de
este espectáculo ardiente y empiezan a refulgir los restos del
último tronco, y no me queda más remedio que ausentarme
y dejar que representen su función sin público, en la soledad
del salón ahora anaranjado a quien le irán guiñando sus
luces sin que nadie devuelva el gesto.
***
Emilie anda preparando unas felicitaciones de principio
de año con una fotografía de Inés, con la idea de mandarlas
a amigos de aquí y de España (tenemos la felicitación en dos
versión: española y francesa). Yo debo confesar que colaboro
poco en este empeño, porque no es esta una costumbre
española y por ello se hace con menos emoción, amén del
hecho de que no soy demasiado amigo de tales muestras
de simpatía. Más bien, no soy amigo de ser yo quien las
produzca; recibirlas ya es cosa bien distinta. Es una posición
un tanto egoísta, no hemos de negarlo.
Para cada destinatario, a modo de tarjeta, escribe por
detrás de la foto algunas palabras de agradecimiento. Hoy
ha escrito la que corresponde al alcalde y su mujer, y me
ha pedido que se la echase yo en el buzón. Quería que la
dejara antes del paso del cartero, porque si no no volverían
a comprobar el correo hasta el lunes. Me ha parecido una
buena excusa para dar un paseo, y he salido de inmediato a
llevar la tarjeta dentro de su pequeño sobre.
Era todavía pronto. Fuera hacía frío y el sol empezaba a
tomar su sitio, y el campo tenía ese color azulón que deja la
combinación de la escarcha y la luz tempranera. Como era
de esperar, ha sido un paseo solitario; no había nadie en el
camino y las casas estaban silentes y sin rastro apenas de
actividad.
He vuelto con un paso muy lento, pensando en cosas sin
importancia y rebuscando en el paisaje los signos desconocidos que sé que aún me guarda.
137
Mientras subía la cuesta que entra en el pueblo, el campanario ha repicado su primer anuncio del día.
***
Durante los años de universidad, fui a clase de saxofón
con un chico joven, como mucho diez años mayor que yo,
que tenía tras de sí la siguiente historia:
A mediados de los años 80, Paco, que así se llamaba,
había formado con algunos compañeros del barrio un grupo
de rock, muy en la onda de lo que se llevaba en esos tiempos
entre las gentes de su edad. Era la moda, y aunque ninguno
de ellos tenía ningún conocimiento musical, se repartieron
las tareas, se compraron sus instrumentos y empezaron a
ensayar y a aprender los rudimentos del oficio al mismo
tiempo. A él le toco el papel de cantante, quizás porque
tenía mejor voz, o tal vez porque tenía más presencia que el
resto, como pude comprobar cuando me enseño una especie
de postal promocional en la que salían todos ellos, con él
al frente posando y vestido con una chaqueta de cuero en
actitud de macarra. Era de lo más cómico, la verdad, y
estaba claro que él pensaba lo mismo al verlo ahora años
después.
El grupo tuvo poco futuro y lo abandonaron cuando uno
de ellos acabo metido en un asunto de drogas, el otro tuvo
un hijo, y al de más allá le surgió algun contratiempo que
tampoco era compatible con su incipiente carrera artística.
Pero curiosamente, y a pesar de ser el único que no tocaba
ningún instrumento, a Paco le picó el gusanillo de la música
y decidió que quería continuar la aventura. Se compró un
saxofón (nunca me explicó por qué eligió este instrumento),
tomó algunas lecciones, y como la cosa parecía gustarle, lo
dejó todo y se fue a Estados Unidos a vivir y estudiar a fondo.
Cuando volvió unos años después, era ya un músico de jazz
solvente (aunque siempre con una querencia sentimental por
el rock urbano en el que dio sus primeros pasos) y podía
convertir aquella afición suya en una ocupación más o menos
rentable. Ahora daba clases de saxofón, ejercía de músico
de sesión, y por las noches de los fines de semana se iba de
138
gira por discotecas y garitos, donde una marca de bebida
organizaba sesiones de música en vivo en las que, sobre una
base electrónica, un percusionista y él improvisaban ritmos
y frases para que el personal bailara. Un trabajo fácil, decía,
porque el público era de lo menos exigente.
Toda esta historia me ha parecido siempre digna de elogio
y de contarse sin descanso, y suficientemente interesante
como para que valiese la pena perder la mitad de una de
nuestas clases escuchándola, como así sucedió el día que
me puso al corriente de sus orígenes musicales con todo
detalle. Y si lo pienso ahora, me da algo de pena no seguir
con aquellas clases, que a decir verdad no recuerdo bien por
qué abandoné. Sería gracioso ver en qué clase de asuntos,
musicales o no, anda metido ahora el bueno de Paco.
El caso es que, sin venir mucho a cuento, hoy me he
acordado de él mientras trataba acostar a Inés. La tenía
en brazos intentando que se quedara dormida, y como la
cosa parecía ir para largo, me aplicaba en pensamientos y
devaneos mentales varios, que son buenos para distraerse
y suplir esa falta de paciencia que ya he dicho que tengo.
En esas andaba cuando el bueno de Paco y su saxofón han
aparecido en mis cabilaciones.
Es curiosa esta naturaleza poco recíproca de los recuerdos.
Nos acordamos de otros que lo más probable es que nunca
piensen ya en nosotros, o que incluso no fueran capaces de
recordar nuestro nombre. O tal vez, quien sabe, sí que hayan
pensado alguna vez en nosotros hace un tiempo, justo en
ese entonces en que nos quedaban en el más absoluto de los
olvidos. Tambien sucederá que haya quienes nos recuerden,
quienes evoquen el pasado común que tuvieron con nosotros,
sin que por nuestra parte hagamos nada, ignorantes de su
gesto y de ellos mismos, a los que habremos relegado a los
rincones menos nobles de la memoria. La reciprocidad es
una rara avis cuando de recuerdos se trata.
Sobre esto escribí hace tiempo en un poemario, diciendo
que el recuerdo tiene dos caras: aquella de quien recuerda y
aquella de quien es recordado, y que esta última siempre es
la más deseable, a salvo de todo el dolor que los recuerdos
imposibles provocan. Lo escribí cuando Celine se fue de
139
vuelta a Estados Unidos, y el verso del primer poema decía
exactamente «Hay poco que hacer / a este lado del recuerdo».
Al decir este lado, me refería al mío, al de aquel que recuerda
a la otra persona, al que pone más empeño en no olvidarla
y tiene para ella todo su deseo, y es por eso que la saca de
la memoria continuamente como único consuelo que ya le
queda. El lado que, inevitablemente, se asocia con la más
dramática de las circunstancias, como bien lo era para mí
en esa época en que escribí aquellos versos.
Con el tiempo lo que se acaba aprendiendo es que importa poco en qué lado del recuerdo nos hayamos quedado.
Aquel lado mío era entonces triste, muy deprimente, pero
ahora que sigo estando en este mismo costado y siendo yo
el que la recuerda a ella (aunque solo sea para nombrarla
en estas páginas), es un recuerdo inofensivo, más anecdótico que otra cosa, e incapaz de causar ya tristeza alguna.
Lo importante es simplemente estar satisfecho y en paz
con nuestros propios recuerdos, o aprender a neutralizarlos
cuando dan más quehacer del deseado.
Entonces es cuando uno puede mirar a los símbolos del
pasado y no siente más que ganas de reírse de él, esbozar una
de esas sonrisillas cómplices, algo maliciosas, que mezclan a
la vez la nostalgia con esa especie de vergüenza ajena que
el pasado ya superado produce. Y entonces uno se puede
reír de todo ello, sin importar cuál sea ese símbolo. Y la
memoria de aquel último vestido con que viste a tu amor de
otro tiempo causa la misma sonrisa que recordar esa ridícula
chupa de cuero de un profesor de saxofón que un día había
soñado con ser estrella del rock.
***
Por la mañana vinieron el alcalde y Jean Paul Agut para
hablar sobre el seto de la parcela de enfrente. Jean Paul va
a encargarse de preparar el terreno, y le esperábamos ayer
después de la comida, pero al final no vino. Se ve que la
puntualidad y el compromiso son bastante laxos por aquí
para según qué asuntos. Hoy llegó algo antes del mediodía,
sin habernos avisado, y con el alcalde para poder discutir
140
los límites y las distancias a la carretera y tener de primera
mano su beneplácito.
Estuvieron ni siquiera media hora, lo justo para discutir
un par de cuestiones técnicas y charlar de algunos otros
asuntos. El día era excelente, muy frío pero soleado, y daba
gusto estar fuera. Bernard agradeció el detalle que tuvimos
enviándole la carta y añadió que «especialmente por lo
que habéis escrito», que no era sino la constatación de que
estamos muy bien aquí y que este pueblo no solo es para
nosotros un lugar tranquilo y pintoresco para vivir, sino
también una comunidad de gentes que valoramos tanto o
más que el entorno mismo. Es de suponer que estas palabras
le harán sentir bien, no ya tanto como alcalde, sino como
habitante de esta comunidad y este territorio al que su
familia esta arraigada desde hace muchos años, según parece.
Se hicieron un par de comentarios entre ellos sobre el
tiempo en que, de críos, pasaban por nuestra casa cuando
iban a la escuela, que era el edificio contiguo. Lo que más
gracia les hizo a ambos fue recordar cómo venían a coger
higos del árbol que crece en nuestro muro, y cómo aquello
soliviantaba el humor del hombre que habitaba aquí entonces,
que se escondía detrás cuando les sabía llegar y les azotaba
con una vara si les sorprendía con las manos en la masa.
Nos reímos con ellos, e imaginamos ese otro tiempo en el
que las cosas debían ser muy distintas.
La higuera no parece tener años suficientes como para
corroborar aquella historia, quién lo imaginaría, pero parece
ser que las apariencias engañan también cuando de árboles se
trata. La higuera, de hecho, no parece tener historia alguna,
tiene un aspecto tan reciente que no se diría que a partir
de ella puede reconstruirse de modo alguno la memoria de
este lugar. Y sin embargo, tiene bastante edad como para
llevarnos a través de esa historia profunda y asequible que
tienen los lugares como este. Porque tal vez este sea uno
de los grandes atractivos de los lugares pequeños: que su
dimensión geográfica es escasa, pero su dimensión temporal,
al contrario que en los lugares populosos, es amplia y sencilla
de descubrir.
Cuando terminaron de ver el terreno, se pusieron en
141
marcha con premura, como si tuvieran otro asunto que
atender. Nos dimos cuenta de que, aprovechando ese golpe
de nostalgia y recuerdos, podríamos haberles preguntado
por la ventana en la parte de abajo de la casa, esa que
no sabemos bien a qué obedece o si esconde una cámara
secreta. Quizás ellos supieran algo más o en aquellos tiempos
hubiera allí algo distinto. Nos queda así para el próximo
encuentro un tema de conversación y una forma de seguir
desovillando la madeja de este pasado sobre el que ahora
venimos construyéndonos.
***
Domingo. Hemos pasado el día en casa de los padres de
Emilie, pero esta vez solo hemos vuelto Inés y yo. Emilie
tiene mañana una reunión cerca de allí y se queda a pasar la
noche para evitarse los kilómetros. Es la primera vez desde
que nació Inés que Emilie no dormirá con ella. Y también la
primera vez que seré yo quien me ocupe a solas de cuidarla.
Salí después de cenar, ya de noche, como hacemos de
costumbre. La carretera estaba vacía, también como es habitual, pero parecía más solitaria y la sensación de recorrerla
era más hostil. Cuando uno se hace responsable de otra
persona, parece que asume para sí los riesgos y los miedos
del otro, se siente doblemente vulnerable y se multiplican
las amenazas, en especial esta de la soledad nocturna que
tan bien sabe despertar nuestras otras inquietudes.
Fuimos hablando por el camino. Yo le iba contando mis
cosas y ella respondía con sus ruidos. Creo que yo lo hacía
por romper esta soledad de la carretera, como esos niños
que van caminando de noche por el bosque y se hablan sin
descanso tan solo para comprobar que el otro sigue ahí y no
dejarle ni siquiera un pequeño rincón al miedo. La oscuridad
por la que transitábamos era una oscuridad profunda, de
esas que asustan porque en su enormidad pueden ocultar
cualquier cosa. Inés se durmió a mitad de camino y a partir
de ahí fui pensando en mis cosas, en el desamparo de los
animales que cruzan la carretera en mitad de la noche, en
lo poco que sucede en algunos rincones olvidados de las
colinas.
142
La casa tenía al llegar un aire abatido, como si no fuera
hoy que nos esperara y se hubiese puesto huraña, sin ganas
de recibirnos. Como con esa actitud seca que se tiene justo
después de haberse peleado con un amigo. He llamado a
Emilie para decirle que habíamos llegado bien, y los dos
estábamos un poco tristes. Luego he llevado a Inés a la cama
y no se ha resistido, ha caído rendida en el primer intento.
Sin nada mejor que hacer, me he sentado a escribir estas
líneas.
***
A Emilie y a mí rara vez nos verán bailando. No tenemos
talento para ello y no es algo que nos guste hacer, ya sea por
vergüenza o porque simplemente no nos llama esta actividad.
Bailamos poco, más bien nada, a pesar de que a los dos nos
gusta la música. Para bailar, dicen, hay que llevar el ritmo
dentro, en las piernas, en los brazos, que la música invite
a moverse y seguirla. Y parece que nosotros no tenemos
ese don. Pero ahora, desde que Inés nació, nos arrancamos
en todo tipo de bailes cuando la tenemos en brazos, y a
veces incluso si ella solo está delante, para que se ría al
vernos hacer estos movimientos extraños, desordenados, sin
belleza ni plasticidad alguna. Ponemos una canción y damos
pasos, giros, nos movemos de un lado a otro con aspavientos.
Y lo curioso es que no solo disfrutamos por ella, por verla
reaccionar ante estos bailes, sino por el baile en sí, que ahora
ha empezado a ser una diversión nuestra, más cercana y real
que antes. Lo que no sabemos apreciar por nosotros mismos,
Inés lo hace interesante.
Solo otro síntoma más de los cambios enormes que obra
esta condición recién adquirida de padre a la que quizás uno
no llegue a acostumbrarse nunca.
***
Llevo un par de días un dolor en la parte baja de la
espalda, debe ser alguna especie de lumbago. Supongo que
es de tener a Inés en brazos, porque últimamente se resiste
algo más a dormirse y a veces no queda más remedio que
143
esperar a que se duerma en brazos, a oscuras en la habitación
hasta que se relaja del todo.
Estábamos en la alfombra junto al fuego los dos, y Emilie
en la habitación haciendo cosas. Para ver si se me calmaba
un poco esta molestia, me he estirado sobre la alfombra
haciendo a la vez de barrera para que ella no pudiese llegar
hasta la chimenea. Se ha pasado media hora recorriéndome
de un lado a otro e intentando pasar por encima de mí, y
yo la dejaba escalar un poco sobre mi espalda y luego la
quitaba con el brazo, con cuidado para que no se cayera de
forma busca, y ella no paraba de reír en todo momento. No
se me ha pasado el dolor, pero me he olvidado de él por
completo durante este tiempo.
***
En última instancia, a lo único que se tiene miedo en la
vida es al dolor.
***
No debe haber ningún padre que no le haya reprochado
a su hijo alguna acción que cree equivocada, y que, para
justificar el porqué, se escuda en su mayor experiencia. «La
experiencia es un grado» que dice el refrán, o aquel otro
del diablo que sabe más por viejo que por diablo. Es el
recurso fácil para dotarse que una superioridad moral con
que imponer nuestras ideas.
Inés todavía no habla, pero muy pronto, en unos pocos
años, hablará y entenderá el francés perfectamente, mucho
mejor de lo que yo podré hablarlo y entenderlo nunca. Mi
experiencia en esto es mayor que la suya, pero ya no me
es posible aprenderlo como ella lo hará, a este aprendizaje
llego irremediablemente tarde.
¿Por qué no pensar que en otros asuntos de la vida
también estamos ya incapacitados para entenderlos mejor
que quienes nos siguen? Haber nacido en otro tiempo o
en otra circunstancia distinta a la nuestra quizás faculte a
nuestros hijos a comprender partes de la realidad mejor de
144
lo que nosotros lo hacemos. A veces la experiencia no tiene
el valor que le adjudicamos.
Me apunto esta idea aquí para en el futuro, cuando llegue
el turno de rebatirle a Inés algún comportamiento, no creer
siempre que mi palabra es ley solo por el hecho de ser más
antigua.
***
Otro día más sin Emilie. Tenía una cita con el médico
en Toulouse para sus problemas de sueño, y se queda allí
esta noche en casa de su tía Cecile para ir mañana a una
reunión no lejos de allí.
Se ha ido de aquí a mediodía, un poco triste y apagada,
preocupada con sus cosas de trabajo, y con ese aire marchito
que se tiene cuando se van perdiendo poco a poco algunas
esperanzas. No tenía mucha fe puesta en su cita, y cuando
me ha llamado después estaba decepcionada: el encuentro ha
durado apenas diez minutos y el médico solo le ha dicho que
vaya rellenando un cuestionario con las horas que duerme
cada día y que no se acueste salvo cuando ya sienta sueño.
Le ha dado cita para dentro de cinco meses. La decepción
es comprensible.
Por la tarde he hablado con mis padres. Se les veía
hoy muy felices, muy reposados, como con ganas de contar
alguna buena noticia aunque no hiciéramos más que hablar
las historias de siempre. Yo he intentado estar animado,
pero nunca he sido bueno escondiendo las pesadumbres, así
que han acabado dándose cuenta de esta preocupación que
tengo por Emilie y de lo incómodo que es ahora tenerla
lejos.
Son muy desagradables estos momentos en que la vida
te sitúa en una especie de fuego cruzado de emociones.
Están los sentimientos de alguien cercano, los tuyos propios,
los de otros, y cada uno de ellos es diferente, y todo se
complica cuando alguno de ellos anda mucho más triste y
deprimido que el resto. Querríamos que nunca existieran
estas diferencias, y, sobre todo, que nunca hubiéramos de
estar en medio de ellas, en este papel que es como tratar de
mediar en una negociación imposible.
145
Inés, todavía ajena a todo esto, se ha quedado dormida
pronto a pesar de que esta tarde, según me ha contado
Christine, había dormido tres horas, y ha estado a punto
de rendirse al sueño mientras le daba la comida. Lo que
llamamos «ironías de la vida», a veces más que ironías se
diría que son muestras de un cinismo de lo más despiadado.
***
Lo peor de la soledad son los sonidos. La ausencia se nota
sobre todo en los timbres, en los ecos, en las respuestas que
no llegan pero el oído las sigue esperando. Reverbera ahora
por la casa la campana del microondas, viene a decirle a uno
que está solo esta noche, que para la cena se calienta unas
sobras viejas porque no tiene ganas de cocinar y porque tan
solo cocina cuando está ella para disfrutar esos sabores. La
mitad de cuanto hago resulta ahora tan fútil como el ruido
que dejan los gestos más simples.
No cierro las contraventanas porque los goznes oxidados
tienen un sonido demasiado triste. Da menos miedo mirar
hacia el fondo de la noche, asustan menos las criaturas que
ahí esperan que el ruido oxidado de clausurar las ventanas.
Lo peor de la soledad son los sonidos. Los que perduran
y vibran y tañen la piedra misma de las paredes, los que se
pierden demasiado pronto, los que no es posible escuchar
todavía.
***
Leo en una biografía de Ajmátova que ella pensaba
mucho en la muerte y eso puede verse en sus versos. Es una
afirmación trivial; todos los escritores lo hacen, incluso si al
final no acaban escribiendo sobre ese tema. No hace falta
ser un escritor ruso atormentado y suicidarse como ella hizo,
es más sencillo y común que eso. Yo mismo lo hago, pienso
en la muerte a menudo, en la mía y en la de otros, cercanos
o lejanos, jóvenes o ancianos. Ningún otro supuesto le da
a uno tantas cabilaciones e ideas como este, es un juego
inocuo y muy práctico para entender lo que se espera de la
vida.
146
No me he visto, por fortuna, aún en la situación, pero
creo que en su momento tendré muy poca capacidad de
soportar una perdida. Lo único en claro que he sacado de
mis reflexiones al respecto es que aquello que dicen de que
el tiempo lo cura todo es una verdad a medias. El tiempo
cura las heridas de poco calibre: un arañazo, una pequeña
quemadura, un hueso roto, un desamor liviano, una afrenta
que alguien nos hizo. Pero el tiempo no cura el cáncer, ni
la peste, ni una traición cercana, ni tampoco la muerte de
alguien querido. Cuando uno sufre estos males, el tiempo lo
único que hacer es correr paralelo a nosotros para atestiguar
que cumplimos la condena que la vida nos ha impuesto.
***
Uno de mis grupos de amigos de la universidad anda
polarizado últimamente. Por un lado están los que siguen
una vida similar a la que llevábamos hace algunos años, sin
compromisos familiares, sin pareja estable o al menos sin
que esto suponga demasiada atadura. Algunos viven una
segunda juventud después de unos años de vida en pareja,
otros ni siquiera han pasado por esta circunstancia. En
el otro extremo estamos los que tenemos ya hijos, los que
tenemos responsabilidades y no estamos ahora en disposición
de participar en todas las andanzas que la otra mitad de
la pandilla organiza. A los unos nos parece que los otros
hacen bien en disfrutar así la vida pero se están perdiendo
esta experiencia irreemplazable de la familia, y a los otros
les parece que los unos somos aburridos y hemos claudicado
ante unos valores y unas circunstancias frente a las que
debiéramos haber resistido unos años más, pues aún somos
jóvenes para ello. No nos entendemos bien, y se hace difícil
organizar actividades en común, pero de un modo u otro
respetamos la opción del resto, que para eso cada cual es
libre de elegir su senda y no somos quién para enjuiciar las
decisiones ajenas.
Tengo un amigo en este grupo, no obstante, a quien
la alternativa familiar le resulta particularmente molesta.
Cuando tratamos de poner en común algún plan, se encarga
147
rápidamente de dejar claro que no tiene interés en ver a
nuestras parejas y vástagos, y que sólo participará si se trata
de una reunión a la que no acudamos más que nosotros. Su
negativa tiene con frecuencia un tono belicoso, y es en los
últimos tiempos motivo de disputa cada vez que se propone
algo. Está a la vista de todos que su actitud es egoísta,
aunque a veces la intente camuflar bajo la apariencia de
la amistad sincera, como si el papel de amigo cercano y
entregado pudiera cumplirse unicamente cuando uno acude
solo, sin parejas ni hijos. Y siendo el nuestro un grupo de
amigos, es decir, de hombres, su postura tiene además un
tufillo misógino nada agradable.
Hace unos días que se baraja la idea de quedar para
despedir a otro amigo del grupo que se vuelve a Canadá,
donde vive y trabaja. Como era de prever, nuestro colega con
mayor enemistad a los núcleos familiares se ha apresurado a
decir que esta ha de ser una reunión sin mujeres y a la que
los bebés y niños no son bienvenidos, y las respuestas no se
han hecho esperar. Se ha desatado una polémica un tanto
agria y al final no se ha llegado a ningún acuerdo. Nuestro
otro amigo se volverá a su hogar americano sin poder llevarse
homenaje alguno, y además con algo de fricción con su mujer,
a la que, como es lógico, empieza a no hacerle gracia el ser
rechazada de este modo por otros miembros del grupo.
Como digo, tengo un amigo con especial aversión a parejas y niños, aunque quizás a estas alturas sea demasiado
condescendiente llamarle así y quizás fuera mejor entrecomillarlo y decir «amigo», o mejor «conocido», o incluso
llamarle a secas antiguo amigo, porque por estas y por otras
diferencias el caso es que ya he perdido todo el interés en
tratarle. A una buena parte del grupo le sucede algo parecido, en especial a los que andamos en la facción familiar,
como cabe esperar. No vale la pena el esfuerzo de discutir
con él, porque en realidad es muy poco lo que a día de hoy
nos aporta. No todos evolucionamos de un modo similar,
y se llega a un punto en que las distancias se hacen ya
insalvables.
No sé si debiera apenarme esto de perder amigos en
el camino, pero el caso es que no lo hace. Ni siquiera lo
148
llamaría pérdida, es tan solo alguien que queda atrás según
yo avanzo en mi vida, del mismo modo que van cambiando
los paisajes en un viaje y no causa pesadumbre pasar de
uno a otro, por muy hermoso que sea lo que queda ya a la
espalda. No se trata de perder a un amigo, se trata más bien
de perder a alguien que ya había dejado de ser amigo, y a
quien en estas circunstancias de hoy ya no valoras más que
a un desconocido.
En otro tiempo, las amistades se sostenían sobre las
aficiones comunes, sobre algunos momentos intensos donde
el azar favoreció el compadreo y las risas compartidas, tal
vez sobre algunas ideas y preceptos acerca de los cuales se
pensaba de forma semejante. Pero ya no. Ahora las amistades
las estimo sobre todo en el valor humano de las personas,
y la criba del tiempo ya solo la soportan los que, ademas
de conectar conmigo y haber logrado crear un vínculo entre
nosotros, son personas con un mínimo de integridad. En otro
tiempo, tal vez era perfectamente capaz de tener amigos de
dudosa valía humana; ahora lo creo tarea imposible.
Visto así, dejar en el olvido a viejos compañeros de
otro tiempo que ya no pasan el filtro de la bondad y la
generosidad no solo no ha de causar pena, sino que más bien
debiera considerarse un motivo de orgullo.
***
Después de mucho tiempo, volví a la jam session del
bar irlandés de Jegun. Había quedado con Paul y Michelle,
y llevé la guitarra y el ukelele. Tocamos algunas canciones
en el escenario y después hicimos la versión más íntima en
un rincón del bar, en acústico, mientras el resto del bar
seguía a lo suyo y sólo algunos se quedaban a escucharnos
de cerca. A mí esta forma de tocar es la que más me gusta,
todo improvisado, sin presiones, que el que quiera escucharte
tenga que arrimarse y prestar atención, y que si nadie se
acerca disfrutes tú mismo y nada te importe. Soy amigo
del público, pero no amigo de los escenarios, aunque pueda
sonar algo incongruente.
Llegué tarde, cuando ya había un grupo tocando, un
grupo casi todo de ingleses que hacían versiones de clásicos
149
del rock. Eran sencillos, pero no sonaban mal. Llegué tarde
porque la carretera estaba bloqueada por el paso de uno
de esos convoyes que transportan piezas de avión hacia
Toulouse, y casi a la altura de Auch tuve que dar media
vuelta. No sabía muy bien qué otra ruta coger, pero como no
era difícil orientarse y sabía hacia donde tenía que ir, tome la
primera desviación en esa dirección. Después de unos pocos
cientos de metros, se convertía en una carreterilla estrecha
en la que apenas cabía un coche.
El malhumor que tenía por este contratiempo y por saber
que iba a llegar tarde se me pasó pronto mientras conducía
por esa ruta perdida, porque aquello fue poco menos que
un viaje lejano. Apenas había casas en el camino, todo
estaba muy oscuro y llovía con fuerza, y me sentía como
haciendo un incursión en uno de esos lugares recónditos de
la noche y el mundo. Los lugares hermosos le dan al viajero
respuestas a los interrogantes que arrastra, que a veces son
cuestiones nimias y otras son de esas cuestiones vitales sobre
las que casi se ha perdido ya la esperanza de encontrar
una contestación convincente , pero los lugares interesantes,
los trascendentes, son los que en vez de eso dejan nuevas
y más insidiosas preguntas. ¿Cuánta gente habrá pasado
por aquí a estas horas de la noche haciendo algo más que
simplemente transitar esta carretera? ¿Ha paseado alguien
por estos llanos de madrugada, intencionadamente, solo por
el hecho mismo de recorrer el olvido y la lejanía de estos
campos?
Me entraban ganas de parar el coche en mitad del camino
y salir a fuera a mirar y mojarme bajo la lluvia, y después
apagar las luces y simplemente estar allí. O incluso de quedarme dentro a echar una cabezada, como quien estuviera
acampando en lo remoto de un desierto, seguro de que no
tendrá más visita que alguna bestia curiosa y los sonidos
del viento y el agua.
Duró poco este viaje, que era más por las imaginaciones
de uno que otra cosa. Cuando me quise dar cuenta, la
carretera salía ya a Jegun casi sin transición alguna, de lo
oscuro y distante a las luces acogedoras del pueblo.
Compensé mi llegada algo tardía siendo el último en
150
irme. Michael me invitó a una cerveza cuando ya estaba el
bar casi vacío y Paul y Michelle se habían ido hacía un rato,
y me la tomé sentado en la última mesa mientras él hablaba
con las dos únicas personas que se quedaron después. Estuve
también tocando la guitarra sin que me prestaran mucha
atención. Tiene un atractivo cautivador esto de tocar en
escenarios que dejan de pronto de ser tales, donde hace
unos minutos alguien te hubiese escuchado y ahora es casi
como tocar en la soledad de casa, pero aún con un poco
de esa ceremonia de la que un lugar así no acaba nunca de
desprenderse por completo.
El camino de vuelta lo hice ya sí por la carretera nacional,
mucho más práctica y cómoda, pero también más aburrida.
***
Ayer hubo bal disco en la salle des fètes. No tenía intención de apuntarme, porque no es el tipo de velada que me
gusta, pero Hicham pasó por casa para decirme que él sí
que iba, y que si quería acompañarle para charlar un rato y
tomar una cerveza. Emilie me dio un pequeño empujoncito
y acabé saliendo. La cosa resultó mucho más interesante de
lo que esperaba, fue una de las reuniones más espontáneas
e interesantes que recuerdo.
Hacían una soirée tapas donde podías pedir platos de
charcutería o pescado, y aunque había algunas mesas sueltas
para el que quisiera sentarse y comer tranquilo, casi todo el
mundo estaba de pie, en la barra o en otras mesas más altas.
Todo esto sucedía en la parte vieja de la sala, que tiene
mucho más encanto que la nueva, donde estaban esas mesas
con sillas y la especie de escenario con luces que habían
montado para que se instalara el DJ y pinchara su música
más tarde.
Aunque no se decía en ningún lado (o quizás ya iba
implícito al mencionar tapas), el asunto tenía inspiración
española: se bebía sangría, el plato de charcutería traía
incluso unos pedacitos de tortilla de patatas, y en el de
pescado la mitad era pescadito frito. Ninguna de las viandas
estaba especialmente lograda, todo sea dicho, pero no faltaba
151
intención y a la gente parecía gustarle. Por supuesto, no dije
nada de que aquello no eran tapas por más que así quisieran
llamarlas, o que la sangría tampoco estaba muy conseguida.
Al contrario que otros, creo que cada lugar tiene su derecho
a reinterpretar platos e ideas de otras culturas, ya sea con
acierto o sin él. No me parece falta de respeto, y de hecho es
bastante divertido. Tampoco se puede ser intolerante en esto
cuando uno mismo lo hace de igual modo, y de este pecado
no hay sociedad que esté libre, así que lo más coherente es
no convertirse en un extremista cuando se trata del producto
patrio, por mucho orgullo que a uno le despierte.
Quizás lo más español de la noche no fue la comida ni la
bebida, sino el ambiente en esa parte vieja y más acogedora
de la salle des fètes, que a mí me recordó a un verdadero bar
de pueblo español, con su aire distendido y sus mil historias
cruzándose frente a una bebida. Lo imaginé no como algo
especial que sucede solo este día, sino como algo cotidiano,
la reunión de cada tarde donde quien más quien menos se
acerca a echar un ojo y ver a la concurrencia unos minutos,
sin que sea fiesta de ningún tipo sino un mero asunto de
rutina social. Así como funcionan los bares de los pueblos
españoles, vaya.
Se lo comenté con un punto de nostalgia a Hicham, y él
me dijo que, si algún día sus planes del molino arriban a
buen puerto, esa es la idea que él tiene, la de crear un lugar
de reunión sencillo al que pueda acudirse sin celebración
ni ceremonia alguna. Se me antoja una realidad lejana y
quizás no demasiado factible, pero qué duda cabe que, si así
sucede, nadie dará más apoyo a esa causa que yo.
Me volví a casa un poco más tarde de las diez, cuando
habíamos ya comido y bebido y charlado suficiente con unos
cuantos. Estaban los sospechosos habituales, a estas alturas
ya hay poco lugar para la sorpresa, pero las conversaciones
eran animadas y me parecía, como de costumbre, que algunos
se guardan sus mejores frases y actitudes para estos eventos.
No me parece mala práctica, hay quien reserva sus mejores
galas para los encuentros así, y más importante que ir bien
vestido a estas reuniones es sin duda ir bien dispuesto a dar
conversación y ser cordial con los otros. Igual que uno no
152
puede permitirse vestir elegante todo el tiempo, quizás haya
quien no sea capaz de ser abierto y social de continuo, no lo
sé.
Al poco de regresar, la tranquilidad de las tapas tocó a
su fin y la música atronadora comenzó a sonar. Desde aquí
oíamos los golpes rítmicos del bajo, retumbando por la casa.
Nada sorprendente, era lo que esperábamos. El martirio de
la música disco duró hasta las tres y media de la mañana.
Hoy a las ocho he salido a pasear antes de que Inés
y Emilie se despertasen. Hacía frío, soplaba viento y el
cielo estaba cenizo, pero el tono solitario del paseo no tenía
nada que ver con los meteoros ni los paisajes, era algo
meramente psicológico. Me sucede después de una noche
de fiesta, incluso si no me he quedado despierto hasta muy
tarde, que los lugares me resultan luego vacíos por la mañana
y con el aire de seguir todavía durmiendo. Aunque sé que
no es así, tengo la idea de que todo el pueblo estuvo ayer
disfrutando la noche, bailando y bebiendo hasta bien tarde,
y ahora, mientras yo ya estoy en marcha y me tomo mi
paseo, todos ellos duermen aún y no tienen intención de
levantarse en breve. A veces se falsean las verdades para
tener sensaciones distintas y entender las cosas cotidianas
de otro modo, uno más romántico tal vez. En este caso, es
la búsqueda de ese extraño orgullo de creerse el único que
esta mañana ha despertado temprano, de sentir que estas
primeras horas del día hoy le pertenecen tan solo a uno
mismo.
Di una vuelta corta, volviendo por la carretera principal.
A Emilie le pareció extraño que caminara por ella, porque
lo normal es hacerlo por las otras carreteras más pequeñas o
por los caminos, pero tampoco es que esta sea muy distinta.
El firme está en mejor estado, pero el tráfico es más o menos
el mismo, esto es, ninguno, porque a esas horas no pasa más
que algún coche de cuando en cuando, y siendo tan breve el
recorrido lo más normal es no cruzarse con ninguno. Así se
lo dije, pero no pareció entenderme, ella me hacía más en las
sendas bucólicas y no en la frialdad de la carretera principal.
En esto, como en todo, las percepciones son relativas: habrá
a quién la carretera más importante de toda esta zona le
153
resulte poco más que una trocha perdida, y a nosotros
aquí nos parece una vía de primer rango, suficientemente
importante y concurrida como para que un paseo por ella
no sea tan bucólico. Aunque ahí están las colinas al fondo y
el silencio de la mañana y el helor tímido de los márgenes
para poner en entredicho esta idea.
Y si no, ya digo, tampoco es tan difícil engañarse a uno
mismo para que todo rincón visitado nos resulte más recoleto
de lo que es a ciencia cierta.
***
Los padres de Emilie han venido a traernos un mueble
para la entrada que el padre había hecho. Es un perchero–
zapatero del mismo tono que el aparador que ya nos regaló,
y con esta pieza podemos decir que el salón está ya más o
menos completo. En lo que a muebles respecta, está claro
que no podemos quejarnos.
La madre trajo su clásico confit de canard con zanahorias
y se quedaron a comer. A mí me habría gustado ser yo quien
preparase la comida, pero no me han dejado opción. Avisaron
ayer que vendrían con todo ya preparado, así que lo único
que he podido hacer ha sido cortar un poco de embutido y
ofrecerles un vaso de floc para el aperitivo.
Eramos solo cuatro y la mesa tiene espacio más que de
sobra, pero la madre opina que nos vendría bien una mesa
más grande. Son esos comentarios típicos de madre, a quien
siempre le parece que se necesita algo más, exactamente
algo como lo que ella tiene ahora y que se diría que es
el mínimo necesario sin el cual una casa se encuentra en
flagrante carencia de infraestructura. Seguidamente, le quita
toda la validez a su comentario, cuando recuerda cómo en
esta misma mesa, que era suya y la tenían en su antigua
casa cuando Emilie no era más que una niña, comían toda la
familia, de cinco personas, sin dificultad alguna.El padre de
Emilie respondió a este recuerdo con una sonrisa nostálgica, y
se pasaron un par de minutos rememorando aquellas comidas
familiares ahora tan lejanas.
¿Cuántas veces durante el tiempo que vivieron allí pensarían en lo que significaba sentarse a aquella mesa? ¿Cuántas
154
veces serían conscientes del pequeño milagro que era reunirse toda la familia y encajar allí cinco asientos en ella sin
pasar estrecheces? Es probable que ninguna, pero ahora,
años después, la idea les traía un poco de esa felicidad calma
que los momentos así esconden, y que acostumbra a llegar
de modo inesperado. Echar la vista atrás es, además, mucho
más entrañable y reconfortante cuando uno tiene un pasado
humilde, con las limitaciones justas para hacer anécdota
pero sin que se sufrieran penurias.
Hay sucesos que se disfrutan en el mismo tiempo en que
suceden, que dan su alegría de forma instantánea. Estos
se recuerdan poco, porque recuperar los triunfos lejanos
no es tan placentero como saborearlos frescos y recientes.
Otras circunstancias, sin embargo, pasan sin pena ni gloria,
nadie se fija en ellas cuando ocurren, y solo es después al
rescatarlos que dejan un cierto bienestar. Así ha sucedido
con este recuerdo de la mesa, y yo, como espectador ajeno a
la historia, me he deleitado viendo a Emilie y a sus padres
volver con gusto sobre aquellos momentos.
Se llega a un punto en la vida en que la felicidad ya no
solo consiste en aquello que vives, y se puede así ser feliz sin
nuevos episodios de dicha, sin aspirar a nada que no se haya
tenido antes. No se trata de rumiar los viejos éxitos, que esa
es costumbre fatalista y deprimente, sino de buscarle nuevo
significado a las cosas que no parecían tenerlo y valorar
aquello que en su día, a falta de la perspectiva que solo dan
los años, no se podía valorar como merecía.
No sabría decir bien por qué, pero esta forma de felicidad
se me antoja hoy superior a todas las demás.
***
Me levanté esta mañana pronto, como de costumbre.
Estuve trabajando un par de horas mientras aún era de
noche, con las contraventanas cerradas aún porque para qué
vamos a abrirlas si ahí fuera no hay mas que negrura, sin
saber lo que sucedía al otro lado. La gata empezó a dar
demasiada guerra y fui a abrirle la puerta para que saliera,
o más bien echarla a la calle antes de que acabara con mi
155
paciencia. Y entonces, al abrir la puerta, allí estaba frente a
mí un paisaje distinto, chocante, tan inesperado que solté a
la gata y me quedé mirando embobado mientras ella corría
de vuelta hacia dentro y aprovechaba mi confusión para
evitar el castigo. Había nevado toda la noche sin que nos
diéramos cuenta, con ese silencio tan privado con el que
cae la nieve, y ahora teníamos diez o quince centímetros
de blanco que ayer se hubiesen juzgado poco menos que
imposibles.
A esas horas tempranas, con el primer resol, la nieve
en realidad no era blanca, sino de un azul muy ligero. Era
una nieve húmeda, pegajosa, que envolvía las ramas como
un musgo y se agarraba a los troncos y los aleros de las
casas, y se descolgaba sin vértigo de cualquier saliente con
la plasticidad de un atleta.
Salí a dar un paseo muy breve y hacer algunas fotos.
Emilie se despertó poco después, y como la nieve había
cubierto las carreteras tuvo que quedarse en casa el resto
del día. Tampoco pudimos llevar a Inés, así que tuvimos
una jornada familiar. No pude trabajar demasiado, pero el
ambiente familiar compensó la falta de productividad con
creces, y tampoco era además un día en que tuviera nada
urgente que hacer.
A eso de las once, a la hora a la que normalmente llevamos
a Inés a la nounou, me fui a inspeccionar un poco el terreno
por ver si más allá de nuestra calle estaba todo tan nevado,
o si bien otros coches habían hecho ya huella y se podría
tal vez circular con cuidado. Me acerqué hasta algo después
del molino, que es donde está la cuesta más empinada,
donde quizás estuviese el problema mas difícil de salvar del
recorrido. En realidad, sabía que iba a estar poco transitable,
pero así tenía la excusa para darme un paseo por la nieve
y ver como lucía en otras partes del pueblo y allá sobre
los campos. Emilie me animó a salir a hacer mi labor de
avanzada, aunque se notaba que no le importaba tener a
Inés en casa todo el día. No lo hizo por una cuestión práctica,
sino por satisfacer las ganas que yo tenía de explorar un
poco los alrededores, que también eran evidentes. Como
bien dijo, desde que había visto la nieve a primera hora de
156
la mañana me estaba comportando como un niño que no
podía dejar de pensar en salir ahí fuera a ver todo aquello
más de cerca. No le faltaba razón.
Cuando se nos da un paisaje nuevo en un lugar que
ya conocemos, lo miramos como si nos fuera extraño, nos
preguntamos el aspecto que tendrá desde aquel o aquel otro
lugar y queremos rebuscar en todos los rincones como si
tuviéramos miedo a no saber cómo era antes, en aquella
antigua forma que de pronto se antoja lejana.
El panorama no era muy prometedor y seguía quedando
bastante nieve, pero cuando volví a casa después de mi
exploración juzgamos que quizás mereciera la pena intentar
llevar a Inés para que pudiéramos trabajar más tranquilos.
El plan se frustró antes de lo previsto, porque con la nieve
y el barro que se había formado bajo ella no hubo forma de
mover el coche. Tanto plan para reconocer el terreno y al
final no pudimos ni siquiera salir de casa; fue algo así como
el cuento de la lechera en versión invernal.
Por la tarde salió un sol animado y la nieve empezó a irse.
Desapareció de los árboles y la carretera, y se fue aclarando
sobre los campos y los tejados, sin acabar de irse del todo.
El paisaje sigue teniendo aspecto de invierno, pero puede
verse que no habrá de durar mucho, aquí estos episodios son
fugaces y no se sabe tampoco cuándo volverán a darse.
Ahora que acaba de caer la noche, ha vuelto a bajar
la temperatura y la nieve que aún queda sobrevivirá hasta
mañana, pero todavía se sigue oyendo el rumor de los arroyuelos que arrastran este deshielo humilde, de los canalones
que gotean sin prisa o de los árboles donde aún se deshace un
poco de blanco y escurre calmo y moroso, como un almíbar
que embriagara los paisajes. Es el ruido con que se despiden
las emociones del día, algo así como el murmullo que dejan
los últimos aplausos de una función. Unos aplausos, qué
duda cabe, bien merecidos por quienquiera que haya sido el
que ha tenido a bien concedernos esta jornada.
***
Hoy he podido sacar el coche sin problemas y he llevado
a Inés a casa de Christine como de costumbre. Las carrete157
ras están ya limpias, pero queda aún nieve en los campos,
en algunos cubriéndolos completamente, en otros dejando
entrever las líneas de los tractores, como una nieve peinada
o espolvoreada muy ligeramente sobre la tierra.
La vista desde casa de Christine, desde aquella colina, era
una estampa de una belleza difícilmente superable. El paisaje
nevado confirma lo que ya se sabía viéndolo desnudo: este
lado nuestro del valle es mucho más hermoso y fotogénico.
Lo que vemos desde aquí es menos sugerente que la vista
del pueblo y de nuestro entorno desde la distancia, y a
uno le gustaría vivir con el encanto de esta casa y entorno,
pero teniendo frente a sí cada mañana el paisaje de esta
misma casa y sus circunstancias; cosa esta imposible, claro
está, pero al menos se puede decir que nunca fue tan cierto
aquello de que conviene de vez en cuando mirarse a uno
mismo desde la distancia.
Se diría que a este lado del valle no le falta ni le sobra
nada. Están todos los ingredientes que hacen un territorio
así, mezclados en la justa proporción y con mano diestra.
En apenas un par de colinas caben todos los elementos
fundacionales del paisaje, como en una de esas ilustraciones
didácticas de los libros de texto que explican lo fundamental
de la orografía. O como en esas láminas en que aparecen
los animales de un cierto hábitat, con un solo ejemplar
de cada uno de ellos y todos muy juntos, en una armonía
artificiosa pero muy aparente. Puede verse un bosque de
árboles caducos ahora desnudos, otro de árboles de hoja
perenne, un seto, un pie solitario en mitad de una ladera,
un cultivo a medio crecer, una parcela en barbecho, un
pueblo, una casa aislada, un castillo, una carretera, un río,
un valle, un coche, un tractor, un hombre. Pero sucede
además que, cuando uno siente empatía por un paisaje,
a lo físico le empieza a añadir sentires, y entonces todas
esas piezas traen a su vez emociones que encajar sobre el
horizonte. Así, junto a todo lo anterior, en este pequeño
paisaje pueden verse también alegrías, tristezas, esperanzas,
el deseo de alguien de regresarse hasta estos confines, los
sueños con que se amanece en esas casas, las voces de las
tardes, las intrigas, las despedidas, las nostalgias, algún que
158
otro orgullo y también algún fracaso.
Siendo de este modo, es fácil explicar la felicidad que
nos causa vivir aquí: este minúsculo cosmos que habitamos
tiene en sí todo cuanto nos es necesario.
***
Salí a dar un paseo y me crucé con Veronique, la mujer
del alcalde, a la altura de su casa. Venía también de dar
una vuelta, al parecer. Estuvimos hablando de cosas sin
importancia, del pueblo, esas cosas que discuten dos vecinos
cuando se cruzan por la calle. Me preguntó cuándo era el
cumpleaños de Inés, y yo le dije que en dos semanas. Quizás
quieran regalarnos algo, no sé. Como no podía ser de otro
modo, también hablamos del tiempo y de esta nieve que nos
ha cogido por sorpresa.
—Está todo muy bonito, ¿verdad? Hay que aprovechar
para estar fuera, que aunque hace frío es muy agradable ver
así el campo —me dice.
Yo le doy la razón y parece gustarle.
—Para trabajar es duro, el tractor avanza mal y a las
plantas esto no les viene bien, pero son solo unos días y
merece la pena. La nieve siempre es bonita.
Después se ríe cuando se da cuenta de que, sin tener que
salir de casa, a mí esta nieve me afecta poco en mi trabajo,
y repite una vez más lo agradable que le resulta a pesar de
todo este paisaje de invierno.
Qué razón lleva este pequeño discurso suyo. La nieve
tiene el don de satisfacer siempre, al menos durante un
tiempo. Gusta a unos y otros, sin importar condición o
lugar, y nunca cae sin dejar un poco de bienestar.
El dicho aquel de «nunca llueve a gusto de todos» sería
bien distinto si dijera «nunca nieva a gusto de todos». Sería
mucho menos cierto.
***
Otra visita más en casa. Esta vez es una amiga de Emilie,
Juliette, que no es la primera vez que viene. Tenía una
reunión esta mañana en Toulouse y ha decidido venir después
159
por aquí a pasar con nosotros el fin de semana. La visita, en
realidad, tiene en el fondo un fin catártico, porque acaba de
sufrir no hace mucho un nuevo desengaño amoroso y viene
en busca de un plan que la mantenga sin pensar demasiado
en ello, y también para poder desahogarse con una amiga y
hacer más llevadero el trance. Es el enésimo fracaso en una
carrera repleta de infortunios sentimentales, frutos todos
ellos de la mala suerte y también, aunque no sea de buen
gusto decirlo, de ella misma y de su personalidad un tanto
excesiva en según qué aspectos. En cualquier caso, no entraré
en más detalles, que no es esto lo interesante que hoy tengo
para contar, y ademas lo de prosar las miserias ajenas nunca
fue lo mío; tengo otras cosas mejores en las que emplear mis
palabras.
Lo interesante de hoy sucedió cuando fui a buscar a
Juliette al final de la tarde. Ella llegaba a Vic en covoiturage
a eso de las ocho, y yo quería aprovechar el viaje para hacer
algo de compra antes de que cerraran el supermercado a las
siete y media. Hice mí compra y ella me llamó para decirme
que llegaría algo más tarde de lo esperado. Es decir, que en
total tenía casi una hora de espera. No era una buena noticia,
pero como ya sabía que me tocaría esperar, había llevado
un libro y al menos podía entretenerme. Y así fue que, de
repente, cuando la última cajera salió del supermercado
y echó el cierre, me quede solo en el aparcamiento donde
apenas media hora antes se agolpaban coches y personas y
carros, y donde a esas horas, o durante todo el resto de la
jornada, esta soledad parecería casi imposible.
Caía una nieve fina y el sitio estaba a oscuras. Encendí
la luz de dentro del coche, que se quedó alumbrando como
un farolillo en mitad del mar, y saqué mi libro. Entre página
y página me paraba a ver la nieve, que caía sin prisa, y
escuchaba pasar los pocos coches que circulaban por la
carretera.
No deja de ser cómico que existan lugares aquejados de
tal temporalidad, que a una hora del día tienen un significado
y algo más tarde o más pronto en esa misma jornada son
completamente distintos. Este, que durante el día tal vez
sea el sitio más concurrido del pueblo, se transforma a estas
160
horas en un escenario desierto donde uno podría cometer
un crimen y pasar desapercibido.
Me gustan estos abandonos fugaces, en lugares así que
el resto del mundo abandona durante unas horas para que
uno pueda venir a habitarlos y sentirse a solas. Sobre todo
de esta manera, con un libro, en el pequeño habitáculo del
coche y vigilando el revoloteo de los copos ligeros de esta
nieve poco común, porque pocas cosas le dan a la soledad
un barniz tan romántico y dulce como lo hacen la nieve, un
refugio cálido y la fantasía de la literatura.
El tiempo que estuve esperando se me pasó demasiado
deprisa, me habría quedado allí un poco más con mis historias y mis pensamientos. Cuando a uno le sacan de una
soledad plácida como aquella es como si le despertaran en
lo mejor del sueño y de forma ya irreversible, hay una frustración notable, sobre todo por que uno piensa que le faltan
no más que unos pocos minutos para quedar satisfecho, un
breve rato más de estar a solas, una cabezada más para
despertarse renovado y fresco.
Leí menos de lo que había creído, lo cual quiere decir
que casi todo el tiempo lo pasé dándole vuelta a pequeñas
ideas y ponderando la nieve que se iba desmigando sobre el
parabrisas. Ya digo, me habría quedado otro rato haciendo
eso mismo, aunque ahora apenas pueda decir qué fue exactamente aquello que hice, porque debían ser ideas estériles
y porque los espectáculos así, lentos y sin aspiraciones como
este de la nieve, tiene la virtud de hipnotizar y hacerle perder
a uno la noción del tiempo.
Por la carretera, la nieve seguía cayendo, pero esta vez ya
no con la misma calma, sino con ese frenesí que parecen tener
los copos cuando surcan el frontal del coche en movimiento,
y que es tan cómico como las películas de ciencia ficción
cuando las naves aceleran y se ven pasar las estrellas de este
mismo modo. Iba prestando más atención a esto que a lo
que que la amiga de Emilie me iba contando, sé que no es
de buena educación, pero a veces resulta demasiado sencillo
abstraerse en cosas plácidas y sencillas.
La nieve paró de caer algo antes de llegar a casa, muy
161
poco a poco, dejando casi el último copo a mis pies cuando
salimos del coche.
***
La gata trajo esta tarde un pequeño conejo. Lo traía
agarrado de los cuartos traseros, y era casi la mitad de su
propio tamaño. Aún así, era un conejo pequeño y se podía
ver claramente que se trataba de una cría, tenía incluso el
aire infantil, y en la mirada, aunque ya inerte e inexpresiva,
le quedaba un poso de inocencia.
A los ratones y las musarañas ya estamos acostumbrados,
caza un par de ellos casi todos los días, y cuando viene a
enseñarlos la saco de vuelta al jardín o, si no quiere salir,
le quito el animal de la boca y lo echo fuera, entre los
arbustos. No me da demasiada pena más allá de cuando el
ratoncillo anda todavía algo vivo y parece dar un último
coletazo, o cuando uno cree ver alguna señal evidente de
que el pobre ha sufrido en la captura, que entonces entra
un breve amago de angustia. Si no es así, la cosa resulta
rutinaria y sin sentimentalismo alguno. Es lo normal, las
tragedias repetidas son mucho menos tragedias.
Esta vez, quizás por el mayor tamaño o por ese aire
juvenil del conejito, el asunto lo cierto es que daba algo
más de congoja. Lo dejó tirado en mitad del pasillo y yo
fui a tirarlo, aunque confieso que lo hice no con la misma
indiferencia de siempre, sino algo más afectado. Por si esto
fuera poco, cuando lancé el animal entre los arbustos para
que cayera hacia el talud, vino a chocarse con una rama
y rebotó hacia mí, cayendo de bruces en una postura de
lo más anodino y a la vez triste. Daba mucha pena verle
así, espatarrado, y más aún tener que cogerle y lanzarlo de
nuevo para que se perdiera en el vacío del talud, esta vez
sí con más acierto. Tampoco es que fuese una escena tan
dramática que entraran ganas de ponerse a llorar, pero era
de lo más incómoda; lo suficiente para desear que la gata
no vuelva a repetir estas capturas y regrese a su dieta de
pequeños roedores, que esa no nos resulta tan violenta de
asumir.
162
Nunca he sido muy amigo de los animales y las mascotas,
algo extraño si se piensa que he vivido siempre rodeado
de gentes con gran amor por todo tipo de ellos. No es
que les tenga antipatía alguna, todo lo contrario, pero no
acaban de despertarme emociones ni sentimientos intensos.
Y ante escenas como estas que protagoniza tan a menudo
nuestra gata, tiendo a pensar que no han de verse con
sentimentalismo; no son sino el día a día de una naturaleza
que no es ni tan amistosa y ni edulcorada como nos gustaría
que fuese. Pero a veces, es inevitable, se siente uno triste,
muy triste, cuando presencia alguna de estas escenas, y ello
tiene poco que ver con el cariño que se le tenga al animal en
sí, sino más bien con el cariño que uno se tiene a sí mismo
o a otros más semejantes.
Reconozco que el pequeño conejo como tal me importaba
muy poco, más bien diría nada. Pero si me entristece y me
afecta esta forma tragicómica en que lo he visto morir, es no
más por una cuestión de empatía, porque uno se imagina a
sí mismo o a alguien de los suyos en esa misma circunstancia
y entonces se le resiente el corazón. El conejo infante no es
tan conejo como infante, y en él uno ve el posible destino
de otros pequeños con los que sí guarda un vínculo estrecho.
Ese es el escenario que duele, el de traspasar el mismo daño
a otras víctimas más tangibles.
Los animales, ya sea que a uno le gusten o no, están
en esto de la vida de modo similar a nosotros, luchando lo
mejor que pueden y con una caducidad ineludible. Son la
versión de carne y hueso de esas fábulas clásicas en las que
se aprendían las ideas fundamentales del ser humano y su
circunstancia. Y siendo así, sucede que este de los animales
es un teatro donde vemos representadas las escenas que
nosotros mismos estamos condenados a repetir, y cuando
estas no son hermosas nos revuelven y alcanzan a herirnos
las sensibilidades. A otra escala, tal vez, pero herirnos al fin
y al cabo.
***
Sigue coleando la historia de las reuniones de amigos
y la lucha entre los casados y los no casados (llamémoslo
163
así aunque de todo el grupo solo uno de nosotros haya
formalizado como tal un matrimonio). No hay ya discusión
sobre la reunión que se propuso, porque esa fecha ya ha
quedado atrás, pero continúan las reflexiones, las discusiones
y, de vez en cuando, las acusaciones mutuas.
Nuestro amigo más beligerante, aquel que ya dije que es
enemigo natural de parejas y prole, sigue sosteniendo, ahora
con más intensidad si cabe, las mismas teorías, a saber: en
primer lugar, que los que hemos optado por la vida familiar
nos hemos dejado vencer por la presión social o las malas
artes de nuestras parejas, y que, tal vez no completamente
pero si al menos en parte, estamos en este estilo de vida en
contra de nuestra voluntad. En segundo lugar, que él valora
por encima de todo su libertad, algo que al parecer nosotros
no apreciamos de la misma manera, ya que la hemos perdido
desde hace tiempo, como evidencia el hecho de no poder
acudir más a esta clase de encuentros si no es acompañados
de nuestras familias. Escribe todo esto en unos alegatos muy
graciosos, la verdad, que además de ser graciosos resultan
también tristes, o como los ha calificado otro de los miembros
del grupo, «patéticos».
Este compañero nuestro ha mantenido hasta el año pasado una relación con una amiga del grupo, también de la
universidad. Fue una relación de algo más de ocho años, en
apariencia de lo más insípido, pero relación seria al fin y al
cabo. Ella se marchó a Berlín a buscar trabajo y él se fue
con ella, y allí ha vivido hasta que se separaron. Durante
este tiempo, él no dejó de repetir hasta el aburrimiento que
Berlín era un lugar horrible y que su vida allí no le satisfacía
en lo más mínimo, incluso a pesar de que pasaba una buena
parte del tiempo fuera, viajando por otros lugares más de su
agrado, sin trabajo conocido y en una suerte de hedonismo
paradójicamente torturante que nunca alcanzamos bien a
entender.
Cuando la relación se terminó, en una de las pocas ocasiones en que nos hizo partícipes de su vida sentimental (no
es especialmente dicharachero en estos asuntos), nos vino
a decir que en realidad no había estado nunca enamorado
de ella y que había tenido un sinnúmero de aventuras para164
lelas. Dejando a un lado lo moralmente poco correcto que
esto pueda ser, la historia puede resumirse entonces en lo
siguiente: se fue a vivir a un lugar de lo más aborrecible (al
menos para él), siguiendo a una chica a la que ni siquiera
quería. A mí me parece que alguien con ese historial no está
en condiciones de criticar la entrega de otros a sus parejas,
sea cual sea el nivel de libertad del que esto les prive, ni de
acusar de sumiso a nadie.
Hablando de la libertad, esa que él tanto alardea de
poseer intacta, convendría discutir qué es lo que entendemos
en realidad por libertad. Si ser libre es poder en cualquier
momento coger un avión para irse al otro extremo del mundo
o reunirse con sus antiguos colegas a solas mañana mismo,
sin aviso previo y sin dar explicaciones a nadie, entonces
está claro que él es más libre que nosotros. Pero la libertad
es algo distinto a eso, algo más simple: la libertad es poder
hacer lo que uno desea, como uno lo desea, y cuando uno lo
desea. Puesto que nunca se es completamente libre —esta es
discusión infinita para los filósofos—, escogemos una acepción de la libertad que tenga al menos un sentido práctico,
una libertad que nos satisfaga y nos haga considerarnos
libres, nada más que eso.
En este caso, no creo que su libertad sea mayor que la
del resto, quizás incluso más limitada. Lo que este amigo
tiene problema en entender —o quizás le duela asumirlo—
es que ese «hacer lo que uno desea» ya no le incluye a él
como antes. Esas reuniones de amigos ya no nos interesan
como en otro tiempo, al menos no en la forma en que ahora
se plantean. No es que no nos guste disfrutar la compañía de
los viejos amigos, pero según el momento, hay otras cosas
que preferimos, como por ejemplo quedarnos en casa con
nuestra familia o acudir con ella a esa reunión para así
poder compaginar todos los afectos que ahora guardamos.
Y puesto que seguimos siendo libres, ejercemos esa libertad
para hacerlo así, por mucho que a otros pueda dolerles, y
por mucho que otros argumenten que esto no es sino un
síntoma de rendición en lugar de una prueba de nuestro
libre albedrío.
Todo esto lo podría compartir en esas discusiones de
165
amigos, así tal cual en una parrafada como esta que dejo
aquí, pero siempre he sido perezoso para las confrontaciones.
Es más reconfortante traerse los argumentos a estas páginas,
en especial cuando se tiene en frente a un adversario tan
terco; vale más la pena enfrentarse al silencio de un diario.
Otra cosa es cuando la dialéctica le aporta algo a uno,
entonces apetece esforzarse en dar réplica, pero no es este
el caso.
Además, como digo, uno es libre cuando puede hacer lo
que le place, y qué mejor libertad que la de ignorar a quien
no proporciona más que discurso estéril.
***
Las noticias traen de vez en cuando alguna historia
sobre niños abusados por otros niños de su misma edad,
a veces con consecuencias trágicas. Es el cuento antiguo
del matón de colegio, actualizado a los nuevos tiempos,
las nuevas tecnologías y los valores de hoy en día. Suelen
ser historias lejanas, de otros países o de alguna ciudad
grande, y siendo así resultan poco verosímiles en el contexto
de uno, que las observa con pena pero sabiéndose a salvo,
del modo en que se miran las suertes arriesgadas desde
el tendido. Ahora le presto algo más de atención a estos
asuntos, por aquello de que Inés más pronto que tarde
tendrá que compartir el colegio con otros niños, pero siguen
sin despertarme inquietud alguna, igual que tampoco me
inquietan los asesinatos de las ciudades o las guerras de
África. ¿Me engaño acaso pensando que a Inés no pueden
sucederle algún día cosas como estas? Probablemente. Hay
ciertos peligros de los que nadie está a salvo y este bien
podría ser uno de ellos.
Si lo pienso ahora, me doy cuenta de que en estos asuntos
he sido muy afortunado. Podría haber sido el blanco de
muchas más iras y burlas, y podría haber tenido una infancia
más complicada, pero no fue así. De niño, hasta lo que
entonces se llamaba 6o de EGB, fui a un colegio pequeño y
muy familiar, y era el ojito derecho de los profesores, que
incurrían en toda clase de favoritismos conmigo y adoraban
166
mi buen rendimiento escolar, mi talante tranquilo y mi
intelecto inquieto. En mi calidad de niño resabido, tenía
todas las papeletas para que los malos de la clase me hicieran
la vida imposible, pero en su lugar decidieron hacérmela muy
agradable. Está claro que cada uno tenía sus preferencias a
la hora de hacer amigos, pero eramos un grupo muy bien
avenido, y lo único que a veces tuve es la sensación de ser
algo distinto y de que el resto me veía también así, pero
nunca que aquello fuera motivo para despertarles antipatía.
Recuerdo un día que el profesor comenzó la clase preguntando acerca del principio de Arquímedes. Iba pasando
la pregunta de uno a otro sin que nadie supiera darle una
respuesta, con un enfado que aumentaba muy visiblemente.
Preguntó a todos sin éxito y a mí me dejo él último, probablemente sabiendo que yo sí podría darle la respuesta que
esperaba, como así hice. Si me viera ahora en esa situación,
la vergüenza que sentiría sería enorme, pero en aquel momento responder me pareció lo más normal del mundo, como
si en lugar del último yo fuera el primero al que hubiera
preguntado. El profesor me dio un balón de baloncesto y
me mandó al patio a jugar mientras todos los demás se
quedaban en clase trabajando, probablemente copiando el
enunciado de aquel principio unas cuantas decenas de veces.
Cuando la clase acabó y los demás bajaron al recreo,
nadie me recriminó nada, a lo sumo alguien me contaría el
castigo del que me acababa de librar, pero sin acritud alguna.
Supongo que nos pondríamos a jugar nuestro partido de
baloncesto como en un recreo más.
Otra vez recuerdo que la profesora tuvo que salir y me
dejó a mí al cuidado de la clase. Dejó un libro y me dijo
que hiciera un dictado, y yo me puse en su silla y dicté a
la clase. Todos escribieron como lo hacían habitualmente
cuando era un profesor de verdad el que les mandaba el
trabajo, algunos con más atención, otros con desgana, pero
nadie hizo intento de otra cosa ahora que la autoridad se
había ido a ocuparse de otros asuntos. Ningún otro niño
me acuso después de nada. Yo me llevaba bien con todo el
mundo, más popular en unos círculos que en otros, es algo
167
lógico, pero nunca nadie me faltó el respeto por ser el listillo
de la clase o tener más facilidad para las tareas académicas.
Como digo, podría haber sido todo menos sencillo, tuve
suerte con aquellos compañeros con los que, por otra parte,
no guardo ninguna relación desde hace mucho tiempo. El
respeto no iba unido a amistades tan intensas como para
haber sobrevivido una vez que me cambié de colegio, pero
era respeto al fin y al cabo, que no es poco tratándose de
esas edades.
Muchas veces, cuando alguien emprende un proyecto con
futuro y no logra sacarlo adelante por una u otra razón,
hay quien culpa de ello a la envidia del prójimo. Se saca
entonces ese tópico de que este es un país de envidiosos
donde el talento se persigue y no se aprecia, donde se ensalza
más al pícaro que al inteligente. A mí la experiencia me
ha demostrado sin embargo lo contrario, que eso no es así
ni en este país ni en ningún otro, y que salvo unos pocos
energúmenos, la gente corriente sabe apreciar con gusto los
valores de otros, incluso si en cierto modo sienten algo de
envidia.
Pudiera ser que en esto peque de cierta inocencia; la
gente no es quizás tan bien intencionada como creo, menos
aún en esas cortas edades. Como en tantas otras cosas, es
de justicia reconocer que en esta yo he estado también en el
lado de los afortunados. Pero quiero creer que esta suerte
la tendrá Inés de igual modo, o que, si bien se ha de contar
siempre con algo de fortuna, también es uno mismo quien
trabaja y gana el respeto de otros. Y puesto que nada se
puede hacer para convocar la suerte, es esta última la lección
que habré de enseñarle, la de saber defender ante otros lo que
uno es —que tampoco es que yo la conozca demasiado bien,
y que no conocía en absoluto en aquellos años escolares—.
Y si es que acaso descubro un día cómo hacerlo.
***
Me estoy dejando crecer la barba. Es decir, algo más
larga de lo que la llevaba habitualmente. Nunca me han
preocupado demasiado las cuestiones estéticas, a la vista
168
está, pero esta de la barba, junto con el pelo largo, es la
única seña de identidad a la que presto algo de atención.
Sigue siendo una barba descuidada, porque no tengo ni
paciencia ni maña para ocuparme con algo más elaborado,
simplemente la dejo crecer más tiempo antes de recortarla.
Cuando eramos pequeños, mi padre, que entonces llevaba
barbas más pobladas que ahora, se afeitó antes de irnos a
un viaje de esquí. No era una razón estética, sino práctica:
el hielo sobre los bigotes y barbas es una gran molestia. Mi
hermana, que no debía tener en aquel tiempo más de cuatro
o cinco años, fue incapaz de reconocerle cuando se despertó,
y se puso a llorar mientras preguntaba quién era aquel señor
que estaba en casa en lugar de su padre. Recordamos esta
historia el otro día, porque ella misma me vio más barbudo
que de costumbre cuando hablamos por Internet un día que
estaba en casa de mis padres.
Incluso si se es poco dado a cuidar la apariencia, uno
va cambiando de aspecto a lo largo de la vida, a veces de
modo paulatino y otras de forma tan brusca que de un día
para otro incluso su propia hija deja de reconocerle. ¿Será
acaso esta forma mía de hoy con la que tanto me identifico
la que Inés considerará como mi aspecto «estándar»? ¿Me
recordará como soy ahora o como seré dentro de unos años,
con más o menos barba, con más o menos pelo, gordo o
delgado?
Es superficial fijarse en las apariencias, en lo meramente
físico, pero al hacerlo se ve claro que cada cual tiene pasados
que desconocemos, y que si así sucede con lo más externo y
evidente, ¿qué no pasará en lo invisible, en lo interior y más
íntimo? ¿Cuánto desconocemos de quienes nos preceden y
cuánto ignoraran de nosotros quienes nos continúan?
***
Está claro que los gustos cambian con el tiempo, pero lo
que cambia sobre todo son las satisfacciones. Aquello que
nos causa bienestar es distinto en cada época, y la vida nos
va poniendo objetivos discretos que muchas veces se van
igual que vinieron, y que al cumplirlos satisfacen nuestros
169
deseos más básicos. La felicidad no es, visto así, más que
ir llevando a buen puerto las pequeñas tareas que en cada
circunstancia de la vida aparecen para dejarnos un placer
fugaz cuando las completamos.
Las satisfacciones, como digo, van cambiando. Uno se
entretiene en cierta actividad y al cabo del tiempo comienza
a plantearse metas, y cuando estas ya se han superado aparecen otras, o tal vez se busca un entretenimiento distinto, y
así se sigue, siempre con algo que perseguir para obsequiarse
un poco de confort y relanzar los deseos de seguir adelante.
Mi mayor satisfacción a día de hoy consiste en encontrar
algún objeto distinto con el que Inés pueda entretenerse.
Puede sonar a algo de poca monta, pero la tarea es menos
trivial de lo que aparenta, porque a veces las cosas menos
llamativas pueden bastar para mantenerla ocupada durante
horas, y aquellas que se anticipan como más interesantes no
logran llamar su atención más allá de unos segundos. Tiene
un criterio completamente distinto al mío, y ello hace de
esta búsqueda de juguetes una empresa errática y llena de
sorpresas.
La satisfacción de lograr este objetivo obedece a dos
razones: la primera, está claro, por conseguir que esté entretenida y no dé más guerra de la necesaria. La segunda, más
profunda y mucho más reconfortante, porque cuando se da
con uno de tales objetos, su felicidad es exultante, pareciera
que están a punto de saltársele las lágrimas de felicidad.
Verla descubrir todos los rincones de su nuevo juguete es
todo un espectáculo.
Hoy el éxito ha sido completo. Hemos encontrado en la
habitación una cajita de cartón, redonda, gris, en apariencia
poco estimulante, que sin embargo se ha convertido durante
toda la tarde en el centro de toda su atención. Era de lo
más entrañable verla jugar así, siempre con la esperanza de
encontrar algo nuevo, con ese espíritu explorador que se le
despierta cuando algo le atrae.
Durará poco este juego y mañana habrá que probar con
otra cosa distinta, tal vez volver a alguna de las diversiones de
hace días si es que a ella le traen un interés renovado. Porque
igual que mis satisfacciones y gustos cambian, también lo
170
hacen lo suyos más rápido aún, y la historia entonces vuelve
a comenzar de nuevo y se ha de salir a la caza de algo con
que mantenerla feliz. Cuando las satisfacciones de uno se
resumen en que otro cumpla las suyas, el esquema simple de
los disfrutes se vuelve asunto complejo. Se diría que la labor
de disfrutar así la vida junto a otros es como el pasatiempo
del perro que persigue su rabo: algo divertido, pudiera ser
que absurdo, y siempre sin un final evidente.
***
Si escribir de las tragedias de uno resulta arduo, hacerlo
sobre las de un ser querido se torna tarea espinosa, a evitar siempre que sea posible. La empatía que sentimos se
multiplica cuando ponemos en papel los sentimientos, es un
hecho constatado.
Emilie lleva unos días con poco ánimo. Duerme mal y
en el trabajo, donde el jefe muestra poco respeto a su labor,
apenas disfruta. Ella se toma estos asuntos muy en serio,
se angustia, y las inquietudes así le minan un poco más el
descanso y por las noches consigue descansar aún menos
que antes. Es un círculo vicioso que no parece tener fácil
solución.
Ayer decidió que hoy iría a hacer trabajo de campo y así
al menos se relajaría y volvería con la sensación de haber
hecho algo útil en lugar de estar en el despacho entre papeles. Pero cuando le escribió a su compañera para decírselo,
esta le contestó que la necesitaba hoy en la oficina para
terminar un documento que su jefe les había, como siempre
a última hora y con prisas. Tenía un aire abatido y volvió a
pasar la noche sin pegar ojo, y esta mañana se ha ido sin
ningún convencimiento, como quien va hacia una obligación
desagradable.
Le he grabado un vídeo con Inés, poco más de medio
minuto, y se lo he mandado para intentar animarla cuando
lo viera a mitad de mañana. Me ha respondido con buenas
noticias: parece que el trabajo que le esperaba hoy era menos
de lo que suponía, solo algunos remiendos de cosas antiguas,
y tendrá tiempo para tomarse el día con calma y preparar
171
unas entregas de la semana que viene. También escribe que
estaba pensando en nosotros dos, y que nos quiere mucho y
le animamos el día. Me he quedado mucho más tranquilo.
Ahora Inés se acaba de dormir. Emilie volvió del trabajo
y estaba mucho más contenta que cuando se fue, era verdad
que había recuperado un poco de optimismo. Yo me he
sentado a escribir esto después de cenar.
No es fácil escribir sobre las desventuras de alguien cercano. De cualquier modo, anduve pensando ayer en contar
todo esto con más detalle, y también hoy, porque me decía a
mí mismo que si esto es lo que sucede y nos trae de cabeza,
habrá que dejarlo aquí escrito de un modo u otro. Pero
por más que lo intenté no fui capaz de saber cómo hacerlo;
parece ser que tengo una prosa poco amiga de recoger el
sufrir ajeno.
Ahora es mucho más fácil. Los disgustos ya pasados se
cuentan sin problema, y esta nota sale casi sola. Paso por
el trauma de ayer y el de esta mañana cuando Emilie se ha
ido, y escribo el desenlace agradable de la historia. De lo
anterior doy testimonio porque sirve para explicar la calma
que ahora vivimos, porque es así como mejor se cuentan
los momentos difíciles, como transiciones hacia los instantes
felices que debieran ser lo normal de la vida.
***
Volvíamos el otro día de dar un paseo y nos cruzamos
con un coche que se paró a saludarnos. Era la pareja que
vive en las afueras, en la casa que, tal vez con aspiraciones
de latifundista tejano, llaman «L’Rancho». Son una pareja
simpática, algo pesados, la verdad, pero de trato fácil. La
primera vez que les vimos en una de las reuniones en la «salle
des fêtes», él nos enseñó todo el muestrario de capturas de
sus últimos años de pescador, convenientemente archivados
en su teléfono móvil para mostrar a propios y extraños, como
estoy seguro que había hecho muchas veces antes. Como
digo, son algo pesados, sobre todo él, pero simpáticos a fin
de cuentas.
Lo de pararse al lado nuestro para hablar era quizás un
poco excesivo, yo no habría esperado más que un saludo
172
y aminorar la marcha un poco tal vez, pero todo tenía
una explicación. El hombre, que iba conduciendo, bajó la
ventanilla, me dio la mano, le hizo una rápida carantoña a
Inés, y me preguntó:
—Tú trabajas con ordenadores, ¿no?
—Sí, más o menos.
Y a partir de ahí, como ya era fácil prever, me empezó a
contar que tenía un problema con el suyo, que la pantalla le
hacía a veces cosas raras, y que si no me importaría pasar a
echarle un ojo, mañana mismo si era posible. En un exceso
de diligencia, se ofrecía incluso a venir a recogerme a casa. A
mí estas muestras tan exageradas de entrega, con evidente
interés personal, me dejan algo bloqueado, no sé bien como
responder. Será porque yo no soy capaz de ser tan directo y
mostrar tanta desvergüenza. Le dije que mejor ya pasaría
yo, que no creía poder ayudarle en mucho, pero que no hacía
falta que viniera a buscarme. Él insistió en que fuera al día
siguiente, que después le vendría peor.
Nos despedimos y siguieron su camino. Yo sabía, por
supuesto, que no iba a pasar por su casa a mirar nada, y no sé
si él sospechaba que así sería, pero no me preocupaba mucho,
la verdad. Emilie y yo lo comentamos en el camino de vuelta
y no me había vuelto a acordar de ello hasta ahora, pasada
ya la fecha de nuestra supuesta cita de servicio técnico.
Supongo que a ellos pueda habérseles olvidado también.
No sé quién le habrá contado a esta pareja que yo me
dedico a la informática. Tengo la tentación de, a quien
haya sido, hacerle algunas correcciones para precisar que
no es arreglando ordenadores que me gano la vida, sino
desarrollando programas que lo más probable es que a ellos
les interesen bien poco, pero de qué serviría, mejor dejarlo
así. A fin de cuentas, es un avance respecto a la ultima
opinión sobre mí de la que tengo constancia, cuando Hicham
me comentó que mi nombre había salido en mitad de una
conversación y todos estaban convencidos de que yo no tenía
trabajo ni ocupación conocida. Que salga a mediodía a pasear
o a montar en bicicleta parece ser indicativo suficiente de que
ando ocioso el resto de la jornada, tal es el funcionamiento
de esta rumorología típica de lugares así. A decir verdad, no
173
es que me importe mucho lo uno o lo otro, cada cual puede
pensar lo que quiera.
Emilie es distinta en esto. El otro día, cuando estaba
tan harta del trabajo, comentaba la posibilidad de dejarlo y
de tomarse un tiempo de descanso para recuperar energías.
Yo le animaba en esta idea si eso era lo que deseaba, pero
después del arrebato inicial ella decía que no era tan fácil, y
que ademas, a saber lo que la gente pensaría, que está muy
mal visto eso de no hacer nada productivo en la vida. A mí,
que me avergüenzan tantas cosas y que temo el juicio de
otros tal vez más que ella, este asunto me resulta indiferente.
Podría ya vivir sin trabajar y no me importaría lo que otros
pensaran.
Como tantas otras cosas, es una cuestión de convencerse
a uno mismo. Y yo en este punto tengo ya el convencimiento
de haber hecho lo suficiente, haber ganado mi pan de forma digna y haber contribuido en buena medida a eso que,
siempre con más pompa de la necesaria, gustan de llamar el
«bien común». Vaya, que quizás en otro tiempo me podría
haber causado más reparo ser un holgazán y que otros así
me vieran, pero creo que, a estas alturas, no hay quien pueda
venir a ponerme en entredicho en estos asuntos.
***
He intentado recortarme un poco la barba, la parte de
arriba, para darle algo de forma y quitar algunos pelos
sueltos. Era, a primera vista, una operación muy sencilla de
hacer con la maquinilla, pero con mi habitual torpeza me
he trasquilado más de lo debido. Para rematarlo, y como el
resultado era asimétrico, he intentado corregirlo cortando en
el otro lado, y lo único que he conseguido es estropearlo más
aún. Un desastre. Ahora me miro en el espejo y no puedo
dejar de mirar ese corte mal hecho, hay un vacío demasiado
conspicuo que salta a la vista en cuanto uno se ve. Ha sido
una mala idea, la cosa no estaba tan fea en realidad y no
hacía falta recortar nada, más aún considerando el riesgo
que había de estropear todo el conjunto.
Emilie llega de trabajar y no dice nada. Por una parte,
uno se siente bien de ver que lo que juzgaba como verdadera
174
debacle ni siquiera es un hecho perceptible. Por otra, es muy
ridículo y humillante saber que se tiene esta tendencia a
la hipérbole dramática, tan quejica o más que un niño de
parvulario. Al final, lo que se extrae de esta lección es que
siempre es bueno tener otros puntos de vista para evaluar
las realidades.
Creo que lo más fundamental de compartir nuestro tiempos con otros, lo que hace necesario el aspecto social de los
hombres, no es poner en común nuestras alegrías o descargar
en los demás nuestras penas. Más bien, es poner nuestras
tragedias junto a las ajenas para tener referencias y calibrar
el daño que enfrentamos, porque de otro modo andamos
perdidos sin saber valorar bien si aquello que nos sucede es
merecedor de la angustia que le dedicamos.
***
Inés ya se pone en pie. Le ha llevado apenas un par de
días dominar la técnica y ahora parece que se siente mejor
estando de pie que arrastrándose por el suelo. Se acerca a
cualquier mueble, se agarra donde puede, y en un segundo
se alza para mirar su mundo desde un poco más arriba.
Bien podría considerarse que este es el comienzo de una
nueva etapa, otro más de esos ritos de paso que no van a
dejar de venir, y que delimitan las edades por las que se
avanza mientras se crece. Sin embargo, esta transición sabe
a verdadera metamorfosis; la criatura que se arrastra por el
suelo balbuceando frases sin sentido de pronto se incorpora y
se convierte en una auténtica persona, pequeña tal vez, pero
ya erguida, con la presencia misma de un niño de más edad
o incluso casi que un adulto. Es una transformación que
tiene algo de mágico, una de esas cosas ridículas y comunes
que, si uno se para a pensarlo con detalle, resulta que son
pequeños milagros ante los que en lugar de indiferencia se
debiera sentir asombro.
La dejo en el suelo y ella avanza hasta el borde del sofá,
echa mano a la tela y se pone de pie con una movimiento
grácil y eficaz. Yo la miro y cuando se gira me echa una
sonrisa.
175
Se diría que no es solo que ella sube y se yergue, sino
que uno, al observarla, descendiera y quedara por tierra, y
la mirase entonces desde allá abajo con la vista levantada,
así como se miran las estrellas, las montañas, o las ardillas
que saltan de árbol en árbol.
***
Estuve en mi primera session irlandesa en el bar de
Michael. Emilie pensaba venir conmigo y dejar a Inés en
casa de sus padres, pero nuestro plan no tenía en cuenta que
este fin de semana estarían ayudando a hacer la matanza del
cerdo, así que fui solo, igual que la última vez. O incluso más
solo que entonces, porque esta vez no había quedado con
Paul y Michelle y no esperaba encontrar a nadie conocido.
Lo de ir a solas a un bar me resulta de lo más violento.
Hay a quien no le asusta la perspectiva de salir solo, a
sabiendas de que la noche suele encargarse de procurarle
compañía a uno a poco que tenga algo de espíritu social y
se deje ver, pero yo nunca he sido de esos. Quizás la única
forma en la que soy capaz de hacerlo es esta, llevando una
guitarra. La guitarra es en cierto modo una compañía, y
sobre todo, es una forma casi infalible de establecer contacto
con otros. Este es mi razonamiento, erróneo tal vez, pero
que al menos me hace sencillos estos momentos de soledad
pública.
El evento era muy sencillo, con una mesa alrededor de
la cual se sentaban los músicos, bebiendo sus cervezas y
tocando sus instrumentos. De lo más familiar y espontáneo,
como ha de ser. Como yo nunca había estado en una de
estas sessions al estilo irlandés, dejé la guitarra en la funda,
me senté cerca, y me limité a escuchar por el momento.
El grupo lo formaban un hombre a la guitarra y la voz,
dos a los violines, uno a la flauta, otro a la percusión, y una
mujer también al violín. Salvo el guitarrista y uno de los
violinistas, americano e irlandés respectivamente, los demás
eran franceses y mucho más callados. De hecho, al principio
pensé que todos serían ingleses, porque solo se hablaba en
inglés. Los franceses, ademas de menos comunicativos, tenían
176
un aire inocente, como asustados, y se diría que solo tenían
presencia a través de sus instrumentos. Cuando dejaban de
tocar, se les quedaba como un gesto casi de vergüenza, a
pesar de que, aparte de mí, la gente no prestaba especial
atención a lo que hacían.
La mujer, también tímida, destacaba entre el resto, con
el pelo corto y muy blanco, y una belleza serena que llamaba
la atención, sobre todo cuando dejaba de lado su timidez y
sonreía.
