Crítica y política. El conocimiento de la historia en Kant y

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En La Condición Posmoderna Lyotard pretende presentar una informe del estado del conocimiento en las
sociedades occidentales desarrolladas. Según Lyotard,
el saber en nuestros días se caracteriza fundamentalmente por la incapacidad de generar una teoría universal que dé un sentido global y unitario al mundo natural y social. El desafío que presenta el libro se refiere
especialmente a cómo legitimar el conocimiento en un
mundo en el que ya no existe una creencia en fundamentos comunes o en una dirección común del desarrollo histórico de la humanidad. Por lo que concierne a este trabajo (a saber: la crítica kantiana de la historia según Lyotard), la expresión “condición posmoderna” acuñada en este informe para presentar el estado actual del saber, designa principalmente el estado
de crisis en el que han caído lo que Lyotard denomina
los “grandes relatos” o “metarelatos” modernos de la
historia.
Lyotard entiende a la filosofía como un género de
discurso dedicado a la cuestión de la legitimación de
los saberes. Cuando este metadiscurso en el que consiste la filosofía decide recurrir a tal o cual otro “gran
relato” para legitimar el sentido del devenir histórico
(como por ejemplo, la emancipación del sujeto razonante – la Ilustración - o de los trabajadores –Marx-, la
realización de la razón en la historia mediante la dialéctica del Espíritu –Hegel- o el desarrollo continuo hacia
un ideal de progreso material y técnico –positivismo-),
Lyotard conviene en llamarlo Modernidad. Por el contrario, por “posmoderno” se ha de entender la incredu-
lidad con respecto a los metarelatos filosóficos que tratan de dar un sentido unitario a la historia universal.
Lyotard señala que el desuso de estos dispositivos
metanarrativos de legitimación ha venido dado por
una serie de acontecimientos históricos contemporáneos que han acabado por sumir en la crisis a la filosofía metafísica clásica (y también sea dicho de paso, al
modelo de institución universitaria asociada a ella1).
Después de casi dos siglos de Modernidad (iniciada
con la Revolución Francesa en lo político y con la
Ilustración en lo filosófico) y de alteraciones sociales
(guerras, revoluciones y barbaridades varias), las sociedades occidentales desarrollistas habrían alcanzado un
periodo de estabilidad social y política tal que habría
terminado por hundirlas en el escepticismo ante cualquier relato moderno de la historia. En esto consiste
1.- Es lo que ocurre por ejemplo cuando se funda la Universidad de Berlín entre 1807 y 1810, cuya influencia será considerable en la organización de la enseñanza superior en los países occidentales hasta las actuales reformas universitarias conocidas como “proceso de Bolonia”
en las que se está cambiando el modelo universitario vigente por otro modelo marcadamente “tecnocrático” y completamente subordinado al sistema productivo. Detrás de este modelo clásico de universidad se encuentra el recurso al relato ilustrado de la libertad en el que
el Estado ha de tomar directamente a su cargo la educación del pueblo bajo el nombre de la Nación y su encaminamiento por la vía del
progreso y de la ciencia.
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El conocimiento y el mundo
“Lo político” se bate en retirada en la condición
posmoderna
página 61
por Arturo Campos Langa
YOUKALI, 6
CRÍTICA Y POLÍTICA. EL CONOCIMIENTO DE
LA HISTORIA EN KANT Y LYOTARD
El conocimiento y el mundo
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YOUKALI, 6
precisamente la condición posmoderna por lo que toca
a la política: ya no creemos en ninguna relato de la historia, hemos caído en un escepticismo anti-moderno,
y, por tanto, ya no sabemos qué se puede hacer en política: “De lo que se trata es de comprender, de notar, la
seriedad del problema aquí implicado: el concerniente
al qué se puede hacer político. Y este es en realidad el
problema posmoderno”2.
Al diluirse en el escepticismo los grandes relatos de
la historia también se disuelve la unidad y sentido que
éstas narraciones conferían al modo de entender el
devenir histórico y la práctica efectiva de la política, lo
cual ha dado, en su lugar, a la liberación de una pluralidad heterogénea e inconmensurable de “pequeños
relatos” que ya no tratan de dar una unidad de sentido
al desarrollo de la historia universal. Ante esta situación de perdida de la unidad histórico-política, Lyotard
halla una respuesta en su particular concepción de los
juegos de lenguaje de Wittgenstein : cada uno de nosotros ya no viviría en el contexto del despliegue de una
historia universal dadora de sentido al destino humano y a la praxis política, sino que ahora más bien nos
encontraríamos en una encrucijada de muchos y muy
diversos juegos de lenguaje fragmentados:“Así, la
sociedad que viene parte menos de una antropología
newtoniana (como el estructuralismo o la teoría de sistemas) y más de una pragmática de las partículas linguísticas. Hay muchos juegos de lenguaje diferentes, es
la heterogeneidad de los elementos”3.
2.- T. Oñate, “Entrevista a J. F. Lyotard”, META, I, 2 (1987), pág. 114.
3.- La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 1984, pág. 10.
4.- La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 1984, pág. 118.
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Puede que la mayoría de nosotros sienta nostalgia por
la narrativa perdida y por el sentido de la historia emanado de ella, pero de esto no se sigue de ningún modo
que estemos abocados irremediablemente al nihilismo. Lo que nos salva de esto es el conocimiento de que
la legitimación de los juegos del lenguaje que practicamos en nuestra vida sólo puede surgir de su propia
práctica lingüística e interacción comunicacional. Más
aún, se puede hacer de la necesidad virtud y ver la condición posmoderna como una nueva situación llena de
posibilidades gracias precisamente al descrédito de los
antiguos metarrelatos. Por fin nos habríamos liberado
de los viejos proyectos revolucionarios del último siglo
y medio que situaban al espacio publico como el lugar
prioritario que había que liberar o emancipar. De este
modo, en lugar de orientar el problema de la legitimación por la vía de la búsqueda de un consenso universal igualmente válido para todos los miembros de una
misma sociedad, se trataría, por el contrario, de buscar
consensos limitados en el espacio y el tiempo entre los
jugadores implicados en cada juego de lenguaje: “El
reconocimiento del heteromorfismo de los juegos de
lenguaje es un primer paso en esta dirección. Implica,
evidentemente, la renuncia al terror, que supone e
intenta llevar a cabo su isomorfismo. El segundo es el
principio de que, si hay consenso acerca de las reglas que
definen cada juego y las “jugadas” que se hacen, ese consenso debe ser local, es decir, obtenido de los “jugadores”
efectivos, y sujeto a una eventual rescisión. Se orienta
entonces hacia multiplicidades de meta-argumentaciones finitas. O argumentaciones que se refieren a metaprescriptivos y limitadas en el espacio-tiempo”4.
En su obra El entusiasmo, de la que aquí nos vamos a hacer cargo, Lyotard insiste en este mismo hilo
argumental: “lo político”, que no la política ordinaria,
se bate en retirada, desaparece de los discursos filosóficos y ya no dota de sentido y fin a la praxis política
cotidiana. En El entusiasmo Lyotard expone su crítica
de la "historia" y de la "revolución" basándose para ello
en los textos histórico-políticos de Kant (fundamentalmente se basa en la Crítica del Juicio y en algunos textos menores como Ideas para una historia universal en
clave cosmopolita o El conflicto de las facultades). Recordemos que Lyotard pretende demostrar que Kant
es un filósofo que no cayó en un metarrelato de la historia, justamente porque en su filosofía no podemos
encontrar un conjunto de reglas universalmente válidas para todas las facultades, o para todas las familias
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te, o este mar que baña a todas las islas, no tiene objeto propio (esto es precisamente lo que contrariamente
han pensado las distintas filosofías de la historia), no
tienen su propia isla, pero al menos proporcionan un
medio entre todas ellas que las dota de cierta comunicación.