Conforme vamos creciendo, vamos valorando más las
cosas duraderas; la constancia es una virtud que ahora pesa
más que de las virtudes efímeras y deslumbrantes que en
otro tiempo nos atraían. Será que, a medida que uno va
viendo cómo la vida se cobra sus predios y el tiempo no
perdona, todo aquello que logra sobrevivir se convierte solo
por ello en merecedor de elogio. La belleza sea quizás el
mejor ejemplo de ello, y esta belleza madura, sólida, de
mujeres así, la encuentro ahora de un valor difícil de igualar.
Para mí es además la confirmación de que Emilie seguirá
teniendo todo su atractivo dentro de muchos años, porque si
algo tiene este país es que sus mujeres envejecen mejor que
las de ningún otro y mantienen su hermosura intacta, tan
solo matizada por los años. Tal vez las francesas no tengan
el atractivo magnético que pueden tener las españolas, o el
estilo despampanante de las nórdicas, o la exuberancia de
las rusas, pero a partir de una cierta edad está claro que
no tienen rivales. Cuando se trata de belleza, lo suyo es la
carrera de fondo, no el sprint. Como digo, esto me parece
ahora más digno de admirar que nunca.
También sucede que, a medida que nos hacemos mayores,
los asuntos estéticos pesan menos en lo que a nuestro trato
social respecta. Este grupo de hombres más bien comunes,
poco agraciados, con una mujer así tan hermosa, no resulta
nada extraño. Si fuera un grupo de chicos jóvenes igual de
poco apuestos y una chica de tan buen ver entre ellos, la
cosa sería distinta, con un tinte sospechoso y la sensación de
que ella desentona en esa compañía. Madurar no es tanto
el cambiar de gustos o de opiniones como darse cuenta de
estas cosas e incluso darles rango de interesantes.
177
Dejando de lado las mujeres y volviendo a los asuntos
musicales, la velada fue perfecta. Me uní a tocar con ellos
después de una media hora de oyente y fui muy bien recibido.
Incluso me hicieron tocar un poco de flamenco yo solo, algo
que, por otra parte, sabía que acabaría sucediendo.
La reunión se disolvió algo después de la medianoche,
y me quedé deambulando por el bar y tocando un poco a
solas, igual que la última vez. Luego estuve hablando con el
irlandés, que se quedaba por allí echando un último trago
con algunos conocidos. Es el que venía de más lejos, de
cerca de Toulouse. Dice que solo viene para estas sesiones
irlandesas del segundo viernes da cada mes, porque aunque
bares irlandeses hay en todos lados, este es el único de entre
los que le quedan asequibles que tiene el verdadero espíritu
de allá.
Estuvimos hablando sobre este asunto de los bares así,
familiares, y de cómo la música que se toca en ellos a ambos
nos gusta tanto. A él, porque es de ese modo que se toca
en Irlanda, y a mí porque, aunque no la haya vivido igual
ni arrastre una experiencia similar, siempre me ha parecido
que la música no pertenece a los escenarios ni los estudios
de grabación, sino a los simples encuentros de amigos y las
mesas de reuniones.
Para la próxima reunión, dentro de un mes, han previsto
hacer también una cena previa. Insistió en que fuera a ambas,
y que se lo confirmara a Michael para que pudiera reservar
la comida. Sin pensarlo mucho le dije que sí, y ahora que
Emilie confirma que le parece un buen plan para ir todos
juntos, no me cabe duda de que allí estaremos.
Como todas las cosas buenas suelen tener algún efecto
secundario negativo, esta también trae el suyo. Ahora no
tengo mucho interés en ningún otro tipo de música ni en
ningún encuentro musical más formal, mucho menos aquellos
que tienen como fin principal el formar una banda y dar
conciertos, y en los que la música no se toca sino que se
ensaya. Y así, mis encuentros con el grupo han dejado de
pronto de interesarme.
***
178
No sé si a todos los niños les sucede igual, pero Inés es
incapaz de concentrarse en dos cosas a la vez. Cuando coge
un juguete, por muy interesada que esté en él, si después
llega algo que le llame más la atención, tan pronto como
agarra este último deja caer el primero. Toda la atención
pasa de un objeto a otro con la mayor de las facilidades, y
no hay medias tintas en su dedicación.
No sé, como digo, si esto es algo normal a estas edades
o un rasgo del carácter, pero si fuera este último caso, está
claro que en buena parte ha de haberlo heredado de mí.
Pierdo demasiado pronto el interés por las cosas cuando
otras mejores vienen a reemplazarlas. Profeso una fidelidad
importante hacia las personas, a las que me cuesta sustituir
y, de hacerlo, sucede siempre con sentimiento de culpa, pero
con el resto de cosas mi apego es muy endeble. Los objetos,
las aficiones, las ideas, todos ellos viven sobre la cuerda floja,
a la espera de que el azar me traiga tal vez una opción mejor
con la que quedarme.
Es intrigante vivir así, o al menos lo era hasta hace un
tiempo. Pero conforme la vida se hace más constante, uno
se empieza a plantear que, si se sigue haciendo lo mismo
que antes, acaso sea que ya se encontró lo mejor a lo que
puede aspirarse. Es decir, que en esta lucha incesante por
ganar el privilegio y la atención de uno, se ha llegado ya al
climax, al apogeo, al estado en el que ninguna nueva opción
puede ya tener más peso que la que actualmente reina.
Visto así, es una razón más que suficiente para sentirse
feliz.
***
Ignoro si ha sido siempre así, pero esta es una época en
la que se diría que la cultura puede adquirirse no con un
esfuerzo productivo, sino simplemente rechazando aquello
que creemos que no forma parte de ella. Tengo la sensación
de que en otro tiempo, no hace mucho, la gente que se
vanagloriaba de su cultura lo hacía enunciando los libros
que había leído, los museos que había visitado, el vasto
número de músicos a los que había escuchado, u otras cosas
179
por el estilo. Esto es, si la cultura se había de medir de algún
modo, este era la cantidad de ella que se poseía, o, en su
defecto, al menos la calidad de aquellos elementos culturales
a los que uno había estado expuesto. Ahora parece existir
una forma más simple de apropiarse de una intelectualidad
que lucirla frente a otros, sin necesidad de valorar capital
cultural alguno.
El camino hacia la cultura no es un camino sencillo. Ni
los libros se leen solos ni los museos se visitan sin moverse
de casa; hay que poner algo de esfuerzo de nuestra parte.
Así que, como presumir de cultura parece gustar a todo
el mundo, pero gastar tiempo en procurársela no es para
muchos un plato de buen gusto, se está poniendo de moda
una forma distinta de pedantería intelectual: lucir no aquello
que se conoce y se aprecia, sino aquello que se rechaza.
El pretendido hombre culto de hoy día, por ejemplo, no
habla de los libros que ha leído, sino más bien de aquellos
cuya lectura ni siquiera se plantea, como si excluir las malas
literaturas de sus costumbres ya le convirtiera en un lector
exquisito. Si hoy se quiere presumir de estatus literario, uno
no dice cosas como «soy un gran aficionado a la literatura
del país X» o «conozco la obra del escritor Y al completo».
En su lugar, basta decir «yo no leo bestsellers», afirmación
tan común como estúpida, que a ojos del que la pronuncia
parece tener el poder de elevarle a uno hasta el rango más
elevado en la dudosa escala de la valía lectora.
Quienes así se laurean olvidan precisar las obras que, en
lugar de esos bestsellers, suelen leer. La omisión es, las más
de las veces, voluntaria, ya que no resulta de tanta categoría
confesar que no se lee nada en realidad, o que como mucho
se le echó el ojo a un par de novelillas a lo largo del año
pasado, que es lo que suele suceder. Pocas imposturas hay
tan fáciles de localizar como esta, y sin embargo resulta tan
habitual como ridícula.
El buen lector, aquel que a través de su dedicación va
de un modo u otro haciendo su cultura y acumulando un
bagaje literario, no tiene ni miedo ni odio hacia el bestseller.
Si no le gusta o lo estima falto de calidad, simplemente no
lo lee, pero no hace de ello la razón de ser de su actividad
180
literaria. Y si gusta de leer también ese tipo de libros, o si
le apasionan las novelas románticas y edulcoradas, pues los
lee de igual modo y no por ello pierde categoría. Tampoco
la pierde cuando lee los prospectos de las medicinas, las
etiquetas de los productos que compra o los documentos de
un notario, todos ellos igual de poco literarios que la novela
de la peor calidad, y de los que sin embargo nadie reniega.
Le tengo poco aprecio a las actitudes pretenciosas, ya sea
que puedan justificarse o no, pero esto de presumir a base
de menospreciar el trabajo de otros (incluso si ese trabajo
es en efecto menospreciable), me irrita sobremanera. Tengo
algunos amigos que a veces hacen este tipo de cosas, y la
verdad es que cuando así sucede se me queda una mala
sensación en el cuerpo, como siempre que un amigo nos
decepciona de un modo u otro.
Resumiendo, que se puede ser muy culto aunque uno
lea (entre otras cosas) literatura de consumo, y muy ignorante aunque uno despotrique sin cesar de ella. Se conoce
que esta verdad, como tantas, es más fácil escribirla que
comprenderla.
***
Es difícil apreciar la magnitud de esta empresa de tener
un hijo si lo que se hace es mirar sin más hacia el futuro,
mirar hacia delante como buscando una luz al final del túnel.
No se acaba de tener buena perspectiva. Sin embargo, es
muy fácil si lo que uno hace en su lugar no es mirar lejos,
sino mirarse a sí mismo. Por ejemplo, yo me veo y pienso que
algún día Inés sera como yo, treinta y seis años, una hija, una
pareja, unos amigos, un pasado de otras gentes ya olvidadas,
una capacidad de tomar decisiones, de hacer el bien y el
mal, de cambiar la vida de otros, una independencia, un
carácter, tal vez un diario donde anotar los pensamientos
más profundos de los que se es capaz. Entonces, cuando
se piensa que todo eso es lo que le queda y nos queda por
delante, lo que habremos de preparar para que ella tenga
un futuro parecido a nuestro presente, entonces es cuando
se advierte lo descomunal que todo esto resulta.
181
Por el momento, no hemos hecho más que comenzar.
Pasado mañana Inés cumplirá un año.
***
Cumpleaños de Inés. Todo el mundo comenta lo deprisa
que pasa el tiempo, que si ya es un año y casi no nos hemos
dado ni cuenta, esa clase de cosas. Es lo que cabe esperar
en estos casos.
Como mis padres vienen a pasar unos días al final de
la semana, le he propuesto a Christine dejarle a Inés hoy
miércoles en lugar del viernes, y así ellos podrán tenerla aquí
el viernes y hoy nosotros podemos pasar un día tranquilo. A
Emilie le vendrá bien para recuperar algo de energía, porque
lleva algunas noches sin dormir apenas.
El plan le ha gustado, pero anda desde primera hora del
día sintiéndose culpable por no estar con ella el día de su
cumpleaños. El sentimiento de culpa no es solo por no estar
con Inés, sino porque esto sucede en un miércoles, que es
cuando normalmente ella no va a trabajar e Inés está en casa.
Y también porque le preocupa lo que otros puedan pensar al
saber que ella aprovecha el día libre para descansar mientras
deja a Inés con la nounou, en lugar de disfrutar juntas de
una jornada de cumpleaños. A la gente que llama no les
cuenta que Inés no está en casa, dice que le da vergüenza. Es
otra vez más esta preocupación por la opinión de otros, que
en este caso más que nunca me parece de lo más ridículo.
Yo le he repetido lo que pienso una y otra vez: que todo
esto no tiene ninguna importancia. Está visto que soy mucho
más práctico evaluando estas circunstancias. A Inés poco
le importa lo que suceda hoy, porque para ella no es un día
distinto, no es como dejar a un niño más mayor sin su día
de cumpleaños. Para nosotros, sin embargo, sí que existe
una diferencia: ella descansará, yo trabajaré más tranquilo,
y tendremos tiempo para estar a solas, que siempre es buena
cosa. En el balance global de esta familia, confiar a Inés a
Christine durante unas horas hoy es positivo, no cabe duda.
A Emilie le convence este razonamiento, pero no se le
despega de esa sensación de quizás no hacer lo correcto.
182
En el fondo, dice, es algo simbólico, un ritual que debiera
haber seguido. Y yo pienso: ¿de qué sirven los símbolos, los
ritos, las celebraciones arbitrarias como estas, si no procuran
felicidad, que es lo que de verdad importa en la vida?
***
Trae a alguien extranjero a tu casa y te enseñará rincones
que no conoces, pondrá atención en detalles que tú pasaste
por alto y te descubrirá que hay esquinas en las que después
de todo este tiempo nunca te habías fijado. Pensarás entonces
que es la mirada fresca la que obra este pequeño milagro, que
a ti la costumbre te borra ya la capacidad de sorprenderte
con esos retazos. Pero hubo un tiempo en el que tú eras
también un recién llegado, y entonces verías otras cosas
llamativas y enseñarías a tu anfitrión de aquel tiempo nuevos
recodos y singularidades en las que él mismo no habría
recalado antes.
De todo esto, no queda sino deducir que tenemos la mirada y el sentir sesgado, y que no es sino con ayuda de otros
que vamos corrigiéndolo y acercándonos a la verdad como
una mezcla de lo que vemos entre todos. Y que cuanto más
solos estamos, más equivocada e imprecisa es la concepción
que tenemos del mundo.
***
Han sido dos días de una extraña especie de placer culpable, de calma bonancible que al mismo tiempo esconde
una inquietud a punto de quebrar todo ese descanso. Anteayer me llamo por teléfono la directora de la empresa
para decirme que el proyecto en el que llevo trabajando más
de un año ha sido anulado. Estaba previsto que saliera al
mercado dentro de un par de semanas, pero al parecer se ha
decidido desde arriba que no es una buena idea continuarlo.
La decisión es, según cuenta, incontestable.
La llamada fue muy breve, diría que no más de un
par de minutos, y también bastante fría. Yo no pregunté
nada, me limité a escuchar y a no dejar que se hiciera
demasiado patente mi sorpresa. El teléfono no es un buen
183
medio para debatir las frustraciones, y preferí guardármelas
para rumiarlas luego a solas.
Más de un año de trabajo que ahora no sirve para nada.
Se siente uno como si no hubiera hecho otra cosa desde
entonces más que perder el tiempo. Más o menos, como si
después de escribir páginas y páginas de este diario, un día
se esfumaran sin que nadie hubiera tenido tiempo de leerlas.
También pienso que no había en ese trabajo, por mucho que
lo haya disfrutado, el contenido emocional que tienen estos
escritos, y que la mayoría de la gente trabaja sus ocho horas
diarias haciendo algo que al final de la jornada no le reporta
nada de provecho más que el dinero que gana. Eso debería
hacerme sentir algo mejor, pero tiene un efecto más bien
nulo; sigo sintiéndome frustrado.
La llamada sucedió el miércoles, cuando era el cumpleaños de Inés. Hoy es viernes y me he pasado estos dos últimos
días sin hacer nada, porque nadie me ha dicho en qué debo
ocuparme ahora, y porque sería estúpido seguir trabajando
en algo que está condenado al abandono. Es como vivir en
un limbo ocupacional de lo más inquietante, la verdad.
Es en estas calmas inciertas, sin embargo, cuando suceden
algunas de las cosas más significativas de la vida. Se piensa
con más claridad sobre el presente y el futuro, y acaso incluso
se entiende con más seguridad el pasado.
Mis padres parecen preocupados, no saben si esto puede
ser una señal de que van a prescindir de mí en un futuro cercano. Mi tía, al enterarse, ha empezado incluso a elucubrar
sobre lo difícil que será encontrar otro trabajo que pueda
hacerse desde casa (que no lo es en absoluto), y qué haría en
caso de no encontrarlo, si tendría que moverme a otro lugar.
A mí, por el contrario, ninguna de estas inquietudes parece
alcanzarme. Como no sirve de mucho hacer predicciones, me
entretengo en valorar las cosas positivas que esta situación
pueda traer según se desenlace de una u otra manera. Por
ejemplo, pienso en qué otro trabajo podría buscar si hiciera
falta, con quién hablar, qué carta de presentación llevar.
Entonces, como cuando uno viaja, empiezan a venir deseos
de echarse a la carretera antes de lo previsto, o si no es así
al menos de viajar desde el sofá hacer algunos planes. ¿Y
184
si empezara a buscar algo ya mismo aunque no sea necesario? ¿Por qué no comenzar con aquella idea que un día
tuve y que quizás pueda servirme para abordar a este o a
aquel otro contacto? En la víspera de las tragedias o de los
grandes cambios, se descubren mejor que nunca los sueños
que se guardan, porque se tienen los deseos pero no aún
las angustias de la necesidad ni tampoco los miedos ni los
reproches a uno mismo.
También están luego los sueños que se saben imposibles,
que aprovechan este momento para volver a reivindicarse en
esa fugaz vida que tienen en estas ocasiones, antes de volver
al olvido al que se saben condenados. ¿Y si en lugar de un
trabajo como este aspirara a uno igual pero de menos horas,
con un sueldo mínimo pero teniendo para mí mucho más
tiempo? ¿Podría vivir así, con lo justo, y sería capaz de pedir
a alguien que me empleara de ese modo? ¿Y si intentase
alguna de mis fantasías, como la de ser escritor? Ahí están
todas esas ideas asediándome ahora que me saben débil de
espíritu, en este estado de sorpresa que me hace vulnerable
a las imaginaciones que de otro modo ni siquiera se atreven
a asomar la cabeza. Se irán todas en breve, condenadas
por su propia naturaleza imposible, a esperar hasta que
otro episodio de indecisión vuelva a otorgarles una nueva
oportunidad de tentarnos.
En realidad, se irán de un modo u otro a lo largo de
esta semana, porque tenemos una muy oportuna reunión de
empresa en Miami, y es de suponer que en ella discutiremos
sobre esta cuestión y sobre el futuro de quienes trabajábamos en este proyecto ahora difunto. Que los interrogantes
encuentren una respuesta rápida ayuda a que las inseguridades no pesen demasiado, así que es solo cuestión de un
poco de paciencia.
Antes de partir hacia Miami tuve un concierto con el
grupo en un pequeño bar de Courrensan. Fui con muy poca
gana, porque ya he contado que he ido perdiendo el interés
por esta clase de eventos musicales, y también porque la
logística era complicada, con mis padres, con Inés que tenía
que acostarse pronto, y además con el avión a primera hora
de la mañana, lo que me obligaba a salir de casa no más
185
tarde de las cuatro de la madrugada. Pero aún así, había que
cumplir, y la velada al final resultó muy agradable, especial,
casi de esas que se podría jurar que van a quedar en la
memoria durante mucho tiempo y en lugar privilegiado.
La música en sí no fue gran cosa, más bien mala, aunque
todo el mundo parecía tener buena opinión. Hubo muchos
fallos, en algunas canciones fue poco menos que un desastre,
y los desastres no agradan nunca, incluso si pasan desapercibidos para el resto. En ese aspecto, el concierto puede
decirse que fue algo frustrante.
En lo personal, sin embargo, todo fue bien distinto, placentero como saben ser las cosas cuando tienen significado
más allá de los errores o los descuidos. El grupo tenía una
satisfacción orgullosa y estaban mucho más contentos que
yo con nuestra actuación. Y como parte de aquel supuesto
éxito era culpa mía, me lo agradecieron al final con un cariño
sincero. Mis padres miraban con orgullo, y a Emilie se la
veía relajada por primera vez en estos últimos días, y le
asomaba una pizca de tristeza por saber que voy a estar
fuera toda la semana. Sentada sobre ella, Inés miraba con
curiosidad, y yo le devolvía la mirada, a veces haciéndole
tanto caso que a punto estaba de olvidarme la canción y
estropear más aún el concierto. Estaban también Hicham y
Dorothé, y en general todo el mundo parecía disfrutar de
una noche que era sencilla y sin pretensiones, pero que poco
a poco iba tomando el sabor de esos momentos llamados a
ser importantes.
Volvimos a casa nada más acabar el concierto, todos
felices. Me hubiera gustado quedarme algo más, pero ya
estaba apurando demasiado el tiempo. Mis padres se marcharían pronto por la mañana, y Emilie se iría a casa de
sus padres para quedarse allí mientras estoy fuera. Después
de una tarde tan agradable, sintiéndonos tan cercanos, la
despedida fue algo más incómoda. Se lo noté a todos, y
también, por supuesto, me lo noté a mí mismo, porque se
anticipaba ya esta tristeza y esta apatía con las que ahora
voy de camino a Miami, volando un un avión apagado, medio
vacío, escribiendo esto.
Se va uno de viaje a resolver sus dilemas laborales, pero
186
lo hace sin interés, como si le diera igual cómo se resuelva
todo, porque lo único que en realidad querría sería quedarse,
e incluso preferiría no ir y recibir una mala noticia desde
casa que partir para que le cuenten buenas nuevas. Y es que
mayor satisfacción que la de superar los obstáculos de la
vida es la de saberse a salvo de ellos, saber que, si llegan, no
habrán de causar daño alguno porque uno tiene ya a salvo
todo cuanto le importa. Y es así como yo me encuentro
ahora.
***
Se debe viajar a los lugares donde uno no viviría. No
necesariamente lugares feos o desagradables, sino simplemente a aquellos donde, por una u otra razón, no imaginamos
nuestra vida, y donde otros sí que parecen encontrar lo que
a nosotros nos faltaría si hubiéramos de pasar allí nuestros
días.
Se hace siempre extraño ver a otros tomar decisiones que
no tomaríamos, pero nunca es tan revelador como cuando
atañe a esta elección de nuestro lugar en el mundo, la que
quizás resulte la decisión más importante que puede tomarse
y la que más ha de condicionar cuanto somos.
Yo no viviría nunca en esta ciudad de Miami, la sola idea
de pensar que así fuera me resulta harto incómoda. Pero
la calle está llena de otros que han optado por hacer aquí
su vida, y que quizás no imaginasen esto posible en otro
sitio, mucho menos en aquel donde yo vivo. Mirarles ahora,
disfrutando sus libertades y sus deseos en este escenario,
es más que nada un ejercicio de introspección con el que
averiguar algo más sobre mí mismo, sobre por qué echo de
menos otros lugares o por qué en otros paisajes dejé vínculos
que aquí se antojan imposibles.
No hay suelo estéril para las pasiones, y esta es una
verdad tan cierta como difícil de asumir en ocasiones. Viajar
a esos lugares donde uno no quiere quedarse es una manera
de convencerse de que cada cual tiene sus querencias, y
también de que somos afortunados quienes podemos poner
en práctica las nuestras.
187
***
Paseo matutino aprovechando el jet lag, algo antes de las
seis, aún de noche. La temperatura era perfecta y las calles
estaban vacías, rectas enormes que se perdían en la distancia
y por las que no había ni un coche, a lo sumo alguien
paseando el perro. Se ve que este es un barrio residencial,
todo de chalets y parques, con coches de gama alta en los
garajes y verjas algo ostentosas. Pero a pesar del aire algo
frívolo, era a esa hora un barrio agradable, casi familiar, y
el paseo tenía un poso muy tranquilo.
Es revelador esto de caminar por una ciudad de noche,
cuando aún no ha cogido el ritmo, cuando las calles están
vacías, las casas apagadas o acaso con alguna luz tenue al
otro lado de una ventana, los negocios cerrados, los bares
limpios y con los taburetes encima de la mesa. Porque las
ciudades, como las personas, donde más se diferencian no
es en su carácter cuando la vida discurre sin contratiempos,
sino en su forma de enfrentar el abandono, de tratar de
comprender la melancolía cuando esta llega.
Ahora estamos solos tanto esta ciudad como yo, temporalmente olvidados y sin acabar de entendernos el uno
al otro, y a ella le faltan sus gentes tanto como a mí me
faltan ahora las mías. Y pese a que las ausencias duelen
igual aunque sean compartidas, nos ayudamos como bien
podemos a pasar el trance: ella me da algún rincón propicio
a los recuerdos dulces, yo le pongo algo de presencia en sus
aceras, poco más se puede hacer.
Cerca del hotel, encuentro un café abierto que es a la
vez librería, y pienso en entrar, tomar algo de desayuno y
entretenerme curioseando los libros, pero me doy cuenta de
que he salido sin dinero. Vuelvo a la habitación y escribo
esto.
***
Da igual lo que haya venido a hacer, tengo la sensación
de andar perdiendo cinco días de mi vida, porque todo lo que
hoy sea estar lejos de Emilie e Inés me parece malgastar el
tiempo. Diría que incluso siento culpa, como si esta distancia
188
fuera una traición, no ya a ellas, sino a mí mismo, una
traición por desperdiciar de esta forma tan vulgar lo más
valioso que tengo.
***
Parece que no habrá malas noticias ni sorpresas desagradables en el trabajo. Siguen contando conmigo para futuros
proyectos, y de hecho los planes que tienen para mí no me
disgustan. Se lo he contado a Emilie y a mis padres, y ahora
todos están tranquilos. El entusiasmo por el trabajo, no obstante, sigue sin aparecer. Era escaso antes, y ahora, después
de este cambio de planes tan frustrante, es aún menor.
Pudiera ser que esta antigua pasión mía por lo que hago
ya no vaya a volver, del mismo modo que se pierden otro tipo
de pasiones y ya nunca se recuperan. Sigue siendo un trabajo
estimulante, pero ya no alcanza a despertarme esa emoción
de entonces. Sucede en la vida como ha sucedido ahora en
mi empresa: los proyectos un día se juzgan sin futuro, y se
abandonan para continuar con otros de los que se espera
obtener mayor beneficio. Así debe ser como, sin darnos
cuenta, gestionamos nuestra capacidad de emocionarnos, sin
gastar recursos en aquello que no sirva ya para la consecución
de nuestro objetivo vital, cualquiera que este sea.
***
Escala en Londres. Me he quedado solo; Bart compartía el vuelo desde Miami, pero ahora se ha ido a coger el
siguiente y yo todavía tengo que esperar unas tres horas. La
puerta de embarque no está anunciada, así que me siento
en la zona común a hacer tiempo. En esta misma sala, casi
en este mismo sitio, recibí la última vez que estuve el mensaje de Maite en el que me hablaba de su enfermedad. Es
fácil recordar los lugares cuando son escenario de tragedias,
mucho más que cuando en ellos somos felices o simplemente
no sentimos nada remarcable.
Maite está bien, enferma aún pero según parece lejos
todavía de cualquier desenlace. Lo sé porque me envió un
mensaje hace pocos días. Para bien o para mal, la vida
parece a veces avanzar muy poco.
189
***
De vuelta del aeropuerto, hacia el final de la tarde. El
atardecer llega cuando cojo las carreteras más pequeñas y
empiezo a surcar las últimas colinas. Desde la otra cara del
mundo, el sol deja una luz vaporosa, mística, como la de los
faros de un coche que viniera hacia mí desde detrás de un
cambio de rasante.
***
Hay veces en las que, aun lejos de casa, no se tiene la
sensación de estar viajando. Ciertos escenarios —los aeropuertos, las reuniones impersonales en las que uno solo trata
con gentes que ya conoce, todas esas sentimentales tierras
de nadie— dejan más bien la sensación de estar privado de
aquello que se necesita, pero sin que nada venga a tomar su
lugar. No hemos cambiado de sitio, sino que hemos escapado
de nuestro hogar para no ir a ninguna parte, al menos en lo
que a las emociones respecta.
Cuando así sucede, la vuelta no es el regreso de un
viajero; es la liberación de un prisionero.
***
Cuando era pequeño, solíamos ir a un parque acuático no
lejos de casa, de esos con toboganes enormes y trampolines
y piscinas de olas. Nunca me han gustado mucho los parques
de atracciones, pero reconozco que en este lo pasaba muy
bien. Lo que más recuerdo es que siempre al volver, cuando
veía de nuevo nuestra piscina de casa, me resultaba de
lo más insignificante, era un espectáculo casi triste verla
allí después de haber disfrutado de sus hermanas mayores.
Aquella piscina más que suficiente para mis chapuzones
veraniegos, y por la que muchos suspirarían, se me antojaba
poco menos que inútil al regresar de ese parque acuático
como embriagado de unos ciertos aires de grandeza.
Algo similar me sucedía cuando algún domingo íbamos
mi padre y yo a alguna carrera de bicis en las que entonces
yo participaba. Con la resaca de la emoción, de las victorias
190
y de las derrotas, de ese espectáculo intenso que durante
aquellas horas era para mí el centro del mundo, la vuelta
a casa, a mi fin de semana de familia de clase media, se
antojaba de lo más insulso.
Me habría gustado quedarme para siempre en el ambiente
de esas carreras, o en el bullicio de la gentes por aquellos
toboganes y piscinas. O quizás, más bien, me habría gustado
volver a casa pero seguir teniendo allí toda esa gloria de la
vida que solo alcanzaba a deslumbrarme fuera de ella.
Hace ya tiempo que no tengo estas sensaciones en los
regresos, sino más bien las contrarias. Como si hubiera
aprendido que lo grandioso está en realidad en las pequeñas
escalas, en las cosas repetidas y cotidianas, y que todas esas
experiencias intensas son artificios sin vigencia sobre los que
nada sólido puede levantarse.
Todo lo vivido en esta semana se aparece ahora como
un pasatiempo menor, y el viaje, que antes solía dejar emociones similares a estas que cuento, es en este regreso una
circunstancia irrelevante que palidece al lado de lo que aquí
tengo. Y donde ahora me gustaría quedarme no es allí, en
esa otra realidad pasajera, sino aquí, en casa.
***
Se dice que somos aquello que recordamos, pero en realidad debiera decirse que no somos nadie si a ese recuerdo no
le sumamos nuestro presente, lo que hoy sabemos, lo que
sentimos, las circunstancias, en definitiva, que nos permiten
interpretar todo eso que guardamos en la memoria. Con
los años, vuelven los recuerdos de un modo en que podría
decirse que no son tales, sino meras imágenes, y las nostalgias más que nostalgias son revisionismos de un pasado que
ahora interpretamos con otros valores. La memoria es la
misma, se trae al presente de igual manera, pero se entiende
de otra forma distinta.
Desde que Inés ha empezado a dejar de ser un bebé y la
veo más como una pequeña niña que habrá de hacerse cada
día más independiente de nosotros, mis recuerdos familiares
se revisitan a una luz nueva. Y es sobre todo el papel de
191
mis padres el que ahora se antoja distinto, como si esa luz
nueva estuviera sobre ellos y no tanto sobre mí, que en otro
tiempo creía ser el protagonista de esas escenas.
Hoy me he acordado de la navidad de 1992, año fatídico
para la familia. Mi padre perdió el trabajo y, cuando el
año estaba a punto de terminar, el 27 de diciembre, me
caí con la bici y me rompí el bazo. Estuve algo más de un
mes en el hospital, incluyendo un par de días en lo que
llamaban reanimación (una especie de unidad de vigilancia
para después de las operaciones) y el fin de año en una
habitación del hospital, sin tener, lógicamente, mucho que
celebrar.
De este recuerdo destacaba antes el miedo que entonces
tenía, la noche que pasé sin moverme apenas para que el
hematoma de mi bazo no creciera y hubiera que operarme
(de lo que al final, por suerte, me libré), o el hecho de que,
cuando me llevaron a la habitación y me dieron como única
comida una taza de caldo, yo pensé que después de tanto
ayuno merecía un filete y al final no fui capaz de tomar ni la
mitad de esa taza. Esas eran las anécdotas de aquel recuerdo
y esos eran los planos de aquella experiencia sobre los que,
al rememorarla, enfocaba mis lentes.
Ahora pienso más en mis padres, en su miedo y no en
el mío, en lo que fueron para ellos aquellos días de hospital
a mi lado o en la entrevista de trabajo que mi padre tenía
al día siguiente y a la que fue desde el hospital sin haber
dormido. Pienso en cómo sería si fuera Inés la que esperase
un diagnóstico en lugar de mí, y Emilie y yo los que la
veláramos en la habitación cuando el dolor no la dejase
dormir. El mismo recuerdo, a esta luz, me dice ahora cosas
muy distintas de mí mismo y de quienes lo compartieron
conmigo.
Somos aquello que recordamos, y por eso mismo estamos
obligados al cambio, a evolucionar según lo dicten las nuevas
consignas que el mundo nos haga llegar y la forma en que
están habrán de moldear lo que nos traemos del pasado.
Porque en cada recuerdo está guardado todo lo que somos
y podemos ser mañana, y el secreto está en saber en cada
192
momento sacar de ese todo aquello que nos haga valiosos en
el contexto de este ahora.
***
Me he cortado la barba. Ahora tengo mi aspecto habitual,
aunque me veo mucho más joven. Es la historia tantas veces
contada de las virtudes que uno pierde por ignorarlas y
luego las valora no más cuando le faltan, de los amores que
se rejuvenecen con las ausencias, de las cosas sencillas que
vuelve a amar quien un día las dejo atrás para disfrutar
lujos imposibles.
Qué prueba tan prosaica y ridícula de que, incluso en lo
más banal, siempre nos atrae más aquello que no tenemos.
***
Me despierto pronto y me voy a correr algo antes de las
siete. Está lloviendo y la luz es aún muy tímida. Para no
hacer ruido y no molestar a Emilie, salgo sin ir al baño y me
pongo directamente en marcha, y un poco después, cuando
ya he alcanzado el camino y entrado en el campo, me paro
a evacuar sobre unos arbustos. Y allí estoy, bajo la lluvia,
en la penumbra que antecede a la mañana, a solas entre
los ruidos del bosque y el agua que escurre de los árboles,
enfrascado en asunto tan prosaico. Es un momento soberano
y a la vez íntimo, furtivo. Empezando así el día, diría que, al
menos por hoy, ya nada pueda venir a quitarme mi libertad.
***
Dice Christine que, después de esta semana sin ver a Inés,
la encuentra muy cambiada, que ha hecho muchos progresos.
No le falta razón, porque en estos días ha empezado a
gatear, se mantiene de pie mucho mejor, y además hace unos
cuantos sonidos que antes no hacía. Dice también que ya le
ha oído decir algunas palabras: bateau (porque al parecer
la mece mientras le canta una canción sobre barquitos e
Inés lo dice cuando quiere que lo siga haciendo) y merci
(esta mañana cuando le ha dado algo). Yo creo que esto son
193
más imaginaciones suyas, porque nosotros no somos capaces
aún de reconocer en sus sonidos ninguna cosa coherente, y
porque se nos hace raro que sus dos primeras palabras las
diga con ella y ambas sean, casualmente, en francés. A estas
edades, lo de entender palabras con sentido es como ver
formas en las nubes, o como quienes creen escuchar voces en
las casas abandonadas donde no hay más ruido que el ulular
del viento. Cada cual añade sus fantasías según convenga y
sin miedo, porque a fin de cuentas no hay después forma de
comprobar si se estaba o no en lo cierto.
Es así en realidad como funcionan toda clase de discursos: uno habla y siempre deja algo, aunque sea pequeño,
que resulta impreciso y abierto a interpretaciones, y quien
escucha al otro lado aprovecha para introducir allí las ideas
que desea, lo que le gustaría oír y creer, porque si hay ambigüedad en el mensaje, ¿para qué vamos a pensar que lo
que en realidad se dice es lo que no deseamos oír? ¿Por qué
no mejor engañarse y llenar ese vacío con lo que más nos
conviene escuchar?
Así hablaremos el día de mañana con Inés, entre las certezas y las imprecisiones, entre los equívocos y los intereses,
porque es de este modo que nos hacemos entender todos sin
distinción. Y el uno se adueñará de las palabras del otro y
el otro de las del uno, tan solo porque resulta más sencillo
hacerlo así que adueñarse de sus pensamientos.
***
Inés no solo ha cambiado mucho en esta semana, sino
que sigue cambiando cada día, ahora más rápido que antes.
Ayer era incapaz de subir el escalón de la cocina, y hoy lo
pasa sin problema y llega hasta la puerta, a mirar a través
del cristal, y se ríe viendo la calleja por la que no pasa nadie.
Nunca se vio tanta emoción frente a un paisaje tan apático.
Es difícil mantenerla ahora quieta, exige toda la atención
que uno puede darle y no se la puede dejar sola ni un segundo.
Cuando la recojo de casa de Christine, todo lo demás queda
a un lado; no puedo hacer nada ya mientras la cuido.
Ahora Emilie la está vigilando abajo y yo estoy en el
piso de arriba en una reunión aburrida. Me he venido aquí
194
para poder hablar sin que me molesten las voces, aunque
la verdad es que tengo poco que decir y puedo hacer otras
cosas al mismo tiempo, como por ejemplo escribir esto. Las
oigo hablar e Inés se ríe sin parar, con esa risa suya que
cada día es más contagiosa, y que el día que cambie va a
ser lo que más echaré de menos de esta etapa de ahora. Me
gustaría bajar con ellas y ver de qué se ríe, a qué andan
jugando las dos. Es asombrosa la poca distancia que hace
falta para echar de menos a alguien.
***
Anuncian tiempo soleado para las próximas dos semanas
al menos, y el campo, como dice Emilie, ha empezado a oler
a primavera. Pero hoy, quizás por reivindicarse una última
vez, el invierno nos deja un día de viento y cielos grises, y
al caer la tarde llueve con estruendo sobre la claraboya de
la escalera.
Es un lluvia sentimentalmente inocua, no deprime, no
deja melancolías ni instiga las tristezas. Tenemos tanta fe en
el parte meteorológico favorable que no importa si hoy ha
de llover de esta o de otra forma aún más dramática, porque
los dramas dejan en parte de ser tales si se saben finitos y
prontos a ser olvidados. Mañana saldrá el sol y eso es lo que
nos recuerda esta lluvia. Qué iluso se es a veces cuando a
uno le embriagan estas esperanzas tan de andar por casa.
El caso es que andábamos mirando por la ventana, disfrutando la estampa de esta lluvia que sabíamos ya derrotada,
y entonces Emilie volvió a recordar lo mucho que le gusta
esta casa, y añadió que lo mejor era que podíamos estar
seguros de que esa vista no habría de cambiar nunca, porque todo cuando se ve desde aquí —el jardín, la parcela de
enfrente—, era nuestro y nadie podría cambiarlo. Era otros
de esos pensamientos sencillos en los que uno no ha reparado
hasta entonces, y en los que tal vez nunca lo habría hecho
de no ser porque alguien le da la idea, y que al escucharlo
le resulta cuando menos curioso. Yo veía caer la lluvia y
pensaba en algo muy distinto: que no debe haber pasatiempo
más simple y completo que este de mirar escurrir el agua,
195
aburrido quizás a veces, pero tan lleno de significados en
otras. Me estaba llegando una cierta vena poética, supongo,
y cuando Emilie vino a enfrentarla con sus comentarios tan
prosaicos, casi me entraron ganas de echarme a reír.
Qué aburridas deben ser esas parejas en las que ambos
piensan lo mismo. Qué ideal más ridículo ese de que cada
uno pueda leerle la mente al otro y que ambos piensen lo
mismo, cuando lo verdaderamente interesante es que el otro
nos deje leer lo que piensa y lo hagamos como quien lee un
buen libro, descubriendo cosas que nos alcanzan, que nos
estimulan, pero que nunca antes habíamos visto enunciadas
de ese modo.
Inés anda por la casa desplegando sus nuevas habilidades,
esas que siguen aumentando cada día de forma casi mágica y
no dejan de asombrarnos. Y yo ahora vengo a escribir estas
líneas y no cuento nada de todo eso, sino sobre esta historia
nuestra de lluvias y pequeñas frases, sobre lo que Emilie me
dice y me hace sentir sin casi saberlo. Si hoy tuviera que dar
una prueba de lo que el amor significa, tal vez no haya otra
mejor que esta: que después de tanto tiempo, aún hay días
en que Emilie me sigue sorprendiendo incluso más que Inés.
***
Quería haber ido a tirar el vidrio al contenedor antes de
ir a recoger a Inés, pero al final se me ha echado el tiempo
encima y lo que he hecho ha sido meter las botellas en el
maletero, ir a buscarla, y después pasar a tirarlas aunque
estuviera ella conmigo. Total, es cuestión de un minuto y el
contenedor no queda demasiado lejos.
Me intentaba dar prisa para que no estuviera esperando
demasiado tiempo con el coche parado, porque cuando el
coche está en marcha se queda tranquila en el asiento, pero
si el motor no está encendido no tarda en ponerse nerviosa.
Sin embargo, según he empezado a tirar botellas y tarros, ha
empezado a reírse a carcajadas; el ruido de todo ese cristal
rompiéndose le hacía mucha gracia. Al final, he acabado
tirando las botellas de una en una, muy despacio, parándome
después de cada una de ellas para ver como ella seguía riendo
196
unos segundos, y después la miraba a través del maletero
abierto, y ella me devolvía una sonrisa como invitándome a
tirar algo más y continuar con aquel estruendo tan gracioso.
En casa, le he dado luego un gajo de naranja, pero no
parecía gustarle. Lo ha tenido diez minutos entre las manos,
espachurrándolo y llenando todo de líquido, pero en todo
ese tiempo no ha hecho más que un amago de llevárselo
a la boca, y cuando parecía que iba ya a probarlo, se ha
quedado a medio camino y no ha llegado a probarlo siquiera.
Al final, he acabado comiéndome yo el gajo, que de tanto
manosearlo era ya una masa de fibras secas, casi como si lo
hubiera estado masticando.
Por la noche le he dado una ramita de brécol (que ahora
en lugar de brécol la gente gusta de llamar brocoli, supongo
que porque le hace a uno parecer más fino) que acababa
de hervir para la cena. Ha sido un fracaso aún mayor que
el de la naranja, porque ni siquiera ha querido tocarlo. Al
acercárselo ponía una cara de asco muy graciosa y retiraba
las manos; nos hemos reído mucho viéndola y al final Emilie
me ha pedido dejar de instigarla con mi trozo de verdura,
aunque reconozco que yo habría seguido un rato más, porque
era de lo más divertido. Le pasó algo parecido hace unos
días con una crêpe, le daba repelús tocarla y no conseguimos
que probara ni un bocadito.
Ha sido, pues, un día de muchas risas y descubrimientos,
ninguno de ellos relevante, pero que aun así le dan a estas
jornadas cotidianas un brío y una vitalidad que las hace muy
agradables. Y estas anécdotas, escritas aquí ahora, se sabe
que un día al desempolvarlas traerán una nostalgia plácida,
esa de los momentos sin los que podríamos vivir, los que no
tienen protagonismo en nuestra historia, pero nos llenan de
bonanza como un abrazo en el momento adecuado.
***
Dentro de poco cumpliré treinta y siete años. Es más
o menos la mitad, si nada extraño sucede, de los años que
habré de vivir. Esto quiere decir que, en el recuento de
personas, de experiencias, de aprendizajes, debería llevar
acumulada la mitad del total esperado, lo cual no es poco.
197
De otro modo, se puede decir que hay un cincuenta
por cien de probabilidad de que haya conocido ya al mejor
amigo que tendré nunca, que haya experimentado la mayor
alegría y la mayor tristeza, que haya observado el suceso
más fundamental de mi existencia, o que haya encontrado
ya a la mujer de mi vida. Y otro cincuenta por cien de que,
si la vida es mera cuestión de números y lo suficientemente
homogénea como para validar esta hipótesis, todo eso esté
aún por llegar.
Es una buena razón para inquietarse y perder el sueño.
O para dormir más tranquilo.
***
Una de las compañeras de trabajo de Emilie propuso
quedar a cenar por la noche en su casa. Estaríamos nosotros,
ella y otro compañero también de trabajo, que traería a su
vez a su novia, que vive en el norte de Francia y ha venido a
pasar unos días. En la franja de edad infantil, estarían Inés
y Óscar, el hijo de la anfitriona, al que ella ahora cuida sola,
porque su novio está trabajando en el sur de España. Al
final de verano tiene previsto mudarse allí ella con el niño
para estar todos juntos de nuevo, una opción sabia, porque
esto de mantener la familia escindida de tal modo no es cosa
buena.
Habían propuesto quedar a las siete, y Emilie y yo pensamos que el siguiente podía ser un buen plan: yo recogería
a Inés algo antes de lo normal, a las cinco en lugar de a las
seis, le daría de merendar, y luego nos iríamos a Auch a
recoger a Emilie, y desde allí a Fleurance, a más o menos
una media hora de viaje. Como Christine viene al pueblo
a las cinco a recoger a otro niño al que cuida solo por las
tardes, me propuso traer a Inés para que yo no tuviera que
subir hasta su casa. Yo solo tendría que ir hasta la parada
de autobús y recoger a Inés.
Hacía un día perfecto, la temperatura algo fresca y el
sol brillando sin ni una sola nube. El campo tiene un color
verde muy uniforme, denso, pero solo donde crece el trigo.
En las parcelas sin plantar y en los bosques aún sin hojas,
198
siguen los tonos apagados, que hoy lucen más cenicientos que
nunca y no son rival para esas otras partes más brillantes
del paisaje. La historia de los paisajes a lo largo del año es
una historia de reivindicaciones en las que cada pieza logra
su victoria sobre las demás durante una temporada: hoy
son estos cultivos, mañana serán los bosques con sus hojas
tiernas o sus flores, es una alternancia sana, como ha de ser
en toda disputa para que ningún bando se haga con más
poder del necesario.
Como el tiempo invitaba a salir y estaba ya satisfecho con
mi trabajo del día, hice un paseo muy breve en lugar de ir
directo a la parada. Según volvía, me crucé con el coche de la
peluquera, que también recoge a su hijo a esa hora, y aunque
le hice un saludo tímido no me dio saludo alguno. Tampoco
esperaba mucha efusividad por su parte, todo sea dicho. Es
una chica algo más mayor que yo, muy seca y arisca, que
no se junta con nadie de aquí, y de la que todo el mundo,
cuando su nombre sale en alguna conversación, se pregunta
por qué ha elegido este lugar para venirse a vivir si es tan
poco amiga de todo trato social, siendo los pueblos como
este sitios donde resulta inevitable tener contacto con los
vecinos. La chica vive con su novio, al que solo hemos visto
una vez y que es simpático y dicharachero, lo cual no hace
sino despertar nuevas cuestiones sobre ella y su presencia
aquí. Llevan en el pueblo desde antes de que llegáramos
nosotros y no parecen con intención de mudarse, aunque a
estas alturas ya es improbable que logren integrarse mejor.
Sabiendo que ella estaba en la parada del autobús, y
como Christine no había llegado todavía, me apetecía poco
esperarla yo también allí, porque la situación iba a ser
de lo más incómodo. Quizás no para ella, que debe estar
acostumbrada a lucir su actitud tan agria en contextos
varios, pero sí para mí, que no me encuentro cómodo en
estos bretes, más aún si el otro protagonista es alguien que
vive en mi mismo pueblo. Buscando un lugar donde poder
esperar sin contratiempos, se me ocurrió sentarme en la zona
de picnic que hay a la salida del pueblo. Un año y medio
ya que vivimos aquí y creo que esta era la primera vez que
me acercaba hasta allí, a pesar de que cada día paso a unos
199
metros escasos de esas dos mesas sueltas y de sus bancos
en los que nunca he visto a nadie sentado, probablemente
porque nadie viene a sentarse en ellos.
Era un lugar anodino pero, por eso mismo, con algo de
encanto. ¿Con qué fin se ponen un par de mesas en un pueblo
de veinte vecinos con apenas tránsito? ¿Quién habrá venido
a sentarse aquí antes y en qué circunstancia? Sentado en
uno de los bancos, miraba hacia el campo que hay enfrente,
escuchaba el ir y venir de pajarillos sobre las ramas, cosas de
poca importancia pero que tenían su interés, porque cuando
uno se para en un lugar por primera vez, incluso si es tan
cercano y poco exótico como este, es como si le hubieran
puesto un mirador desde el que estudiar la realidad más
sobresaliente.
Christine llegó pronto, apenas tuve unos minutos de
reposo, pero me prometí a mí mismo volver a sentarme allí
sin prisa uno de estos días, como una forma diferente de ver
el pueblo. Quizás baje con la guitarra y algo de comer algún
día de esta semana que viene, aprovechando que se espera
buen tiempo.
La reunión con los amigos de Emilie fue tranquila, muy
familiar. Se notaba que teníamos nuestros bebés y les dedicábamos gran parte de la atención, y también que, según
me dijo Emilie, su compañero de trabajo y su novia estaban
pensando en tener uno. Es decir, que directa o indirectamente todos allí estábamos orquestando nuestras vidas alrededor
de nuestros hijos o nuestros proyectos al respecto, y eso sin
duda se hacía notar. Pedimos unas pizzas y no nos quedamos
hasta muy tarde.
En el camino de vuelta íbamos los dos medio dormidos,
pero este paisaje nocturno tiene la virtud de mantenerme
despierto, porque cada vez es distinto y nunca deja de ser
intrigante. Es lo que tienen los vacíos y los espacios sin
esquinas, las noches profundas, las inmensidades, que son
más imaginación que verdad y es uno mismo quien las define.
La noche trae a estos rincones del mundo una amplitud
inabarcable, ya sea que uno quiera sentir ese vértigo de las
soledades o la calma de una distancia y una individualidad
anheladas.
200
A la entrada del pueblo, el banco seguía tan solitario
como siempre y me dio algo de pena verlo. Prometí una
vez más volver y me lo dije para mí mismo en esa voz alta
con que uno puede hablarse en los adentros para reafirmar
sus ideas. Por entre los setos, se escuchó una lechuza ulular
cuando nos bajamos del coche.
***
Ninguna idea tan prostituida como esa del carpe diem.
La enuncian sin vergüenza los bohemios, los vividores de
todo tipo y, sobre todo, aquellos que gustan de disfrutar sus
días al límite, en busca de emociones fuertes y actividades
estimulantes, y con manifiesto rechazo por las cosas cotidianas. Si alguno de esos me viera hoy, en este día de sol en
que la vida parece invitarnos a sacarle todo el jugo, sentado
aquí en mi ordenador mientras escribo esto, es probable que,
esgrimiendo ese cansino carpe diem, me dijera que estoy
perdiendo una gran oportunidad y que debería ocuparme en
algo más intenso, salir ahí fuera y no en quedarme en casa
tecleando. Lo sé porque tengo algunos conocidos de esta
clase, que si gustan de proclamar de esta forma su amor por
cierto tipo de pasatiempos no es sino por alardear de ello, y
con los que ya he tenido en alguna ocasión alguna pequeña
disputa al respecto.
Mal entiende esta máxima quien piensa que esto del carpe diem consiste en tentar la suerte de continuo o en tratar
de llenar todo el tiempo del que se dispone con asuntos excitantes y exóticos, en rehuir las ocupaciones más prosaicas,
no vaya a ser que la vida tenga a bien terminarse antes de
lo previsto y uno se quede sin haber saboreado esas mieles
tan dulces. Quizás lo que se entiende mal no es la frase en sí,
esa idea de aprovechar el hoy sin pensar en el mañana, sino
la vida misma, porque se piensa que para exprimir el ahora
se ha de recurrir a todas esas andanzas, y que son esas las
cosas que se han de disfrutar mientras se pueda, sin esperar
a que mañana podamos darnos a ellas de igual modo. Lo
cierto es que, para aprovechar el ahora, la receta es mucho
más sencilla: basta con hacer lo que ahora nos apetezca y
201
dejar de lado todas las otras opciones, sin pensar en lo que
esta decisión pueda suponer, y sin establecer más juicio que
lo que nos pidan los deseos en cada momento.
De otro modo, quienes pregonan esa forma tan intensa
de aprovechar el hoy en realidad hacen todo lo contrario
a lo que debieran, más preocupados por las oportunidades
que pueden pasar que por el placer del instante. Reivindico
desde aquí este hedonismo sin estridencias, la predilección
por las cosas reposadas y banales que no han de dejar huella.
Reivindico que no hacer nada, o sentarse a escribir aunque
el día se ofrezca para tareas más gloriosas, sean opciones
validas como cualquier otra para exprimirle todo el jugo a
la vida.
Esto escribo aquí ahora. Sencillamente, porque es lo que
más me apetece hacer.
***
Estos días tan luminosos, de luz de final del invierno que
ha decidido dejar de lado su vergüenza y venir a alumbrar
con todo su ímpetu, son ideales para muchas cosas: mirar
los horizontes, tumbarse en el jardín a recibir en la cara los
calores ya casi olvidados, reparar en los tonos de las cosas
cotidianas sobre las que hacía mucho tiempo que no entraba
una claridad así. Y sin embargo, en ningún lugar tiene más
prestancia esta luz que sobre las páginas de un libro. Qué
placer el de leer iluminado por estos rayos tan decididos,
es un espectáculo en sí mismo la lectura, como si fuese un
escenario tan perfecto que bien podrían no salir los actores o
los músicos, y uno no los echaría en falta y daría por buena
la tarde sin más que sentarse a mirarlo.
Me siento junto a la ventana y allí están las huellas en
cada página, las sombras chinescas de mis dedos, tan nítidas,
un segundo negro sobre el blanco del papel, contando una
historia distinta a la del texto. Y al leer, se imaginan los
escenarios de la novela con una iluminación así, implacable,
que alegra incluso los pasajes melancólicos y nos lleva a
reflexiones frescas, casi como si todo aquello se hubiera
escrito en un día tan brillante como este.
202
Y es así que habitan el libro, de la mano, las fantasías
paralelas de la literatura y la luz.
***
Leía hace unos días que, al contrario de lo que se acostumbra a pensar, las personas ciegas no ven todo negro como
cuando un vidente cierra los ojos. Ver negro es ver algo, pero
ellos no ven nada. Se hace difícil imaginar esto cuando uno
siempre ha visto algo, sea negro o no, y darse cuenta de
que la ceguera es algo muy distinto a la oscuridad, que es
lo que equivocadamente asociamos a aquella. Es siempre
complicado imaginarse lo que significan los vacíos que uno
no ha conocido.
Esta reflexión nos lleva, a poco que uno quiera filosofar sobre la vida, a pensar en cómo será aquello de estar
muerto. Debe ser algo similar, algo que no tiene nada que
ver con ninguna de las sensaciones que forman la vida, sino
a una nada absoluta de la que nunca se guardara certeza.
Exactamente, como sucedía antes de que naciéramos. Es un
pensamiento que procura tranquilidad, porque trae la idea
de una muerte vacía y estéril, lo cual no deja de reconfortar.
Hace buen tiempo y hemos comido en el jardín. Soplaba
un poco de viento y se oían por un lado los trinos de los
pájaros y por otro la actividad del pueblo: la radio de la
vecina, la campanada solitaria y rotunda de la iglesia al dar la
una, las voces de los ingleses que parecían estar disfrutando
una comida animada con amigos. «Qué silencio», hemos
dicho los dos mientras comíamos sin decir nada, y yo he
pensado que en realidad este silencio no es una nada ni
una ausencia, como no lo es lo que percibimos con los ojos
cerrados, donde queda aún una última brizna de estímulo
que viene a demostrarnos que todavía somos capaces de
ver. Quizás Emilie ha pensado esto mismo y por eso ha
apostillado que no es el silencio completo lo que le gusta,
sino este lienzo mínimo de sonidos, los justos y necesarios
para tener esta sensación de calma sin saberse abandonado.
Es más, dijo que distinguir los sonidos de las casas, así suaves
y tan discretos, le hacía sentirse más parte del pueblo, menos
203
sola, era un sonido que traía un cierto sentir de comunidad.
A mí esto me resultó muy poético, y no pude por menos que
darle la razón.
Como si quisiera arruinarnos este momento, el inglés que
vive fuera del pueblo, al otro lado de la carretera, arrancó
una de sus muchas máquinas y se puso a hacer ruido. Son
una pareja peculiar, muy simpáticos y cordiales, pero él
tiene una verdadera obsesión con las cosas a motor. Cuando
no está con la cortacesped, anda moviéndose con su quad
de un lado a otro, o bien está usando la motosierra o algún
otro cacharro de similar sonoridad. Que vuelva a su rutina
diaria de quemar gasolina es una señal inequívoca de que la
primavera está llegando, así que en lugar de indignarnos, lo
tomamos por el lado positivo y nos alegramos de que estos
símbolos del buen tiempo, aunque irritantes, estén ya de
vuelta.
***
Es un hecho que la soledad no depende únicamente de
lo solos que estemos ahora, sino de lo solos que estuvimos
en otro tiempo o de cuanto esperamos estarlo en el futuro.
Porque la soledad no es un hecho puntual, sino más bien un
sombra global y de límites difusos.
Emilie no ha venido hoy a dormir. Mañana tiene una
reunión en Condom y ha ido a pasar la noche en casa de sus
padres, para así ahorrarse el viaje al despertar y de paso
hacer una visita a la familia, que han pasado ya algunas
semanas desde la última vez que estuvimos por allí. Mi día
ha sido lento, lleno de un tedio espeso del que sin duda
puede culparse a esta soledad de hoy. Y también ha sido
un día solo, con la sensación no de ir a pasar una jornada
entera sin ella, sino un tiempo indefinido que pudieran ser
semanas o meses o, quién sabe, ser así ya por siempre y no
acabarse nunca. La soledad futura se alcanza hasta el ahora
de un modo que no lo hacen las presencias esperadas ni los
reencuentros, que apenas dejan inquietud ni emoción, pero
no logran borrar la falta hasta que por fin arriban.
Recogí a Inés de casa de Christine y salimos a dar un
paseo antes de que se hiciera de noche. Al fondo, los Pirineos
204
iban perdiendo detalle y color según se iba el sol, desde la
base hacía las cimas. Al principio, se distinguía la nieve solo
en las cumbres, con un resol amarillento, flotando encima
del horizonte como ilusiones; después no eran más que siluetas grises que se fueron haciendo oscuras, y para cuando
volvimos a casa habían empezado ya a desleerse en la noche.
Inés ha cenado pronto y la he llevado a dormir algo antes
de lo normal. La casa se ha quedado sola y no encuentro
mucho que hacer aparte de escribir esto. El tiempo, que
acostumbra a ser escaso para hacer todas esos entretenimientos míos a los que me gustaría dedicar más atención,
hoy es inmenso, y las holguras ya se sabe que no estimulan
la acción y mucho menos la creatividad.
Duermo a pierna suelta, ocupando toda la cama, y a
pesar de la soledad tengo unos sueños de lo más plácido,
todos ellos simples, dulces, insignificantes.
***
Contarle cosas a un diario no es tan sencillo como aparenta. En particular, contarle penas y rabias, fracasos, indignaciones y todos esos asuntos de los que uno no se siente
especialmente orgulloso, resulta complejo y suelen faltar las
energías. Con ciertos temas, sucede además que se siente el
pudor mismo que al contárselo a alguien, y al final se acaba
decidiendo que no merece la pena poner por escrito estos
episodios, y que es mejor dejarlos guardados en los adentros
o en todo caso compartirlos con alguien cercano si la ocasión
se presenta.
A estos efectos, no es tan distinto un diario de un confesor
de carne y hueso. Al fin y al cabo, si nadie lee lo que
contamos, ¿qué desahogo nos procura ponerlo en papel? Y
si alguien lo hace, entonces nos habrá de provocar todavía
más vergüenza que contado en vivo cuando el asunto es aún
reciente, porque si algo tiene el tiempo es que hace que los
conflictos y las disputas aparenten ser mucho más ridículas
de lo que entonces parecían. Y todo conflicto es ya de por
sí ridículo en cierta forma, así que razón de más para no
dejarlo escrito.
205
Hoy Emilie y yo tuvimos una pequeña pelea. No fue
mucho, una riña doméstica, pero a estas cosas no estamos
ninguno de los dos acostumbrados, no ya porque sean muy
raras entre nosotros las desavenencias así de airadas, sino
porque a los dos se nos da mal esto de entrar en conflicto.
Para ser buen luchador no basta saber atacar y defenderse,
es necesario también saber asumir que uno está en lucha,
saber asimilar el hecho de tener enemigos y de que exista una
animosidad evidente contra nosotros. A Emilie y a mí esto
se nos da francamente mal, nos sentimos muy incómodos en
cualquier tipo de disputa.
El caso es que la pelea pasó rápido, discutimos un poco
y al cabo de un rato nos sentamos en el sofá, ella me puso
una mano en la pierna para señalar que era el momento de
hacer las paces, después nos abrazamos y en un instante se
fueron todas nuestras inquinas y volvimos a entendernos,
que eso se nos da mucho mejor que andar enfadados. Para
que dos personas se entiendan, lo importante es que tengan
similar tolerancia al enfado y el enfrentamiento, y que así
quieran reconducir las aguas a su cauce con igual prontitud.
Si una de ellas es capaz de soportar la situación más que la
otra, entonces la cosa es fácil que se complique más de lo
recomendable. Como digo, Emilie y yo no estamos hechos
para la lucha, nuestra tolerancia es en ambos casos muy
limitada.
De no haber concluido bien esta trifulca, es probable
que no hubiera escrito nada sobre ella. Me habría acostado
enfadado y hoy habría sido un día sin nada que traerse a
este diario. Vale para poco un diario cuando se trata de
desahogarse, si acaso para dejar constancia de los desahogos
y el día de mañana sonrojarse. Es decir, labor inútil se mire
por donde se mire. Sin embargo, como la cosa acabó bien,
el suceso merece sus líneas y es una historia más que añadir
aquí, de la que tal vez nunca se saque nada, o tal vez sí,
quién sabe.
Sirve de poco escribir los odios, sobre todo esos que
persisten tras las batallas inconclusas. Pero los rencores
superados, esos merece la pena inscribirlos con firmeza en
nuestra historia. Porque si dulce es el orgullo de llevar a
206
buen puerto las diferencias, más dulce es aún el tener un
documento que pruebe nuestra capacidad de reconciliarnos
con quienes nos importan.
***
Emilie ha cogido la regadera del jardín para regar una
planta del salón. La llena con un poco de agua y la trae
hasta aquí, y cuando va a echarla en el tiesto se da cuenta
de que hay una ranita en la boca de la regadera, oteando
el mundo como si nada ocurriera. Allí, como encarando el
viento sobre la proa de un barco, la ranita se deja arrastrar
surcando la habitación de un lado a otro, con cara feliz casi
como la de un dibujo animado, de camino a la calle donde
Emilie la acerca a unas plantas y ella salta y se va, a seguir
su vida después de haber visto mundo.
***
Le habíamos pedido a Jean Paul que viniera a trabajar
la tierra de la parcela para poder plantar el seto. Emilie
lleva tiempo con esta idea y pone mucha ilusión en ello, pero
necesitábamos que alguien nos hiciera esa labor. Como ya
nos habían advertido, la palabra de Jean Paul vale bien poco,
y cuando dice que pasará en un par de días, lo más probable
es que no aparezca hasta dentro de un par de meses, si es que
acaso aparece. La semana pasada, nos le cruzamos mientras
paseábamos y nos aseguró que esta semana vendría sin falta,
que había mirado la previsión del tiempo y anunciaban sol
para todos los días. Como llevábamos tiempo esperando
que viniera y no habíamos tenido noticias de él, no nos lo
creímos del todo, pero Emilie en el fondo esperaba que esta
semana el terreno estuviera al fin preparado.
Para darle algo más de suspense, Dorothé llamó ayer,
miércoles, para decirnos que a ella también le vendría bien
que Jean Paul pasara por su casa a roturarle la zona donde
tiene las patatas, y que le llamaría para ver si haciendo
presión se decidía de una vez a venir. No parece que sea
la clase de persona a quien la presión de los otros le haga
ningún efecto, porque se diría que todo le da igual y quedar
207
bien con unos o con otros le es indiferente, pero por probar
no se perdía nada. Al final, la llamada tuvo efecto y Jean
Paul se presentó esta mañana en casa de Dorothé. . . pero no
en la nuestra. A ella le sorprendió tanto como a nosotros, y
dimos por hecho que se había olvidado de su compromiso
con nuestro jardín, y que a estas alturas ya era difícil que
viniera algún día de esta semana. Pero a mitad de la tarde,
cuando menos me lo esperaba, ha llegado un tractor y, sin
decir palabra, se ha puesto a trabajar la tierra.
He salido a ver y ha resultado que no era Jean Paul
quien conducía, sino Reinout. Al verme, se ha bajado del
tractor, me ha dado la mano, y cuando le he preguntado
por qué venía él, se ha limitado a decir:
—Me lo ha pedido Jean Paul.
Después se ha subido en su tractor y ha seguido trabajando.
Hablar con este hombre me parece de lo más difícil e
incómodo, no tiene ni la menor capacidad de comunicación.
Era buena noticia que alguien viniera a trabajar la tierra,
pero me ha dado muy poca alegría verle, la verdad. Bien
es cierto que Jean Paul no es alguien de quien te puedas
fiar, tampoco alguien por quien una persona como yo pueda
desarrollar ningún tipo de amistad o siquiera de camaradería,
pero hay que reconocer que el hombre es de trato agradable,
campechano casi en exceso. Reinout, por el contrario, le quita
a uno cualquier deseo de confraternizar; causa esa sensación
incómoda de tratar con alguien que no te parece una mala
persona, pero con quien no quieres tener relación alguna.
Reconozco que soy vago para estas relaciones superficiales,
pero en este caso hice un gran esfuerzo.
Cuando había hecho un par de pasadas, se volvió a bajar
para comentarlo conmigo, por ver si todo estaba como debía
ser, y creo que también por curiosear un poco.
—Luego tendréis que pasar alguna máquina para trabajar la parte superficial.
—Creo que Emilie había pensado en plantar directamente. La textura de la tierra es buena y ella quería solo
trabajarla un poco en profundidad.
La conversación era de lo más anquilosada. Si dialogar
208
con este hombre ya es asunto poco fluido, hacerlo sobre estos
temas que a mí ni me interesan ni tengo saber alguno en ellos
es garantía de que será una charla poco menos que ridícula.
De nuevo, intenté hacerlo lo mejor que pude. Le ayudé a
mover un par de piedras grandes que habían quedado al
descubierto y después él terminó su trabajo, volvió a bajarse
del tractor para darme la mano, y se fue sin hacer más
esfuerzo por entablar conversación.
Allí estaba nuestra parcela con una franja de tierra removida, sin que pareciera muy distinta de lo que era hace
unas horas, si acaso como más desordenada, como rota y con
necesidad de un descanso para que sanaran aquellas heridas.
Me quedé mirándola y supuse que al menos a Emilie le haría
feliz ver que ya estaba el trabajo hecho y podía empezar a
plantar. Volví a casa y seguí trabajando, casi como si nada
hubiera sucedido.
Luego pensé que quizás debiera haber sido algo más
amable, haber intentado sacar algo más de conversación,
aunque solo fuera yo quien hablase. Seguro que, igual que yo
le cuento a Emilie lo raro que ha sido hablar con él, Reinout
le estará contando al resto que tampoco he sido el más
acogedor y que todo esto del campo y la tierra me resulta
indiferente. E igual que supongo que a él estas habladurías
le traerán sin cuidado, a mí tampoco me importará mucho lo
que se diga o deje de decir sobre mí. Al final, todos contentos,
no está tan mal la cosa.
En realidad, soy malo para las medias tintas. Mis amigos
suelen tenerme por alguien muy atento, alguien que gusta
de dar más de lo que recibe, pero solo soy de ese modo con
quienes verdaderamente lo merecen. Fuera de ese estamento
superior de amistad, nunca he sido buena compañía, me
falta voluntad para entregarme. ¿De qué sirve el esfuerzo
gastado en los contactos fútiles, si luego uno lo resta de
aquellos que valen la pena?
Emilie volvió pronto hoy, era aún de día, Le sorprendió
la cantidad de piedras que habían salido a la luz, y sobre
todo su tamaño. Estuvo paseando por la parcela, mirando
la labor como si no fuera lo que esperaba pero aún así fuese
suficiente. Entró en casa y parecía contenta.
209
***
Con las amistades se puede sentir en los inicios la misma
inquietud y emoción que uno siente con una pareja. A veces,
por lo que esas amistades pudieran representar en el mañana,
los encuentros tiene la inseguridad de las primeras citas, con
sus dudas y sus esperanzas, con sus sueños aún inciertos
que no han hecho más que asomarse y no dejan todavía de
ser sino eso, sueños que siguen sirviendo para muy poco.
Me sucedió algo así ayer, cuando fuimos a Jegun para la
sesión de música celta. Llevaba esperando el día desde que
hace un mes me invitaran a unirme, y me pasé todo el día
con ese hormigueo incómodo que dejan las incertidumbres
cuando se mezclan con las esperanzas. Tenía también los
mismos nervios de un concierto, pero sabía que no era por
eso, porque la música al final era lo de menos y no habría
ningún problema; eran nervios por la reunión en sí, por esa
especie de primera cita desde que les conocí hace un mes y
me dejaron entran a formar parte de su comunidad musical.
Hay a quien la gente seca y cerrada les infunde más
respeto y les causa inseguridad. Pero a mí es la gente tan
abierta, tan hospitalaria y amistosa, la que me provoca
estos miedos, porque le dejan a uno el camino libre y la
responsabilidad que esto conlleva es grande, todo parece
quedar en manos de uno mismo para sacar adelante ese
vínculo al que ha sido invitado. Había disfrutado tanto con
ellos la última vez, que a lo largo de este mes se habían ido
depositando en mí muchas ilusiones, y todas ellas venían a
materializarse, o tal vez no, ayer noche. Suena algo ridículo,
pero tampoco va uno a excusarse por emocionarse con cosas
simples y agradables como una amistad que inicia su marcha.
Al final, se me fueron los nervios poco después de llegar,
porque el ambiente era relajado y porque, como era de
esperar, la cosa salió rodada. Qué grupo más entrañable
este, son todos encantadores y nos hicieron pasar una velada
perfecta, con sus historias, su tertulia y, por supuesto, su
música. Aunque la música en realidad es lo de menos, es
más un medio que un fin, y no creo equivocarme si digo que
para todos ellos es también así.
210
Cenamos en un restaurante enfrente del bar, demasiado
elegante y chic, o al menos más de lo que Emilie y yo lo
esperábamos. Si el grupo no desentonaba en ese ambiente
era porque es allí donde vienen haciendo todas estas cenas
de confraternización y son ya conocidos, pero la mujer que
atendía tenía un aire prepotente y no era difícil ver que
tras aquellas ínfulas suyas ella deseaba una clientela más
distinguida para su negocio. No es que fuera un grupo con
malos modales, más bien al contrario, todos bien educados,
pero la gente natural y espontánea hace mala combinación
con esos protocolos artificiosos y engalanados que imperan
en lugares así, no encaja en el refinamiento tan impostado de
estos sitios. La mujer, que no tenía ni siquiera la amabilidad
mínima para hacer sentir algo de cordialidad a la clientela,
hacía un contraste abismal con todo el resto del grupo,
aunque esto parecía no incomodar a nadie, tal vez por la
costumbre o tal vez porque la gente así sencilla sabe no dar
importancia a esta clase de cosas.
Estaban todos los de la última vez y algunos nuevos.
Enfrente de nosotros se sentó una pareja bastante mayor,
menudos y dicharacheros. Ella hablaba sin parar de cosas
tan dispares como sus inicios tardíos en esto de la música
o el tiempo que habían pasado en España en los años de
la dictadura, con ritmo tal que casi no daba tiempo a interpretar las nostalgias con que contaba estas cosas, poco
evidentes pero escondidas allí tras las palabras y las historias, como sucede siempre que se araña en el recuerdo. Nos
habló sobre sus encuentros de juventud con un grupo de
anarquistas españoles, con el divertimento propio de a quien
le resultan interesantes las revoluciones y los movimientos
sociales cuando son lejanos y románticos, es decir, cuando
uno no tiene que sufrir las injusticias frente a las que esas
revoluciones se levantan. No había aún confianza suficiente
para entrar a discutir esto, así que me limité a escuchar su
relato, que la verdad es que era entretenido. Comenté que los
españoles de la generación de mis padres venían a Francia a
ver las películas que eran censuradas en España por ser ligeramente subidas de tono, y que hacían poco más que cruzar
la frontera, llegar hasta un cine cercano convenientemente
211
situado para responder a esta demanda, y después daban
media vuelta y volvían a casa. Ninguno de los dos parecía
estar al corriente de esto, y les hizo gracia.
Para cuando terminamos la cena y nos fuimos al bar a
tocar, aquello estaba ya completamente lleno, mucho más
que de costumbre. La gente había venido a celebrar el día de
San Patricio, que no caía exactamente en esa fecha sino una
semana más tarde, pero que Michael había decidido mover
por alguna razón. En cualquier caso, como esta no es una
fiesta que tenga mucho arraigo ni significado por estos lares,
la gente acudió igual a pesar del cambio de fecha, porque
lo que al fin de cuentas quieren es una excusa para pasarlo
bien y da igual si el calendario se sigue con rigor o no.
Había bastante ruido y a la gente le importaba poco la
música, pero nos pusimos a tocar de todos modos como si
fuera un día más tranquilo. Yo saqué con orgullo las piezas
que llevaba aprendidas, aunque se me oía más bien poco
entre el bullicio de la gente y los sonidos de los violines y la
gaita, que son instrumentos de más presencia. Aun en ese
segundo plano obligado, la experiencia de colaborar en el
sonido de esta pequeña orquesta tan bien engrasada tuvo el
mismo sabor dulce de la última vez.
Emilie andaba con Inés de un lado para otro, mitad
escuchando la música, mitad ocupándose de mantenerla
entretenida, y cuando hacía esto último acababa siempre
llamando la atención de alguien que venía a comentarle
lo buen bebé que parecía o lo guapa que estaban las dos,
amén de algún que otro bohemio existencialista con una
o dos cervezas de más que se acercaba a disertar sobre la
paternidad y el futuro. Sé que a ratos le hubiera gustado
poder darse un descanso, y que hacía todo eso por mí, para
que yo pudiera disfrutar tocando, y me fui a agradecérselo
siempre que hacíamos una pequeña pausa entre canciones.
Nos fuimos cuando el bar seguía aún lleno y todos los
músicos continuaban en faena, serían algo más de las once.
Parece que esperaban que me quedara hasta el final, y
me pidieron que antes de irme les tocara alguna pieza de
flamenco.
—Mi mujer ha venido para escuchar algo de flamenco
212
—me dijo Patrick, el violinista irlandés con el me quedé
hablando hasta tarde la última vez.
No sé si exageraba, pero en todo caso no me costaba
nada quedarme cinco minutos más y tocar algo. Emilie puso
cara de resignación, pero le pareció bien.
De algún modo, conseguí que la gente, que apenas se
callaba cuando el grupo tocaba, bajara el tono mientras yo
interpretaba mi canción. No todos, pero la mayoría hablaban
ahora sin levantar la voz o incluso se quedaban en silencio
y escuchaban. A esto de convertirse de pronto en el centro
de atención nunca me acostumbro, ni siquiera escudado
tras un instrumento y aunque sea para evidente satisfacción
del resto, pero siendo de este modo, imponiendo de forma
pacífica la música en medio del griterío, esta fugaz actuación
tuvo un regusto agradable.
Hay instrumentos que suenan por encima del resto, que
saben sobreponerse a los ruidos y hacerse oír, y para los que
no son de esta clase siempre está la opción de amplificar o
poner un micrófono delante si uno quiere que le escuchen.
Esto tiene sentido en escenarios grandes, pero creo que
cuando la música es así, íntima y familiar, el instrumento
debe sonar a su volumen natural, y si este es flojo, como
le pasa a la guitarra, no quedará mas remedio que verse
ensordecido por los otros instrumentos y las voces. En mi
opinión, la única forma en la que un instrumento ha de
reivindicar su sonido en un contexto así no es subiendo por
encima del resto, sino haciendo que los demás callen. No
siempre resulta, pero cuando lo hace, se siente uno en una
comunión verídica con su música, la siente de veras y la
comprende. Qué placer el del músico cuando consigue que
le escuchen así, conquistando el silencio con el solo arma de
sus melodías. Gritar es fácil, pero hacerse oír sin levantar la
voz, eso ya es otro cantar.
Me despedí rápido y prometí volver dentro de un mes a
la siguiente reunión. Lo cierto es que volvería mañana mismo
si estas reuniones fueran más frecuentes, porque la noche
me supo a poco, y me hubiera sido escasa también incluso
si la hubiera apurado hasta su fin. Uno quiere siempre un
poco más de las cosas que le apasionan, sobre todo en los
213
inicios, cuando además de la pasión entra la prisa y hay
como una necesidad de aplicarse todo lo posible en esa nueva
querencia. Me queda el recurso de trabajar nuevas canciones,
de pensar en el próximo segundo viernes del mes, que será
más tranquilo y al que supongo que vendré ya solo. En el
fondo, un poco de deseo siempre viene bien para instigar
este tipo de aficiones; no hay razón hoy para quejarse de
nada, me digo.
***
Anoche llegamos tarde y tardamos además un poco más
de lo normal en irnos a la cama. Emilie no ha dormido
demasiado bien esta semana, así que yo dormí arriba en la
habitación con Inés, para que ella pudiera descansar mejor.
Entre el cansancio y las buenas sensaciones que traía, dormí
un sueño plácido, muy profundo, pero a las siete de la
mañana la gata comenzó con su insoportable cantinela para
que le diéramos comida y no solo me despertó a mí, sino
que consiguió despertar a Inés.
Al principio se movía un poco de un lado a otro de la
cuna y sollozaba a envites cortos, casi como con vergüenza.
Después se incorporó y se quedó mirando sin saber muy
bien a qué, y al final acabó por ponerse de pie agarrada al
borde e intentando mirar por encima. A mí me daba pereza
salir de la cama tan pronto, así que, aunque ya sin dormir,
seguía tumbado, moviéndome poco para que, en la débil
luminosidad de la habitación, ella no se diera cuenta de
que yo estaba allí y entonces reclamara mi atención. Y sin
que ella me viera, yo la miraba hacer todas sus cosas, esos
entretenimientos suyos de bebé recién levantado y a solas
en una habitación, que pueden ser a veces un espectáculo
de lo más fascinante.
Era como uno de esos fotógrafos de naturaleza que se
agazapan en su escondite del que asoma apenas la lente del
objetivo, y se apostan frente al nido de una rapaz a observar
indiscretamente su cotidiano, tan cerca que pueden fotografiar hasta el más mínimo detalle, pero sin ser descubiertos, y
que hacen su vida paralela a la vida del ave, que nada sabe
de ellos.
214
Estuvimos así casi una hora, con alguna pequeña cabezada entre medias. Entonces me moví un poco y ella giró la
cabeza hacia mí y nos cruzamos las miradas, y al instante
se puso a reír. La saqué de la cuna y la metí en la cama
conmigo, y estuvimos jugando, ella sin parar de reírse, muy
relajada.
Le acabo de dar el biberón y ahora esperamos a que
Emilie se levante. Se la vez muy feliz, casi tanto como yo.
***
Me escriben del congreso de Girona en el que dentro de un
par de semanas estaré dando una charla. Había mandado una
comunicación sencilla, sin aspiraciones, para poder contar
sin presión todas esas ideas que en su momento intenté
escribir en aquel librillo mío sobre cartografía que se quedó
a medio hacer. Me piden que en lugar de hacerla en una
sesión normal la haga como sesión plenaria en la apertura
del congreso.
Me hace ilusión que piensen en mí para esto, sobre todo
sabiendo que apenas queda tiempo, lo que quiere decir que
confían en mi solvencia como conferenciante más incluso de
lo que yo mismo lo hago. Es un pequeño honor, no cabe
duda. Por otra parte, el cambio de escenario me quita ese
ambiente más íntimo y sin presión, y ya no podré enfocar
la presentación del mismo modo. He aceptado la propuesta,
pero a ratos me apetecería poder hablar para unos pocos,
con menos ataduras, algo así como cuando toco ahora la
guitarra en estas reuniones de música celta. Claro que, en
otros, se me sube a la cabeza lo de ser una vez más un
ponente de alto rango, y embriagado de estas mieles del
éxito me imagino con gusto sobre el escenario frente a tanta
gente. Es la disyuntiva clásica entre lo humilde y lo grandioso,
entre lo cercano y lo impersonal, cada uno con sus luces y
sus sombras.
Me llega otro mensaje. Como ahora soy responsable de
una ponencia plenaria, la organización del congreso corre
con los gastos del hotel y me invitan a la cena de ponentes,
a celebrar la noche antes. Esto casi me da más satisfacción
215
que el hecho de dar la charla. Qué ridículo y vacío se siente
uno al ver que a veces son las recompensas más superfluas
las que le hacen ratificar sus decisiones.
***
Recuerdo muy poco de los libros que he leído. La mayoría
de las veces no pasa del mero título y el hecho mismo de
haberlo leído, y solo en raras ocasiones recuerdo la trama
de la historia, el nombre de algún personaje, las ideas que
contenía o el estilo en que estaba contado. Y nunca he sido capaz de memorizar ninguna frase, a pesar de que he
encontrado un buen número de ellas que podrían considerarse memorables, y que, puesto que no tengo la costumbre
de anotarlas, quedaron perdidas irremediablemente apenas
unas páginas más tarde. Si participara en tertulias literarias,
es difícil pensar en alguien con tan poco que aportar como
yo. Pudiera ser que incluso se pusiera en duda que en efecto
leí todos esos libros.
Lo que sí recuerdo, sin embargo, con todo lujo de detalles
son las emociones que cada uno de los libros que he leído
logró despertarme. Desde los que cambiaron mi forma de
pensar hasta los que pasaron sin pena ni gloria o ni siquiera
pude acabar de lo insulsos que resultaban, todas las pasiones
o vacíos que dejaron se han guardado de forma milimétrica como los recuerdos de experiencias fundamentales, y si
bien no sabría citar ni un miserable pasaje, podría volver
a reconstruir toda mi sentimentalidad lectora con precisión
exquisita.
Sucede en realidad que esta memoria mía tan poco apta
para el detalle literario sufre una falta igual en otros contextos. Recuerdo poco las cosas o las personas que han jugado
un papel importante en mi vida, pero de los sentires que
causaron no dejé sin archivar ni un ápice.
Ahora pienso en viejos amigos o en amores ya archivados
de otro tiempo. Podría describir los momentos y las emociones tal y como fueron entonces, pero de ellos cada vez voy
guardando menos, de algunos incluso no sabría reconocerlos
hoy ya, decir cómo eran sus voces o qué acostumbraban a
216
hacer o comentar, ni siquiera contar alguna historia común.
Lo único que queda nítido, y además cada vez con más
significado, son todas aquellas sacudidas que dejaron en los
adentros, y podría contar exactas las veces que me hicieron
reír, las que me hicieron llorar, los sueños que alumbraron o
devastaron en ese entonces.
Se va perdiendo la memoria, es un hecho sobre todo para
quien nunca fue hábil en retener las formas, los envoltorios
en que la vida trajo sus instantes más sólidos. Pero los
sentimientos, que tal vez no residan en el mismo lugar que
las ideas y los recuerdos de otro tipo, allá donde quiera que
se guarden parece que están por ahora a buen recaudo.
***
Tenía esta tarde el paisaje capas y capas de distancia,
como láminas superpuestas, cada una más lejana que la
anterior y de un gris mas leve. Cada fila de colinas llegaba
con su luz distinta, hasta llegar a la última, casi transparente.
Qué lejos queda el fin de los relieves cuando se mira
en estas horas últimas. Tiene que llegar un día así, de luz
caprichosa, para que nos demos cuenta de lo distante y
fugaz que es el horizonte, de lo poco que somos incluso en
los confines más inmediatos.
***
Emilie se ha tomado el día libre hoy. Es un día ya de
primavera, soleado, alegre, aunque aún hace frío y hay que
abrigarse un poco si se está a la sombra. He llevado a Inés
con Christine y he trabajado como de costumbre, y Emilie
ha pasado toda la mañana fuera en el jardín, plantando el
seto. Es trabajo agotador, pero a ella le hace tanta ilusión
como a mí cualquiera de mis aficiones: mi música, mis paseos,
este mismo diario. No quiere que le ayude, prefiere ser ella
la que se encargue de esto, pero sí que le gusta compartir
después las impresiones y enseñarme lo que ha hecho. Se
ve que está orgullosa, no ya de su trabajo, sino de cómo va
tomando forma esa parcela donde antes no había más que
hierba seca, y que también forma parte de nuestro proyecto
217
aquí. Como si plantando un seto uno hiciera mejor no solo
un pequeño trozo del paisaje, sino toda su vida, su futuro,
su familia, sus ambiciones humildes para con este territorio
y este tiempo.
Bernard trajo hace unos días un par de pacas de paja,
para echarla junto a las plantas y evitar que crezcan las
malas hierbas. Emilie había calculado que harían falta dos,
pero ahora, con casi la mitad del seto plantado, ni siquiera
se ha gastado la cuarta parte de una de ellas. Preveo que se
quedarán allí aún mucho tiempo, pudriéndose poco a poco,
una de ellas intacta y la otra a medio consumir. No está
mal, la verdad es que dan un aire bucólico cuando uno sale
de casa.
Hemos comido en el jardín. El silencio de esa hora es
siempre aquí más rotundo, parece que fuera en ese momento
cuando tiene más sentido, algo después del mediodía, entre
los pocos ruidos que salen de alguna casa y esa sensación
de vacío que flota por el paisaje. Ha pasado un solo coche
mientras comíamos, uno allá lejos por la carretera que además ha tocado el claxon. ¿Para qué iba alguien a tocar el
claxon en una carretera desierta?, he pensado, pero no se me
ha ocurrido ninguna respuesta convincente. «Habría algún
animal», ha dicho Emilie, que siempre anda preocupada por
las bestiecillas que cruzan.
Me he tumbado un minuto en el banco después de comer.
No era demasiado cómodo, pero la vista era perfecta: un
cielo profundo y de un color uniforme, sin ningún relieve,
y delante de él las ramas del tilo aún sin hojas. Si tuviera
algo de talento para la fotografía, habría hecho una de esta
vista, y habría quedado algo soberbio, sin duda; una de
esas instantáneas artísticas, sin nada obvio en ellas, sin
una historia evidente, solo el cielo y esas ramas, puro gozo
estético, algo así como una prosa perfecta hecha imagen.
Por la tarde fuimos a pagar a Dorinne y Reinout por
la labor del tractor. Nos cobró 50 euros, a los que se han
de sumar 11 más de un bote de yogur, unas salchichas y
un queso que les compramos. Por suerte, era Dorinne la
que estaba en la casa, y ella es mucho más amistosa que él,
aunque a veces demasiado insistente cuando quiere venderte
218
algo. Nos enseñó la granja, las partes que no conocíamos,
sobre todo la zona de los cerdos, donde tenía unos cerditos
negros como el carbón que parecían pequeños peluches.
Llevo mal esta amabilidad interesada, no acabo de sentirme cómodo en estos casos en los que se mezcla la verdadera
hospitalidad con un interés que asoma más de lo aceptable. No disfruto las cosas como debiera si no sé que me las
están entregando sin condición alguna. En cualquier caso,
los cerditos eran entrañables. Intenté que Inés los mirará,
pero no parecía interesada; es aún demasiado pequeña para
fijarse en cosas así, a cada edad somos sensibles a una clase
distinta de ternura y belleza.
Mientras comprábamos el queso, Inés se puso algo nerviosa, así que la saqué fuera a pasear y dimos un par de
vueltas por la granja. La vista desde allí la verdad es que
es fantástica, se domina el mismo terreno que desde aquí
pero con más amplitud, y los Pirineos con la luz de esa
hora de la tarde y el día tan claro parecían enormes, de
cimas casi inalcanzables. Levanté a Inés por encima de mi
cabeza para hacerla volar un poco como le gusta a todos
los niños, y entonces me encontré con otra imagen como la
de la hora de la comida: el cielo seguía con el mismo azul
sin manchas, y en primer plano estaba la cara sonriente de
Inés a la luz del atardecer. Era otra instantánea perfecta,
y al igual que la de entonces, fugaz y esquiva. Habrá de
quedar tan solo en la memoria, que además tiene la virtud
de saber revelar bien estas imágenes y hacerlas aún más
interesantes cuando se recuperan. Ahora, al recordarla, me
parece todavía más hermosa, como también lo es la del tilo,
y como lo son los recuerdos de todas las cosas bellas que
algún día he contemplado.
El día atardeció de una forma un tanto extraña. El cielo,
como digo, tenía en lo alto un color azul profundo y no
había ni una mancha de blanco, pero sobre el horizonte se
habían posado unas nubes densas, espesas, que formaban
un zócalo casi opaco, como derramadas sobre las cumbreras
de las últimas colinas. Cuando el sol llegó hasta las nubes,
comenzó a sumergirse tras ellas y el atardecer fue allí, sobre
219
esas nubes en lugar de sobre el horizonte, y la luz última de
la tarde tuvo unos tintes extraños.
Solo por el placer de sentarnos frente al fuego, encendimos la chimenea y volvimos a mirar allí en las llamas
otro atardecer, otro sucedáneo falso del ocaso con su colores
encarnados y sus melancolías.
***
A veces, buscando un mensaje, caigo en algún viejo
correo electrónico que aparece en la búsqueda y lo leo por
curiosidad. Recuperar esas líneas, sobre todo si la misiva
tiene ya un cierto tiempo, se hace, como es lógico, con
cierta nostalgia, pero sobre todo con una buena dosis de
vergüenza. Qué mal suena lo que uno escribió hace tiempo,
todo parece más descuidado, la prosa pobre, el contenido
vacio. Algunos de ellos incluso dan ganas de borrarlos, y
si no se hace es porque esa nostalgia nos para los pies, y
porque aun habiendo estado allí durmientes durante este
tiempo no han causado mal alguno, así que parece seguro
seguir conservándolos.
Los peores mensajes son, claro está, aquellos que tienen
algo íntimo, no digamos ya si en aquel entonces se intentó
escribir algo romántico. Estos pueden incluso hacerle a uno
dudar de todo su pasado. Curiosamente, son también los
que el azar más parece gustar de sacar a flote, o tal vez los
que, con el morbo que estas cosas suelen traernos, más nos
atraen para releerlos.
Lo malo del correo electrónico es que, a diferencia de lo
que sucedía con las viejas cartas de papel, quien la envía
se queda con una copia. Y sucede que estos correos sentimentales quizás guardan vigencia y emotividad en el lado
del destinatario, pero en esta orilla del remitente envejecen
muy mal. Lo único peor que esto es encontrarse con una
conversación de chat donde se dijeran también asuntos así
personales, ahí todo suena todavía peor y es difícil reconocerse en esas frases, o más bien nos gustaría no tener que
hacerlo.
¿Y si acaso todo lo que decimos fuera igual que lo que
escribimos en esos correos o en esas notas? ¿Pudiera ser que
220
baste un poco de tiempo para que toda nuestra comunicación
resulte así de sonrojante, tan atolondrada y poco concisa, y
que siempre pensemos que debiéramos haber expresado todo
eso de otra forma? Por fortuna, aún no hemos llegado al
punto en que la tecnología nos permita archivar todo cuanto
decimos, y parte de la belleza de hablar y contar lo nuestro
a otros es saber que bien pudiera perderse, que nadie salvo
quien escucha recoge nuestro mensaje y podría olvidarlo un
minuto después o guardarlo toda una vida, quién sabe. Es
una de esas cosas de nuestra vida en las que se agradece un
poco de olvido, porque sería desmoralizante recordar todas
nuestras palabras mañana. No están hechas todas nuestras
frases para durar; debiéramos incluso agradecer que así sea.
Bienaventurados los que no tienen memoria, porque pueden vivir sin la losa de la vergüenza.
***
Hace un par de meses alguien aparcó una caravana a la
entrada del pueblo. Era una caravana vieja, con una lona
en el techo porque debía tener goteras, y la dejaron allí
calzada sobre unos ladrillos. No sabíamos de quién era, pero
a veces había gente en ella, aparentemente trabajando en
restaurarla, y un par de días, al pasar por delante cuando
salía a dar un paseo, vi a una chica joven con el pelo teñido
de un rojo muy chillón. Me entraron ganas de preguntarle,
pero lo más que hice fue saludarla, y ella me respondió
sin mucha ganas, casi diría que con un poco de vergüenza.
Un día lo comenté con Hicham y el no sabía nada sobre la
caravana, así que, por más que elucubramos, no supimos a
quién pertenecía o qué tenía que ver su dueño con el pueblo.
El caso es que hoy la caravana ya no está. Puede ser
que la hayan quitando esta misma mañana, o puede ser
que haga ya unos días, pero ha sido esta tarde al pasear
cuando me he dado cuenta de que no esta ahí. Y es ahora
que me pongo a pensar en las cosas que se han marchado
junto a esa caravana, en las preguntas curiosas que quedan
ya sin respuesta. Debería haber preguntado más, haberme
acercado a preguntarle a aquella chica para saber de dónde
221
venían y por qué escogieron este lugar. Podría haber tras
todo esto alguna historia interesante, una que ahora ya no
parece sencillo desenterrar, y que, de hacerlo, tendría ya
poco valor a estas alturas.
Algunos días, cuando pasaba por delante, me decía que
tenía que escribir algo sobre esa caravana o sobre el movimiento que se veía en ella. Era, a fin de cuentas, una parte
de esos paseos míos y de la vida de este pueblo, y esas son
las cosas que vengo aquí a contar. Nunca tuve, sin embargo,
inspiración para escribir nada, no se me ocurrió cómo poner
en papel mis sospechas. Solo ahora, cuando ya no está, la
traigo a estas páginas para relatar la pérdida, porque de las
pérdidas y los abandonos siempre se sacan historias. A uno
le deja siempre cierta frustración algo que se marcha, por
aquello de imaginar lo que podría haber sido y arrepentirse
de lo que hizo o dejo de hacer. Y así es que se sienta a
escribir sobre algo que es ya como un fantasma, pensando
que nunca lo hizo entonces, cuando aquello mismo era una
realidad tangible.
Sucede así también con las personas, y esto es ya más
grave. Pareciera que cuando alguien ya falta entre nosotros
es cuando todo su potencial se nos aparece; pensamos en
lo que podría haber resultado si hubiéramos tenido un lazo
más cercano, ya sea que existiera alguna relación o no, y
queda siempre un rincón para el arrepentimiento.
Lo más doloroso es que con las personas es más difícil
ver un lado positivo, la pérdida es siempre una tragedia; con
las cosas resulta más fácil. La caravana, por ejemplo, era
fea y vieja, así que se llevo sus historias pero también su
decoración poco agradable. Ahora la entrada del pueblo, es
justo reconocerlo, luce mucho mejor que antes.
***
Nunca hubo peor momento que este para morirme. Cuando se es feliz, la idea de la muerte angustia más que nunca,
porque se piensa siempre que esa felicidad ha de durar, incluso ha de hacerse más intensa, y no habría peor desenlace
ahora que dejar de existir sin poder disfrutarla. Cuando se
222
es feliz, acostumbran a surgir nuevas ideas, nuevas propuestas que uno se hace para continuar todo aquello que le da
felicidad, y ninguna perspectiva es tan frustrante como la
de no poder llevarlas ya a cabo; se le pide a la vida que nos
deje más tiempo, que no nos lleve ahora que al fin tenemos
un plan futuro en que ocuparnos.
Nunca hubo peor momento que este para morirme. Si
pienso ahora en Inés, qué angustia la de imaginar no estar
aquí cuando ella crezca, qué drama el de pensar que solo sepa
de mí por lo que he ido dejando escrito y por lo que habrán de
contarle. La vida ha de darme al menos el margen suficiente
para llegar a ese momento en que podamos conocernos y
sabernos al lado del otro, conversar, dejarnos recuerdos. Es
tanto lo que hay por hacer, o más bien tanto lo que hay que
esperar, porque esta edad infantil de un hijo es como una
cuerda floja que hay que atravesar para llegar a esos tiempos
en que el enlace entre padre e hijo tiene ya la misma fuerza
en ambos sentidos. Qué inquietante la idea de comenzar este
camino y que la vida pueda no darnos ni siquiera el tiempo
de llegar a las primeras escalas.
Nunca hubo peor momento que este para morirme. O,
dicho de otro modo, nunca hubo mejor momento que este
para vivir con pleno convencimiento.
***
Es de noche e Inés está ya durmiendo. Salimos fuera
porque el día ha sido templado y no hace frío, a escuchar
los sonidos nocturnos como a Emilie tanto le gusta. Hoy
son las ranas las que dominan el paisaje sonoro de este
mundo nuestro, una especie de rugido tímido, reverberante,
de cientos de ranas que conversan alrededor de nosotros.
Nos quedamos muy callados e intentamos distinguir las
voces de cada una, como si fuéramos a descifrar un mensaje
en alguna de ellas.
—Es mágico —dice Emilie.
Y yo pienso que no es mágico el croar de las ranas, ni el
silencio de la noche, ni este lugar, ni la naturaleza misma.
Mágico es tener la suerte de poder estar aquí para dar
testimonio de todo ello.
223
***
Hoy había eclipse parcial de sol, pero el día se ha levantado lleno de niebla y no se veía más que un gris lechoso
en todas direcciones. Imposible observar eclipse alguno si
apenas se lograba saber por dónde andaba el sol.
Se podría decir que la niebla ha eclipsado al propio
eclipse.
***
Nunca deja de haber primeras veces. Quizás vayan perdiendo un poco la relevancia, porque nos vamos curtiendo
con los años, pero siempre queda algo a lo que no nos hemos
enfrentado antes, algo a veces intenso y vital, y no es cierto
que todos esos ritos de paso lleguen cuando se es joven, sino
también más adelante. En realidad, sucede hasta el mismo
día en que morimos, que no deja de ser otra de esas primeras
veces, esta sí ya sin réplica.
Dentro de un par de días voy a Madrid con Inés. Emilie
se quedará en casa y yo pasaré una semana en España, entre
Madrid y un congreso en Girona. Inés se quedará esos días
con mis padres, que así tienen la oportunidad de estar con
ella, y de esta forma Emilie no tiene que encargarse a solas
de cuidarla. Son dos primeras veces las que esto implica: mi
primera vez de viaje a solas con ella y la primera vez que
Emilie se separa de Inés durante un tiempo tan largo. Y
como todas las primeras veces, tenemos algo de inquietud y
de miedo, porque es así como sucede cuando se doblan en
la vida ciertas esquinas.
Emilie ha soñado esta noche que eramos los tres los
que íbamos de viaje a España, y al volver, ya dentro del
avión, yo le decía que Inés tenía que salir y quedarse con
mis padres. Se ha levantado con la angustia de este sueño,
y al acostarse ha dicho que espera que no se repita. No
parecía muy convencida, quizás queriendo decir con esto que
no hay forma de sacarse esa inquietud que le produce el ir
a separarse de Inés toda la semana. Yo tampoco sé como
librarme de la mía.
224
***
Es día de elecciones. Aquí, las departamentales, y en
España, las autonómicas andaluzas. Sigo ambas con poca
emoción, ya sea porque no les veo mucha importancia (aunque lo son, las andaluzas sobre todo como antesala de las
generales del año que viene, donde se auguran cambios notables) o porque anda uno cansado de ciertos asuntos políticos.
Y sobre todo, porque al poner estas dos elecciones la una al
lado de la otra, es fácil ver esa realidad que suele arrastrarme
al descrédito y mitigar mi implicación democrática: el campo
político es tan subjetivo y tan distinto en cada lugar, que
uno no tiene nada claro lo que significan las ideas, las siglas,
las promesas o las adhesiones. En esa bruma de conceptos,
se siente uno muy poco preparado para enfrentarse a esta
responsabilidad, y por desgracia sobrevienen la pereza y la
desidia.
Ayer por la tarde pasaron a visitarnos los representantes
del Front de Gauche/Partie Communiste, un hombre y una
mujer. A mí me pareció algo excesivo esto de andar buscando
el voto puerta a puerta, hasta que me di cuenta de que no
eran simples candidatos, sino que viven en el pueblo y a él
le habíamos visto hace poco en una de las reuniones de la
salle de fêtes. Con mi poca capacidad para reconocer gentes
(«eres poco fisionomista», le gusta a Emilie decirme), no les
había reconocido, y solo caí en la cuenta cuando Emilie les
saludó de forma más efusiva.
La verdad es que no se habló mucho de política, nos contaron sus cuatro ideas fundamentales como quien cuenta un
chascarrillo. Hablamos de los otros partidos que se presentan
y de los encuentros que habían estado haciendo estos días
por los pueblos de alrededor, pero poco más. Nada, vaya,
que pudiera convencerle a uno para votar o dejar de votar la
opción que representan. No sé bien si es que lo que buscaban
era más una visita social y transmitir con ella una imagen
de cercanía, o que aún no han aprendido cómo funciona
esto de hacer campaña. En cualquier caso, estuvieron un
cuarto de hora en casa, fue simpático y pudimos charlar con
alguien del pueblo, que no es poca cosa. Como estábamos a
225
punto de comer, ni siquiera les ofrecimos un aperitivo, y se
fueron rápido sin querer molestar más de lo necesario.
No sé si esta visita influiría algo en el voto de Emilie, pero
en lo que a mí respecta no sirvió a la postre de nada, porque
al final ha resultado que en estas elecciones los no franceses
no tenemos derecho a votar. Me he quedado, literalmente,
con la papeleta en la mano delante de la urna.
De haber podido hacerlo, mi voto —con poca convicción,
todo sea dicho— creo que habría de ser para el Partido
Socialista, en el que es candidata la hermana del alcalde. Lo
de que sea socialista o comunista o del color o tendencia que
sea, habría importado bien poco, porque ¿qué significa a día
de hoy, en este contexto cercano, que alguien se diga, por
ejemplo, «comunista»? Probablemente, algo muy distinto a
lo que en otros lugares pudiera esperarse, o a lo que debiera
significar si uno sigue la historia como debiera. Las etiquetas
así, sobre todo cuando es uno mismo quien se las adjudica,
tienen poco valor real, y sirven no más para convencer al
votante que se deja llevar por las denominaciones y no
por las realidades. Estos, por desgracia, son mayoría, como
bien demuestra el resultado algo más al sur, en esas otra
selecciones, las andaluzas, que ahora voy siguiendo al mismo
tiempo que veo con Emilie los resultados de estas de aquí.
Se debería votar sin conocer quién está al frente de cada
candidatura o tras qué nombre se amparan, porque hay
muchos a quienes esto les importa más que ninguna otra
cosa. Como esto no es sino una utopía imposible —y también
tendría sus problemas, claro está—, deberíamos al menos
votar como si así fuera, como si lo único que pudiéramos
saber de cada opción fuera su programa, y en lugar de decir
«quiero que X gobierne mi país», diríamos más bien «quiero
que mi país se gobierne de esta manera», que es a fin de
cuentas lo que importa y lo que se trata de decidir. Claro
que, para esto, habría que garantizar que los programas se
cumplieran, cosa de partida harto improbable.
En fin, un día con cierta política, aunque sin afectarnos
mucho, que lo que nos trae hoy alterados es otra cosa. Mañana vuelo con Inés a Madrid, y esta separación de la familia
226
nos inquieta, para bien o para mal, mucho más que lo que
suceda en las urnas de aquí o de allá.
***
Qué día más inexplicable hoy. Si los viajes resulta inútil
imaginarlos de antemano, más lo es aún imaginar cómo son
la partida y el regreso, porque no ha de haber instantes más
caprichosos e impredecibles que estos. Lo de hoy fue buena
prueba de ello.
Los viajes están hechos sobre todo de incertidumbres.
Pasa el tiempo y las singladuras se hacen más sencillas,
se evaporan ciertas dudas, pero queda siempre un infinito
de cabos por atar y siempre las mismas inquietudes sobre
el regreso y la distancia. Quién nos lo iba a decir, pero
venirme hoy desde casa a Madrid para pasar esta semana
fuera ha sido una aventura convulsa que uno ni siquiera
sabe bien como contarla para no dejarse fuera ninguna de
las emociones por las que se ha pasado.
La de hoy fue una partida extraña, acaso mucho más
intensa de lo que tanto Emilie como yo podíamos haber
augurado. Por delante parecían existir las inseguridades antiguas de la navegación, como debían ser aquellos viajes de
exploración distante de otro tiempo. Y en tierra quedaban
las emociones de esas despedidas marítimas, trasatlánticas, preparándose para la ausencia indefinida, quién sabe si
pudiera incluso ser perenne.
Recogí a Inés después de comer y volvimos a casa a por
sus cosas y a hacer una última despedida. Intentamos que
el trance fuera breve, pero aún así el viaje iba agrandándose
frente a nosotros, siendo cada vez más distante y dramático,
sin que supiéramos bien si había de ser así o exagerábamos
lo que debería ser poco más que un trámite. A Emilie incluso
se le asomaron unas lágrimas a los ojos algo antes de que
nos fuéramos.
El camino al aeropuerto se me hizo largo, porque Inés
lloraba y yo tenía la sensación de ir viajando con una responsabilidad enorme, una de esas tan grandes y pesadas
que uno casi no sabe como manejarlas. Y no sabía si debía
227
conducir con mucho más cuidado, o si quizás debiera hacer
como si nada, tranquilo, para despistar a la mala suerte y
que no se diese cuenta de esta empresa nuestra, de la misma
manera en que se transportan sin llamar la atención las
cosas de gran valor, de incógnito, para evitar percances.
Paré a mitad de camino para darle algo de comer, porque
no dejaba de llorar y el tráfico era lento. Eso la calmó hasta
llegar al aeropuerto, pero se la veía extrañada, a disgusto, y
yo pensaba que acaso sentiría esta misma aflicción que yo,
aunque bien sabía que era algo distinto. En el aeropuerto,
le cambie el pañal dos veces, una de ellas en el servicio de
señoras, que en esto de la higiene infantil parece que las
batallas por la igualdad no se han ganado aún, o más bien
no se han luchado siquiera. La otra fue para ponerle un
supositorio, porque tenía algo de fiebre, seguramente por
el diente que le esta saliendo, lo cual explica también el
carácter taciturno con que pasó todo el viaje.
No hay lugar más perturbador que un aeropuerto para
quien no quiere viajar. Se te llena el tiempo de pensamientos
dudosos, de esa mezcla extraña entre lo impersonal del lugar
y la seguridad que sabes que representa, como una especie
de hogar que hubiera olvidado cómo acogernos. Porque nada
malo sucede en los aeropuertos, pero tampoco nada bueno,
son rincones estériles como ningún otro.
De todo el viaje, al final lo más agradable resultó ser el
vuelo. El avión iba casi vacio e Inés estuvo tranquila, y de
algún modo nos trajo un poco de consuelo y de calma. Cerca
de nosotros iba sentada una señora mayor que viajaba sola,
y que no hacía más que mirar hacia Inés y sonreír, y se la
veía con ganas de decir algo. Al final no pudo aguantarse,
y después de aterrizar le hizo alguna carantoña y dijo que
se había portado muy bien. Estuvimos hablando hasta que
salimos de la terminal, parecía una mujer agradable, quizás
con hijos a los que recuerda en sus primeros años cuando
se cruza con algún bebé como Inés. Este de los recuerdos
futuros es un pasatiempo curioso, cuando uno se imagina
cómo le dejarán su señal los momentos que vive ahora, e
intenta desentrañar el misterio observando a otros para quien
estas experiencias ya quedaron en un ayer distante. Quién
228
sabe si yo algún día seré como esa mujer, no parece una
opción descabellada.
Ahora vuelvo a estar en mi habitación de Madrid, un
lugar en el que cada vez queda menos de mí, casi sin pertenencia ya alguna, de no ser por algunos libros que tengo
aquí o algunas cosas pequeñas que, aunque prescindibles y
de poco valor sentimental, recuperan a veces un trozo de
pasado suficiente como para hacerle sentir a uno algo de
nostalgia.
Inés duerme. Por un tiempo, tenemos el beneplácito de
un hogar distante, distinto al habitual. Y la bendición de
pasar al menos unas horas sin que la lejanía nos caiga encima
y nos abarquille las esperanzas.
***
Este de esperar es un acto misterioso. A veces es algo
insoportable, la más insidiosa tortura a la que algo o alguien
que no llega pueden condenarnos. Se ve el tiempo pasar con
esa lentitud horrible, y no es ya que ese tiempo se pierda,
sino que por esa ventana parece írsenos también parte del
que nos resta por delante en la vida.
Otras, sin embargo, la espera puede ser hasta gozosa,
como un descanso al margen del camino. A veces los tiempos
muertos saben a pequeña victoria sobre el discurrir del
tiempo, se aguarda con gusto porque en ciertos días no hay
nada que a uno le reconcilie con su historia tanto como
sentarse a desgranar incertidumbres.
Según los días, el alma prefiere las esperas concretas o
las indefinidas, la de esperar a que llegue una hora marcada
o la de aguardar a un amigo que se retrasa, o una llamada
que ni siquiera sabemos si habrá de suceder.
Para la espera, pocas cosas mejores que un libro. O mejor
dicho, para un libro, pocas cosas mejores que una espera.
Porque las esperas son el hogar natural de la literatura. Los
libros que se leen mientras uno espera no son como los libros
que se leen en la tranquilidad de las certezas, no son como
los que se leen en un espacio de tiempo que nosotros mismos
nos concedemos en lugar de en uno que es el azar o la vida
229
quien nos lo obsequia. La literatura es en sí una forma de
espera, se escribe para que pasen ciertos tiempos y otros se
queden junto a nosotros, siempre con la incertidumbre de lo
que el transcurrir del tiempo acabará brindando.
He llegado pronto a la estación del tren. Mientras espero
que sea la hora de partir, escribo esto.
***
Cuando uno piensa en cuál fue la vez en la que paso
más frío en su vida, no suele ser tal fecha un día crudo del
invierno, o una jornada en que visitó lo alto de una montaña,
o aquella vez que estuvo de viaje por alguna región helada
del norte. Lo más normal es que fuese una de esas noches
imprevistas de verano en las que refresca y no se tiene nada
con qué cubrirse, o en un día cálido en el que, al entrar en una
estancia, inesperadamente el aire acondicionado funcionaba
con más potencia de lo habitual. Es decir, no cuando las
circunstancias son en principio más propicias para pasar
frío, sino cuando uno menos preparado se encuentra para
enfrentarlo.
Con la soledad, que no deja de ser como una hermana
emocional del frío, sucede algo parecido. Uno tiene momentos
en que no puede sino sentirla, momentos de esos de soledad
grave, indiscutible, en los que la vida no deja más opción
que saberse desamparado. Pero están luego esos momentos
en que nada hace predecir una sensación así, si acaso como
mucho una incomodidad por allá adentro, y de pronto nos
llega una soledad mucho más virulenta de lo esperado. Pero
nos falta el abrigo, o el cobijo, o la compañía, o el hatillo de
recuerdos templados al que pedir auxilio, y poco podemos
hacer más que esperar a que pase, que al final todo es
cuestión de paciencia y el tiempo sabe amansar cualesquiera
oleajes de la vida.
Así ando ahora, habitación de hotel, despierto antes de
que amanezca, con la convicción de estar lejos de todo lo
importante y poca esperanza de que esto amaine. Ayer fue
un día alegre: estuve por la mañana viendo a un antiguo
compañero de universidad, y luego en el tren que me traía
230
a Girona me encontré por casualidad a un amigo que venía
también para aquí y nos pasamos el viaje en la cafetería del
tren bebiendo y recordando viejas historias. Por la noche me
invitaron a cenar y fue todo cordial, cercano, lo suficiente
como para mantener dormidos los fantasmas de la distancia,
y para que la llamada de vídeo que hice con Emilie y con
mis padres e Inés fuera dulce y sin tristezas. Pero ahora, sin
avisar, me llega esa soledad que ataca cuando la guardia
esta baja, a traición, y en ella se le hacen a uno difíciles de
habitar todas las estancias, más aún las que son inhóspitas
y enemigas como esta de una habitación de hotel donde ni
siquiera he logrado dormir en paz.
***
En una de mis visitas a Rusia, Zhenia me regaló una
camiseta de la facultad de geografía de la Universidad de
Moscú, donde ella había estudiado. Además del valor personal que tiene, es justo decir que se trata de una camiseta
bonita, bien diseñada, mucho mejor que todo el merchandising que en su día había en mi universidad o que se creaba
recaudar dinero para alguna actividad, el cual no invitaba a
comprar nada, salvo si era con la intención de contribuir a
tal actividad.
Llevaba puesta esa camiseta cuando hace un par de años
me invitaron a dar una conferencia en Zurich, como digo
porque es una prenda que me gusta, pero también porque
esta clase de guiños, aunque la mayor parte de las veces solo
sea uno mismo quien se dé cuenta de ellos, hacen que esto
de presentarse en público tenga un sabor distinto y sea más
entretenido.
Al acabar mi charla, durante la pausa de café, se me
acercó una chica que había estado en el público y me preguntó de dónde había sacado esa camiseta. Le había llamado la
atención porque ella era rusa y había estudiado también allí,
en esa misma facultad, y no era algo común ver a alguien
como yo vistiendo algo así.
Le expliqué algo de mi historia con el país, mis viajes
y mis amistades allí, y le dije que había sido una de esas
231
amistades quien me la había regalado no hacía mucho. Aun
sabiendo que era pregunta de poco futuro, me preguntó por
el nombre de mi amiga, y yo se lo dije como quien cuenta
algo sin sentido, porque era muy poco probable que aquel
nombre hiciera resonar nada en su memoria. Para sorpresa
de ambos, resultó que Zhenya era no solo compañera suya
de estudios, sino una amiga íntima. Esta casualidad, que nos
resultaba casi poco creíble así de buenas a primeras, se hizo
más cierta y sólida cuando la llamamos desde allí mismo
y ella confirmó que, efectivamente, nos conocía a ambos,
que ellas eran muy buenas amigas desde hacía años, y que
aquella camiseta era un regalo suyo. De aquel congreso, algo
soso por otra parte, esto es lo único que hoy recuerdo.
Ayer en mi charla, para ilustrar una de mis ideas, añadí
un mapa de la isla de Oljón, en el Baikal. Podría haber
elegido cualquier otro sitio, habría servido de igual modo,
pero era otro de esos guiños para, como le gusta decir a
Emilie, darle «picante» a las cosas.
La charla salió muy bien, quizás podría decir que fue
la mejor presentación que he hecho nunca. De algún modo,
sin que me haya dado cuenta, he pasado de ser alguien
que cuenta un trabajo o una idea (como son la mayoría de
ponencias en este tipo de eventos) a alguien que realiza una
especie de actuación, que representa un monólogo en el que
la prosa o el ritmo o la dinámica importan tanto como lo
que se cuenta. Me he dado cuenta de que los otros ponentes
plenarios de ayer, todos de excelente calidad, eran también
así, y que eso es tal vez lo que distingue al orador de nivel
del resto. Es esta una cualidad mía de la que me siento muy
orgulloso, cada vez más, de esto no cabe duda.
El caso es que uno de esos otros ponentes vino a hablar
conmigo en el descanso y me preguntó si había una razón
para haber elegido esa zona en concreto para mi mapa. Yo
le conté más o menos lo mismo que a aquella amiga de
Zhenya entonces, y él me dijo que tiene una casa no lejos
de allí, en la orilla oeste del Baikal. Su mujer es de esa zona
y van todos los veranos a pasar las vacaciones. Me invitó
a que pasará por allí si volvía pronto a hacer algún viaje
por Siberia por esas fechas, y parecía una propuesta sincera,
232
como si además de tener casa en esas tierras hubiera hecho
suyo también el espíritu hospitalario de las gentes de allí,
ese que tanto he disfrutado en todos mis viajes rusos.
En nuestro plan de viaje para el verano, decidimos hace
poco que iríamos a Rusia y llevaríamos a Inés con nosotros, y
para que el viaje sea más sencillo hemos pensado en alquilar
un coche. La ruta está aún por definir, no es algo fácil por
aquellas tierras de carreteras dispersas y poca gente, pero
sería una opción interesante el hacer una visita a la casa
de este hombre y su mujer. En cualquier caso, acabemos o
no visitándole, la anécdota es curiosa y deja un buen sabor,
y ya se la he contado a Emilie, a quien estas casualidades
inesperadas le son siempre muy simpáticas.
Las anécdotas así acaban siendo el ladrillo fundamental
de nuestra historia. Maduran siempre bien y, sin que nos
demos mucha cuenta, se hacen más sólidas e importantes de
lo que al principio nos parecieron. Será de esto de lo que me
acordaré mañana, y a partir de ahí quizás pueda rememorar
los otros momentos, interesantes también, que han sucedido
en estos días.
La otra cosa que recordaré de este congreso es que alguien
corrió la voz de que era mi cumpleaños, y al acabar mi
presentación todo el auditorio me cantó el «cumpleaños
feliz». Fue una bonita sorpresa.
***
A la chica que iba sentada a mi lado en el tren, veintipocos años, menuda, muy delgada y con una cara aniñada,
la estaba esperando en la estación su novio, que era alto
y gordo, con barba muy espesa, y aparentaba ser mucho
mayor que ella y tenía aire bonachón. Se abrazaron primero,
él agachándose y encorvándose para estar a su altura, y
luego se besaron. Era una escena algo chocante, incluso un
poco ridícula, pero al mismo tiempo entrañable, de las que
una vez se supera la sorpresa resultan reconfortantes.
De anécdotas se compone no solo nuestra historia, sino la
de lo que vemos en otros, de instantes así pequeños que nos
arrancan una sonrisa o un pensamiento más cálido que de
233
costumbre. Nos sirven para consolidar las emociones como la
del amor mismo, y no solo ya el amor que nosotros sentimos,
sino el concepto como tal del amor.
***
La historia, de confirmarse en su totalidad, roza casi
lo inverosímil, sería una de esas casualidades que cuesta
creer y uno poco menos que tiene vergüenza a contar porque
pareciera que no son sino invenciones extravagantes. Se la
conté ayer a Emilie y ella se sorprendió tanto como yo, pero
lo creyó todo, y de hecho me ha preguntado hoy por la
mañana y por la noche si tengo novedades al respecto, y si
he recibido ya confirmación de que este suceso es en efecto
cierto.
El caso es que recibí hace un par de días un email de
una supuesta lectora de mis libros. Trabaja en el mismo
sector que yo y conoce mi trabajo, y a través de él llegó
hasta mis otros textos y, siendo lectora y aficionada a la
literatura, decidió darle una oportunidad a uno de ellos.
Eligió Au village, porque, según me cuenta, ella también
vive en un pueblo pequeño y esto le atrajo. Al leer el libro,
descubrió que mi historia tiene más en común con la suya
—es también siguiendo a su pareja que ella ha acabado en
ese lugar—, que algunos episodios de nuestras vidas son
similares y, sobre todo, que nuestra percepción de lo que
esta vida rural significa tiene muchas coincidencias. El email
es en su mayoría un comentario de los pasajes en los que se
ha visto más reflejada, que no son sino aquellos en que mis
palabras coinciden con sus sentimientos, porque no deja de
ser así, por mera cercanía, como la literatura nos llega. Esta
circunstancia de compartir nuestros contextos rurales hace
más fácil esta responsabilidad del escritor para con quien
lee sus textos.
El email es hermoso, poético y bastante sentimental a
ratos, quizás demasiado literario para una misiva —yo tengo
muy poca afición a escribir correos de este estilo, todo sea
dicho—, pero agradable. Leerlo me recordó un poco a aquella
historia de Javier, el poeta argentino que descubrió de forma
234
parecida mis libros y del que ya he hablado aquí, aunque
se ve rápido que son personas distintas, y sobre todo que
sus historias desembocan en tramas muy diferentes, como
ahora explicaré.
La de este mensaje sería hasta aquí una historia curiosa y emocionante, pero lo más sustancioso, esa parte casi
increible del relato, viene ahora. Comento yo en mi libro
que mis padres compraron hace unos años una casa en un
pequeño pueblo de Asturias, y que su vida allí se asemeja
en cierto modo a esta nuestra de aquí. También hablo en un
capítulo del nombre de esa casa: «Casa Chuis». Esta información le sirve a la remitente de este email para imaginar y
transportarse a los escenarios de libro, lejanos como lo son
todos los escenarios de la literatura, pero al mismo tiempo
tal vez más cercanos de lo que imagina. Escribe lo siguiente:
«Me resulta curioso pensar que quizás “Casa Chuis” no
esté muy lejos de mi hogar de acogida, teniendo en cuenta
que la che vaqueira es típica por estos lares, y en casa nos
ha servido para imaginar que quizás la pareja de Madrid
que se instaló hace unos años en Arganzúa sean los padres
del autor de “Au Village”, quién sabe. . . »
Fui corriendo al libro a buscar si en algún lugar mencionaba Arganzúa, y tal y como esperaba, resultó que no. Es
ella quien ha añadido el nombre, no sale del libro. Es decir,
que quien me ha enviado este email vive en el pueblo mismo
de mis padres, y que esa «pareja de Madrid» que se instaló
allí hace unos años, a los que ella en su bucólica fantasía
asimila a mis padres, son en realidad mis padres. Como si
la irrealidad de la literatura volviera a materializarse en
una realidad que es la misma desde la que todo empezó,
un viaje de ida y vuelta que pasa por los sitios y personas
más dispares y, casi mágicamente, acaba en el mismo lugar
exacto.
Le he enviado un email agradeciendo sus palabras y, por
supuesto, preguntándole por esta supuesta coincidencia. Por
el momento, no hay respuesta, pero aquí andamos Emilie
y yo atentos a lo que el correo electrónico pueda traer,
para confirmar o no que estas cosas suceden y tener algo
entretenido de lo que hablar.
235
Sea cierta o no esta casualidad, recibir mensajes como
estos da mucho que pensar, tienen estas misivas más contenido del que a primera vista uno les adjudica. En primer lugar,
porque yo mismo no sería capaz de escribirlas, y ver cómo
otros hacen por ti lo que tú no serías capaz de hacer por
escritor alguno (pese a que admiras a algunos de ellos sin
duda más de lo que nadie va a admirarte a ti en esa faceta
tuya) es cuando menos intrigante. Hay un punto incómodo
ahí, entre la vergüenza y la intimidad mal gestionada; como
escritor, resulta fácil confesarle los adentros a un lector indefinido, pero hacerlo con alguien en particular es una cosa
muy distinta.
También dan que pensar esos comentarios profundos
sobre algunos capítulos y las menciones de ciertos pasajes,
rincones no tan obvios del texto en los que está claro que el
lector se detuvo y que ahora evidencian la dedicación que
puso en leer esas páginas. Quizás al escritor acostumbrado a
que le busquen las cosquillas los lectores esto no le sorprenda, pero para quien no está acostumbrado a tal escrutinio,
confirmar que hay lectores así es perturbador y cambia la
perspectiva sobre lo que se escribe y sobre lo que uno mismo
tiene. Por ejemplo, ahora sé que esta lectora de la que hasta
hace un par de días no sabía nada ha leído de ese mi diario
francés mucho más que ninguno de mis amigos o familiares.
Esto es, que alguien a quien no conozco sabe cosas de mí que
mis amigos más cercanos ignoran, simplemente porque no
han leído lo que escribo, y ciertas cosas uno no ha aprendido
aún a contarlas de viva voz y necesita ponerlas en papel
para hacérselas saber a otros. Se dice pronto. Ser capaz de
convencer a un desconocido para enfrentarse a un par de
cientos de páginas de reflexiones y andanzas personales, al
tiempo que no se logra que los más allegados le dediquen a
uno ni siquiera el esfuerzo de leer un par de líneas, esa es
otra historia que invita de igual modo a la reflexión.
Lo mejor, sigo pensando, es escribir como uno lo lleva
haciendo desde siempre, para nadie o en todo caso para un
nadie que el día de mañana pudiera convertirse en alguien
concreto, como hago yo cuando pienso en Inés y en que
pueda pasar por aquí algún día en el mañana. Es así como,
236
sin mucho buscarlo, llegarán tal vez más mensajes como
este, habrá más lectores a quienes enseñar un recoveco que
de otro modo no sabemos sacar a la luz. O con el paso
del tiempo, uno mismo se olvidará de lo que escribió y se
convertirá en ese lector a quien la literatura le transporta a
mundos que de tan reales parecen suyos, pero que en verdad
pertenecen a otros.
***
Desde que hemos vuelto de España, a Inés le cuesta
separarse de mí por la mañana. La llevo a casa de Christine
y parece contenta, pero cuando la dejo allí, se pone a llorar
y se me agarra a la ropa y no quiere soltarse. Me da algo
de apuro dejarla llorando, pero se ve que Christine prefiere
que el transito sea rápido, quizás para que luego sea más
fácil para ella calmarla. El primer día me dijo que, después
de un rato llorando, se quedó en sus brazos casi media hora,
acurrucada, como si tuviera miedo o estuviera esperando a
que yo volviera sin querer moverse.
Ahora me la estoy imaginando así, con ese aire indefenso
y temeroso. A medida que va creciendo, la veo cada vez más
vulnerable y necesitada de toda la protección que le damos.
Porque no es nuestra debilidad lo que nos hace frágiles,
sino lo capaces que somos de enfrentarnos al mundo y lo
conscientes que vamos siendo de la desventaja que tenemos
en esta batalla.
***
No hay pasión que no necesite ser apuntalada. Incluso a
aquello que más deseamos le viene bien de vez en cuando
un poco de apoyo para seguir cautivándonos. Pronto se da
uno cuenta de que las emociones tienen siempre un punto
errático, y no está de más afianzarlas cuando se tiene ocasión.
No hay mejor manera de dar solidez a nuestros esfuerzos
que compartirlos con otros, es un hecho tan simple que uno a
veces lo observa con indignación, porque le gustaría que sus
pasiones fueran igual de válidas sin ayuda de nadie, intensas
aunque se sepa que nadie más las comparte, o más intensas
237
aún precisamente por ello. Pero es una verdad innegable:
cuando vemos a otros apasionarse por lo mismo que nosotros,
esa pasión nuestra sale siempre fortalecida.
Juanma y Muriel han venido a pasar aquí las vacaciones
de Semana Santa. Somos en estos días algo más que dos
familias cada una con sus hijos, en realidad se siente más
bien como una familia mayor en la que todos los roles estuvieran repetidos: dos padres, dos madres, tres hijas pequeñas.
Valentina y Lea, sus niñas, juegan con Inés y la cuidan, y
nosotros atendemos a todas por igual según convenga. Y a
veces uno deja de sentirse padre, y otras lo siente más que
nunca, sin poder predecir cuándo habrá de llegar cada una
de estas fases.
Emilie y yo no estamos faltos de entusiasmo cuando de
Inés se trata, pero compartir estas tareas y ver cómo otros
las desempeñan con igual disfrute nos da aún más ánimo y
un convencimiento más sólido. Nos alegra esta visita porque
siempre es hermoso recibir amigos, pero también porque
a nadie le desagrada que le confirmen aquello que ama, y
porque las pasiones solitarias son tan arduas como tristes,
y también mucho más frágiles. Como además Valentina y
Lea son algo mayores, esta convivencia nos permite incluso
empezar a emocionarnos por un futuro no tan lejano y
entender que este entusiasmo de padres va a ser voluble,
cambiante, pero siempre igual de intenso que el de ahora.
Todo funciona despacio, apenas nos ha dado tiempo en
un par de días a ir al mercado, dar algunos paseos y estar en
el jardín disfrutando del primer sol templado de la primavera.
No parece importarle a nadie, este es el ritmo que conviene
al grupo en estas circunstancias, para qué querer cambiarlo
si no se nos ocurre mejor forma de pasar el tiempo. Su visita,
además, tiene poco de turístico, más bien es un acto social
o un detalle para con sus pequeñas y para con esta amistad
nuestra a quien este tiempo juntos revitaliza.
Ayer por la noche fuimos a Jegun a ver un concierto. Se
suponía que era un pequeño concierto de folk, dos guitarras y
dos voces, y uno de los músicos era el que toca la guitarra en
las sesiones irlandesas de mitad de mes. El bar estaba lleno
de ingleses, apenas habría un par de franceses despistados
238
y fuera de lugar. Debían ser todos ellos conocidos de los
músicos, lo más normal en esta comunidad de angloparlantes
ya de cierta edad que además no hablan la lengua local, y
tenían el ambiente tan acaparado que al final el concierto se
hizo en una de las mesas, sin amplificadores y sin escenario.
Nos pedimos unas cervezas y nos sentamos a escuchar, pero
se oía mal y nos acercamos a ellos, y Michael trajo unas
sillitas de mimbre para las niñas, que se instalaron muy
cerca, como seguidoras fieles en primera fila, y esto divirtió
mucho a todos, músicos y público.
Hoy hemos estado en Bassoues, comiendo en el restaurante donde solemos llevar a todas las visitas, y que es aquí
la única de esas pequeñas tradiciones que uno suele tener
para cumplir con sus invitados, más por el placer propio de
revisitar un lugar en compañías distintas que por lo que esos
invitados puedan apreciar la actividad en sí. Después de
comer estuvimos en la iglesia, que nunca está abierta a esas
horas en que pasamos por allí, pero que esta vez sí lo estaba
por ser Semana Santa. Es una iglesia sorprendentemente
grande, parca pero bien cuidada, con unas vidrieras imponentes que desde fuera parecen mucho menos pero desde
dentro obran un milagro de luz admirable. Las de uno de
los extremos estaban hechas de pequeños círculos y tenían
un brillo casi de neones a esa hora; a Emilie le hizo gracia
ese aspecto tan luminoso, fresco, mucho menos imponente
que las del altar, que eran más clásicas.
Dimos un paseo alrededor, curioseando en algunas casas
muy aparentes, bien cuidadas y con jardines bucólicos. Hay
en el pueblo tres o cuatro así, de esas que da gusto mirarlas
y están llenas de detalles bien pensados, casas antiguas pero
bien renovadas, que con la torre del Donjon o la iglesia
al fondo resultan llenas de encanto. Para compensar, la
mayoría de las otras casas están abandonadas y decrépitas,
y en muchas cuelgan carteles de «se vende» que a veces
son recientes y otras parecen llevar allí décadas, y que en
cualquier caso dan la impresión de ser inútiles, porque se
diría que ninguna de esas casas es probable que encuentre
ya un comprador.
Por el camino, fuimos discutiendo esta peculiar realidad
239
inmobiliaria, la de un pueblo atractivo que en su día debió
ser importante, y del que hoy parecen liquidarse sin éxito
más de la mitad de sus edificios, mucho más que lo que
sucede en otras poblaciones de los alrededores. Y yo, que
tiendo a pensar más de lo que debiera en los futuros y en
los desenlaces de todos mis ahoras, me imagino cómo habrá
de ser el mañana de este pueblo, si acabará por estar todo
él en venta y estos de hoy no son sino signos de un declive
inevitable, o sí resurgirá y algún día las casas recoletas como
esas en las que nos deteníamos serán mayoría y devolverán a
este lugar el brillo de los rincones donde concurren el interés
de foráneos y locales. Acaso sea esta una reflexión estéril,
pero uno no puede evitar hacerlo, y en el paseo que dimos lo
fui comentando en voz alta con los demás. Después volvimos
a casa todos satisfechos.
[...]
Se acaban de ir hace apenas media hora. Al final se marcharon hoy sábado en lugar de mañana domingo, para hacer
el viaje en dos etapas y que no se haga tan duro. Nos hemos
quedado otra vez solos, lidiando como bien podemos con
esa deriva emocional que traen las despedidas y los cambios
de compañía, en esas horas que suceden a estos episodios y
en las que las sentimentalidades andan sin timonel por allá
adentro. Inés está tranquila y juega en la alfombra, y Emilie
está sentada cerca de ella leyendo mientras yo escribo esto.
Han sido muchas de estas transiciones en estas últimas
semanas, pero a emociones así uno se acostumbra raramente.
Primero fue en Girona, después del congreso. Al rencuentro
con compañeros a los que me une mucho más que lo profesional hay que sumar el éxito de mi presentación, la celebridad
efímera en la que prosperan las emociones intensas y uno
incluso se siente el objeto del afecto de desconocidos. Y de
pronto todo eso se acaba y se regresa al anonimato de todos
los días, cada uno de esos conocidos y desconocidos vuelve a
sus rutinas, a su ciudad, y uno se ve en un tren de vuelta a
Madrid sin más pretensión que la de recuperar todo lo que
pueda de una normalidad bien distinta de este impasse en
el que ahora se siente.
Después los días en Madrid trajeron también encuentros
240
intensos, que acabaron por ser el recordatorio de que, si algo
echo de menos en esta vida mía en el rural del sur de Francia,
eso son los amigos y las reuniones como aquellas. Y para
la siguiente despedida, uno se queda pensando en si esto
será cuestión cultural, o tal vez del idioma, o simplemente
sucederá que en esto de las amistades la suerte le ha sonreído
allí y no aquí y a estas alturas ya queda poco que hacer
para remediarlo salvo soportar la distancia con el mayor
estoicismo posible.
Así que aquí estamos, con los ritmos algo alborotados
pero felices, muy felices, y teniendo además por delante un
par de días sin obligaciones, porque aquí el lunes es Lunes
de Pascua y es festivo. Un par de días para hacer lo que más
nos gusta: pasar el tiempo en familia, disfrutarnos los unos
a los otros sin ambages. Lo que más nos gusta y que ahora
sabemos que apasiona por igual a otros, y con esto el alma
se llena de energía y nos impulsa a seguir con más empeño,
como quien acelerara el paso al saber a ciencia cierta que el
camino que sigue es el correcto y conduce a donde quiere
llegar.
***
Emilie encontró en el borde de un armario una pequeña
tablilla con un dibujo. Estaba en el espacio que separa la
pared del armario, uno de los pocos muebles que los antiguos
dueños dejaron en la casa. Nadie sospechaba que hubiera
nada ahí, pero el otro día a ella le pareció que había algo
allí, metió el dedo y acabó sacando esa tablilla para gran
sorpresa e ilusión.
Es un panelito de publicidad de una marca de limonadas,
del tamaño de una cuartilla más o menos, y con un dibujo
antiguo y un termómetro pegado. Dice «Sirène. Limonade».
Debe ser de los años 70 u 80, y tiene ese aire retro que ahora
tanto gusta. Se podría vender en un mercadillo de esos que
venden anuncios viejos y carteles de esa época en la que aún
estos no acostumbraban a llevar fotografías. Lo ha puesto
en la habitación, en la repisa de la ventana que da al baño,
donde ahora da la sensación de llevar ahí desde siempre,
241
porque queda bien y porque, en su calidad de habitante
antiguo de esta casa, se diría que este cartel tiene derecho a
adornar cualquier rincón de esta sin desentonar.
¿Qué otras cosas nos quedarán por descubrir en esta
casa? Casi dos años aquí, habiendo abierto y cerrado ese
armario cientos de veces, y de pronto aparece algo que ni
siquiera habíamos imaginado. Puede ser que no quede nada
ya por descubrir, la casa no tiene tantos escondrijos, y de
tenerlos es probable que lo que haya que descubrir en ellos
sea mucho menos significativo que esto, pero también es
cierto que nunca se conoce nada por completo, y que tras
la esquina menos esperada salta la sorpresa. Es esto lo que
hace que los lugares no se apaguen, queda siempre el ascua
de lo inesperado, incluso cuando parece ya improbable que
se presente.
También las personas son así, no acabamos de conocer
nunca a nadie. En los bagajes de cada cual, ocultos tras los
muebles que se llevan en el recuerdo, aparecen cosas como
estas un día y nos sirven para estrechar los lazos, para seguir
al lado de alguien con la curiosidad de encontrar algo aún
más íntimo que lo que ya conocemos.
El pequeño termómetro que hay en el cartel marca ahora
22 grados. Es una tarde de primavera tibia, muy tranquila.
Se oyen algunos pájaros trinando y nada más, solo a veces
algunos estertores de la olla express en la que Emilie ha preparado una sopa, y que sigue soltando pequeñas bocanadas
de vapor de vez en cuando. Es una escena típica, podría ser
un día cualquiera, ayer o mañana, de este año o de dentro
de unos cuantos; podría incluso no ser primavera. Pero en
esta rutina de los días, donde rigen la estabilidad y la constancia, hay siempre espacio para algo no aguardado, por
pequeño que sea. Y es eso lo que hace que, sin importar en
qué momento, esta de vivir me resulte siempre una aventura
estimulante.
***
Ha pasado una semana desde que respondí al email de
esa supuesta lectora mía que pudiera ser que viviese en el
242
mismo pueblo que mis padres, y todavía no hay respuesta.
Intuyo que no la habrá ya, aquella era una carta solitaria, un
fogonazo que no estaba llamado a convertirse en intercambio de correspondencia, por más que yo insista en obtener
respuesta.
Sigue sin resolverse el misterio de esa posible coincidencia, pero a decir verdad no es eso lo que perturba de esta
historia. Incomoda mucho más el saber que ciertos vínculos,
repentinos pero a la vez intensos, pueden ser así de fugaces,
llegar y desvanecerse sin que uno pueda hacer nada. Yo no
escribiría un correo así a alguien de quien leyera su libro,
pero de hacerlo es seguro que no desaparecería después, sería
más bien el primer paso de algo más.
Lo que inquieta, pienso ahora, es descubrir que alguien
entiende lo que escribes, alcanza a comprender todo o casi
todo lo que dejas sobre un papel, y al mismo tiempo tú no
consigues entender lo más básico de ese otro lado, sabes
poco y lo que sabes te resulta confuso. Ni siquiera entiendes
que tras un mensaje así pueda no haber respuesta.
A falta de noticias, me pongo yo mismo en el papel del
lector y leo por encima algunos pasajes del libro, y también
del que escribí de mi viaje invernal a Rusia, que es otro
de esos escritos míos a los que regreso con regularidad, no
sé muy bien con qué intención. Debería hacer esto más
a menudo, esto de volver a leerme, quiero decir, aunque
quizás fuera mejor no hacerlo de este modo, así hojeando los
capítulos, sino de principio a fin, como si abordara un libro
por entero desconocido del que al inicio no se tiene ni la
menor idea sobre su contenido. Es buena costumbre volver
sobre uno mismo, aunque se suele olvidar y uno prefiere
pasar el tiempo leyendo el pasado de otros o escribiendo
su presente, ese que siempre le resulta más importante que
lo hecho en otro tiempo. La aparición de esta lectora al
menos sirve para tener un incentivo para repasar lo que se
ha dejado escrito.
Se va dando uno cuenta con el tiempo de que lo de escribir
para recordar sirve para más bien poco. Lo fundamental
de los momentos suele ser imposible de recoger, y si lo
que se quiere es tener una copia fiel de lo que sucedió en
243
tal instante, hay formas mejores de recogerlo, en esto la
tecnología además ha avanzado mucho. A falta de medios,
puede incluso ser mejor dejar que la memoria haga su trabajo
a solas y sin las perturbaciones de la literatura, que si bien
es cierto que ayuda a rememorar algunos detalles, también
lo es que distorsiona otros, y en cuanto a la veracidad del
recuerdo, al final no se gana nada. En resumen, que si se
quiere un fresco fiel de nuestro pasado, escribirlo está lejos
de ser la opción más recomendable.
Para lo que sirve la escritura, esta labor redundante
de narrar lo ya vivido, es para amplificar la dimensión
del recuerdo, para darle ángulos y sombras y caras nuevas.
Pasamos por la vida como ante una imagen plana, rica pero
sin relieves, y cualquier modo en que intentemos preservar
esto lo único que nos devolverá será otra imagen también
plana y con los colores además imprecisos, gastados por el
tiempo, así como el sol se los roba a las fotografías sobre un
papel. Al escribir no intentamos guardar fieles esos colores,
se sabe ya que esta es una labor imposible, pero en su lugar
convertimos esa imagen en un relieve, le damos los lados
que le faltan para el día de mañana poder mirar su realidad
desde otra perspectiva, le construimos la espalda a lo vivido,
le damos el angulo justo y unos planos nuevos.
[...]
Estaba escribiendo las últimas líneas frente al ordenador, y justo acaba de llegar ese mensaje de respuesta que
ya creía improbable. Se conoce que mi lectora ha estado
haciendo algunas indagaciones y por eso se ha demorado en
la respuesta.
Me escribe un mensaje gracioso, con un tono más relajado
que el primero, supongo que porque ya no es tal primero y
porque la casualidad de toda esta historia invita a una cierta
confianza. En efecto, ella confirma que vive cerca del pueblo
de mis padres, al tiempo que cuenta que le ha sorprendido
tanto como a mí que habláramos del mismo lugar sin saberlo.
Al parecer, su pareja es de Linares, el pueblo de al lado,
y aunque mis padres no le conocen, sí que conocen a sus
vecinos. No hace falta tirar mucho del hilo en estos lugares
pequeños para empezar a atar cabos, si la coincidencia era
244
cierta bastaban un par de preguntas aquí y allá para dar
con alguien que conozca a ambas partes implicadas.
Así que eso es todo, este es el final del asunto. Hay que
reconocer que, a pesar de la intriga y del deseo que había
por saber si la historia era verídica, se le posa a uno encima
esa pesadumbre de los finales mal avenidos. Porque, en lo
que a emociones respecta, los finales suelen ser siempre mal
avenidos; los desenlaces son un objetivo a perseguir, pero
uno al que no se desea llegar, y es ese camino tortuoso de
la intriga y la duda lo que en realidad se disfruta. Debo
responder a este mensaje, quizás mañana, que hoy ya es
tarde, pero de pronto las ganas de hacerlo se disuelven y hay
poca motivación. ¿No está acaso la historia ya terminada?
***
Me llamo Emilie Bourgade.
Soy francesa.
Soy colegiala.
Soy de Condom.
Mi fecha de nacimiento es el veintiocho de août[sic] de
mil novecientos ochenta y uno.
Tengo trece años.
Así empieza el cuaderno que Emilie ha rescatado hoy de
entre las cosas que hay en el pasillo de casa de sus padres, las
que sacó allí cuando cambiaron hace unos meses el parqué
de la habitación y que aún no ha vuelto a colocar en su sitio.
Es el cuaderno de su primer año estudiando español.
Me entretengo leyéndolo, mirando la caligrafía, las correcciones, imaginándola como la niña aplicada que debía
ser entonces. Ella está en el sofá leyendo y no le hace ya caso
al cuaderno, me lo deja y se va y sabe que con esto tengo
yo material suficiente para pasar la tarde entre fantasías,
como si volviera a descubrir por primera vez todo aquello
que hace que ella signifique hoy tanto para mí.
Escribo ahora pensando que ojalá algún día alguien
recupere estas frases con la misma emoción intensa con que
yo leo esas suyas de entonces.
245
***
Ha llegado el violín. Otra actividad más que sumar a la
lista de cosas por hacer, yo que me prometo a mí mismo cada
día que no voy a empezar nada nuevo, que es mejor centrarse
en las tres o cuatro aficiones consolidadas en las que uno más
o menos ya se da cierta maña. Al final, puede más el gusto de
irse superando que el de acabar dominando un oficio. A estas
alturas, estoy ya más que satisfecho con lo que soy capaz
de hacer en todas esas otras disciplinas en las que me gusta
aplicarme, pero me falta el ímpetu y la dedicación para ir
un poco más lejos, practico por el mero disfrute, sin esperar
progreso alguno. Pero en estas nuevas ideas, ya sea al violín o
a cualquier otro divertimento en el que no me haya ocupado
antes, qué sencillo es mejorar, se acuesta uno sintiendo ser
mucho mejor que al despertar. Supongo que esto de ver que
se avanza es lo que nos mantiene ilusionados, reconforta
más saberse un principiante con posibilidad de mejora que
un experto a punto de tocar techo. He ahí, supongo, la
explicación a este flujo incesante de nuevos hobbies que voy
procurándome.
Por el momento, como es natural, no he conseguido sacar
del violín más que ruidos estridentes. Qué instrumento más
desagradecido, la verdad; si no fuera por este bienestar que
da, como digo, el verse progresar, volvería a la guitarra
inmediatamente. En cualquier caso, auguro que esta será
una afición que acabará enraizándose.
***
Hablando de aprendizajes, no cabe duda que el más
relevante de todos ellos es el de esta tarea de ser padre. No
le queda a uno más remedio que ejercerla y aprender cada
jornada un poco (o mucho, según el día); es parte de las
razones por las que ayudar a crecer a un hijo resulta tan
reconfortante.
Los días que Juanma y Muriel estuvieron en casa, compartimos nuestros saberes sobre esto de ser padres. Más bien,
ellos compartieron conmigo los suyos y yo no hice más que
246
escuchar, porque en estas lides me llevan una obvia ventaja
y yo poco o nada tengo que enseñarles.
Les contaba yo con orgullo que Inés había conseguido
hace un par de días escalar hasta lo alto del carrito mientras
yo la miraba sorprendido y estaba a su lado para que no se
cayese. Juanma me comentó que, cuando los padres están
delante, los bebés arriesgan más y hacen cosas como esta,
y que de estar a solas quizás no intentarían esas empresas.
Lo dijo como si fuera un hecho bien conocido, algo que
quizás hubiera leído en algún sitio, pero tenía esta verdad
también, creo yo, un eco de su propia experiencia. De entre
las conversaciones que tuvimos en estos días juntos, la de
esta breve lección se ha quedado guardada con algo más de
brillo, por esos caprichos que la memoria siempre tiene para
resaltar parte de lo que aprendemos.
Lo peculiar de este aprendizaje de la paternidad es que
aquí la satisfacción es la misma siendo el experto o el aprendiz, porque al final este acabará siendo aquel y además esta
es labor con la que uno se emociona y se realiza, pero de
la que siente en realidad poco orgullo. No hay maestros y
alumnos en este oficio, hay más bien compañeros de viaje,
cada cual con más o menos leguas a la espalda y siempre
dispuesto a echar una mano al rezagado.
Luego están las cosas que se aprenden y solo sirven para
uno mismo, porque cada hijo es un mundo y tiene sus propios
secretos, y lo que en uno es una verdad incontestable en otro
no se cumple en absoluto. Y se va llenando uno de pequeños
trucos en este oficio de ser padre, todo sea por hacer de ello
un trance más sencillo.
Inés todavía llora cuando la dejo por las mañanas con
Christine. Quiere quedarse en mis brazos y si la intento pasar
a los brazos de ella, se pone a llorar y se resiste. Hemos
adoptado la siguiente estrategia: la siento en la mesa, le doy
un peluche, y cuando esta tranquila y me puedo separar
de ella, Christine la coge de la mesa y ya no hay problema
alguno. Es un pequeño engaño que nos hace las cosas más
dulces a todos.
Convivir no es en realidad sino esto: aprender los trucos
y las mentiras piadosas que engrasan los mecanismos con
247
que nos unimos a otros, saber hasta dónde el engaño es
legítimo y sirve para estrechar lazos en lugar de romperlos.
Y así vamos, aprendiendo esas astucias para jugar mejor
nuestro papel social sin que nadie se dé cuenta del engaño
y dejándonos engañar a su vez por otros. Algún día se nos
olvidarán todas estas sutilezas, porque a ciertas alturas de la
vida quizás importen menos ya los vínculos, y seremos viejos
gruñones a quienes no merecerá la pena esta mascarada. A
esas alturas, digo yo, ya no quedará sino rezar para que al
menos no se nos olviden los engaños que acaso nos sirven
para convivir con nosotros mismos.
***
Qué rápido parece pasar un año, pero al mismo tiempo,
qué fácil olvidar lo sucedido entonces, en esa última primavera que se siente ya lejana, casi como si esta hermana suya
que ahora llega fuera más bien una nueva estación que no
conocemos. Se nos extravían los recuerdos de cómo era la
vida en ese tiempo, de esa vida misma que estamos ahora
a punto de repetir en idéntico escenario. Un año da para
mucho, al menos en materia de olvidos.
Lleva toda la semana haciendo buen tiempo, y es ahora
al fin, tras esta racha de calor, que volvemos a sabernos en
la temporada cálida y bonancible. Un paseo como el de cada
día, una comida en el jardín, y la sensación es la de visitar
un tiempo nuevo, como si nunca antes se hubiera conocido
esta verdad del campo primaveral. O acaso sea que se la
esperaba con más deseo que otras veces, los sentidos más
despiertos para disfrutarla, y se encuentran así cosas de las
que no se tenía hasta entonces constancia.
En realidad, le faltan todavía unos días a esta primavera
para instalarse. Faltan aún los olores, la agitación de las
mañanas, algunas flores, y también las hojas del tilo, que
aún sigue sin asomar ni un solo brote. Llega tarde a su cita
este año, Emilie estuvo mirando fotos del año pasado y por
esta fecha ya había más color en todos los árboles. También
eso lo olvidamos, nos hacen falta las fotografías para saber
si llega con premura o retraso la estación.
248
Volverá a suceder de idéntica forma el año próximo, y
también al siguiente y al de de después. Nos daremos cuenta
de que todo nos sabe a nuevo, excepto el hecho mismo de
apreciar esta novedad, que es a fin de cuenta la sola constante
de la vida, la de no ser capaz de poder anticiparla a pesar de
sus ciclos. Salimos de un tiempo como quien parte de viaje,
y el regreso es también como quien vuelve a casa después
de recorrer mundo: nada está como lo recordaba y además
hay polvo sobre los muebles.
***
Antes de acostarnos, fui a tirar la basura a los contenedores. Estaba refrescando y las ranas estaban más calladas
que de costumbre. Cuando volvía, al doblar la esquina, me
encontré con Emilie que había decidido salir también y venir
a mi encuentro. Hicimos esos últimos cien metros hasta casa
juntos, muy despacio, como si hubiéramos de apurar el poco
recorrido que teníamos por delante.
La luz de las farolas daba un tono dulce a las flores de los
ciruelos, blancas pero cálidas, como estrellas arracimadas.
La piedra del pequeño muro alrededor de la huerta tenía
también un color acogedor, y parecía con esas sombras
una obra mejor acabada y firme de lo que en realidad es.
Emilie tenía en la cara el orgullo de cuidar esta tierra, se
le notaba cuando hablaba de los árboles o del trabajo que
viene haciendo en la huerta, todo ello bien distinto ahora a
esta luz nocturna.
Me lo digo siempre a mí mismo cuando salgo de noche
por estos alrededores: tengo que compartir estas pequeñas
excursiones con mis amigos, traer a las visitas a una breve
caminata bajo esta luz de farolas, en este silencio, contarles
cómo en las noches de luna me entretengo en adivinar al
fondo la línea de algunas colinas. Al final acabo llevándoles
al circuito clásico de actividades o dejándoles hacer a su
antojo, y a la noche nos quedamos en casa o salimos a hacer
algo, pero nunca paseamos por el pueblo.
Es este el verdadero tesoro de vivir aquí, el de poder tener
esos minutos de nocturnidad palpitante y esa oportunidad
249
de estar así con uno mismo. No es el paisaje de los días
soleados, ni la calma, ni al aire entrañable de los pueblos;
no es la tarde en el jardín sin que pase un solo coche, ni
la libertad de deambular por la carretera a plena luz del
día en la más completa soledad. Es la noche, es la forma de
poseerla lo que vale la pena de este lugar.
Sea tal vez que, aun sin quererlo, trato de guardarme
este secreto para mí y no compartirlo con nadie.
***
Cuando fui a recoger a Inés esta tarde me la encontré
con un chichón en la cabeza. Era reciente, se acababa de
caer y empezaba a coger ya el color de la piel amoratada,
y aunque Christine le había puesto hielo se había hinchado
rápido. No parecía dolerle, se la veía contenta como si nada
hubiera pasado. Christine me dijo que lo sentía, que estaba
atendiendo a Helio y en ese momento Inés se había escurrido
sin que ella pudiera evitar que cayese de frente. Yo no dije
nada, me parecía poco más que un accidente sin importancia,
y volvimos a casa como de costumbre.
Cuando la saqué del coche, el chichón me parecía más
evidente, y además tenía arañado el borde de la nariz y un
poco en un carrillo. Aunque sonreía, daba algo de congoja
verla así, esas señales violentas son mucho más dramáticas
en un bebé. Pensé que quizás debiera haberle dicho algo
más a Christine, haberle recriminado que estas cosas lleguen a ocurrir, pero no siendo la cosa tan grave me parecía
exagerado. Es lo que tienen estos contextos íntimos de los
pueblos así, que a fuerza de conocer a todo el mundo se
piensa uno más las cosas antes de echárselas en cara a otro.
De haber sido en otra circunstancia, es probable que se
pudiera esperar una reacción distinta, pero creo que aquí
hice lo correcto, aunque no por ello me dejaba de inquietar
ver a Inés con su primer chichón en la frente.
Hicham llamó justo después de que llegáramos a casa
para decirme que si nos veíamos esta tarde. Debía hacer
más de un mes desde la última vez que hablamos; se me
pasa por la cabeza a menudo la idea de hacerles una visita
250
y al final por una cosa o por otra lo voy dejando. A él se
conoce que le pasa lo mismo, pero hoy que estaba solo le
pareció buen momento para llamarme, o simplemente tenía
más necesidad de hablar con alguien.
Por el camino nos encontramos con Paulette, que venía en
coche. Paró en mitad de la carretera, puso los intermitentes
y se bajó a saludarnos. Qué mujer más enérgica, no para
de hacer cosas y de ir de un lado para otro, y siempre está
sonriente y llena de vida. Este pueblo es más suyo que de
ninguna otra persona, no ya por el tiempo que habrá pasado
aquí y por la historia que ella misma representa, sino por
esa vitalidad que pasea sin descanso. Uno la ve y piensa que
no debe haber mejor embajadora de esta vida rural que ella,
es de esas personas que parecen haber hecho suyo ya todo
el saber de un lugar y a todo lo que se dedican ahora es a
pregonarlo de ese modo tan enérgico. Es digno de admirar,
merecería un libro entero en lugar de esta pequeña mención
en un diario.
Me dijo que había abierto el bote de miel que le regalamos
a Bernard hace poco. No hizo comentario alguno sobre si
le había gustado o no, ni siquiera dio las gracias, pero dijo
que tendría que correspondernos con algo.
—Te daré unos huevos.
Y de inmediato olvidó el tema y se vino a hacerle carantoñas a Inés. Le conté lo del chichón y ella dijo que eso era
normal, que a esas edades tarde o temprano tienen que pasar
cosas así. No lo decía con intención de quitarle importancia
al asunto, creo que ni siquiera se le pasó por la cabeza que
algo así pudiera tenerme preocupado.
Me contó algunas historias y se puso de nuevo en camino.
Fueron apenas cinco minutos, pero qué vigoroso se siente uno
después de hablar con ella aunque sean cosas sin importancia.
Es curioso que el resto de su familia sean tan más bien
tranquilos y algo apocados, uno pensaría que son de una
estirpe distinta.
A Hicham le encontré algo cabizbajo, sobre todo después
de ver a Paulette, porque era un contraste llamativo. Dorothè está pasando unos días fuera y él esta solo. La pareja
251
que vivía con ellos y que había venido para pasar el año
trabajando en el molino ha decidido de pronto marcharse.
—Decían que estaban bien, y de pronto una mañana sin
más dijeron que no estaban a gusto y que se iban.
Lo cuenta con cara de sorpresa, aunque se nota que ya no
le sorprende este desenlace, del que debe llevar hablando y
pensando desde que sucedió hace un par de semanas. Lo que
parece no irse tan deprisa es la decepción, el bache que esto
supone en este proyecto suyo del molino, tal vez la afrenta
hacia su confianza que intuyo que él ve en esta huida.
La tarde se empezaba a poner algo gris, y con ese aire
algo abatido que él tenía, se me antojó el molino como un
lugar triste y esta empresa de reconstruirlo como una lucha
tal vez no perdida, pero sí estéril. Qué incómodo se siente
uno ante problemas así que nunca ha compartido, yo que
soy amigo de las posesiones y los proyectos poco ambiciosos,
de tener esta casa nuestra pequeña a la que llegamos y en
la que no tuvimos que hacer nada para empezar a habitarla,
porque es así y no de otro modo como a mí me gustan las
cosas, sin meterse en demasiados líos y pudiendo disfrutar
sin más demora de la vida.
Parecía faltarle algo de la ilusión que tenía hasta ahora
por vivir aquí, como si se hubiese dado cuenta de pronto de
que las metas que se había propuesto son poco menos que
inalcanzables. No es extraño que sucumba a esta desesperanza, porque lo cierto es que el molino está casi igual que
cuando les conocimos, o al menos queda tanto por hacer
que lo ya hecho, pese al esfuerzo que ha costado, se antoja insignificante. Todo avanza muy lento, lo que preveían
para dentro de un mes tarda un año en completarse, y lo
que preveían para un año es mejor no estimarlo ya para no
perder más aún las ganas de continuar. Hace tiempo que
vengo pensando esto, pero al verle solo y con ese gesto de
decepción frente a la enormidad de todo este trabajo, volví
a pensarlo con más fuerza, y me pareció que yo también me
perdía la esperanza que pudiera haber tenido de que este
proyecto llegara a buen puerto.
Quedamos en comer juntos mañana y charlar con calma.
252
Según volvía a casa, me pareció que el molino estaba más
alejado y fuera del pueblo que nunca.
***
Fue hace relativamente poco que descubrí de que «Mediterráneo» quiere decir «entre tierras». No había caído antes
en la cuenta de ese significado hasta que un día, leyendo un
texto en ruso, me encontré con la traducción del topónimo
y allí, en ese otro idioma, la etimología de la palabra me
resultó mucho más evidente. Me ha pasado igual con otras
palabras, como por ejemplo «equilibrio», que al encontrarla
por primera vez también en ruso me di cuenta de que quiere
decir «de igual peso».
Aprender un idioma extranjero nos sirve para entender
mejor el nuestro propio, de la misma manera que tratar con
otras personas nos ayuda a saber más de nosotros mismos.
Cuando intentamos desvelar lo que otros guardan, acabamos aprendiendo más sobre lo que nosotros escondemos. Es
cuestión de perspectivas y puntos de vista.
Una forma aún mejor de profundizar en nuestro idioma y
buscarle esos recovecos desacostumbrados es ver cómo otros
lo aprenden. Lo que para nosotros fue natural aprender un
día para otros es un aprendizaje tardío al que se llega por
un camino tan distinto que saca a la luz cosas en las que
de otro modo no repararíamos nunca. A mí esto me pasa
a menudo con Emilie, cuando la oigo hablar y escucho sus
giros, sus pequeños errores, las traducciones literales que
hace de algunas ideas en francés. Así he visto, por ejemplo,
que muchos adjetivos que indican colores no varían con el
género: un coche es naranja o violeta o rosa, y no naranjo ni
violeto ni roso, como sería más lógico. Son detalles curiosos
que a quien habla sin pensar en reglas gramaticales no le
saltan a la vista. Las excepciones se hacen reglas para quien
desconoce las reglas mismas.
De todo esto puede deducirse que la mejor forma de
conocerse a uno mismo es no más observar cómo otros nos
van descubriendo, abrirse a los demás para ver de qué modo
nos interpretan. Y efectivamente es así como sucede, nada
253
mejor que las miradas ajenas para indagar en lo propio. Solo
así conseguimos avanzar en este desempeño inabarcable de
comprender quiénes somos.
***
Hicham vino a comer a las 12:30 como había dicho,
extrañamente puntual para lo que suele ser él. Nos sentamos
a comer en cuanto llegó y saqué un par de cervezas para
compartir.
Parecía como si hubiera escuchado todos esos pensamientos que yo tuve ayer cuando pasé por el molino, porque
empezó a contarme sus nuevos planes y todos eran en realidad una sola idea: el molino es un proyecto que se les queda
grande y no pueden conseguir nada si intentan hacer tantas
cosas a la vez. Así que han decidido concentrar sus esfuerzos
en las obras del edificio y, una vez que estas estén terminadas, volver poco a poco con el resto. Han puesto a la
venta las vacas y las gallinas, y van a dejar toda la labor
agrícola para aprovechar el tiempo en reconstruir la casa,
que es ahora su única prioridad. Lo interpreté para mí como
una respuesta a esas cuestiones que me vinieron ayer a la
cabeza, una respuesta, todo sea dicho, que satisfacía a mi
tranquilidad porque me parecía un buen plan y porque él la
enunciaba con convencimiento y seguridad.
Las razones de este cambio resultaron no ser solo de mera
logística. Me confesó después, supongo que porque al calor
de la comida y la cerveza es más fácil entrar en intimidades,
que él y Dorothé ya no están juntos, y que ella no está
pasando unos días fuera como me dijo ayer, sino que se ha
ido a vivir a casa de su madre. No supe bien qué decirle,
porque es en estos contextos cuando las limitaciones que uno
tiene hablando un idioma extranjero se manifiestan con más
notoriedad, y todo lo que se intenta decir suena demasiado
afectado y poco creíble. En estos trances difíciles, lo que
corresponde es acudir a las frases hechas y las formulas
de cortesía bien probadas, justamente las que el hablante
no nativo nunca aprende o no sabe bien cómo utilizar. Me
dijo que a pesar de separarse tenían intención de continuar
254
trabajando en el molino los dos y sacarlo adelante como
estaba previsto, aunque ahora con ese plan más enfocado.
Me sonó todo un poco raro, pero tampoco aquí supe qué
decirle.
Volvimos rápido al tema del molino, y entonces la poca
esperanza que yo había recuperado sobre su proyecto la
perdí pensando que ahora, estando él solo en la casa, y en
esa situación tan extraña —e inestable, aunque eso a él le
sea difícil verlo— con Dorothè, las posibilidades de llevar a
buen puerto esta empresa vuelven a ser escasas.
Cuando se fue me dijo que se había apuntado a un
concurso de músicos para el mes que viene, y que tal vez me
pediría que tocara un par de canciones con él. Pensé que
aquel parecía un plan mucho más realista que los otros, y le
dije que podía contar conmigo.
Por la tarde fui a recoger a Inés andando. Hacía buen
tiempo y me apetecía pasear, así que cogí el carrito y subí
hasta casa de Christine con él. En el camino me crucé con la
mujer muy mayor que vive en la granja al lado de la carretera,
que parece salida de una película extraña. Anda siempre por
fuera —cuando pasé yo estaba partiendo unas ramas secas
con las manos—, tiene cara huraña y va encorvada, y le
queda no más que un único diente largo. Sería cómica si no
fuera por la forma que tiene de hablar, que más que hacer
reír da miedo, a pesar de que nunca he logrado entender ni
una sola palabra de lo que dice, porque balbucea más que
habla.
Le saludé cuando llegué a su altura y pensé que eso sería
todo, pero se acercó diciendo algo que no entendí y se puso a
mirar dentro del carrito, donde no había más que un peluche.
Aquello la debió desconcertar y se me quedó mirando con
cara de no entender lo que hacía yo paseando un conejo
verde de tela. La escena habría sido también cómica, de no
ser porque me miraba con una cara nada simpática, que
no cambió cuando le intenté explicar que no llevaba ningún
bebé de paseo, sino que iba a recoger uno. Tampoco sé si me
entendió, o si siquiera la mujer oye lo que le hablan, pero
como no tenía mucho sentido seguir allí, le dije adiós y seguí
andando. No me di la vuelta para mirar, pero estoy seguro
255
de que se quedó allí siguiéndome con la vista durante un
buen rato. De mayor preferiría no convertirme en un anciano
así, debe ser una vida muy triste. Qué comparación más
odiosa entre esta mujer y Paulette, tan vital y feliz cuando
la vi ayer por la tarde.
Convencí a Christine y Alain de que vinieran por la
noche a la sesión de música celta en Jegun. Hacía tiempo
que me habían dicho que les interesaba, y aunque no me
había acordado de avisarles antes, se apuntaron al plan sin
pensárselo dos veces. Resultó ser un mal día para acudir a
la cita, porque por allí no apareció ningún músico. Salvo yo,
claro está, que era el único que no debía haberse enterado
de que los demás no tenían plan de venir. Michael confesó
no saber nada, el evento estaba convocado y esperaba ver
a alguien por allí, pero no pareció darle más importancia.
A fin de cuentas, tenía al menos un músico, y el bar estaba
especialmente animado.
Como era de esperar, me tocó dar un concierto, aunque
esta vez no fue en la sala principal, sino en esa trastienda
que el bar tiene, que siempre está vacía y que hoy albergaba
una especie de celebración, con algo de picoteo y gentes
pasando allí el rato en lugar de junto a la barra. Toqué
tres o cuatro canciones hasta que la gente empezó a hablar
demasiado alto, y después salí de vuelta al bar a tomar otra
cerveza.
Alain y Christine disfrutaron la noche más que nadie, a
pesar de que, como les repetí varias veces, era un día de lo
más atípico, no ya porque no hubiera música en vivo como
correspondía, sino porque la gente andaba extrañamente
animada, bailando y gritando, como si se celebrase algo.
Había una mezcla equilibrada de ingleses y franceses, y faltaban, además, los grupos de ingleses más mayores, mujeres
normalmente, a los que Emilie suele llamar las «inglesas
burguesas». Atípica o no, la noche era entretenida y tenía
buen ambiente, algo que, a juzgar por como lo disfrutaban,
intuyo que Christine y Alain no encuentran habitualmente
allá donde vayan cuando salen de casa. Me repitieron varias
veces que el sitio les había encantado y que volverían para
la próxima sesión de música.
256
Nos sentamos en una mesa a charlar tranquilamente. En
esa mezcla de culturas que el bar acostumbra a ser, hablamos
de orígenes y de pertenencias, de cómo ellos vienen de una
parte distinta de Francia, al norte, y de cómo a pesar de
mantener la misma lengua, la forma de ser aquí es distinta a
la de allí. Les interesaba mi parte de la historia, la forma en
que Inés asimilará nuestras culturas y lenguas, todos esos
detalles en los que es fácil reparar si se piensa en lo que
significa educar un hijo que arrastra tras de sí más de un
origen cultural.
Acabaron saliendo, como no podía ser de otro modo, mis
historias por otros países: los viajes a Rusia, mi trabajo para
una empresa americana, los veranos que pasé en Irlanda
cuando era pequeño (una Irlanda muy distinta a la que este
bar da a entender, por cierto. La edad supongo que también
influye en esto). Escuchaban con atención y a veces incluso
preguntaban o comentaban algo de lo suyo, porque poner
nuestras historias a la luz de la de otros siempre ayuda a
conocer mejor de dónde venimos. O, más que eso, para darse
cuenta hasta dónde hemos llegado. Como ya las he contado
muchas veces, fue un relato bien orquestado, a pesar de que
me parece que esa era la primera vez que lo contaba en
francés.