En suma, lo que está en juego aquí es la posibilidad
de dejar de lado las metahistorias filosóficas y redefinir
“lo político”, o lo “histórico-político”, abandonando el
plano doctrinario que proporcionaban las metanarrativas que pretendieron en el pasado hegemonizar el
discurso acerca de la historia humana, y, por ende,
también, de la forma en la que se debía hacer política
(por ejemplo, tal como sucede con la idea de desarrollo
económico-técnico indefinido, el ideal de democracia
burguesa asentada sobre un Estado de Derecho o el
ideal de una sociedad comunista, metanarrativas todas
ellas que llevaban parejas una forma determinada de
hacer política, ya fuera en función del progreso material de la humanidad, de la emancipación del sujeto
razonante o de la liberación de la clase trabajadora).
Todas estas teleologías han sido refutadas, según Lyotard, por los propios hechos históricos de los últimos
sesenta años que nos han llevado al escepticismo posmoderno de nuestras sociedades actuales que nadan
en la opulencia del consumo. Pero, además, de lo que
se trata es de mostrar los límites de toda “filosofía política” que pretenda legitimar las familias de proposiciones heterogéneas restableciendo una unidad universal
y homogénea de “lo histórico-político”. De lo que se
trata, por el contrario, es de vivir positivamente esta
perdida de unidad y cambiar la forma de entender no
sólo lo político (como falta de unidad) sino también la
política o el quehacer político de todos los días.
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de proposiciones. A lo más que puede apelar Kant para
unificar las facultades en el contexto de su obra crítica
es a un juez (el Juicio o la facultad de juzgar) capaz de
establecer “pasos” o mediaciones entre las distintas
familias de proposiciones pero sin reducirlas nunca a
unas mismas reglas de validación universal. La tarea
del filósofo es la crítica de las pretensiones de validez de
una u otra familia de proposiciones (las referentes, por
ejemplo, a lo que es conocimiento, a lo que es verdad,
a lo que es justo, etc.), tarea que no tiene en sí misma
un único criterio de validez sino muchos y muy diversos, cada uno de ellos relativo a cada discurso parcial
de la realidad, siendo éstos inconmensurables entre sí.
Se trata, por tanto, de una tarea teórica de deslegitimación de la legitimación metanarrativa (filosófica)
que pretendía dar validez a la unidad de todos los saberes y actividades humanas en el contexto del despliegue de una historia universal. Las narraciones de las
filosofías de la historia se desvelan así como una “ilusión transcendental” incapaz de ofrecer un campo de
conocimiento propio. La familia de las proposiciones
histórico-políticas carece de reglas de validación propias, al contrario de lo que ocurre con otras familias de
proposiciones, y por ello no puede fundar su propio
campo o dominio de conocimiento: toda proposición
que trate de revelar una narrativa histórica se desvela
necesariamente como falsa. Lo histórico-político en
cuanto tal es inobjetivable, inefable, impresentable, puesto que las reglas de la objetivación (o de la presentación
intuitiva) por definición no pertenecen a lo históricopolítico. A lo sumo lo histórico-político, como ocurre
con la facultad de juzgar o con lo crítico en general, sólo
puede reconocer la legitimidad de las respectivas pretensiones de validez de las diversas familias de proposiciones, pero no puede establecer un criterio o regla
universal que las haga a todas ellas conmensurables,
como sucedería en el supuesto de que, en efecto, la historia universal tuviera un campo propio de conocimiento con sus propias reglas de validación en la que
confluyeran todos los diversos campos del saber. Lo
histórico-político (que para Kant como para Lyotard es
análogo a lo crítico) sugiere “pasos” entre regiones de
objetos sometidos a reglas que son, sin embargo, diversas e inconmensurables. Estos “pasos”, restablecen la
“unidad de lo histórico-político”, pero una unidad que
sólo puede ser una conciencia de la fragmentación inconmensurable de las distintos campos del saber, una
unidad que no es sino afinidad de lo heterónomo y
heterogéneo, diversidad en la unidad. De ahí la metáfora del archipiélago que presenta cada uno de los
géneros de discurso como una isla y a la facultad de juzgar (el tribunal de la crítica) como un almirante que
envía de una isla a otras expediciones destinadas a presentar a una lo que encontraron en otra. Este almiran-
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DETERMINACIÓN DE LA IDEA DE CRÍTICA
EN EL CONJUNTO DE LA OBRA DE KANT
Nuestro propósito a continuación es determinar el significado que posee la idea de crítica en el conjunto del
sistema kantiano con el fin de clarificar el sentido que
va a cobrar la crítica kantiana de la historia. En esta
medida, el siguiente apartado puede entenderse como
una “propedéutica” para la reconstrucción que más
adelante vamos a hacer del problema que aquí nos
ocupa: la crítica que Kant hace a lo histórico-político.
timada, cuya legitimación le viene de fuera, de la labor
que previamente ha hecho la crítica en cuanto tal.
Kant distingue entre filosofía, entendida como “sistema del conocimiento racional por conceptos”, y crítica
de la razón pura: “La filosofía es el sistema del conocimiento racional por conceptos, lo cual ya basta para dis-
Lo crítico es análogo a lo político
La obra de Lyotard El entusiasmo tiene como tema
fundamental “lo político”, que no la política ordinaria,
en su retirada. De ahí que en su libro Lyotard se refiera principalmente a los textos kantianos relativos a lo
histórico-político, excluyendo de éstos el cuerpo filosófico kantiano sobre la doctrina del derecho (que fundamentalmente se encuentra expuesta en la primera
parte de la Metafísica de las costumbres). Ésta “elección” se debe a una determinada perspectiva de lo histórico-político que adopta Lyotard, y que en el fondo se
reduce a una determinada forma de entender la praxis
política y lo político. Es decir, se debe a una “decisión
política” el hecho de que Lyotard escoja determinados
textos kantianos en lugar de otros (como los relativos a
la doctrina positiva del derecho, que aquí quedan
excluidos) para exponer lo que será, a su modo de ver,
la crítica kantiana de la historia.
La primera tesis sobre la que asienta Lyotard su crítica de la historia consiste en analogar lo propiamente
crítico en el sentido kantiano a lo político. Según Lyotard, la proposición política en Kant es análoga a la
proposición crítica en la medida en la que lo crítico no
es doctrinal. ¿Por qué? Porque según Lyotard existe
una afinidad o analogía entre lo crítico kantiano (el
“tribunal” de la razón, el “juez”, metáforas a las que se
refiere Kant para expresar la labor de la crítica) y lo histórico-político: ambos han de juzgar sin poseer la regla
del juicio, a diferencia de lo que sucede con una doctrina positiva del derecho (de una jurisprudencia positiva) que sí posee siempre un cuerpo de leyes positivas
con el que juzgar. La proposición doctrinal o sistemática (metafísica) en la obra crítica de Kant ha de venir
siempre después de la proposición crítica: lo doctrinal
o la doctrina tiene la regla de su validez fuera de sí
misma: en la idea crítica de sistema. En este sentido, la
proposición doctrinal es siempre una proposición legi-
5.- Crítica del juicio, Madrid, Espasa Calpe, 2007, pág. 101.
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tinguirla de una crítica de la razón pura, puesto que ésta
última supone una indagación filosófica sobre la posibilidad de semejante conocimiento sin formar parte integrante empero de éste por el hecho mismo de que esboza primero la idea y luego la pone a prueba”5. La idea
de filosofía aquí mentada es la idea que tiene Kant de
filosofía en sentido “escolar” (la filosofía dogmática de
las escuelas o la filosofía escolástica no crítica), que es
aquella “ciencia” que procedería por meros conceptos
sin previa crítica de sus posibilidades y límites para proporcionar conocimiento verdadero. Por el contrario, una
crítica de la razón pura (o una filosofía crítica) sería aquella que somete a los conceptos generados por la razón a
una crítica previa de sus límites y posibilidades, sin que
esta indagación forme parte integrante (parte positiva,
doctrinal) del sistema de conocimientos. Así pues, la
cuestión de la crítica es, según lo expuesto, la cuestión de
en qué consiste la validez de las proposiciones, que en el
caso de la primera crítica es la validez de las proposiciones que proporcionan conocimiento y en el caso de la
segunda de las proposiciones que se ajustan a la ley
moral. Esta validez o legitimidad de la que hablamos
será aquello por lo que determinados enunciados son
válidos en tanto que otros no; se trata simplemente de la
posibilidad de distinguir entre válido y no válido en los
distintos dominios o campos del saber.