Se siente uno bien contando sus trajines antiguos y viendo
que los demás le escuchan y disfrutan. Valemos lo que valen
nuestras historias, lo que tenemos que narrar y nuestra
capacidad de narrarlo. No es sino esa la tarea fundamental
del hombre para con otros, contar lo nuestro y dejarnos
contar lo que los demás guardan. Luego está la literatura,
que es añadir su lado artístico a todo esto y ponerlo en papel
para que persista, pero lo necesario es el relato desnudo,
la historia contada en noches así como forma máxima de
establecer alianzas.
Me volví antes de que el bar cerrara, sin echar en falta que
no hubiera habido sesión irlandesa tal y como la esperaba.
***
Inés está fascinada con la lavadora. Cuando la ponemos,
va corriendo a ella y se queda delante de ella mirando girar
257
el tambor y escuchando el traqueteo que hace. A falta de
televisión, es lo más parecido que debe haber a quedarse
embobado delante de una caja tonta.
Me he venido con ella para vigilarla mientras está ocupada en esta diversión suya y aporrea la puerta o trata de
alcanzar las luces y los botones. Como sé que va a estar
entretenida así un rato, me traigo un libro y me siento yo
también enfrente de la lavadora, en el suelo, a leer. Ella se
gira de vez en cuando y luego sigue observando, pegada la
cara al tambor como si fuera una escotilla que diera a otro
mundo fascinante. Hacemos una escena de lo más ridículo,
pero también de lo más entrañable.
***
Avanzo con el violín mejor de lo esperado. La mano
izquierda no es problema, y con la derecha voy cogiendo
rápidamente el mecanismo del arco. Sigue sin sonar demasiado bien, pero soy capaz de hacer ya algunas melodías, y
la mejora es evidente cada día.
Como ya dije, pocas experiencias tan gratificantes debe
haber como esta de aprender. La satisfacción de estudiar
es mayor que la de obtener logros por el camino, y si algún
día llego a ser un intérprete decente y capaz de tocar piezas
avanzadas, el camino hasta allí habrá sido de mucho más
valor que el hecho mismo de haber llegado hasta ese objetivo.
Está claro que parte de esta satisfacción obedece al
estudio tardío, a empezar en esta tarea cuando ya uno
tiene una edad y una experiencia pasada, cuando puede ser
consciente de sus progresos o incluso, como aquí, escribir
acerca de ellos para tal vez un día revisitar esta evolución.
Es bien distinto aprender las cosas así, deliberadamente y
siendo uno mismo quien decide esforzarse en ello.
Con los saberes y los conocimientos se tiene la misma
pertenencia que con los países y las culturas, hay quien nace
en ellos y hay quien los descubre más adelante, ya como
extranjero. La experiencia, en cada caso, es por completo
distinta, porque no se aman de igual forma el lugar donde
uno nace que aquel al que uno se vincula más tarde cuando
lo visita mientras trata de comprender el resto del mundo.
258
Si hubiera aprendido a tocar el violín de crío, hoy es
probable que fuera capaz de tocar piezas que quizás ya nunca
llegue a poder interpretar, pero habría perdido todo este
disfrute previo. No sabría decir bien cuál de estas opciones
prefiero ahora. Supongo que, mientras uno tenga su parte
de cada una de ellas, se ha de sentir satisfecho con lo que
ya sabe y con lo que a día de hoy se ha propuesto aprender.
Me pasa esto mismo con los idiomas, que también son
como países que uno puede visitar o tierras a las que uno
pertenece. Lo hablé el otro día con Anna, una amiga rusa que
está viviendo este año en Vigo, la última vez que nos vimos
en Madrid. Yo no hablaré el ruso como lo habla ella ni como
hablo el español, ni ella tendrá tampoco mi nivel de español
por más que lo estudie, pero para los dos la experiencia
de estudiar la lengua del otro es única y maravillosa. De
nuestro idioma solo podemos apreciar la belleza que da la
práctica, leyendo o escribiendo, deleitándolos en los juegos
de palabras o las inflexiones, pero de el del otro vemos
la belleza del descubrimiento, de la tierra ignota por la
que vamos abriéndonos camino. Son dos formas diferentes
de amar una lengua, pero dos formas incompatibles que
se niegan mutuamente, del mismo modo que el local y el
turista no pueden sentir un lugar de igual manera aunque
ambos sientan por él emociones intensas.
La primera canción que he aprendido al violín se llama
Fainne Geal an Lae. Mi sonido es aún tan malo como lo
debía ser mi pronunciación rusa cuando empecé a aprender
las primeras palabras, hace ahora doce años.
***
Parecía que se hubieran puestos todos de acuerdo para
dar al unísono su primera señal de la temporada. Estábamos
comiendo en el jardín con los padres de Emilie y su hermana,
y empezaron a llamarnos la atención uno tras otro todos esos
signos tan evidentes: el cuco, que no cesó de cantar hasta el
final de la tarde; un grillo dando su cantinela, los primeros
brotes del tilo abriéndose ya en pequeñas hojitas. Parecía
más bien que habíamos estado insensibles a todas estas
259
pruebas de la primavera, y que ahora de pronto las sabíamos
ver y no eramos capaces de ver otra cosa. Estuvieron ahí
acosándonos todo el tiempo, tan conspícuas, en un día que,
por otra parte, era discreto como pocos. No soplaba viento
y en todo el tiempo no pasó ni un solo coche, ni siquiera por
la departamental, a lo lejos. Incluso el inglés había decidido
no sacar su arsenal de maquinas ruidosas, y todas esas voces
primaverales se oían en un primer plano glorioso.
Para cuando los padres de Emilie se fueron, ninguna de
aquellas señales era ya tal, habían dejado de anunciar algo y
pasaban ya a ser rutinarias. Se habían hecho nuestras, parte
del paisaje de este tiempo que parecía no haber comenzado
justo ahora, sino llevar ya un tiempo largo entre nosotros. Y
allí estábamos, de lleno en la primavera, casi con intención
ya de esperar al verano, o a lo que tuviera que venir después,
porque no es sino la sucesión de los deseos lo que da sentido
al paso del tiempo.
***
Paseo con Emilie e Inés por las afueras del pueblo; la
vuelta de siempre justo antes de que se vaya el sol. Ella, claro
está, va descubriendo más de esos símbolos de primavera que
yo creía ya todos asentados, tiene una sensibilidad distinta
a todo este entorno, menos metafórica quizás, más tangible;
encuentra cosas que yo no veo o que creo haber visto allí
siempre y no me llaman ya la atención. Hoy era el aroma de
los lilos y sus flores abundantes arriba de la calle. Habrá otros
detalles mañana, como puntos ciegos a los que mi mirada
no alcanza. Y será hermoso descubrirlos con su ayuda.
***
Buscando algo en Internet, acabamos tropezando con uno
de esos fragmentos de hemeroteca que uno asocia con algún
punto de su propia historia, y en torno al que se arremolinan
más emociones que de costumbre. La noticia es una noticia
menor, relativamente reciente. El 18 de febrero de 2012,
Marine Le Pen dio una rueda de prensa para denunciar
que todos los mataderos parisinos llevaban a cabo prácticas
260
inadecuadas con objeto de producir carne halal. «Toda la
carne de los mataderos de París es halal», en sus propias
palabras. Estaba claro que a ella poco le importaban los
animales o los mataderos, y que usaba esta excusa para
su cruzada anti–musulmana, y no tardaron en salir a dar
la réplica los gerentes de la industria, amén de políticos y
activistas de todo pelaje, a veces tan predecibles y vacíos
de contenido como aquellos contra los que se enfrentan. Se
formó un cierto revuelo, y en los días después de aquello,
aprovechando la coyuntura, la pequeña de los Le Pen se paseó
por las emisoras de radio contando su versión de la historia.
Entre ellas la emisora nacional que Emilie tenía sintonizada
en su despertador y que se encendía cada mañana para
sacarnos del sueño. Y allí estaba ella, con su voz cazallera y
amenazante, soltando su discurso a las ocho de la mañana
y dándonos la bienvenida a aquel día. No nos hizo mucha
gracia, pero se nos quedó en la memoria, más que por ella
por el hecho de que yo acababa de instalarme en Francia y
ese era, si no el primero, uno de los primeros días en que
Emilie y yo vivíamos juntos. Las noches de entonces eran
hermosas, pero los despertares ya se ve que no eran tan
idílicos.
Hoy leyendo esta noticia nos ha dado por recordar todo
aquello: la hora a la que solíamos acostarnos, cómo estaba
dispuesta aquella habitación en la que yo aún no tenía un
lugar para mis cosas, el desayuno, la despedida cuando ella
se iba a trabajar. En aquel entonces yo no tenía trabajo,
me quedaba en casa haciendo cosas o salía a explorar los
alrededores, y a la hora de la comida ella volvía y yo le
tenía algo distinto preparado cada día. Comíamos en el sofá,
delante de la pequeña mesita que ahora tenemos aquí junto
la ventana, con los platos en la mano y uno al lado del otro.
Después ella se iba y yo seguía con mis cosas, que a veces
no eran sino quedarme allí mismo leyendo o haciendo algo
en el ordenador.
Fue una época feliz, de una de esas felicidades sin aspavientos que hace falta rescatar de la memoria con esfuerzo
para que vuelvan a traernos su bonanza hasta el presente.
Era una felicidad discreta, como lo eramos nosotros y como
261
era también la vida que llevábamos. Yo tenía todo el tiempo libre del mundo y nada en realidad que hacer, ningún
objetivo más que estar allí, curiosear los lugares cercanos no
porque tuviera deseo de hacerlo o porque valieran más que
otros, sino porque eran el escenario de esas calmas, de esas
rutinas sosegadas que, sin uno saberlo, se iban haciendo el
cimiento de toda una vida.
Hoy lo escribo aquí porque no lo había hecho antes,
igual que nunca antes habíamos recordado Emilie y yo esos
tiempos, y de haberlo hecho los habríamos rememorado con
distinto cariño. Lo cierto es que en aquella época escribía
mucho menos que ahora, incluso en estas labores tenía la
agenda vacía. Lo escribo ahora porque acaso sea este el
único momento para recoger aquel episodio, y pensando que
a veces no hace falta ni siquiera escribir lo vivido para dejar
muescas a las que luego regresarnos. La vida ya se encarga
de hacerlo en formas quizás más prosaicas pero igual de
eficaces.
***
Ya se ven las ramas del tilo cubiertas de hojas al salir por
la puerta de casa. Es poco menos que un milagro ver todas
esas hojas tan evidentes, sobre todo teniendo en cuenta que
hace menos de una semana que asomaron los primeros brotes,
del tamaño de una almendrita, y que vistos así parecían
aún estar muy lejos de tornarse en hojas completas. Le
falta todavía al árbol para estar completo y dar su sombra,
pero no deja de ser increíble este cambio tan repentino, casi
pareciera que es una de esas películas en time–lapse donde las
cosas suceden a una velocidad inusitada, las nubes galopan
por el cielo y las flores se abren en cuestión de segundos.
Entre las cosas que olvidamos cada año está también la
velocidad con la que llega la primavera, que siempre es así
de impresionante y nunca deja de causarnos asombro.
Como digo, se abre la puerta y al salir a la calle las ramas
ya parecen más llenas de hojas que peladas, es una imagen
nueva cada mañana, porque por más que se intente no se
logra predecir la magnitud de este cambio. Me recuerda un
262
poco a ese día en que nevó hace un par de meses, cuando
abrí la puerta después de levantarme pensando que era un
día más y me encontré con el campo todo blanco y la nieve
recubriendo las ramas.
La extrañeza de este despertar fulgurante del tilo es
todavía mayor si se piensa en lo inerte y dormido que parecía
hace tan solo unos días, poco más que una madera nudosa,
casi muerta, a la que todo ya debiera sucederle con esa
lentitud que solo saben entender los más ancianos. Y de
pronto se arranca con la vitalidad de una hierba joven, y
aquí estamos nosotros, observándole cada mañana mientras
se convierte en un árbol distinto.
Claro que, ¿de qué otro modo podría ser este renacer
después de todo un invierno esperando? ¿Quién querría
perder tiempo cuando de revivir se trata? Detrás de su
aspecto meditativo, tan zen y reposado, los árboles como
este tilo son en estos días seres ansiosos por entregarse a la
vida, se lanzan precipitadamente a la existencia como esas
mariposas que apenas viven unas horas y las pasan en un
frenesí absoluto por reproducirse antes de caer muertas.
Desengañémonos de las filosofías meditativas y las lentitudes: el hambre y la impaciencia son los motores del
mundo.
***
Hace un par de días que murió un profesor que me dio
clase en el colegio. Daba la asignatura que entonces se llamaba «Ciencias Naturales», en los dos o tres últimos años
antes de entrar en la universidad. No era un mal profesor,
tampoco era especialmente bueno, sabía de lo suyo lo suficiente y tenía una cierta pedagogía, y si destacaba era más
bien porque el resto de docentes dejaban mucho que desear.
Eso, y que tenía un trato más distendido con los alumnos,
a veces sabía ser algo macarra incluso, lo que le permitía
llegar a casi todos, no ya en lo académico pero al menos sí
en lo personal.
La noticia, claro está, da pena, porque una muerte es
siempre triste y más si es alguien conocido, por mucho que
263
no se guarde especial recuerdo. La pena, de hecho, es más por
sus íntimos, que aun no conociéndoles despiertan la empatía
de uno, que se imagina lo duro que ha de ser perder a alguien
tan cercano. Aun así, ya digo, no habría de apenarme ni más
ni menos que la de la mayoría de profesores que he tenido.
Lo curioso de la historia es que, una vez sabida la noticia,
se ha desatado una oleada de mensajes de afecto entre mis
antiguos compañeros de clase y de otros cursos que también
fueron alumnos suyos. Los mensajes en sí no están mal,
porque nunca sobran unas palabras de cariño, pero hace
gracia leer las frases rimbombantes y los laudos exagerados,
más aún si uno conoce la historia del colegio, de aquellas
clases y de quienes ahora se entregan a tan sentido homenaje.
Sucede que allí están, cantando la valía del antiguo profesor, sobre todo aquellos a quienes en su día no les importaba
la educación que recibían, los matones de patio de colegio,
los niños mimados y maleducados, esto es, los más zopencos
y cantamañanas de todo el centro, como si quisieran quitarse
de encima ese pasado de malos alumnos. Se deshacen en
alabanzas profundas cuando, en realidad, lo mejor que podrían decir de aquel hombre es que tenía algo más de manga
ancha y apenas les amonestaba cuando les cazaba fumando
un cigarrillo en los recreos. Y sin embargo allí están, dejando
en las redes sociales comentarios que dicen que el finado
fue, literalmente, «una de las luces blancas que pasó por mi
vida», «el que más me ayudó a ser lo que soy hoy» o «el que
me enseñó a pensar», entre otras hipérboles semejantes. No
es mucho decir del pobre profesor, si se considera que «lo
que han llegado a ser» es poco más que lo que eran entonces,
porque a la vista está para quien les siga conociendo que,
aun con más madurez, no han dejado de ser los mismos
brutos de aquel tiempo, igual de engreídos o prepotentes
o ignorantes. No les guardé especial amistad entonces, y
tampoco se la guardo ahora, al contrario que otros a quienes
he visto evolucionar y hoy considero buenos amigos.
El profesor de literatura de aquellos años, también de ese
estilo de compadreo con los estudiantes —y por suerte aún
vivo y con buena salud—, es otro de los favoritos de estos
viejos alumnos. Cierta vez que publicó una noticia sobre su
264
situación laboral algo difícil (ya se ve que las tragedias, de
una u otra magnitud, estimulan el gusto por los homenajes),
no tardaron estos en hacerle responsable de sus actuales
logros, de su capacidad de pensamiento crítico o de su gran
amor por la letra escrita. Aquella vez fue más gracioso que
ahora, porque las frases de entonces venían repletas de faltas
de ortografía y de algunos comentarios que evidenciaban que
ninguno de aquellos que, supuestamente, habían visto la luz
literaria con aquel docente, leía más que los prospectos de
las medicinas o los folletos de publicidad del supermercado.
Como profesor de literatura, pocas cosas se me ocurren
que resulten más frustrantes que recibir aquellos mensajes,
aunque en lo humano la intención pudiera ser noble.
A este otro profesor le tengo menos simpatía que al de
ciencias, porque guardaba, tras su pretendida bohemia, un
punto arrogante, demasiado engreído. Había en su forma de
dar las clases una petulancia manifiesta, como de alguien
que estaba convencido de que su estilo de docencia relajado
y disperso le otorgaba una especie de superioridad. Siempre
tuve la idea de que había visto demasiadas veces aquella
película de «El club de los poetas muertos», donde el protagonista era un profesor de literatura de ese estilo, y que
pretendía ser una copia de aquel. Le presté en una ocasión
un libro de poemas, no sin cierto valor sentimental, y no
llegó nunca a devolvérmelo a pesar de que insistí un buen
número de veces y le recalqué el significado que tenía para
mí. ¿Qué profesor de literatura puede uno aspirar a ser si
no es capaz de entender lo que un libro de poemas puede
significar para alguien? Pero claro, era un tío enrollado, y
eso vende más entre el alumnado rebelde en plena adolescencia. Curiosamente, la otra profesora de lengua que teníamos
entonces, aborrecida por la gran mayoría, era una profesora
excelente, la mejor sin duda del colegio, a la que yo tenía
gran cariño, y el sentimiento era además recíproco. No sé
qué habrá sido de ella, pero de lo que haya de ocurrirle no
me enteraré por los comentarios de mis compañeros, que
dudo que le dediquen palabras tan sentidas.
Mientras leo todos estos mensajes de condolencia, pienso
en cómo gustan algunos de novelar su propia historia. Se
265
diría que no les basta una trama común, un proceso corriente
en el que es uno mismo, con pequeñas ayudas de uno y otro
lado, quien se va construyendo, ya sea que lo haga bien
o mal. Es necesario, como en esas películas llenas de una
pedagogía más épica que práctica, muy hollywoodiense, que
alguien venga a iluminarle a uno el camino que no podría
descubrir de otro modo. Luce bien en nuestra historia la
figura del maestro que fue capaz de cambiar nuestra vida,
porque le da renombre a nuestro pasado y también, en cierto
modo, pone en nosotros un halo especial, como de persona
indomable a quien solo alguien con tanto carisma consiguió
enseñar las artes de la vida.
No he tenido demasiados profesores destacables durante
mi vida académica. Algunos pocos sí lo fueron, otros hicieron
su trabajo de forma digna, y la mayoría fueron más bien
malos. Pero incluso entre aquellos más especiales, ninguno
tuvo ese papel vital en mi desarrollo, como probablemente
tampoco lo haya tenido ningún otro en el de todos esos viejos
compañeros míos a los que hoy les ha dado por reivindican
el nombre de nuestro profesor de ciencias naturales. Es de
todo punto exagerado proclamarlo así.
Visto de otra manera, se puede decir que yo hoy sería
el mismo si hubiera tenido otros profesores distintos de los
que tuve. También es probable que hubiera acabado siendo
alguien muy parecido si hubiese encontrado otros amigos o
si hubiese tenido otras parejas antes de conocer a Emilie, y
no por ello todos ellos son mejores o peores. Simplemente
sucede que no es fácil cambiar el rumbo de una vida, y
hacerlo está solo al alcance de personas y circunstancias
muy extraordinarias. Es más el conjunto lo que nos dota
de personalidad, el contexto mucho más complejo que el de
una individualidad aislada, por muy genial que queramos
creer que es.
En fin, una pérdida triste la de este profesor mío, y una
oportunidad de recordar por qué en aquellos años de colegio
siempre me sentí un poco perdido entre esos compañeros
de entonces. Lo seguiría estando hoy si todo lo que tuviera
alrededor fueran ellos; por lo que veo, seguimos siendo muy
266
distintos. Descanse en paz ese buen hombre, y que cada cual
siga su camino como hasta ahora.
***
Claire ha venido de visita. Están fuera en el jardín hablando, Emilie con Inés en brazos y un gesto radiante. Ha
dormido bien esta noche y la visita de la amiga no hace sino
remarcar lo feliz que se siente. Son días así los que ratifican
el amor que uno siente, porque no conozco nadie como ella
a quien tanto le cambie el gesto cuando se encuentra bien;
pasa de la belleza habitual a una hermosura verdaderamente
incuestionable, excelsa.
El caso es que andan las dos hablando de sus cosas y
yo desde dentro las veo hacer, y me doy cuenta de cómo
Inés no interfiere en su conversación, tan solo se agita un
poco, trastea, se deja cuidar, pero todo son cosas que Emilie
y Claire pueden tener bajo control mientras discuten y
se cuentan sus historias. Así era también cuando Juanma
estuvo aquí, no me importaba nada tener que vigilar a Inés
mientras los dos charlábamos, casi se podría decir que era
agradable ocuparse de ella mientras tanto, por combinar
así los placeres de la paternidad y la amistad en una sola
escena.
Qué distintas se hacen las compañías según los contextos.
La compañía de Inés, más sencilla de disfrutar, más evidente
en su valor cuando alguien nos acompaña, y la compañía
misma de ese amigo que comparte su tiempo no solo ya con
nosotros, sino con esta pequeña familia que ahora tenemos.
A veces no es fácil ocuparse de Inés. Surgen entonces
pequeñas disputas cuando uno considera que le ha dedicado
más minutos que el otro y tiene derecho a un poco de tiempo
libre, a abandonar por un momento esta responsabilidad
que se convierte en carga. Es la fricción inevitable de la
pareja con hijos, no debiera inquietarnos.
Ahora pienso que lo que deberíamos hacer sería pasar
Emilie y yo más tiempo así, charlando como cuando estamos
con amigos, contándonos nuestras historias como si el otro
acabara de llegar de visita y le guardásemos lo mejor de
267
nuestro pasado. He ahí el secreto para que las relaciones
sobrevivan: preservar la voluntad de narrarle al otro lo que
nos sucede y escuchar lo suyo.
«Valemos lo que valen nuestras historias», escribí hace
poco. Pero no es menos cierto que las historias no valen
nada si no hay alguien cercano que las comprenda.
***
Estaba el día brillante, apenas algún penacho de nube
despistado. De pronto ha llegado la tormenta a mitad de la
tarde y el cielo se ha puesto de un gris ceniza muy oscuro.
No sé diría que han llegado las nubes desde algún lugar, sino
que alguien apagó la luz al otro lado del cielo y lo dejó así
de plomizo, vacío como cuando estaba azul hace unas horas
pero de un tono triste, sombrío.
Sobreviven, aún así, todos esos símbolos coloridos de la
primavera de los que vengo hablando: las hojillas del tilo,
con su verde tan claro; las flores de los lilos, de un morado
fresco y joven. Frente al horizonte tan gris, lucen como en
esas fotografías retocadas en las que todo queda en blanco
y negro salvo un objeto de color, que resalta y brilla por
encima del resto.
Doy un paseo alrededor del pueblo y me siento como
habitando el fondo de una de esas instantáneas trucadas.
***
Hacía tiempo que Emilie no veía a sus abuelos, así que
este domingo tocó visita. Estuvimos en casa de los dos, los
maternos por la mañana y el abuelo paterno por la tarde. Fue
como tantas otra veces, un trance ya repetido pero aún así
agradable, sin sorpresas. Tomamos el aperitivo en la primera
visita, vasito de floc, patatas fritas y salchichas de cóctel de
esas pequeñas; y por la tarde unos chocolates y un zumo
delante del televisor, mientras el abuelo, calzado con sus
pantuflos, miraba el final del partido de rugby. Ni siquiera
en los horarios la cosa fue diferente de otras ocasiones, pero
¿qué interés tiene intentar hacerlo de otra manera si esta
nos satisface? Además, no resulta sencillo innovar cuando
268
vas a visitar a gentes que llevan repitiendo escenas como
estas más años de los que tú mismo llevas vivo.
Sirven las rutinas así, ya lo he escrito alguna vez, para
apuntalar lo que sucede en el resto de momentos, para darles
la libertad de ser extraordinarios, únicos, tan irrepetibles
como repetibles son esas costumbres en las que recalamos
habitualmente.
Ahora, mientras pienso en esto, se me ocurre que estas
visitas del domingo, y las otras que vinieron antes y las
que vendrán después, no son solo rutinas nuestras, sino
rutinas futuras en la niñez de Inés. Esto significa más de
lo que así dicho aparenta, porque si hay momentos que
quedan grabados en los recuerdos de infancia, esos son los
que corresponden a rutinas y costumbres, los ritos habituales
que a esa edad uno convierte en poco menos que tradiciones
ancestrales. Así que, sin darnos cuenta, le estamos dando a
Inés esas rutinas y construyendo los pilares de su historia.
Quizás aún sea demasiado pronto, pero como esperamos
seguir haciendo esto mismo durante mucho tiempo, es de
suponer que visitas como las de este día irán a grabarse
pacientemente en la memoria que mañana guardará de estos
años.
Emilie rescata a veces una de sus memorias preferidas
de cuando era pequeña. Los sábados, después de bañarse,
se sentaban los tres hermanos frente al televisor y comían
biscottes y una taza de leche con chocolate. Era su pequeño
ritual de cada fin de semana, y uno que al parecer ha dejado su huella bien marcada. Esta rutina que ya no es tal,
cuando se revisita aunque ya solo sea en el recuerdo y no se
lleve a cabo como entonces, sigue teniendo el encanto de lo
cotidiano, pero también el brillo de lo exótico. Porque no
hay nada más exótico que lo pasado, lo que no solo queda
lejos de nosotros, sino a una distancia tan insalvable como
lo es el tiempo.
Cuando Juanma vino a vernos, se dejó aquí un paquete de
galletas María que había traído para el desayuno de Lea. Yo
no tengo ningún ritual parecido al de Emilie, pero recuerdo
que de pequeño las desayunaba a veces con mantequilla,
uniendo dos en forma de sandwich y mojándolas en leche,
269
donde quedaban después manchas de mantequilla flotando,
como las lunas redondas y brillantes de un buen caldo.
También recuerdo que mi padre las comía así de vez en
cuando, tal vez no tan a menudo pero sí lo suficiente para que
el recuerdo quede y este peculiar desayuno lo tenga uno como
algo propio de sí mismo, una pieza más de esas que nos dan
forma. Así que me he tomado una merienda de galletas María
mojadas en una taza de leche fría, como hiciera entonces
tantas veces, y ahora no me cabe duda de que estos gestos
repetidos del pasado son los que dan consistencia a todo lo
que vayamos a sentir de ahí en adelante. Qué sensación más
agradable. De entre todos los recuerdos, los más agradables
de desempolvar son los que no han sucedido una única vez,
sino muchas, los que no tienen una fecha exacta, sino que
andan dispersos en pequeñas muescas que fuimos dejando
en nuestra memoria de infancia.
Después, ya por curiosidad, me ha dado por preguntarme por qué aquí en Francia no hay galletas María, y si es
que, como parecía lógico pensar, es un producto típicamente español. Supongo que, en parte, quería confirmar esta
última suposición para poder unirle al recuerdo un poco de
nostalgia patriótica, perfecta para redondear el momento
y hacerlo aún más dulce. Una rápida consulta en Internet
para salir de dudas, y resultó, no obstante, que la galleta
María es un invento inglés de finales del siglo XIX. Para
mayor decepción, venía mencionado también que una forma
típica de tomarlas es hacerlo de dos en dos con mantequilla
o una pasta llamada marmite entre medias. Vaya, que no
sólo el producto no tiene mi mismo origen, sino que además
esa manera de disfrutarla es de lo más extendido. No es que
a uno le quite esto el regusto nostálgico de tales recuerdos,
pero para la próxima vez quizás sea mejor no buscar tanta
información. Las tradiciones inocuas pero placenteras como
estas es a veces mejor preservarlas a base de asumir una
cierta ignorancia.
Importa poco de dónde venga la costumbre de tomar
estos aperitivos de esta forma, si es algo francés o de este
sur o simplemente algo personal de estos anfitriones en
particular. Importa que estará allí un día para rememorarla,
270
de esta o de una manera distinta, a solas o junto a otras
costumbres también cercanas. Y más aún, importa la ilusión
que a uno le hace pensar en ese mañana, que no es poco.
***
Después de unos días de tormenta, el buen tiempo ha
vuelto. Ha venido de pronto, en ofensiva sorpresa, y a los
nubarrones grises no parece quedarles mas remedio que la
retirada. Se puede aún ver en el cielo la línea del frente de
batalla, esa en la que hacía un lado quedan todas las nubes
grises, derrotadas, y hacia el otro el cielo abierto y limpio, el
territorio reconquistado por la luz y el calor. Se va alejando
con el viento que sopla y así se marchan las ultimas nubes
despavoridas, la retaguardia de un ejército humillado que
ya no ha de volver. Nubes que son ahora el enemigo que
huye, y a quien se le pone un puente esta vez no hecho ya
de plata, sino de azul celeste.
***
No sé muy bien cómo surgió la conversación, pero el caso
es que Emilie y yo nos dimos cuenta de que teníamos una
idea común: poner algo en la parte del jardín que hay al
otro lado de la calle, entre el seto que le da fin a nuestra
parcela y la cabaña. Es un cuadrado de hierba donde no
hay nada, pero al que le sentaría bien algo de ornamento, o
eso al menos nos viene pareciendo ahora. Será quizás que
este aspecto primaveral invita a estos pensamientos, porque
de pronto parece un rincón de lo más recoleto, con las lilas
detrás y con la hierba recién cortada, lo que le da un aspecto
de lugar preparado para acoger alguna que otra escena más
relevante en lugar de estar no más allí medio abandonado.
Me lo estoy imaginando con una mesita y unas sillas,
poca cosa, como dispuestas para un tomar un aperitivo con
un amigo. Una mesa y unas sillas a las que probablemente
no nos iremos a sentar nunca porque el jardín de casa bajo
el tilo sigue siendo más acogedor, pero aun así la idea de
vestirlo de este modo me gusta, me da ganas de encontrarle
271
esos complementos ya mismo. Quien lo iba a decir, con lo
poco que me interesan a mí este tipo de cosas.
La imagen tiene un regusto como de bodegón, una especie
de naturaleza muerta hecha de sillas, una mesa y tal vez algo
puesto encima de esta última, frente al fondo de esta otra
naturaleza tan viva y primaveral que ahora ocupa lo todo.
Esa es, supongo, la motivación de Emilie para este pequeño
cambio: engalanar sin excesos este rincón para que parezca
algo más y luzca mejores vestiduras. Podría imaginar que
es algo similar en mi caso, pero lo que me atrae de esta
ocurrencia nuestra es algo bien distinto: las historias. Con
esos breves adornos, la mancha de hierba inerte se convierte
en un lugar donde pueden tejerse historias, donde se puede
charlar y jugar y existir al tiempo que cada cual deja allí
sus tramas.
Qué se le va a hacer, uno tiene debilidad por estas cosas.
Los paisajes, si no tiene habitantes o al menos se prestan a
que uno los imagine, en realidad me atraen poco. Son mucho
más interesantes los lugares así, gastados por las vidas de
otros o las nuestras mismas.
El pueblo está ahora todo elegante, con la hierba bien
cortada y todo limpio, porque dentro de una semana tenemos
la fiesta de las orquídeas y el hombre que se encarga de estas
cosas lleva unos días trabajando sin descanso. Y entre todo
ello, uno imagina esta esquina con ese par de sillas y piensa
en lo que habrán de pensar quienes vengan de visita ese
día y encuentren tal panorama. Es un pensamiento gracioso,
excitante, como resultan las historietas así para quien sabe
tomarlas como lo que en realidad son: un aderezo para
nuestra gran historia que no es otra que vivir cada día hasta
que esto tenga a bien terminarse.
Al final, es posible que no compremos nada y el sitio
quede como está, porque hacer planes es, las más de las
veces, más entretenido que llevarlos a cabo. Pero lo que
cuenta es que la imaginación ya tiene su sustrato para seguir
novelando, y esto nos alegra el día, que no es poco.
Hay quien espera un día encontrarse con una gran historia, ser testigo de ella o incluso protagonista. Y luego
estamos los que, en lugar de eso, lo que esperamos son mu272
chas historias pequeñas, fugaces, a veces imaginarias, con las
que un día lograr ese reto imposible de narrarnos a nosotros
mismos.
***
Desde que nos hemos instalado aquí, no había venido
nunca nadie a revisar el contador de la luz. Lo sabíamos
porque seguían cobrando la misma tarifa cada mes, y porque
el reajuste que esperábamos cada final de año nunca llegaba.
Es de esas cosas que sabes que no son correctas, pero que
acabas por no hacer nada, porque tampoco la cosa es grave y
ya un día se solucionará, o si no lo hace tampoco pasa nada.
Otros habrían llamado a la compañía o habrían investigado
al respecto, pero nosotros no somos de esos, no hay más que
verlo.
Hoy al mediodía llamó a la puerta un hombre alto, enjuto,
de unos 50 años y con el pelo canoso pero bien poblado. Tenía
aire de buena gente. Dijo que venía a ver el contador de la
luz y yo le enseñé el cajetín. Como el tipo parecía simpático,
le dije que creía que era la primera vez que venían a hacer la
lectura, para ver si así confirmaba el porqué de que siguieran
pasándonos idéntico recibo cada mes.
—Efectivamente, si llevan aquí desde esa fecha esta es
la primera vez. Las últimas tres veces no estaban en casa,
aquí hay marcadas tres ausencias.
Me enseñó su aparato medidor como para darle solidez
al argumento.
No era muy probable que no estuviéramos en casa las tres
otras veces que alguien vino, sobre todo considerando que
yo trabajo aquí y estoy siempre en casa en horario laboral.
Se lo dije y el hombre, que parecía además tener ganas
de hablar, me miró con cara tranquila, como quitándome
responsabilidad, y me explicó que al compañero que llevaba
esta zona le habían despedido. Dio a entender que la razón
del despido era su falta de profesionalidad. Es decir, que no
es que no estuviésemos en casa, sino que ese compañero suyo
era más holgazán de lo debido y se había saltado la visita,
anotándola como ausencia. Aquello lo explicaba todo. Es
273
curiosa la sensación de reposo que da llegar a la razón de las
cosas, incluso si no es una razón de por sí tranquilizadora,
sino todo lo contrario.
El hombre, como ya había intuido yo, era amigable y
tenía ganas de hablar, pero no de las facturas de la electricidad ni de la poca profesionalidad de sus colegas; de lo que
él quería hablar era de otra cosa: abejas.
Emilie ha dejado fuera en el jardín una colmena vacía,
con la esperanza de recuperar algún enjambre. El año pasado,
más o menos por estas fechas, había conseguido un nuevo
enjambre que se había formado en un arbusto no lejos de la
casa del alcalde, y había dejado escapar otro en un jardín del
pueblo porque estaba demasiado alto y no era fácil atraparlo.
Alguien nos dijo que es habitual este paso de enjambres por
aquí en esta época, y que debe existir algún corredor por el
que transitan en busca de un nuevo lugar donde instalarse.
Ahora, para aprovechar la circunstancia, ha dejado fuera la
colmena, esperando que así, si hay suerte, algún enjambre
tendrá a bien instalarse en ella por su propio pie y le ahorrará
el trabajo de capturarla. Por el momento, no parece tener
mucho éxito.
Resultó que el hombre era aficionado a esto de la apicultura, y al ver la colmena no pudo evitar mencionarlo e
interesarse por lo que hacíamos con ella. Yo le expliqué que
no era yo quien se encargaba de eso, sino Emilie, y que lo
único que sabía era que la colmena estaba allí para intentar
hacerse con un nuevo enjambre de una manera sencilla.
—Así no van a venir. Hay que poner más panales dentro,
y que estén usados. Y con dejar abiertos los agujeros de la
entrada es suficiente. Si dejas la tapa así un poco entreabierta
no se quedarán, es demasiado para ellas.
Parecía saber de lo que hablaba y, sobre todo, tener
entusiasmo. Se le notaba porque hablaba sin importarle
mucho lo que yo dijera, casi como quien necesita pronunciar
las bondades de una persona o un lugar que echa de menos,
para así conjurar la incertidumbre de tal vez no volver nunca
a verlos. Se le veía pasión en la palabra, y eso es siempre
de agradecer, incluso si el tema no es lo que a uno más le
apasione.
274
Yo no le dije que a mí esto de las abejas ni me va ni me
viene, ni que lo único que me ilusiona es ver a Emilie contenta
y tener de vez en cuando algún bote de miel para regalar
a los amigos. Tampoco hubiera venido a cuento, y además
me lo estaba pasando bien hablando con él. Me servían de
poco aquellos consejos, bien es cierto, pero pensaba en cómo
se los contaría a Emilie y lo que a ella le gustaría escuchar
esta historia. He ahí una vez más esa predilección mía por
las historias, cada día se diría que me encandila más esto
de escuchar o recontar alguna de ellas, sobre todo de estas
pequeñas e intrascendentes.
El caso es que estuvimos hablando como unos diez minutos, y si al final el hombre se marchó fue porque tendría
por delante más trabajo, y porque había dejado el coche
encendido y en mitad de la carretera, seguramente esperando que la visita fuera más breve. Le dio tiempo, aun así,
de contarme que en su día había llegado a tener hasta 130
colmenas, y que después de unos años de parón en que había
perdido la mayoría, ahora andaba en proceso de recuperar
esos números, no sin cierta dificultad.
—Pasar de 40 a 80 colmenas es sencillo. Lo difícil es
llegar hasta esa base de 30 o 40.
Parece ser que esto de las abejas es como el dinero:
cuando ya tienes un cierto capital es fácil hacerlo crecer,
pero llegar hasta ahí es todo menos sencillo.
También me dijo que era una pena que él no viviera
en esa zona, porque si no podría dejarme su teléfono para
que Emilie le llamara si necesitaba algo, y él vendría con
gusto a echarle una mano. No deben quedar demasiados
miembros en el gremio de los apicultores aficionados, así que
supongo que serán una comunidad bien avenida y dispuesta
a compartir sus experiencias, como sucede cuando uno se
sabe extraño en sus pasiones y encontrar a un alma similar
en esas lides es casi como encontrar un tesoro perdido.
Se marchó sin dejar de hablar, dándome la impresión de
que se habría quedado con gusto comentándome todas sus
peripecias de apicultor amateur, y con cara de marcharse
satisfecho. No debe ser el suyo un trabajo que proporcione
muchas alegrías, así que la cosa resulta comprensible. Segu275
ramente lo que a él le gustaría sería trabajar solamente con
sus abejas, que sin duda le habrán de dar mayor felicidad
que esto de andar revisando contadores.
Ahora le acabo de contar todo esto a Emilie, y se ve que
le da algo de rabia por no haber estado aquí cuando ese
hombre vino, pero también alegría por saber de todo esto, y
por dentro deben estar haciéndose más fuerte su interés por
este mundo de las abejas. Yo vengo a escribirlo aquí y es así
que se une su afición con la mía, para que los dos salgamos
ganando y, si hay suerte, algún enjambre incómodo se nos
pose dentro en el corazón ahora abierto y se quede allí a
recordarnos lo mucho que, aún sin compartirlas, pueden
hacernos sentir las pasiones del otro.
***
Me hicieron hace tiempo una entrevista para una revista,
en la que se incluía la siguiente pregunta: «¿De qué decisión
del pasado te arrepientes?». Era una revista técnica, pero
entendí la pregunta como algo más general y respondí lo
siguiente:
Ninguna. Estoy muy satisfecho con mi situación
actual, y no habría llegado a ella si no fuera por
haber tomado todas esas decisiones, sean buenas
o malas.
Sigo pensando lo mismo. El pasado es el camino hasta
el presente, y quien se sabe feliz debe asumir que no conoce
otro camino para llegar a esa felicidad que aquel que ya ha
recorrido.
Aun así, lo he recordado hoy y he pensado que, si bien
no se trata de arrepentimiento (para arrepentirse hace falta
reconocer un error o una falta), sí que cambiaría una buena
parte de mi pasado. De hecho, lo cambiaría casi completo.
Esto lo venía pensando esta mañana mientras daba a primera
hora un paseo y caía en la cuenta del poco tiempo que llevo
disfrutando de esta vida de aquí, tan idónea, tan hecha a
mi medida, la vida más feliz de cuantas he conocido. Habría
sido mucho mejor si hubiera vivido toda mi etapa adulta
276
enfrascado en estas rutinas, me gustaría llevar más tiempo
siendo esté que soy ahora, porque nunca antes estuve tan a
gusto conmigo mismo.
No es arrepentimiento, no erré en ningún momento de
mi pasado y disfruté lo más que pude, que no fue poco. Es
más bien deseo, la fantasía de, si algo pudiera hacerse por
mejorar lo que tengo, retroceder en el tiempo y lanzar este
cotidiano de ahora desde un poco más atrás. Con la felicidad
se tiene a veces el miedo de que haya llegado ya tarde, no nos
basta con disfrutarla el tiempo que se nos concede, siempre
pedimos un poco más.
Sucede también que, cuando uno tiene unas costumbres
que le procuran un contento tan superlativo, lo que siente
por ellas es un orgullo intenso. No son estas de hoy rutinas
que hayan llegado de pronto, sino más bien rutinas de las
que uno es plenamente responsable, les ha dado forma con
sus propias manos. A uno se le dio la vida y la fue puliendo
hasta llegar a esto, esta forma de vivir que acaso haya de ser
la obra máxima que se es capaz de pergeñar con la materia
de uno mismo. ¿Como no sentir orgullo de haber sabido ser
feliz sin más, de encontrar la receta infalible para sentirse
así todo el tiempo?
***
Otra mañana más de jardinage. Hacía buen día y dentro
de una semana será la fiesta de las orquídeas, así que todo
hacía prever buena asistencia, pero al final la jornada resultó
muy pobre. Poca gente y con no demasiado entusiasmo, se
echaba de menos el ambiente de camaradería de otras veces.
Emilie se ocupó del monument aux morts y yo del triángulo
que hay plantado frente a la iglesia. Estuvimos solos todo el
tiempo, cada cual con lo suyo, salvo la compañía de Inés, a
quién nos íbamos turnando, y que se portó muy bien durante
toda la mañana. Faltaron incluso algunos de los más fieles a
la cita, como los ingleses de las afueras del pueblo, que si
no acudieron debió ser sin duda por alguna causa de fuerza
mayor.
Quedó el evento un poco deslucido, porque lo que de
verdad interesa no es la labor de acicalar el pueblo, sino
277
el lado social de poder hablar con otros y compartir el
trabajo. No hubo, por ejemplo, café de media mañana, ese
que siempre alguien trae y va repartiendo entre los que
están en faena, y que es una excusa perfecta para hacer una
parada y comentar algo con los demás. Lo dicho, no fue tan
acogedor como otras veces, pero al menos el pueblo quedo
elegante y arreglado al final de la mañana.
A la comida eramos tan pocos que ni siquiera utilizamos
la salle des fêtes. Bernard y Veronique no se quedaron porque
tenían una vaca que acababa de parir, y del resto algunos se
retiraron a casa sin dar mucha explicación, como si la comida
de después no fuera con ellos. Sue propuso comer en su casa,
y de los siete que éramos, todo el resto salvo nosotros eran
ingleses. Fue una reunión peculiar, algo cómica tal vez, pero
distendida en cualquier caso. Los ingleses, además, perdían
en esta pequeña comitiva ese histrionismo suyo que suelen
tener cuando hay más gente y tratan de hablar en francés.
Se les veía como más de andar por casa y era, todo sea dicho,
muy agradable.
A su manera particular, no dejan de ser los bastiones
más firmes de este pueblo y de lo que guarda. Con sus
costumbres y su francés mal hablado, tan extraños como
puedan ser a veces, siguen siendo los tesoreros de ese espíritu
que a unos y a otros ha acabado por traernos a este lugar y
retenernos. Son ellos los que lanzan estas jornadas y los que
se quedan después a compartir la comida, los que propician
los encuentros y las emociones. Y es justo reconocerles el
esfuerzo, como también es justo reconocer que esta comida de
hoy la disfrutamos tanto o más que otras anteriores, porque
a fin de cuentas nos hizo sentirnos parte del pueblo y nos
avivó esos sentimientos tan reconfortantes de pertenencia
que aquí tenemos.
Nos volvimos a casa cuando Inés empezó a pedir su
siesta, y les dejamos allí con su charla en inglés, quién sabe
si comentando algo sobre nosotros o sobre lo curioso que
estas circunstancias les resultan, como nos sucede a nosotros.
Por la tarde, el hombre que limpia el pueblo estuvo
trabajando, tomando el relevo que dejamos nosotros, meros
aficionados, y acabando de arreglar lo que aún quedaba sin
278
hacer, con toda su parafernalia profesional de máquinas y
herramientas. Pocos trabajos se antojan tan solitarios como
el suyo, y pocas reflexiones tan llamativas como esta de
comparar nuestra jardinería matutina y social (aunque hoy
no lo fuera tanto), con su soledad mientras conduce esa gran
cortacésped o desbroza los bordes.
Al final de la tarde llamaron a la puerta y era él. Vino a
decirnos que había visto un enjambre en la rama de un árbol
en la entrada del pueblo, y que sabía que eso nos podría
interesar. A Emilie se le encendió la cara y fue a verlo, y
una vez que dejamos a Inés durmiendo, se fue para allá a
recuperarlo, ante la atenta mirada del hombre, que sabía
poco o nada de apicultura, pero que había terminado ya su
jornada y quería quedarse a ver aquello porque el tema le
interesaba.
El enjambre estaba en una rama baja, que además estaba
muerta y no tenía hojas, así que era una operación fácil. Yo
ayudé a llevar las cosas, pero luego volví a casa por no dejar
a Inés sola aunque estuviera durmiendo, y dejé a Emilie que
se ocupará de sus asuntos. Le llevó al hombre un tarro de
miel de regalo para agradecerle el aviso, y él se quedó hasta
que ella terminó de coger el enjambre, quién sabe si con la
idea de ser él mismo quien hiciera aquello algún día, porque
parecía realmente tener interés en ello y no dejó de hacer
preguntas de todo tipo en el rato que yo estuve allí.
Estuvimos hablando en el sofá después de la cena, el
único momento del día para nosotros en medio de toda esta
actividad, y los dos teníamos esa sensación de haber pasado
por un día largo, de esos en los que cuando llega la noche
la mañana parece tan lejana como la de cualquier otro día
pasado.
Antes de acostarse, Emilie se encontró una garrapata
debajo del brazo. Era diminuta y apenas se veía, y por el
lugar en que estaba me tocó a mí intentar sacarla. Por suerte,
conseguí arrancarla limpiamente con unas pinzas, mucho
mejor de lo que en realidad yo esperaba, si se tiene en cuenta
lo difíciles que son de quitar estas tan pequeñas y lo poco
habilidoso que soy yo para este tipo de tareas. Era el golpe
279
de gracia que le faltaba a este día, aunque por fortuna acabo
bien y sin contratiempos.
Ahora que lo vengo a escribir todo, parece que llevara
sin pasar por estas páginas al menos una semana, porque
son tantas historias distintas que no está uno acostumbrado
a que sucedan en un mismo día. Será por eso que sabe tan
bien dejarlas aquí, como demostración de que la vida quiere
mantenernos ocupados en todas estas insignificancias dulces.
Y de lo mucho que nos gusta que así sea.
***
Que las emociones en la vida viene por oleajes es algo
bien sabido. Ahora está claro que andamos en la marejada
intensa de la felicidad, porque no ha habido desde que
nos conocemos un momento en que Emilie y yo hayamos
sentido tanta alegría. Nos lo decimos casi cada día, en esas
últimas horas que compartimos, mientras llegamos al final
de jornadas que siempre parecen mejorar la anterior, y en
la que todo nos parece más sólido, los sentimientos más
intensos, los futuros aún más llenos de bonanza.
Da casi algo de vergüenza escribirlo, no es fácil contar
cosas así sin caer en algo de cursilería. Pero, aunque sea sin
detalles, vale la pena dejar una pequeña nota para recordar
esta racha de buenaventura en otro tiempo, en algún mañana
en el que, ojalá no suceda, la perfección de estos momentos
se nos antoje una fantasía imposible y ajena.
***
Uno no solo se abstiene de prosar esos momentos íntimos que no es capaz de llevar al papel sin que le queden
demasiado edulcorados, y no es únicamente por impericia o
vergüenza que deja fuera de un diario ciertos episodios de
su vida. En realidad, casi todo queda fuera, y es por muy
diversas razones que no se registran escenas, pensamientos,
sentimientos, anhelos, personajes varios que cruzan la vida de quien escribe y no encuentran reflejo de ese paso en
página alguna.
280
Así visto, un diario —o toda literatura, más bien— se
antoja testimonio poco preciso de quien lo pergeña, por
cuanto es una ventana abierta solamente sobre determinados paisajes, que pudieran bien ser una imagen precisa del
escritor, aunque también, de igual modo, pudieran no serlo
en absoluto. La literatura es una verdad sesgada, eso ya bien
se sabe.
Lo que no es quizás tan evidente, aunque sí igual de
cierto, es que este pecado no lo cometemos solamente cuando
escribimos, sino por el acto mismo de vivir. A nadie contamos
todo lo que hacemos o todo lo que vemos, no es posible
que otros vean todo el teatro de nuestra vida. E incluso
quienes comparten la vida a nuestro lado, los mas cercanos,
saben de nosotros una pequeña parte, porque aunque puedan
estar en todas nuestras escenas, les contamos solo ciertos
pensamientos, siempre escondemos algo, no ya como un
engaño, pero sí como omisión inevitable.
De otro modo, no somos más que una impostura, una
visión sesgada de nuestra realidad. Y aquellos que nos aman,
aman solo esa parte que les dejamos conocer, como nosotros
amamos no más lo que nos dejan descubrir de ellos, no lo
que ignoramos. Igual sucede con los que nos odian o los que
odiamos, que quién sabe si podrían hacernos sentir distinto
si fuesen otras las partes de sí que nos mostraran.
De esto, como de tantas cosas, uno se da cuenta un día
y no puede hacer más que resignarse. Lo escribe en un su
cuaderno y sigue viviendo como si nada hubiera ocurrido
porque, impostada o no, la vida corre y va quedando cada
vez menos tiempo.
***
Emilie ha estado sin trabajar toda esta semana. Se la
tomó libre para poder descansar y desconectar del trabajo,
y para así tener algo de tiempo para ella misma. Aprovechó para hacer cosas en la huerta, reposar y encargarse de
algunas gestiones de esas que no son demasiado tediosas
pero que en el día a día dan demasiada pereza y le acaban
partiendo a uno la jornada.
281
La semana ha sido muy distinta, más íntima y cercana,
pero sobre todo hermosa por tener a Emilie aquí todo el
tiempo y verla tan relajada. Cada día tenía ganas de venir
aquí a contar cómo iban siendo estas jornadas diferentes,
pero ahora leo lo que he escrito y no he dicho nada de
ello; leyéndolo bien podría decirse que era una semana más,
cada cual atendiendo su trabajo y reencontrándonos por
las tardes como hacemos de costumbre. Pero, ya digo, fue
distinta, sobre todo en el ritmo y en esa tersura que tienen
los días en los que uno sabe que es difícil añadir algo que
los haga mejores.
Aunque no hay ningún episodio que contar, porque todo
fueron las mismas rutinas pero matizadas y con más encanto, hay un momento que bien se presta a ser escrito, y
que atesora todo ese regusto dulce de estos días. El jueves
Emilie fue a Auch para hacerse unos análisis. Apenas tuvo
que esperar, así que para cuando acabó en el laboratorio
era todavía pronto para ir al ayuntamiento, donde quería
preguntar unas cosas. Se fue al centro y se sentó en la terraza
de una cafetería, y allí pidió una taza de té y una chocolatine,
y disfrutó de un desayuno pausado, a solas, sin nada más
que hacer que mirar pasar a toda esa gente para quienes esa
mañana no era tan extraordinaria. No debió estar allí mas
quince o veinte minutos, pero no le hizo falta más. Cuando
volvió a casa no hablaba de otra cosa que de aquello: de esa
paz de su desayuno, de la liberación de olvidar el tiempo,
de cómo la mujer que le atendió tenía un aire refinado, algo
pedante, cuando vino a decirle si el té estaba a su gusto.
Podría decirse que, aunque solo fuese por ese instante,
esta semana valió la pena. No ya por ella, a quien le bastaron
esos pocos minutos para sentir todo ese remanso de satisfacción, sino por mí, que descubro una sensación parecida
cuando lo pienso y me la imagino en esa terraza como si yo
mismo estuviese sentado al lado desayunando con ella.
A uno le gustaría estar siempre en los momentos hermosos del otro, quizás por una razón un poco egoísta, por
aquello de pensar que se es necesario para que tales felicidades sucedan. Pero lo cierto es que nos hemos de perder la
mayoría de ellos, los que habrán de venir y, por supuesto,
282
los que ya llegaron, porque en la vida de todo el mundo ha
habido momentos felices antes de que nosotros apareciéramos. Está bien que así sea, porque imaginar esas bonanzas
nos hace partícipes no solo de los buenos momentos del otro,
sino también de sus sueños y fantasías. Aprendemos así un
poco más sobre cómo han de ser los sueños del otro, ya que,
aunque son en este caso hechos ciertos, para nosotros no
dejan de ser imaginaciones, y estas nos permiten saborear
la imagen de la otra persona siendo feliz de una manera
perfecta.
Semana hermosa, pues, la que dejamos atrás, y que nos
regala su colección de estampas con las que dar forma en
el anhelo a los futuros. Esos mismos que uno hoy no puede
imaginarse sino idénticos a estos últimos días, igual de dulces,
igual de calmos, igual de llenos de bonanzas y olvidos.
***
No hace ni una semana que Emilie recuperó el enjambre
y hoy ha vuelto a encontrar otro casi en el mismo sitio. Al
parecer son sus propias colmenas las que se dividen, y ha
tenido la suerte de estar ahí en el momento apropiado y
así evitar que esa nueva colonia busque otro asentamiento.
Ahora tiene el mismo número de abejas, pero repartidas en
cuatro colmenas en lugar de dos, lo cual garantiza un mejor
futuro para su actividad apícola.
La casualidad ha querido que, cuando bajaba con la
colmena vacía y todos sus bártulos a atrapar el enjambre, el
hombre que se encarga de la jardinería del pueblo estuviera
allí, más o menos donde le dejó el otro día. No es tanta
casualidad en realidad, sino que hay mucho trabajo que
hacer y mucha hierba con la que lidiar, y todo viene a
quedar cerca, en ese contorno del pueblo lleno de taludes y
verdura desbordante a estas alturas del año. Le preguntó
si había funcionado la labor de hace unos días, y ella le
respondió que sí, que ya tenía ese enjambre a buen recaudo
en la colmena, pero que acababa de descubrir otro y se
disponía a repetir la operación. A él le hizo gracia el asunto
y siguió con su trabajo sin entretenerla.
283
El hombre estaba cortando el pequeño talud que hay a la
salida del jardín cuando Emilie volvió, y supongo que porque
ella venía contenta y eso estimula la naturaleza generosa de
cada cual, le ofreció entrar y tomarse algo. Yo me uní a ellos
y abrimos una botella de cerveza y nos la bebimos en el
jardín, de pie junto a la puerta, mientras Inés se entretenía
con las plantas e intentaba comerse las piedras de la entrada.
En el espíritu rebelde que todos guardamos de un modo u
otro, estos descansos algo furtivos saben mejor que un simple
trago en otras circunstancias. Debería estar trabajando, pero
tampoco tenía mucho que hacer, y sustituir el trabajo por
una cerveza era una opción mucho más atractiva. Después
ya no pude volver a concentrarme y di la tarde por perdida,
y creo que esto lo hizo aún más placentero. A veces abuso
un poco de esta situación de trabajar a la distancia sin
que nadie me vea, pero me digo a mí mismo que se ha
de compensar con los días en que dedico más horas de las
establecidas. Probablemente esté en lo cierto.
Al hombre le quedaba aún mucho trabajo que hacer,
pero se le veía con ganas de hablar y seguir bebiendo antes
de volver a pelearse con las malas hierbas. Aprovechando
que nos estábamos tomando una, se confesó gran aficionado
a la cerveza, a lo que yo, claro está, le respondí que también
era mi caso, feliz de ver que teníamos algo en común y de
que podríamos hablar de otra cosa que no fueran las abejas
y su cuidado. Añadió que su cerveza favorita era la Guinness
y que había pasado algún tiempo en Inglaterra e Irlanda,
donde vivía su hermana, y que allí había disfrutado de estas
y otras marcas, mucho mejores que las que acostumbra uno a
encontrar por estos lares. Lo decía con verdadero entusiasmo;
yo creo que lo de las abejas le llama la atención y se estará
pensando quizás la idea de tener alguna colmena, pero se le
veía más apasionado de la cebada que de la miel, no había
comparación posible. Cuando le comentamos que íbamos
a ir a Irlanda de vacaciones dentro de un mes, dejamos
la conversación encarrilada y estuvimos charlando sobre el
tema hasta que no quedó cerveza en la botella y él consideró
que era ya buen momento para retomar el trabajo.
A Emilie le ha gustado este gesto de haberle invitado,
284
no tanto por la compañía en sí y por haberlo disfrutado
como tal, sino por el acto mismo de ofrecer. Lo comentaba
en la cena, horas después, como quien ha hecho su buena
acción del día, solo que esta vez la cosa era más íntima,
más personal, porque no era una buena acción de esas a la
que nos arrastra la pena o la caridad, sino la mera amistad,
incluso si es hacia alguien a quien apenas conocemos.
***
Las notas de un diario pueden dividirse en dos clases:
las que se sabe ya antes de escribirlas cómo interpretarlas
y las que no. Entre estas primeras están las notas que uno
deja sobre un hecho cualquiera, y que, sin importar lo que
haya de acontecer con posterioridad, tendrán siempre igual
significado e interpretación. Las segundas por el contrario,
tienen un carácter abierto, y su validez o la verdad misma de
aquello que cuentan la habrán de definir los hechos futuros.
Pudieran ser testimonios muy valiosos un día, del mismo
modo que pudieran ser prosas inútiles, o incluso llegar a
ser fragmentos que, por obra del tiempo, solo inducen ya a
pensar que fue mala idea apuntarlos en su momento.
Como estas últimas son inciertas, tienen un carácter más
literario, y por tanto son siempre más estimulantes para el
que las escribe. También sucede que, no sabiendo lo que
habrán de devenir tales notas, le gusta a uno pensar que los
hechos del mañana habrán de revalorizarlas al alza, y las
considera una inversión con grandes visos de éxito, lo que
acrecienta más todavía el interés por escribirlas. Ya puestos
a imaginar glorias para lo que dejamos escrito, qué menos
que pensar que podrían ser, por ejemplo, como esas entradas
de los diarios de guerra que se escriben sin trascendencia
alguna, mera confesión del diarista, y luego, recuperadas
años después de esos eventos, se convierten en testimonios
objetivos de toda una época oscura y son elevadas al Olimpo
de las notas, más aún si el autor resultó luego ser relevante
o perdió la vida de forma desacostumbrada.
Es fácil, pues, entender que encontrarse ante la aparición
de una de estas ideas sea para el escritor de diarios (al menos
285
para el que esto suscribe) una circunstancia excitante y a
la vez dificultosa (y tal vez por esto último más excitante
aún).
Hoy venía yo a escribir aquí que acabo de terminar
un nuevo libro titulado «Elogio de la colina», con el que
pretendo presentarme a la edición de este año de un premio
literario. Quería contar también los pensamientos que se
me pasan por la cabeza sobre esto, porque, como suele
sucederme en tantas cosas, no las tengo todas conmigo que
esta sea una buena idea. El libro me convence, lo veo con
posibilidades, pero en cuanto me pongo a darle vueltas
al asunto con más detalle, aparecen rápidas las dudas y
las cuestiones sobre lo idóneo que resulta participar en un
concurso o hacerlo con una obra como esta. ¿Será demasiado
literario quizás, en un premio en el que parece primar su
propia temática sobre la literatura en sí? ¿Acaso no me
gustaría guardármelo para mí como el resto de lo que escribo
y sin depender de otros para que llegue hasta quienes quieran
leerlo?
También es de rigor contar las fantasías que a uno le
vienen en este tipo de situaciones, y que, como no podía
ser de otro modo, en este caso son sobre todo imaginar la
celebración del premio en caso de ganarlo, el sentimiento
triunfal, la fama moderada que habrá de traer, las reacciones
de amigos y familia, etc. Es todo un poco cómico, pero
casi podría decirse que esta fase de jugar a la clarividencia
(siempre con resultados positivos, por supuesto) es más
excitante que el mismo triunfo si hubiera de llegar.
Con todo esto, resulta que escribir aquí cualquier vaticinio o impresión acerca de este concurso es abrir una puerta
que solo se cerrará cuando el concurso se falle. El cierre de
esa puerta, claro está, puede ser muy distinto dependiendo del resultado. Estas líneas que hablan de mis ilusiones
pueden convertirse en un documento valioso de cómo se ha
gestado un libro que resultó ser relevante, o bien pueden
quedar como el acta de una esperanza fallida, quien sabe si
incluso de un fracaso, con un regusto mucho más amargo.
Pudiera ser que mañana me gustara volver a ellas, o bien
que deseara no haberlas escrito.
286
He aquí un claro ejemplo de esas entradas de diario
volubles, de esas en las que uno no hace sino poner una
semilla en forma de palabras, y que será el tiempo quien
un día las haga crecer hasta ser emociones y sentimientos
y recuerdos. Como árboles floridos a contemplar o malas
hierbas de las que solo vale la pena desembarazarse.
***
Más novedades sobre las abejas. De los dos nuevos enjambres capturados los últimos días, uno de ellos ha abandonado
la colmena. Al parecer no les gustaba para establecerse a
pesar de lo idóneo que parecía, al menos en opinión de Emilie. La otra colmena se la ha llevado hoy Emilie a la parcela
que sus padres tienen cerca de Condom, porque dice que allí
hay más flores y mejores condiciones para conseguir buena
miel. Aprovechando el viaje, ha pasado a ver a sus abuelos
y se ha quedado con sus padres casi todo el día, así que Inés
y yo hemos pasado el nuestro aquí los dos solos, sin salir
mucho porque no ha parado de llover. Era hoy el día de las
orquídeas, que este año ha debido de tener poca afluencia
por culpa de la lluvia. Al menos, eso se diría viendo el poco
tránsito que había por delante de casa, y que en nuestra
parcela no ha aparcado ni un solo coche cuando lo normal
es que se llene.
Mientras Emilie se ocupaba en procurarles un nuevo
hogar a sus abejas, yo entretenía a Inés, que hoy tuvo un
día algo excitado, sin parar de moverse de un lado a otro.
Es curioso que escriba tanto sobre los trajines de abejas
y colmenas, cuando está claro que no tengo interés alguno
en esta afición de Emilie. Pero no se trata solo de algo que
condiciona nuestro diario (como lo hacen todas las aficiones
en las que uno se ocupa, y tanto más cuanta más pasión
despiertan), sino de algo que además sirve para describir los
vaivenes de nuestra vida. Todo lo que hacemos, puesto que
es parte de esta, serviría a tal fin, esa es la verdad.
Tampoco es tan extraño escribir de cosas que no nos
emocionan, siempre que uno, como ya digo, halle la forma de
emplearlas para contarse a sí mismo. La literatura tiene esta
287
virtud, la de estar por encima de las temáticas y ser válida
ya sea que emplee unos u otros personajes, unos u otras
escenarios. Sucede en la escritura y también en la lectura, y
es por eso que los buenos libros se leen aunque lo que desfile
por sus páginas sean temas sobre los que tenemos poco o
nulo interés.
Sobre este asunto he pensado estos días mientras le daba
vueltas a ese concurso literario al que quiero presentarme.
Es un concurso de literatura de montaña, más montaña que
literatura, como ya dije, y si es así es porque la literatura
de montaña en realidad apenas existe. Lo que hay es mucha
narrativa de montaña, pero si hablamos de literatura como
tal la cosa ya es bien distinta.
Esto se ve fácilmente si se piensa en la gente que lee ese
tipo de libros. ¿Cuántos de ellos lo hacen sin tener interés por
la montaña en sí? O de otro modo, ¿cuántos de esos libros
logran atraer a lectores que no sean montañeros? Pocos,
tal vez ninguno. Pero la literatura es distinta, captura más
allá de las historias mismas, y el único asunto del que trata
no es otro sino la vida misma. De haber literatura en esos
textos, la montaña o la ausencia de esta sería poco menos
que irrelevante. Se leerían de cualquier manera, igual que
uno lee relatos de vidas que en sí no le atraen en absoluto,
pero que sirven no más como mediadores entre el lector y
sus propias verdades.
Decía José Hierro, con gran acierto, que la diferencia
entre periodismo y poesía estaba en el ritmo. Se podría
decir, parafraseando aquella cita, que la diferencia entre
periodismo y literatura, o entre esas novelas que son únicamente narrativa y no alcanzan a literatura, está en el valor
de la noticia: en un caso lo es todo y en otro solo tiene
importancia en apariencia, como andamiaje de una verdad
que se le adosa pero sigue siendo independiente.
***
Como era de esperar, la parcelita junto a la cabaña sigue
igual de desnuda que hace unos días, cuanto tuvimos aquel
arrebato de vestirla con una mesa o algo por el estilo. Todo
288
lo más que he hecho ha sido cortar la hierba para que no
desentone con el resto de los alrededores, que están pulcros
y bien segados después de los días de trabajo de ese hombre
que, paradójicamente, nos contó el otro día que nunca ha
venido a esta celebración a pesar de encargarse de dejar el
pueblo primoroso para disfrute de visitantes.
La inercia de esta fantasía amuebladora y decoradora ha
hecho, no obstante, que cambie dentro de casa mi lugar de
trabajo, y ahora en lugar del antiguo escritorio con su silla he
empezado a trabajar de pie. Me dio por mover el ordenador a
una estantería, añadirle una tabla para el teclado, y empezar
a trabajar así. Lo de trabajar de pie no es un invento mío,
parece que se va poniendo de moda por ser supuestamente
bueno para la salud, pero esta solución casera tan eficaz me
hace sentir orgulloso, he de admitirlo. El bricolaje no fue
asunto muy placentero, y tampoco diré que ha quedado un
resultado nada reseñable, pero como sucede siempre que es
uno mismo quien se busca las soluciones a los problemas,
la satisfacción es mayor o al menos uno se convence de ello,
que viene a ser lo mismo.
No sé si el trabajar de pie sea en efecto beneficioso para
la salud, pero qué duda cabe que hace que todo sea bien
distinto. El rincón donde ahora estoy me parece mucho
más mío, más privado, quizás por aquello de que constituye
una opción más personal que la de simplemente instalar la
combinación clásica de silla y escritorio. Lo noto cuando
trabajo, pero más aún cuando escribo, porque por alguna
razón le da a esta labor de la escritura un halo más privado.
Es casi ridículo este insospechado disfrute y este orgullo de
haber montado mi nuevo escritorio; ando a ratos como un
niño, como si hubiera descubierto la piedra filosofal no ya
de la ergonomía laboral, sino de la vida misma. Los cambios
así, cuando uno se siente convencido de ellos, pueden ser
tan excitantes como viajes lejanos, supongo que porque nos
dejan ver que, con poco esfuerzo, todavía nos es posible
cambiar cosas en nuestra vida y descubrir nuevos placeres.
Se lo cuento a Emilie y le parece gracioso, pero le gusta
verme en este estado. Pasará pronto, como todo, quién sabe
si quizás se me antoje volver a la silla un día de estos.
289
***
Acababa de terminar un par de libros y me entró de
repente uno de esos arrebatos catárticos en los que cualquier
cosa que no sea verdaderamente útil parece mirarme y decirme que sería mejor librarse de ella en lugar de tenerla
ocupando espacio en casa. Y aunque no eran libros malos
sino todo lo contrario, más bien de esos que da gusto leerlos
y se recordarán sin problema más adelante, también es cierto
que yo tengo muy poca tendencia a la relectura, con lo cual
pasar la última página los había convertido de inmediato es
despojos inertes y completamente inútiles. Vaya, que tenía
ganas de librarme de ellos y de algunos cuantos más, en
parte por quitármelos de en medio y satisfacer esa higiene
literaria que a uno le ataca de vez en cuando (los libros son
las piezas de la casa de las que con más soltura parezco
desembarazarme), pero también por disfrutar la emoción de
dejar abandonado un libro, que cada vez la voy encontrando
más agradable.
El caso es que, a diferencia de otras veces, se me ocurrió
que podía esta vez anotar los volúmenes y dejarles escritas
algunas frases. Hay quien aprovecha y escribe en el libro una
explicación de por qué lo abandona, a modo de instrucciones
para quien lo encuentre y lo disfrute después, y con la
esperanza de que el tomo continúe su viaje más allá del
siguiente dueño, enorgulleciéndole a él, poseedor original
de la obra, al ver como su vástago de papel hace mundo y
cosecha las atenciones de un lector tras otro. La cosa está
incluso podría decirse que institucionalizada, y la práctica
no solo tiene un nombre (bookcrossing), sino que existe una
página web en la que puede registrarse un libro, identificarlo,
y después seguir su trayectoria si aquel que lo encuentra
sigue las instrucciones que añadió quien lo dejó libre por
primera vez.
A mí tanta organización la verdad es que me resulta
algo frívola, le quita, a mi entender, parte del encanto y
la espontaneidad a este gesto. No saber lo que le sucede
a esos libros que leíste con tanta pasión es también algo
estimulante.
290
Se me ocurrió, como digo, escribir algo en mis libros,
pero no de este tipo de notas, sino otras distintas, del tipo
que uno puede escribir cuando entrega un libro a alguien
conocido en lugar de abandonarlo para que lo rescate otro
cualquiera. Les quería poner dedicatorias, unas dedicatorias
sentidas, profundas, como si esos fueran regalos que yo hacía
a alguien o alguien me hacía a mí. De esta forma, junto con
el libro dejaría otra historia paralela, la de la dedicatoria,
quien sabe si incluso más fascinante aunque se trate de algo
fingido, que eso no va a saberlo quien lo encuentre.
Nunca se me ha dado bien esto de dedicar libros. Lo he
hecho algunas veces con libros ajenos y algunas otras con
los que yo mismo he escrito, y creo que nunca he estado satisfecho con lo que puse, ya sea que tuviera que improvisarlo
rápidamente o se me diera más tiempo para pensar una buena frase. Poco importa ahora, la verdad, porque estas notas
no han de ser de calidad alguna, sino simplemente contar
con ellas algo. Quedarán incluso más realistas si tienen un
punto cursi o demasiado afectado, porque es así como suelen
ser las dedicatorias de los libros, sobre todo si las lee alguien
a quien no están dirigidas.
En total escribí cinco dedicatorias en otros tantos libros,
y ahora acabo de dejarlos sembrados a lo largo de este viaje
de trabajo. Allí están ahora, abandonados esperando que
alguien los encuentre y le dé vida a esas dos literaturas, la del
libro como tal y la de mis pequeñas historias garabateadas
en sus primeras páginas. Quién sabe si serán ignoradas o
harán que quien lo encuentre decida no llevárselo consigo por
entender que ese libro tiene un valor emocional importante
para quien lo ha olvidado; o tal vez se lo llevará e imaginará
después qué historia hay detrás de esas otras palabras. Es
todo tan incierto como la literatura misma, de ahí que resulte
interesante.
No es mal modo este de lograr lectores para lo que
uno escribe, aunque sean apenas un puñado de frases. Se
aprovecha uno de la obra de otro para usarla como cebo de
sus propias historias, que dicho así puede sonar egoísta y
frívolo, pero que no deja de ser algo hermoso, porque así lo
291
son siempre las alianzas y esta tan literaria no habría de ser
menos.
***
Qué escenario más teatral el de la casa desvencijada
que hay a la salida del pueblo, no hay día que al pasear
por allí no me pare a mirar y descubra algo nuevo que
me sorprenda o al menos me arranque una sonrisa. Es una
colección interminable de pequeñas catástrofes, a cual peor,
en las que uno puede imaginarse cualquier historia. Debería
venir alguien y escribir un libro, o varios, porque en tal
decorado no hay nada que no pueda suceder o, mejor aún,
que no haya podido tener lugar antes. Imaginar el porqué
de una sola de esas piezas desordenadas que hay esparcidas
por el terreno es ya suficiente para montar un relato de lo
más enrevesado.
No tengo intención de hacer ficción alguna, pero es tal
vez hora de dejar aquí una descripción del lugar, todo lo
fidedigna que pueda hacerse, que no es mucho, porque ya
digo que es una de esas cosas que hay que ver en persona,
sentarse frente a ella e imaginar su extraña razón de ser.
Otra razón por la que también vale la pena detallarla en
estas páginas es que quizás en unos años ya no será de
este modo. Podría suceder, aunque es poco probable, que
el dueño cambie y alguien la reconstruya, la adecente un
poco y le dé una forma más normal, con lo que la estética
del pueblo ganará notablemente pero perderá este lado suyo
tan caótico y teatral. Más probable será que la casa quede
abandonada y entonces se convierta en una ruina, con el
encanto que tienen los abandonos, pero sin vida alguna. Y
lo que en realidad le da este aire especial a esta casa es que
tiene vida, mucha vida, en un lugar donde se diría que no
vendrían a instalarse ni los pájaros. La casa va muy acorde
con su dueño y único inquilino, que es también así: un tipo
solitario, malhumorado, ya mayor pero aún con años por
delante y un cierto entusiasmo por algunas cosas del pueblo,
pero a quien, viendo su persona y el lugar que habita, uno
lo imagina con una absoluta falta de vitalidad, diríase que
más muerto que vivo.
292
En el catálogo de esta especie de museo de los horrores
rural no falta de nada y todo cambia casi cada día. Lo que
uno no acierta a averiguar es si estos cambios, discretos pero
constantes, son obra del dueño o suceden por sí solos como
parte de esa vida propia que la casa parece tener.
En el centro está el tractor, un esqueleto varado, viejo,
de un color rojo al que el sol le ha quitado ya todo su brillo.
Alrededor hay pilas de leña, cinco o seis de ellas, cada cual
con su tamaño, desordenadas. El porqué de esa disposición
se antoja caprichoso, aunque cabe sospechar que no obedezca
a más ley que la de la pereza. Al lado de una de ellas está
la raíz de un árbol grande, volteada, como si se hubiera
arrancado allí mismo y le hubieran quitado el tronco para
hacer leña y después hubieran dejado esas raíces inservibles
allí al aire. Pero no es de allí de donde viene, porque no
hay en ese lugar ni en toda esta parte de la parcela ningún
hoyo, y debe ser que alguien lo ha puesto allí por la misma
razón poco lógica por la que se amontona la leña en esos
montículos dispersos.
También hay montones de palets y algunos de hierros de
varios grosores, y cerca de la carretera hay bolas de alambre
de espino enrollado, que parece que cualquier día van a
arrancarse a rodar como las hierbas secas en las películas
del oeste americano, para así darle al lugar un aire aún más
perdido.
Hace un tiempo excavaron una zanja entre la carretera
y la casa, pero quedó allí abierta sin que se hiciera nada con
ella. «Será para meter algún tubo» nos decíamos. Pero hasta
hoy nadie ha hecho nada, y el surco abierto es ya parte del
paisaje y parece que ha venido para quedarse.
Una de las piezas más llamativas de la casa son las
columnas. Por todo el exterior hay diseminadas, también
sin ninguna lógica aparente, columnas de un metro y medio
de alto. Las hay de piedra y de cemento, de formas varias,
y algunas coronadas con alguna planta. Según el humor que
uno lleve, le pueden recordar a esas columnas de las ruinas
griegas que son lo único que queda en pie de una historia
grandiosa, o bien a un pilar sin sentido puesto por alguien con
pésimo gusto estético. Suele ser más bien esto último, porque
293
esas columnas de las ruinas es fácil llevarlas hacia atrás en
el tiempo e imaginarse el conjunto completo del que vienen,
pero estás de aquí hay que echarle mucha imaginación para
intuir en ellas ningún pasado medianamente interesante.
La más destacable de las columnas es una redonda de
cemento pintada de blanco, sobre la que hay una enorme
caldero oxidado como maceta, y en ella hay plantada una
tuya pequeña, perfectamente triangular y de un verde muy
luminoso. Hace un conjunto hermoso, pero en este escenario
acaba siendo un detalle de un patetismo inabarcable.
Las ovejas suelen pastar u holgazanear por entre todos
estos cachivaches, y mantienen la hierba muy corta, que es
lo único de todo el conjunto que tiene aspecto bien cuidado.
Hace un contraste cómico ver ese tapiz verde tan tupido y
apenas milimétrico, como el del green de un campo de golf,
y toda la chatarra ruinosa esparcida sobre él.
El rebaño, que más que tal parece un grupo mal avenido,
porque las ovejas suelen andar desperdigadas y con cara de
pocos amigos, está también en consonancia con la casa. O,
mejor dicho, con el dueño, que les aplica igual cuidado (o
falta de él) y será por eso que hoy tiene este aspecto. Las hay
blancas y negras, también una de un color marrón chocolate
muy hermoso, aunque el animal en sí no es especialmente
agraciado. Le falta lana por muchos sitios, como si fueran
calveros de un bosque, y más bien parece que tuviera una
especie de sarna ovejuna. Da esa tristeza de ver a alguien
que fue bello y pudiera seguir siéndolo, pero a quien los
azares de la vida le han robado antes de tiempo esa fugaz
posesión de la belleza. También hay de vez en cuando algunos
borreguitos, que aparecen un día y desaparecen con más
o menos celeridad, quién sabe si vendidos, sacrificados, o
huidos por su propio pie en busca de un mejor lugar donde
vivir.
Las ovejas comen a veces la paja que hay dentro de un
remolque y cubierta con una chapa ondulada, y la escena de
verlas intentando alcanzarla es de lo más gracioso. Tampoco
sé si esa paja esta ahí puesta para ellas o es otra pieza
abandonada a la que han decidido ellas mismas darle utilidad
en vista de que no sirve para otra cosa.
294
Luego está la casa, el edificio en sí, que es enorme y tiene
la parte trasera totalmente derruida. La delantera está bien,
con los muros y el tejado en buen estado, pero las ventanas
están rotas y por las noches no se enciende más que la luz
de una habitación. Todo el resto debe estar abandonado por
dentro, quizás lleno de trastos amontonados igual que en
el jardín. Es de esas cosas que, en lugar de ser excitante
imaginarlas, acaban dando algo de pena.
Ya digo, pasar por allí es siempre entretenido, a poco que
uno tenga algo de curiosidad y ganas de cotillear. Debería
salir ahora mismo a dar otro paseo y ver qué encuentro,
seguro que a estas horas de la noche tiene que tener un
aspecto inquietante, entre lo tétrico y lo enternecedor. Mejor
aún, debería dejar esta entrada abierta e ir apuntando cada
día los nuevos descubrimientos, sería una novela condenada
a no acabarse y estar siempre llena de suspense.
***
El día de la fiesta de las orquídeas, al final de la tarde, y
viendo que Emilie todavía no volvía de sus asuntos con las
abejas, salí con Inés a dar un paseo. Debían ser ya más de
las siete, y en el pueblo no había ni rastro de visita alguna.
Ni un coche aparcado, ni una persona paseando, nada. Claro
que, a esas horas, el paseo botánico ya habría terminado y
todo el mundo, muchos o pocos, se habrían ido de vuelta a
casa. Yo suponía que la afluencia debía haber sido escasa,
por aquello de que nadie aparcó en nuestro jardín, como ya
conté, pero viéndolo así, parecido a un día normal, me daba
la impresión de que no había sido distinto de uno de tales,
y que nadie había venido de visita para ir al encuentro de
las orquídeas.
El paseo botánico, no obstante, tuvo lugar, no sé sin con
publico abundante o en pequeña comparsa, pero con algún
participante al menos. Lo sé porque en la calle, no lejos de
la entrada de casa, encontré una pequeña libreta tirada que
debió habérsele caído a uno de ellos.
No tenía mucho escrito, le eché un vistazo rápido a las
hojas y eran todo pequeñas palabras sueltas y algunas cifras,
295
ni siquiera había suficiente para que fueran ideas o historias.
En la primera página se podía leer «Poa Bulbosa», nombre
que reconocí como el de una planta y supuse, pues, que el
dueño de la libreta había ido consignado en aquel cuadernillo
sus avistamientos de la jornada.
Emilie fue más curiosa cuando se la enseñé a la vuelta, y anduvo mirando todas las hojas que estaban escritas,
que tampoco eran tantas. Dedujo que, más que plantas, la
libreta tenía anotadas observaciones de aves, pues a estas
correspondían casi todos los nombres. Las cifras a su lado
suponemos que serían en número de ejemplares vistos, lo
cual tenía sentido, porque los números más abultados correspondían a las acuáticas, que suelen congregarse en grupos
más grandes.
La libreta se quedó sobre la mesa y desde entonces no
ha hecho más que perder hojas. Inés le arrancó un par de
ellas, otras se cayeron y acabaron perdidas bajo la mesa,
y de otras Emilie se sirvió para anotar algo. Está ya muy
delgada, más desmejorada aún de lo que ya estaba cuando
la encontré, y eso que ya entonces evidenciaba haber librado
más de una batalla.
Pienso en el dueño y me da algo de pena, porque aunque
sean de naturaleza bien distinta, esos apuntes ornitológicos
vienen a ser similares a las entradas de este diario. Y claro,
ver cómo no solo se pierden todas ellas lejos de su autor,
sino cómo además se va deshojando la libreta como una flor
marchita, da tristeza si uno piensa que podría sucederle lo
mismo a sus anotaciones.
Queda el solo consuelo de pensar que estas notas, aquí
escritas en el ordenador, no tienen la posibilidad de una
muerte así lenta, y que si se perdieran un día sería de una
forma menos trágica, más fría e indolora. De la forma misma
en que se pierden y mueren los recuerdos, de inmediato, sin
purgatorio alguno.
***
Desde que hemos cambiado la silla en el carricoche de
Inés, los paseos son otra cosa. Ahora en lugar de ir mirando
296
hacia atrás, va sentada hacia el frente, abriéndonos camino
como en primera línea de combate, y puede mirarlo todo tal
y como nosotros lo vemos. Le encanta salir a pasear de esta
nueva forma; es mover la silla para sacarla y se emociona
al instante pidiendo que la montemos. Y una vez que está
instalada, se queda quieta y observa todo con detalle, como
quien se acomoda en una butaca a ver una película o un
espectáculo cualquiera. No es para menos, porque el paisaje
de estos días es todo un espectáculo, y si los demás no
nos quedamos tan embelesados quizás sea que no sabemos
apreciar todo esto como se merece, o que nuestra forma de
pasear no es tan contemplativa como debiera.
Ahora que tanto ella como nosotros vamos viendo las
mismas estampas, esta de pasear se ha convertido en una
actividad mucho más interactiva. Si antes era yo quien le iba
contando mis historias a ella mientras la miraba tumbada
en el carrito, ahora lo que hacemos es dialogar sobre todo
cuanto nos sale al paso e intercambiar nuestras opiniones.
Ella de vez en cuando señala algo que le llama atención, y
cuando ve un perro o un gato cruzar la carretera, o un corzo
atravesando un campo, dice «didi», que es la palabra que
en su particular idioma utiliza para todo animal. Yo por mi
parte le hablo de las colinas, de cómo van los cultivos, de
las luces a esa hora del día; le cuento lo que sé acerca de
alguien que nos cruzamos, o de quienes viven en una casa
del camino. Reincido en los mismos temas, igual que ella
repite lo mismo a cada animal que pasa, y así sabemos que el
otro entiende lo que queremos decir y lo que se esconde por
allá adentro. Hablamos sin esperar respuesta, es un diálogo
de sordos, no cabe duda, pero de sordos sentimentales y
honestos que no tienen problema en desvelar sus emociones.
En estos días, me doy cuenta de que le voy repitiendo,
con otras palabras tal vez, lo que he dejado escrito en ese
libro mío sobre las colinas. Vienen a ser las mismas ideas,
y a veces esto a uno le hace plantearse aún más si vale la
pena presentar el libro a concurso, porque no hay lector
que uno pueda imaginar más deseable que ella, y siendo
así cabe preguntarse para qué esforzarse en cualquier otro
lector, para qué guardar otras aspiraciones más allá de la de
297
poder seguir contándole a Inés en estos paseos lo que pienso
de todos estos relieves.
Hoy hablábamos de los campos de habas que crecen cerca
del pueblo. No había visto este cultivo desde que vinimos
aquí a vivir, se conoce que las rotaciones no le habían dado
su lugar hasta ahora y antes eran solo la alfalfa o el maíz los
que ocupaban esas mismas parcelas. Tienen estos campos
de habas un aspecto de lo más sugerente, con sus plantas
de hojas grandes que parecen pequeños arbolitos. Con la
altura que tienen en este momento, con ese perfil de árboles
en miniatura, si uno los mira no cree estar mirando un
cultivo, sino más bien un bosque. Parece como si se volase
por encima de una arboleda densa que se extiende kilómetros
en la distancia, o se observase desde lo alto de un monte
perderse a lo lejos. Esto le venía yo comentando a Inés hasta
que volvimos al pueblo, a la verdura menos salvaje de las
flores, los setos y las cunetas de hierbas que ahora lucen
bien cortadas.
Al final el paseo se nos hizo más largo que de costumbre.
Yo tenía ganas de andar y ella iba tan feliz que no se quejaba
aunque pasase el tiempo, así que para cuando volvimos a
casa era ya tarde y Emilie había vuelto del trabajo. Nos
esperaba en el jardín ocupándose de sus plantas, y fue un
reencuentro muy teatral, porque Inés se puso muy contenta
y empezó a reírse y a hablar, y nosotros la imitamos en los
gestos.
Inés se está convirtiendo ya en toda una viajera. Quiero
decir, en una viajera en el sentido emocional de la palabra,
en lo que implica el partir y el regresar cuando ese tiempo de
viaje le desordena a uno los sentimientos. Tiene la excitación
de partir a estos pequeños paseos, pero le gusta tanto o
más regresar y encontrarse de nuevo con sus cosas, con sus
lugares, o con Emilie si es que no vino con nosotros. Son
síntomas inequívocos del alma viajera, qué duda cabe.
Entramos en el jardín y ella sigue mirando al frente, como
los pasajeros en la cubierta del barco que atraca y buscan
en el puerto algún familiar que les aguarde. Y entonces se
gira y me mira a mí y parece decirme que gracias por este
paseo, que ha sido un viaje agradable de completar en mi
298
compañía, y que a ella le gusta ser mi compinche en estos
viajes cercanos de la tarde. Y me acuerdo de esa palabra rusa
tan bonita que quiere decir exactamente eso, compañero de
viaje: sputnik.
***
Mientras la cambio, Inés coge uno de sus zapatos, se lo
pone en la oreja y sonríe. Yo cojo el otro y hago lo mismo.
Y es así que los dos escuchamos reverberar la vida como en
una caracola, y oímos el oleaje y la espuma, o tal vez no sea
eso sino el sonido de los caminos por los que paseamos, de
los árboles, de las campiñas, y esa sea la melodía no del mar
sino de estos paisajes que también son profundos, musicales,
oceánicamente infinitos.
***
Cuando decidí empezar a tocar la guitarra, debía tener
unos 13 o 14 años. Estaba pasando las vacaciones de verano
en Irlanda, a donde me mandaban mis padres para que
aprendiera inglés. La familia con la que vivía allí organizó
una pequeña fiesta, y entre los asistentes había dos hombres,
uno de ellos español, que sabían tocar la guitarra. Al final
de la noche se arrancaron a tocar y cantar unas canciones,
y a mí aquello me impresionó lo suficiente como para desear
poder un día hacer eso mismo.
Aquellas canciones y aquellas guitarras fueron durante
bastante tiempo mi referente a la hora de aprender el instrumento. Uno sueña sobre todo con provocar en otros las
emociones que ha sentido con agrado, y qué mejor objetivo
que poder algún día tocar una guitarra frente a alguien y
emocionarle del mismo modo que esos hombres me habían
emocionado a mí. Me parecían, además, grandes músicos,
idealizados desde mi perspectiva por la forma en que habían
conquistado la atención de esa fiesta, y allí quedaron como
modelos a seguir, o al menos como destinos finales de ese
camino de aprendizaje en el que me había embarcado con
mi guitarra. La empresa, claro está me parecía compleja, si
no inasequible.
299
De pronto un día uno se da cuenta de que, sin esperarlo,
ya ha llegado a donde quería, pudiera ser que incluso un
poco más lejos. De que ya puede tocar con soltura aquellas
canciones, de que se ha convertido en el músico que entonces
soñaba. Y de que esto no le proporciona la satisfacción de
lograr conquista alguna, sino que, al contrario, le descubre
que le queda por delante mucho más de lo que ya ha recorrido,
y de que el objetivo que perseguía sabe a poco y por delante
le quedan otros muchos, o quién sabe si quizás ninguno y
no se vislumbra final en este recorrido. Es como subir a esas
montañas en las que uno cree avistar la cumbre, porque no
ve nada por encima de un punto, y conforme se va acercando
va apareciendo por detrás otra cima más alta, y nunca se
sabe si aparecerá alguna más o se trata ya de la definitiva.
Puede incluso ser peor. Los sueños de entonces, además
de dejar de ser tales por haber sido ya alcanzados, pueden
convertirse en pesadillas, porque no solo es que ya no queden
delante de nosotros, sino que quedan atrás, y lo que uno
anhelaba y a veces hasta creía fantasía imposible, ahora es
algo a lo que no desearía volver. Si me dijeran que mañana
en lugar de tocar la guitarra como lo hago hoy lo haría como
aquellos hombres que me iniciaron en estas lides, quizás
dejara de hacerlo. Porque ahora sé que eran en realidad
guitarristas bastante simples, rudimentarios, capaces de ser
el centro de una fiesta, sí, pero eso hace tiempo que ha
dejado de ser para mí algo suficiente, y ni siquiera necesario.
Qué extraño esto de aprender, sobre todo si se hace
con emoción y metas que a uno le despiertan las ansias.
Además, ocurre que se pierde con el tiempo la noción de
andar persiguiendo un objetivo. Todo ese trabajo en pos de
lograr lo que se busca pasa a ser parte de lo cotidiano, y no
se advierten los hitos que se van superando porque ya no
resultan algo extraordinario.
Escribía hace unos días lo distinto que era aprender ahora
el violín de aprender en su día la guitarra, que todo era más
consciente y que podría además dejar aquí testimonio de
mis progresos. Pero no he vuelto a escribir nada a pesar de
que voy progresando mucho más rápido de lo que esperaba,
o quizás tal vez por eso. Ganar terreno en este recorrido
300
ya no es llamativo, y escribirlo sería como si un viajero
anotara en su diario el hecho mismo de moverse, cuando lo
vital de la experiencia es conquistar, descubrir, asombrarse,
trasmutarse en otro.
No solo es esta tarea de aprender un instrumento, o de
estudiar algo, o de desarrollar cualquier destreza. Sucede
de igual modo con muchas otras ocupaciones, o más bien
con todas en las que nos aplicamos a lo largo de la vida.
No es así, sin embargo, con las personas, a las que siempre
resulta emocionante ir indagando. Más aún, a veces pareciera
que cuanto más alguien se instala en nuestras rutinas, más
sorpresas nos da y mayor deseo tenemos de contar lo que
nos descubre cada día. Será, supongo, que las personas,
las amistades, los amores, esos no los entendemos como
objetivos, no perseguimos nada más que lo que ya tenemos.
Lo que nos importa no es arribar mañana a un cierto punto,
sino disfrutar de este presente. Y será por eso que, incluso
cuando ya son por completo rutinarias, escribir esas rutinas
es un placer que en lugar de menguar va creciendo cada
instante. Tanto, que uno incluso decide un día escribir un
diario, y cuando se quiere dar cuenta ya no sabe cómo dejar
de hacerlo.
***
Había pedido algunas cosas por Internet, entre ellas un
libro de un filósofo francés, Frédéric Gros, titulado Marcher,
une philosophie. El paquete con todas estás cosas no logró
llegar a su destino —lo traía esta vez una compañía de
envíos distinta a la habitual, parece ser que sin experiencia
en esta zona—, así que lo dejaron un par de días después
en un punto de reparto en Vic, de donde lo he recogido esta
tarde. Las cosas que se hacen de rogar, ya se sabe, después
se cogen con más interés cuando por fin llegan, así que lo
recuperé con más ilusión de la que cabría esperar, y con
ganas de empezar a leerlo cuanto antes.
El libro es un pequeño ensayo sobre el caminar, sobre
esta costumbre de pasearse a la que algunos le tenemos tanta
afición, y me llamó la atención cuando lo vi unos días antes
301
en la página de una editorial española. He decidido darle
una oportunidad al original francés, con la esperanza de que
no sea una lectura demasiado pesada.
Me imaginaba el final del día tranquilo, sentado en el
sillón leyendo en silencio este nuevo librito, pero no dejaba
de parecerme algo irónico eso de apoltronarme a leer, siendo
el que era el tema de la lectura. Así que, como la tarde era
buena y no tenía trabajo, salí con Inés a pasear después de
recogerla y me llevé el libro para leerlo sobre la marcha. ¿Qué
mejor manera de leer sobre andar que hacerlo andando?
Por lo leído hasta ahora, no diría que es una gran obra,
pero se hace interesante más por una cuestión de enfoques y
ángulos que por la prosa o la filosofía en sí. Leer sobre estos
temas en apariencia tan baladís (y por ello al mismo tiempo
tan universales) es una de las mejores maneras de encontrar
en la literatura una de sus mejores sensaciones: aquella de
aprender sobre los lugares comunes, de descubrir colores
nuevos en lo que uno mira cada día y ve de una forma distinta.
Se leen estos textos y, cuando uno encuentra algo con lo que
se identifica, se dice a sí mismo: ¿Por qué no he escrito yo
estas frases? ¿Acaso no es evidente este pensamiento? Y así
se disfruta la lectura, entre una pequeña dosis de envidia y
el placer de ver puestas en palabras rotundas las verdades
sobre las que uno construye sus pasiones.
Pienso en lo fascinante que sería leer sobre cosas aún
más cercanas: sobre mi misma familia, sobre esta casa, sobre
las costumbres exactas que yo tengo. Si acaso existieran,
si acaso alguien antes hubiera vivido lo mismo que yo y
lo hubiera escrito, con qué pasión leería esos libros para
ver cuánto de lo que hay en ellos no lo supe ver antes. Y
también —porque esa es otra de las grandes satisfacciones de
la lectura— para encontrar tal vez algo que yo ya he escrito,
una idea hermana que otro tuvo en otro tiempo, como si
eso a uno le confirmara en su papel no ya de escritor, sino
de persona misma que pasa por la vida mereciendo aquello
que disfruta.
***
Le dimos de comer a Inés a la hora de costumbre y
302
ella dio cuenta de todo con gran entusiasmo, con hambre,
como suele hacer. Entonces nos pareció que la mañana había
pasado muy rápida y que no habíamos tenido casi tiempo
de hacer nada, desde que ella se había despertado hasta
esta hora de la comida todo había sucedido en un abrir y
cerrar de ojos, y tratábamos de recorrer las pocas cosas
que habíamos hecho en ese tiempo para justificar que ya
hubiéramos llegado al mediodía sin apercibirnos.
Fue Emilie la que primero se dio cuenta de por qué el
tiempo nos parecía tan veloz: la hora del reloj del horno
estaba equivocada. Llevaba más de una hora de adelanto, a
causa sin duda de lo mucho que a Inés le gusta acercarse a
tocar los botones. Se conoce que lo había hecho esta misma
mañana y no nos enteramos de ello.
El asunto nos hizo gracia y los dos empezamos a montar
nuestras pequeñas películas, imaginándonos que Inés había
adelantado la hora a propósito para que le diéramos de
comer antes. Era divertido imaginárselo así, como cuando la
gente le supone a un animal de compañía alguna cualidad
humana y se lo figura de este modo, sintiendo una emoción
que en realidad desconoce pero que a su dueño le reconforta
creer que posee. Ella nos miraba y se reía con una sonrisilla
pícara, y claro, ante aquello, y aún sabiendo que nuestra
fantasía era irreal, cómo no convencerse de que en efecto
nuestra pequeña era capaz de tales maldades.
Seguiremos así toda la vida, imaginándole pensamientos
y actos que no son suyos, dándole una identidad que nace
de nosotros en lugar de ella. En el fondo, es tan solo por
mera posesión, para no sentirnos nunca desasidos de ella y
convencernos a nosotros mismos de que es cómo nosotros la
imaginamos, no de otro modo, y que es por esa imaginación
nuestra que tiene esa personalidad y no otra.
Debe ser hoy un día de pesimismos y aires derroteros,
porque no se explica de otra manera que a estas alturas tan
tempranas de la obra uno ande ya luchando contra el miedo
de verla alejarse algún día.
***
Otra sesión de música irlandesa más en Jegun. Después
303
de la tentativa frustrada de hace un mes, esta vez todo
salió a pedir de boca, sucedió exactamente como lo venía
esperando desde que comencé a participar en ellas, o más
bien desde que hace ya tiempo descubrí esta naturaleza
social y comunicativa de la música que ahora tanto aprecio.
Fue todo muy de andar por casa, con poca gente y un
ambiente cercano. Habría unas veinte personas sentadas
tomando algo, poco bulliciosas, y como músicos estaban
Patrick al violín, la mujer mayor tan guapa del pelo blanco
que también toca el violín, y su marido a la flauta. Vino
también el hombre que toca el bodrhán, que bien podría ser
el percusionista más discreto del mundo, porque golpea con
una timidez deliciosa y parece siempre tener miedo de salirse
del plano de fondo y cobrar demasiado protagonismo. Él
mismo tiene un carácter similar a esa forma suya de tocar,
lo cual no es extraño, porque uno toca y se expresa con el
instrumento de manera similar a como lo hace en los otros
lenguajes que conoce.
Apareció algo más tarde un inglés que no había venido
antes y no era conocido de nadie, también con un violín.
Para mí fue una sorpresa muy grata, porque resultó ser un
muy buen músico, sacaba de aquel violín unos sonidos dulces
y profundos, y sabía tocar suave cuando así correspondía
y darle más ritmo a las canciones que lo pedían. Al resto
pareció impresionarles menos que a mí, quizás porque a
pesar de su valía musical el tipo era un tanto desordenado,
impetuoso, y su estilo no encajaba en la bien calculada
estructura que ellos llevan repitiendo años y años en estas
sesiones. Comparado con ellos, era un violinista heterodoxo,
se apoyaba el violín de una forma rara y cogía el arco por la
mitad, pero saltaba a la vista que los resultados de aquella
forma suya eran de cualquier modo brillantes.
Entre todos tocamos un popurrí muy simpático de canciones irlandesas, piezas de guitarra y algunos temas más
animados que solo el inglés conocía y en los que yo intentaba seguirle improvisando con más o menos acierto algún
acompañamiento.
De las canciones que todos conocían, el inglés preguntaba a veces sobre su historia o sobre los detalles menos
304
musicales, y Patrick, a quien parece gustarle tanto o más el
lado folclórico que el musical, le explicaba cómo una melodía
formaba parte de un conjunto de piezas de danza antiguas,
o le citaba una fecha lejana en la que ese tipo de canciones
se había desarrollado. Tiene una erudición agradable, de
esas que invitan a preguntarle más cosas.
Me dijo al llegar, cuando le conté mi intento fallido del
mes pasado, que a veces el resto del grupo piensan que él
es el organizador de estas sesiones, pero que en realidad es
uno más y se limita a venir y tocar como cualquier otro.
Supongo que quería excusarse en caso de que la ausencia de
los demás hace un mes pudiera imputársela a la suya propia.
A mí no me ha dado nunca la sensación de ser organizador
o líder de nada, ni tampoco el más enérgico de este grupo,
porque de hecho es un hombre de poco carisma, pero cuando
uno le ve tocar y hablar de esta música le imagina bien en
ese papel de abanderado al que los otros siguen. A veces el
carisma puede obtenerse por vía más tranquila, no es uno
mismo en sí el que resulta carismático, sino su buen hacer
en según qué cosas. O quizás es que, en un mundo donde
todos parecen querer destacar sin merecerlo, quien guarda
sus saberes y no pretende nada con ellos es tan extraño que
esto lo convierte en una personalidad poderosa.
Se fueron antes que de costumbre, no mucho más tarde
de la medianoche, porque iban en dirección Toulouse y esta
noche pasaba el convoy de Airbus, y si se retrasaban más de
la cuenta la carretera estaría bloqueada. Me quedé yo solo
con el inglés, que había venido con su mujer y dos amigos,
pero a los que no hacía mucho caso porque parecía preferir
la música a la conversación. Seguimos tocando, aunque de
una manera ahora distinta, más espontánea, improvisando
cada cual su parte. Acabaron saliendo unas canciones muy
interesantes, diría que las mejores de la noche, yo mezclando
un poco de flamenco con algunas de mis pequeñas ideas,
y él añadiendo sobre todo esto unas melodías hermosas, a
veces incluso algo pegadizas. Al final ni siquiera estábamos
en la mesa donde al principio, sino que yo estaba en la barra,
sentado sobre un taburete, y él orbitando con el violín por
los alrededores, perdido entre sus frases.
305
Sentí allí, en ese final de la noche, esa sensación esquiva
de haber conquistado el bar, de haberlo hecho mío. No
con la idea de triunfo con la que pudiera entenderse si se
tratara de un concierto en el sentido habitual de la palabra,
porque aquello poco importaba aunque el público hubiera
sido agradecido y disfrutase con las canciones, sino más
bien como se podría decir si hubiera estado tocando en casa,
con amigos, y estos no sólo hubieran dado el reconocimiento
artístico a mi música, sino también una prueba de la amistad
que nos une.
Estuve tentado de llevar el violín, aunque solo fuera para
que alguien le echara un vistazo y pudiera darme una opinión,
sin intención alguna de tocar nada. Al final lo dejé en casa,
más que nada por el miedo a que me pidieran que tocara
aunque acabase de empezar con el instrumento. Lo cierto es
que alguna canción podría haber tocado, y probablemente
se sorprendieran de lo rápido que avanzo, pero es difícil
librarse de las vergüenzas y las inseguridades.
Uno siente que, faltando todavía intimidad con estas
amistades tan recientes y aún poco profundas, hacer música
frente a ellos tiene un lado amigable, cercano, pero también otro que pudiera decirse más belicoso, arrogante, en
el que se trata de demostrar lo que se sabe hacer, como si
fuera necesario ganar el respeto de los demás. Y siendo así,
siendo que se afronta el trance como una especie de trifulca
amistosa, la idea de hacerlo con un arma en la que uno no
tiene apenas experiencia se antoja poco apropiada. Por el
momento, seguiremos escudados en la guitarra.
Cambiar esto, ya digo, es cuestión de ahondar en esta
amistad más que de mejorar como violinista, así que es
algo que habrá de llegar más pronto que tarde si continúan
produciéndose estas veladas musicales. Hoy, no cabe duda,
el progreso en este aspecto fue significativo.
***
La idea está ya en mi libro Au village, y la he utilizado
después también en ese Elogio de la colina que vengo de
terminar hace poco. Se podría decir que es una idea a la que
306
le tengo especial afecto, o al menos una que en lo literario
da juego y hace sentir cierto orgullo por haber sido capaz
de desarrollarla. Es en realidad una reflexión simple: lo
que más se echa de menos en las ciudades con respecto al
campo es el horizonte, no hay una ausencia más notable.
A partir de ahí se puede divagar en abundancia sobre el
significado de los horizontes, que es lo que he hecho ya
en unas cuantas páginas en esos libros que digo, pero el
concepto es fundamentalmente ese.
Escribía hace unos días sobre lo reconfortante que es
encontrar las ideas de uno en la voz de otro escritor, y hoy
me topo con esta frase en uno de los diarios de Trapiello:
En la ciudad no hay crepúsculos ni amaneceres,
no hay luna ni estrellas, en la ciudad todo es
ajeno a uno. En el campo tiene uno la sensación
de que la naturaleza se le entrega por entero, en
exclusividad. Se dice uno, todo esto es mío, soy
el dueño del horizonte.
Pudiera ser porque, como digo, a esta idea le tengo más
cariño que a otras, pero el encuentro esta vez no ha sido
tan agradable, sino más bien algo violento, desconcertante.
No acierto a decir si pesa más la sensación de que a uno le
han usurpado sus ideas (que no es cierta), o la de ser uno
mismo quien se ha apropiado indebidamente de las de otro
(que tampoco lo es). Quizás sea un poco de ambas.
Así que aquí estoy, escribiendo esto para disponer de una
historia nueva que añadir en estos diarios, y así al menos
tener el consuelo de que, aunque algunos escritos han de
perder su valor por estos caprichos de la labor creativa, sigo
todavía siendo capaz de alumbrar otros nuevos.
***
Sucedió hoy otro de esos días en que el paisaje se viste
de lejanía, un día viajero, casi con sabor de exploración y
descubrimiento.
Por la mañana salí temprano a hacer un paseo, por la
carretera hacia la capilla, y en lugar de hacer la vuelta de
307
siempre pensé que sería buena idea intentar cruzar el río
hacia el otro lado. Han construido hace tiempo un puente de
madera, como parte de un proyecto para habilitar una ruta
que une el pueblo con el Bois de Montpellier. En realidad
el camino ya existe, pero para cerrar el recorrido hace falta
cruzar el río, de ahí la necesidad de este puente. Lo habíamos
visto desde la carretera, aunque como nadie había dicho
nada de que la ruta se hubiera abierto (estas cosas, además,
suceden siempre con cierta pompa, incluso en estos pueblos
pequeños y a pesar de lo discreto que es aquí el alcalde),
pensábamos que estaría sin terminar.
Efectivamente, el puente aún no esta acabado. Parece
una obra dejada a medio hacer (y lo es, porque lleva allí ya
un tiempo y no he visto a nadie trabajando en él), con la
madera sin barnizar y a punto de empezar a deteriorarse.
Se apoya sobre dos pilares de hormigón, y el acceso desde el
camino a la plataforma no existe, hay que alzarse algo más
de un metro para subirse sobre él. Eso sí, el puente como
tal está completamente listo y puede cruzarse sin ningún
problema.
El camino en realidad no existe, o más bien es que, a
falta de tránsito, se lo han comido las hierbas, especialmente
altas en esta época del año. De la carretera hasta el puente,
por ambos lados, hay que cruzar unos cien metros de pradera
salvaje.
De hacer la ruta completa tal y como está pensada, una
vez se llega a la carretera hay que cruzarla y continuar hacía
arriba de la colina. En su lugar, yo cogí la carretera misma de
vuelta hacia el pueblo, que es la carretera departamental, por
la que rara vez paseo. A esas horas de la mañana, y siendo
domingo, era una vía desierta. Se oían en lugar de coches
todos los trinos matutinos de las aves, mucho más dulces, y
uno podía caminar por mitad del asfalto sin preocupaciones.
Ahí vino el primer vaho de distancia, soplado de súbito
y sin aviso a lo largo de esa carretera. La ruta desacostumbrada, el abandono del camino, me trajeron de pronto la
sensación de estar lejos o, mejor aún, de querer estarlo, como
si la dirección que hubiera tomado no me acercara a casa
sino todo lo contrario. Apenas serían veinte minutos hasta
308
volver al pueblo, pero esa ultima legua del camino se antojó
lejana, en manos de esa ventura viajera de quien anda lejos
de sus referencias.
El segundo envite vino por la tarde. Había quedado con
Hicham en su casa para ensayar esas canciones que va a
tocar en el concurso de la semana que viene, y en las que
quiere que toque el banjo. Los otros músicos habían llegado
por la mañana y yo le dije que pasaría a mitad del día, así
que cuando Inés hacía la siesta cogí el banjo y me fui dando
un paseo.
A la hora de la siesta, todo estaba tan desierto o más
que por la mañana, y la imagen de estar allí, con el estuche
del banjo en la mano, era de lo más surrealista. Ahora no
cantaban los pájaros, era todo muy silencioso; lo único que
se escuchaba eran los rumores de los árboles y los trigos. Me
dio entonces por imaginarme, como si aquella estampa no
pudiera entenderse de otro modo, que no iba a la vuelta de
la esquina, sino que había emprendido un largo viaje sin más
equipaje que un banjo. Allí estaba yo, creyéndome en mitad
de la nada y dispuesto a vagabundear de aquella guisa por el
mundo sin tener destino, ni plan alguno, ni fecha de regreso.
De haber pasado algún coche, creo que podría haber sacado
el dedo para hacer autostop y la escena ya habría sido de lo
más teatral.
Ahora estoy de vuelta en casa y las lejanías se han
perdido y ya todo vuelve a ser como antes, cercano y nada
venturoso, pero en días así queda al final de la jornada un
poso de distancia que no es ya geográfica, sino temporal.
Habiendo tenido la sensación de viajar tanto, la mañana
en la que el día dio comienzo queda a muchas leguas de la
noche y es otra forma de singladura igual de satisfactoria.
Deja así este viaje, como todos los buenos viajes, un
confort almibarado al revivirlo: se tiene la ilusión de que
por delante aguardan días como este, enormes, dispuestos
para sembrarse de otros futuros. Y de que, siendo así, la
vida pudiera no resultar tan breve y fugaz como cuentan.
***
Es el tiempo de los grillos. Basta salir a la calle a partir
309
de cierta hora para ver cómo han conquistado el paisaje
sonoro de la noche, no queda un resquicio de silencio en
el que no resuenen sus vibraciones. Las ranas, reinas hasta
hace no mucho de los sonidos nocturnos, se oyen ya solo en
segundo plano, lejanas, haciendo su música en petit comité
sin aspirar a mayor platea.
Fuimos a tirar la basura como tantas veces, ahora escuchando este nuevo fondo de gorjeos, y disfrutando también
los nuevos aromas que trae el campo, que Emilie conoce
mejor que nadie. Y como siempre, nos volvimos muy lentos
y encontramos en este rincón de la noche y en esta cita
nuestra con la basura el momento más íntimo de toda la
jornada.
Me dio por pensar en lo cómico que ha de resultarle esta
costumbre nuestra a quien pueda observarla, si es que acaso
algún vecino nos ha visto en estos paseos. Qué habría de
pensar alguien de nosotros si nos viera acometiendo esta
tarea tan burda siempre en compañía del otro, andando de la
mano, como si ni siquiera en tal circunstancia asumiéramos
estar separados. Y eso sin contar las pausas que hacemos
a mitad de camino para escuchar el campo, a veces incluso
pasarnos el brazo por el hombro y pararnos a mirar hacia
alguna distancia mientras nos decimos lo mucho que esto
nos gusta.
Ahora, cuando lo escribo, pienso que puesto en el papel
resulta todo mucho más ridículo aún, casi que uno hasta
debería avergonzarse de esta costumbre poco menos que estrafalaria. Y también pienso que, a decir verdad, me importa
bien poco que así sea.
***
Inés ha estado mala este último par de días. Nada grave,
es solo una diarrea, pero quizás al ser durante el fin de semana, cuando más tiempo pasamos con ella, se nos hace más
dramática la circunstancia. Está algo irritada y no quería
comer mucho, tampoco beber, a pesar de que intentáramos
que tomara mucha agua, que es lo que dicen más necesario
en estos casos. Por lo demás está como siempre: juega y se
divierte, tiene sus rabietas, lo habitual, vaya.
310
Esta mañana seguía todavía suelta, y algo mejor de la
irritación. Antes de llevarla con Christine, Emilie me ha
llamado para ver cómo estaba, y le he puesto al día. Parecía
que mejoraba, pero poco a poco, y ninguno de los dos nos
quedábamos muy tranquilos con este veredicto. Lo que más
nos preocupaba era que no quisiera ya comer, no ya por
estos días en que está mala, sino por si acaso eso fuera una
señal de que a partir de ahora va a ser más difícil darle de
comer, de que va a ser más caprichosa en lo que a comida
respecta. Temores infundados, sin duda, pero temores al fin
y al cabo.
La dejé donde Christine como con ese deseo de quien
cierra los ojos esperando que al abrirlos se hayan ido sus
fantasmas, con la esperanza de que cuando volviera para
recogerla habría sido un día normal, habría comido bien y
no quedaría más que el recuerdo de este pequeño problema.
No fue una transformación radical, pero lo cierto es que
a la tarde estaba algo mejor, había comido sin problemas, y
Christine, más acostumbrada que yo a ver niños enfermos
de una u otra dolencia, me tranquilizó diciéndome que no
era nada. Nos volvimos a casa todos contentos y, aunque en
realidad la situación era más o menos la misma que por la
mañana, se habían ido los lastres de mis miedos y la vida
parecía más ligera y amistosa. Igual que antes, sí, pero un
punto más amable.
Emilie tiene mañana una reunión de trabajo lejos de
aquí, más al norte, y se queda esta noche en casa de sus
padres. Llamó nada más llegar allí para saber cómo estaba
Inés y si había buenas noticias, y yo le conté todo lo de
esta tarde. No hablamos nada de nosotros ni de nuestro día,
sólo nos transmitíamos nuestro alivio, y los dos sabíamos
que era todo muy exagerado, pero también que, en nuestra
inexperiencia, esta era una reacción legítima. Da confianza
saber que alguien guarda las mismas preocupaciones que
nosotros, por muy infundadas que estas sean.
Cuando Inés se fue a dormir, volví a llamarla, ahora ya
para contarnos nuestras cosas, y porque la casa para mí
a solas se me hacia vacía y triste. Habíamos asumido ya
nuestra calma, estábamos despreocupados y solo queríamos
311
hablar el uno del otro, y quizás porque los asuntos de la casa
y la familia quedaban ya solventados habiendo discutido
antes sobre Inés, nos contamos más intimidades que en un
día normal, incluso más que en aquellos en que estamos más
separados que hoy.
Después me puse a pensar en lo que de debe ser tener
un hijo realmente enfermo, con algo grave, en la angustia
que eso debe dejarle a uno enquistada ya para siempre allí
dentro. Y como estas cosas uno no es capaz de asimilarlas
ni imaginarlas si no es que realmente le toquen en suerte,
se me hacía difícil ver lo que puede haber de valioso en
esa experiencia de ser padre en tales circunstancias. No es
fácil amar algo que, aún hermoso, está desprovisto de buena
parte lo que nos hace amarlo, y son tantas las cosas que
disfruto con Inés y que no tendría en un caso así, que se me
antojaba una realidad con más oscuridades que luces. Claro
que esto uno no puede juzgarlo desde este oteadero, sino
solo cuando la vida le pone en esos bretes, o eso me decía
yo a mí mismo, pudiera ser que por quitarme un poco de
culpa por pensar de este modo.
Me acosté pronto, sin mucho sueño pero con menos ganas
aún de quedarme despierto a solas. En lugar de dormir en
nuestra habitación, dormí en la de Inés y la escuché respirar,
y así las tranquilidades se asentaron definitivamente, de
vuelta a la normalidad de los días fáciles y sin sobresaltos.
***
Llamó Paula a eso de la media tarde. Estábamos Inés y
yo solos, porque Emilie había ido a recuperar otro enjambre
más, está vez en el tejado del molino. Hablamos de Inés y
le puse la cámara para que la viera haciendo sus correrías
habituales, y ella me contó algunas historias de trabajo, no
demasiado halagüeñas. Lo que realmente quería contar, no
obstante, no era eso, sino anunciarnos un acontecimiento:
ella y Germán van a casarse. La fecha y el lugar no los han
decidido aún, pero él se lo ha pedido y ella ha dicho que sí,
así que ya llevan recorrido en realidad la mayor parte de ese
viaje, o al menos suficiente para que pueda anunciarse.
312
La noticia fue tan inesperada como bien recibida, y a mí
me alegró ver que la contaba con ilusión, con un entusiasmo
moderado pero que dejaba entrever que, aunque quizás a
ella también le había cogido desprevenida aquello, no por
ello le resultaba menos hermoso. Se la veía contenta no solo
de vivirlo, sino de poder contarlo, como sucede cuando nos
encontramos con alguna de esas circunstancias que, de tan
agradables, no acertamos a asimilar completas y buscamos
apoyo en otros haciéndoles partícipes de ellas. A mí me dio
mucha alegría, y aunque soy torpe con las felicitaciones,
acerté a darle la enhorabuena de una manera que nos hizo
sonreír a ambos.
Por lo visto la noticia fue recibida de modo menos entusiasta por mis padres y mi tía, a quienes el aviso les dejó
atónitos y reaccionaron pensando que aquello debía ser acaso una chanza de ella. No es que no les hiciera ilusión, todo
lo contrario, pero era un anuncio tan sorprendente que no
demostraron tanta efusividad como cabría esperar. Se ve
que a ella esto le decepcionó un poco.
La historia de este momento la escuché varias veces, de
Paula directamente y también de mis padres y mi tía. Y
como pasa siempre en los recuentos corales, las diferencias
son notables, y aunque a veces son dramáticas, otras, como
en este caso, hacen el asunto más entretenido y le dan un
barniz curioso. A cada cual le parece que jugó su parte de la
manera correcta, y si el otro opina de modo distinto, será que
exagera su postura. Tenemos una tendencia muy llamativa a
creer que estamos siempre en ese termino medio virtuoso, y
es socorrido recurrir a él para justificar nuestras acciones. A
Paula le parecía que la reacción había sido escasa, esperaba
más emoción, y el resto decían que ella era muy sentida
para estas cosas, y que tampoco había sido una respuesta
tan fría teniendo en cuenta lo sorprendente de la noticia. Ya
digo, cada cual con su cantinela, pero en el fondo a todos se
les veía contentos, y un poco de tiempo sirve siempre para
aproximar las posturas y hacer que se entiendan.
Se lo conté a Emilie cuando volvió y ella también se
sorprendió, pero le pareció como a mí una gran noticia. Me
preguntó si yo le había contado algo sobre nosotros, sobre
313
las veces que habíamos hablado sobre esto, y le dije que no,
que no era momento de contarlo. Me parece que esta era la
respuesta que esperaba, y se podía notar algo de alivió en
ella al escucharla.
Son hermosas y agradables las noticias así, anuncios de
momentos dulces que no tienen sin embargo una fecha, solo
saber que allá, a no mucho tardar, se habrá de celebrar algo.
A mi tía esto le resultaba un poco desconcertante, esperaba,
supongo, que todo estuviera ya más decidido, pero a mí
me pareció que hacía todo más interesante, le permite a
uno disfrutar el anuncio por partida doble, al recibirlo y al
confirmarse más adelante.
Deberían darnos más buenas nuevas de esta manera, que
le digan a uno que le va a suceder algo hermoso pero sin
decirle cuándo, dejando un poco de intriga, pero de intriga
sana, como no puede serlo de otro modo siendo que lo que
está por llegar es un evento agradable. Sería lo justo, más
que nada por compensar lo de ese otro suceso inevitable
del que todos tenemos constancia, ese que sabemos desde
siempre que un día llegará sin que podamos hacer nada,
y del que tampoco tenemos manera de averiguar cuando
habrá de suceder.
***
Tuvo Emilie hoy dos destellos brillantes, como dos reflejos
tornasolados sobre la superficie pulida de un día que, por
otra parte, aconteció sin mucho más que reseñar. Fueron
dos momentos de esos pequeños pero mágicos, de los que
pasan fugaces y hay que atraparlos al vuelo, y aún así no da
tiempo a observarlos con asombro más que unos instantes
y luego si acaso escribirlos para recuperar después algo del
brillo que dejan.
El primero sucedió antes de cenar. Le mandó a su amiga
Lila un mensaje por su cumpleaños, y esta le respondió
agradeciéndole el detalle y anunciándole que, si todo sale
bien, dentro de cuatro meses tendrá un bebé. Emilie se quedó
sentada con un aire algo agridulce, me leyó el mensaje y
yo le note un tono decepcionado a pesar de la felicidad
314
con que contaba la noticia. Acabó diciendo que era una
noticia predecible, de hecho habíamos hecho alguna cábala
al respecto algún día que el nombre de Lila salió en una
conversación, pero que le hubiese gustado que le hubiera
dicho algo antes. De no ser por este mensaje de cumpleaños,
es probable que no hubiera sabido nada de su embarazo hasta
que el bebé naciera, en el probable anunció que Lila habría
de hacer en ese momento. Esto, como era fácil entender, le
dolía en ese orgullo de la amistad que todos tenemos.
Se le asomó a la mirada una ternura piadosa, indefensa,
y la encontré hermosa en su pequeña tristeza. No le dije
nada, pero comprendía bien lo que pensaba, esa sensación
de irse distanciando de algunos amigos que a mí también
me asedia últimamente. Que esto sucede así no sorprende a
nadie, más bien es algo esperado, se sabe que los años son la
criba mas efectiva para las amistades menos profundas, y a
veces sin quererlo se nos escapa también alguna de las más
enraizadas, de las que creíamos que no se diluirían a pesar
del tiempo. Pero aunque sepamos que ocurre, constatarlo
de este modo brusco amplifica las penas y las decepciones,
como si fuéramos andando cada cual en un sentido distinto,
y en un momento dado nos diéramos la vuelta y viéramos
al otro en la distancia, mucho más lejos de lo que habíamos
calculado, y además dándonos la espalda y enfrascado en
poner más espacio entre nosotros, quizás también ignorando
la magnitud de esta separación, como hacíamos nosotros
hace un instante. De cualquier forma, da no poca tristeza
cuando se tropieza con estos momentos, y a Emilie se le
notó aquello en cuanto terminó de leer el mensaje.
Se sentó en el sofá a tomarse una infusión, y toda esas
pesadumbres parecieron evaporarse, pero le quedaba todavía
la dulzura que deja la tristeza, sobre todo esa que llega con
las desgracias de poca monta, que por no ser graves hacen
que el que las contempla no sienta mucha pena pero se
enternezca. Entonces se le ocurrió —y aquí viene el segundo
de esos momentos brillantes— que sería buena idea mandarle
a Paula un mensaje para felicitarle por lo de la boda. Me
lo consultó y le dije que me parecía perfecto, y se puso a
escribirlo de inmediato y con ilusión. Y entonces a toda
315
esa ternura que tenía en la cara se le sumó una felicidad
divertida, una inocencia como de adolescente, porque por
alguna razón le entretenía escribir aquellas pocas palabras.
No era algo importante, creo que ni siquiera lo veía como
un gesto de cortesía, era más una diversión para ella misma.
Escribió un mensaje breve, muy sencillo, le añadió una
pequeña broma y me lo leyó para que yo le dijera si me
parecía correcto. Luego lo mando y se le fue desvaneciendo
ese punto de malicia, y más tarde el de ternura y volvió a
ser la de siempre
Lo vengo a consignar aquí antes de que se pierda el recuerdo, tan pasajero como esas emociones suyas, y del modo
en que se anotan las cosas que otros no van a creernos si es
que se las contamos. No por lo grandiosas que fueron o porque suenen a mentira exagerada, sino por ser tan diminutas,
tan insignificantes, y aún así haber llamado nuestra atención
y además haber sido capaces de emocionarnos. Pero sí, a
algunos estas cosas son las que nos llaman, y más aún, nos
llena de orgullo anotarlas de este modo.
***
Era el principio del ocaso, la hora más musical del día,
con toda esa sonoridad de los grillos, las ranas, las algarabías
de las aves antes de retirarse. Emilie se había ido con Inés a
Condom, a pasar el día con sus padres, y yo me había quedado en casa para limpiar la cabaña y que puedan empezar
a trabajar, ya que por fin parece que vamos a arreglarla.
Cogí la departamental, por si acaso vinieran antes de
lo esperado encontrármelas de camino y tener así uno de
esos encuentros teatrales que a los dos nos gustan. Estaba
desierta como cabía esperar, y el campo a ambos lados
parecía más olvidado aún, dejado a su suerte y sin que nadie
fuera a venir a cambiar eso en mucho tiempo. Durante todo
el día había soplado un viento incómodo del que ahora no
quedaba ni el menor resquicio, y era tal la calma que los
trigales estaban estáticos, congelados, y se diría que las
espigas dormían como los pajarillos, con las articulaciones
de sus patitas bloqueadas para que estas no se doblen.
316
Me había puesto un programa de radio ruso en el móvil,
y lo iba escuchando por el camino. No suelo hacer esto,
porque me gusta oír el campo tanto como ir mirándolo, pero
esta tarde me pareció buena idea, se ve que andaba con algo
de nostalgia rusa. De hecho, era la primera vez que salía a
pasear escuchando algo, ya fuera un programa de radio o
un poco de música, y el paseo se me fue haciendo cada vez
más extraño sin sus sonidos, como si en lugar de haberle
despojado de ellos le hubiesen quitado colores a esta vista y
aquello inquietase a la mirada.
No se da uno cuenta de lo que pesan estos sonidos en la
identidad de un territorio, la verdad que esconden, y que
de no estar ahí no deja apreciar las otras verdades de la
tierra. Como ocurre con tantas cosas, el valor de estas solo
se calibra cuando se ausentan.
Caía la tarde muy deprisa, con esa inquietud que las
sombras parecen tener cuando se recuestan sobre las planicies
cereales. Iba el sol obsequiando a cada minuto una luz
distinta. Al mismo tiempo, las palabras de lo que yo iba
escuchando eran monótonas, lineales, sin reflejar ese paso
intenso del tiempo (me pregunté a qué hora del día se habría
grabado aquel programa, frente a qué paisaje), y el sonido
del idioma ruso, siempre acompañado para mí de una punta
de nostalgia, hacía un contraste chocante y perturbador con
ese paisaje tan francés, tan de este lugar ahora mío.
Pasó el tiempo y, como Emilie no parecía venir y se hacía
de noche, di media vuelta y volví a casa. A mitad de camino,
se acabó el programa de radio y me quité los auriculares
y volví a escuchar los sonidos del campo. Y allí estaban
todos ellos, en la oscuridad que ahora nos iba tomando, más
orgullosos que nunca mientras reivindicaban su merecido
lugar en esta estampa. Fue como un reencuentro, una reunión
con un viejo amigo a quien creías cambiado y resulta que
sigue como siempre, y con quien sigues conservando los
lugares comunes que permiten que esa amistad siga.
Resultó que Emilie había venido por otra carretera, y
estaba ya en casa sin que nos hubiéramos cruzado. Acababa
de llegar y estaba sacando las cosas del coche mientras Inés
dormía aún en su asiento. Se despertó al cogerla en brazos,
317
pero en ese estado letárgico, aún adormilada, en el que
parece todavía más tierna. La pusimos en la cama y apenas
tardó unos segundos en volver a dormir profundamente.
Fuera en la noche, las orquestas del campo volvían a su
tarea con las mismas armonías de cada noche.
***
El tiempo nos trae a veces simpatía por ciertos enemigos,
sobre todo por aquellos con los que no se lucha en realidad y
simplemente se guarda una animadversión extraña, pudiera
ser que incluso sin fundamento. En ocasiones no solo acaban
dejando de ser enemigos, sino que hasta pasan a ser amigos
cercanos, con la intimidad de quien además de la amistad
ha compartido el odio.
Al final acabarán gustándome los aeropuertos y los aviones, a mí que durante tanto tiempo no solo los he detestado,
sino que he dejado escrito en múltiples ocasiones el poco
aprecio que les tengo. Pero con el tiempo parece que me van
ganando, al menos por cierto flanco, y ahora vamos reconciliándonos poco a poco. Por el momento, ya soy capaz de
disfrutarlos, se podría decir que, aunque sea todavía pronto
para nombrarnos amigos, puedo habitarlos sin demasiado
disgusto.
Ahora estoy en uno de ellos, de camino a Copenhagen
para una semana de trabajo, y creo que podría incluso confesar que lo echaba de menos, si no el aeropuerto sí al menos
este ambiente, la atmósfera impersonal y tan poco humana.
El problema con estos lugares es tratar de entenderlos como
partes de un viaje, porque así, puestos frente a los destinos
hacia los que vamos o el hogar al que regresamos, juegan con
clara desventaja y siempre salen derrotados. Los aeropuertos
no son rivales para ningún otro lugar de los que encontramos
en un viaje, y a la sombra de estos es improbable que nos
inspiren algo más que desidia. Pero fuera de esta circunstancia, entendidos como meras islas desconectadas de nuestro
viaje, pueden ser rincones de una valía muy notoria, sobre
todo administrados así, en pequeñas dosis de algunas horas
de cuando en cuando.
318
Un aeropuerto es, por ejemplo, un lugar idóneo para
la escritura. Se busca uno un lugar cómodo, desconecta de
sus realidades (algo de lo más sencillo en este escenario)
y pergeña allí sus frases, que suelen salir más frescas que
otros lugares, acaso por esa ausencia completa de referencias
que los aeropuertos tienen. Lo que no se debe hacer, no
obstante, es intentar escribir sobre el viaje, porque uno no
conseguirá llevarse apuntado nada de valor y además se le
evaporará la emoción viajera. De lo que ha de escribirse
es de la vida misma, de las emociones más fundamentales,
porque en lugar tan frío, con la indiferencia casi cruel que
esas salas de espera destilan y ante la visión de esas gentes
que por allí pululan, ¿qué otra cosa tendría sentido escribir?
Los aeropuertos son lugares para escribir ensayos, diarios
como este, poemarios tal vez.
Cuando a uno no le alcanza la inspiración, siempre puede
ir a una de las tiendas en las que venden libros y curiosear
los tomos y recuperar así al menos parte del deseo de escribir.
No porque esos libros inciten a seguir su estela, del modo
en que las fotografías hermosas de otros lugares nos incitan
a viajar, sino por todo lo contrario, por regresar a una
literatura, la de uno mismo, más real y sólida, más honesta.
Qué deprimente es la oferta literaria de los aeropuertos, si es
que acaso puede llamarse así. Cabe preguntarse por qué en
los aviones se han de leer textos tan pobres, o qué clase de
público es el que da negocio a estos puestos, porque de otro
modo no es fácil comprender estos rincones y su genero, tan
homogéneo de un aeropuerto a otro, tan poco estimulante.
No hay nunca más de uno o dos libros que puedan salvarse,
normalmente escondidos, y al comprarlos no se sabe si sentir
alegría por haber encontrado algo que leer (en caso de que
así se necesite) o pena por dejar la colección desprovista de
su único miembro digno.
Me he dado una vuelta para ver las novedades, lo hago
siempre por mera curiosidad, y ahora vuelvo a sentarme,
retomando esta escritura con un nuevo interés. Después de
sobrevolar la escritura de otros, y siendo esta además de una
clase por la que no guardo ninguna simpatía, me saben estos
diarios de una forma más nutritiva, diría que los encuentro
319
más auténticos. Y en esta soledad aeroportuaria lo cierto es
que se escriben con una naturalidad muy reconfortante.
Le decía ayer a Emilie que no tenía ganas de irme de
viaje, que iba a echarla de menos a ella y también a Inés,
y ella me respondía que sí, pero que seguro que al mismo
tiempo iba a disfrutar de estos días a solas, lejos y sin la
responsabilidad de la familia. No hay por qué negar que
también se agradecen escapadas así, porque permiten al
viajero tener su intimidad y sentir algo de distancia, ver a
gentes a quienes se aprecia, descubrir otros lugares o soñar
con los actos domésticos que de otro modo en lugar de
hacerse sueños pueden acabar desembocando en el hastío.
De todos los males se puede extraer alguna ventaja, y este
de poner distancia no iba a ser menos. Lo que duele, o al
menos molesta, es que ahora no sean esas cosas las que se
valoran y le hacen feliz a uno, sino esta circunstancia estéril
de estar en un aeropuerto rodeado de desconocidos, que no
es ni viaje ni experiencia ni nada, pero de algún modo me
trae todas esas sensaciones que la libertad de marcharme
estos días debiera convocarme. Para compensar, habrá que
disfrutar lo mas posible de los días que se pasan fuera, en el
viaje como tal. No es este mal incentivo.
No había nadie esperando en esta puerta de embarque
mía cuando he llegado, pero ahora empieza a llenarse, empieza a haber suficiente gente para que uno no pueda ya
sentarse sin tener a otro en el asiento contiguo. Es curioso
que, antes de pasar unas horas encerrados todos en un avión
y más o menos apretados, se intenté aquí estar lo más lejos
posibles de los demás y nadie se instale al lado de otro si no
es que no quede ya otra alternativa.
A mi lado se ha sentado un mujer de unos cuarenta
años. Venía hablando por el móvil y al acercarse me he
dado cuenta de que era rusa, así que he estado poniendo
la oreja por curiosidad, por esa atracción inevitable que
en este idioma me causan incluso las conversaciones más
fútiles. Como ella debía suponer que nadie aquí la entendía,
hablaba como con más indiscreción, como si estuviera sola,
y así mi curiosidad resultaba una intromisión menos punible,
320
por cuanto no había en realidad una intimidad que respetar
o violar.
La mujer tenía un perrito pequeño, un schnauzer, con
una goma del pelo haciéndole un moñito en la cabeza. Lo
intentaba mantener cerca de ella, pero sin mucho convencimiento, y el animal llegaba hasta mí y rozaba contra mi
pierna. Me pidió perdón en francés, pero se veía que no
conocía del idioma más que aquellas dos palabras, y después
siguió hablando. El perro, por su parte, siguió aproximándose a mí con total impunidad y ella le tiraba a veces de
la correa sin mucho efecto. Al otro lado del teléfono debía
estar su marido, y le iba contando entre risas que el perrito
debía echarle de menos, porque buscaba la compañía del
que estaba sentado al lado de ella (esto es, yo), quizás pensando que se trataba de aquél. Podría haberme molestado,
porque los dueños de perro así tan poco asertivos suelen
irritarme, pero esta vez el can era pequeño y simpático y no
incomodaba. Cuando acabó de hablar, viendo que yo estaba
de acuerdo en compartir el espacio con el animal, la mujer
me preguntó en un inglés también muy tosco si de verdad
no me molestaba, y cuando le dije que no había problema se
relajó más aún y el perrillo se acomodó a sus anchas junto a
mí. Pensé en decirle algo en ruso, pero luego no me sentí con
ganas. Le hice una caricia el perro por parecer simpático y,
después de haber estado escuchándola a ella hablar, estuve
a punto de hablarle al chucho en ruso. Habría sido de lo más
gracioso.
Pudiera ser esta otra virtud de los aeropuertos, la de
dar historias como estas, ridículas y sin sustancia propia,
historias sin las que bien podría vivirse pero que así disfrutadas de vez en cuando nos sirven para salpimentar nuestra
realidad doméstica.
[...]
Escala en Amsterdam. Para rubricar esta tregua que
hemos instaurado entre los aeropuertos y yo, he puesto a
navegar en este de aquí dos libros más, cada cual con su
correspondiente dedicatoria entre lo cursi y lo profundo,
ideal para despertar curiosidad y hacer que quien queda en
este lado de la despedida pueda seguir imaginando durante
321
un tiempo. Fue en la puerta de embarque desde la que
salía un vuelo hacía Madrid. Quizás sea la manera más
extravagante que uno jamás vaya a idear de hacer patria
desde la distancia.
***
Confesaré algo: cada vez que salgo a uno de estos viajes
y tomo un avión, cuando pienso en lo que podría pasar y en
que pudiera no volver y no ver más a mis seres queridos, y
que ellos tampoco supieran ya más de mí, no se me va de la
cabeza la idea de que estos diarios morirían conmigo y no
servirían de nada. Todo este esfuerzo, todas estas verdades
que hablan de mí y de ellos y de lo que nos une, puestas
en palabras para luego quedar solo aquí, en un ordenador,
donde lo más probable es que nadie las encuentre nunca. Es
un pensamiento ridículo, hay cosas más importantes en las
que pensar, mismamente en el hecho mismo de la muerte
o en los dolores que siembra, pero esto de dar a leer mis
diarios algún día es algo así como expiar los pecados, algo
necesario antes de uno concluirse. Si algo malo me ha de
pasar, que sea al menos una vez que haya revisado estos
textos y haya mandado imprimir un libro para que otros lo
lean después, aunque para ese entonces ya habré empezado
a escribir nuevas entradas y volver a rodar la rueda de esta
angustia. Tiene mala solución el problema.
«Que Dios nos coja confesados», dicen quienes creen en
otra vida, y el deseo que expresan es el de no dejar deudas
a este lado para que luego les reciban bien allá al otro, en
ese de la vida eterna. Los que no creemos en la otra vida
nos preocupamos en su lugar en que nada de lo hecho haya
sido en vano y podamos legar todo lo posible a quienes se
quedan, que tengan de nosotros hasta el último resquicio.
Porque es en ellos, en quienes nos sobreviven, donde acaso
esté la única forma de eternidad que podemos tener.
***
No hay esta vez diferencia horaria pero, al igual que en
esos otros viajes de trabajo a Estados Unidos, el sueño me
322
dura menos de lo habitual y ando despierto desde las cuatro
o las cinco de la mañana. Contribuye a esto el amanecer
tan temprano de estas latitudes, que viene a suceder más o
menos sobre esas horas, pero también una especie de jet lag
emocional, de melancolías y nostalgias, que no le deja a uno
seguir en la cama cuando ya se ha despertado. Se mira por
la ventana y de lo que hay ganas es de salir, pasear, vivir
el lugar porque las cosas que se viven de costumbre a esas
horas hoy nos faltan, y el despertar pone eso de manifiesto
de manera demasiado evidente.
Recomendaba la revista del avión en un artículo sobre
Tokio que si el turista que acude a la ciudad se ve aquejado de
estos insomnios viajeros, aproveche para acudir a la subasta
de atún de cierta lonja, al parecer todo un espectáculo,
cuyas entradas, escasas, se despachan a eso de las tres de la
madrugada. No hay nada de este estilo por estos alrededores,
porque nos han situado en mitad del bosque, en un campus
hecho de cabañas de madera y rodeado de espesura, pero
salgo a pasear y curiosear, a escuchar los piares de los
pajarillos, quien sabe si acaso subastando entre ellos alguna
pieza de comida recién capturada. Hay un sinfín de caminos
que se bifurcan cada poco, ideales para perderse.
Sirven los paseos así para sacudirse de encima esas pesadumbres y nostalgias viajeras siempre inevitables, sobre
todo en estos primeros días. A su manera, son un regreso
a casa, al espacio conocido y seguro, si es que uno tiene la
suerte de encontrar en esa soledad caminante la intimidad
de un hogar, porque la soledad es a fin de cuentas un sentimiento cotidiano, hogareño, más nuestro y privado que
ningún otro.
Eran las siete de la mañana cuando volví del paseo, justo
cuando se abría la cantina que servía los desayunos. Me
senté en una mesa a comer y los demás fueron llegando poco
a poco, una transición suave entre el estar solo y el verse
rodeado de tanta gente con quien has de hablar e interactuar,
y que aun siendo amigos no son la mismas personas con
quien compartes tu sentimentalidad cotidiana.
Qué sensación tan estimulante esta de sentir como si el
323
día ya estuviera a punto de terminar y saber que en realidad
no ha hecho mas que iniciarse.
***
El verano en que trabajé dando clases de inglés en Rusia,
la organización me alojó en una casa con una chica de mi
edad y su madre. Me dejaron una habitación (realmente
era su propia habitación y ella se movió a dormir a un
sofá–cama en el salón, en una de esas muestras siempre
sorprendentes de hospitalidad rusa) y me daban de comer
como a un miembro más de la familia. En lugar de dinero a
cambio de mi trabajo, me daban cama y comida.
El sistema funcionaba de la siguiente manera. Por las
mañanas me ocupaba de las clases con los niños en la escuela,
asistiendo a una profesora. Por las tardes, en unas aulas en
el mismo edificio del colegio, daba clase de conversación a
adultos, en su mayoría chicas de entre 20 y 30 años. Cuando
algún nuevo voluntario se inscribía en el programa, el organizador preguntaba a los alumnos de la tarde si alguno quería
ocuparse de su manutención y alojamiento, para lo cual
nunca faltaban candidatos, especialmente si el voluntario en
cuestión venía de algún lugar exótico o llamativo. Ejercer
esta tarea de anfitrión no reportaba beneficio económico
alguno, y los interesados debían incluso seguir pagando sus
cuotas por las clases de inglés. A mí este arreglo me pareció
siempre algo injusto, pero a juzgar por el interés que todos
parecían tener por acoger en su casa a algún voluntario,
supuse que habría alguna parte de la historia que se me
escapaba.
A medida que conocía mejor a Anya (la chica con la
que yo vivía) y al resto, y después según fui conociendo
otros rusos en viajes distintos, la historia se fue haciendo
más clara. Sucedía que, además de tener interés en aprender
un idioma extranjero, toda aquella gente lo que tenía era
interés por el extranjero en sí, por las culturas distintas, por
saber algo más de todo eso que leían o veían por televisión, y
aprendían inglés por poder descubrirlas mejor si es que acaso
un día tenían la suerte de viajar fuera. Tener a un extranjero
324
en casa no solo les daba la oportunidad de practicar algo
más de inglés fuera de las clases, sino que les traía hasta su
propio salón una pequeña esquina de otro país distinto y
fascinante. Así me lo confesaron algunos, Anya entre ellos,
con el razonamiento de que, si uno no puede visitar un cierto
sitio, la única forma en que puede conocerlo es haciendo que
ese sitio le visite a uno a domicilio.
La historia es hermosa, sobre todo por esa concepción
del viaje como experiencia cultural, y por esa convicción de
que es la gente quien define los lugares a donde vamos, y
que se pierde muchas veces cuando uno viaja y se centra
en los monumentos o en los paisajes o en cualquiera de las
realidades no humanas del territorio. Y tan hermosa como
resulta, es a la vez difícil de entender para quien ha viajado
siempre sin impedimentos, por cuanto uno acaba convencido
de que no ha de haber más forma de ver mundo que saliendo
uno mismo a su encuentro.
Ayer fue la cena de clausura de esta semana de trabajo.
Cenamos en medio del bosque, en una gran tienda con un
fuego en el centro y mesas para grupos de ocho. Después
de la comida, nos quedamos alrededor del fuego bebiendo
cerveza y charlando, en una mezcla de conversaciones tan
reconfortante como el calor de esas llamas que invitaban a
contar cada cual lo mejor de su historia.
Somos un grupo diverso, casi cada uno de un país distinto.
Somos también un grupo bien avenido, cordial, en el que a
todo el mundo le gusta saber curiosidades de las vidas de
los otros, y eso es lo que hacemos cuando nos vemos, no
más de un par de veces al año. Y aunque ya hayamos oído
contar algunas cosas de esos países, volvemos a preguntar,
de la misma manera que se pregunta a alguien por sus
hijos, porque las geografías y las culturas también crecen
y cambian, y es siempre dulce oír contar de ellas buenas
noticias.
Allí estaban los italianos, siempre dispuestos a contar
historias con ese histrionismo suyo, sobre todo tras un par
de copas. Uno de los franceses está aprendiendo español,
y con él intercambié impresiones sobre estos dos países
nuestros. Tanto como él aprendió de España en esta charla
325
lo aprendí yo no solo de Francia, sino incluso de la misma
España, saltando de sorpresa en sorpresa, de coincidencia
en coincidencia. Que uno haya nacido o viva en un país no
le hace inmune a nuevos descubrimientos, a veces más bien
lo contrario.
Martin, un checo que vive en Indonesia, me contó la
última erupción de un volcán cerca de su casa, la forma en
que de noche, en la distancia, se puede ver la luz anaranjada
de la lava, y cómo mientras tomaban algo en la terraza de su
casa les sobrevino una tarde de pronto una suerte de nevada
de cenizas volcánicas, cayendo blandas como copos de nieve.
Podría contar muchas más de estás historias breves,
porque a pesar de su brevedad y ligereza las fabullilas así
acostumbran a quedarse en la memoria, quizás a modo de
señuelos para un día escuchar más detalles de esos lugares
que cuentan, interesarse por ellos, quién sabe si acabar yendo
hasta ellos.
Me estuve acordando de Anya al final de la noche, y de
esa felicidad suya de poder descubrir mundo a través de
mí cuando viví en su casa. Me gustaría que estuviera aquí
para contarme alguna historia pequeña, una anécdota de
esa ciudad que en aquel tiempo compartimos, del mismo
modo divertido en que se cuentan todas las otras anécdotas
de esta noche.
Creo que podría conformarme con esta forma de viajar
sin desplazarme, solo escuchando la voz de otros países
en la de quienes salen de ellos para venir a narrárnoslos.
Incluso pudiera ser que, para mitigar las nostalgias, prefiriera
encontrarme con Anya en cualquier lugar en vez de acudir
a aquella ciudad suya y revivir esos días de hace ya tantos
años.
Cuando visitamos un lugar, dejamos allí un poco de
nosotros, y si queremos regresar es acaso para recuperarlo
o volver a estar junto a esa parte que nos falta. Cuando
alguien nos habla de sus lugares, ya sea donde nació, donde
vive o donde ha pasado el tiempo suficiente para enraizar
sus melancolías, lo que sucede es que nos deja una parte de
ese lugar, como un préstamo de geografías y culturas. Y si
queremos ir allí no es sino para reintegrar aquello que nos
326
prestaron, porque uno siente la responsabilidad sentimental
para con ese destino y sabe que, en la vida, pocas deudas
habrán de ser tan hermosas de saldar como esta.
***
Hay algo peor que perder un avión: perderlo en el trayecto
de vuelta a casa. Creo que nunca antes me había pasado,
pero el avión que me traía desde Copenhagen a Amsterdam
aterrizó con retraso y no pude conectar con el siguiente a
Toulouse, así que me han dado un billete para el primero
que sale mañana y esta noche no me queda más remedio
que pasarla aquí. Si los regresos son siempre extraños, los
regresos interrumpidos han de estar entre las experiencias
más deprimentes y grises, más aún si uno los ha de lidiar
a solas, desde la habitación de un hotel que ni siquiera ha
elegido y rodeado de otros en similar trance.
A pesar de haber cubierto ya una parte del viaje, se
siente uno más lejos que cuando arrancó, como si hubiese
estado marchando en dirección equivocada. Las distancias,
que son enormes pero a la vez fáciles de cubrir, de pronto
no resultan tan fáciles y solo se ven como enormes, casi
insalvables. Estos contratiempos vienen a recordarnos que
seguimos muy lejos, y que solo es gracias a nuestros adelantos
y nuestras tecnologías que salvamos esas distancias, pero
cuando estas no están de nuestra parte, lo que nos separa del
destino es un abismo que no podemos cruzar por nosotros
mismos. Y claro, interrumpir un regreso dulce para aprender
esta lección de humildad viajera no es plato de buen gusto.
Cuando fui a reclamar y ver qué podía hacer, me atendieron dos chicas muy simpáticas, guapas, de ojos muy azules
ambas. La primera me dio la nueva tarjeta de embarque
para el vuelo de mañana, y la segunda el bono para el hotel
y un neceser con una infinidad de artículos de aseo. Cada
una de las dos me repitió unas cuantas veces con su mejor
sonrisa que sentía mucho que no hubiera podido tomar mi
avión, como si hubiera sido culpa de ella personalmente.
Será todo una cuidada estrategia de empresa para evitar
que los pasajeros más contrariados e irascibles monten en
327
cólera, pero el caso es que funciona y el trance se hace al
menos algo más llevadero.
Al hotel he venido en autobús, uno de esos autobuses de
cortesía que hace la ruta por dos o tres hoteles de la misma
cadena. Creo que no debía haber nadie en ese autobús que
no estuviera en la misma circunstancia que yo, colgado en
mitad de un viaje. Se les reconocía fácil porque la mayoría
llevaba en la mano un neceser igual al que me habían dado
a mí, y algunos incluso, a falta de mejor pasatiempo, lo
iban abriendo para ver qué traía dentro. Era una visión
deprimente, todo un autobús lleno de gente frustrada a la
que se les había abierto un paréntesis de unas horas en
su vida y lo único que tenían para enfrentarlo era tedio y
desgana. Y como casi todos viajábamos solos, en el autobús
no hablaba nadie y había un silencio que hacía todo aún
más triste.
Nada fue tan triste, sin embargo, como la cena, que
también estaba incluida, allí mismo en el comedor del hotel.
Nos dieron un vale en el que decía que podía canjearse por
una comida de dos platos y postre, así que, viendo que el
hotel era de buen nivel y las habitaciones amplias, supuse que
aquella sería al menos una cena distinguida y me ayudaría
a recuperar algo de moral. Resultó ser todo lo contrario,
pudiera ser que fuera la cena más descorazonadora que he
hecho nunca.
Todo lo que había era un buffet frío con panecillos, queso,
embutido y unos tomates y pepinos aburridos. Debían ser
los restos del buffet de desayuno. A esas horas, los huéspedes
normales del hotel ya habían cenado, y en el comedor no
estábamos más que los que habíamos venido en el autobús
hacía una hora. Todos tenían las mismas caras abatidas,
algunos más aún que entonces, y como seguíamos sin tener
compañía guardábamos todos idéntico silencio, cada uno
en su mesa individual. La escena era tristísima. Si no fuera
porque uno ya está en el trayecto de vuelta, este panorama
precipitaría de inmediato el final del viaje, porque ante
él es difícil que queden ganas de seguir viajando. No debí
quedarme más de diez minutos. Me volví a la habitación a
328
buscar algo de consuelo, y en comparación con el comedor
me pareció incluso un lugar entrañable.
Llamé a Emilie para darle las malas noticias. A decir
verdad, no era un contratiempo tan grande para nuestros
planes, porque ella había ido a pasar el día con sus padres
y no tenía pensado volver a casa hasta mañana, pero las
distancias pesan siempre si uno es consciente de ellas. Fue
una llamada reconfortante.
Ahora escribo esto antes de dormir, y me viene una calma
chicha triste y dulce a la vez, la mezcla de esta distancia
y de la seguridad de que, después de estos problemas de
viaje, mañana nada puede ir mal y estaré de vuelta en casa
a mediodía.
Entra por la ventana toda la luz furiosa de esta periferia del aeropuerto, el paisaje de edificios rectilíneos bien
ordenados y calles poco transitadas a estas horas. Al mirar,
tengo la certeza de que, no importa que lo escriba aquí o
con cuánto detalle lo haga, este paisaje y esta noche están
condenados a olvidarse en mi memoria.
***
Inés ya anda. He estado fuera cinco días y en ese tiempo
ha pasado de mantenerse en equilibrio y ser capaz de dar
uno o dos pasitos, a poder caminar tanto como quiera. El
equilibrio es aún pobre, trastabillea un poco y avanza con
los brazos en alto, como si en lugar de tratar de mantenerse
así equilibrada fuera invocando a alguna extraña fuerza. Es
muy gracioso verla moverse de un lado a otro, sobre todo
porque ella misma parece disfrutar más que nadie de este
nuevo talento suyo. Le ha sobrevenido tan de golpe que no
sabe bien cómo asumirlo, como un poder inesperado al que
se va uno acostumbrando poco a poco.
No son muchas las cosas en la vida que nos dan esta
recompensa repentina a nuestro trabajo, este descubrimiento
súbito de haber al fin dominado un arte. Son esas delgadas
líneas que uno cruza casi sin darse cuenta, para de pronto
saberse dueño de una nueva realidad de sí mismo. Es la
misma sensación que se tiene la primera vez que uno consigue
329
rodar en bicicleta sin necesitar patines, o lanzarse de cabeza
a la piscina y entrar limpiamente, o hacer que suenen todas
las cuerdas de la guitarra mientras se pone un acorde con
cejilla. A partir de ahí, ya no se vuelve atrás, se diría que la
mente pone todo su esfuerzo en retener ese saber hacer y ya
no nos deja ejecutar la misma tarea de la forma imprecisa
en que lo hacíamos antes.
No son muchas, ya digo, las cosas así, casi todas ellas
en los años primeros de nuestra vida, como cabría esperar.
Conquistarlas tiene en el orgullo un peso aún mayor que el
de las grandes gestas, no hay nada que nos reafirme tanto
como una de esas pequeñas victorias. Y al compartirlas con
otros, a veces esos otros tienen también la recompensa del
orgullo, y no dejan de mirarlo, de cerciorarse una y otra vez
que es cierta la consecución del logro, como esta tarde en
que me he sentado a ver a Inés pasear arriba y abajo, paso
tras paso, y podría quedarme así todo el día sin aburrirme
de este espectáculo.
***
Nuestro viaje de vacaciones a Irlanda ha comenzado de
manera trágica. Debió suceder antes de pasar el control de
equipajes, o quizás a la llegada al aeropuerto, pero el caso
es que Inés salió del coche llevando su doudou en la mano,
y cuando estábamos en la puerta de embarque nos dimos
cuenta de que ya no lo tenía. Emilie hizo todo el camino
de vuelta hasta el control y preguntó a un par de par de
personas, pero no consiguió encontrarlo.
Al aterrizar, le compramos en el aeropuerto de Dublin
una ovejita de peluche muy graciosa, blanda, esponjosa, y
parecía abrazarla con gusto. El alivio, sin embargo, nos duró
poco, porque al llegar la noche no quería dormir y si la
acostábamos se echaba a llorar y llamaba a su viejo amigo
de peluche, y la oveja no le daba calma alguna.
Ha acabado durmiéndose después de un par de horas de
llantos y rabietas, extenuada de mostrarnos de esta manera
tan violenta todas esas inseguridades que la falta de su peluche le provoca en este escenario remoto. Nos hemos relajado
330
al fin, pero al mismo tiempo se nos abre un panorama nada
reconfortante, con diez días por delante y probablemente
teniendo que sufrir estás sesiones de llantina cada noche.
No se ha de salir de viaje sin llevar uno todas sus referencias consigo. Los lugares nuevos pueden hacerse invivibles si
no se tiene contra qué calibrarlos, las miradas del viajero, de
otro modo siempre curiosas, pierden su capacidad de juzgar
y comprender incluso los exotismos más mínimos.
Las nuestras, de Emilie y mías, son referencias mucho más
difíciles de dejarse olvidadas: la presencia del otro, nuestro
pasado juntos, los recuerdos, las imágenes del hogar que
hemos dejado atrás estos días. Las suyas, al contrario, son
referencias frágiles, tan sencillas de perder como ese peluche
gastado. Y para apreciar la magnitud de la tragedia, basta
pensar en cómo sería si nosotros perdiéramos una de las
nuestras, el miedo qué tendríamos al no poder recuperarlas.
Al hacerlo, se le quitan a uno los enfados después de oír a
Inés llorar, comprende bien todos esos llantos y gritos, y
si ahora se despertara lo único que tendría ganas de hacer
sería abrazarla e intentar consolarla.
[...]
La mañana del segundo día la hemos pasado a la búsqueda de un peluche que pueda recordarle al que quedó en
el aeropuerto, por si esto pudiera solucionar de una manera
eficaz el asunto del sueño para el resto de días. Lo más
parecido que hemos encontrado ha sido una tela con una
ovejita, y aunque se la hemos comprado está claro que no
tiene el mismo efecto: lo ve y no se lleva el pulgar a la boca,
como hace con el otro, señal inequívoca de que tampoco
habrá de procurarle igual seguridad y predisponerla a un
sueño reposado.
Ha sido Emilie la que la ha puesto a dormir esta noche.
La ha tenido en brazos en la oscuridad de la habitación,
canturreándole sus nanas y hablándole con vocecillas tiernas,
mientras yo esperaba sentado en la cama, sin hacer ruido
para que ella no sintiera que estaba allí. Cuando se rindió a
estos sonidos, la puso en la cuna y vino a mi lado, y los dos
nos tumbamos en la cama con mucho sigilo, más atentos a
331
los ruidos que hacía o dejaba de hacer Inés que a nosotros
mismos.
Nos contamos cosas en voz baja, nos cogimos la mano y,
siempre con cuidado de no hacer ruido, nos abrazamos con
torpeza, muy lentamente. Parecíamos dos adolescentes en
plena sesión de amor furtivo, los dos adolescentes que fuimos
mucho antes de conocernos, y que solo se amaron ya de
adultos sin necesidad de esconderse. Nos supo a experiencia
fresca, a juego recuperado de un tiempo en que quizás no
supiéramos disfrutarlo con tanta certeza. Nos hicimos jóvenes
y se hizo joven con nosotros toda nuestra historia.
Inés no se durmió de inmediato, solo se quedó tranquila
en la cuna. A ratos estaba en silencio y otros hablaba,
como sí le estuviera contando a algún amigo imaginario
todo lo que ha pasado en este día. Era muy gracioso, decía
palabras sueltas y a veces frases largas, con una entonación
cantarina, muy expresiva. A nosotros nos daba la risa, pero
la ahogábamos para no hacernos notar, y nos mirábamos en
la poca luz que entraba por el borde de la cortina y creíamos
ver en el otro una sonrisa o uno de esos destellos que les
salen en los ojos a las personas que se buscan la mirada a
tientas para darse cariño.
Cuando se durmió, nos quedamos escuchando su respiración y nos preguntamos en voz más baja aún sobre lo
que íbamos a hacer ahora, si salir al bar del hotel o acaso
sentarnos fuera, porque aún no era tarde y podríamos sacarle un poco más de jugo al día. Al final, entre susurros,
resolvimos no hacer nada y seguir allí, tumbados, musitando
nuestras letanías en voz muy queda, porque ¿qué otra forma
mejor hay de disfrutar estas horas juntos? ¿Para qué salir
a viajar, aunque sea ese viaje inmediato al bar del hotel, si
podemos quedarnos aquí y tener tanto nuestras referencias
más valiosas como los exotismos breves de esta habitación?
***
Están echando la siesta. Hemos conseguido que Inés
duerma y Emilie ha aprovechado para descabezar un sueño
junto a ella o al menos reposar un poco en la cama. Yo he
332
venido al bar del hotel y estoy sentado en la barra con el
ordenador, escribiendo y bebiendo una pinta. Me imagino
una vida de literatura y bohemia solitaria, de cervezas y
bares, una de esas vidas legendarias de escritor maldito, tan
soñables como insoportables. Pero es un salto con red, un
flirteo inocuo con el peligro, o el abismo, o como quiera
llamársele a esta fantasía. Porque abajo está la red segura y
mullida de mi vida, esa que ahora duerme en una habitación
de este hotel y me espera para hacer buena esta ensoñación,
acotarla a este momento de ahora, hacerme saber que la
vida que tengo es bien distinta y mucho más hermosa.
***
A los libros, como a las personas, les viene bien esto de
viajar. Se van recogiendo ideas, anotando frases o escribiendo
páginas enteras en lugares distintos, y al final el libro sale
más viajado, lo cual acostumbra a ser bueno. Claro que,
como también sucede con las personas, hay libros a los que
el viaje no les cambia mucho o les hace más mal que bien,
igual que hay personas a quienes viajar lo único que les
aporta es algo más de pedantería en sus discursos.
Este no es un libro viajero. No le sientan bien estas
temporadas fuera de casa, probablemente porque quien lo
escribe no es capaz aún de recoger en unos pocos días ninguna impresión valiosa de esos lugares que visita. Lo supe hacer
en otros viajes, más largos y solitarios, pero parece que en
estas circunstancias las musas son de un tipo distinto y uno
no tiene madera de viajero en los envites más breves. Los
únicos viajes que parecen quedar bien en estas páginas son
los de trabajo, porque apenas hay lugar para contar nada de
esos destinos y traigo aquí únicamente los contratiempos y
las fantasías que se me ocurren en ellos. Más o menos, como
ando haciendo en este periplo irlandés, donde no he contado
más que las desventuras del sueño de Inés, sin dejar ni una
sola línea sobre esta tierra por la que transitamos, y a la
que no le faltan cosas que de otro modo sí recogería.
***
333
Supongo que rusos e irlandeses se han de entender bien.
Son pueblos muy distintos, no hay duda, pero las almas rusa
e irlandesa tienen muchas cosas en común, además de sus
gustos similares por la bebida y la embriaguez, y sendas
famas a cuenta de esta querencia. Pero lo que más acerca al
ruso y al irlandés no es el alcohol, sino la nostalgia, ya sea
esta instigada o no por aquel.
Qué nostalgias más poéticas tiene aquí la gente, son
de esas nostalgias innecesarias, superfluas, que se tienen
más porque uno las crea para deleite propio que por la
distancia y el abandono en sí. Nostalgias dulces, casi fingidas,
y barnizadas siempre de una poesía tierna. Es un arte esto
de lucir melancolías de esta clase, y que duda cabe que estas
gentes de aquí lo tienen, igual que otros tienen el don de hacer
ritmos golpeando cualesquiera dos cosas o lucir elegantes
con cualquier atuendo. Cada pueblo, ya se sabe, tiene sus
predilecciones y sus talentos. Cosa igual no le he visto más
que en Rusia, donde las nostalgias también son poéticas, y
donde los poetas, como aquí, son más nostálgicos que en
otros lugares, siendo que el de poeta es ya un desempeño
harto nostálgico de por sí.
Estábamos en un bar tomando una cerveza. Era un pueblo pequeño y no tenía más bar que ese, muy clásico, con
maderas muy gastadas y un olor a alcohol acumulado en muchos años de servicio. Era un lugar auténtico, con el espíritu
que uno imagina cuando le hablan de un pub irlandés clásico,
pero sin nada de glamour, todo muy parco. Había un hombre
en la barra y empezó a hacerme algunas preguntas: de dónde
éramos, hacia dónde viajábamos, si disfrutábamos del viaje,
todo cosas más bien ridículas. Debía haberse tomando ya
dos o tres pintas, pero no parecía borracho, a lo sumo tenía
ese aire de tristeza que se le asoma a uno a la mirada cuando
ha bebido un poco más de la cuenta y no tiene euforias que
sacarse de dentro sino melancolías o hastíos. El resto de
la parroquia del bar, que eran casi todo hombres solos con
sus cervezas, escuchaban nuestra charla sin mucha emoción,
por aquello de que este de cotillear las escenas ajenas es el
deporte oficial de estos lugares, y porque las cervezas hacen
tal vez compañía pero no cuentan historias.
334
No sé cómo acabamos hablando de ello, pero el hombre
de repente se arrancó a predicar las bondades del aire fresco
del país y a decirme que, incluso si el tiempo no era bueno,
al menos en este viaje disfrutaríamos de ver estos paisajes
abiertos y de respirar estos aires tan saludables. Parecía una
conversación banal, y de hecho lo era, pero una de esas que
de pronto se hunden a profundidades mayores sin dar aviso.
Yo le respondí con alguna frase también tópica y él se quedó
un momento pensativo y añadió:
—Aunque aquí ahora ya no es como antes. Y no es como
donde yo vivía de pequeño.
No dijo el nombre de aquel lugar de su infancia, pero
estábamos en un pueblo minúsculo rodeado de verde por
todos lados, así que se hacía difícil creer que existiera un
lugar con un aire más puro que ese.
—Son las flores. Las flores no huelen como las de allí
—añadió.
Después se encogió de hombros como si no pudiera hacer
nada para evitar aquel pequeño drama, bajó la mirada y
echó otro trago de su cerveza.
Terminamos la cerveza, nos despedimos de él y volvimos
al coche. El resto siguieron impasibles como si nada sucediera frente a ellos. El aire en la calle tenía un olor limpio,
silencioso, estéril.
***
Las islas Blasket son cinco islitas a un par de kilómetros
de la costa, en el extremo de la península de Dingle, al oeste
del país. Lo primero que a uno le viene a la cabeza cuando
las ve es preguntarse por qué alguien decidiría irse a vivir a
una de ellas cuando en tierra firme, en esa isla mucho más
grande que es esta Irlanda, encuentra exactamente lo mismo
y con menos dificultades. Por la razón que fuera, el caso es
que allí vivieron hasta 1953, año en que se despoblaron definitivamente, algo más de cien personas, entre ellas algunos
de los más importantes escritores que ha tenido la lengua
irlandesa. Casi todos ellos son de principios del siglo pasado,
para cuando el modo de vida de las islas se sabía condenado
335
a desaparecer, y esos hombres no hicieron sino poner en
papel su tradición oral, al parecer intensa y abundante, sin
más objetivo que documentar una realidad que habría de
morir con ellos mismos. Su labor, que en origen fue más de
cronistas que de literatos, les ha obsequiado, no obstante, un
merecido lugar entre los grandes escritores de este país. Y es
aquí donde, para mí, la historia cobra su interés, porque tal
profusión de talentos literarios no podía sino despertarme la
curiosidad, sobre todo apareciendo de esta forma sorpresiva
en mitad de un viaje.
Enfrente de las islas está Dunquil, un pueblo pesquero
desde el que se organizan ahora excursiones a las islas, y en
el que hay un centro turístico de factura muy nueva, elegante
y bien pensado, es de suponer que con objeto de lanzar este
nuevo turismo y preservar al mismo tiempo la historia rica
de este rincón del país. Fue en ese centro turístico donde
descubrí esta mañana toda la tradición literaria de las islas
Blasket, de la que no había oído nunca hablar, y que como
es lógico figuraba en lugar destacado entre sus contenidos.
A la entrada, en la inevitable tienda de recuerdos, había
una surtida colección de obras de todos esos autores locales,
e inevitable fue también que me hiciera con uno de ellos,
The Island Man, de Tomás O’Cronham, del que acabo de
leer unas páginas ahora, en este descanso del día que nos
concedemos Emilie y yo una vez que Inés duerme.
Qué lectura más verídica esta, como lo son siempre las
lecturas que tienen un contexto y a las que les tenemos por
ello reservada su pequeña alcoba en nuestros adentros. Con
el recuerdo fresco de las islas y esas vistas tan imponentes
que hoy hemos disfrutado, o las emociones y las melancolías
que despertaba el lugar a pesar incluso de lo soleado del
día, cada frase tiene una rotundidad que se paladea con un
gusto lector insuperable.