6.- Idem, pág. 99.
7.- Crítica de la razón pura, Madrid, Taurus, 2005, pág. 652.
8.- Idem, pág. 9.
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más difícil de sus tareas, a saber, la del autoconocimiento y, por otra, para que instituya un tribunal que
garantice sus pretensiones legítimas y que sea capaz de
terminar con todas las arrogancias infundadas, no con
afirmaciones de autoridad, sino con las leyes eternas e
invariables que la razón posee. Semejante tribunal no
es otro que la misma crítica de la razón pura”8. Ahora
bien, este tribunal de la razón o juez consiste en un caso
especial y anómalo de tribunal, pues a diferencia de lo
que ocurre con los tribunales ordinarios de un Estado,
no cuenta con ningún código civil de derecho positivo
ni con una compilación de jurisprudencia empírica
resultado de otros juicios previos que le pueda servir
para juzgar. Los criterios con los que este tribunal de la
razón ha de juzgar cada una de las proposiciones que
se pretendan válidas no surgen de ninguna doctrina
previa, sino que la razón ha de sacarla de sí misma sin
que se apoyen en ninguna otra cosa. La crítica establece la validez de unos criterios y con ellos juzga la legitimidad de los casos particulares (con ellos dice si tal o
cual proposición hacen al caso o no), pero no puede
fundar esos criterios en otro criterios anteriores. Aquí,
por tanto, surge una dificultad para la crítica, pues, o
bien 1) hay que admitir una indagación que regrese ad
infinitud en su búsqueda del fundamento último (lo
cual impediría de facto todo juicio), o bien, 2) la crítica
nos proporciona sin más un criterio válido que permita establecer el juicio en cada caso particular sin necesidad de remontarnos a un principio anterior, o bien 3)
borramos las diferencias entre crítica y doctrina y tra-
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Una proposición de doctrina (una proposición que pretenda establecerse como efectivamente verdadera, justa, libre, etc.), para ser aceptada como tal, antes tuvo
que ser juzgada por el tribunal de la crítica: esta es la
obra de la crítica en cada uno de los campos, territorios
o dominios del saber, o en cada una de las “familias de
proposiciones” (usando las expresiones wittgenstenianas de Lyotard). La crítica, por tanto, es aquella indagación previa (propedéutica) que se ocupa de todo
aquello en lo que consiste la validez de cada modo de
discurso con anterioridad e independencia del contenido al que en cada caso haya de reconocerse esa validez.
El mismo Kant lo expresa de este modo: “La crítica de
las facultades del conocimiento, en consideración de lo
que pueden éstas realizar a priori, no tiene propiamente esfera alguna en lo que toca a los objetos, porque no
es una doctrina, sino que se propone investigar tan
sólo, según el estado de nuestras facultades, si una doctrina es posible por medio de ellas y cómo lo sea. Su
campo se extiende sobre todas las pretensiones de las
mismas para mantenerlas en los límites de su legitimidad”6. Así, habremos de entender lo doctrinal como
algo contrapuesta a lo crítico, en tanto que lo doctrinal
es lo legitimado y lo crítico lo legitimador. O dicho de
otro modo, lo crítico es la indagación de las condiciones de validez de cada uno de los modos de discurso o
familias de proposiciones, mientras que lo doctrinal
será lo que se dice de forma válida en cada una de esas
familias. La crítica pregunta en qué consiste la validez
de tal o cual proposición, y la doctrina será lo que se
dice en dicha proposición. La crítica es lo formal condicionante, y la doctrina es lo positivo condicionado. En
definitiva, no se trata de otra cosa sino de distinguir
entre crítica y metafísica: “La filosofía de la razón pura
es o bien propedéutica (preparación), que investiga la
capacidad de la razón respecto de todo conocimiento
puro a priori y se llama crítica, o bien el sistema de la
razón pura (ciencia), el conocimiento filosófico (tanto
verdadero como aparente) global, sistemáticamente
conjuntado, y derivado de la razón pura, y que se denomina metafísica”7.
La metáfora que usa Kant para representar esta
labor de la crítica es la de un tribunal o la de un juez:
“Es obvio que tal indiferencia no es efecto de la ligereza, sino del Juicio maduro de una época que no se contenta ya con un saber aparente; es, por una parte, un
llamamiento a la razón para que de nuevo emprenda la
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tamos de fundar la crítica en un primer principio a
priori autoevidente que no necesite de otra justificación previa para su validez que la de su propia evidencia, y deducir de ahí el contenido doctrinal de las distintas metafísicas.
La solución de Hegel (que en el fondo podemos
considerarla como el paradigma de todos los grandes
relatos de la historia) irá encaminada por esta “tercera
vía”, tratando de construir el sistema de la filosofía a
partir de un solo principio que unifique lo racional con
lo real, los criterios, o más bien, el criterio, con la doctrina. Sería muy largo desarrollar aquí una explicación
del sistema hegeliano para mostrar a fondo y en forma
esto que estamos señalando. Baste con decir que en
Hegel, a diferencia de Kant, el relato histórico del engendramiento de la filosofía que valida a todos los saberes (o familias de proposiciones) es al mismo tiempo
el juicio pronunciado por el tribunal de la razón. Para
Kant, la filosofía crítica sólo expone e indaga las condiciones de posibilidad de los distintos saberes, los cuales poseen a su vez distintas condiciones de posibilidad
según el modo de discurso en el que nos encontramos.
Para Kant, la filosofía no es ella misma saber ni tampoco es capaz de proporcionar los principios de las cuales
se deduce el conocimiento; antes al contrario, hallar las
condiciones de posibilidad de cada saber es remontarse a sus principios a partir del material ya dado en la
intuición. En cambio, para Hegel, el desarrollo de la
historia y la legitimación de los saberes constituyen un
mismo proceso que se deduce de un solo principio.
Todas las formas del pensar (todos los criterios de validación de los saberes) son al mismo tiempo principios
de lo real que se despliegan en el devenir de la historia
a partir de la deducción del Absoluto. La lógica en
Hegel se transforma en metafísica y hace desaparecer
toda diferencia entre forma y contenido, método y aplicación, crítica y doctrina.
Ahora bien, para Kant lo crítico nunca puede prestarse a doctrina. La indagación filosófica habrá de remontarse hasta los criterios o reglas de validación de
cada uno de los saberes positivamente dados, pero
nunca podrá establecer unos principios de los que se
deduzca el saber. Esto significa que el juez o el tribunal
de la crítica no tiene necesidad de la validez o legitimación que por el contrario sí requiere la doctrina. Por lo
tanto, los juicios del tribunal (las reglas de validez que
determina el juez) juzgan la validez de las proposiciones sin poseer a su vez una regla de validación, regla
que, por otra parte, tampoco necesita y que no tiene
que buscar. Por decirlo de algún modo, su misma autoridad le asiste.
En conclusión, diremos que así como lo crítico en
Kant no puede ni debe prestarse a doctrina, tampoco lo
histórico-político puede prestarse a doctrina. Es en
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este sentido en el que lo político en Kant es análogo a
lo crítico: lo político al igual que lo crítico no tiene propiamente esfera alguna en lo que toca a los objetos,
porque no es doctrina, sino crítica, discernimiento,
establecimiento de condiciones de validación. Más
adelante veremos en que sentido lo histórico-político
puede entenderse como crítica de los saberes (la imagen del archipiélago nos lo clarificará) y como crítica de
los acontecimientos históricos.