Estuvimos dando un paseo por la costa, frente a las islas,
contra el viento que soplaba fuerte por los acantilados y en
una soledad completa. Allí se me ocurrió pensar que estaría
bien poder pasar algo más de tiempo escrutando estas vistas,
o los colores del mar o la simple idea de tener como rutina
el procurarse sustento en esos parajes, porque es de ellos de
336
donde habían salido esos libros, y era esa la tierra que había
gestado tantas inquietudes literarias. Ahora, después de la
lectura, lo que se me antoja pensar es justo lo contrario:
¿de qué sirve observar esos paisajes, gastar el tiempo en
ellos de cualquier modo, si en este libro están condensados
cincuenta años de no hacer otra cosa, de vivir la vida más
completa sin salir de esas tierras? Se siente uno inútil frente
a las realidades de las que otros, mucho más dotados, ya
han sabido sacar toda su esencia y legarnos prueba tangible
de ello. Y el deseo de viajar se diluye así, mientras uno
piensa que debiera tan solo leer y buscar en los testimonios
ya escritos, que son una forma de conocer el mundo y el
hombre más eficaces que el mundo y el hombre mismos. Tal
es la magia de la literatura, que a veces deja en sombra
incluso a la magia del viaje.
Ademas de magias, la literatura tiene también ironías
y contradicciones fabulosas. Una de ellas es la de poder
hoy, lejos de casa, volver a sentirme allí al leer estos relatos
exóticos de una tierra y unas vidas tan distantes, más cerca de nuestro hogar que en ningún otro momento de este
viaje. Porque lo que cuentan siempre los libros así son las
circunstancias fundamentales del hombre, a saber: el amor,
el miedo, la dureza de la vida, y estas son cosas que cada
cual tiene no donde viaja, sino allá donde vive, y es allí a
donde ha de transportarse para darles sentido. Y sucede
así que, cuando otro le relata las suyas propias, aunque
aquello hubiera de suceder en un confín distante, uno pierde
la noción de hallarse de viaje y se regresa al hogar por ese
atajo pintoresco que las letras extranjeras le descubren.
***
Entran ganas al leer este libro de O’Cronham de estar de
vuelta en casa, no ya porque, como digo, sea allí donde estas
cuestiones vitales sobre las que escribe se sientan más reales,
sino porque se tiene el deseo de confrontar las experiencias de
ese libro con las que uno tiene en su propio territorio. Cada
cual tiene sus islas, sus tradiciones que tarde o temprano
acabarán perdiéndose, sus vidas que, ya sean más o menos
337
difíciles, dejan siempre arañazos y bálsamos. Por eso esta
lectura lejana, aunque sea aquí donde tenga un sabor más
intenso, uno querría hacerla también en su propio hogar, y
ver allí si todo eso que se cuenta tiene vigencia en ese otro
escenario.
La cuestión es más retórica que otra cosa, porque en
estos asuntos todos los lugares vienen a ser lo mismo, y
aunque cada uno construya formas de vida bien distintas, es
la propia naturaleza humana y no el territorio quien tiene la
última palabra. Lo que interesa, sin embargo, es preguntarse
dónde han quedado los testimonios así sobre las vidas que
hubo donde uno habita, si es que acaso están por llegar o si
es que nadie ha tenido interés nunca en escribirlas. Porque
allí, como aquí, como en cualquier lugar, se van perdiendo
historias cada generación, y el mecanismo que preserva unas
y no otras es de lo más azaroso e incomprensible.
He leído que O’Cronham no era un escritor, sino tan
solo un hombre corriente con un cierto talento para contar
historias, a quien alguien, consciente del valor de aquello
que contaba, consiguió convencer para poner por escrito sus
relatos. Se sabía un hombre simple, cotidiano, y pensaba que
en esa vida suya no había materia para literatura alguna.
Después el destino hizo llegar el fin de los días de aquella isla
suya, y fue así que, ya convencido de su escritura, escribió
el testamento literario de aquella forma de vida a punto
de morir, ese mismo que yo ahora ando leyendo. ¿Cuánta
gente como él no llega a poner nunca sobre un papel historias
similares, quizás incluso más intensas aún? ¿Cuantos pasados
se van sin dejar huella, solo porque nadie tuvo la convicción
de que valía la pena escribirlos?
En esto es de suponer que influye el modo en que las
cosas se apagan, si lo hacen de pronto o con calma, si es un
final bien conocido o colmado de incertidumbres. Viene a
ser un poco como con las personas, que las que mueren ya
ancianas, de una manera natural pero sin saber si la muerte
llegara mañana o todavía dentro de años, no se molestan en
hacer nada para dejar tras de sí mejor rastro, y a quienes se
les anuncia una muerte inminente e inesperada, se apresuran
a hacer buenas acciones, proclamarle su amor a los seres
338
queridos o redactar su vida, por aprovechar de la mejor
forma posible esas últimas horas concedidas.
Pienso en nuestra casa, en ese nuestro suroeste rural de
Francia, y en que en esa sociedad las pérdidas y los olvidos
son lentos, nada bruscos. Se van apagando las costumbres
como si a un árbol se le murieran unas ramas, sin que nadie se
dé cuenta allá entre la verdura del follaje. No median en estas
desapariciones abismos ni plazos, quien más o quien menos
sabe que se lleva una parte de una tradición que ya no ha de
pervivir, pero también que quedan otros a continuar el resto,
y la esencia de aquello que uno es sigue allí, evolucionando tal
vez pero sin extinguirse. Es así que nadie siente la urgencia
de persistir en el papel esas memorias, y ahí ando yo, con
mis diarios, anotando lo poco que sé, ejerciendo esta tarea
para la que no estoy cualificado aún, porque mi historia es
demasiado reciente.
Me siento como el niño al que se le confía una tarea
innecesaria solo para mantenerle entretenido, y cree tener
en sus manos a responsabilidad de hacer girar el mundo.
***
Emilie y yo tenemos con las ciudades una relación similar
a la que la mayoría tiene con el campo, sabemos apreciarlas
en el corto plazo pero se nos hacen insoportables al cabo
de poco tiempo. Cuando tenemos visita en casa, a todo
el mundo le encanta el lugar donde vivimos y no ahorra
elogios para cuanto nos rodea: el pueblo, la gente, el paisaje.
Y después de los elogios, viene la coletilla a la que ya nos
hemos acostumbrado: «Eso sí, para unos días. Yo aquí no
podría vivir». Lo hemos oído tantas veces que empieza uno
a pensar si no seremos un poco extraños disfrutando algo
de lo que los demás quieren escapar después de apenas unos
pocos días.
A nosotros con las ciudades nos pasa más o menos lo
mismo. Nos saturan con sus gentes y sus sonidos, con sus
tiendas, con sus opciones infinitas, de la misma manera que
el visitante ocasional del campo le embriagan los olores, las
distancias o los silencios. Y todas esas cosas son agradables
339
y bienvenidas, pero lo que para unos es necesidad de diario,
para otros es mejor mantenerlo como algo exótico, no acostumbrarse a ello, porque lo que resulta hermoso mientras es
lejano se hace excesivo si pasa a formar parte de nuestras
rutinas.
Ahora estamos en Dublín, terminando este viaje. Se nos
ha hecho cuesta arriba la llegada, porque para devolver el
coche ha sido toda una aventura, atrapados en el tráfico y sin
poder aparcarlo, y cuando al final lo hemos conseguido, ha
empezado a granizar y no sabíamos donde meternos. Ha sido
un recibimiento muy poco amigable. Y aunque nos cuesta
adaptarnos a estas realidades metropolitanas, lo hacemos
con gusto porque es cosa de unos días, de unas jornadas
intensas pero bien delimitadas tras la que vendrá nuestra
calma habitual, y ahora se trata de disfrutar lo más posible
de todo eso que no tenemos y solo la ciudad puede darnos.
Está bien haber dejado esta parte urbana del viaje para el
final, después de los días de campo, de carreteras pequeñas y
pueblos y verde. Nos van a sacar definitivamente de nuestras
rutinas, igual que el fin de semana en el campo que se
toman los habitantes de la urbe para respirar aire fresco.
Y volveremos no a nuestra agitada vida de ciudad, sino
a nuestro reposo rural de siempre, al contrario de lo que
hace la gente cuando regresa de sus retiros vacacionales. El
mundo al revés, podría decirse. Pero es nuestro mundo, al
fin y al cabo.
***
Han empezado estos diarios a ocupar su pequeño espacio
en la vida de la familia. Lo tenían ya antes en la mía,
por supuesto, pero ahora silenciosamente han ido tomando
posición y se están convirtiendo en una pieza más de lo que
somos nosotros juntos, algo de lo todavía solo yo soy dueño,
pero que no es ya un asunto tan privado como hasta hoy.
Emilie me pregunta a veces por ellos, por lo que escribo,
o si sucede algo llamativo, como en muchas de las pequeñas cosas que han dado brillo a este viaje, me hace algún
comentario para que no me olvide anotarlo. Nada de eso
340
acaba aquí escrito, porque los diarios solo son como uno los
concibe, y esa relevancia que ella ve en todos esos sucesos no
es la misma que yo busco para estas entradas, pero me gusta
ver cómo ella ha empezado a entender esta costumbre mía
como lo que en realidad es: un testimonio de nosotros, una
memoria de nuestra familia, aunque acaso no de la manera
en que ella la imagina.
Ayer me preguntó también, con curiosidad y algo de
picardía, si estaba escribiendo sobre ella, y yo le dije que
en ese momento no, pero que ella claro que aparecía en
estos diarios, No tuvo intención de leer nada, sabe que por
ahora no quiero que se lean porque ya le había explicado esa
vergüenza mía con los textos sin revisar, pero la respuesta,
obvia por otra parte, le arrancó una sonrisa. No sé si tendrá
interés en leerlos algún día, pero la pregunta en sí bastó
para hacer también que yo sonriera y escribiera mis líneas
de ayer con más placer.
También en mi propia vida va creciendo el protagonismo
de estas letras, que ahora traen más bienestar o angustia
según lo que se haya escrito al final del día. Porque si el
escritor le tiene miedo a la página en blanco, el escritor de
diarios, ahora lo sé, tiene un miedo distinto al vacío, no por
ver que la página no logra llenarse, sino por pensar lo que
esto significa sobre su vida. Si no hay nada que escribir, si
se tiene la impresión de haber escrito ya todas las ideas que
vale la pena guardar o todos los episodios que merecen ser
archivados, ¿acaso será que la vida ya no habrá de ofrecer
nuevas emociones, que lo que vivimos no es reseñable o
ya se ha vivido antes? Si este vivir nuestro no nos inspira
para escribir, ¿dejará tal vez de inspirarnos también otras
emociones y otros sentimientos? Y cuando algo queda escrito,
existe entonces por partida doble y causa doble alegría o
tristeza, y de este modo, ¿cómo no juzgar lo que tenemos a
través de lo que escribimos acerca de ello?
Uno acaba por convencerse de que el diario no es solo un
reflejo de lo vivido, sino una realidad igual de verídica por
la que podemos valorar la vida misma. Nuestra vida vale lo
que valgan las entradas del diario en que lo narramos, si son
hermosas, si nos salieron emotivas e inspiradas, si esconden
341
algún saber importante. Resumiendo, que si se ha de vivir
en una novela, que al menos lo hagamos en una que valga
la pena.
***
De los viajes se vuelve siempre con lecciones aprendidas,
o al menos con lecciones viejas asimiladas, de esas que andan
esperando que algo las haga más evidentes y comprensibles.
La lección que hemos aprendido en este viaje es que esto
de viajar con Inés no es tan fácil como creíamos, y que no
estamos preparados para esta clase de viajes, si es que acaso
lleguemos a estarlo algún día, y si es cierto, que bien pudiera
ser que no, que son compatibles estos periplos con el cuidado
de un bebé como ella. Y a través de la realidad del viaje
aprendemos a perder parte de nuestro idealismo, de nuestra
inocencia, y asumir que no es siempre con ella que queremos
estar, que a veces nos gustaría estar solos, tener la libertad
de antes. Perder, vaya, el miedo a decir lo que pensamos en
los momentos malos, y no por ello sentirnos peores.
Los viajes nos hace más sensibles a ciertas cosas, pero
también nos roban otras sensibilidades, sobre todo de esas
superfluas, innecesarias, que tenemos sin saber muy bien
el porqué pero que asumimos como imprescindibles. De
esas que, al perderlas, nos hacen parecer quizás algo menos
humanos, más fríos, pero es solo que somos más realistas, más
prácticos, y nuestra humanidad está en otras sensibilidades
menos evidentes.
Habíamos hablado de viajar a Rusia en verano, y la idea
de hacer el viaje sin Inés no terminaba de convencernos.
Ahora no sabemos si haremos ese viaje u otro, si partiremos
a algún lugar más o menos lejano o nos quedaremos en casa,
pero está claro que, de viajar, será nosotros dos solos.
Sabido es que los viajes consolidan o destruyen las amistades y también los amores. No es menos cierto, al parecer,
que ponen igual a prueba otras relaciones como estas de padres e hijos, así que será mejor por ahora no seguir tentando
la suerte.
***
342
He mandado el libro al concurso. Acabamos de volver
del viaje, y aún sin haberme metido de nuevo a la vida
de cada día, quería quitarme este trámite de en medio. He
revisado el resultado una y otra vez y, como me pasa casi
siempre, al cabo de un tiempo he perdido la paciencia y he
decidido mandarlo como estuviera, sin más indecisiones. Lo
ideal sería no volver ya a saber nada de este asunto, que no
hubiera noticias y yo mismo lo olvidase.
Tenemos sueños en los que vale la pena aplicarse, que han
de estar ahí para que no perdamos de vista lo importante
que es alcanzarlos. Y luego tenemos otros, como este de
ganar un concurso literario, que son no más que fantasías
fatuas y en los que gastamos tiempo e ilusión de igual modo,
y que son bienvenidas si al final se cumplen, pero que lo
mejor que puede suceder es que desaparezcan en silencio
igual que llegaron y nos dejen seguir con nuestras otras
aspiraciones más verídicas.
***
La mujer dijo que venía de hacer el Camino de Santiago
y ahora iba de vuelta a casa, en Holanda. Le quedaban,
según contó, un par de meses aún de trayecto en este largo
viaje suyo. Debía tener no mucho más de cincuenta años, la
piel castigada por el sol y tanto tiempo en la carretera, y
llevaba un perro con un arnés. En lugar de mochila llevaba
un carrito que arrastraba a modo de trineo, que era como un
esqueleto de aluminio con ruedas, y supongo que sería por
eso que pasaba por aquí, porque el Camino de Santiago no
atraviesa el pueblo, pero es probable que los senderos más
pequeños no serán viables cuando se arrastra algo así y habrá
que buscarse rutas alternativas. Preguntó si conocíamos un
camping por la zona, y como por aquí no hay nada así,
le invitamos a que se instalara con su tienda en nuestro
jardín. Le dijimos también que si necesitaba algo más nos
lo hiciera saber, y lo único que pidió fue utilizar el baño y
cogió agua para ella y el perro, sin querer abusar más de
nuestra hospitalidad.
Por la tarde Emilie estuvo hablando con ella, pero la conversación no dio mucho de sí; la mujer apenas chapurreaba
343
algo de francés y Emilie tampoco conseguía hacerse entender
en inglés. Bastó, no obstante, para que Emilie tuviera buena
impresión de ella y le gustara escuchar lo poco que logró
entender, y supongo que también para que la mujer se diera
cuenta de su interés y se sintiera bien acogida.
Debían ser algo más de las diez, se acababa de hacer de
noche y estaba durmiendo en su tienda desde hacía rato,
porque según dijo se pondría en marcha a las seis de la
mañana, es de suponer que para aprovechar el fresco del
amanecer y poder luego descansar en las horas de más
canícula. A Emilie se le ocurrió entonces que podría haberle
propuesto algo para el desayuno, darle un termo de agua
caliente para que pudiera tomar un té por la mañana aunque
nosotros a esa hora estuviéramos durmiendo. Le hubiera
gustado dárselo ella misma antes, pero como la mujer dormía
lo preparó en una bandeja, le puso una nota y añadió unas
galletas, guardadas en una fiambrera para que no se las
comiera ningún animal. La bandeja la dejó silenciosamente
frente a la tienda, de forma que la viera al salir por la
mañana.
Fue un gesto bonito, sobre todo por la emoción con que
lo hacía. A decir verdad, a mí la mujer no me despertó
mucho entusiasmo, no sé muy bien por qué, pero incluso
en esto de la hospitalidad uno tiene siempre sus propios
intereses, y yo, que suelo encontrar en cualquier invitado
algo de lo que disfrutar, no le vi nada llamativo a esa mujer,
y por eso no le presté más atención de la necesaria para
resultar cordial. Emilie, por el contrario, parecía con ganas
de mostrar su hospitalidad, daba igual si con uno o con otro,
y se la veía disfrutar al ser de ayuda.
No alcancé a ver lo que decía la nota, y esta mañana,
aunque me desperté antes que ella y podría haber ido a
recoger la bandeja y verla, preferí no hacerlo, porque aquellas
letras bien podían ser como estos diarios, algo que puede
causar vergüenza si quien lo lee no es aquel a quien está
destinado.
La bandeja la recogió Emilie a mediodía, y se quedó algo
decepcionada al ver que la mujer había bebido el agua y
comido las galletas, pero que no había dejado ninguna nota
344
por su parte. Esperaba algo más de reciprocidad, o al menos
alguna constatación más evidente de que aquella pequeña
ofrenda le había alegrado el despertar a esa mujer que ahora
andaría lejos de aquí.
Las relaciones entre viajeros y no viajeros son siempre
así, desequilibradas. Entre quien está de paso y quien vive en
un lugar se pueden gestar vínculos hermosos, pero que están
condenados a concluir de modo asimétrico. Ya sea quien
parte o quien se queda, uno de ambos habrá de guardar más
del otro, al menos durante un tiempo, y el recuerdo muere
con celeridad distinta en las dos cara de esa moneda que es
la amistad viajera.
Emilie lo habrá olvidado ya, fue una frustración breve.
La mujer ya no recordará el desayuno que tuvo esta mañana,
quizás esté ahora disfrutando la hospitalidad de otros o su
soledad sin nadie cerca. Y yo estoy escribiendo esto sin más
afán que el de contar lo sucedido, porque esta es la otra
manera en la que uno puede participar de viajes y vidas:
sentándose sin más a observar cómo se desanudan y crecen.
***
Hoy comieron con nosotros Philippe y Maxim, que están
trabajando en la obra de la cabaña. Como aún estamos de
vacaciones, nos parecía feo no comer con ellos, y no costaba
nada preparar un par de raciones más.
La comida les gustó mucho, pero para el postre no teníamos nada especial que ofrecer y sacamos unas manzanas
y unos yogures. Los dos cogieron manzana. Emilie estaba
contando algo, no recuerdo el qué, y entonces los dos, mientras escuchaban, se pusieron a darle vueltas al rabillo de
sus manzanas para quitarlos antes de comérselas. Lo hacían
casi al unísono, de un modo muy mecánico y sin prestarle
atención, girándolas casi a la misma velocidad. Eran rabillos
resistentes, porque debieron estar más de medio minuto
haciendo girar la fruta acompasadamente el uno con el otro
antes de que cedieran, también casi al mismo tiempo.
Es gracioso cómo se pierden ciertas costumbres que no
significan nada, de pronto un día dejas de hacer algo que era
345
normal y apenas te das cuenta. Yo solía hacer eso con las
manzanas, como tanta gente, pero ni recuerdo cuándo fue
la última vez que lo hice. Van y vienen las manías pequeñas
como esta, las acogemos como costumbres porque resultan
simpáticas o tal vez levemente útiles, y del mismo modo las
dejamos escapar sin darnos cuenta.
Es gracioso también ver que hay recuerdos que son tan
estériles como esos mismos gestos. Ves a alguien haciendo
algo que tú solías hacer y eso te devuelve a un pasado que no
vale nada, a un pasado en el que la única diferencia es que
tú quitabas el rabillo a las manzanas, algo que no tiene peso
emocional alguno. No es uno de esos pequeños detalles que
de pronto te lleva a una infancia hermosa o a un momento
importante de tu vida en el que llevabas tiempo sin pensar,
y ahora vuelves a él a través de ese pequeño recordatorio
que abre una puerta hacia ese pasado que sí causa revuelvo
en los adentros.
Sienta bien de vez en cuando volver a esos ayeres inertes.
***
Paula llamó a mitad de la tarde. Hoy era el día en que le
daban la carta de despedida del trabajo y, aparte de la sesión
de carantoñas con Inés, de eso fue de lo que hablamos la
mayor parte del tiempo. Como estos temas poco simpáticos
no son agradables de discutir más de lo debido, en especial
así a distancia, pasamos rápido a otros más interesantes. Ya
han decidido la fecha de la boda, que será el diez de octubre.
Al final no podrá ser en casa, porque al parecer el alcalde
no se desplaza, y será en el ayuntamiento, menos personal
pero más práctico.
Al final de la llamada, no sé muy bien como salió el
tema, me dijo que tal vez me tocaría leer algo. Lo dijo con
naturalidad y, ante mi cara de sorpresa, dio una explicación
también de lo más natural: si alguien de la familia le toca
esta tarea, es lógico que sea a mí, que soy al que gusta
de escribir y al que se le supone más maña en esto de las
palabras.
No es fácil que otros comprendan con exactitud a qué
nos dedicamos o hasta dónde alcanza lo que hacemos en
346
nuestro tiempo libre. Tampoco es fácil hacer entender que
porque uno escriba a veces unos poemas, o relatos, o anote
su vida en un diario, tendrá la misma facilidad para escribir
un pequeño discurso con el que ornar un momento señalado.
De hecho, pudiera ser que incluso se sintiera menos capaz
que los demás y por ello el encargo le resultase más difícil,
y mayor fuera el miedo a no lograr lo que se espera.
Emilie me ve nervioso por esto y me tranquiliza diciéndome que en este tipo de bodas rara vez se lee, que eso es en
las bodas religiosas, pero se me ha quedado de todos modos
una inquietud insidiosa, como sucede cuando le encargan a
uno una misión que cree que le queda grande. Ahora mismo
no sabría que escribir, qué decir si tuviera que hacer esa
lectura de boda. No es el tipo de texto al que uno sabe cómo
enfrentarse.
Hace no mucho un amigo mío tuvo la boda de uno de
sus hermanos. Me pidió permiso para leer algunos de mis
poemas en ella. Yo le dije que por supuesto podía leerlos si
así lo quería, y me sentí orgulloso de aquella petición, pero
al mismo tiempo pensé que yo nunca leería ninguno de mis
poemas en una boda. No creo que sirvan para ello, lo veo
algo ridículo, la verdad. Y quien dice poemas dice cualquiera
de las cosas que he escrito.
En fin, que si hay que decir unas palabras, allí estaré
para hacerlo y lo intentaré hacer lo mejor que pueda. Hay
que buscarle el lado bueno al asunto: que nos presupongan
unas facultades que no creemos tener quizás nos pone en
un aprieto, pero es hermoso ver que confían de tal modo en
nosotros.
***
Salí a correr al final de la tarde, por el camino de siempre.
El trigo estaba de un amarillo pálido, clarísimo, como el
de una de esas melenas largas y oxigenadas, y se movía sin
prisa.
No debe haber otra planta a la que le siente tan bien
agostarse como a esta. Apenas da tristeza ver las espigas
secas, más bien al contrario. Hacen buena esa frase de «vive
deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver».
347
***
Inés está jugando sobre el sofá. Se alza y de pronto se
deja caer sin miedo, y se haría daño si no fuera porque yo
la vigilo de cerca y la sujeto, y a ella esto le hace gracia
y sonríe y deja caer la cabeza hacia atrás mientras enseña
los dientes y tiene cara de felicidad. Luego habla algo en
su idioma sin sentido, se vuelve a levantar y comienza de
nuevo la historia.
Cabe preguntarse qué tendrá en la cabeza al hacer todo
esto, o qué querrán decir esas palabras que balbucea tan
feliz, en ese imaginario tan insondable de los niños que por
más que intentemos no tenemos manera de comprender. Es
en momentos así que siempre hay alguien que comenta lo
hermoso que es ese universo de los críos, tan inocente, tan
puro, frases un tanto tópicas y edulcoradas que se dicen
como con un punto de envidia. Querríamos ser de nuevo
niños, tener esos valores y esas fantasías que desde aquí
ya no acertamos a entender. Pero lo que nadie dice es que
todavía más hermoso es este mundo nuestro, el de quienes
les observamos jugar y ser como hoy son, el de quienes hemos
forjado todo lo que ellos hacen e incluso a ellos mismos, y
gozamos un orgullo que no pueden aún comprender.
No, a mí no me gustaría volver a ser un niño así; prefiero
este mundo mío de adulto, y que sea ella la que es una niña
y disfruta siéndolo. Y sentarme a observarla hasta que un
día deje de serlo y su mundo sea entonces el mío, ya no tan
puro e inocente, pero uno que podremos entender y vivir
juntos.
***
Era la hora de recoger a Inés y se acercaba una tormenta.
Habían retumbado ya un par de truenos, y la luz tenía esa
pincelada tan melancólica y deprimente que se da justo antes
de las tempestades repentinas, mientras conviven aún el sol
intenso y la oscuridad de los nubarrones.
Cuando llegué a casa de Christine, aún no había alcanzado la lluvia hasta allí, pero soplaba un aire fuerte
y empezaban a notarse algunas gotas. El salón tiene un
348
ventanal amplio hacia el oeste, donde el cielo estaba aún
claro, y al mirar desde allí no se hubiera dicho que el tiempo
andaba tan perturbado. Por el otro lado, en cambio, todo
era negrura hacia el horizonte, y mirando en uno y otro
sentido parecía que uno estuviera a punto de ser engullido
por el fin del mundo, justo allí en el borde que separa el
bien y el mal. Son muy épicas y literarias las tormentas así,
no hay duda.
Salimos de allí justo antes de que empezara a descargar,
pero nos alcanzó el chaparrón a mitad de camino, y para
cuando aparqué delante de casa caía tan fuerte que no
podíamos salir sin calarnos de arriba abajo. Apagué el motor
y nos quedamos allí esperando sin más.
No serían más de diez o quince minutos los que estuvimos
en el coche. La cosa no podía ser larga, porque las tormentas
así no duran mucho, y en caso de que esta sí lo hiciera, la
paciencia de Inés tampoco es muy duradera. Al final la lluvia
duró más de lo previsto e Inés se hartó de esperar y se puso
a gritar; no tuvimos más remedio que entrar en casa bajo el
chaparrón, que ya empezaba, no obstante, a remitir un poco.
Fueron, ya digo, apenas quince minutos, pero estuvimos de
lo más a gusto allí dentro, escuchando el repiqueteo de la
lluvia, que tamborileaba el techo del coche, el tejado de la
cabaña y los árboles, y hacía al mismo tiempo un rumor
espumoso al golpear la tierra.
Qué acogedores son en estos casos los lugares así tan
pequeños. Los refugios en que guarecerse durante episodios
como este han de ser sólidos para proteger de esas inclemencias, pero también a ser posible reducidos, chiquitos, para
poner a salvo los espíritus de igual manera y darle calor
a las emociones. Se nos hizo muy hogareño el coche con
aquella tormenta, una sensación de estar bien resguardados
y tener suficiente en nuestro pequeño mundo para sobrevivir
así tanto tiempo como fuera necesario.
A Inés parecía darle igual la violencia de la lluvia, que tan
pronto azotaba de un lado como venía del otro, ni tampoco
le inquietaba el color inquisidor que ahora tenía el cielo, tan
poco amistoso. Ella cogía su peluche y me miraba para que
yo jugara con ella, divertida de ver que había una pequeña
349
novedad en nuestra rutina y que yo no bajaba del coche a
sacarla como sucede siempre.
Así estuvimos hasta que se cansó de jugar y abandonamos
nuestro campamento para llegarnos a casa. Nos mojamos un
poco por el camino, pero no pareció importarle. En casa, se
fue corriendo hacia la puerta para reclamar que saliéramos
de nuevo, como si fuera no lloviese y fuera un día cualquiera.
Me miraba con cara de súplica y una sonrisa pícara al mismo
tiempo. Las ignorancias más osadas son a veces también las
inocencias más tiernas.
***
Hay escritores que piensan que todo lo que pueden contar
está ya en sus obras, y que sirve de poco preguntarles después
por ellas. Cada libro se basta a sí mismo para contar su
historia, y todos ellos en conjunto para contar la de quien los
escribe. El escritor no debiera, a partir de ese punto, hacer
nada salvo dejar que otros lean su trabajo. Se lo he leído
ya a unos cuantos escritores, aunque también es cierto que
eran todos ellos más o menos famosos, lo suficiente como
para sufrir el martirio de las entrevistas y las ruedas de
prensa más de lo recomendable, con lo que es probable que
lo dijeran para tratar de esquivar ese trámite o al menos
hacer evidente su desagrado. En cualquier caso, parecen
existir dos tipos de escritores: aquellos para los que la labor
concluye una vez se ha escrito un libro, y aquellos para los
que esta no ha hecho más que comenzar y pueden a partir
de ese libro seguir ejerciendo su labor literaria, o al menos
darle una vida distinta a esas palabras escritas.
Yo creo que los libros son solo una parte del juego de la
literatura, el primer elemento tangible que asoma y puede
tocarse, y que materializa ya las ideas y las fantasías del
escritor, pero al que le queda aún mucho por delante. Hay
otras piezas del juego que están más allá de lo escrito, y en
las que el escritor puede, y tal vez debe, participar de igual
modo.
El libro es al escritor como la partitura es al músico:
contiene lo fundamental de sus ideas, las líneas melódicas,
350
las armonías, pero sobre esa base hay margen para construir
otras creaciones, y es ahí donde en ocasiones está lo más
interesante. Esto, claro está, depende del libro y del autor,
de la misma forma que hay estilos de música que se prestan
más a la improvisación y otros que no. Tanto mis libros
como yo, creo que ambos encajamos bien en esta idea, nos
gusta contar y ser contados de formas diferentes, tenemos un
alma de músico de jazz oculta tras las letras y los párrafos.
El escritor reescribe el libro cada vez que lo cuenta de
viva voz, y también incluso cuando habla de algo distinto,
porque los libros que uno escribe pasan a formar parte
de su bagaje, y de ese bagaje se nutre lo que decimos y
comentamos, ya sea que hablemos o no de literatura.
He escrito ya alguna vez esa concepción mía, materialista
tal vez, de la literatura como una herramienta para representar nuestra propia vida, para contar mejor nuestras historias
y nuestros pensamientos. Se escribe acerca del pasado, pero
se escribe para el futuro, pues es en él donde contaremos
lo que hemos escrito, cambiado siempre por nuestra propia
interpretación en cada momento y por las pátinas que el
tiempo va dejando.
Ando estos días con ganas de darle más vida a estos
escritos. Sería bueno sacar estas partituras ahí fuera, interpretarlas de otro modo, hablar de esto que uno escribe para
quien quiera saber lo que aquí se cuenta. Tal vez sean solo
deseos de encontrar para mis palabras lo mismo que ahora
tengo para mi música: un escenario sin relumbres donde
compartir lo creado, como en las sesiones irlandesas de los
viernes, donde siempre se hace alguna pausa y alguien me
pide que toque a solas uno de mis temas, y yo aprovecho para enseñarles alguna canción que he compuesto y comentar
de dónde viene.
Bien sé que no tengo interés en alcanzar fama alguna con
lo que escribo, pero a eso de tener lectores y un poco más
de actividad social podría acostumbrarme rápido, no por
la popularidad, que me importa poco, sino por el trato con
la gente, que traería a estos cuadernos una visión distinta
de lo que escribo. Le faltan conciertos a esta música mía de
351
palabras, y presentar este o aquel de mis libros delante de
algún pequeño grupo sería una experiencia grata.
No puedo evitar pensar en ese premio al que he presentado mi libro, que vendrá sin duda acompañado de sus
correspondientes presentaciones en público y sus charlas.
Quizás sea esto lo más valioso que tendría esa victoria, y
ya puestos a entregarse a triunfalismos, lo que me da por
imaginar son esos eventos y la forma en que yo habría de
contar las razones que hay tras los textos, ahondar en las
pequeñas historias que lo componen. Se siente todo muy
infantil, porque así es este juego de suponerse vencedor de
algo, pero incluso las fantasías tiene una parte de ilusión
que acaba reconfortándonos como si fuera cierta.
En resumen, que se le acumulan a uno las ideas en el
papel y hay que sacarlas de algún modo para que sirvan para
algo más que llenar las páginas. Aunque nadie nos lea, contar
a ráfagas estas mismas historias incluso sin que se sepa que
andan escritas desde hace tiempo; que el diario siga siendo
íntimo, pero que se manifieste a través de nosotros y nos dé
una vida diferente. Y que no haya que escribir entradas como
esta, metaliteraturas, sino que podamos contar directamente
lo que esto de escribir significa para nosotros.
***
Estuvimos en Labastide dÁrmagnac hace dos o tres años
(es un hecho incontestable que soy completamente inútil
para las fechas, ni siquiera soy capaz de estimar las más
cercanas) cuando íbamos de camino a España para ver a
mis padres. Pasábamos por el pueblo y me llamó la atención
un cartel que anunciaba una cuchilleria artesanal, no para
mí, sino para mi padre, que le gustan esas cosas y me había
pedido que le comprara una navaja si encontraba alguna
interesante. El artesano trabajaba en un taller minúsculo,
con todo muy desordenado excepto una vitrina diminuta
donde exhibía tres o cuatro piezas que ya tenía terminadas.
Le compré una de tipo Laguiole, sencilla pero bien hecha,
y nos estuvo explicando el proceso casi más por agradecer
la compra que otra cosa, porque era todo bastante obvio
352
sin más que mirar a su taller y entender un poco las piezas
a medio hacer y las herramientas que tenía repartidas por
todos los rincones.
Recordaba el pueblo más pequeño, más insignificante
de lo que lo vi hoy, y el taller de ese hombre, que hubiera
dicho que era el único comercio, resulta que es solo uno de
una pequeña colección de tiendas pintorescas, como lo es
el pueblo en sí. Es un pueblito con encanto, bien cuidado y
recoleto, ideal para una visita tranquila y un paseo.
He quedado hoy allí con Juanma y Muriel, que están
pasando unos días en la costa y nos apetecía vernos, y a
falta de mejores lugares intermedios en los que reunirnos,
este parecía una buena opción.
Habíamos quedado a las 2, una hora algo tardía para
que nos dieran de comer, así que llevé todo lo que tenía
por casa para poder improvisar un picnic. Ellos venían sin
nada, y les cogió de sorpresa toda la comida con la que yo
desembarqué. Se ve que les hizo ilusión, no tanto porque
nos salvaba la situación o porque la comida en sí les gustase,
sino por el detalle como tal.
Al final fueron más de dos horas de viaje entre la ida y
la vuelta, y no mucho más tiempo allí con ellos. Un esfuerzo
quizás excesivo para tan poco encuentro, pero no es así como
se sopesan estos asuntos de la amistad. Valió la pena, y en
el fondo en estos reencuentros con los amigos lejanos las
distancias tiene un valor distinto. A mí me parecía que en
esa hora de trayecto había hecho mucho más que unos pocos
kilómetros para ir a otro pueblo de esta misma región, casi
como si me hubiera cundido lo suficiente como para llegar
hasta Madrid a verles en tiempo tan corto, y siendo así, el
esfuerzo estaba entonces más que justificado.
En el coche volvía feliz, entretenido en observar esa sucesión de paisajes en metamorfosis desde las llanuras más
abiertas que orillan las Landas hasta este relieve ondulado de aquí. Y pensaba que este momento sin duda habría
que ponerlo en papel, porque aunque no fuese nada especial, aunque fuera tan breve, qué duda cabe que lo había
merecido.
353
***
En este universo nuestro de pocos blancos y negros pero
muchos grises, no tiene apenas sentido afirmar que una
opción siempre es mejor que una contraria, porque lo más
probable es que nos exista una opción contraria sino más
bien solo una alternativa distinta. Ni tal destino es mejor
que otro, ni ese plato más sabroso que este, ni la película es
siempre mejor que el libro. Cada aquel tiene sus ventajas,
y la mayoría de cosas pueden coexistir con sus semejantes
mejor de lo que solemos creer.
A esta cita con el diario falto pocas veces, y traigo
siempre que puedo alguna historia sobre Inés, por una parte
por ser el eje de todo cuanto uno hoy siente, y por otro porque
es para ella para quien voy archivando aquí la memoria de
estos años. Se me podría reprochar, sin embargo, que a
pesar del trabajo que hago con estas notas, apenas le hago
fotografías o vídeos, y le está quedando una historia gráfica
más pobre de lo que podría esperarse. Confieso que soy
perezoso para esas tareas, lo de la imagen nunca fue mi
fuerte. No vamos a negarlo, prefiero las letras y veo esta
colección de ellas como un documento mucho más valioso
que todas las fotografías que pudiera tomar para relatar este
tiempo y la manera en que ella lo vive.
Hoy estaba muy activa desde primera hora. Papá y mamá
han venido a pasar unos días y andaban jugando con ella.
Han traído un cubo lleno de juguetes con una tapa de
plástico redonda, y la tiraban rodando de un lado a otro
del salón, con ella en medio viendo el disco desfilar a su
lado, y eso le hacía mucha gracia. Cada tirada le hacía reír
sin parar, sobre todo si la trayectoria salía algo torcida y
acababa la tapa estrellada contra algún mueble.
Como era tan gracioso verla así, le he grabado un vídeo,
uno corto en el que no deja de reírse y que podría estar
mirándo durante horas, porque tiene esa risa suya tan pegadiza ante la que es imposible que uno no se ría y se sienta
feliz.
Ahora quería escribir esta historia aquí, pero, ¿de qué
forma hacerlo que pueda capturar lo mismo que ese vídeo?
354
¿Como describir la escena mejor que con el recuento exacto
y tan gráfico de la escena misma? Es inútil, no se puede
competir con el realismo de estas tecnologías, y mucho menos
con palabras. Tampoco nos hace falta; aquí a lo que uno
viene es a contar otras cosas, la emoción de ese momento,
lo que se siente al acompasar nuestro reír con el suyo, la
forma en que eso nos hace distintos el resto del día. Todas
esas cosas que no pueden recogerse en imágenes, desde los
orgullos que afloran hasta las tristezas anticipadas al pensar
que esas risas tan desbocadas y puras habrán de ir poco a
poco apagándose.
Con un poco de cada cual, intentamos dejar el mejor
relato de lo que somos y de lo que otros son alrededor de
nosotros. Es este un trabajo como de cartógrafo, porque
nunca se ha de lograr la copia exacta. No existe ni tiene
sentido (salvo en los relatos de Borges) ese mapa a escala
1:1, ni existe tampoco la película o el relato o el poema que
guarde todo lo que se contiene en un instante de nuestra
vida. Estamos, como el cartógrafo, obligados a seleccionar
lo relevante, los accidentes del terreno que quedan sobre la
carta, y a jugar con las líneas y las tintas, con las tramas,
con el lugar exacto en que anotamos un topónimo, todo ello
para intentar lograr la reproducción más fiel pero siempre
deficiente del original en que nos inspiramos. Para que, en
este mundo de muchos grises, podamos hacer más evidentes
esas pocas cosas de la vida que sí son rotundas e inequívocas,
blancas o negras, y sobre las que resulta más seguro construir
lo que venimos siendo.
***
Es curioso cómo, de entre todas esas amistades mías a las
que no les despierta simpatías esto de la vida familiar y los
hijos, y que lucen muy convencidos el hecho de seguir siendo
tal y como eramos hace unos años, la gran mayoría se ven a
sí mismos como gente moderna, contestataria, incluso algo
revolucionaria por el mero hecho de renegar de esta forma
de vida nuestra que juzgan costumbrista y poco excitante.
Nosotros somos los que seguimos la evolución impuesta, lo
355
esperable, y ellos los que se revelan y alargan el tiempo
pasado, ese que era mucho más dinámico y que ahora, bajo
el peso de otras cargas de las que ellos aún huyen, hemos
perdido quizás para siempre.
Y yo pregunto: ¿acaso no es eso, en lugar de revolución,
una resistencia terca al cambio, a ese cambio que nos sucede
con los años según descubrimos paso a paso la vida? ¿Acaso
no es igual esa negación de la edad adulta y sus costumbres
que la de quien no sabe romper con las malas prácticas
de su propia historia, quien mira hacia atrás en lugar de
hacia delante, quien se nombra conservador en lugar de
progresista?
Porque, digamos las cosas como son: Peter Pan no era un
adulto revolucionario, sino un niño conservador con miedo
al progreso.
***
Hablé ayer con Anna por la noche y me dijo que estaba
triste: acababa de saber que su abuela tiene cáncer, algo que
el resto de la familia le ha venido ocultando hasta ahora,
porque ella no quería que la nieta que vive lejos de casa lo
supiera. A la tragedia de la noticia se unía la de la distancia,
esa distancia que, sin contratiempos como estos, era algo
que a ella le resultaba dulce y placentero, pero que ahora le
enseñaba su lado más duro. Siempre se está lejos, da igual
donde estemos, siempre son más las cosas que nos quedan
distantes que las que están cercanas. El bienestar consiste en
quedarse cerca de las que ahora nos importan, pero cuando
el viento de las prioridades vira, nos sabemos de pronto muy
lejos incluso de nosotros mismos, y es ahí cuando el espacio
se nos hace amargo.
Poco podía hacer yo por animarla, porque también hay
distancia entre ella y yo, y a través del ordenador no es fácil
procurar consuelo. Aun así, estuvimos hablando un rato; se
veía que tenía ganas de contarle a alguien las verdades que
esta repentina noticia le ha revelado, a saber: la importancia
de la familia, lo fácil que es perder conciencia de ciertos
vínculos, lo volátil que es el bienestar cuando median lejanías.
356
Se me ocurrió mandarle un texto que escribí en su día y
que hablaba de mi abuelo, porque sé que le gusta a veces
leer estas cosas que escribo, y porque cuando de animar a
alguien se trata, es bueno que quien anima le haga saber al
otro que tiene o tuvo en algún momento un contexto similar,
para que las empatías se pongan de nuestro lado y hagan
más fácil confortarse. Lo leyó y me dijo que le había gustado,
que le hacía sentir bien, y después, curiosa como es ella con
esto del idioma, me mandó un puñado de palabras que no
entendía pero que le sonaban interesantes, para que yo se
las comentara en lugar de ir a buscarlas al diccionario. Y
fue así que, una vez más, acabamos hablando de lenguajes
y palabras y dejamos atrás los temas tristes.
La lista de palabras era la siguiente: recodo, somero,
cabilación, aturdido, jalonar, afligirse, barniz. Pensé según
las leí así todas juntas que es cierto que tienen todas ellas
una sonoridad hermosa, parece mentira la profundidad que
unos sonidos pueden darle a un solo vocablo. Las releí otra
vez con gusto, como las releo ahora, y es asombroso lo
bien escogidas que me parecen, como una lista hecha solo
de palabras bien seleccionadas, aunque en realidad no sea
más que una colección de aquellas más rebuscadas que ella
no entendía. ¿Será que suenan mejor por lo exóticas que
resultan? ¿O será que dejamos sin pronunciar algunas de
las palabras mas bellas y nos quedamos con otras tal vez
más prácticas, menos poéticas pero que acaban siéndonos
más cercanas?
Estuvimos dándole vueltas a estas pocas palabras, ella
aprendiendo los significados y los matices, yo redescubriéndolas y volviendo a leer ese texto mío en el que aparecen, y
en el que ahora tiene una musicalidad distinta. Esta es la
razón por la que el texto compartido con otros se enriquece,
porque cada cual le añade sus perspectivas y da luz o sombra
a la verdad de las palabras, de las frases, de las ideas.
Fue, en realidad, como esa tertulia que dije hace unos
días que echaba de menos alrededor de lo que escribo, algo
más íntima y de andar por casa, pero intensa y reveladora
de igual modo.
Al final, ella parecía algo menos triste, y yo alegre de
357
que así fuera. En este entusiasmo nuestro por los idiomas
del otro, encontramos cada uno siempre un motivo para la
sonrisa.
Es hermoso y reconfortante ayudar así a un amigo a
través de una pasión común. Por un lado, por el amigo
que recupera el tono de sus humores. Por otro, y siendo
ese remedio una pasión que uno mismo guarda, porque nos
tranquiliza saber que lo que a otro le cura podría acaso
servir para sanarnos a nosotros un día.
***
Empiezo a entender por qué estas sesiones de música
irlandesa (ayer tuve una) me gustan tanto y, sobre todo, por
qué me siento en ellas tan cómodo. Es una cuestión más allá
de la música, porque en realidad me hubiera dado igual que
fuesen gentes que guardaran cualquier otra afición similar
a las mías. Lo fundamental es que no es esa afición lo que
ostentan, sino a ellos mismos, personas como otras que por
azar tienen querencias en las que uno también recala.
He tenido pocas aficiones, pero las que he tenido las he
cultivado con gran pasión. No por talento, sino más bien
por insistencia y tesón, he logrado en ellas un nivel más
que aceptable, no suficiente para destacar pero sí para ser
tomado en serio y para que a uno le acepten de buen gusto
en los círculos correspondientes. Y nunca en ninguno de
ellos acabé de sentirme a gusto, había siempre un momento
en el que deseaba volver a mi ocupación solitaria, porque la
incomodidad de no encajar en el grupo era mayor que el beneficio de estar junto a esos otros supuestamente semejantes.
Y siempre me rondaba la paradoja de sentirme más cómodo
en otras compañías que en aquellas de quienes compartían
aficiones conmigo.
Sucede que todas esas aficiones mías más intensas (a
saber: escribir, hacer música) son de tipo creativo, y la
creatividad tiene el peligro de alentar ciertas vanidades y
crear personajes dudosos. Y la sensación que tuve a menudo
fue que esa creatividad, o más bien ese saberse partícipe
de tal ocupación creativa, ocupaba demasiado espacio en la
vida y en la personalidad de esas gentes.
358
Cuando en la universidad empecé a participar en recitales
de poesía, me vi rodeado de personas que se consideraban
poetas por encima de todo, y que así lo hacían saber con su
forma de ser. En lugar de personas que esconden un poeta,
que tienen ese gusto por los versos igual que quien gusta de
pasear por el campo o jugar a las cartas con los amigos (y
siendo una preferencia ni más ni menos honrosa o elevada
que estas), eran poetas con tal vez una persona tras ellas, y
a mí eso de darle primer plano a algo como la poesía, por
encima de la humanidad misma de cada cual, no acababa
de resultarme simpático.
Junto a los poetas más vocingleros, investidos de esos
aires bohemios y arrogantes que parecen gustar tanto en este
gremio, estaban también los poetas silenciosos, los retraídos,
que no hacían alarde de nada salvo su propia introversión.
Estos también son otra especie típica en estos ambientes, y
en el fondo no son tan diferentes de los otros, pues no dejan
de pretender rodearse de un aura distinta, más poética y
mística, aunque más silenciosa. Siguen pretendiendo ser más
poetas que personas corrientes.
Con la música me viene ocurriendo algo similar. Quien
le concede una buena parte de su tiempo a la música tiene
tendencia a asumir que esta tiene unas propiedades casi
mágicas, divinas. Y claro, siendo así, no es descabellado
colegir que aquel que la ejecuta y la considera motor de
su vida ha de ser también alguien especial. Supongo que
este será el razonamiento que explica esa propensión de
los músicos a la vanidad. La mayor parte de los músicos
que he conocido, con independencia de su valía musical (a
veces muy grande), han sido de este tipo; músicos a los
que me gustaría escuchar tocar, pero con quien el trato
directo nunca me resultó estimulante, ni siquiera teniendo
un instrumento entre las manos.
Después están, tanto en la música como en la poesía,
los locos, los amigos del designio cósmico, los que viven en
realidades paralelas y exhiben su anómala condición con
orgullo. Es la lacra de todos los oficios creativos: si en su
historia hubo algún personaje de renombre que fuera poco
cabal, o inadaptado, o histérico, entonces no faltaran quienes
359
crean que es en esa anomalía donde reside la clave de su
genio. Y como es más sencillo fingir la locura que ser un
verdadero artista, tomarán ese camino rápido para creer que
por ello ya merecen ser poetas o músicos del más alto rango.
Lo de este grupo nuestro de las sesiones irlandesas es
diferente, todo mucho más cercano y espontáneo. Es de
suponer que cada cual tendrá sus aspiraciones, si fueran
meros conformistas no tocarían como lo hacen, pero estas
serán de otra forma o, en todo caso, se entenderán de un
modo distinto. Nos reunimos para tocar como otros se reúnen
para comentar sus novedades o para dar un paseo, y dándole
la misma mística a aquello que hacemos que si nuestra
reunión tuviera otro de esos fines. No sé por qué escribir
versos o hacer música le hace a uno más relevante que pasear,
no veo diferencia alguna. Y este debe ser el primer grupo de
gente que, aun siendo músicos, deben entender esta realidad
de esta manera.
Es bueno reconciliarnos con nuestras pasiones, dejar de
pensar que nuestra forma de ejercerlas es extraña y que
quienes las cultivan han de tener siempre esos caracteres
que uno no comparte. Es bueno no sentirse menos parte de
esos universos pasionales, ya sea la escritura o la música o
cualquier otra la tarea donde uno decida dejar sus intimidades. Y aprender que no por discretas y humildes las pasiones
son menos apasionadas.
***
Lo mejor de las celebraciones acontece muchas veces no
cuando estas tienen lugar, sino poco antes, en las vísperas y
los preparativos, en esos momentos previos que van alimentando el espíritu festivo. Es ahí cuando se tiene ya parte del
entusiasmo que el evento le causa a uno, pero aún no las
expectativas ni las cargas, lo que acostumbra a resultar en
una especie de ocasión paralela que no solo completa a esa
cita posterior, sino que incluso la supera. El sentir de esa
celebración futura se infiltra en los días previos y deja ya
sus emociones, y uno las vive con deleite, con imaginación,
de la manera misma que quien parte de viaje y no puede
360
en la jornada previa concentrarse en otra cosa que en las
fantasías de ese periplo que le aguarda.
En Madrid tenía la costumbre con algunos compañeros
de universidad de salir la noche del 30 de diciembre por
el centro, tomarnos algo y disfrutar más o menos como si
fuera un día normal, y al mismo tiempo como si el año
nuevo hubiera ya llegado con un día de adelanto. Esa de
fin de año es una celebración de la que no he sido nunca
muy amigo, tan artificial, tan forzada, y con ese aire de
impostura que le quita toda la espontaneidad a una noche
en que los encuentros se han de suponer naturales y ciertos.
Pero la de la víspera de nochevieja es bien distinta, las
calles tienen ya un espíritu parecido al del día siguiente y
aun así todo es más fácil, los horarios y los precios más
asequibles, las actitudes más distendidas. Sustituíamos la
fiesta de nochevieja por esa hermana suya más, y siempre
lo pasábamos mejor que en la nochevieja, si es que acaso
acabábamos saliendo también ese día.
Algo así sucedió hoy cuando salimos a pasear y en el
pueblo parecía haber ya algo del ambiente de la feria de los
quesos que se celebrará mañana. Iba a ser un paseo más,
íbamos con mis padres pero sin intención de enseñarles nada,
porque ya lo conocen de sobra, y esperábamos no encontrarnos a nadie, como es lo normal. El cielo estaba gris, poco
amistoso, razón de más para que estuviera todo el mundo en
casa y pudiéramos pasear como siempre, desapercibidos y
con esa sensación de que todo el pueblo y todas las carreteras
son solo para nosotros.
Nos encontramos con el alcalde en la misma entrada del
pueblo, bajo el arco. Venía algo preocupado por el tiempo.
Le pregunté si estaba todo preparado y asintió con una
suerte de sonrisa incompleta, como queriendo decir que ya
habían hecho todo lo que estaba en su mano, pero quedaba
aún por resolver la incógnita de la lluvia, sobre la que no
tenían control y que podría arruinarles el evento.
Pasó por allí su cuñada, a la que vemos poco, y por
supuesto el tema del que hablaron fue el de mañana, unas
consultas rápidas sobre la organización, para confirmar que
no quedaban cabos sueltos.
361
Nos encontramos con los ingleses al pasar por delante de
su casa. Se diría que andan apostados en la puerta, sobre
todo él, y cuando oyen alguna voz conocida se asoman de
inmediato a decir algo. Salieron los dos al mismo tiempo, él
con una copa de vino en la mano y casi de un salto, haciendo
una entrada en escena bastante cómica, muy en su estilo.
Puso cara de sorprendido al ver que no eramos solo nosotros,
sino que también venían mis padres, pero continuó con su
discurso y sus aspavientos habituales como si nada. Nos
presentaron a su hija, a la que no conocíamos aún, y que es
de suponer que haya venido para estar aquí mañana. Con
más gestos que palabras nos hicieron saber que habría una
demostración de esquilado a media mañana, con tres ovejas,
como si eso fuera el momento estelar de la jornada, o quizás
porque ellos participaban en ello.
Estaba en la calle también Silvie, algo nerviosa y excitada dando los últimos retoques a la especie de performance
que planea hacer. Va a poner un puesto en el que, en lugar
de vender nada, ofrecerá una ruta por el pueblo y los alrededores, explicando la historia y algunos detalles que conoce
sobre ciertos rincones, sobre los paisajes, sobre orígenes de
esos acerca de los que nadie inquiere pero que al conocerlos siempre resultan interesantes. Lo contaba todo con una
emoción nada contenida, y hablaba del trabajo que le ha
costado recopilar esos datos, un trabajo paciente, largo, pero
que repetía una y otra vez que había sido lo más interesante
de todo el proceso.
Tiene encanto ver la pasión con la que se toma este
cometido, sin otro fin que el de enseñar a unos cuantos
desconocidos las curiosidades de esta tierra suya. No me
había parecido antes alguien muy sentimental en ese aspecto,
tal vez porque vive la mayor parte del año en París y porque
no aparenta tener con este territorio los mismos vínculos
que el resto de los que han nacido y viven aún aquí. El suyo
es, según creo entender, un apego a la tierra más similar
al mío, menos visceral, más reflexivo, quizás también más
abstracto. Pero sigue siendo —y eso salta a la vista— una
relación intensa, y no importa cuáles sean las raíces de un
apego, este acaba manifestándose del mismo modo si es que
362
tiene la magnitud suficiente.
Se notaba en todo el mundo la ilusión que había en esa
antesala de la fiesta grande del pueblo, pero eramos solo los
de aquí quienes estábamos, aún sin toda esa gente que viene
a darle color y energía a estas calles pero también a llevarse
nuestra intimidad por unas horas. Ahora nos quedaba aún
esa intimidad, y pasear por el pueblo y hablar con los vecinos
era algo así como asistir al ensayo general de una obra antes
de su estreno.
Seguimos nuestro paseo, y al salir del pueblo ya era todo
igual que siempre, la carretera vacía, como si nada fuera a
ocurrir mañana.
[...]
La fiesta de los quesos salió redonda. El preludio tan
dulce de ayer era una señal acertada de lo bien que resultaría
el día de hoy. El tiempo no deslució la jornada y el pueblo
estuvo lleno desde primera hora de puestos y de gentes
curiosas, con un ambiente inmejorable.
Paseábamos por las calles entre la gente, igual que ayer
cuando todo estaba por llegar, y nos íbamos encontrando
conocido tras conocido, saludando brevemente a unos, charlando tranquilamente con otros. Es agradable verlos a todos
así, poco a poco, apareciendo entre la masa de desconocidos;
a uno le parece que tiene más amistades de lo que creía.
Había música en la plaza, con varias gaitas, banjos y
acordeones. Era la misma música folclórica de otros años,
pero con más músicos esta vez y con mejor disposición, y no
pararon de tocar en toda la mañana. Christine, que estuvo
todo el día de un lado a otro y se veía de lo más contento,
no dejó de repetirme que al año que viene debería tocar yo
también.
La que más disfrutó de todo fue una vez más Inés, a la
que tuvimos danzando arriba y abajo de la calle sin descanso.
A ratos en brazos y a ratos andando entre la marabunta,
disfrutaba cada momento y encontraba siempre algo en lo
que divertirse. El esfuerzo le pasó factura y luego a la tarde
se la veía cansada, y después de cenar cayó dormida mucho
antes que otros días.
El día fue una pequeña vorágine de cosas diminutas,
363
todas ellas bien simpáticas, de las que al final uno acaba
sacando no otro conjunto de pequeñas anécdotas o aprendizajes, sino una sensación global de bienestar que obedece a
todas ellas al mismo tiempo. Eso es lo que queda ahora, en
la resaca de esta jornada: la paz de volver a las rutinas y el
sosiego de ese extraño abismo humano en que se sabe que
tal actividad no habrá de repetirse hasta dentro de un año.
***
De las conversaciones que tengo por internet con mis
padres, las más intensas y dulces son las que tienen lugar
después de habernos visto, ya sea que fueran ellos quienes
vinieran a visitarnos o nosotros quienes hiciéramos lo propio.
No es que estemos más sensibles tras del encuentro, tampoco
es que tengamos más cosas que contarnos. La razón detrás
de esta ternura no es otra que la culpa, ese sentimiento de
culpa con el que concurrimos siempre a la primera llamada
después de haber estado juntos.
Se hace más difícil convivir a medida que pasa el tiempo,
y dejar de lado el papel de padres e hijos no parece posible
incluso cuando hace ya años que no es necesario representarlo.
No hay nada de que avergonzarse, es algo lógico, aunque
no por ello ha de ser bienvenido. Sucede así que, al final
de estos encuentros, que aunque hermosos acaban siempre
por ser algo tensos y agotadores, uno siente el alivio de la
despedida y es como quitarse un peso de encima. Pero como
esa despedida es siempre cordial, sucede también que al
instante llega el arrepentimiento, y entonces uno cuestiona
sus sensaciones, piensa que no debería ser así y que debería
saber compartir su espacio con otros de modo más amistoso,
sin que este final le procurara ningún consuelo, sino más
bien algo de tristeza. Se arriba así al próximo contacto, a esa
llamada que se hace cuando cada cual ya está en su propio
hogar, cargados de culpa, y la conversación es una especie
de reconciliación entre dos bandos que se siente culpables
de no haber sabido disfrutar como debieran el tiempo que
acaban de pasar juntos. Y la contrición se torna en esa
dulzura de las palabras, en mensajes tiernos, más cuanto
más remordimiento sea el que se guarda.
364
También lo que uno escribe se hace más cálido, porque
lo que nos contamos a nosotros mismos refleja igual las
pesadumbres, sobre todo aquellas en las que, como sucede
con los remordimientos, creemos habernos fallado a nosotros
mismos. Lo vengo a escribir aquí para que quede bien clara
mi convicción de que es afortunado seguir siendo padres
e hijos, hijos y padres, no como una forma de expiar el
pecado, sino de asumir esta realidad en la que, más allá
de las inconveniencias que la edad hace inevitables, sigue
quedando el poso de los afectos que siempre nos hemos tenido
y que es más que probable que siempre sigamos teniéndonos.
***
La primera vez que la vimos fue en la biblioteca, de la
que se encarga los lunes y jueves un par de horas por la
tarde. Debíamos llevar ya al menos medio año aquí, pero
no habíamos ido nunca en esas horas en que está abierta, y
aquel día nos cuadraron mejor los horarios y le hicimos una
visita sin más interés que el de curiosear un poco. A la mujer
se la veía aburrida, lo lógico si se tiene en cuenta la poca
gente que pasa por allí a interesarse por los libros, la mayoría
de los días probablemente nadie en absoluto. Nos estuvo
haciendo algunas preguntas y comentándonos algunas de
las las ultimas adquisiciones, libros nada recientes, de poco
interés, pero a falta de mejor conversación ella se deleitaba
en recitarnos el catálogo por saber bien cumplida su labor,
y nosotros escuchábamos sin demasiado entusiasmo.
No sé si nos llevamos muchos libros o no, pero al volver
a casa Emilie y yo nos preguntábamos de dónde sería esa
mujer, porque no recordábamos haberla visto antes por el
pueblo. Creo que nos daba algo de pena el verla allí sola,
entregada con un entusiasmo extraño a esa biblioteca tan
pobre y malograda, y más aún porque suponíamos, quien
sabe por qué razón, que no sería del pueblo y que ese trabajo
era entonces menos fructífero aún para ella misma.
A partir de ahí empezamos a verla de vez en cuando
por la calle, un día paseando, otro en coche, y se paraba
siempre a saludarnos e invitarnos a pasar de nuevo por la
365
biblioteca. Para cuando nació Inés, esos encuentros fortuitos
comenzaron a prolongarse algo más, por aquello de que un
bebé favorece siempre el contacto y la charla ligera, y con lo
poco que nos contaba o creíamos entender en sus palabras,
Emilie y yo jugábamos a investigar su vida y tratar de
desvelar los vínculos que la traían a esta ocupación suya.
Hoy por fin hemos desentrañado el misterio, que ni era
misterio siquiera, porque podríamos haberlo resuelto con
una pregunta, pero que no lo habíamos hecho, quizás porque
era más divertido jugar a pesquisar que saber las respuestas
de ese modo. El caso es que el alcalde llamó hace unos días
para preguntarle a Emilie si estaba interesada en recuperar
un enjambre que se había instalado en casa de sus suegros.
Dejó un mensaje en el contestador diciendo que, de ser así,
llamásemos al teléfono que nos daba, de la familia Dubocs, y
preguntáramos por Mireze. El mensaje era muy conciso, pero
bastaba para lanzar toda una colección de imaginaciones y
cábalas, como así sucedió.
Por una parte, nosotros sabíamos que los Dubocs eran
los dueños del palacio, la casa más grande de todo el pueblo,
pero conocíamos de ellos no más que el apellido, que es lo
que puede leerse en el buzón de la puerta. No habíamos
visto nunca entrar o salir a nadie de ese edificio, y aunque
las ventanas estaban a veces abiertas y otras veces cerradas,
ni siquiera teníamos la seguridad de que alguien viviera allí.
Pudiera ser que alguien se encargará de mantener la casa y
viniera solo algunos días, labor lo suficientemente sigilosa y
discreta como para que nunca nos hubiéramos topado con
quienquiera que la llevase a cabo. Ahora parecía confirmarse
que la casa estaba habitada, y que los inquilinos tenían
relación familiar con el alcalde.
El otro asunto curioso era que Mireze fuera el nombre
de la suegra del alcalde, porque es así como se llama la
mujer de la biblioteca, y este no es un nombre muy común.
En esas elucubraciones nuestras, la habíamos postulado en
alguna ocasión como posible encargada del mantenimiento
del palacio (si es que esa había de ser la hipótesis correcta
sobre la naturaleza de sus habitantes), por alguna frase que
había dicho acerca de este y porque nos parecía factible que
366
esa labor fuera la excusa para acabar ocupándose ya de paso
de la biblioteca del pueblo. Lo que no pensamos nunca, qué
ocurrencia más disparatada, es que la casa fuese suya.
Y es así que allí teníamos, en un mensaje de unas pocas
palabras, la solución inesperada a nuestro rompecabezas
sobre esa mujer y sobre los inquilinos del palacio: la casa
pertenecía a Mireze, que resultaba ser además la suegra del
alcalde.
Los cabos, que duda cabe, eran fáciles de atar, pero la
historia nos resultaba tan inverosímil que no acabábamos de
verlo claro. Era un desenlace anodino; lógico y perfectamente
factible, pero anodino. Cuando uno lleva ya un tiempo
asignándole a los demás un cierto papel, que de pronto los
hechos vengan a negarle sus suposiciones se hace difícil de
asumir. Nos vamos haciendo imágenes de los otros, juicios
siempre sesgados, y estos no tienen por qué encajar en lo
que realmente son.
No se nos habría ocurrido nunca pensar que esa mujer
podría tener esa casa, con el aspecto triste y deslucido que
siempre lleva encima. No es cuestión de apariencias, es más
bien de profundidades: a esa casa la sabemos con historia,
con bagaje, y es difícil imaginarle a ella algo semejante.
Somos duros en nuestros juicios, a veces aunque ni siquiera
nos demos cuenta de ello, solo por negarle en nuestra fantasía
a alguien un rol que bien podría ocupar si no fuera por
nuestras presunciones.
Tampoco habríamos imaginado, quizás menos aún, que
fuera la madre de Veronique. No cabe imaginarse dos mujeres
más distintas. A la madre de Veronique la suponíamos en
todo caso más similar a Paulette, la madre de Bernard, con
esa vitalidad y ese desenfado tan suyos, pero ya se sabe que
en esto de los parentescos a veces uno hereda lo obvio y más
visible, y otras sin embargo los parecidos son mucho menos
evidentes.
Para terminar de dar por buena la historia, Emilie le
ha preguntado a Christine, quien ha confirmado que en
efecto todo esto es cierto. Lo dijo como si fuera algo nada
sorprendente, como de hecho es salvo para quien se ha dado
367
a elucubrar al respecto con poco acierto y acaba creyéndose
sus propias invenciones.
Lo curioso de todo esto es que la próxima vez que la
veamos la seguiremos tratando como siempre, quizás incluso
imaginándole esa misma verdad errónea. No la sentiremos
más parte del pueblo, tampoco nos resultará más cercana
a pesar de saber que Veronique, por quien sentimos una
simpatía mucho mayor, es su hija. Cada cual es quien es, y
lo que uno mismo no comunica con su persona tiene poco
valor en el balance que otros hacen de él.
A no olvidar: somos lo que podemos llevar con nosotros.
Nos guste o no, las posesiones o las circunstancias que uno
tiene fuera de sí acaban por no importar demasiado cuando
se trata de afectos.
***
Hoy dimos Inés y yo un paseo muy tranquilo, mucho
más que de costumbre. Íbamos a un paso extremadamente
lento y nadie decía nada, nos pasamos todo el camino en
silencio, cada cual con sus cosas en la cabeza y sus miradas,
porque, eso sí, íbamos los dos mirando con detalle, girando
la cabeza a cada cosa que veíamos.
Soplaba un vientecillo muy agradable, en el límite entre
la brisa gustosa y el viento que ya se hace incómodo. Había
movimiento de hojas, de hierbas, de animales; los escarabajos
cruzaban la carretera y, al paso que íbamos, nos daba tiempo
a verlos hacer casi todo su tránsito. No había en todo el
paisaje animales más reposados que nosotros.
Andábamos como abducidos, absortos en nuestras diatribas, a un ritmo lentísimo, meditabundo. Podríamos haber
seguido así quién sabe cuánto tiempo, en ese andar mecánico,
de no ser porque también nuestro recorrido era mecánico
y habíamos cogido por inercia una de las rutas habituales,
y el camino nos devolvió a casa sin que casi nos diéramos
cuenta.
Al llegar, Inés volvió a sus locuras y sus juguetes y sus
caprichos, y yo a la tensión de intentar trabajar algo y
vigilarla al mismo tiempo. Se nos fue toda esa calma en un
368
instante. Pero allí fuera, a solo un paso, seguía aún el mismo
remanso de tranquilidad en el que habíamos navegado.
Reto a cualquiera a que encuentre una tierra con tanta
paz y descanso como esta.
***
Hay una hora a la que el cielo tiene una profundidad
distinta, mucho más lejano que en ningún otro momento.
Sucede en los días despejados, justo en el último estertor
del sol antes de que todo caiga en la negrura. Si es antes, la
luz aún es demasiado clara y el firmamento no tiene relieve,
las distancias allá arriba no pueden aún resultarnos abisales.
Si es más tarde, el cielo ya no existe, es un vacío negro que
no acertamos a emplazar ni mensurar su lejanía. Pero en
ese momento exacto entre ambos, antes de que vire el día
hacía la noche y si no hay nubes ni luna que lo impidan, se
tienen unos pocos minutos en que puede mirarse más allá
que de costumbre, como si nos dieran más volumen a esta
parte del universo que sentimos nuestra, menos sideral y
más tangible.
Hoy cuando salí a llevar la basura era exactamente ese
momento: el tono justo en el cielo y esa sensación de profundidad tan marcada. Se veían solo un par de estrellas, las
más brillantes, más insignificantes que nunca en ese azul
tan oscuro. Esto sucedía hacia el este, por donde empieza
la noche a engullir el mundo, pero en el oeste, donde el sol
acababa de perderse, aún ascendían unas gotas de luz, y
el horizonte tenía colores distintos en cada esquina. Estuve
mirando en derredor un par de minutos, las estrellas, las
siluetas que iban desapareciendo, y cuando quise darme
cuenta ya era de noche y todo era ya como en un instante
nocturno cualquiera.
El tiempo, como el espacio, está lleno de rincones secretos;
son esquivos, duran muchas veces no más que unos minutos,
regresan con periodicidades extrañas, pero es en ellos donde
se guardan algunas de las verdades más fundamentales. Por
eso, la mejor manera de descubrir la vida no es siempre andar
viajando o salir al encuentro de las realidades distantes, sino
369
a veces sentarse a mirar una y otra vez las mismas estampas
nuestras, a la espera de ese instante en el que habrán de
verse de otro modo.
***
Se confirma que tendré que leer algo en la boda de Paula.
La ceremonia no estará completa sin que alguien diga unas
palabras, y al parecer han decidido que esa tarea recaiga
sobre mí. Esas palabras, por otra parte, siguen pareciéndome igual de esquivas que la última vez que consideré esta
circunstancia y vine aquí a escribirlo, o quizás más aún. Lo
único que ha cambiado es que ahora es una realidad más
cierta, y que el mandado es, por tanto, más irrevocable, sin
importar que uno no se sienta capaz de salir del apuro de
manera tan holgada y limpia como quisiera.
***
Nos habíamos olvidado de la fecha y a punto estuvimos de
perdernos la ocasión. El evento vino anunciado, como suele
suceder, en un papel pequeño y poco llamativo, apenas unas
pocas frases mal escritas. De tan parco que era, ni siquiera
contaba con detalle todo lo que la celebración incluía, y
se limitaba a decir que hoy a partir de las 8 de la tarde
se celebraría la noche de San Juan y habría un fuego en
el pueblo, además de una pequeña actuación de la coral.
Olvidaban decir que todo esto se acompañaría de comida
y bebida, lo cual es de suponer que habría aumentado la
afluencia. Creo que habría que darle algo más de color y
vida a esos avisos, porque uno acaba acudiendo solo por
aprovechar las ocasiones así, que son pocas, pero podría
decirse que anunciadas de este modo casi pierden interés,
como si el papel tan deslucido y pobre fuera una mala señal
y no invitaran a participar.
Fue Emilie la que se acordó del evento cuando salió a dar
un paseo y vio que la entrada al pueblo estaba cortada con
una valla. Me lo dijo al volver a casa y decidimos pasarnos
a ver de qué trataba la cosa, con poco entusiasmo, más bien
por tener algo que hacer en esta tarde de viernes.
370
Resultó que la convocatoria había sido todo un éxito
y había más gente que en ningún otro encuentro que yo
recordase. Estaba casi todo el pueblo, además de los de
Mirannes, que celebran esta fiesta conjuntamente con el
nuestro. También estaban los de la coral, que debían ser una
treintena, y que tal vez hubieran traído a algunos conocidos.
En conjunto, muchos mas de los que preveíamos y mucho
más animados; fue una sorpresa encontrar algo así cuando
esperábamos que fuera a ser no más una reunión rápida y
poco menos que anecdótica.
El coro empezó a cantar al poco de llegar nosotros. La
gente guardó silencio las dos primeras canciones, pero después fue subiendo el tono de las conversaciones y nadie
prestaba atención, si acaso para un aplauso tímido al final
de cada tema, sin siquiera dejar de hablar. Era un coro
con ilusión, no cabe duda, pero no encajaban mucho en esa
circunstancia. Y en honor a la verdad se ha de decir que no
eran especialmente buenos: las canciones sonaban blandas,
sin fuerza, aburridas después de haber escuchado un par de
ellas. El inglés no perdió la ocasión para demostrar la poca
simpatía que le tiene a la directora del coro, vecina suya
(y nuestra), y antes de terminar la primera pieza se acercó
a nosotros y comentó que la música le parecía «fúnebre».
Curioso que, con el poco francés que sabe, esta palabra la
conozca. Yo creo que traía el comentario preparado de casa.
Vino hacia nosotros y lo comentó en voz baja, discretamente, algo raro para él, que acostumbra a hacer aspavientos
con cualquier cosa que dice. Lo dijo con una sonrisa entre
dientes, deleitándose en la crítica y satisfecho de compartir
con nosotros esta opinión, a sabiendas de que ni Emilie ni
yo le tenemos a ella mucho apreció y pensamos como él, si
acaso con algo menos de inquina.
Su mujer se unió rápido, también con poco entusiasmo
por la labor de la coral pero sin hacerlo tan patente. Me
hicieron una propuesta de lo más inesperado: quieren que
toque el violín para el espectáculo que organizan todos los
años en la capilla de Saint Jean dÁngles. Es un representación teatral en inglés de alguna obra de Shakespeare, con la
que congregan a la comunidad inglesa de los alrededores y
371
sacan algo de dinero que utilizan en la reconstrucción de la
propia capilla. Al parecer me han oído tocar en uno de esos
raros días que he salido al jardín con el violín, y no podían
dejar pasar la ocasión de preguntarme si querría participar
en su espectáculo, quizás tocando algunas canciones en el
entreacto. Me lo pidieron con gran emoción, incluso ella se
puso expresiva y gesticulante para dar énfasis a la petición,
como si creyeran que yo necesitaba esa clase de halago tan
visual para aceptarla. «Cést charmant», decía ella refiriéndose supuestamente a mi música, con ese acento inglés tan
cerrado que tiene, de una forma que era de por sí bastante
entrañable, bastante charmante. Me cogió tan desprevenido
que dije que sí sin mucho pensarlo, y esto les alegró mucho.
La invitación tiene tanto de ilusionante como de frustrante. Mas de media vida tocando la guitarra y no me ha
sucedido algo así antes; ni siquiera ellos mismos, que también
me habían oído tocar y en alguna ocasión habían comentado
en forma de cumplido cuánto les agradaba hacerlo, habían
pensado antes en darme un lugar en su espectáculo. Y ahora
sin embargo, después de apenas dos meses con el violín,
esto parece resultarles mucho mejor y se apresuran a contar
conmigo. No se puede luchar contra lo que los demás ven en
lo que hacemos, y mucho menos hacerles entender la valía
de nuestras creaciones o nuestros logros.
Estaré allí tocando en esa fecha, porque es más el placer
de hacerles un favor y contribuir a mi manera en su trabajo,
que la incomodidad de aceptar un encargo que me queda
indudablemente grande, pero la extrañeza sigue estando ahí
de un modo u otro.
Mientras ellos se regocijaban en la noticia y me contaban
los planes que tienen para gastar el poco dinero que recaudan
con esta actividad suya, me dio por pensar en el coro. Me
entró una cierta empatía, porque no deja de ser su situación
similar a la mía, cada cual actuando con su música. Claro
está que, según si ellos se asemejan más a mi yo violinista o
a mi yo guitarrista, la consideración es bien distinta.
Si fuera que llevan apenas unas semanas practicando
este arte del canto y dan este concierto porque alguien los
considera merecedores de tal distinción a pesar de todo,
372
entonces no debiera uno sentirse culpable por la falta de
atención. El respeto lo merecen, por supuesto, pero no se
puede culpar a alguien por no entusiasmarse con un trabajo
pobre, sobre todo si esta pobreza no es por culpa de una
limitación de quien lo ejecuta, sino simplemente por falta
de tiempo y dedicación, que estas cosas tienen fácil solución
sin más que esperar y seguir esforzándose. A mí no me
importaría si así fuera en mi concierto de violín, sería de
una presunción enorme pretender que han de escuchar a
un principiante con la misma devoción que a un experto.
La condescendencia es peor obsequio para un artista que la
simple falta de atención.
Por el contrario, si acaso es que en este coro hay alguien
con más experiencia y talento (que de seguro lo habrá,
soterrado entre las voces menos diestras), uno al pensarlo
se siente algo mal por no dedicarle toda la atención que
quizás merezca, porque esto entre músicos se sabe, se da
uno cuenta de inmediato quién de entre el público es capaz
de apreciar lo que uno hace, quién es el que escucha con
criterio distinto, escrutador al tiempo que sincero.
Acabado el concierto (y la bebida que se servía al mismo
tiempo y en la que todos ponían más afán), se pasó a la
comida: unas piezas enormes de paté y unas bandejas de
salchichas. Los otros ingleses del pueblo, los que viven fuera y andan siempre ocupados cortando la hierba, estaban
también por allí, muy dicharacheros, yendo de conversación
en conversación a pesar de que apenas saben unas pocas
palabras en francés. Se les veía con más ánimo de socializarse
que otros días. En las jornadas de jardinage no acostumbran
a quedarse a la comida, se van en cuanto el trabajo concluye. Alguien comentó una vez que los dos eran vegetarianos
muy estrictos, y que preferían volverse y tener su dieta bajo
control en lugar de quedarse comiendo con los demás, donde
a cada instante alguien va a intentar convidarte a una pieza
de foie gras o algo peor (peor para su punto de vista, entiéndase). Nos pareció una explicación razonable y les pusimos
un aura de gente algo extravagante, a sumar a su ruidosa y
evidente obsesión con las cortacespedes, aunque no por ello
dejaron de parecernos de lo más simpático. Hoy le hemos
373
visto a él comerse sin miramientos un par de salchichas y
una buena rebanada de pan con paté, así que esta teoría,
que ahora no sabemos bien de dónde venía, ha quedado
desmentida. Poca diferencia en cualquier caso: nos siguen
resultando un punto extraños e igual de agradables que
antes.
Cuando ya habíamos saludado a todo el mundo y tenido
con cada cual nuestra pequeña charla, nos retiramos para
casa porque no sabíamos muy bien cómo continuar la noche.
Parecía que todos estaban enfrascados en sus conversaciones, que seguramente serían tan superficiales como las que
veníamos de protagonizar nosotros, pero en las que daban la
impresión de estar entretenidos. Por alguna razón, a nosotros
nos apetecía algo más intenso, más profundo, arrancarnos
tal vez a hablar de cosas sustanciosas con alguien cercano,
y la idea de continuar con la cháchara ligera se nos hizo
poco apetecible. Podríamos habernos acercado a alguien,
conocido o no, y haber hablado de cualquier cosa, o entrar
al abordaje en cualquiera de esas pláticas que sucedían ante
nosotros, y a buen seguro habríamos sido bien recibidos. En
su lugar nos quedamos mirando como si se tratase de una
función, y cuando nos cansamos de hacerlo nos marchamos
sin que nadie se diera cuenta.
***
No hay virtud más difícil de poseer que la coherencia.
Llegados a un cierto punto, todos le somos infieles a nuestra
historia, a lo que en otro tiempo pensamos o dijimos. Estamos hechos de contradicciones, algunas aceptables porque
la evolución no puede suceder de otro modo, y otras más
imperdonables en las que verdaderamente podemos encontrar una traición a aquel que somos. Y más difícil aún que
mantener ese respeto para con nuestro pasado es admitir
que no se fue capaz de hacerlo, negar limpiamente nuestro
pensamiento de entonces o de ahora y aceptar el error, lo que
viene siendo como pedirnos perdón con elegancia a nosotros
mismos.
Estos días anda el panorama político en España bien
poblado de incoherencias. En la resaca de las elecciones
374
autonómicas, quienes pasan de la oposición al poder o del
poder a la oposición dejan cada día buenos ejemplos de ello:
le piden al otro lo que no hicieron ellos mismos, le recriminan
lo que ellos hicieron, reivindican como fundamentales valores
que hasta ayer mismo ignoraban. Es muy teatral, no ya
por las poses fingidas y el gusto tragicómico de algunos
políticos, sino porque este mundo de la política resulta ser
como una película o una obra de teatro, donde a través de
palabras altisonantes, histrionismos y escenas forzadas se
consiguen mostrar las verdades de la vida de un modo más
evidente. Uno mira el panorama político de estos días y
tiene allí un ejemplo exagerado de lo inasequible que es el
reto de ser coherente, y a decir verdad solo espera que sus
contradicciones no sean tan bochornosas como las que ahora
contempla.
En política, resulta hoy casi imposible proclamar algo sin
que nuestra propia hemeroteca venga luego a desdecirnos.
La lucha política se hace hoy en los archivos, silenciando
los propios y escrutando los ajenos en busca de esas incoherencias inevitables. Pero en lo personal, donde no hay
rival que pretenda sacarnos los colores, las incoherencias
pasan desapercibidas y no nos damos cuenta de las veces
que renegamos de nuestras propias verdades anteriores. Y
sin embargo están ahí, menos obvias pero igual de verídicas,
para que, si así lo deseamos, sepamos que de este pecado de
no ser coherente no hay quien se libre.
Todo cuanto sabemos lo aprendimos casi siempre más
tarde que pronto. Y mucho de cuanto pensamos lo creíamos
en otro entonces equivocado. La lección de hoy debiera ser,
pues, que lo más probable es que no estemos preparados
para dar lección alguna.
***
Hay quien toca un instrumento para ser popular o ganarse con él el favor de ciertas amistades, para tener un grupo
y que a uno lo admiren los demás, o incluso, como confesó
en cierta ocasión Eric Clapton hablando de sus orígenes musicales (y que a buen seguro muchos otros músicos podrían
375
hacerlo de igual modo), simplemente para ligar, por aquello
de la erótica del escenario. Yo he escrito ya muchas veces
sobre la música como forma de comunicación y vínculo, como en esas sesiones irlandesas en que participo últimamente.
Existe, no hay duda, un lado social de la música, ya sea
con uno u otro enfoque, y ya sea que se busque uno u otro
objetivo con ello.
A veces, sin embargo, pienso que la música más que
compañías me ha procurado soledades, porque este es un
oficio solitario a fin de cuentas, y si bien uno es capaz con
esa música de unirse a otros y entenderlos mejor, saberse
a solas es parte también del juego para quien se vincula
por igual a un instrumento, a una costumbre así tan íntima,
a otra forma de expresar lo que se guarda. Son soledades
estas siempre inocuas, por cuanto suelen ser buscadas y
recibidas sin daño, pero no dejan de ser soledades, y allí
están como tales, ejerciendo su peso en el recuento final. Yo
me he sentido en ocasiones muy solo tocando mi guitarra,
es un hecho incontestable.
Me había invitado Michael a tocar en el bar durante la
fiesta de la música, que se celebraba hoy, y para la que tenía
preparada una sesión espontánea, nada serio. Le dije que
pasaría a media tarde si podía, y si había hueco haría un
pequeño concierto yo con mi guitarra. Cuando llegué había
un grupo tocando en la calle y solo un par de mesas con
gente escuchándoles. Tocaban canciones tranquilas, la chica
que cantaba tenía una voz muy dulce, y pensé que era buena
señal, porque si después iba a tocar yo sería una transición
natural entre su estilo y el mío. Al otro lado de la calle debía
haber unas cuarenta personas en las mesas del restaurante,
terminando ya el postre y el café a esa hora. No parecían
especialmente interesados en la música. Michael me sirvió
una cerveza y me senté a escuchar.
Para cuando el grupo terminó de tocar, las mesas del
restaurante estaban ya todas vacías y en una de las del bar
habían pedido la cuenta y estaban a punto de irse. En la
otra quedaba una pareja con unos niños, que resultaron
ser amigos de los del grupo. Es decir, que no me restaba
376
como público más que los músicos que acababan de dar su
concierto y su par de conocidos.
Con ese panorama, y siendo la cosa tan poco formal,
no era necesario tocar, podía quedarme tranquilo a tomar
otra cerveza o volverme a casa, pero ¿qué razón había para
no sacar la guitarra? ¿Acaso era mejor estar allí sin nada
que hacer? Sin llamar mucho la atención, me puse a tocar
como si tal cosa. A algunos pareció cogerles de sorpresa y
dejaron alguna mirada extraña, otros no hicieron caso, y a
la mayoría parecía importarle lo mismo que el concierto de
antes, ya fuera mucho o poco.
Desde la mesa de los músicos, me echaban algunas miradas curiosas y aplaudían al final de cada canción, y uno
de ellos (el guitarrista del grupo, no podía ser de otro modo) cogió su silla y se sentó muy cerca, y cuando paré un
momento de tocar se arrancó a hacerme algunas preguntas.
Acabó trayendo su propia guitarra e improvisamos algo que
la verdad es que sonó muy poco inspirado. Después volvió a
su mesa y yo seguí tocando. Michael me puso otra cerveza en
la mesa, animándome a que la música no parase; cualquiera
diría que esperaba que mi labor acabara por atraer más
clientela, por muy poco factible que eso pareciera.
Tardaron algo más de una hora en irse; tuvieron que
recoger todo su equipo y entonces me quedé más a solas,
ahora ya sin audiencia alguna. Lo hacían todo con cuidado, sin hacer ruido, menos aún que cuando antes estaban
sentados charlando, y toda la acústica de la plaza era mía:
las reverberaciones pacientes de las piedras, los silencios de
todas las cosas que habían dejado de suceder para que yo
pudiera escucharla así.
Yo mientras tanto tocaba ajeno a todo, de la misma
manera que quien se acoda en una barra a beber un trago y
lee una revista o curiosea algo en el móvil, como si nada de
lo que sucede a su alrededor le preocupase y, por supuesto,
como si a nadie de los que le rodean le importara lo que él
mismo hace. Sentía una soledad completa, absoluta, una de
esas soledades públicas tan acuciantes que le llegan a uno
cuando pasa a solas más tiempo del necesario en un lugar
concurrido, a la vista de otros que no alcanzan a hacerle
377
compañía. Y era, claro está, una soledad obsequiada por
la música, por mi propia música, porque a cuento de qué
iba uno a pasarse la tarde allí en la terraza de un bar sin
conocer a nadie, en lugar de estar en casa u ocupándose en
algo distinto, menos solitario.
Llegó un grupo de cuatro personas, tres hombres y una
mujer, justo cuando los otros estaban apunto de irse. Les
dieron el relevo y no fueron muy distintos para conmigo: un
poco de interés curioso, aplausos de vez en cuando, alguna
que otra palabra agradable. Cuando le hube dado toda la
vuelta a mi repertorio y ya no tenía más ganas de tocar, les
dije adiós y me fui de vuelta a casa.
—Gracias por la música, camarada —dijo uno de ellos
al verme recoger.
Unas soledades sirven para descubrir otras, y aun ya
sin la intimidad de la música, el pueblo se veía solitario,
abandonado, como por otra parte lo está cualquier pueblo
pequeño y perdido en una tarde calurosa de domingo. Las
soledades nos llevan de la mano a otras, no nos dejan escapar
hasta que encontramos otro vacío que continúe su labor, y
al encuentro de esta soledad musical vino la soledad de los
pueblos desiertos en el camino de vuelta, de las carreteras
y las campiñas llenas de olvidos, la desolación tan verde
y fotogénica de estos paisajes. Se me hizo largo y triste el
regreso, me volvía antes de lo que había previsto pero parecía
que hubiera estado fuera más tiempo del que debiera.
Cuando aparqué el coche, me fije en el buzón y en cómo
la etiqueta con nuestro nombre se veía muy marcada, con
las letras bien perfiladas. El sol se va comiendo el color poco
a poco, y Emilie se encarga de repasar el texto de vez en
cuando, escribiéndolo de nuevo. Supongo que habría hecho
esto hoy, o quizás hace ya un par de días y yo no me he
dado cuenta hasta hoy. Decía «Famille Olaya Bourgade».
Me pareció entrañable; se me quitaron las soledades de golpe
solo por ver así escritos nuestros apellidos, uno junto al otro
y junto a ese «famille» que sonaba tan dulce. Cuánta catarsis
pueden darnos los símbolos más simples.
A veces pienso que la música me ha dado más soledades
que compañías, sí, y son soledades en cierto modo hermosas
378
y algo dulces, sin amargor. Pero también de estas soledades
satisface siempre escabullirse, porque la soledad es como
sumergirse en el mar conteniendo el aliento: ya sea que
uno vea corales o aguas turbias, lo más reconfortante e
imprescindible es salir a la superficie a tomar aire.
***
He tenido dos sueños recurrentes en mi vida, los dos
relativamente recientes. El primero era bastante ridículo, lo
tuve hasta no hace mucho y se repetía con cierta frecuencia.
Me imaginaba a mí mismo de nuevo como estudiante universitario, pero uno que ya creía haber acabado la carrera y
descubría de pronto que todavía le quedaba la mitad de ella
por delante. Ya digo que suena ridículo, pero esto me causaba una gran angustia, más que nada por la enorme pereza
que me daba enfrentarme de nuevo a todas esas asignaturas
más tediosas del final de la carrera, y me veía sin fuerzas para volver a completar de nuevo todo ese trabajo. Acabamos
una etapa y podemos embarcarnos en otra aún más ardua y
costosa, pero repetir de nuevo la precedente provoca siempre
una desgana inmensurable, es psicológicamente mucho más
difícil.
El sueño era curioso, sobre todo porque nunca tuve
ningún estrés en esos años de estudios, y porque acabar o no
la carrera no me ha supuesto ninguna diferencia. Es decir,
que si ahora me dijeran que tengo que repetir unos cuantos
exámenes o perder mi título, está claro que aceptaría esto
último y ello no me causaría angustia alguna. De cualquier
forma, me despertaba siempre de ese sueño y recobraba
de inmediato la tranquilidad, ya fuera porque me veía de
nuevo lejos de esos años universitarios, o bien porque volvía
a ser este yo de hoy día a quien le importan poco sus logros
académicos y no tendría problema en que ese sueño fuese
cierto.
Del segundo sueño también me deshice no mucho tiempo
atrás, y es aún más reciente, empezó a visitarme algo después
de conocer a Emilie. Me veía en el final de alguna de mis
anteriores relaciones —solía ser Celine la mayoría de las
379
veces—, en esos momentos dramáticos del después y las
angustias que conllevan, pero en lugar de verme entre llantos
y tristezas, lo que me asediaba era la idea de volver a estar
solo, el vacío sentimental ante el que aquel final me dejaba.
Me angustiaba ese fracaso no por la persona a quién perdía,
sino por la pérdida en sí y por cómo me dejaba indefenso,
sin nadie cerca, necesitado una vez más de buscar alguien
con quien compartir el tiempo.
Todo el sueño eran reflexiones apresuradas sobre lo que
vendría después, hipótesis, intentos de reorganizar desde ese
mismo momento la vida, que bien se diría que corría durante
esas pesadillas de forma especialmente veloz y acuciante.
Era un lamento de lo más materialista y práctico, no había
nada del desamor con que, en la realidad, esos momentos
se habían vivido, quizás porque uno prefiere no traerse de
su pasado los momentos dolorosos, y si se los trae, aunque
sea en un sueño, les asigna dolores distintos. La angustia,
en cualquier caso, era intensa, como lo era la liberación que
tenía al despertar y encontrarme a Emilie a mi lado, y saber
así que no tenía que enfrentar abandono alguno.
Este segundo sueño se hizo más habitual en la época
en la que Emilie y yo empezamos a vivir juntos, cuando
entre nosotros se había asentado ya una seguridad plena de
querer compartir todo lo posible, una estabilidad que, en
apariencia, hacía imposible escenas como aquellas de mis
pesadillas. En esos días, la tranquilidad emocional que tenía
con Emilie era ya mayor que la que había tenido antes con
nadie, y el futuro se veía más abordable que nunca; quizás
esto tuviera algo que ver en esos episodios nocturnos, quién
sabe.
Ayer me quedé dormido en el sofá después de cenar.
Emilie salió a hacer unas cosas a la huerta y yo me puse a
leer, pero me vino el sueño y en vez de pelear contra él y
contra las letras al mismo tiempo, me recosté y caí rendido.
Cuando ella volvió, apagó las luces, se sentó a mi lado y
mientras se tomaba un té me miraba dormir y me pasaba de
vez en cuando la mano por el pelo. Fue así que me desperté
muy tranquilamente, sin sobresaltos, y tuve entonces una
sensación muy similar a la de aquellos despertares tras ese
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sueño mío reincidente: la de recobrar una seguridad que no
es tuya, sino otorgada por otros que están junto a ti y así
lo quieren. No había sueños ni angustias ahora, y no era yo
quien al despertar la miraba a ella dormir cerca, sino ella
quien me veía despertarme. Todavía adormilado, lo único
que yo hacía era decirle algunas palabras suaves, de esas que
se dicen cuando uno tiene aún la razón neblinosa y no acaba
de despertarse, cuando se anda todavía en ese delirio onírico
que pareciera que en lugar de dormido se está embriagado o
febril.
No hace falta perder algo para apreciarlo, ni soñar con
tragedias para valorar la realidad si es que esta nos es más
bonancible. Hay que amar lo que se tiene para poder soñarlo
más adelante, para que sean estos los episodios que nos
visiten mañana. Y para ser así feliz ya sea que uno ande a
este o al otro lado de las quimeras.
***
Emilie ha tenido unos días muy malos de sueño últimamente. No consigue dormir más de tres o cuatro horas y se
levanta no solo agotada, sino también desesperada. Hoy se
ha quedado en casa y no ha ido a trabajar; a mitad de la
noche aún no dormía, así que desconectó el despertador para
poder aprovechar al menos unas horas si es que conseguía
que le llegara el sueño aunque fuera ya casi por la mañana. Estuvo en la cama hasta casi medio día, pero apenas
consiguió descansar más que otras noches. Tenía la mirada
perdida y un aire mustio, abatido.
Ha estado así todo el día, con altibajos, con episodios
fugaces donde parecía recuperar su energía y su optimismo.
En los momentos en que parecía más deprimida, le he estado
contando historias, me he sentado al lado de ella y le he
hecho alguna bufonería ligera para animarla. He trabajado
poco y ella lo sabe, pero quería poder ofrecerle algo que le
diera al menos un poco de ánimo.
A mitad de la tarde se fue a pasear, dijo que quería
aclararse las ideas, porque todo este problema de sueño tiene
que ver con su trabajo, con las angustias y las presiones,
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y también con la forma en que ella lo afronta, tomándose
todo con demasiado ímpetu. Las responsabilidades le pesan
más de lo que deben, eso ella lo sabe bien. Cuando volvió
parecía nueva, tenía todavía el rostro cansado pero parecía
haber puesto en orden sus ideas, como si hubiera visto una
luz allá al final, quién sabe qué clase de luz o de qué color
o lo que viene a significar, pero una luz que al menos le
diera algo de confort y un poco de esperanza. Dijo que tenía
que tomárselo todo con más calma, el trabajo en especial, y
aunque no traía ninguna decisión tomada ni ningún cambio,
esa voluntad suya resultaba suficiente para dejar atrás los
pensamientos agoreros y las pesadumbres.
A la cena me dijo que se sentía mejor, muy cansada pero
con la cabeza más tranquila. Me dijo que yo hoy me había
portado muy bien con ella, que tenía suerte de tenerme
cerca, y que me lo agradecía y que no iba a olvidarse de lo
que la había ayudado hoy. Sonó algo teatral, casi pomposo,
como quien agradeciera la vida a un desconocido que acaba
de salvársela de pronto, inesperadamente, así como sucede
en las películas. No supe bien qué responderle, yo que me
había pasado todo el día diciéndole cosas hermosas, casi
cursis, a la que ella apenas respondía por lo agotada que se
sentía, y ahora era al contrario y fui yo quien no acertó a
devolverle más que una sonrisa.
Se fue a dormir y yo me acosté arriba, en la habitación de
Inés, para que pudiera tener toda la cama para ella y le fuera
más fácil conciliar el sueño. Me he despertado hoy con algo
de miedo, inquieto por ver si es que todo lo de ayer sirvió de
algo o esta había sido otra noche en vela. Cuando la he oído
despertarse, he ido a verla y tenía una cara alegre, mucho
más viva, y me confirmó que la noche, sin ser especialmente
buena, había sido suficiente y ella había conseguido dormir
bastantes horas. Se fue a trabajar y tenía un ademán de
felicidad y alivio, también un algo de ensoñación, y volvió a
decirme gracias mientras me daba un abrazo.
Y aquí estoy yo ahora, escribiéndolo, sintiéndome como
un héroe en mitad de esta mañana.
***
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El calor es mucho más solitario que el frío; las soledades
bajo el sol (hay una semejanza fonética, quien sabe si querrá
decir algo. . . ), a la calor del estío, son más profundas que las
del invierno, donde los helores y los abandonos parecen no
entenderse entre sí con tanta destreza. Lo venía pensando
hoy mientras paseaba, en este verdadero primer día del
verano, con un calor sofocante, intenso, que, sin ser de esos
excesivos y abrasadores, lo era mucho más de lo que resulta
agradable. Debiera haber salido a caminar antes, pero esta
lección parece que se resiste uno a aprenderla. Siempre que
salgo a primera hora me digo a mí mismo que nunca hay que
dejar pasar la oportunidad de aprovechar el frescor matutino,
que luego me vendrá el deseo de salir y me arrepentiré y
pasaré calor. Y así sucede, y al parecer no por ello dejo de
reincidir en estos errores. Cada cual tiene sus terquedades,
no es nada nuevo.
Los calores así, como digo, refuerzan las soledades, y
los campos vacíos en esas horas centrales del día se sienten
más solos que en cualquier momento del invierno. Qué duda
cabe que las estaciones frías traen estampas más desoladas,
grises, pero uno tiene armas con que enfrentar las soledades
que esto causa, o al menos tiene costumbres cálidas que lo
reconfortan también en lo mas hondo. Frente al frío uno
se arropa, se ajusta el abrigo, regresa a casa y busca una
manta, el abrazo de alguien, enciende un fuego, se frota las
manos para recuperar su temperatura. Son cosas todas ellas
entrañables, que calientan no solo el cuerpo sino también el
espíritu, gestos que tienen un punto de ternura. Contra el
calor, sin embargo, uno poco puede hacer salvo despojarse
de su ropa o buscar la sombra o abanicarse con desgana, y
estos son gestos que satisfacen al cuerpo pero no al sentir,
son sentimentalmente insípidos.
Me vino entonces de repente el recuerdo de los días de
verano en que salía a montar en bicicleta cuando vivía en
Plasencia. Salía a primera hora de la mañana y volvía a la
hora de la comida, inevitablemente bajo el sol ardiente que
allí impera a esas alturas de la jornada. Entre el calor, la
distancia inabarcable de esas carreteras rectilíneas y desiertas, el cansancio y el sufrimiento tras las horas de esfuerzo,
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uno volvía a casa y lo que más deseaba no era ya beber agua
fresca o dejarse caer agotado sobre el sofá, sino tener algo
de compañía, volver de ese mundo tan solitario a uno más
humano.
A los recuerdos no puede uno llegarse por cualquier
camino. Para llegar a las soledades de entonces hace falta
una soledad en el ahora, y sucede igual con las alegrías,
con los miedos, con cualquier sentimiento que se tuviera en
otro tiempo, y que solo logra recuperarse íntegro si es que
ahora sentimos algo semejante. Es por eso que las alegrías
pasadas no consiguen nunca consolarnos de las aflicciones
del presente, y que las pesadumbres de antaño no destruyen
nuestra felicidad de hoy cuando las rememoramos.
Tenemos, en realidad, no una sola vida, no una única línea narrativa, sino varias que se entrelazan: la de los
triunfos, la de las soledades, la de los llantos, la de los
desamores. . . Vamos saltando de una a otra, retrocediendo
hacia el pasado cada vez por una senda distinta. Del calor
al frío, del frío al calor. Como las estaciones.
***
Se levantó un día triste, con una sola y enorme nube
cubriendo por completo un cielo que se veía sin relieve, de
lo más estático. No se veían los Pirineos; mirando en esa
dirección uno se acababa topando con ese vacío grisáceo
algo lechoso, y en lugar de pensarse que era la bruma quien
tapaba la visión, más bien se diría que alguien había quitado
las montañas, que el cielo que se veía estaba más allá, detrás
de estas, que habían sido borradas de alguna manera. Y
entonces caí en la cuenta de que, a pesar de los días claros
que habíamos tenido últimamente, llevaba mucho tiempo
sin ver los Pirineos, podría ser un mes o más, ni siquiera lo
recordaba. Miraba por esa ventana cada día, pero lo hacía
últimamente sin profundidad, sin detenerme en ese fondo
de montañas que sin duda había estado allí y que en el que
solo reparaba ahora, cuando la falta era evidente.
Acaso pudiera ser una señal más de cómo toda mi vida
se va replegando sobre estas coordenadas del mundo, en
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torno a esta casa, como mucho a este pueblo, no más allá. Se
va concentrando en este radio todo lo que uno es, cada vez
más pequeño el círculo que uno abarca, y lo lejano no nos
alcanza ya como lo hacía antes. No sucede solo en el espacio,
sino también en el tiempo, donde le vamos quitando peso a
las memorias y anticipamos mucho menos los futuros, y son
todas nuestras distancias, las físicas y las sentimentales, las
humanas, más reducidas cada día.
Ya sea evolución o involución, parece que voy avanzando
hacia esta cortedad de miras, o dicho con otras palabras,
a focalizar los amores y las pasiones en un ámbito más
reducido, que suena mejor enunciado de esta manera.
Llegados a este punto, bien podríamos enunciar la siguiente máxima: no vale la pena entretenerse pensando en
los lugares en los que nadie nos espera.
***
Somos afortunados, qué duda cabe. No hace falta anotarlo, basta leer lo ya escrito para darse cuenta de la suerte
que tenemos, tanta que incluso uno se puede permitir el lujo
de acentuar algunas tristezas cuando llegan, jugar con ellas
para sacarles más jugo y, al escribirlas, deleitarse en una
parte de ellas, porque para quien se sabe feliz las tragedias
tienen siempre una esquina valiosa, podría decirse que hasta
hermosa.
Lo pensaba hoy, un día como otro cualquiera, si acaso
más reposado, sentado en la terraza de casa de los padres de
Emilie. Le habíamos dado a Inés su primer baño en la piscina,
tuvo miedo al principio pero luego ya no quería salir, solo
quería seguir en su flotador, chapoteando y riendo, y ahora
la mirábamos todos pasear alrededor del agua reclamando
la continuación del chapuzón de una manera muy graciosa.
¿Cómo no va uno a plantearse su fortuna en circunstancias
así?
Podría decir, de forma teatral, con afectación, que no
merecemos esta suerte, pero sería erróneo. No porque sí que
la hayamos conquistado por nosotros mismos, sino porque
no cabe hablar de merecimientos cuando se habla de la vida
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que uno tiene. Porque, ¿quién merece o no su destino, sea
este trágico o afortunado? ¿Quien puede sentirse responsable
de algo que, en última instancia, le fue dado en el instante
mismo de nacer, esto es, antes siquiera de poder hacer nada
para erigirse merecedor de uno u otro porvenir? Merecemos
esta suerte, como la merecen todos los demás, y solo cabe
afirmar si se tiene o no, pero no darle más vueltas.
***
Javier, mi amigo el poeta argentino, me ha dejado hoy
un comentario en Internet en el que me llama «uno de los
últimos enciclopédicos». Halago hermosísimo, solo podría
venir de un poeta como lo es él. Me hubiera sonrojado de no
ser por la forma en que me llega este cumplido, así escrito
como respuesta a otro comentario que yo le hice. Si hay algo
que demuestra lo frías que son estas conversaciones virtuales,
es el hecho de que, da igual lo que uno hable, resulta casi
imposible lograr que el otro se ruborice.
***
Se oía de fondo en la noche el ronroneo de las cosechadoras. Andan estos días apresuradas, recogiendo la cosecha
desde que se va el sol, como si fueran urgentes todos esos
minutos de oscuridad. Dejan un rumor de madrugada que
silencia los murmullos habituales: las ranas, los grillos, las
cigarras que se entregan a sus violines nocturnos desde que
el calor ha llegado.
No acabo de comprender por qué esta labor ha de hacerse
durante la noche. Entiendo que el calor no hace agradable
laborar el campo durante el día, pero en estos tractores
modernos, con sus cabinas con aire acondicionado y todos
los equipamientos posibles, el sol es un enemigo irrelevante,
no debiera ser la causa de esta costumbre. Tampoco acierto
a ver una razón agronómica, toda vez que que lo recolectado
se antoja idéntico y las circunstancia muy parejas, aunque en
esto también es cierto que no soy un experto. En cualquier
caso, la pregunta no es esa, da igual el porqué de este
hecho. La pregunta para alguien como yo, ajeno a toda esta
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operación, que lo más que hace es recabar en ese sonido de
las maquinas en la noche o las ve algún día pasar es otra
bien distinta, mucho más poética: ¿Cómo ha de ser eso de
recorrer así los campos en la oscuridad, a solas uno con su
máquina, línea tras línea en esa soledad profunda de los
sembrados nocturnos? ¿Que sensación dejan las bestezuelas
que saltan ante las luces, los ondulares del cereal entre las
sombras?
A veces vuelvo de algún lugar de madrugada y en la
carretera vacía me cruzo con otro coche. Y entonces, por lo
extraño del encuentro, imagino de dónde ha de venir ese otro
conductor, qué razones lo llevan a estar ahora aquí, en mitad
de la nada a estas horas perdidas. Es algo así como quien
cruza un caminante arriba de una montaña y le saluda y se
queda pensando un instante acerca de su historia, porque si
está allá en lo alto, donde no hay nadie salvo uno mismo,
será que ha de guardar una razón tan desacostumbrada
como la nuestra para recalar en ese rincón infrecuente. Así
ando, imaginándome las vidas de esos agricultores nocturnos,
insulsas quizás, pero misteriosas a esta luz de las fantasías.
Entonces viene Emilie y, sin yo haber dicho nada, me
dice que cree que no son cosechadoras, que es un ruido
demasiado constante estas noches. Habrá cosechadoras en
algún campo, lo sabemos porque las hemos visto, pero ese
rumor no es suyo, no cuadra. Ha de ser el sonido de una
bomba que saca agua del río para regar cuando se va el sol.
Sí, esa es una hipótesis más correcta.
De falsas creencias, de percepciones erróneas, de equívocos; de todo esto están hechas incluso nuestras imaginaciones.
***
Estábamos solos en casa Inés y yo; Emilie se ha quedado
en casa de sus padres para ir a una reunión. Hace tanto calor
que no podemos salir a dar un paseo, así que estamos dentro
jugando con sus juguetes, pero ella quiere salir, subirse al
carrito, y se pone nerviosa. Le doy la caja con los juguetes
viejos, los que ya hace tiempo que no le interesaban, por ver
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si así se entretiene, y la novedad la mantiene ocupada unos
minutos. Después de coger todos lo que encuentra, acaba
quedándose solo con dos cosas: un peluche que al tirarle de
una cuerda suena una nana y unas llaves de plástico con
un botón que al apretarlo tocan algunas canciones. Solo las
cosas que hacen ruido parecen interesarle.
Le pongo en marcha todos estos mecanismos, el del
peluche, el de las llaves, y le doy los juguetes mientras están
sonando, pero ella no quiere tenerlos, quiere dármelos a mí
y que yo los tenga. Me mira mientras dura el sonido, como
si fuera un regalo que me hace para que yo lo disfrute, y
yo pongo alguna cara cómica para que vea que me gusta y
vuelvo a activarlos cuando dejan de sonar. Así estamos la
mitad de la tarde, el tiempo que era tan lento se acelera con
estas diversiones.
Luego llama Emilie para saber cómo estamos. Inés pierde
su interés por todos los juguetes y se acerca el teléfono. Se
la ve nerviosa, no intenta nada pero se la nota incómoda.
Le acerco el aparato para que escuche, tal vez para que
balbucee unas palabras y Emilie pueda oírlo, y en lugar de
esto se queda muy atenta, como si quisiera entender lo que
le llega a través del teléfono.
Y entonces sucede. Parece que reconoce la voz de Emilie,
y de pronto se da cuenta de que esa voz allí, en la lejanía del
teléfono, significa que hoy no vendrá a estar con nosotros,
y que solo es así como la tendrá consigo esta noche. Y se
pone a llorar y dice «ma–ma», así con las sílabas rotundas,
y se le llena la cara de una pena que no es esa misma
pena impostada que tiene cuando le dan rabietas, sino una
aflicción real, de las que punzan por allá adentro. Pudiera
ser que todo esto fuese producto de mi fantasía, un intento
mío por darle literatura a la escena, pero parecía real como
las tristezas mismas por las que uno pasa o ve pasar a otros
con certeza. Y es así que uno asiste a su primera ausencia,
al primer momento en que ella es consciente de que puede
perder a alguien, tenerlo lejos, echarlo en falta cuando lo
necesite.
Desde aquí ya todo es cuesta abajo, a esta primera angustia le seguirán otras, vendrán más intensas, más repentinas,
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por una o por otra razón. Lo que uno presencia es, pues, el
arranque de toda una historia de soledades, de abandonos,
de pérdidas personales, porque no vamos a decir que la vida
no es más que esto, claro que no, pero sería demasiado optimista negar que una buena parte de ella se vertebra sobre
estos asuntos tan grises.
Se habla mucho de cómo son esas otras primeras veces de
un hijo en la vida de un padre: la primera palabra, el primer
paso, el primer amigo, la primera noche fuera de casa, el
primer sentimiento que comparte con nosotros; todas esas
cosas que habrán de llegar tarde o temprano, y con las que
uno, en calidad de artífice último de ellas, se emociona como
no podría ser de otro modo. Pero también hay primeras
veces menos mediáticas, no tan populares, y también por
ello menos esperadas, y que al suceder nos cogen a contrapié
y arañan más de lo que debieran.
De ellas nadie nos habla, y solo al encontrarlas entendemos la razón de este silencio: de estas primeras veces, lo
único que querríamos es que en lugar de primeras fueran ya
últimas.
***
De entre las cosas a las que uno no le encuentra explicación, esas costumbres y tradiciones que uno no sabe muy
bien a qué obedecen, una bien intrigante es la de asociar la
luna a las horas de la noche, como una oposición al sol que
representa el día. Extraño es este emparejamiento, siendo
que la luna aparece tanto a plena luz como con nocturnidad,
y sobre todo, que las lunas más intensas, mas conspicuas e
impresionantes, son las lunas diurnas de media tarde, aún
con luz, esas que arrebatan todo protagonismo a los otros
rincones del paisaje. Lunas así, intimidantes, luminosas no
por la oscuridad en que habitan sino por la fuerza misma de
sus cuerpos, lunas henchidas, orgullosas, rotundas. Lunas
como la que hoy custodia este atardecer, y que debieran
quedar como estandartes de lo más profundo del día.
***
389
Esta es una buena casa para vivir a solas. No solo la
casa, sino también el pueblo, el paisaje, los humores que
vagan por estos aires, todos son propicios para habitarse
en soledad. Es un buen lugar este para vivir uno solo. Lo
pienso ahora que Emilie no está y tengo todo para mí, ahora
que Inés está durmiendo y en el salón estoy no más que yo
con mis palabras, en esta de la escritura que es quizás la
soledad más agridulce de todas.
No es que me hayan entrado de pronto deseos de hacer
vida eremita en este mismo lugar, nada de eso; es mucho más
hermoso ocupar estos rincones como lo venimos haciendo
nosotros, en compañía, y no hay ya forma de que pueda
entenderlos de otro modo. Y sin embargo, también puedo
decir ahora que este no es mal sitio si es que uno lo ha de
llenar no más que con sus convicciones.
La mayor parte del tiempo desde que dejé la casa de
mis padres he vivido solo. Pasé algo mas de nueve años en
Plasencia, y únicamente en el último medio año compartí
casa con un amigo. Por aquellas otras casas en las que
estuve como único habitante pasaron soledades y compañías,
hubo noches en que a uno le devoraba el abandono y otras
en las que quedarse a solas en el salón de casa era un
triunfo exquisito, y también hubo momentos junto a alguien
imaginando que toda la vida podría a partir de entonces ser
así de íntima, completa, nunca más pasar otra jornada de
soledad entre esas paredes. Pero si he de imaginarme todas
esas soledades allí y aquí, diría que han de ser más dulces en
este lugar, o al menos hacer menos mella en quien las vive.
Todo esto no deja de ser teoría, porque nunca sabré
como es eso de estar solo en esta circunstancia mía de
ahora. Con un poco de suerte, no lo sabré ni aquí ni en
ningún otro lugar, no conoceré ya más casa que esta ni más
persona que Emilie con quien compartirla. Han quedado
atrás, así lo quiera el destino, los días de soledad, y son
solo conjeturas lo que uno puede ya hacer a este respecto.
Lo irónico es que es también ahora, sin el apremio de esa
soledad, que uno pone atención en descubrir las esquinas en
que acaso sería agradable saberse desasido de todos los otros.
A salvo ya de los abandonos, cuando creemos tener resuelta
390
la sentimentalidad de la vida, empezamos a escrutar todo
de una manera distinta, buscándole un hogar incluso a esas
emociones de las que en otro tiempo queríamos huir.
Es un buen lugar este para vivir a solas, igual que hay
funciones a las que uno hace mejor en acudir sin compañía,
paseos que deben darse sin nadie al lado, o paisajes que es
mejor contemplar tan solo uno mismo. Y si pudiera elegir
un lugar donde revivir mis soledades de antaño, querría que
fuera aquí y no donde entonces sucedieron.
Se llega tarde a estas revelaciones; este descubrimiento
sirve no más que para un rato de fantasías. Pero, ¿qué fantasía hay mejor que volver a nuestro pasado y darle un barniz
nuevo donde las soledades no son tales, donde pasamos por
encima de nuestras pequeñas tragedias y seguimos siendo
los mismos, los de entonces, pero eso sí, un poco más felices?
***
Llamaron a la puerta. Era algo más de mediodía y yo
estaba en casa trabajando, como de costumbre. El que llamaba era un hombre de unos sesenta años, más bien bajo,
con una mata densa de pelo canoso. Venía sin camiseta,
enseñando el pecho donde también le lucían algunos pelos
blanquecinos. Tenía un color de piel muy moreno y uniforme,
por lo que debía haber andado ya un buen tiempo de esa
guisa, descamisado. No es de extrañar, con estos calores.
Me dio la mano y me dijo que era afilador, y que si tenía
cuchillos o tijeras para afilar. Lo contaba con un aire como
tímido, casi como si le dirá algo de pudor presentarse así a
ofrecer sus servicios, y el gesto se veía honesto, cálido. Yo le
dije que no teníamos nada para afilar, que no lo necesitamos,
y que lo sentía mucho, y el hizo un gesto leve, sin agravio
alguno, me dio la mano de nuevo y se fue por donde había
venido.
La conversación no debió durar más de diez o quince
segundos, fue tan breve que dejó la sensación de algo interrumpido, como si hubiera de haber sido al menos un poco
más larga, alguna que otra frase más para decorarla. Volví
a dentro a seguir con mis cosas, pero durante unos minutos
391
me quedé pensando en el hombre saliendo de vuelta a la
carretera bajo el sol que caía a plomo (supongo que habría
venido en coche y lo habría aparcado delante de la entrada,
aunque ni siquiera me dio tiempo a verlo), de camino a otras
casas en la que repetir idéntico ritual y probablemente con
idéntico resultado. Qué desasosiego el que me vino entonces
al pensar en él y en su oficio, bien fuera por lo antiguo y
olvidado que este último parece, o por lo de tener que ir
preguntando en las casas de los pueblos perdidos como este,
o por lo sufrido de este día tan caluroso, o quien sabe si no
más por una de esas razones incomprensibles que hacen que
uno se ponga más sensible ante ciertas cosas. Ya era tarde,
pero me entraron ganas de alcanzarle y sacarle aunque fuera
algún cuchillo pequeño, algo para poder honrar esa labor
suya que venía ofreciendo.
Yo sé que estas empatías, cuando van empañadas de esa
suerte de ideal solidario, son algo ridículas, infantiles, pero
es difícil evitarlas. Se siente uno mal en su comodidad, frente
al ordenador, mientras piensa en otras labores como la de
ese hombre, casa tras casa cosechando algo de dinero si hay
suerte y un puñado de fracasos si es que esta no llega. Es el
peso de una culpa extraña, una que no alcanza a ser culpa
pero incomoda igualmente la conciencia.
Se me ha quedado esa sensación culposa dentro, no hay
forma de que se vaya. Aun así, se marchará dentro de un rato,
más pronto que tarde, porque estas cosas igual que llegan se
van, de un modo tan veloz como frívolo. Pero hasta entonces,
¿cómo voy a seguir trabajando con esta pesadumbre? En su
lugar, me pongo a escribir esto, por si acaso fuera que así
pudiera limpiarse la culpa, aunque no creo que resulte.
***
Le cuento a Emilie la historia del afilador y ella me
dice que no sabe de qué le hablo, que no sabe qué es un
afilador ni ha visto nunca antes uno. Parece que ni siquiera
en el folclore tiene esta profesión ya un lugar; al escuchar
mi historia parece que estuviera oyendo un relato medieval,
poco menos que si le hubiera contado que pasó por aquí
392
un hombre vendiendo yugos o aceite de ballena para llenar
los candiles. Supongo que en España, aunque es de suponer
que el gremio esté también a las puertas de la extinción, la
figura del afilador tiene más arraigo, aunque solo sea por la
musiquilla con que se anunciaban, inscrita ya en la cultura
popular pese a que hace tiempo que ya no debe escucharse
apenas.
Busco un poco acerca de los afiladores franceses, y efectivamente compruebo que es ya aquí una profesión olvidada,
una curiosidad histórica con muy pocos representantes. Casi
se siente uno relevante por haber tenido hoy la visita de
uno de ellos, más aún viendo que esto es algo que Emilie
nunca ha conocido en toda su vida, ni siquiera de oídas. Y
también porque bien pudiera ser que no volvamos nunca a
ver no ya a este mismo afilador, sino a ningún otro de sus
escasos compañeros de oficio.
La culpa de esta tarde ya no está cuando recuerdo de
nuevo al hombre marchándose, pero sí que queda algo de
tristeza, por cuanto ahora se le sabe más abocado al olvido,
más luchador de una causa perdida. Me siento como quien
hubiese visto pasar un fantasma, pero uno que no asusta
sino que apena, un espectro desolado que vino a decirnos lo
mucho que le gustaría seguir aún a este lado de la muerte.
Me pongo a hacer la cena. Para cortar una cebolla cojo
el cuchillo de cerámica, ese que no necesita nunca afilarse.
***
No debe haber otro oficio mejor para hacer acopio de
historias que el de cajero de supermercado. Se habla de los
taxistas o de los camareros de un bar de noche, que sin duda
presenciaran su buena colección de historias y personajes
mientras trabajan, pero a mí me parece que sentado en la
caja de un supermercado uno tiene ante sí el mayor desfile
de personalidades y novelas posible. La cesta de la compra,
sin más que mirarla allí sobre la cinta que la mueve, es una
ventana abierta al interior de quien compra y un resumen
preciso de su vida en ese momento. Es solo cuestión de
saber interpretarlo en esos instantes breves que dura toda
393
la operación, antes de pasar al siguiente cliente, que vendrá
a depositar sus compras y contarse con ese gesto a sí mismo
de una forma concisa y simple.
Hoy era viernes, día de mercado, y aunque el mercado en
sí fue emocionalmente pobre (hacía demasiado calor y ello
no propicia intimidad alguna en ese contexto), después pasé
por el supermercado a comprar algunas otras cosa y allí
estaba todo más lleno que nunca, no solo de esas pequeñas
historias cotidianas, sino de algunas que aparentaban ser más
relevantes, más llamativas . Los pasillos estaban concurridos
a esa hora, y no había apenas nadie de entre toda aquella
gente que no aparentara ser, por una u otra razón, un buen
personaje novelesco. No hacía falta más que verles, quien
más quien menos tenía algo extraño, o algo discordante,
o alguna peculiaridad de esas que le hacen a uno pensar
que, más allá de lo insulsa que pueda parecer la vida de esa
persona, si nos dejaran mirar en ella con algo más de detalle
pudiera ser que encontrásemos algo casi cinematográfico.
Deambulaba por los pasillos en busca de mis cosas, prestando más atención a la gente que a las estanterías, y ellos
parecían a veces fijarse también en mí, pudiera ser que con
idéntico afán de descubrimiento. Es curiosa esta suerte de
camaradería en los supermercados, donde no hay intención
de conversar o tener trato alguno con otros, sino no más
de observarlos desenvolverse. Y es por ello que surge esa
empatía, porque cada cual sabe que el otro está allí jugando
los mismos roles que uno mismo, los de observador y de
observado, los de actor y público. Una pareja se detuvo
delante de mí a discutir la marca a comprar de unas galletas;
una señora mayor escrutaba junto a su nariz los ingredientes
de un producto, a la búsqueda de vaya usted a saber que
información que le hiciera decidirse por ese u otro similar; un
hombre parecía perdido sin saber muy bien lo que buscaba
o dónde habría de encontrarlo.
Lo mejor, no obstante, el colofón a todos esos argumentos
que andan vagando por los lineales, está como digo en las
cajas, en ese final donde van pasando una tras otra todas
esas historias dispuestas a ser contempladas. La mujer que
estaba delante de mí en la fila llevaba un paquete de panes
394
de leche y un ramo de margaritas. Curiosa mezcla. Lo de
comprar un ramo de flores en un supermercado así era ya
de por sí curioso, el gesto tan personal de las flores en un
lugar tan frío como este. Quizás fueran para un conocido
al que no se le guarda demasiado afecto, más que nada por
cumplir, o quizás, quién sabe, para alguien verdaderamente
querido, pero no se ha podido encontrar mejor comercio en
que comprarlas. Puede que los panes de leche tuvieran el
mismo destinatario que las flores.
Detrás de mí iba un hombre vestido con un mono de
trabajo sucio, de aspecto curtido, y que no lleva más que una
cerveza y una barra de pan. Y en la caja de al lado había una
mujer con una niña pequeña, con un carro lleno de cosas,
como para compensar las compras exiguas de los anteriores.
Al contrario que la mujer de las flores, estos no ofrecían
sorpresa alguna, llevaban lo que cabría esperar al verlos, y
es así que su compra no hacía sino confirmar lo que eran. Se
diría que cada uno pasea por la caja una forma distinta de
su propia identidad: su persona y sus circunstancias todo
ello bosquejado en un puñado de artículos.
Es gracioso y a la vez intrigante lo que se puede saber
o creerse que se sabe de alguien viendo su compra, como
eso que cuentan de que puede espiarse la vida de la gente
sin más que rebuscar en su cubo de basura y recolectar
toda la información de los pequeños papeles, el relato que
van urdiendo los desechos cotidianos. Cabe preguntarse qué
clase de cosas habremos contado en nuestras visitas a los
supermercados y si hubo alguien que supiera leer en nuestras
compras todos esos relatos implícitos. Yo a veces lo pienso
y me da algo de pudor, incluso si es por algún episodio
anterior, como aquel día hace poco en que fui a comprar
bebidas y aproveché para traerme de paso unos yogures y
compotas para Inés, y en el último momento añadí también
una pizza por mero capricho. Alcohol, pizza congelada y
comida para bebés; quedaba una combinación de lo más
gracioso, y una que daría que pensar a cualquiera que tenga
esta misma proclividad a fantasear que yo gasto ahora. Es de
suponer que las cajeras han visto casos más raros, y que no
se paran a juzgar la compra de cada cual, pero cuando uno
395
lleva una cesta de este tipo se para a pensar en la impresión
que puede causar. Ya digo, si los ojos son el espejo del alma,
la cesta de la compra ha de reflejar todo lo demás, todo lo
tangible y menos etéreo de nuestras vidas.
***
Se escribe por necesidad, eso es un hecho. No lo digo
yo, sino otros muchos antes que yo, porque esto de escribir
acerca de nuestros propios vínculos con la literatura, acerca
de las razones que nos llevan hasta el papel en blanco, es un
tema al que todo aquel que escribe le ha dedicado algunas
líneas. Ya sea en un breve aforismo o un largo ensayo, todos
vienen a decir lo mismo de una u otra forma: la de escribir
es una necesidad orgánica, un hecho inevitable para quien
así lo practica.
Se escribe por necesidad, pero dicha así la frase puede
malinterpretarse o sacarse de ella una imagen errónea de
lo que el escritor siente. El escritor dice que necesita la
escritura y no falta nunca quien le imagina desesperado, con
un prurito insoportable que solo calman las letras, como si
de modo regular se le apareciese una voz imperativa que
no le dejase tranquilo hasta que ponga en papel algunas
ideas. La necesidad del escritor la imaginan como la de un
drogadicto, como una dependencia obsesiva, no como el
impulso tranquilo que suele ser.
La de la escritura es una necesidad que a veces puede
ser compulsiva (todo puede devenir excesivo si uno tiene
propensión a encarar así las cosas), pero que normalmente es
reposada, como lo son por otra parte la mayoría de nuestras
necesidades. Si en lugar de preguntarnos por qué escribimos
nos preguntaran, por ejemplo, por qué tenemos amigos, la
respuesta bien podría ser la misma: por necesidad, pues
está claro que sin amistades uno llevaría una vida triste y
moriría de pesadumbre. Necesitamos la amistad para estar
vivos. Esta, sin embargo, no se imagina como una necesidad
imperiosa que aparece con furia, no hay arrebatos de amistad,
y es así más bien como debiera imaginarse la necesidad de la
escritura. Uno necesita tener amigos, y por ello no hace sino
396
convertir en tales a quienes cree que han de serlo; siendo
que la vida nos cruza con otros semejantes, entendemos que
nuestro cometido (y nuestra necesidad) es buscarnos entre
ellos algunos a los que ofrecer nuestra amistad. Del mismo
modo, y siendo que tenemos historias y voz, que tenemos
palabras y lenguajes, es fácil entender que nos ocupemos en
la escritura de un modo natural.
La pregunta de por qué uno escribe es, en realidad, tan
banal y ridícula como la de por qué uno tiene amigos, en
tanto que no debiera hacer falta explicar nada. Lo natural
es que el hombre tenga amigos, y lo natural es también que
el hombre escriba. Ya digo, teniendo palabras y viendo lo
poderosas que estas son, ¿cómo no va uno a querer jugar
con ellas?
Hillary dijo aquello de «porque está ahí» cuando le preguntaron por qué había subido el Everest, empresa esta por
completo inútil, para la que aquel que planteó tal interrogante no parecía encontrar una razón convincente. El ahí
de Hillary lleva consigo, no obstante, la idea de una cierta
distancia, menor si uno está ya a las faldas de la montaña,
pero grande para la mayoría, que lo más normal es que no
hayan visto más que una imagen de la cima o escuchado
algún relato. Y aun así, pese a la distancia, la montaña llama
de igual modo a quienes están predispuestos a escucharla, a
quienes tienen esa necesidad de ella.
Podríamos decir algo similar de la escritura, porque las
palabras, las historias, las ideas, los personajes, todo está
también ahí, pero este es ademas un ahí cercano del que no
nos separa distancia alguna, y tal vez por ello el influjo de
aquello que lo ocupa es más poderoso. Más bien debiéramos
decir «porque está aquí », ya que es en nosotros mismos
donde está todo aquello que nos convoca a la escritura como
las montañas convocan a los montañeros. Si convincente es
la cita de Hillary para explicar la naturaleza del montañero,
más aún debiera serlo esta para explicar la naturaleza del
escritor.
De entre todo lo que se ha escrito sobre las razones del
escritor, quizás nada tan acertado como esos versos de una
canción de Silvio Rodriguez que dicen «No he estado en los
397
marcados grandes de la palabra / pero he dicho lo mío a
tiempo y sonriente». Esa es, en última instancia, la razón
de escribir, el contar lo de cada cual, hacerlo en el momento
correcto y, a ser posible, de forma que nos haga sentir un
cierto placer.
Y todo esto, sin más, debiera explicar por qué en lugar
de hacer otras cosas uno anda ahora aquí escribiéndolo.
***
Me preguntó hoy Emilie, al despertar de una pequeña
siesta que hicimos, todavía en la cama, si estaba feliz. Era
una pregunta retórica, cuestiones así nos las hacemos cada
poco, y yo le respondí que sí, que por supuesto, también
como solemos hacer para cerrar esta clase de diálogos y
quedar ambos tranquilos. Añadió después una coletilla, menos retórica esta, y me pregunto si no encontraba esta vida
nuestra algo sosa, si no echaba de menos todas las cosas
más animadas, tal vez más alocadas e intensas, que había
tenido en otro tiempo. Esta pregunta me la hace también
a veces, creo que tiene algo de miedo a que un día yo empiece a querer regresar a todas esas cosas, y por más que
se lo niego vuelve a preguntármelo más tarde. Como otras
veces, yo le dije que no, que estaba claro que había cosas a
las que había tenido que renunciar, pero que esta realidad
de ahora lo compensa todo con creces. A ella se le fueron
entonces todas las dudas y sonrió; yo creo que en el fondo
no tiene miedo alguno, pregunta por escuchar una y otra
vez la misma respuesta, y yo le sigo el juego porque a mí
también me gusta confirmar algunas certezas de cuando en
cuando, en esto nos parecemos bastante.
Ahora me he puesto a pensar en todo eso que he dejado
atrás, a hacer de memoria una lista rápida de cuantas cosas
queridas tuve un día y hoy no tengo. Efectivamente, es una
colección amplia, llena de personas y costumbres, de lugares,
de sentimientos hoy orillados. Ahí está esperándome mi
pasado, constelado de momentos de los que uno ya solo puede
traerse un apunte breve, no ya el significado de entonces ni
las mismas emociones. Y entre esos momentos los hay muy
398
hermosos, que duda cabe, y los hay también difíciles, con lo
único en común de su nula vigencia actual, porque también
en las experiencias pasadas se cumple eso que se dice de las
personas, que solo en la muerte somos iguales, o en este caso
en esa particular muerte de los momentos que es convertirse
en memoria.
De todas las cosas de mi lista, mentiría si dijera que no
querría volver a muchas de ellas. No solo a muchas de ellas, en
realidad querría volver a todas, porque de las cosas valiosas,
de las que nos hicieron felices, nos gustaría no separarnos
nunca. Esas son las cosas por las que Emilie pregunta, las
que según sus miedos yo podría echar de menos, y tal y como
ya le respondí no es por echar de menos lo anterior que se le
resta valor a lo presente, porque a esta naturaleza dinámica
de las pasiones es algo a lo que uno debe acostumbrarse.
Añadir nuevas etapas a nuestra vida supone cerrar las
anteriores, mandar al trastero del pasado lo que teníamos
antes, ya sea bueno o malo. Y es aquí donde cada cual
afronta esta evolución con una u otra filosofía, según que se
pondere el balance final entre los disgustos y las bonanzas
de un modo u otro. Yo, que ya digo que tengo un pasado
bien surtido de ambas, me quedo con este ahora donde las
penas son escasas y las felicidades tan intensas, quizás menos
variadas que en otro tiempo pero mucho más vivas, más
duraderas, y donde rara vez me encuentra el desasosiego.
Nos volveremos a preguntar esta clase cosas muchas
más veces, aunque solo sea por satisfacer nuestro deseo de
certidumbres. Alguna de esas veces, en lugar de responderle
como hice hoy, le daré a leer estos diarios, y ella preguntará
que por qué ha de leerlos, y yo insistiré y ella verá que todo
esto no es sino la misma respuesta a esa cuestión de los
miedos y los ayeres cautivadores. Que lo único acerca de lo
que uno escribe en estas páginas es el placer de este presente,
de la vida que llevamos, y que si se ha de tener miedo a
perderlo no es porque venga algún pasado a desbaratarlo,
sino porque no haya ningún futuro por delante desde el que
reclamarlo.
***
399
Esta tarde dimos un concierto con el grupo. Emilie al
final decidió quedarse en casa con Inés, estaba cansada y el
día era muy caluroso, no invitaba a salir de casa. Me fui con
algo de pereza, supongo que me habría gustado quedarme
o que ellas vinieran; era uno de esos momentos en que uno
tienen las emociones algo más dispuestas a saltar si se las
molesta, y sucede que estas pequeñas faltas siembran a su
paso pequeñas pesadumbres.
Había poca gente en el concierto, fue todo muy familiar.
El escenario estaba en el campo y la gente estaba sentada
en unas sillas y sillones un poco alejados, como si más que
ser público estuvieran haciendo allí su vida a unos pocos
metros de distancia. Entonces vi, en el espacio entre ellos
y el escenario, entre las hierbas secas y pisoteadas, una
ranita que saltaba y venía hacia nosotros. Era muy pequeña,
no sé siquiera cómo llegué a darme cuenta de que estaba
allí, pero daba unos saltos graciosos, como apresurados. Me
imaginé que venía a escuchar mejor la música, y ella se
detuvo a mitad de camino. La estuve mirando mientras
tocaba, esperando a que diera otro salto más, pero se quedó
allí y no volvió a moverse.
Pensé que a Emilie le encantaría verla. Y al hacerlo
me entró una melancolía violenta, se me llenó el cuerpo de
ausencia y debió quedárseme el gesto abatido todo el resto
del concierto. Las canciones que aún quedaban por tocar,
las toqué como se tocan las canciones tristes: con miedo a
que hagan demasiado cierta la pena de la que vienen.
***
Me había quedado leyendo en el salón después de que
Emilie se acostara, y como seguía haciendo calor, tenía la
ventana abierta. En esto se oyó llegar un coche y aparcó
justo bajo la ventana, y de él se bajaron dos personas. Eso,
al menos, creí adivinar escuchando los ruidos de las puertas
y la pequeña charla que tuvieron después, porque aunque
hubiera querido cotillear algo más, no me iba a asomar a
la ventana y dejar que me vieran allí espiándoles como una
vieja tras el visillo. Una de las voces era la de Mariette, la
400
vecina, y la otra era de un chico, una voz fina, algo femenina
tal vez, pero de un chico joven sin duda.
Les estuve escuchando un rato, no por enterarme de su
conversación, que me traía sin cuidado, sino por ver si se
decían alguna confidencia, alguna frase delatora de la que
pudiera yo deducir algo, no sé, lo que hay entre ellos o lo que
quisieran que hubiera, por aquello de cotillear un poco en
las vidas ajenas de quienes viven tan cerca de uno. Pero la
conversación fue fría y él se fue un par de minutos después,
y la despedida no fue especialmente cálida, casi diría que
demasiado fría para ser un amigo que te ha traído hasta la
puerta de casa.
Se me frustró mi plan de urdir una historia y tener
mañana un cuchicheo que revelarle a Emilie, a quien estas
cosas en el fondo también le gustan. Habrá que esperar a
otra ocasión para emparejar a la vecina o descubrirle algún
asunto secreto.
Ella es, no cabe duda, buen personaje para montar una
de estas comedias humanas de andar por casa. Tiene más o
menos mi edad, y vive con sus dos hijos, algo más de dos
años el pequeño y siete u ocho el mayor. Al padre de los
niños no le hemos visto nunca, solo sabemos que ya no están
juntos y que él se encarga de los chicos los fines de semana,
ni siquiera todos ellos.
Es una chica muy atractiva, no especialmente guapa,
pero tiene una sonrisa cautivadora y ese toque muy francés
en los gestos de quien se sabe con capacidad de seducir
pero no lo ostenta. Sea por ello tal vez que lo natural es
imaginarla en este juego de la seducción y los coqueteos,
porque aunque este no es en absoluto terreno exclusivo de
la gente guapa, tendemos a pensarlo así, y les asociamos las
historias más jugosas, los prolegómenos sentimentales más
vistosos. Esto lo saben bien en la industria del cine, donde
ponen actores y actrices siempre atractivos para que den
valor a guiones que no se sostendrían de otro modo, donde las
historias románticas solo se hacen levemente interesantes por
imaginarlas sucediendo junto a la belleza de esas personas.
Hace falta ser muy buen escritor para escribir un guión
así que resulte solvente con actores feos. Con protagonistas
401
guapos, sin embargo, se le hace más fácil al espectador
imaginarse parte de esa historia, no tiene problema en creerse
que podría desempeñar un papel frente a ellos.
Estas historias, o siquiera el afán mío por descubrirlas,
no vale la pena traerlas aquí y ponerlas por escrito, pero si
lo hago es por que, pensándolo ahora, se me hace graciosa
toda la perspectiva de dejar estas intimidades ajenas y
recuperarlas más tarde. Más gracioso aún si es que en ese
entonces ella sigue viviendo aquí, bien sea sola o con una u
otra pareja, y al volver a estas notas se recupera un pasado
como este, probablemente insospechado. Adentrarse en las
vidas de otros, en sus aventuras privadas, puede tener para
según quién un cierto morbo, pero hacerlo en sus pasados lo
tiene siempre en mayor medida, pues concurren la curiosidad
de lo sucedido con la del exotismo que todo tiempo distinto
al actual guarda.
Sería gracioso, pienso, si alguien de mi familia hubiera
dejado en su día escritas páginas similares a estas sobre
nuestros vecinos de entonces, esos que yo conocí y que a
día de hoy siguen viviendo al lado de mis padres. Sería una
lectura fascinante encontrar allí historias de juventud de esas
gentes a las que yo nunca vi en esa edad, quien sabe si algún
detalle picante, algún suceso que a la vista de su persona
actual uno no hubiera nunca sido capaz de sospechar.
En la literatura, son las tramas y los personajes quienes
sustentan el edificio si es que ambos son robustos, sólidos.
Pero a falta de esa solidez, la narración puede tener interés
—tal vez no ya literatura— si es que esas tramas y esos
personajes le permiten al lector sentirse cerca de la historia.
Los personajes, porque si son conocidos o de rasgos similares
a otros reales que uno conoce, hacen la historia más cierta,
más a caballo entre la fantasía del papel y la realidad. Las
tramas, porque si son parecidas a las que uno ha vivido, le
convierten en el personaje como tal, y en lugar de traer la
sacar la historia hacia el lector meten al lector en la fantasía
de la historia.
Se conoce que hoy no ando con gran aspiración literaria,
solo con ganas de novelar estas vidas cercanas para que
despierten mañana alguna que otra sonrisa. Y ya puesto
402
en estas tesituras, me imagino que alguien de aquí tiene
estos mismos afanes de cronista y me veo a mí mismo siendo
personaje de uno de tales folletines. Tampoco se puede decir
que sea aspirar a mucho, pero al menos sirve para alegrar
la noche.
***
Inés tenía esta mañana la mitad de la espalda sembrada
de granitos rojos, y algunos más en la nalga. Christine al
verla ha dicho que podría ser varicela, así que en lugar de
dejarla allí con ella la he tenido que tener conmigo todo el
día. Estaba contenta, no parecía que todos esos granos le
molestaran. Tampoco el cambio de planes pareció afectarla;
tan relajada como llegó a casa de Christine se fue cinco minutos después, y se diría que cualquiera de las dos opciones,
la de pasar el día con ella o conmigo, le parecía igual de
interesante.
Hemos estado todo el tiempo jugando en la alfombra,
corriendo por la casa, divirtiéndonos con todas esas cosas
que a ella le gustan y en las que la mayor parte de las veces
yo no hago nada salvo vigilarla para que no se accidente.
Habríamos salido a dar un paseo, porque ella lo pedía, pero
el día era demasiado caluroso. Tuvo alguna rabieta por esto,
pero acabó por darse cuenta de que hoy no era día de salir y
nos quedaríamos en casa. Por supuesto, yo no pude trabajar
nada, a lo sumo aprovechar algún momento que estaba
tranquila para escribir algún correo.
Por la tarde fuimos al médico, que nos dijo que aquello
no era varicela, sino solo una irritación debida al calor y
el sudor. Yo me quedé más tranquilo, primero porque el
problema es ahora menos serio y eso siempre es un alivio, y
segundo porque mañana podré llevarla con Christine como
de costumbre y todos recuperaremos nuestras rutinas, que
son más fáciles de llevar que estas jornadas desacostumbradas.
Ahora está ya dormida y yo vengo aquí a hacer el resumen
del día, aunque estas frases tienen más de balance que de
resumen; según hacia donde se escoren uno puede ver cómo
403
habrá de quedar esta jornada en el recuerdo. Podría decir
que ha sido un día duro, que no he podido trabajar y que
al intentar hacerlo me ha sido imposible, con el estrés y la
frustración que esto causa. O que no he tenido apenas tiempo
para mí mismo, aunque fueran solo unos minutos de esos
que se disfrutan cuando a uno verdaderamente le apetece
hacerlo. Pero también podría decir, junto a lo anterior o en
lugar de ello, que hoy he visto reír a mi hija más veces que
un día normal, que la he tenido en brazos más tiempo, que
he visto en ella algún gesto nuevo y eso es algo que no suele
suceder en los días normales.
Y sí, me alegra saber que mañana la llevaré con Christine
y podré librarme de ella, tener mis horas de trabajo como
suele suceder, ser dueño de mi tiempo, pero no por ello fue
menos hermoso renunciar a todo eso hoy y tenerla conmigo.
Lo vengo aquí a escribir para que se sepa.
***
Acaso sea la belleza y la ironía de las palabras estivales
el único consuelo poético a este calor del verano, porque
esta es estación llena de voces melodiosas, gustosas en el
paladar al pronunciarlas, y que aun así hablan de asuntos
arduos. ¿Quien eligió para los conceptos más sufridos las
voces más dulces? ¿Fue tal vez por hacerlos más soportables,
por quitarle hierro a esas ideas?
Se habla ahora y se dice, por ejemplo, agostarse, palabra
bellísima, bien torneada, de trasfondo sin embargo sombrío;
o canícula, que al decirla tiene ese sonido juguetón y fresco
aunque nos hable de bochornos y sudores.
Acaso sea esta la única poesía que se pueda extraer
de estos días hirvientes en que también las musas se han
quedado guardando reposo y a la sombra. ¿Qué otra lírica
podría esperarse en estas condiciones? ¿Qué otra poesía en
un tiempo en el que los atardeceres no desatan melancolías
sino alivios, ese alivio de abrir la puerta a la tibieza de la
noche y ver marcharse el sol sin desearle buen viaje, y lo
más poético que acertaríamos a enunciar sería aquello de «a
enemigo que huye, puente de plata»?
404
***
Igual que las arenas del desierto son los árboles del camino, las plantas de los campos. Busca el caminante refugio
del sol y los calores, persigue la sombra, anhela un trago.
Y de vez en cuando, traidoras y mentirosas, las frondas le
devuelven un murmullo que quiere sonar al del agua fresca,
como un espejismo este no de luz, sino de sonidos.
***
Claire vino a vernos esta tarde. Fue una visita rápida;
está por aquí arreglando algunos asuntos en casa de sus
padres, pero mañana ya se vuelve a París. Emilie y ella se
fueron a dar un paseo con Inés, a contarse cosas y ponerse
al día. Serían cosas de poca relevancia, ninguna de las dos
tiene grandes novedades que contar a la otra, pero se las
veía felices de dejar que la otra le tomara el pulso a su vida,
de perder ese desfase entre lo que la una vive y la otra sabe,
que va agostando las amistades si no se corrige de cuando
en cuando.
A la cena, ya los dos solos, le pregunté por esas conversaciones, y estuvimos comentando las pequeñas novedades
que Claire le había contado, y también las cosas que no han
cambiado desde la última vez que se vieron. Las primeras,
por el atractivo que siempre tienen las tramas que se inician;
las segundas, porque a veces son más relevantes que las
novedades precisamente por no ser novedades ellas mismas,
por seguir iguales sin dar paso a aquello que ha de venir
después, y que a menudo es más anhelado que lo que se tiene.
Al parecer, los padres de Claire siguen con su misma actitud
algo hostil y cerrada, y no acaban de entender las decisiones
de esta, los cambios recientes en su carrera laboral, su situación sentimental algo distinta a la que quizás imaginaran.
Ella lo lleva bien, no se disgusta más de lo necesario, pero
está claro que necesita contarlo de vez en cuando, y a este
tema le dedicaron una buena parte del paseo.
Ya que andábamos hablando de estos asuntos, comentamos también la situación de Juliette, otra de las amigas
de Emilie. Ni ella ni sus circunstancias se parecen en nada
405
a las de Claire, porque no debe haber dos personas más
distintas en el mundo. Es increíble que Emilie pueda tener
como amigas a dos personas tan opuestas. Aunque más bien,
lo sorprendente es que tenga una amiga como Juliette, tan
distinta de todo lo que ella es o de lo que aprecia; es una
unión antigua y aun así puramente circunstancial, uno de
esos vínculos que solo los explica la casualidad y el arbitrio
del destino, porque de por sí no tiene mucha razón de ser. Yo
esto no se lo digo así a Emilie, aunque muy probablemente
ella sospecha que lo pienso, del mismo modo que yo sospecho
que ella a veces también debe pensarlo y cuestionarse la
validez de esta amistad.
El caso es que, pese a sus diferencias, si algo se parecen
Juliette y Claire es en esos problemas de entendimiento con
sus padres, en el caso de Juliette sobre todo con su madre, a
quien las decisiones de su hija parecen no causarle más que
disgustos. Y como nos hemos acostumbrado ya a escuchar
hablar de estas quejas y los desahogos posteriores de Juliette,
sacarlas a colación en este pequeño debate nuestro era de lo
más natural.
Con estas historias sobre la mesa, empezamos a cavilar
en lo que conduce a tales desencuentros generacionales: si es
acaso el hecho de ser hijo único —como sucede con ellas dos—
, si es la diferencia de edad entre padres e hijos, si pudiera
ser más bien un asunto cultural y más propenso a suceder en
según qué lugares. No acabamos sacando nada en claro, pero
los dos llegamos a la conclusión de que, con independencia
de las razones que obren estas incómodas desavenencias, lo
importante es que nosotros por el momento hemos tenido
la suerte de no toparnos con ellas. Y como no sabíamos
encontrar responsables, nos pusimos generosos y pensamos
que teníamos suerte de tener las familias y los padres que
tenemos, porque en última instancia ellos son quienes nos
han puesto en estas circunstancias favorables.
En una familia, los problemas y los quebrantos se heredan
igual que los dineros y las posesiones. Y si una familia
acomodada tiene más posibilidades de dar lugar a nuevas
familias sin apuros económicos, de la misma manera una
familia estable pasará su capital sentimental a sus herederos.
406
Claro está que uno puede dilapidar su riqueza, ya sea esta
sentimental o financiera, pero a poco que se logre preservar
esta, la vida se hace mucho más sencilla.
Creo que a los dos nos entraron ganas de llamar a nuestros respectivos padres y hacerles saber todo esto, de darles
las gracias por esta herencia que hoy nos procura tanto
reposo. No lo hicimos, pero nos sentimos agradecidos, y
al tiempo valedores de tal obsequio, que silenciosamente
prometimos honrar en la medida que nos sea posible.
Siguiendo con los asuntos de Claire y las disputas familiares, estuvimos también hablando de Agathe, su novia,
que tiene una hermana en una situación aún más difícil. La
hermana, que según parece ha sido siempre bastante alocada,
anda ya por los cuarenta y tenía ganas de tener un hijo.
Se fue a Canadá por unos meses, conoció a un chico allí, y
después menos de un mes de relación se quedó embarazada.
Ahora el futuro padre le ha dicho que no quiere seguir con
ella, que aquello no era mas que una aventura, pero que
asume su responsabilidad y quiere ocuparse del hijo cuando
nazca, complicando aún más todo la historia. No es asunto
que pinte bien para nadie este, la verdad. A Emilie lo que
peor le parece de todo esto es la situación de ella, que ahora
va a tener un hijo, no tendrá pareja, y estará obligada a
quedarse en un país lejano, a riesgo de que, si lo abandona,
el padre reclame quedarse con el pequeño. «Condenada a
vivir allí», según sus propias palabras.
Razón no le falta, pero yo, por darle algo de vida a la
conversación, me hago la víctima y le digo que yo también
estoy en una situación parecida, en un país extranjero del
que no me puedo ir sin parecidas consecuencias, también
condenado, como ella dice.
—Sí, sí, seguro. Condenado a ser feliz aquí conmigo —me
responde mientras se ríe.
Y así se termina nuestra conversación, porque a esto no
sé ya cómo responderle.
***
Qué poco entiendo ciertas camaraderías, sobre todo aquellas que uno establece en función de lugares comunes arbi407
trarios, como si compartir una u otra circunstancia ya nos
obligara a sentir empatía por otros. Ser de un mismo país o
tener una misma profesión no nos hace más cercanos a otros
que gastar la misma talla de zapato o tener el mismo color
de pelo. No dejan de ser coincidencias, y sin embargo raro
es quien no guarda simpatías que obedecen a razones así.
Un caso claro de esto sucede cuando alguien tiene un
problema con la justicia. Si es alguien a quien se le acusa
en un país distinto, porque nunca falta entre sus compatriotas, aunque nunca antes supieran nada del presunto, quien
defiende su inocencia y ofrece su apoyo por el mero hecho
de compartir nacionalidad. De suceder la falta en su propio
país, el condenado no merecería más atención, pero siendo en
otro territorio, el vínculo nacional tiene más peso que otras
razones. Más peso, y ya es triste decirlo así, que la propia
justicia (no ya en el sentido legal, si no en el universal) a la
que debiéramos, creo yo, ser más fieles que a esos vínculos
superfluos que nosotros mismos nos creamos.
Cuando no es la nacionalidad, siempre hay otra razón
para formar colectividades de esta guisa, como por ejemplo
las laborales. Si la persona X es la que tiene algún problema
con la justicia, allá salen rápidamente unos cuantos del
gremio a defenderla. Pero una cosa es la simpatía que le
puedan tener al colega de profesión, y otra bien distinta es
presumirle más inocente de lo que en realidad es y, sobre
todo, más que a otros solo por el hecho de ocuparse estos
en labor diferente. Mal asunto me parece a mí este de los
gremios cuando los lazos se extienden más allá de lo que
atañe al mero oficio.
Basta escuchar las noticias para ver también muchas de
estas preferencias arbitrarias. Sucede una tragedia y, si es
que no se han de lamentar víctimas nacionales, se apresuran
a citar que «afortunadamente» así sucede. Yo no veo que sea
afortunado que quienes sufren la pérdida de un ser querido
sean de otro país en lugar del mío; no dejan de ser personas,
al fin y al cabo.
Lo grave de todo esto no es que cada cual establezca sus
lazos sobre la base de unos criterios dudosos, sino que, una
vez establecidos, estos tengan más solidez que otros vínculos
408
que hubieran de ser más ciertos, más irrompibles. Raro es
quien deja un día de tomar partido por sus paisanos cuando
descubre que los de otro lugar son en realidad más merecedores de apoyo, quien se pone del lado del contrincante al
saber que el compatriota frente al que compite ha jugado
sucio, quien deja atrás las simpatías infundadas y comienza
a valorarlas de modo más objetivo. Pero los vínculos que
de veras valen la pena, las amistades, los amores, los lazos
familiares, la admiración sincera por quien nos ha demostrado su solvencia moral y su humanidad, esos vínculos se
diría que sale más barato rescindirlos.
No sé por qué me he puesto a pensar ahora en estas
cosas. A veces cuando tenemos indignaciones o enfados de
este tipo, que no son una ofensa directa hacia nosotros,
las guardamos dentro sin hacer demasiado ruido, y un día
les da por salir a reivindicarse. Será la distancia, ya digo,
o la extrañeza o la indiferencia que todos los países y los
sentimientos patrióticos me dejan ahora, quienes me traen
a estas reflexiones.
***
Leí ayer un artículo sobre un cierto halcón que, en tiempo
de muchas presas y caza fácil, captura multitud de pajarillos,
más de los que puede comer, y en lugar de matarlos les quita
las plumas para que no vuelen y los mete en oquedades de
la roca en lo alto de un acantilado. Los pájaros, como no
son capaces ya de volar, no pueden escapar, pero tampoco
mueren, con lo que no se echan a perder como alimento y
el halcón tiene así una despensa viva. No es muy distinto a
lo que hacemos nosotros en una granja, pero tampoco por
ello deja de ser cruel. El artículo, ya con más literatura que
ciencia, añadía algunos comentarios acerca de la psique de
los pajarillos, del miedo que habrán de pasar en esas circunstancias, y al leerlo uno olvidaba que no eran en el fondo
más que comida para otro ave en el siguiente eslabón de la
cadena alimenticia, y los imaginaba como seres torturados
por otro animal sádico y enfermo, que no hacía aquello más
que por el morbo que tenía tal tortura. Se ve que hay quien
409
humaniza a los animales asociándoles los comportamientos
bondadosos del ser humano y la virtud de la benevolencia,
y hay quien lo hace dándoles las costumbres crueles y la
capacidad de disfrutar con el dolor ajeno. Son dos enfoques
igual de acertados o equivocados, según se mire.
Hoy la gata debió encontrar un nido, porque a primera
hora había en el jardín un polluelo de mirlo muerto, con
algunos mordiscos en el cuello pero casi sin tocar; se veía
que era ella la que lo había matado. A media mañana oí en
el jardín un ruido de aleteos, y cuando me asomé la vi junto
a una hembra de mirlo que estaba caída en el suelo, aún viva
pero sin poder moverse. Salí a espantarla para que la dejará,
pero no se alejó mucho, y el pájaro se veía que ya no tenía
mucha esperanza de vida. Daba pena verle ahí, rendido y
con el pico abierto, mientras la gata lo miraba y de vez en
cuando le echaba una zarpa encima o lo enganchaba con la
boca sin casi apretar. Pensé en matarlo, porque era triste
verlo sufrir, pero yo no valgo para estas cosas, así que pensé
que, si alguno había de rematar al pobre animal, que fuera
ella quien lo hiciera. Solo me quedaba esperar que lo hiciera
pronto y no durase demasiado la agonía.
Todavía hay quien piensa que la naturaleza es siempre
bondadosa y que no existe el mal en ella salvo cuando somos
nosotros quienes lo ejecutamos. Estas ideas están en alza
últimamente, casi al punto de que a uno le miran raro si
dice que no es así, que está llena de crueldad e injusticias y
odio, como si al decirlo se le faltara el respeto a esa madre
naturaleza a la que los idealismos estúpidos exculpan de todo
pecado. Te dicen entonces que somos nosotros los únicos
capaces de estas miserias, el hombre el único que mata por
placer, el único que no vive en armonía con los demás, ya se
sabe, todas esas frases vacías que se repiten como cantinelas
sin otro fundamento que el de una misantropía tan ridícula
como de moda en estos días.
Basta mirar un gato en el campo durante una mañana
para darse cuenta de lo falsa que es esa concepción del
mundo. Y basta mirar un poco más, conocer un poco más
la vida que nos rodea, para darse cuenta de que, si algo hay
410
cierto, es que puntuamos alto en la clasificación de bondades
y gentilezas del reino animal.
Esta de la naturaleza inocente es otra de esas creencias
que uno moldea a su gusto para justificar su sentimentalidad
de antemano. Se elige primero aquello que se quiere amar,
y se le dan después todas las propiedades que lo hacen
merecedor de ese amor. Es hermoso amar la naturaleza, viste
mucho hoy en día y pocas cosas habrá que le reconforten a
uno sus falsos orgullos tanto como saberse amigo y protector
del resto de la creación. Y es así que uno se cree esa idea
idílica de lo salvaje, de la madre Tierra siempre bienhechora
y generosa, de la moral intacta de todas las bestias silvestres.
La realidad luego viene a decirnos lo contrario, pero ya es
tarde para quitarnos las convicciones, que aunque falsas han
quedado ya fijadas por los afectos; esos afectos que tantas
veces vienen a enturbiarnos la razón y la correcta percepción
de las cosas.
Seguiré saliendo como cada día a admirar estos paisajes,
los bosques, los pájaros que cantan, las historias que esconden todos los habitantes de estos lugares; seguiré asombrándome antes las cosas nuevas que nunca dejan de descubrirse
cuando uno sale al campo. Habrá, como lo ha habido hasta ahora, un equilibrio entre las escenas entrañables y las
crueles, y entre lo que, al menos a nuestros ojos de seres
civilizados, podríamos llamar el bien y el mal, porque ya
se sabe que el uno no puede existir sin el otro y viceversa.
Y aun así, pese a todo ello, seguiré en mi aprecio de esta
realidad tan viva, con sus luces y sus sombras, y sin intentar
aceptar unas y desacreditar las otras como si no existieran.
Amar, ya sea a la naturaleza, a un hijo, a nuestra pareja, nos hace comportarnos a veces de formas incorrectas;
ponemos el amor por encima de otros hechos, y ha de ser
así porque de otro modo no sería amor sino algo de menor
calibre. Y amamos incondicionalmente, y esto no es malo,
pero cuando ese amor en lugar de incondicional es ciego,
entonces deviene irrisorio, ya no es motivo de admiración
sino más bien de congoja, y nos hemos de entristecer por
quien ama de esa manera condenada a procurarle con el
tiempo no más que traiciones.
411
***
Iba de camino hacia Jegun para otra sesión irlandesa, y a
esa hora el sol había empezado ya a dar sus últimos calores.
Por el camino había una luz perfecta, muy cremosa, esa luz
que sucede cuando el ocaso está a punto de comenzar y los
tonos van a encarnarse en breve. Los campos, que andan
ahora secos y quemados después de casi un mes sin lluvia,
no tenían el color tan amarillo y desolado del resto del día,
sino un ocre meloso, como de dulce de leche.
En cada pueblo que pasaba, a la entrada o a la salida,
veía alguna casa a la que la luz le caía a esa hora como un
paño suave, y la piedra parecía así más viva y el lugar se
diría más idílico que nunca. Entonces me decía que habría
de ser hermoso vivir allí, disfrutar de esta hora en esa casa,
tomar algo en el jardín, mirar al horizonte. Y aunque en
ninguna de ella vi a nadie, me imaginaba que quienquiera
que las habitara debía estar feliz ahora, porque no cabía
en este atardecer imaginárselo de otra forma. Se me fue
pegando un poco de todas esas felicidades imaginadas, y al
llegar a Jegun me sentía alegre después de haber desfilado
por entre ellas, casi sin haberme dado cuenta.
No son los paisajes hermosos sin más los que alcanzan el
resorte sentimental de los adentros, porque la belleza como
tal no deja de ser algo inútil. Son los panoramas felices
los que nos ganan, aquellos donde vemos o imaginamos
felicidades de otros que bien pudieran ser las nuestras, y la
estética del paisaje hermoso solo sirve para encuadrar mejor
esos bienestares. Y qué paisajes más alegres son estos de
aquí, no de alegrías desbordantes ni excesos, sino de reposos,
de satisfacciones. Porque, ¿quién, al ver estas estampas, no
diría que aquellos que las pueblan se han de sentir satisfechos
de sí mismos?
***
A la sesión irlandesa llevé por primera vez el violín, pero
no toqué. Les dejé que lo probaran y me dieran su opinión,
pero nadie me sugirió que yo tocara, supongo que porque
piensan que acabo de empezar y no sabré ni siquiera dar
412
alguna nota sin que suene estridente. Pensé tocar algo hacia
el final de la noche, cuando quedaba poca gente, pero no
lo hice, me dio demasiada vergüenza. En su lugar, busqué
el elogio fácil con la guitarra y me dije a mí mismo que
esperaría al próximo día. Es probable, no obstante, que el
mes que viene tampoco me atreva a tocar.
***
Con el tiempo, diarios como este nos van haciendo ajena
nuestra propia vida. Se leen ciertos episodios y uno no
reconoce en ellos su pasado, lo que ha quedado allí escrito la
memoria no lo juzgó igual de valioso y prefirió mandarlo al
olvido. Y esta disonancia entre pasados le hace sentir a uno
que lo que encuentra en su propio diario no es su vida, sino
la de otro, y que es en la lectura (aun siendo más bien una
relectura) que se cruza por primera vez con esos hechos.
No es mala utilidad esta para un diario. Nos permite,
al menos, encarar nuestra verdad con menos sesgo, más
objetivamente. Nuestro pasado no fue como lo recordamos,
tampoco como lo dejamos anotado, pero entre el recuerdo
y el texto, y más aún cuando estos no coinciden, quizás
acertemos a entenderlo un poco mejor, a entender mejor lo
que éramos y somos.
Ahora releo algunas de las entradas antiguas. En la
mayoría puedo reconocer toda la escena, los protagonistas,
las emociones, pero hay algunas que me cogen de sorpresa y
no recuerdo ni el episodio en sí ni la forma en que lo dejé
escrito. Podría incluso decir que se han colado entre mis
notas las notas de otra persona, un apunte ajeno que nada
tiene que ver conmigo.
Lo primero que esto me hace pensar es en el nacimiento
tardío de estos diarios, que bien podría haber comenzado a
escribir mucho tiempo antes, y hoy tendrían entradas muy
antiguas a las que acompañaría sin duda una extrañeza
profunda. Porque en esos tiempos ya escribía, siempre lo
he hecho, pero esta capacidad de hacernos extraña nuestra
propia historia creo que solo la tienen los diarios. No la
tienen mis apuntes de viaje, ni tampoco mis poesías, que
413
hablan todas de un yo bien distinto, y que ya no sabría
escribir del mismo modo que entonces, pero que aún así se
sienten como completamente mías.
Como digo, es aún demasiado joven este diario, poco
más de un año ahora, y uno fantasea con que fuese más
longevo, aunque para esto ya no hay solución. Porque un
año no es mucho tiempo, apenas basta para olvidar nada.
Pero es de suponer que más adelante, tras otro año, u otros
diez quizás, la mayor parte de estas historias solo existirán
en el papel y al recuperarlas traerán esa sensación de andar
mirando en mi propia vida como si fuera la de otro.
Nuestra historia no existe como tal, a lo sumo es una
colección de retazos que quedan recogidos de una u otra
forma y sabremos con suerte utilizar para componerla más
tarde. Nuestra historia es una verdad deshilachada y lo más
que podemos hacer es añadir algún jirón nuevo, adecentar
los ya existentes, y tal vez fingir que este velo de pasado que
arrastramos acaso nos viste y nos protege de algo.
***
Los ingleses han colocado un cartel en la puerta de su
casa anunciando la representación de teatro de que harán en
un par de semanas. Al parecer no es una obra de teatro al
uso, sino unas lecturas ensayadas de textos de Shakespeare,
lo cual, a decir verdad, me parece algo mucho mejor. Con mi
poca afición a las artes escénicas, el carácter tan extrovertido
e histriónico de estos ingleses, y las probables deficiencias que
los actores tendrán en un espectáculo aficionado como es este,
es de esperar que una representación más teatralizada me
resultase menos agradable como espectador, probablemente
incluso causándome algo de vergüenza ajena. Por el contrario,
la idea de escucharles leer unos textos de un modo más
literario se me antoja mucho más tolerable.
El cartel que han puesto es sobrio pero elegante, se nota
que lo hacen con cierto mimo, y el hecho mismo de lucirlo
allí tiene algo de entrañable, en la puerta de su casa a pesar
de que no habrá ningún vecino que no esté al tanto del
evento. Se hace más que nada por lucir orgulloso el trabajo
414
que uno hace, no ya por el resultado, sino por el trabajo
en sí, que es lo que a uno le honra. Ante estas iniciativas,
y más allá del valor que tenga como tal ese espectáculo,
uno no puede sino darles todo el apoyo y coraje posible. Yo
reconozco que estos esfuerzos tan llenos de ilusión me llegan
dentro, ver a gente que se esfuerza por pequeños proyectos
y los saca adelante con esa dedicación es una garantía de
despertar toda mi empatía.
Según pasan los días y la fecha se acerca, confieso que la
invitación para que toque el violín en este su espectáculo se
me va haciendo más interesante. He preparado un pequeño
repertorio con las (pocas) canciones que conozco, dejando
fuera las más complejas y guardando las más sencillas pero
efectistas, resultonas para un público que asumo sabrá poco
o nada del tema. Lo cierto es que ya comienzan a sonar algo
mejor, no todavía con calidad alguna, pero si al menos sin
estridencias. No se me ocurriría proponer de propia iniciativa
un concierto así con esta poca destreza que tengo, estoy lejos
de toda solvencia interpretativa, pero empiezo a asumir que
la función no será tan catastrófica como se me antojaba en
un principio, ya sea porque voy defendiéndome mejor con
el instrumento o porque tendré delante a un publico poco
exigente, que poco importa si es que al final quedamos todos
con buen sabor de boca.
Ponerme sobre las tablas en esta circunstancia, en la que
hay intención pero todavía no hay arte, me recuerda mucho a
esas funciones teatrales de colegio, donde se valora el esfuerzo
y a todos agrada ver a sus retoños hacer sus primeros pinitos,
pero donde los resultados son pobres, como no podría ser
de otro modo. Ahora bien, si uno piensa en cómo es este
evento de los ingleses, también de andar por casa y con
protagonistas que no estarán más duchos en sus artes de lo
que yo lo estoy en esto de frotar el arco y las cuerdas, se le
queda a uno el cuerpo más tranquilo y lo afronta con más
seguridad. Vaya, que la ocasión no habrá de ser muy distinta
a una de esas representaciones escolares, si acaso con público
algo diferente, pero la función como tal tendrá un espíritu
muy similar a aquellas de nuestra infancia. Se ve que estas
cosas uno las hace o bien cuando es joven o bien cuando
415
ya está en la tercera edad, y se parece mucho el teatro de
un grupo de colegiales al que hacen un grupo de jubilados,
aunque solo sea por la ilusión o por lo poco que les importa
la opinión del resto mientras ellos lo disfruten. Bastará, pues,
adoptar ese espíritu y tocar sin preocupaciones aunque no
estemos todavía en esas edades.
***
Estábamos en la cocina e Inés se acercó a la talega del
pan a hurgar. Sacó un par de bolsas de papel vacías y al
final, metiendo la mano y rebuscando, acabó por encontrar
un mendrugo seco bien grande. Puso cara de satisfacción y
corrió a llevárselo a la boca, y yo cuando la vi se lo quité y lo
puse en la encimera para que no lo alcanzara. Esperaba que
se pusiera a llorar e hiciera algo de teatro, pero apenas hizo
un amago de berrinche y luego, de pronto, se le encendió la
cara y se llenó de felicidad, y empezó a dar brazadas en el
aire, como si intentará coger algo. No parecía haber nada allí,
se diría que había visto un espejismo o que le hubiera dado
un ataque de algo extraño, pero tenía la cara tan radiante
que me quedé en silencio mirándola, y ella siguió con su
fantasía sin hacerme case.