El archipiélago de las facultades
Hasta aquí hemos presentado la labor de la crítica (del
tribunal de la razón) como aquella investigación filosófica que consiste en remontarse hasta los principios que
validan o invalidan las pretensiones de las proposiciones
de cada género de discurso. Siguiendo el modo de proceder de la crítica kantiana, también hemos determinado la existencia de una pluralidad irreductible de distintas reglas o rangos de validez para los distintos géneros
de discurso. El hecho de sostener que jamás se puede
deducir de una proposición perteneciente a un género de
discurso otra que pertenece a otro, por ejemplo, que
jamás podremos deducir de una proposición cognoscitiva una proporción de conducta moral, nos obliga a reconocer una frontera infranqueable entre los distintos
géneros de discursos. Afirmar que no puede haber discurso válido que transite de lo cognoscitivo a lo práctico
o viceversa (por seguir la distinción kantiana entre razón
teórica y razón práctica) equivale a afirmar que lo cognoscitivo y lo práctico no son partes de un todo, si no que
por así decirlo, cada dominio forma en sí mismo una
“totalidad” diferente e irreductible.
Ahora bien, la idea de una razón fragmentada parece entrar en contradicción con la idea de razón misma,
ya que el concepto de razón implica la capacidad de
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cada una, según el contenido, su propia legislación, por
encima de la cual no hay ninguna otra (a priori), y que
justifica, por tanto, la división de la filosofía en teórica
y práctica. Pero en la familia de las facultades de conocer superiores hay, sin embargo, un término medio
entre el entendimiento y la razón. Este es el Juicio, del
cual hay motivo para suponer, por analogía, que encierra en sí igualmente, si no una legislación propia, al
menos su propio principio, uno subjetivo, a priori,
desde luego, para buscar leyes, el cual, aunque no
posea campo alguno de objetos como esfera suya,
puede, sin embargo, tener algún territorio y una cierta
propiedad del mismo, para lo cual, justamente, sólo el
tal principio sería valedero”10.
Es, por lo tanto, la facultad de juzgar el medio con
el cual Kant tratará de resolver el problema de la unidad de la razón. ¿Pero en qué sentido resuelve Kant el
problema de la unidad de la razón, esto es, que tipo de
unidad es la que posee la razón? De nuevo la unidad no
podrá ser doctrinal (no podrá ser, por ejemplo, la unidad del Absoluto tal y como ocurre en el idealismo hegeliano), sino sólo aquel tipo de unidad que le pueda
conferir la crítica. En este sentido, es la facultad de juzgar la que interviene para dar unidad a la razón en
tanto que es esta facultad la que interviene en cada caso
particular cada vez que se trata de decir que “esto hace
al caso” y validar una proposición según las reglas específicas del género de discurso al que pertenece.
9.- Quizá convenga subrayar aquí que para Lyotard la cuestión ya no se debate dualmente entre “naturaleza” y “libertad”, como sucediera con
Kant, sino entre una pluralidad pragmático-lingüística de “géneros de discurso” distintos y heterogéneos, “juegos de lenguaje” o “islas de
proposiciones” (es en este punto en el que Lyotard más se aleja de la “lógica de las facultades” de Kant para aproximarse al resultado de
las investigaciones filosóficas del segundo Wittgenstein). El contexto filosófico en el que se mueve cada uno es distinto; no obstante, el propósito de ambos se puede entender en los mismos términos: abandonar la dialéctica hegeliana desde un Kant “post-hegeliano”, es decir,
desde una concepción de la historia de la humanidad que no se resuelva en un desarrollo cerrado y predeterminado de la misma, sino
abierto y sin finalidad.
10.- Crítica del Juicio, Madrid, Espasa Calpe, 2007, pág. 99-100.
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insertar a todos los saberes en una sola totalidad o en
un mismo sistema racionalmente organizado de conocimientos. Además de una razón “teórica” y de una
razón “práctica”, hay la necesidad de que se trate de
una sola y única razón. Kant mantuvo la distinción
radical entre ambas razones con el fin de subrayar que
la razón pura puede ser inmediatamente práctica, esto
es, que su uso práctico no depende de un previo uso
teorético ni que tampoco se deduce de él, pero una vez
distinguida la validez específica de cada tipo de discurso es necesario resolver el problema de en qué sentido
es uno y el mismo sujeto el que de derecho posee todas
las facultades, tanto las teórico-cognoscitivas como la
práctico-moral. Que necesariamente sea el mismo sujeto el que se enfrenta teoréticamente a la naturaleza y
el que al mismo tiempo haya de ser libre en su conducta moral, es la cuestiòn que tiene que resolver Kant
cuando se plantea el problema de la unidad de la razón.
Todo decir válido ha de poder formar contexto con
cualquier otro decir válido en un sistema de los discursos válidos; todo ello, por lo tanto, ha de ser de derecho
los distintos discursos válidos (o las distintas facultades) de un mismo sujeto. En otras palabras: aparte del
hecho de que haya dadas distintas reglas de validación
en virtud de las diversas formas de los distintos géneros de discurso, es una exigencia de la razón buscar la
unidad entre todas ellas. De ahí que desde la perspectiva de la razón, todas las reglas de validez hayan de
poder ser consideradas desde el punto de vista de la
unidad de lo diverso. Es precisamente este problema el
que Kant pretende resolver en la tercera crítica (Crítica
del juicio), que pretende ser el puente entre las otras
dos críticas9 . En esta obra la función del juicio se presenta como una actividad capaz de mediar entre la
razón teórica y la razón práctica. El juicio es aquí el
engarce que viene a mediar entre la naturaleza (el ser)
y la libertad (el deber ser): “Los conceptos de la naturaleza, que contienen la base de todo conocimiento teórico a priori, descansaron sobre la legislación del entendimiento. El concepto de libertad, que contiene la base
de todos los preceptos prácticos incondicionados, descansó sobre la legislación de la razón. Ambas facultades, pues, además de poder, según la forma lógica, aplicarse a principios, cualquiera que sea su origen, tienen
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En la Introducción a la Crítica del juicio, Kant reconoce
esta dispersión de las familias de proposiciones (o de las
“familias de las facultades”, en términos de Kant) y plantea el problema de su unidad en términos de encontrar
pasos o tránsitos entre familias heterogéneas: “Todas las
facultades del alma o capacidades pueden reducirse a
tres, que no se dejan deducir ya de una base común, y
son: la facultad de conocer, el sentimiento de placer y
dolor y la facultad de desear. Para la facultad de conocer,
solamente el entendimiento es legislador cuando aquélla
(y esto debe ocurrir cuando se la considera en sí, sin mezcla con la facultad de desear), como facultad de conocimiento teórico, es referida a la naturaleza (…). Para la
facultad de desear, como facultad superior, según el concepto de libertad, sólo la razón (en la cual solamente este
concepto reside) es legisladora a priori. Ahora bien: entre
la facultad de conocer y la de desear está el sentimiento de
placer, así como entre el entendimiento y la razón esta el
Juicio. Es, pues, de suponer, al menos provisionalmente,
que el Juicio encierra igualmente para sí un principio a
priori, y que, (…), realiza también un tránsito de la facultad pura de conocer, o sea, de la esfera de los conceptos
de la naturaleza, a la esfera del concepto de la libertad, del
mismo modo que en el uso lógico hace posible el tránsito
del entendimiento a la razón”11. Dejando a un lado las
cuestiones relativas a la facultad de placer y dolor y al
gusto que Kant tematiza en su tercera crítica, por lo que
aquí nos interesa sólo nos fijaremos en la función que
cumple la facultad de juzgar en relación con las otras
facultades. En primer lugar, lo que nos ha de llamar la
atención es que Kant reconoce a las tres facultades del
11.- Idem., pág. 99-100.
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alma humana (entendimiento, razón y Juicio) como tres
facultades que no se dejan deducir de una base común,
sino como tres facultades independientes con una validez
distinta para cada una de ellas: la validez que proporciona el entendimiento en el caso del conocimiento, la validez de la razón en el caso de la conducta libre y la validez
del Juicio en tanto que “raíz común” a ambas. En efecto,
la facultad de juzgar, a causa de su ubicuidad en todo acto
de juzgar la validez de una proposición según las reglas de
validación de cada género de discurso, se presenta como
una capacidad de poner en comunicación (de “hacer
posible el tránsito”) a las distintas facultades, hasta el
punto de que por esta razón se considerara al Juicio como
un poder capaz de unificar a la diversidad de familias de
proposiciones, pero de unificarlas sólo en este sentido crítico y no doctrinal. La validez de la facultad de juzgar, por
tanto, no consistirá en la validez de tal o cual género de
discurso, sino en el hecho mismo de que para todo género de discurso ha de haber una validez determinada. La
validez del Juicio consiste simplemente en que todo
campo de objetos (o toda familia de proposiciones) ha de
poseer su propia validez y reglas. En esta medida, la función del Juicio consistirá tan sólo en buscar o en remontarse a las reglas propias de validez de cada discurso, y de
ahí que éste no posea campo alguno de objetos como
esfera suya, pues, considerado en general, el Juicio no
puede tener ninguna metafísica de objetos adscrita, en
tanto que, en general, sólo consiste en la capacidad de
validar a cada proposición dentro de las reglas propias de
su género de discurso. En todas y cada una de las familias
de proposiciones, el Juicio o la facultad de juzgar interviene estableciendo la validez que pertenece respectivamente a cada una de esas familias y esa es la única unidad que
puede poseer la razón.
Ahora bien, un segundo desafío para Kant, afrontado
también en laCrítica del Juicio, tiene que ver con circunscribir más de cerca los contornos de la facultad de juzgar
en tanto que ésta ha de tener la posibilidad de poner en
comunicación géneros de discurso radicalmente distintos, sin dañar o afectar la singularidad e independencia
“jurídica” de cada uno. En este sentido, Lyotard propone
la metáfora de un archipiélago para presentar la idea de
dispersión de las facultades que encontramos en la obra
crítica de Kant en tanto que éstas son entendidas como
capacidades de conocimiento en general, es decir, como
capacidades para determinar mediante reglas campos de
objetos distintos con distinta validez. Así, pues: “Cada
uno de los géneros de discurso sería como una isla; la
facultad de juzgar sería, por lo menos en parte, como un
almirante que enviara de una isla a otras expediciones
12.- El entusiasmo, Barcelona, Gedisa, 1994, pág. 39.
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El conocimiento y el mundo
página 69
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destinadas a presentar a una lo que encontraron en la otra
y que podría servir a la primera intuición “como si” para
validarlo. Esta fuerza de intervención (el Juicio) no tiene
objeto, no tiene su isla, pero exige un medio que es el mar,
el Archepelagos, el mar principal como se llamara otrora
el mar Egeo”12. Las facultades (o las familias de proposiciones, en el lenguaje de Lyotard) encuentran así su objeto en cada una de las islas; cada una de ellas delimita en
el archipiélago su territorio propio de acuerdo con una
legalidad determinada que las separa de todas las demás,
pero la facultad de juzgar no encuentra ningún territorio
propio, ninguna isla que le pertenezca, sino que sólo se
limita a asegurar puentes o pasos entre ellas. El punto que
ahora interesa resaltar es el siguiente: mientras que cada
facultad juzga la validez dentro de su propio territorio, en
el archipiélago hay un juez (facultad de juzgar) que juzga
y determina los puentes que se establecen entre las distintas islas. Pero, ¿cómo ejerce la autoridad este juez? Es
importante recordar que este juez es el filósofo, y la crítica, el tribunal desde el cual enjuicia. Las distintas facultades juzgan de acuerdo a reglas ya establecidas en cada
territorio con las que la razón no hace otra cosa que
encontrárselas dadas; el entendimiento tiene a la mano
las reglas para juzgar las intuiciones; la razón práctica
tiene las reglas de la ley de la libertad para juzgar la moralidad de los actos humanos. Pero, en cambio, el juez (filósofo) que observa y ordena a todas las facultades, juzga
desde un tribunal que no tiene reglas previas y que tampoco puede tenerlas. Recordemos de nuevo que para
Lyotard Kant es un filósofo que no cayó en un “metarrelato” de la historia justamente porque no encontró un
conjunto de reglas válidas para todas las facultades, o
para todas los géneros de discurso (no encontró ninguna
“ciencia de la lógica” que dispusiera de la forma pura de
todo tipo de saber). Es por esto por lo que el juez filósofo
entra en juego sólo para establecer los puentes que permitan comunicar o navegar entre islas y no para deducir los
pasos lógicos que las unifiquen en un mismo todo.
Pero, ¿cómo pone en comunicación la facultad de juzgar a las distintas facultades? Esto sólo es posible a partir
de la “guerra” o enfrentamiento que hay entre las legalidades heterogéneas e inconmensurables de las facultades
y que la facultad de juzgar se encarga de poner de manifiesto. En este sentido, es posible mostrar algunos de estos
pasos o enfrentamientos entre legalidades heterogéneas
que encontramos en las facultades. Por ejemplo, la ilusión
transcendental: ¿cómo sabemos que las proposiciones
dialécticas que tienen la forma aparente de una proposición cognitiva en realidad no son sino un espejismo de
conocimiento?; ¿y en base a qué podemos decir que la
validez de los meros razonamientos lógicos no coinciden
con la legalidad del entendimiento? La validez de los
meros razonamientos y la validez del conocimiento no es
la misma porque no podemos presentar en el caso de las
proposiciones silogísticas un objeto dado en la intuición,
es decir, dado en el espacio y el tiempo, como si ocurre en
el caso de las proposiciones cognitivas. En este sentido, el
proceder de la razón por “meros conceptos” es algo totalmente distinto del entendimiento. El entendimiento es la
facultad de los conceptos, pero de los conceptos en tanto
que estos no son meros conceptos de razón, sino en tanto
que funcionan como representación de la unidad de una
regla según la cual una multiplicidad de intuiciones es
recorrida, reunida y enlazada. El entendimiento está referido a la intuición; la razón, en cambio, toma los conceptos como meros conjuntos de notas, prescindiendo su
relación con la intuición y operando con ellos sólo según
las reglas de validez de la lógica general. Por eso la razón
no es una facultad de conocimiento (Kant dice que es la
“facultad de los principios” en tanto que es capaz de derivar proposiciones a partir de principios generales), sino
sólo una facultad que procede por meros conceptos según
las reglas de la lógica general y que busca en la serie de las
condiciones lo incondicionado (o el absoluto). Pero lo que
es susceptible de presentación en las proposiciones de la
razón como objeto propio para legitimarlas (alma,
mundo y Dios), no es nunca un objeto de experiencia
posible (la totalidad de las condiciones de lo empírico
nunca puede ser al mismo tiempo una experiencia dada
en la intuición). La labor de la crítica consiste aquí, una
vez identificada la regla de proceder de la razón, en aislarla de la validez propia del entendimiento y declarar que
los productos de la mera razón no son nunca conocimien-
El conocimiento y el mundo
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YOUKALI, 6
to. Lo que resulta del proceder de la razón es así, ciertamente, una apariencia, pero una apariencia necesaria
(una “ilusión transcendental”) porque su apariencia de
conocimiento no se disipa ni siquiera una vez advertida:
“La ilusión transcendental no cesa, en cambio, aunque
haya sido ya descubierta y se haya comprendido claramente su nulidad a través de la crítica transcendental”13.
Así, la razón hace “como si” hablará de fenómenos, pero
la crítica la restablece a sus justos límites o a su propia
validez.