Al rato me agaché junto a ella para devolver el trozo de
pan a la bolsa y fue entonces cuando lo vi: la luz entraba
por la puerta de la cocina y, aunque no se apreciaba desde
donde yo estaba, en el contraluz desde el que Inés miraba el
aire estaba sembrado de motas de polvo encendidas, como
estrellas. Me puse a su lado y miré un poco más sus intentos
de cosechar todas esas semillas brillantes, y después ella
me miró como si supiera que ahora yo también compartía
ese espectáculo de luz e hizo aún más amplia su sonrisa. Y
después siguió recolectando sus estrellas, atrapando volátiles
constelaciones, y llevándose con ellas todo el orgullo y la
felicidad que salían de mí igual que ese polvo ligero brotando
de la bolsa del pan.
***
Nada hay que le haga sentirse a uno más satisfecho
de sí mismo que la hospitalidad. Este es un oficio que va
416
madurando con los años, y que cuanto más se ejercita y se
comprende, más intenso resulta y más lleno de significado.
Ser hospitalario con alguien es, además, la mejor manera
de calibrar lo que esa persona ha de representar en nuestra
historia, la cercanía que existe o podría existir entre nosotros.
Bien pudiera decirse que la circunstancia de recibir a alguien
es un simulacro perfecto de todo lo que dos personas pueden
compartir a lo largo de su vida, y el placer con el que uno
dispensa esa hospitalidad es una medida exacta de buena
parte de los sentimientos que esas dos personas pueden
cruzarse.
Vinieron unos amigos españoles al final la tarde. Están
de vacaciones por la zona, pasarán toda la semana aquí
y ya hemos hablado de hacer algunos planes juntos estos
días, pero querían acercarse hoy a saludar según volvían de
Pirineos hasta la granja en la que se alojan. Vinieron ellos
dos y su hijo, algo más mayor que Inés y al que yo aún no
conocía. Se suponía que iba a ser algo breve, por charlar un
rato y preparar las actividades de los próximos días, pero
nos fuimos enredando en pequeñas anécdotas y, sobre todo,
en mirar como los dos pequeños se entretenían juntos en
una armonía preciosa —algo extraño en Inés, a la que le
cuesta expresar tanta amistad con otros niños—. La verdad
es que hacían una pareja hermosa, y nosotros observábamos
sin querer ponerle fin a aquello, porque las felicidades de
los otros se sinergiaban con las nuestras y esos momentos
de comunión entre los hijos queríamos aprovecharlos para
hacer que con ellos fuera aún más dulce la comunión entre
nosotros los padres.
Cuando le fuimos a dar la cena a Inés dijeron que se
iban, que no querían molestar, pero daba pena dejar allí
interrumpido el encuentro, así que les dije que se quedaran a
cenar, y ellos dijeron que no, que no hacia falta, y yo insistí,
y así estuvimos con el clásico rifirrafe hasta que cedieron
y dijeron que se quedaban pero que no nos molestásemos
demasiado. Si se hubieran ido antes y estuviéramos nosotros solos para la cena, lo más seguro es que no hubiésemos
preparado nada, nos podría la pereza y comeríamos algunas sobras. Pero de repente, al tenerles allí y saber qué se
417
quedaban, me entraron ganas de preparar algo especial, ya
no algo cualquier que llevara su tiempo, sino algo incluso
más elaborado aún, como si este fuera un encuentro que
lleváramos mucho tiempo esperando.
Es esta la hospitalidad que nos sirve para ratificar las
amistades, cuando el amigo, o el desconocido al que por
primera vez invitamos a nuestra casa, nos despierta el deseo
de colmarle con cuanto tengamos, de hacerle olvidar las
lejanías que trae y nombrarle por derecho propio habitante
de nuestro pequeño mundo.
Cenamos tranquilamente y después de un poco más de
charla dijeron que ya se iban, que era tarde y los niños
tendrían que acostarse, pero se les veía con ganas de quedarse. Cuando la hospitalidad es sincera, la incomodidad del
visitante se sublima y ya no piensa en la carga que supone,
como si disfrutar de todo lo que se le ofrece no fuera una
oportunidad que puede o no aprovechar, si no un derecho
que puede ejercer legítimamente.
Les despedimos sin apenas ceremonia, dejando así el
camino despejado para llegar a ese próximo día en que nos
veremos con más calma, tal y como habíamos previsto. Y
nos quedamos solos y la casa resultaba aún más acogedora,
pareciera que incluso la estancia se supiese satisfecha de
sí misma después de haber servido de escenario a estas
hospitalidades nuestras.
Nos hacemos más hospitalarios con el tiempo, o quizás
dependa de cada cual y de lo que este juego de ofrendas
y acogidas le haya deparado a uno hasta la fecha. En mi
caso, pienso ahora, no podría ser de otra manera que esta,
la experiencia condicionada por aquella tarde en que invité
a Emilie por primera vez a mi casa nada más conocerla,
y me asedió el impulso de ser hospitalario como nunca lo
había sido antes, de no dejar nada sin hacer para que se
sintiera igual que en casa, esa misma casa que entonces yo
no conocía y acabó convirtiéndose con el tiempo en la mía
propia. Será por ello que ahora busco en cada ocasión como
esta señales iguales a las de ese día, como sí en este ritual
de acoger a otros uno pudiera ponderar todas sus relaciones,
pasar por esta luz a los que le rodean y así descubrir cuáles
418
serán las uniones sobre las que se articulará la esencia de su
vida.
Pocas maneras debe haber tan agradables de seguir
aprendiendo la verdad sobre uno mismo.
***
Creo que hablo menos de lo que debiera de estos lugares.
Escribir, no hay duda de que lo hago; he dejado ya anotada
cada emoción que me despierta el vivir aquí, estos paisajes,
esta cultura, este país en general. Pero fuera del papel,
cuando hablo con mis amigos y conocidos españoles, esta
labor de predicador apenas surge, y si lo hace no es de forma
que deje traslucir esas mismas sensaciones.
Debería contar más cosas sobre todo esto, aunque solo
fuera alguna pincelada de ese proselitismo dulce y entretenido que acostumbran a dispensar quienes viven lejos de su
país y son felices, o quienes, ya sea que vivan en uno u otro
lado, han encontrado su rincón del mundo donde se sabrían
bienaventurados. Lo hago así, por ejemplo, cuando hablo de
Rusia, muchas veces incluso sin intención de ello. Quien me
oye hablar se da cuenta de la emoción que aquellos lugares
me despiertan, y aunque no lo hago con afán de convencer
a nadie para que se aventure a compartir mis experiencias y
seguir mis pasos, uno no puede evitar trasladar un poco de
su amor en esas palabras. Incluso ante un interlocutor con
poca receptividad, como suele ser el caso, porque a pesar
de la curiosidad que aquel país despierta siempre, sucede a
menudo que quien me escucha se conforma con mi relato y
no tiene pensado ir a comprobarlo por sí mismo.
Es así como debiera contar también este rincón mío. Es
un país distinto, menos exótico, menos desconocido, como
también son distintos los sentimientos que causa, pero aun
así merecedor igualmente de que uno se erija en portavoz y
abanderado de sus bondades. Sospecho que la acogida sería
más fría que en el caso ruso, esto que tanto nos hace felices a
nosotros no habrá de obrar el mismo efecto en otros, carente
de exotismo y lejanía. Quizás por ello mas razón para cantar
sus virtudes, aunque solo sea por hacerles ver a los demás
lo equivocadas que son sus apreciaciones.
419
Luego está esa enemistad entre los españoles y los franceses que nunca he entendido, y que supongo que habrá de
condicionar también todo. En esto es menester decir que nos
corresponde entonar un mea culpa, porque si algo he visto
en el tiempo que llevo viviendo aquí es que el francés no
tiene rencor alguno para con el español, y que si supiera lo
que en materia de amistades y enemistades entre países se
cuece al otro lado de los Pirineos, le resultaría cuando menos
chocante. Ya lo he dicho alguna vez, ojalá les tuviéramos los
españoles a los franceses la misma consideración que ellos
a nosotros. Vaya, que en esta relación entre los de un país
y los del otro se ha de admitir que somos nosotros quien
estamos comportándonos con algo menos de razón. No es
que seamos más beligerantes de por sí, pero lo cierto es que
aquí se nos ve con buenos ojos, al contrario de lo que se
tiende a pensar desde el otro bando. Como nadie se libra
del pecado, y ya digo que no es que en este país sean más
amistosos que en el nuestro, aquí es a los ingleses a quienes
se les mira peor y los que en la tradición gala son el enemigo en quien verter las inquinas de toda clase. Esta es, por
supuesto, una animadversión también falta de fundamento,
tanto como la que se le profesa en España a los franceses, y
evidencia simplemente lo asimétricas que son las relaciones
entre culturas y países, y con ello lo poco sólidos que son a
veces los pilares en que estas se basan.
Si escribía hace unos días lo difícil que me es entender
ciertas camaraderías, más incomprensibles aún me resultan
las enemistades sin lógica alguna, como es el caso de estas.
Existirá tras ellas un pretexto histórico, qué duda cabe,
pero la historia de esta índole, antigua y de esa que no se
extiende en el presente, es una razón sin peso, por cuanto
no nos afecta ya en absoluto. Es igual que esas gentes de
Sudamérica, o incluso en la propia España, que cultivan
una animosidad intensa por los españoles a cuenta de lo
que sucedió siglos atrás en los tiempos de la conquista del
continente, como si hubiéramos sido los españoles de hoy
quienes se hubieran aplicado en aquellas matanzas indígenas
tan execrables. Si se nos permite un margen de cinco siglos
para forjar desavenencias, no deberíamos tener buen trato
420
con nadie, porque fue ayer, como quien dice, que empezamos
a civilizarnos, y antes de estos tiempos más reposados el
mundo era poco menos que un todos contra todos, y quien
más quien menos habrá de ser hoy heredero de alguien
que nos afrentó en el pasado. Creer que eso es razón que
justifique devolverle hoy la afrenta es de todo punto ridículo.
En definitiva, con rivalidades y juicios desacertados o
sin ellos, estaría bien intentar ser algo mas prolijo acerca de
la realidad en la que uno vive y las gentes que la pueblan.
Se le debe una cierta reverencia pública a todo aquello que
nos hace felices, no vaya a ser que alguien piense que nos
da vergüenza admitir ese vínculo y los sentimientos que
despierta. Prometo hablar más de todo esto, me lo propongo
ahora como uno de esos propósitos de año nuevo hechos
para enmendar las faltas y las dejadeces que se han ido
cometiendo hasta la fecha. Y si no es por los demás o por
honrar esta verdad, al menos por uno mismo, que es bien
sabido que de vez en cuando resulta bueno escuchar cómo
suenan las pasiones cuando se dicen en voz alta.
***
Mañana martes es 14 de julio, fiesta nacional. Tanto
Emilie como yo hemos cogido hoy lunes de vacaciones, para
así tener cuatro días seguidos de reposo. No tenemos plan
alguno más que quedarnos en casa, se podría decir que
hemos reservado este día libre más por inercia que por otra
cosa, por no desaprovechar la ocasión de hacer un puente,
aunque luego nos quedemos aquí como si fuera un fin de
semana más.
Cuando recogí a Inés el viernes por la tarde, Christine se
despidió con un «au lundi» y solo entonces caí en la cuenta
de que, aunque este lunes para nosotros sería festivo, no
lo iba a ser para ella, que asumía que le llevaríamos hoy a
Inés para cuidarla, como así hemos hecho. Y fue únicamente
ayer, mientras cenábamos e Inés ya dormía, que Emilie y yo
nos dimos cuenta al hablar de esto de que este de hoy iba a
ser el primer día que pasaríamos nosotros dos solos en esta
casa desde que Inés nació. Casi un año y medio y llega así,
421
sin esperarlo ni haber hecho plan alguno, toda una mañana
y una tarde para disfrutar de nuestra casa sin tener que
ocuparnos de nada salvo nosotros mismos. Cuando fuimos
conscientes de esto no sabíamos muy bien si ilusionarnos,
si apresurarnos a hacer un plan para aprovechar lo mejor
posible todas esas horas, o si apesadumbrarnos aun sin saber
por qué razón.
Al final no hemos hecho nada especial. Emilie trabajó
en su huerta y fue a hacer cosas en la colmena, y yo he
estado leyendo y tocando el violín y la guitarra. Lo único
distinto es que aproveché para ordenar toda la madera que
se ha quitado en la cabaña al restaurar el tejado, que estaba
acumulada fuera sin mucho concierto. He cortado los listones
a una medida adecuada para que entren en la chimenea y
los he apilado con orden. Este tipo de trabajos solo saben si
se hacen cuando uno tiene mucho tiempo libre y no le restan
de otras ocupaciones, así que había que aprovechar. Por lo
demás, ya digo que no hemos más que las mismas cosas en
que intentamos ocupar nuestros ratos libre normalmente,
solo con menos prisas y pudiendo dedicarle a cada una de
ellas todo el tiempo necesario.
También hemos tenido tiempo para nosotros, para comer
con calma y hablar mucho, entre otras cosas de esta situación desacostumbrada de hoy. A los dos nos parece la casa
distinta, el tiempo distinto, cada uno tiene sus extrañezas
viéndose en esta circunstancia imprevista que es al mismo
tiempo agradable e inquietante. Y hemos pensado en que
seguiría siendo hermoso vivir aquí si estuviéramos solos, si
volviéramos a ser no más que nosotros y esto fuera todo lo
que tuviésemos para ocupar las horas en días de asueto como
este. Lo hemos dicho con la boca pequeña, como si fuese
en cierto modo una traición, pero también con una sonrisa,
por cuanto viene a decirnos algo hermoso sobre nosotros
mismos.
Luego he recogido a Inés como de costumbre a las seis,
y la hemos recibido en casa casi con honores. Teníamos
ganas de verla, después de haber aprovechado todas esas
horas sin ella para deleitarnos en nuestros pasatiempos y
necesitando ahora tenerla de vuelta y jugar con ella. Nos
422
hemos sentado en la alfombra los tres y Emilie ha sacado un
libro desplegable, uno que nos regalaron hace tiempo pero no
le habíamos enseñado todavía. Le ha encantado la novedad,
no paraba de gritar con cada página, y lo intentaba agarrar
ella y se enfadaba cuando no la dejábamos hacerlo, pero se le
pasaba rápida la rabieta y se le encendía de nuevo la cara. Y
mientras, Emilie y yo la mirábamos y nos mirábamos entre
nosotros, y en esas miradas silenciosas nos decíamos que sí,
que era verdad, que nos queríamos mucho y que podríamos
vivir aquí los dos solos y ser muy felices, pero que nada
de eso, por mucha felicidad que nos trajese, podría nunca
compararse con esto.
***
¿Se le puede afear la conducta a un amigo? Yo creo
que sí, que nadie está a salvo de que le administremos una
reprimenda si es que lo errado de su comportamiento así lo
merece, y si es amigo quien procede de ese modo quizás el
asunto sea más embarazoso, o más violento, pero no por ello
menos lícito. Lo pregunto porque acabo de incurrir en una
de tales situaciones (yo era el que cuestionaba al otro, no el
supuesto infractor) y no he salido bien parado: al parecer a
los demás, incluido por supuesto el destinatario de la amonestación, les ha parecido fuera de lugar mi recriminación.
Quizás fuera porque, sin apenas veladuras, iba implícita en
ella una crítica a todo el resto del grupo.
El caso es que, como ya he contado alguna vez, uno de
de mis grupos de amigos españoles anda polarizado entre
aquellos que tenemos pareja estable y en algunos casos
hijos, y quienes no. Estos últimos, como es lógico, tienen sus
aventuras y sus affaires, algunos muy breves, otros algo más
intensos, y una vida sentimental y sexual más surtida que
la de los primeros, y gustan de compartir con el resto sus
andanzas, que esto es algo que parece que la edad no mitiga.
A mí no me parece mal todo eso, más bien al contrario, me
alegro de que, si es así como quieren disfrutar la vida, lo
hagan sin impedimentos, y ojalá la suerte les obsequie sin
descanso en su camino mujeres interesantes.
423
Hay, no obstante, dos cosas que me irritan un poco en
esas historias. La primera es el aire de superioridad que uno
en particular de mis amigos exhibe cuando ha de contar sus
aventuras. Le añade a cada una no solo un aire de victoria,
de conquista, sino también una cierta idea de derrota. Los
derrotados en este caso somos nosotros, los del otro grupo,
a quien parece decirnos con cada uno de sus nuevos ligues
que ese es un disfrute al que ya no podemos aspirar. De otro
modo, se podría decir que no pierde la ocasión de aprovechar
sus éxitos de seducción para mirarnos por encima del hombro,
en un intento de validar de nuevo esa teoría suya de que
la vida en pareja es peor que la que el lleva. Como este
comportamiento es de lo más ridículo, la verdad es que ha
dejado pronto de molestarme, y hago lo que el resto del
grupo, esto es, ignorarle.
La otra costumbre que me molesta, esta más grave, y la
que causo hoy mi desavenencia con el grupo, es el perfume
misógino que estas historias de seducción y conquista llevan.
En la alternancia entre unas y otras mujeres, en la creación
y rotura de esos vínculos más o menos fugaces, hay a veces
episodios de una notable falta de respeto, que podrían tal
vez evitarse o, en todo caso, no airearse en el grupo de modo
tan explícito. Más aún, no debería buscarse reconocimiento
por esas historias, que sorprendentemente el resto de la
pandilla jalea y admira. Y es esa la parte de todo esto que
yo me he permitido hoy criticar.
La mayoría de las relaciones son sentimentalmente desequilibradas, especialmente estas tan breves y ligeras, eso es
un hecho. Lo normal es que una de las dos partes acabe por
desarrollar algún sentimiento, por ligero que sea, y al ver
que la otra parte no hace lo propio surjan las decepciones.
No es nada malo, son pequeños gajes de este oficio, y a todos
nos toca estar en uno y otro lado alguna vez. A nadie se
puede culpar de que esto así suceda.
Lo que ya no es tan correcto es hacer uso de esos desequilibrios y dejarlos crecer más allá de lo que deben. Cuenta el
amigo (esto ya lo sabíamos el resto) que tiene una aventura
que se prolonga en el tiempo algo más que las anteriores, y
que la chica en cuestión parece empezar a sentir algo por
424
él, sentimiento que no es recíproco. Al mismo tiempo, ha
empezado otra aventura paralela con una segunda chica,
eso sí, sin dejar de lado la primera, a la que mantiene en
este engaño que el juzga como una simple mentira piadosa.
Para redondear, una antigua amante ha aparecido en escena,
y parece posible que retomen sus esporádicos encuentros.
Como tener tres contendientes en liza no es algo común, el
amigo nos refiere todas las historias con regodeo y en busca
de alabanzas, cosechando los comentarios positivos del resto.
Salvo, ya digo, el mío.
A mí, quizás de forma un poco tonta, lo que estas historias más retorcidas me causan es pena. Están bien para
novelas y películas, pero saberlas reales causa desasosiego.
No conozco a ninguna de las protagonistas, y si sé algo es a
través de la versión muy sesgada de quien las incluye en la
trama, pero creo que no merecen este papel que se les ha
asignado. Si a uno se le ha de presumir inocente antes de
que se demuestre su culpabilidad en un delito, se nos debería
presumir de igual modo una cierta bondad y el merecimiento
de una situación sentimental estable, plena. Y así, cuando
me imagino cómo se desarrollan estas historias, no puedo
por menos que salir en defensa del débil.
Al amigo no le ha sentado muy bien que yo le diga que
una desconocida merece algo mejor que él, y que, a pesar
de todas las cosas positivas que veo en él, esta forma suya
de tratar a las mujeres me parece poco digna. Ha sucedido
entonces algo similar a lo que contaba el otro día sobre los
apoyos infundados. Aunque aquí el vínculo es fundamentado,
pues somos amigos desde hace mucho tiempo, se asume que
la amistad implica una defensa acrítica del compañero. Sea
cual sea el desarrollo de una relación entre un amigo y otra
persona, parece ser que uno debe estar siempre del lado
del amigo, incluso si este obra mal. Y he ahí la causa del
desencuentro.
Se pasarán estos malestares, es de suponer, como también es de esperar que nada cambie, que cada cual siga con
su forma de ser. Lo que más incomoda no es saber esto, o
que habrá mas episodios así y volverán a molestarnos y tal
vez les obsequiemos a los amigos otro reproche similar al
425
de hoy, sino lo que esto quiere decir acerca de uno mismo.
Hemos visto cosas como estas durante años y nunca nos
causaron problema. ¿Por qué es ahora que decidimos contestarlas? ¿Nos ha llegado acaso una madurez que trae algo
de humanidad a nuestra forma de ver estos asuntos? Y si es
así, ¿tenemos la autoridad moral de empezar a ejercer esta
labor vigilante? Para estas cuestiones, por el momento, no
tengo respuesta alguna que escribir aquí.
***
Un haiku:
Nunca seremos,
por más que lo intentemos,
nosotros mismos.
***
Estaba lavándome los dientes antes de irme a la cama,
con la puerta del baño que da a la calle abierta para que
entrara el fresco de la noche, y empezaron a oírse unos ruidos
fuera. Sonaba como algo que se movía entre las hierbas, pero
no había apenas luz para verlo, y el sonido venía del rincón
menos iluminado. Pensé que podría ser el sapo que nos visita
a menudo a estas horas, que debe tener en nuestro jardín su
territorio y hace sus rondas nocturnas a la caza de insectos,
pero el ruido era demasiado continuo, debía tratarse de algo
más grande y que se movía más rápido.
Salí a ver quien andaba robándole el protagonismo nocturno a nuestro amigo batracio, y después de un minuto
acabó apareciendo el indiscreto visitante: un erizo. Llamé a
Emilie para que saliera a verlo y nos quedamos mirándolo
mientras él seguía con su tarea, husmeando aquí y allá y
acercándose a veces tanto a nosotros que yo pensé que acabaría pasándome por encima de los pies sin darse cuenta.
Era un erizo no muy grande, con ese aspecto simpático que
tiene siempre estos animales, mezcla de su cara risueña y
ese aire como de peluche que le dan las púas, a las que por
426
alguna razón uno prefiere imaginarlas blandas y entrañables
en lugar de punzantes, como bien sabe que son.
Lo más hermoso, no obstante, no era el animal en sí, su
forma extraña o su apariencia amistosa, sino la forma en que
vagaba por el jardín y por la noche, con una actitud digna
de encomio. Qué animal más tranquilo, qué filosofía, no creo
que pueda encontrarse otro ser que deambule con ese estilo
tan pacífico. Parecía que se supiera solo en el mundo, como
si tuviera el pleno convencimiento de que no había nada ni
nadie que pudiera venir a inquietarle. Y así, con esa calma
de ser el último habitante, se paseaba cumpliendo su labor
no con indiferencia, sino con la mayor de las tranquilidades.
La escena era aún más chocante por suceder en una noche
tan oscura como esta, donde lo que cabía esperar era algo
más de tensión y desconfianza. Pero allí estaba aquel erizo,
despreocupado en su quehaceres, y lo que uno pensaba era
que solo la mayor de las inocencias podía explicar aquello,
una de esas ignorancias cándidas que llevan a la gente a
desdeñar los peligros de la vida por el simple hecho de
no creer que estos puedan existir. Y siendo así, el animal
resultaba todavía más entrañable.
Luego pensé que era todo muy lógico porque, ¿de qué
va a tener miedo una criatura así? Otro animal tal vez deba
estar más alerta para salir corriendo, o evitar meterse en
problemas, pero el erizo, con esas púas suyas, lleva consigo
todo lo necesario para defenderse y que no le ocurra nada
indebido. Y si es que topa con alguna bestia capaz de vencer
su armadura, poco puede hacer, así que para qué alterarse con tales perspectivas. Es, ya digo, un planteamiento
admirablemente parsimonioso.
Con historias así, se viene a un diario y se dejan apuntadas para que quede constancia de este episodio en el que
quien lo prosa aprendió a tomarse la vida con algo más
de filosofía, pero si se tiene alma fabuladora, se puede ir
algo más lejos y pergeñar una fabula como las de antaño,
con su moralina y sus animalillos. Ahora comprendo bien
el desempeño de aquellos fabulistas de otro tiempo, porque
ante escenas como esta que a veces le surgen a quien observa
el campo, es sencillo urdir un teatro con todas esas criaturas
427
y ponerlas a contar sus propias historias. Con esto y un
poco de ardid literario, esa historias acabaran contando las
nuestras, y eso es precisamente lo que constituye la fábula.
De esta mía, por ejemplo, con su erizo que va de este
porte por los campos nocturnos, se podría decir que uno
solo alcanza la tranquilidad completa cuando es capaz de
llevar consigo aquello que le protege, y que mejor aún si se
trata de una defensa pasiva, sin necesidad de entregarse a la
lucha. De esto, podría inferirse después su correspondiente
alegoría, a saber, que el hombre es como un erizo en sus
sentimentalidades, y que solo recorre la vida con reposo
cuando tiene sus alegrías y sus orgullos bien dispuestos, pues
son estos una suerte de púas afiladas con las que mantenemos
a raya las pesadumbres que el destino no cesa de barrer hacia
nosotros.
Mañana, si viene a su cita nocturna, me quedaré un
rato observando al sapo y a ver si soy capaz de contar sus
andanzas de esta manera. Algo me dice que no será tan
buen personaje para esta clase de fábulas.
***
A la literatura, como a todo, le va dando también su
forma el paisaje. La mano del territorio alcanza hasta los
párrafos y los versos, y en cada lugar hay una literatura
que debe mucho al entorno en que se gesta, no solo por los
temas o las miradas, sino por su misma forma.
Como el otro día tuve ese divertimento de escribir un
pequeño haiku, hoy mientras paseaba se me ocurrió ir pensando en otro, inspirado claro está en lo que iba viendo. Allí
estaban las piezas habituales de cada día: las colinas, los
setos, los cultivos, los ondulares de las plantas, los sonidos,
esa sensación de soledad controlada y amistosa. Y con esos
mismos ingredientes con los que acostumbro a crear historias
como las de estos diarios, fui sin embargo incapaz de formar
ni el primero de aquellos versos. Algo me decía, además,
que el asunto no era temporal, sino que con estas materias
primas no lograría ni hoy ni ningún otro día dar forma a un
haiku tal y como buscaba.
428
Se me antojó entonces la idea de que poner esta verdad en
esa clase de poema tenía poco sentido; cada cosa está hecha
para cumplir un cometido, y cada forma o estilo artístico
sirve para un tipo de realidad. No lo parezca quizás a simple
vista, pero ahora veo claro que un haiku que hable de este sur
francés es tan anodino como cantar la belleza del invierno
siberiano por bulerías o dedicarle un vals a los leones del
Serengueti. Se podría lograr una pieza decente, pero no cabe
duda de que hay mejores formatos para expresar esas ideas.
Desistí de mi empeño y si acaso escribiré esos poemas breves
acerca de cosas más abstractas, más intimas, que para eso
sí que sirve cualquier formato, pues para hablar de la vida
y la muerte no hay manera equivocada.
Esta influencia de los paisajes en las palabras es lo que
da parte de su interés a la literatura de viajes. Quien lo
escribe no trae tan solo su mirada extranjera y su forma
forastera de entender el lugar que visita, sino también su
estilo de hacer prosa, ese al que dio forma su tierra a través
de sus paisajes, y al escribir deja esas realidades viajeras
narradas a la manera de ese otro lugar en el que habita.
Combinaciones así entre orígenes y destinos pueden resultar
hermosas o no, pero hermanan los lugares y le dan a esa
literatura una pincelada de calidez, de solidaridad. Y esta,
todo sea dicho, es muchas veces la única emoción literaria
que uno encuentra en los libros de viaje, un género cada vez
más difícil de tolerar para quien va perdiendo las referencias
distantes y todo el exotismo al que hoy aspira es no más
escribir sus versos con una métrica desacostumbrada.
***
Es curioso el criterio que uno tiene para inscribir o no sus
historias en un diario. Sucede la vida como de costumbre y se
van repescando los sucesos que se juzgan relevantes, los que
causan sorpresa, los que despiertan una pequeña inspiración
y pueden acompañarse de alguna que otra reflexión. Aquellos,
vaya, que ayudan a entender mejor la vida y sirven de
portavoces de esta y de sus azares. Pero a veces, sin darnos
cuenta, dejamos fuera historias que debieran estar allí y que
429
ya nunca recuperaremos, o que algún día mucho después
será la memoria quien las reivindique, y en ese momento nos
preguntaremos por qué entonces no les dimos la atención
que ahora creemos que merecen.
Hoy recordaba, no sé bien por qué, una anécdota no solo
curiosa, sino también con una cierta valía sentimental, no
muy lejana, y que según caigo ahora no dejé escrita en su
día. La historia la he contado además en algunas ocasiones
al hablar con otras gentes, con lo que se podría decir que
es, aunque solo sea por resultar un relato simpático, una
historia más que solvente para ocupar las páginas de este
diario. Y sin embargo, al revisar lo que escribí en esos días,
no hay ni rastro de este episodio, que ni en ese momento ni
en los posteriores debí entender como algo valioso que llevar
al papel.
El caso es que mi amigo Miguel había venido a vernos, de
eso hará ahora más o menos un año, con la que en esos días
era su pareja. La chica la había conocido unos meses atrás, y
ella, que era estadounidense, andaba a caballo entre España
y México. Se veían en ocasiones contadas, y en una de esas
en que ella había venido a España habían aprovechado para
hacer una escapada hasta aquí para pasar unos días.
La muchacha era alta, rubia, muy guapa, bastante llamativa. No solo era muy atractiva, sino que se sabía tal,
carácter este que puede ser positivo o negativo, según la
persona en cuestión lo asuma. Yo diría que este caso era
más bien de estos últimos, porque tenía un punto arrogante,
y aunque era muy simpática, quizás le faltara esa sustancia extraña, inexplicable, que tienen las personas que nos
inspiran confianza desde el primer instante.
El caso es que, además de todo esto, parecía ser aficionada
a misticismos y espiritualidades varias, horoscopos, chacras,
energías y demás parafernalia new age. No perdía ocasión
de comentar con nosotros estas creencias, pese a la poca
atención que mostrábamos, no más que la justa para ser bien
educados, pues tanto Emilie como yo somos escasamente
espirituales.
Estábamos en el jardín Miguel, ella y yo, y en eso salió
Emilie de casa y dijo que a lo mejor bajaría luego a la
430
colmena para hacer algunas cosas y echar un vistazo. Miguel
dijo que aquello le interesaba, que le gustaría ir a verlo,
y ella, con igual o más interés, le preguntó a Emilie por
algunos detalles de las abejas, diciendo que ella también
era aficionada al tema. Emilie, que no podría imaginarlo de
otra manera, supuso que tendría también sus enjambres y
sacaría su propia miel, las cosas que un apicultor hace como
parte de su afición, pero ella le aclaró que no, que lo que ella
había hecho hacía poco era un tratamiento alternativo con
abejas, dejándose picar en el estomago a la espera de que
aquello tuviera unos supuestos efectos curativos. A Emilie
al oír esto se le quedó cara de poema, y yo que la conozco
bien veía que, más allá de esa cara, llevaba por dentro una
sorpresa más mayúscula aún que no expresaba.
—A mí me pican a veces. . . pero ojala no lo hicieran. No
me gusta mucho —fue todo lo que supo decir con una media
sonrisa, casi como disculpándose de lo banal que aparentaba
ser su relación con esos insectos.
Y es aquí donde está el momento clave de la historia, en
la reacción de Emilie, tan sencilla, tan falta de pretensiones,
que sin más que dejar traslucir su visión sencilla de las cosas
es capaz de desbaratar todos los artificios que los demás
ostentan.
Le preguntó después si al menos la experiencia había
sido buena, si había notado el supuesto efecto sanador del
veneno de las abejas, y ella le respondió que la verdad era
que no tenía ninguna dolencia que sanar en aquel entonces,
y que lo único que las abejas le habían dejado había sido
la lógica irritación e hinchazón. A esto Emilie ya no supo
responder más que con una sonrisa con un punto de malicia,
pero una malicia muy inocente, tierna, y luego me miró para
buscar confirmación de que alguien comprendía lo que ella
estaba pensando en ese momento y prefería no decir.
Allí estaban entonces las dos, no podrían ser más distintas entre sí, y yo miraba a Emilie y veía esa belleza tan
solida suya a la que no le hace falta añadido alguno, y el
contraste con la otra, con sus historietas artificiosas, tratando de revestir con sus gestos todo aquello de una pátina
de fatalidad y jugando a poner toda su sensualidad en esas
431
palabras, resaltaba en Emilie todas sus bondades. No sé,
entendía que la otra muchacha pudiera resultar atractiva,
deslumbrante, porque lo era y mucho, pero me resultó en
ese momento algo cómico, muy alejado del deseo; y Emilie,
por el contrario, tenía sin así quererlo un porte imponente,
tanta seguridad en su pequeño mundo que eso despertaba
todas las pasiones que yo guardaba.
Supongo que exagero en todo esto. Ya digo, es ahora
cuando escribo esta historia, pero la había contado alguna
vez antes, y eso ayuda a distorsionar las magnitudes. Se han
de escribir las historias lo antes posible para que, una vez
en el papel, nada pueda ya desfigurarlas, y si así sucede que
sea solo por nuestra propia voluntad literaria.
En lo fundamental, no obstante, las historias cambian
poco. La verdad que encierran, la fundamental —a saber: el
amor, la vida, la muerte, el miedo, una de esas pocas ideas
básicas de nuestra existencia—, sigue allí en el corazón del
relato, de la manera en que las canciones populares se tocan
de formas distintas a las originales pero mantienen siempre
su melodía, que es lo que las hace reconocibles y les da su
identidad más allá de unos u otros arreglos.
Y así seguirá esta historia, contandose quizás de forma
diferente a lo que aquí se dice, pero con esas mismas verdades
en su trasfondo: Emilie, su forma especial de ser, el regocijo
de observarla en estos trances, el convencimiento de que
estos sentimientos no han de marcharse ya. Verdades que,
escritas o no, en este o en otro relato, uno aspira a que no
dejen de constituir nunca el eje de su vida.
***
Ha empezado triste hoy el día. Había salido a dar un
paseo a primera hora antes de ponerme a trabajar, y ya
llegando a casa me cruce con el único coche de la mañana.
Venía en sentido contrario al mío, no demasiado deprisa, y
cuando no estaría a mas de cien metros de alcanzarme, le
salió de un arbusto un pajarillo, una curruca. Nadie tuvo
tiempo de reaccionar, y el coche se llevo por delante el
pajarillo sin probablemente casi ni darse cuenta. El choque
432
no hizo apenas ruido, y el pajaro quedó tras el impacto como
suspendido en el aire, como el vilano de un diente de león
al que parece darle pereza caerse.
Pensé que estaría muerto, porque había quedado tentido
en el asfalto y no se movía, pero cuando llegué a su lado
resultó que estaba vivo. Me vio acercarme y gasto sus últimas
energías en intentar huir, pero no logró más que desplegar a
medias un ala y arrastra el cuerpo un par de centímetros.
Después se quedó inerte, y respiraba a duras penas.
Lo cogí con cuidado y lo puse en el borde de la carretera,
sin saber muy bien por qué. Estaba roto, se le caía la cabecita
y el resto del cuerpo no tenía consistencia alguna, y no debía
quedarle mucho de vida. Pero estaba vivo, y yo estaba allí
con él y no había nadie más.
La escena se parecía un poco a esa de hace algunos días,
cuando la gata cazó un mirlo, pero esta vez era todo más
dramático, porque yo era el único viendo ese momento final
y ni siquiera estaba la gata para dejarle a ella la tarea de
acabar con su agonía.
Lo he dejado sobre la hierba y me he quedado sin saber
qué hacer. Se iba muriendo por instantes, quizás ya estaba
muerto cuando me fui, pero no podía hacer nada salvo
abandonarlo allí a su suerte, y aunque no me quedaran más
opciones, se hacía duro pensar que le dejaba allí solo y que yo
habría de ser lo último que viera. A veces el destino nos hace
responsables de tragedias en las que no hemos tenido nada
que ver, cuyo peso nos cae encima solo por algún azaroso
arbitrio del que nada podíamos haber sabido, y del que, por
tanto, no podíamos haber escapado de ninguna forma. Eso
es lo que me acaba de suceder a mí esta mañana.
Lo escribo ahora, poco después de que todo esto pasara.
Con estas emociones, cómo voy a ponerme a trabajar, si
apenas acaba de salir el sol y la vida le ha cargado ya a uno
un muerto que arrastrar toda la jornada.
***
Era media tarde y yo estaba preparándome para salir a
recoger a Inés cuando llamaron a la puerta. Fue una llamada
433
muy discreta, como asustada, apenas dejando caer el envés
de los dedos sobre la madera y sin tamborilear. Como sucede
siempre que alguien viene y llama, me sobresalté un poco
y me pregunté quién sería, porque aquí no se espera nunca
visita. Creo que más que inquietarme debería llenarme de
contento cuando esto sucede, porque hasta el momento
todas estas visitas imprevistas han traído historias de lo
más interesante, así que ese sonido de alguien que llama,
siempre precedido de pisadas por la grava de la entrada,
debería empezar a considerarlo como un aviso de que hay
una buena historia a punto de asomar la cabeza.
Era Judy, la vecina inglesa. Creo que nunca antes había
estado aquí en casa. Se la veía algo azorada, y lo primero
que hizo fue pedirme perdón por molestarme, muy educada
ella, muy inglesa en estos asuntos del protocolo. Venía, como
yo ya intuí al verla, para comentar algunos asuntos de su
espectáculo teatral, y sobre todo confirmar que seguía en
pie el plan de hacer mi pequeño concierto.
Le invité a pasar y no se lo pensó dos veces, supongo que
por poder cotillear un poco, y yo estuve encantado de que
entrase. Cuando uno no tiene inconveniente en que otros
miren sus cosas, es agradable ver el interés que ponen al
hacerlo, nos da una suerte de importancia, y es así que
ambas partes se gratifican mutuamente en este juego de las
curiosidades.
Su francés era mejor que de costumbre. Yo creo que traía
el discurso preparado, siendo que venía más a pedir que a
ofrecer. Aún así, se la veía como avergonzada, se le notaba
que la situación le daba algo de pudor, y no se le fue ese aire
hasta que acabamos de hablar y vio que yo había aceptado
sin problemas todas sus peticiones, y que a cada cosa que
me comentaba yo le había dicho que por supuesto, que no
habría ningún problema y podría contar conmigo, y que yo
estaba encantado de contribuir en todo lo posible.
Me dijo que harían un ensayo general el día antes, y que
si no me importaba pasar y que así vieran lo que yo tenía
pensado tocar y cómo encajarlo en el programa. También me
pidió si podía llevar la guitarra además del violín. Esto dijo
que era una petición personal de su marido, y a la pregunta
434
respondí con un sí rotundo, casi triunfal, porque si podía
llevar la guitarra me iba a sentir sin duda mucho más seguro
y no había razón para preocuparse. Era una buena noticia,
me puse muy alegre, y lo mismo hizo ella según veía que yo
aceptaba todo. Por último, me pidió un poco de ayuda, si
no era mucha molestia, para mover las sillas la mañana de
antes desde la salle des fêtes. Dijo que serían nada menos
que cien sillas, lo cual me hizo pensar en el volumen de
público que esperaban, mucho mayor de lo que yo habría
supuesto, pero también en que ahora, pudiendo hacer el
concierto con la guitarra, aquello no solo no me importaba,
sino que incluso sería más interesante si la audiencia era en
efecto más multitudinaria.
Cuando se iba, le propuse que saliera por la puerta de
atrás, para así evitarse toda la vuelta, y esta idea pareció
divertirla mucho. En ese punto, yo creo que cualquier cosa le
habría hecho reír, reír con una risa algo tonta, como nerviosa,
feliz, que supongo que venía de la tranquilidad de haber
soltado ya con éxito toda su rogativa y de que yo le hubiera
dicho que sí a todas sus propuestas.
Cuando me quedé solo en casa, todo esto me resultó
muy reconfortante. Es hermoso ver las ilusiones de otro
arribar a buen puerto sin dificultades y la satisfacción de
que va disfrutando en el camino. Pensé que era en realidad
una suerte participar en este teatro suyo; a fin de cuentas
es otra forma más de afianzar los lazos con quienes viven
aquí junto a nosotros, y eso siempre es bienvenido. Luego
me la imaginé llegando a su casa y contándole a Sandy, el
marido, las buenas noticias. Él estaría tomándose su copita
de vino y haría algunos de sus gestos cómicos, y después
probablemente se serviría otro poco más y continuaría como
si tal cosa, con esa actitud que tiene de costumbre, que
parece que todo lo que suceda más allá de esos pequeños
placeres suyos ni le incumbe ni le ha de perturbar en modo
alguno.
Y con estas imaginaciones en la cabeza, recogí a Inés,
volví a casa, y me serví yo también una copa, pues era una
de esas veces que uno, sin saber muy bien por qué, siente
ganas de brindar por su felicidad, o por la ajena, o por la
435
de vaya usted a saber quién, que eso poco importa si es que
al menos hay alguien que es feliz en este mundo.
***
Estuve leyendo unos versos de Roque Dalton, que es
uno de esos poetas de los que había oído hablar muchas
veces pero, por una u otra razón, apenas había leído en
otro tiempo. El descubrimiento, aunque ya tardío, estaba
siendo de lo más revelador. Es un gran poeta, qué pena no
haberlo leído antes. Tiene unos versos contundentes, muy
hermosos y al tiempo acerados, y de una claridad a veces casi
traumática. Me surgió el impulso poético como hacía mucho
que no lo tenía, y además de leer una buena colección de
sus poemas, me fui a coger los míos y releerlos, que también
hacía mucho tiempo que no los visitaba.
Cuando uno ha escrito sus propios versos, los versos de
otro que le gustan son tales no solo porque en sí sean valiosos,
sino porque se asemejan a lo que uno querría escribir, le
resultan más cercanos, casi como si fuera la vida propia y no
la de ese poeta la que estuvieran cantando. Y este regreso a
mis viejos poemas supongo que era también por constatar si
había alguna semejanza entre ellos y los que ahora venía de
descubrir, a la búsqueda de ese reconocimiento más valioso
de todos, que es el que uno mismo se dispensa.
El caso es que mis propios poemas me dejaron gratamente sorprendido, me parecieron ahora mejores de lo que los
recordaba y me llenaron de orgullo. Sobre todo, me parecieron mejores que lo que hoy escribo, y ese yo de hace tantos
años se me antojó un rival literario inasequible. Debía tener
yo poco más de veinte años en aquel entonces y una pasión
poética de cuya intensidad no me resta más que el recuerdo,
y la perspectiva de esta distancia se me hizo al contemplarla
muy grata, como si viera un gran futuro en aquel poeta que
yo era. Y todo ello, aun sabiendo que ese futuro, que es este
presente mío de ahora, no ha hecho sino diezmar el poco
arte que pudiera tener entonces frente a las estrofas.
Madurar es, entre otras muchas cosas, esto mismo: perder
algunos de nuestros talentos, acaso los más brillantes, a
436
cambio de pulir otras de nuestras habilidades, esas que menos
destellan pero nos ayudan a combatir el tiempo de mejor
forma. En aquel entonces yo era mejor poeta, como también
era mejor deportista y es probable que mejor estudiante, y
más despierto, más inteligente, más apuesto y quién sabe
cuántas otras cosas más. Pero estos cambios se miran sin
nostalgia, porque echar de menos los talentos que uno pudo
tener es como sentir envidia de uno mismo, y la envidia es
una forma de rencor y el rencor para consigo es de las peores
cosas que pueden albergarse.
Se perderán otras cosas en el camino, no hay duda. Lo
preocupante es que, las que aún quedan, aparentan ser todas
ellas mucho más valiosas que esas aptitudes pasadas para los
versos y los ritmos, cosas vitales que tendrán, cabe esperar,
igual destino. Y siendo así, ¿cómo encararemos esas faltas
el día de mañana? ¿Qué pensaremos cuando nos abandonen
las memorias, las seguridades del ahora? Se dirá entonces
que ya no es madurar, sino envejecer, y que estos solo son ya
los años del declive, pero en realidad no es sino una forma
distinta de seguir madurando, esta, no obstante, con un
precio mayor a cobrarse.
Porque ese madurar, cuando quien piensa en ello es
todavía joven, se entiende como el resultado de la experiencia,
a la manera de esa esa madurez de los vinos a los que el
tiempo va regalando valor a cambio de su paciencia. Pero
según pasan los años, lo que uno comprende (y eso es lo
único que el tiempo nos da, no la madurez en sí sino esta
claridad de ideas) es que madurar no es una cuestión de
cuánto queda a nuestras espaldas, sino de cuánto tenemos
aún por delante. Y se aprende que la sabiduría de la madurez
no llega por cuanto se sabe ya de la vida a base de haberla
ido viviendo, sino por cuanto uno va sabiendo de la muerte
a fuerza de poder observarla cada día más de cerca.
***
He aquí una premonición: llegará un día, dentro de,
digamos, veinte años, y esta vista no habrá cambiado. Será
un día no muy distinto al de hoy, quizás más nublado, quizás
437
más caluroso, pero con luz de verano en todo caso. Yo tendré
en ese tiempo, haciendo el cálculo, casi sesenta años, una
edad respetable pudiera decirse, al menos según la imagino
ahora. Quisiera pensar que conservaré para ese entonces un
mínimo de salud, así que seguiré haciendo estos paseos, y
arribaré en ese día, probablemente temprano, a lo alto de
una colina como la que hoy he subido. Y al partir atravesaré
el pueblo y desde allá arriba miraré la tierra, y todo eso,
pueblo y tierra, gente y paisaje, no será apenas distinto de
como es hoy. Creo que si me dieran una fotografía de todo
esto hecha dentro de esos veinte años, bien podría afirmar
que fue ayer que se hizo.
Desde hoy hasta entonces, mucho ha de cambiar el mundo, de eso no hay duda. Yo seré, por supuesto, muy distinto;
también lo será Emilie, pudiera ser que más incluso que yo;
Inés será una mujer y quizás ya no viva en esta casa; y nuestros padres, triste es escribirlo de esta manera, es probable
que no estén vivos cuando ese día llegue. Las ciudades que
conocemos no serán las ciudades de hoy; los pueblos que
frecuentamos habrán crecido y serán pequeñas ciudades, o
pueblos más grandes, o los habrán devorado el olvido y las
frondas. Y es entonces, al pensar esto, cuando uno se da
cuenta que esta estampa, a pesar de todo ese cambio, no es
capaz de imaginarla de otro modo, ya sea mañana o dentro
de muchos años, porque pocas cosas debe haber que se antojen tan estables. No, nada de esto habrá cambiado, esa es la
premonición, y llega, como lo hacen todas las premoniciones,
sin que el visionario sepa de dónde ni a que obedece, solo
que haría bien en contarlo para hacer más tolerable la espera
hasta que el tiempo la desmienta o la ratifique.
Llegará un día, dentro de, digamos, veinte años, y ante
esa realidad del mañana tendré mis felicidades y, es probable,
también mis desasosiegos y mis cicatrices. Y será entonces
cuando subiré a una de estas colinas, en ese paseo tempranero, y veré lo mismo que hoy. Y, si es que acaso es cierta
esa tristeza futura, recordare este día, lo pequeña y frágil
que es aún mi hija, el rostro de Emilie y el beso que nos
dimos cuando volvió del trabajo, la llamada que me hicieron
mis padres que aún andan llenos de energías e ilusiones; y
438
se irán por un instante las pesadumbres para que el pasado
insufle una punta de felicidad que habrá de durar apenas
nada, pero que será más que suficiente.
Llegará un día, dentro de, digamos, veinte años. He
aquí mi premonición. Y he aquí también, para que quede
constancia, una forma distinta de explicar por qué amo tanto
este lugar en el que vivo.
***
Me encontré en la carretera, no muy lejos de aquí, un
tractor de lo más divertido. Era muy viejo, se veía sobre
todo en la matrícula, de época, de las que aún tenían pocas
cifras, y en el modelo en sí, que tenía un aspecto antiguo
y muy básico, de tecnología rudimentaria. El tractor, no
obstante, estaba en muy buen estado: la pintura estaba bien
cuidada, las ruedas parecían casi nuevas y no se veía ningún
desperfecto. Y, raro para un tractor, estaba bastante limpio.
El tractor era peculiar, no hay duda, aunque no resultaba
tan anodino si se prestaba atención al conductor, que hacía
una pareja perfecta con la máquina. Se trataba de un hombre delgado, de unos sesenta años, vestido con una camisa
azul que recordaba a las que suelen llevar los conductores
de autobús, bien planchada, y la cabeza cubierta con un
pequeño sombrero con motivos escoceses. Creo que nunca
se vio un agricultor tan elegante, no el menos mientras trabajaba con el tractor, porque en el fondo tenía esa elegancia
humilde pero efectiva de los hombres de campo visten para
las ocasiones especiales.
Con un poco de imaginación, se diría que aquel hombre
no estaba trabajando, sino que iba a una cita y se había
puesto sus mejores galas. Siendo el hombre de esa edad ya
mayor, y el tractor de esa antigüedad y ese lustre, uno bien
podría creerse que este último era uno de aquellos sedanes
lujosos de otrora, y que así iban, tan pintiparados, el vehículo
y su dueño al encuentro de alguien, supongamos que una
mujer merecedora de sus galanterías.
El tractor iba recortando las hierbas al borde de la
carretera, y como esta era estrecha, fui detrás de él durante
439
un tiempo hasta que se llegó a un breve ensanche y el
hombre, muy atento, me dio paso. Aproveché para echarle
una mirada curiosa cuando le adelanté, y el me devolvió una
sonrisa.
Todo esto sucedería algo después del mediodía, y por la
tarde, cuando fui a recoger a Inés, resultó que ese mismo
hombre en su mismo tractor de antaño estaba trabajando
la carretera que va a casa de Christine. Esta vez me lo
crucé de frente, y aunque el encuentro fue ahora más fugaz,
tuve ocasión de mirarle desde el otro lado. Seguía teniendo
el mismo aspecto, el mismo aire risueño, y me devolvió
una sonrisa como más distendida que la última vez, aunque
dudo que me recordase. Quizás era solo que iba más feliz que
antes, pensé. Tan solo le faltó levantarse el sombrero para
saludarme, y entonces aquello habría sido ya sencillamente
perfecto. No debo haber visto en mi vida muchas escenas
tan bucólicas como esta, era una estampa entrañable como
pocas.
Cuando Emilie volvió, estuvo unos minutos en casa y
luego dijo que iba a la salida del pueblo, hacia la casa que
llaman La Glaciere. Hay a la entrada de esa casa unos robles
que están saliendo al borde de la carretera, y quería ir a
poner unas estaquitas para señalizarlos y que no cortaran
allí la hierba. El alcalde le había avisado que hoy o mañana
pasaría alguien con la cortadora, así que no quería perder
tiempo.
Oyéndola hablar, uno se imaginaría a un operario gris
manejando la cortadora, pasándola por los bordes sin mirar
lo que va cercenando, más interesado en sus asuntos banales
que en lo que deja o no al borde del camino, o tal vez malhumorado y pensando en todo aquello que le irrita. Alguien
a quien no le tendríamos ninguna simpatía, y cuya labor no
es ya cuidar la apariencia de las carreteras, sino cortar sin
piedad arbolitos incipientes como esos dos robles en cuyo
auxilio Emilie fue con tal premura.
Pero claro, yo sabía que no era el caso, porque estaba
claro que sería ese hombre del sombrero quien vendría a
hacer esta labor, si no era que ya la había ejecutado. Y
en ese caso, no lo imaginaba gris sino radiante, y si no se
440
percataba de la presencia de los árboles y los cortaba, no
era por insensibilidad o mala práctica, sino por andar tal
vez ensimismado en sus pensamientos románticos o por el
anhelo de acabar lo antes posible para llegar a esa cita a
lomos de su particular carruaje.
Volvió Emilie contenta: los árboles seguían aún allí. Fuera la tarde empezaba a apaciguarse y los calores se iban
retirando. No se oía otro ruido que el de algún pajarillo más
casquivano que el resto. No había tractores trabajando en
los alrededores. En algún lugar, un hombre ilusionado había
llegado a su cita.
***
Mañana se irán de la empresa otras dos personas más.
Apenas quedamos cuatro de los que estábamos antes de
comenzar esta nueva etapa, y a punto estoy de convertirme
en el más longevo de todos. En algo menos de tres años, se ha
regenerado toda la compañía menos nosotros, y es momento
para preguntarse si seguirá siendo la que era entonces a
pesar de todo, igual que eso que dicen de que cada diez
años se regeneran todos los átomos del cuerpo y a pesar de
ello seguimos siendo los mismos, sintiendo la misma persona
dentro.
Tres años no son nada, al menos en estos vaivenes laborales que para otros parecen ser mucho más breves y que yo
veo como algo de ciclos más largos, de variaciones a repetirse
muy pocas veces en la vida. En realidad, me imaginaría toda
la vida en este trabajo si así pudiera ser, si no es que el
caprichoso mercado lleva a esta empresa a la quiebra o a otro
desenlace que frustrase este plan mío. ¿Para qué cambiar si
esto me satisface? ¿Tan malo es acaso este inmovilismo mío
para con algo, el trabajo, que no sustenta ni las felicidades
ni los valores de la vida?
Me invitaron hace algunos años a dar un curso de un
único día, no recuerdo ahora mismo en qué país. La organización corría con todos los gastos de viaje, y por aquella
jornada de trabajo me pagaba una cantidad muy sustanciosa, pudieran ser dos o tres mil euros. El curso en sí, además,
441
era interesante, exigente pero con un público de calidad, de
los que satisfacen a quien lo imparte, lo cual sucede raras
veces.
Ocasiones así se me presentaban en muy contadas ocasiones, pero le comenté a mi novia de entonces que, si pudiera
conseguir uno así cada mes, aquella sería para mí una vida
de lo más feliz. Qué más se podría pedir: un par de días de
trabajo al mes, dinero suficiente y todo el resto del tiempo
para dedicarme a mis otras ocupaciones. Lo dije de la manera en que se enuncian las fantasías no demasiado imposibles,
como si el citar en voz alta lo que uno sueña, cuando es
una posibilidad no excesivamente remota, pudiera darle un
último empujón para que acabe sucediendo. Supondría que
ella se reiría de mí por ser así de iluso, pero en lugar de
eso, lo que me dijo es que, si hablaba en serio, entonces mi
actitud le defraudaba, porque creía que yo era alguien con
más ambición profesional. Casi diría que se sintió ofendida
por ver que yo tenía aquellas perspectivas de futuro, quizás
porque le fue fácil extrapolar y pensar equivocadamente
que mi filosofía sería similar en todos los asuntos de la vida,
incluidos aquellos que le atañían a ella directamente. Como
no sabía bien que decir, le dije que yo también me sentía
defraudado por aquel comentario suyo, así que la cosa quedo
en paz.
Es solo una anécdota, algo más llamativa que otras si
cabe, en este historial mío de escasa ambición profesional.
Y cabe preguntar, ¿por qué nos ha de hacer mejores esa
ambición profesional? ¿De qué nos sirve ambicionar una
carrera más allá del punto en que nuestra ocupación ya
nos permite una cierta tranquilidad y poder dedicarnos al
resto de quehaceres? Hay solo dos cosas que uno puede
lograr en la vida: amor y tiempo. Lo demás no son sino
accesorios alrededor de aquello, los muros sin carga que
visten el edificio que otros sostienen. Pero es solo a eso que
vale la pena aspirar, el resto nada sino fatuo pasatiempo o
necesidad aledaña.
No soy menos ambicioso que otros, yo diría que incluso
lo soy más, pero es en otro lugar donde están mis ambiciones.
Por ejemplo, hay más ambición y más delirios de mañana
442
en este diario que en toda mi carrera laboral hasta la fecha,
y esto no lo veo sino como motivo de orgullo.
Escuchen, yo ya tengo un trabajo que me alcanza para
satisfacer todas mis necesidades. Dejémoslo así, sin delirios
innecesarios, sosteniendo con este desempeño el resto de los
mimbres, que es en ellos donde están los sueños que habrán
de darme verdades y alborozos con que hallarle sentido a la
vida.
***
Estabamos sentados en la alfombra, esperando para ir
a casa de Christine. Inés se entretenía con unas piezas de
Lego y yo, como veía que ella estaba más o menos tranquila,
había cogido un libro y leía un poco. Cuando se cansó de
las piezas, vino hacia mí e intentó agarrar el libro, pero no
la dejé. En su lugar, estiré la mano y le alcancé uno de sus
libritos, uno de bebés animales con texturas para tocar que
le gustan mucho. Lo cogió con las dos manos y se le iluminó
la cara. Luego se giró y me dio la espalda, y reculando un
poco vino a colocarse justo enfrente de donde yo estaba,
en el espacio exacto que quedaba delante de mis piernas
cruzadas. Entonces echó una última mirada para cerciorarse
de que la posición era la correcta y, sin miedo alguno, se dejó
caer hasta acabar sentada en mi regazo, me miro una vez
más con una sonrisa ahora más pícara, y se puso a curiosear
su libro.
Y así estuvimos, ella sentada encima de mí y yo con
mis brazos extendidos sujetando mi lectura y al tiempo
abrazándola sutilmente, cada uno atrapados por nuestras
literaturas y por esa otra literatura, la de la vida, que
siempre nos habrá de dar historias más profundas que las
que podemos poner en un papel.
***
Hemos comprado un nuevo sofá para el salón. El viejo
pensamos ponerlo en la cabaña para que haga las veces de
cama de invitados, así que más que una compra caprichosa
ha sido una medida necesaria.
443
Lo de tener un nuevo sofá más cómodo y algo más
elegante es una noticia bienvenida, claro está, aunque ni
Emilie ni yo somos demasiado apasionados en lo que a
decoración se refiere. Redecorar la casa no nos procura
mucha emoción, no hay más que vernos, y si lo hacemos es
por una mera cuestión práctica. La madre de Emilie, por
el contrario, se ha puesto de lo más contenta al saber de
nuestra reciente compra. A ella, que no es especialmente dada
a entusiasmarse con las historias de Emilie, y mucho menos a
expresar ese entusiasmo, esto del sofá le ha hecho una ilusión
inusitada. Más que ilusión sonaba a alivio, a esa felicidad
que se tiene cuando uno confirma que ha sucedido algo que
esperaba. Emilie lo ha comentado entre risas, preguntándose
por qué estos sucesos aparentemente estériles causan a veces
tanto regocijo a nuestros padres.
A los míos aún no les he dicho nada sobre el nuevo sofá,
pero lo más probable es que el anuncio tenga un efecto
similar. No sería la primera vez que muestran su satisfacción
por vernos avanzar en esta clase de labores domésticas. Sin
ir más lejos, desde que supieron que estábamos restaurando
la cabaña, no dejan de preguntar sobre el avance de los
trabajos, y en estos últimos días en que la labor está parada
por un problema de suministro (la puerta al parecer no
estaba disponible en el fabricante), preguntan más si cabe,
como ansiosos de saber si se acerca ya el desenlace y verán
culminada de una vez por toda esta obra, lo cual habrá de
causarles, estoy seguro, una gran alegría. Distinta tal vez,
pero tan intensa o más que la que nos causará a nosotros.
Uno pensaría que estos intereses son un tanto materialistas; pareciera que tienen más inquietud por ver si la obra
avanza o si cambiamos la decoración del salón que por saber
las noticias más humanas, las que tratan directamente de
nosotros mismos. Pero en el fondo, es por nosotros por quienes se interesan a través de estas cuestiones, como si estas
fueran indicadoras de nuestra marcha y fueran además más
fiables que lo que nosotros podemos contar directamente. Es
de este modo como hemos de entender esas preguntas, esas
reacciones, porque no son sino eso, formas de tomarnos el
pulso y estar tranquilos sabiendo que todo lo nuestro sucede
444
como debiera. Serán tal vez distintas a las de otro tiempo,
pero no son al fin y al cabo sino lo mismo que ellos han
venido haciendo desde siempre en su papel de padres.
Cuesta no olvidarlo, pero los hijos no dejan de ser hijos
y los padres no dejan de ser padres, y unos y otros, hijos
y padres, tampoco cesan de evolucionar nunca. Estos ritos
de paso confortan a los padres, porque ven que la descendencia sigue sus pasos y cruza estas señales invisibles que
ellos también pasaron, lo cual interpretan como un síntoma
inequívoco de que van por el buen camino. A los hijos, a
su vez, estos sucesos les inquietan, les sorprenden, porque
ponen de manifiesto la distancia que sigue habiendo entre
ambos. A veces los hijos nos creemos que el tiempo nos
acerca a nuestros padres, porque hacemos cosas que un día
les vimos hacer a ellos y eso nos da sensación de ir aproximándonos, pero olvidamos que en este tiempo ellos también
han seguido avanzando, y que de la ventaja que nos llevan
en esto de vivir no vamos a poderles arañarles jamás ni un
solo segundo.
Es pronto aún para pensar en cómo será esto cuando
seamos nosotros quienes juguemos el papel de padres. ¿En
qué gestos ridículos pondremos atención para ponderar la
vida de Inés, la madurez que ya no podremos calibrar más
que desde la distancia? Con estas ideas en la cabeza, se
mira hacia atrás y uno ya no ve su historia, sino la distancia
insalvable que media entre nosotros y nuestra hija. Y a
uno y otro lado de esta, así por siempre, cada cual gritando
consignas a través de ese abismo para acaso hacerle entender
al otro cómo se ve la vida desde su oteadero.
***
Ha sido un fin de semana extraño. Se sabía de antemano
que iba a ser así, extraño en el sentido positivo de la palabra, en tanto que eran unos días desacostumbrados, de
actividades nuevas y relevantes, y que por ello yo esperaba
con cierta emoción.
Emilie se fue el sábado con sus compañeros de trabajo,
para despedir a uno de ellos que se va a vivir al norte del país,
445
y se llevó a Inés con ella. Yo tenía pensado acompañarla,
pero al final me quedé en casa para ir al ensayo de la obra
de teatro y ultimar el plan del concierto con los ingleses,
que sería el domingo por la tarde.
Pasé por casa de Hicham antes del ensayo, por la tarde,
porque habíamos hablado de tocar juntos tal vez, aunque
no teníamos nada preparado. Se lo había pedido unos días
atrás para que me acompañara con la guitarra y así no tener
que tocar el violín a solas, pero como al final llevaría yo
mismo mi guitarra, no me pareció tan necesario y no insistí
demasiado. Fue él quien se acordó y me llamó por la mañana,
por confirmar la cuestión aunque fuera la misma víspera y
hubiera poco tiempo para ensayar.
Había dos chicas con él en el molino: una a la que me
sonaba haber visto antes, delgada, con un corte de pelo
raro y muy poco habladora, y la otra mucho más normal,
más dicharachera, con una expresión muy dulce y un aire
tranquilo. Resultó que esta última era española, vivía en
Toulouse y venía acompañando a la primera, que era la
amiga directa de Hicham. Estaban trabajando en desmontar
unas vigas de madera; les dejé hacer y les dije que pasaría
dentro de una hora, cuando hubiera acabado con el ensayo,
y entonces ya discutiríamos sobre la música y otras cosas,
y si no al menos podríamos cenar juntos, porque yo estaba
solo en casa y no tenía nada mejor que hacer.
El ensayo el realidad no fue tal, al menos para mí. Había
un grupo pequeño, de unas diez personas, todos ingleses,
leyendo algunos textos en el centro del recinto que habían
delimitado con las sillas, en mitad de una pradera amplia
que estaba recién segada. Hablé con ellos un poco peor no
me pidieron que tocará, solo querían asegurarse de que no
había nada extraño en el plan.
El castillo, al que era la primera vez que yo entraba,
resultaba mucho más aparente de lo que se colegía viéndolo
desde fuera, no ya por el edificio, sino por el enclave y el ambiente, obviamente elegido con buen tiento por quién fuera
que lo había construido. La vista desde allí era magnifica, se
divisaba toda la cadena de colinas de este lado del valle, y
al final, entre los árboles, asomaban algunos de los edificios
446
más altos del pueblo: el ayuntamiento, la iglesia. Sin entrar
y verlo así, uno no acierta bien a explicarse por qué este
castillo está ahí, en un lugar tan poco especial, pero una
vez dentro eso cambia, porque no debe haber atalaya mejor
que ese jardín para observar este paisaje. Si algo tenían
quienes en su día alzaban castillos como este era un gusto
fino para los asuntos paisajísticos. Y, claro está, el poder
suficiente para poder construir allá donde ese sentido estético les dictara que habían de poner su fastuosa residencia.
El propietario actual, un inglés que no viene más que un
par de veces al año y lo cede a sus compatriotas para este
espectáculo teatral, parece ser que conserva el buen ojo para
elegir enclaves hermosos. Que también dispone de la liquidez
necesaria para adquirirlos es algo que se da por hecho.
Volví a casa de Hicham antes de lo esperado, y estuvimos
ensayando un par de canciones y charlando un poco, y me
quedé a cenar con ellos. Propusieron ir a Vic, al festival de
música latina que hay estos días, y yo dije que me parecía
buen plan, aunque no andaba con demasiada energía. Lo
cierto es que hubiera hecho mejor quedándome; había demasiada gente y las aglomeraciones así cada día las enfrento
con mayor incomodidad.
De vuelta, la casa a solas se me hizo extraña como sucede
siempre en días así, y si lo fue menos, fue por la pequeña
vorágine de actividades de estos dos días, que me mantienen
el pensamiento ocupado, no porque me vaya acostumbrando
a ello.
Todo esto sucedió el sábado, pero el día intenso era hoy
domingo, con el concierto en Jegun por la mañana y la parte
musical del teatro en el castillo por la tarde. No hay mucho
que decir, salió todo correcto, sin contratiempos, y quizás
esto sea lo que ha de contarse, que para bien o para mal no
sucedió nada destacable y lo que parecían eventos decisivos,
vinculantes, se demostraron meros tránsitos, tramites algo
más agradables que el resto pero trámites al fin y al cabo.
En el concierto de Jegun el público era muy atento y
a la vez muy relajado, de los que ayudan a que uno no se
ponga nervioso y haga su música de la mejor manera. Vino
un hombre a preguntarme al final, mientras guardaba la
447
guitarra. Dijo que su mujer tocaba algo de flamenco, y que
todos en su mesa habían disfrutado mucho del concierto.
Como el ambiente estaba muy distendido, le pasé la guitarra
a la mujer para que tocará un poco. Se moría de vergúenza,
pero acabó por tocar algo, eso sí, entre disculpas y excusas,
porque su marido había exagerado un poco y la verdad es
que ella no sabía más que tres rudimentos. Intención tenía,
de eso al menos no había duda.
Michael me invitó a una cerveza, y esos minutos últimos,
yo solo mientras él iba cerrando el bar y quedaba ya muy
poca gente en las mesas de la calle, fueron minutos reposados
y melosos, muy dulces. El mejor momento tras un triunfo o
una conquista, o en su defecto tras una labor bien ejecutada
como esta, no es la euforia inmediata, sino lo que acontece
cuando uno se encuentra por primera vez de nuevo a solas
y tiene ocasión de paladear el logro. Y así este rato breve,
que no duró más que lo que tardé en beberme esa cerveza,
fue de lo más placentero y al tiempo muy íntimo, pues uno
descubre en estas transiciones cosas siempre valiosas de de
sí mismo.
Después volví a casa, comí algo y descansé un poco.
En el castillo, la verdad es que nada podía haber salido
mal porque era todo, mi actuación incluida, de lo más irrelevante. Aquello no era más que una excusa para congregarse,
y lo de menos eran el teatro o la música. Podría haber sido el
más perfecto de los números o el concierto más estrepitoso,
que hubiese dado lo mismo. A nadie parecía importarle el
espectáculo.
El teatro en sí era, como ya predije, muy pobre. Las
sillas estaban dispuestas en dos bloques y en medio estaba
el escenario. Como era al aire libre y no había megafonía
alguna, si soplaba el viento de uno de los lados, la mitad
del respetable no oía apenas el discurso. Una parte era en
francés y otra en inglés, y entre el público había franceses e
ingleses, ninguno de los cuales conocía el idioma de los otros.
Es decir, que bien por cuestiones de emplazamiento o bien
por cuestiones lingüísticas, allí nadie alcanzaba a escuchar y
entender la totalidad de la obra, lo cual hacía que perdieran
la atención rápidamente y se dedicaran a otras cosas, a saber,
448
echar una cabezada, hablar con el de al lado o perderse en
divagaciones varias. Mi música, en el rato que estuve tocando
con la guitarra al inicio del espectáculo, despertó aún menos
interés, era como una decoración a la que nadie prestaba ni
la más mínima atención. No que me importara, la verdad,
pues no era en este evento que pensara hacerme reputación
musical alguna, pero se hace extraño tocar para un público
tan impermeable. En el entreacto, Hicham y yo tocamos
algunas canciones con el violín y la guitarra, que salieron bien
para lo poco que habíamos ensayado, y a lo que contribuiría
la poca presión que teníamos, pues si ya de por sí el público
no hacía mucho caso, cuando comenzaron a aplicarse el vino
y los canapés que se servían en el intermedio su atención
cayó aún más por los suelos.
Ya digo, el objetivo del evento no era otro que socializarse,
eso resultaba obvio. A esto aquí en Francia lo llaman el alibi
culturel, esto es, montar un sarao cultural como este con
el único fin de hacer otra cosa, las más de las veces picar
algo, beber y parlamentar con el resto de la concurrencia.
Suponía que el ambiente sería de este estilo, pero no que
el poco interés por la parte cultural del evento fuera tan
explícito, la verdad sea dicha.
Como los anfitriones y la mayor parte del público eran
ingleses, aquello recordaba un poco a las carreras de caballos
de Ascot, esas en las que va todo el mundo tan emperifollado, y en las que, como aquí, la carrera en sí es lo de
menos y lo único que importa es el evento social. Cierto es
que aquí había variedad de estilos, desde los más rurales
y desenfadados hasta los más refinados, estos últimos con
mucho de impostura y ganas de aparentar más de lo que se
tiene, como suele suceder. Estaban en este grupo (aunque
ellos eran menos ostentosos, es de suponer que porque en
este contexto no les hacía falta) el dueño del castillo y su
familia. Él vino a hablar con Hicham y conmigo cuando
acabamos de tocar. Hablaba algo de francés, no mucho, pero
lo justo para entenderse. Trajo a su hijo, del que dijo que
sabía español, y le hizo intercambiar algunas frases conmigo,
las suficientes para ver que el chaval no tenía ni idea de esta
lengua. Estuve por soltarle alguna buena grosería castellana
449
o enseñarle alguna mala frase diciéndole que era un dicho
inocuo, aprovechando que ni él ni el resto entendían nada,
pero al final me abstuve de ello. Tanto el dueño como su
mujer, de rasgos filipinos, así como sus hijos, eran simpáticos,
pero enormemente fatuos. Por suerte, la conversación con
ellos duró apenas un par de minutos.
Recogí mis cosas antes de que terminara la segunda parte
del teatro y me vine a casa después de haber estado un rato
charlando con el alcalde, que se veía que estaba allí más
por obligación que otra cosa, y que como es natural prefería
hacer chascarrillos antes que atender a una representación
de la que no entendía apenas palabra.
Emilie llegó poco más tarde. Después de la reunión con
sus compañeros anoche, se había quedado en casa de sus
padres para hoy celebrar el cumpleaños de su abuelo. Fue
un reencuentro hermoso, porque aunque apenas llevábamos
24 horas separados, con tanta actividad desacostumbrada a
uno se le antojan más largas estas separaciones.
Y así, diferente pero sin nada especial, pasa este fin de
semana que tenía la sensación de estar esperando desde
hacía tiempo. Pudiera ser por el concierto de Jegun, a fin de
cuentas mi primera ocasión de tocar un repertorio completo
de guitarra frente a un público, o pudiera ser por el pequeño
concierto de violín y la inquietud que me perseguía, pero
parecía que el único objeto de las últimas semanas era
conducirme a este día, donde quizás por ello anticipaba que
algo más definitorio habría de suceder. Y ahora, en la otra
cara ya de este episodio, uno ve que nada ha cambiado, que
no había más razón para impacientarse por esta fecha que
por cualquier otra.
Suceden a menudo a estas expectativas confusas. Creo
que lo hacemos para crearnos la ilusión de que nuestro vivir
posee todo el relieve que nos gustaría, que aunque lo tiene
ya de por sí —a veces incluso demasiado—, pudiera ser que
no lo percibamos y debamos dárselo nosotros mismos. Marcamos en el camino hitos a alcanzar, en ocasiones sobre un
episodio en efecto relevante, pero otras en rincones arbitrarios del calendario, por romper la planicie en que se nos va
convirtiendo la vida, y al alcanzarlos creemos estar arriba de
450
una cima, desde donde podemos columbrar pasado y futuro.
Y eso hacemos, miramos hacia delante y hacia atrás, pero
nada cambia, todo lo más constatamos que hacia el frente
quedan aún más montañas, o planicies, y que el final no se
avista todavía. Y seguimos camino y pronto buscamos otro
lugar donde dejar un hito, hacerlo destino hasta alcanzarlo
y volver a comenzar en él el mismo ciclo.
***
Mientras tocaba la guitarra antes de que empezará el
teatro, se me acercó una mujer de unos 65 o 70 años. No
es que tuviera más interés que los demás en la música; de
hecho incluso tenía menos —si es que eso puede ser posible—
y mostró poco respeto por mi labor, porque me abordó a
mitad de una canción y no tuve más remedio que parar de
tocar para hablar con ella.
La mujer, española ella según dijo, había oído mi música
y reconocía el sonido español y flamenco de las melodías, y
de ahí había supuesto que yo debía ser compatriota suyo.
Vino a preguntármelo y yo le dije que sí rápidamente por ver
si se iba y me dejaba tocar, pero la respuesta le dio ánimo
para seguir la plática y contarme toda su historia. Como no
parecía que tuviera intención de alejarse, y yo no estaba con
ganas de recriminarla para que se fuera y volver a lo mío, le
concedí unos minutos y ella se lanzó a detallar sus pesares
sin preocuparse mucho de si yo la escuchaba o no.
Hablaba mezclando el español y el francés, y tenía en este
último un acento muy marcado, andaluz, y en el primero una
dicción muy torpe, no ya un acento, sino como una dificultad
para pronunciar las palabras correctamente. Las frases le
salían un poco trabucadas, algunas de ellas construidas de
forma extraña, y no se hubiera dicho que ese era su idioma
nativo.
—Yo echo mucho de menos España —dijo con aquel
acento suyo.
Sin darme tiempo a preguntar, me contó que había llegado a Francia con poco más de veinte años y que desde
entonces no había vuelto a España, pero que tenía frescos
451
aún todos sus recuerdos de esa época y que, ya que las
memorias no decaían, la nostalgia le aumentaba cada día.
Sonaba todo exagerado, demasiado teatral, parecía al contarlo que se le fueran a asomar unas lágrimas a los ojos.
Yo diría que era de uno esos sentimientos que se enuncian
tan dramáticamente, pero que luego por dentro son poco
profundos, sin peso; hay gentes así a las que le gusta darle
a sus emociones un barniz cinematográfico.
A mí lo que me sorprendió de aquello, aunque no se lo dije,
fue que esos sentimientos de patria perdida que ella tenía,
legítimos tal vez pese a ser contados de manera tan aparatosa,
fueran tan intensos, y que sin embargo hubiera podido perder
su idioma con el paso de los años, como si aquello fuese menos
relevante. Demostraba mucho menos amor hacia su lengua
de antaño que hacia todo el resto de cuanto dejó dejó atrás al
venirse, y eso a mí me desconcertaba, me parecía inverosímil
la idea de que algo así pudiera sucederme.
No hay para mí pertenencia más fuerte que la del idioma.
De hecho, no hay otra pertenencia que merezca la pena
aparte de esa. El vínculo cultural, el de la tierra, el del
pasado, todos pueden disolverse si el tiempo y la vida así
lo dictan, no es buena idea apostar demasiado de nosotros
a su futuro; pero este de la lengua yo diría que ya no hay
forma de quitármelo. Y estas cosas que se creen tan sólidas,
cimientos de la vida de uno, provocan una incredulidad
epatante cuando se ve que en otros son tan endebles, o que
al menos no son la pieza más sólida sobre la que esos otros
se articulan.
Todo esto no lo pensé entonces, es solo ahora que se
me ocurren estas ideas, y cuando la mujer dejó de soltar el
discurso y se fue a ocupar su sitio, yo seguí con la guitarra
y con mi música, que era a ello a lo que había venido. Esa
música que, también lo pienso ahora, no es sino otro lenguaje
que parece parte inseparable de mí mismo, y que quien sabe
si en un mañana poco probable dejará de serlo.
Qué encuentro mas raro, cualquiera diría que esa mujer
vino no más que a sembrar inquietudes, a meterme el miedo
en el cuerpo. Cuando uno ha sido víctima de una desgracia,
asusta a quienes pudieran ser tambien presas de ese mal
452
destino; nos incomodan los quebrantos ajenos no tanto por
empatía como por lo arduos que son de imaginar sobre uno
mismo. Y es así que, cuanto más cerca se siente uno de
algo o alguien, más duele constatar en otros que, si tal es
la voluntad de la vida, nosotros podríamos también perder
todo eso un día.
***
Los antiguos dueños de la casa eran una pareja de cuarenta y pocos años, con dos niños. Vendieron la casa porque
iban a separarse, y se entiende que este ya no era lugar muy
adecuado para la convivencia o para que nadie siguiera aquí
habitando a la vera de los recuerdos. Esto no nos lo dijeron
ellos, claro está, porque lo que importaba era la venta y
no las razones que empujaban a ella, y a nosotros no nos
incumbía si era por desavenencia conyugal o mero capricho
que querían vender la casa. Nos enteramos poco tiempo
después al hablar con la gente del pueblo. Aunque no se
sea demasiado indiscreto y cotilla, hay cosas que acaban
interponiéndosele a uno en el camino inevitablemente, si no
es por sí mismas, por el afán de otros en sacarlas a flote.
El caso es que me puse a pensar en ellos hoy, y sobre
todo sobre este desenlace suyo. Nos hemos quedado con la
casa, pero espero que no con los destinos fatídicos y los
pesares de sus antiguos moradores. Porque claro, yo tengo el
pleno convencimiento de que a nosotros no puede ocurrirnos
algo igual, pero seguro que ellos en su día lo tenían también
y hay que ver cómo ha acabado la historia. En cualquier
caso, lo vemos de forma distinta, del mismo modo que todos
ven sus amores más íntimos, más cercanos, más profundos
que los del resto, porque de no ser así no sería amor si no
trajese consigo esos sesgos tan agradables.
Es revelador imaginar cómo son los lugares cuando uno
no está, o las situaciones por las que uno pasa si tuvieran otro
protagonista. Más revelador, no obstante, es esta fantasía
de pensar en que donde uno guarda sus certezas otro tuvo
sus dudas, donde uno sus alegrías otro sus tristezas, donde
crece el amor de uno brotó la discordia del otro. Inquieta un
453
poco, sobre todo si es que el uno está convencido de que ese
lugar común a ambos influye activamente sobre sus alegrías,
por ver que al otro le fue de poca ayuda y no evitó el final
tan aciago. ¿Nos habrá de perseguir la suerte que corrió esa
pareja que vivió aquí antes de nosotros? ¿Será como en esa
película en la que construyen una casa en donde un día hubo
un antiguo cementerio, y los espíritus acosan a los inquilinos
por las noches?
Los pasados se alejan de nosotros no por obra de los
años, sino de las emociones, y ese de los antiguos dueños de
la casa es un pasado más que lejano, casi inimaginable. Nos
han pasado tantas cosas ya en esta casa que me es difícil
imaginarla habitada por otra gente, ya fueran o no felices,
y ya tuvieran o no los mismos sentimientos que nosotros
entre estas paredes. Será por eso que se siente uno a salvo
de estas premoniciones, por lo distante que encuentra esa
otra realidad que le antecede, como si fueran generaciones
perdidas donde la vida sucedía de otra manera. Por eso, y
por el amor en sí, ese que nos nubla y nos hace creernos
a salvo de los abismos y decir que a nosotros nunca podrá
sucedernos lo mismo, en este engaño tan bien urdido, tan
dulce, el más verídico de cuantos la vida nos obsequia.
***
Un paseo más por la misma ruta de siempre, con Inés
algo después de recogerla. Se empieza a intuir el principio
del atardecer y hay un viento algo revoltoso soplando esta
tarde. Todo lo demás es como siempre.
En la casa que hay a la salida del pueblo, me saludan el
hombre y la mujer que ahora viven allí, ella mientras lee una
revista en la terraza y él sentado en una silla a su lado sin
hacer nada en particular, reposando sin más. No he hablado
nunca con ellos, pero están a menudo en el jardín, más o
menos como lo estaban hoy, los dos ociosos, y siempre nos
dedican un saludo efusivo. Si algún día nos encontráramos
en alguna reunión del pueblo u ocasión similar, tendríamos
ya mucho avanzado, haríamos rápidamente buenas migas,
porque a base de estos pequeños intercambios se podría
decir que algo ya nos conocemos.
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A esta casa le dediqué hace ahora más o menos un año
la primera de estas notas, que copio a continuación,
A las afueras del pueblo hay una casa sencilla,
sin valla, con un jardín simple en el que apenas
hay plantados unos árboles, pero que solía tener
siempre el césped bien cortado. El otro día, nos
encontramos con los ingleses y nos dijeron que
la dueña había muerto hacía un par de días, de
cáncer, una muerte repentina. Era una de las
pocas personas aquí que no conocíamos.
Hoy paso por delante mientras paseo con Inés,
y veo que la hierba está alta, descuidada. La
casa ha empezado a coger un aire de abandono
mientras el césped crece y le salen algunas flores
altas y de poco color. Se confirma que la vida de
unos es siempre una señal de la muerte de otros.
El panorama ha cambiado un poco desde entonces. Ahora
todo está incluso más cuidado que antes: el césped bien
cortado, algunos adornos nuevos en la fachada, una mesa
distinta en la terraza, hasta han puesto cerca de la carretera
una bandera pequeña que no sé bien qué simboliza. Y en
una esquina del jardín, también trabajado con mucho mimo,
un huerto lustroso, de plantas ordenadas meticulosamente,
y que crece bien lleno de vigor.
Debería escribir ahora, no por corregir lo dicho entonces
sino más bien por aumentarlo, que no solo la vida de unos
señala la muerte de otros, sino que a veces es la vida, de una
forma aún más evidente, la que atestigua la buena salud de
otras vidas hermanas.
Que así sea también con este diario.
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