Otro ejemplo no menos importante de tránsito o
paso entre facultades es el que Kant llama “tipo de la
ley moral” en la Típica del Juicio puro práctico, que se
encuentra en el segundo capítulo de la Analítica de la
Crítica de la razón práctica. Aquí se trata de la cuestión
de determinar en cada caso si una acción posible para
nosotros en la sensibilidad es un caso que cae o no bajo
la regla práctica que impone la razón pura. El Juicio
práctico es el que se encarga de aplicar a cada acción
particular lo que ha sido establecido universalmente en
la regla práctica. Ahora bien, dado que todos los casos
que ocurren de acciones posibles para nosotros no
pueden ser más que casos empíricos, el problema que
se plantea aquí es saber cómo es posible aplicar a una
acción particular una ley universal de la libertad así
como también la idea suprasensible de bien moral.
Todo en la experiencia nos es dado en la intuición
según condiciones, mientras que el bien moral es algo
incondicionado y suprasensible por lo que se refiere a
su objeto y, por tanto, no puede encontrarse para él
ninguna intuición en la sensibilidad que lo pueda validar. Entonces, ¿cómo saber si una acción dada en la
experiencia cae bajo el caso de la ley moral?
La razón pura especulativa disponía de un medio
para escapar a esta dificultad: como su uso teórico versaba sobre intuiciones sensibles, a las cuales se podían
aplicar los conceptos puros del entendimiento, tales
intuiciones podían darse a priori. De este modo, a la ley
natural, como ley a la que se someten las intuiciones
sensibles (o todo objeto de experiencia sensible), tiene
que corresponder un esquema, esto es, un procedimiento universal que bosqueja la imaginación transcendental. Pero la ley de la libertad (como causalidad
incondicionada o no condicionada sensiblemente), y
por ende, también el concepto de bien moral, no pueden tener ninguna intuición a su base, y por esto
mismo, tampoco ningún esquema.
Así pues, al parecer de Kant, no queda más remedio para solucionar el problema del conocimiento
práctico de las acciones morales que acogerse al recur-
13.- Crítica de la razón pura, Madrid, Taurus, 2005, B-354/ A-297.
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so de una ficticia sensibilización de la ley moral misma
concibiéndola “como si” fuera una ley natural y haciendo así de la ley natural “el tipo de la ley moral”. Nos
encontramos, por tanto, ante lo que Kant llama fórmula o formulación de la “ley universal de naturaleza” del
imperativo categórico. Según esta fórmula, el imperativo categórico reza como sigue: “obra como si la máxima de tu acción hubiera de volverse, por voluntad tuya,
ley universal de la Naturaleza”. Para Kant, es a partir
de esta regla como todo el mundo juzga si una acción
es moralmente buena o mala, y aunque esta comparación de la máxima de mi acción con una ley universal
no es fundamento de determinación de la voluntad,
consiste al menos en un criterio para reconocer la moralidad de mis acciones.
No podemos hacer un inventario de todos los
“pasos” que Kant hace a lo largo de su obra crítica para
mostrar pormenorizadamente de qué modo el Juicio
pone en contacto a las distintas facultades. Baste los
dos ejemplos que hemos puesto (la ilusión transcendental y el tipo de la ley moral) para dar muestra de
este tipo de operación de analogía por la que se muestra una síntesis de lo legalmente heterogéneo (de lo
que parece conocimiento pero no lo es o de lo que parece una ley de la naturaleza pero no lo es) para poner en
comunicación a facultades distintas y mostrar la diferencia de legalidad que hay entre ellas. Obviamente,
esta síntesis efectuada por la analogía (por el “como
si”), como no puede ser de otro modo, no es de derecho, sino más bien hecha contra el derecho, operación
a la que el juez crítico transige o permite hacer sin que
ninguna regla le autorice simplemente para mostrar la
diferencia entre facultades o familias de proposiciones
heterogéneas.
Recapitulando, diremos, pues, que el juez crítico
decide sobre la legitimidad que corresponde a la validez de cada familia de proposiciones. Al hacerlo, divide al sujeto transcendental en facultades “insulares”, y
al campo de todos los objetos posibles en general en
un archipiélago de dominios separados por legalidades heterogéneas. El tribunal de la crítica reconoce la
legitimidad de las respectivas pretensiones de las diversas familias de proposiciones y, por ende, su inconmensurabilidad. El juez muestra de este modo que no
hay un conjunto de reglas válidas para todas las facultades, o para todas las familias de proposiciones (como pretendió hacer más tarde el idealismo hegeliano), sino que cada una posee las suyas propias. Ahora
bien, el juez también permite el paso o el tránsito de
unas islas a otras para presentar el resultado de lo
La radicalidad de la crítica kantiana de la historia reside precisamente en el hecho de que va a negar la realidad de un posible objeto (metafísica) histórico-político,
de lo cual resultará la imposibilidad de una facultad de
conocer histórico-política (“sobre la historia no puede
haber ciencia o conocimiento”, esto es lo que resumidamente sostendrá Kant). Como ya hemos visto, dentro
de la crítica kantiana de la facultad de conocer, sólo los
fenómenos dados en la intuición pueden tener una realidad cognoscible, es decir, sólo aquello del concepto que
es aplicable a las intuiciones posee realidad y puede ser
objeto de conocimiento. Ahora bien, los fenómenos también poseen la propiedad de estar condicionados y ser
condicionantes de otros fenómenos, cuyas series completas, que nunca están dadas de modo absoluto en la intuición (pues no son sino “simples ideas” que se refieren
a la totalidad de la síntesis de los fenómenos), constituyen un “sistema de las ideas cosmológicas”, esto es, un
sistema de aquellas ideas transcendentales que se refieren a la absoluta totalidad de la síntesis de los fenómenos
dados en la intuición.
Ya hemos hablado de la ilusión transcendental
como aquel espejismo de conocimiento que se genera
cuando la razón humana se inclina a formular meros
razonamientos lógicos prescindiendo de la intuición.
Cuando esto sucede y se considera a la lógica general
como órgano de conocimiento, ésta se convierte siempre en una “lógica de la apariencia”. Esto ocurre porque la lógica, por sí sola y sin la ayuda de la experien-
El conocimiento y el mundo
Sobre la historia no puede haber ciencia
página 71
“NO SABEMOS, PERO SENTIMOS”: LO QUE
SE DA EN EL ENTUSIASMO O LA CRÍTICA
KANTIANA DE LA HISTORIA
cia, no puede producir conocimientos, sino sólo nociones aparentes o ficticias que se presentan “como si”
fuesen conocimientos. En esta medida, la razón no
produce conceptos en sentido propio, sino que más
bien “libera” a los conceptos del entendimiento de las
limitaciones que impone toda experiencia posible al
intentar extenderlo más allá de las intuiciones (aunque
siempre en referencia a todas ellas). Ahora bien, ¿cómo
se produce esta “emancipación” del concepto? Para
ello la razón realiza el siguiente razonamiento: “si se da
lo condicionado –el fenómeno-, se dará también la
suma de las condiciones y, por tanto, lo absolutamente
condicionado”. La razón exige así para un condicionado dado cualquiera una totalidad absoluta de las condiciones y convierte a la categoría del entendimiento en
una idea transcendental, con el fin de conferir a la síntesis empírica una completitud absoluta.
Cuando aplicamos de este modo la razón a la síntesis objetiva de todos los fenómenos y pretendemos dar
por bueno su resultado (la unidad incondicionada de la
totalidad de las intuiciones) nos encontramos con las
ideas cosmológicas. Aquí, la idea de mundo (idea que
subsume bajo sí misma a todas las ideas cosmológicas), como totalidad absoluta de todos los fenómenos,
revela su ilegitimidad o falta de validez al motivar ideas
antitéticas que se presentan provistas de igual verosimilitud. Estas afirmaciones son las célebres “antinomias de la razón pura”, verdaderos conflictos de la
razón consigo misma, de los cuales ella no puede salvarse si no es abandonando el principio mismo del que
nacen, la idea de mundo.
Ahora bien, por lo que aquí nos interesa discutir, sólo
diremos que la historia humana entra al mundo como
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encontrado en una a otra. Es decir, el juez no se detiene simplemente en la presentación de las distintas formas de legalidad: sugiere “pasos” precisamente entre
regiones de objetos sometidos a reglas que son, sin
embargo, diversas e inconmensurables. Estos “pasos”
restablecen la unidad de la razón, aunque de un modo
débil o fragmentado en tanto que tan sólo se limitan a
mostrar la diferencia inconmensurable de legalidades
heterogéneas. Finalmente, con ello se expresa también el tipo de unidad que pertenece a lo históricopolítico en tanto que, al igual que lo crítico (recordemos la primera tesis: lo crítico es análogo a lo histórico-político), lo histórico-político no se puede expresar bajo un género de discurso, sino que consiste
precisamente en reconocer la pluralidad irreductible
entre géneros de discurso distintos.
El conocimiento y el mundo
página 72
YOUKALI, 6
una serie más de fenómenos14. Dicha serie, como
sucede con todas las series de las ideas cosmológicas,
no está dada en la experiencia como intuición, cosa del
todo inconcebible, sino que sólo nos es “dada” como
objeto de una simple idea. Ciertamente, siempre será
posible hacer una proposición del entendimiento, es
decir, un conocimiento científico, acerca de las secuencias particulares de la serie en la cual pueda haber una
presentación en la intuición. Pero lo que interesa señalar a este respecto es que la totalidad de la experiencia,
en tanto que totalidad sintética de todos los fenómenos, no puede ser nunca a su vez una experiencia, esto
es, algo dado en la intuición, y, por consiguiente, ninguna totalidad de condiciones puede tener nunca un
valor objetivo o cognoscitivo. Precisamente por esto las
ideas transcendentales son ideas y no objetos, de lo
cual se desprende que la historia, como totalidad sintética o como serie completa de todos los fenómenos, no
puede tener un objeto propio sobre el cual fundar una
ciencia.
Pero a esta dificultad que plantea la serie de los fenómenos históricos para constituirse como ciencia, aún
se le pueden añadir más inconvenientes teóricos o cognoscitivos. En el caso de la síntesis regresiva de los
fenómenos que asciende hacia el principio de la serie
(los antecedentes), se añade además la dificultad de
que tanto la totalidad de hechos pasados como su
comienzo no son intuibles. El tiempo transcurrido
hasta el momento presente es pensado necesariamente como dado, pero no puede ser determinado (conocido) por nosotros. Las condiciones antecedentes se dan
por supuestas, pues de ellas dependen que se nos puedan dar las condiciones presentes, pero salvo que se
tenga algún registro positivo de ellas, nada podemos
saber. Ahora bien, todavía se presenta peor, por otra
parte, en lo que se refiere a la síntesis progresiva de los
fenómenos que desciende hacia el futuro (las consecuencias). Aquí además se agrega la dificultad de
conectar efectos que todavía no están presentes y sobre
los cuales no hay documentos en absoluto (como en
ocasiones ocurre en el caso de las causas o antecedentes) con fenómenos presentes o reales. Más aún: hasta
se podría admitir que cuando se trata de la síntesis de
las series descendentes (es decir, los fenómenos futuros) el problema de su unidad con el presente se convierte en un problema superficial. La serie de los fenómenos sólo plantea el problema de su comienzo cosmológico, pero no el problema de su fin. Como no son
las consecuencias las que hacen posible sus condiciones, sino que, por el contrario, las presuponen, se puede prescindir del descenso de la condición hacia lo condicionado por ella misma, con lo cual el problema de si
la serie termina o tiene continuidad se desvanece:
“Cuando esto último ocurre, nos hallamos ante un problema arbitrario, no ante un problema necesario de la
razón pura, ya que, si queremos entender de forma
completa lo que se nos da en el fenómeno, necesitamos, efectivamente, su fundamento, pero no sus consecuencias”15.
Por lo tanto, desde el punto de vista especulativo, y
por lo que toca al tiempo cosmológico, se puede concluir lo siguiente: el juez crítico no tiene ninguna proposición de conocimiento que validar. A la crítica de la
historia no le pertenece ninguna metafísica o doctrina
al igual que a la facultad de juzgar tampoco le pertenece ninguna esfera propia de objetos (recuérdese ahora
la analogía entre lo crítico y los histórico-político). Precisamente, la crítica de la historia, en términos metafísicos, consiste en esto: en mostrar que no puede tener
un campo de fenómenos propios sobre el cual fundar
una ciencia (al menos en sentido “fuerte”, pues ya
hemos dicho que sobre fenómenos particulares y concretos dados en la intuición siempre será posible establecer algún conocimiento por humilde que sea). Por
14.- En las antinomias de la razón pura Kant no entra a discutir propiamente el problema de la historia humana; este tipo de cuestiones las
discute especialmente en otros textos menores que veremos más adelante. No obstante, podemos valernos de las reflexiones críticas discutidas por Kant en esta parte de la Crítica de la razón pura para plantear en términos metafísicos el problema general de la posibilidad
de una ciencia de la historia.
15.- Crítica de la razón pura, Madrid, Taurus, 2005, B-438/ A-411.
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“Pronto se ve que la Ilustración es algo sencillo en teoría, pero que resulta muy arduo y lento de poner en
práctica” .
Inmanuel Kant, Crítica del Juicio
Ahora bien, si en la filosofía de Kant, como hemos
visto, no cabe una metafísica de la historia, si que cabe,
al menos, una crítica de la misma. Es cierto que Kant
no escribió nunca una Crítica de la razón histórica o
algo semejante (sus escritos sobre filosofía de la historia son más bien poco numerosos y breves), pero no es
menos cierto que Kant manifestó al final de su obra crítica un interés por no impedir al tribunal crítico de la
razón práctica juzgar sobre los acontecimientos históricos. En este sentido, la filosofía de la historia de Kant
habrá de encuadrarse dentro de su filosofía moral en
tanto que será la razón práctica la única que tendrá
potestad para juzgar los acontecimientos históricos.
En su breve opúsculo Idea para una historia universal en clave cosmopolita Kant plantea la naturaleza del
discurso sobre lo histórico-político en los siguientes
términos: si se atiene uno a lo dado intuitivamente en
la historia, esto es, a lo dado en la historia como acontecimientos o fenómenos efectuados por las acciones
de los hombres, la historia política de los pueblos es un
16.- Idea para una historia universal en clave cosmopolita, en ¿Qué es Ilustración? y otros escritos, Madrid, Alianza editorial, 2004, pág. 98.
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El conocimiento y el mundo
página 73
El significado kantiano de una filosofía de la
historia: la razón como hilo conductor de la historia
completo caos. Ésta carece de sentido y suscita indignación ante un espectáculo lamentable que sugiere estar regido por una desazonante casualidad que no conduce a nada: “No puede uno librarse de cierta indignación al observar su actuación (la de los hombres) en la
escena del gran teatro del mundo, pues, aun cuando
aparezcan destellos de prudencia en algún que otro
caso aislado, haciendo balance del conjunto se diría
que todo ha sido urdido por una locura y una vanidad
infantiles e incluso, con frecuencia, por una maldad y
afán destructivo asimismo pueriles; de suerte que, a fin
de cuentas, no sabe uno que idea debe hacerse sobre
tan engreída especie”16. Ahora bien, esta concepción
de la historia no es justa desde el punto de vista de la
crítica de la razón práctica. El afecto de desazón e indignación que acompaña a esta “comprobación” de la
falta de sentido de la historia humana es por sí mismo
signo o expresión de que otro género de discurso es posible acerca de la historia: aquel que pertenece al de la
idea de libertad, aunque dado el carácter absurdo de
este mundo casi parezca no poder empalmar con él. La
razón práctica tiene al menos el interés de no cejar en
su empeño por juzgar los acontecimientos históricos, y
en este sentido le es lícito intentar trazar un plan que le
permita interpretar el decurso histórico “como si” hubiera sido escrito en clave cosmopolita, esto es, como si
persiguiera el designio de un desenlace cosmopolita
para la trama de relaciones que mantienen entre sí los
individuos de toda sociedad civil así como también la
que mantienen unos Estados con otros: “En este orden
de cosas, al filósofo no le queda otro recurso –puesto
que no puede presuponer en los hombres y su actuación global ningún propósito racional propio- que in-
YOUKALI, 6
delante de nosotros (en el futuro) no hay ningún objeto histórico dado, así como por detrás (en el pasado) es
imposible encontrar un registro de la serie de todos los
fenómenos, aunque esto último haya que darlo “formalmente” por supuesto para que la historia pueda ser
posible (sin postular antecedentes no hay condición
presente que pueda ser entendida). Y por supuesto,
mucho más ilegítima es la idea de una totalidad de las
experiencias históricas que aglutine bajo sí misma y en
un mismo objeto el desenvolvimiento de la totalidad de
los fenómenos históricos. De este modo, la historia para Kant podría concebirse fácilmente como una simple
“silueta” de ciencia en la que muy bien podría quedar
en blanco la mayor parte de sus fenómenos sin que
nada relevante se perdiera por el camino. La serie completa de sus fenómenos no es más que una simple idea
(cosmológica), un concepto sin objeto y vacío, desprendido de las intuiciones, que ni tan siquiera demanda
ser rellenado por documentos empíricos y que tampoco permite fundar ciencia alguna sobre la historia.
El conocimiento y el mundo
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YOUKALI, 6
tentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas
humanas una intención de la Naturaleza, a partir de la
cual sea posible una historia de criaturas tales que, sin
conducirse con arreglo a un plan propio, sí lo hagan
conforme a un determinado plan de la Naturaleza.
Vamos a ver si logramos encontrar un «hilo conductor» para diseñar una historia semejante, dejando en
manos de la Naturaleza el engendrar el hombre que
habrá de componerla más tarde sobre esa base”17.
Desde el punto de vista que nos confiere una historia de criaturas racionales, podemos observar en el
género humano ciertas disposiciones naturales que tienen que ver con el uso de la razón. En esta medida, si
la historia de la humanidad estuviera abocada necesariamente al caos y la guerra, habría de concluirse un
supremo absurdo, pues, la naturaleza, al dotar a los
hombres de esas disposiciones para el uso de la razón,
sin embargo, les habría privado de los medios para llevarlas a cabo. Antes bien, es esa parte de la naturaleza
la que contiene primordialmente la finalidad de la historia del género humano.
Llegados a este punto, es aquí en donde el tribunal
de la crítica ha de intervenir para clarificar toda posible
confusión. El juez crítico, que vela por el interés práctico de la razón, ha de convocar a las dos concepciones
de la historia, a la que dice que la historia humana es
un completo y cruel absurdo y a la que dice que está
ordenada por un plan de la Naturaleza. Según lo que
hemos visto más arriba (la crítica kantiana a las pretensiones de un supuesta facultad de conocer históricopolítica), el tribunal crítico habrá de convocar a la primera parte en litigio y explicarle: si te atienes al género
de discurso del conocimiento y puedes suministrar
ejemplos intuitivos de las proposiciones que estableces
acerca de los acontecimientos histórico-políticos, entonces estarás legitimada para hablar de desorden en
la historia, pero sólo dentro de los límites que hemos
determinado en el apartado anterior (esto es, siempre
y cuando no se pretenda subsumir al conjunto de todos
los acontecimientos históricos bajo una ley del devenir
de la totalidad histórica-política y sólo se pretenda un
conocimiento histórico-inductivo de las realidades políticas). Con esta concepción de la historia, sólo se
podrá hacer una política pragmática, “maquiavélica”,
que sólo busque el éxito y la eficacia de los medios, pero
no una “política moral”. Se podrá estudiar el poder político y sus mecanismos para obtenerlo, mantenerlo y
acrecentarlo sin tener en cuenta a ningún presupuesto
moral, y únicamente se atenderá a los hechos históricos para obtener de ahí los principios generales que
17.- Idem.
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nos permitan una acción política eficaz, pero no nos
preocuparemos lo más mínimo por juzgar su moralidad y justicia. En definitiva, podremos estudiar cómo
son los hombres y sus gobernantes, y cómo podemos
intervenir en la medida de lo posible sobre las realidades políticas para hacernos con su control, pero no
podremos juzgar con arreglo a nada como deben ser
los regímenes políticos.
Ahora bien, el juez crítico también convoca a la otra
parte en pugna y le dice: tú presupones en la naturaleza la idea de una finalidad que obra en la historia de la
humanidad y que conduce al fin último de la libertad
(esta parte nos dice: “la naturaleza obra como si tuviera por fin el cumplimiento de la libertad”). Pero ¡ojo!,
te expresas no según las reglas de validez del discurso
cognoscitivo, no según las reglas del concepto y la
intuición propias de las proposiciones cognoscitivas,
sino según las reglas de la analogía o del “como si”. Entonces esta parte podrá apelar a ciertos fenómenos históricos dados en la intuición, pero no como ejemplo
que valide y presente intuitivamente lo que se dice,
sino más bien como ideal que señale a lo que se debe
tender. Al juntar todos los fenómenos de la intuición
no se obtendrá, por tanto, el desenvolvimiento histórico de una ley general de la naturaleza, sino solamente
un “hilo conductor” que ha de guiar las políticas de los
Estados. Este hilo conductor de la razón no quita validez al discurso cognoscitivo del político pragmático
que se afana por conocer los fenómenos históricos con
el fin de controlarlos. El mismo referente, un mismo
fenómeno histórico dado en la intuición, podrá valer
como ejemplo que avale el discurso desolador acerca
18.- Idem., pág. 118.
19.- Idem. pág. 115.
20.- Idem., pág. 118.
21.- Idem.
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El conocimiento y el mundo
página 75
En conclusión, conviene aclarar que cuando Kant habla de un plan de la naturaleza que se desarrolla en la
historia como hilo conductor de la razón, con esto no
quiere decir que exista una “mente suprema” o “una
astucia de la razón” llamada naturaleza que elabore
conscientemente un plan que ha de cumplirse necesariamente en la historia; quiere decir simplemente que
los hombres han de proceder en sus acciones “como si”
la historia estuviera legislada de tal modo. El mismo
Kant insiste en que “mi propósito sería interpretado
erróneamente si se pensara que, con esta idea de una
historia universal que contiene por decirlo así un hilo
conductor a priori, pretendo suprimir la tarea de la historia propiamente dicha, concebida de un modo meramente empírico; sólo se trata de una reflexión respecto
a lo que una cabeza filosófica (que por lo demás habría
de ser muy versada en materia de historia) podría
intentar desde un punto de vista distinto”18. Lo que
Kant intenta simplemente es ensayar una historia universal en clave cosmopolita conforme a una idea de
cómo tendría que marchar el transcurso de la historia
y de los Estados si se adecuasen a ciertos fines raciona-
les que aspiren a la perfecta integración civil de la especie humana. “Se diría que con tal propósito sólo se obtendría una novela”19 , y en efecto, esta historia universal en clave cosmopolita tiene más de ficción que de
realidad o verdad, pero puede resultar de una gran utilidad al menos como “ideal regulativo” de la razón histórico-política. Además, tal y como se nos presenta el
absurdo decurso de los acontecimientos históricos, difícilmente la existencia de la humanidad podría cobrar
un sentido histórico-político sin la referencia a un fin
racional que se da entre las capacidades naturales de la
especie, cuyo desarrollo o realización completa en la
historia (que para Kant se materializaría mediante la
construcción de sociedades civiles administradas universalmente por el derecho y la instauración de una
reglamentación de las relaciones interestatales), si bien
nunca podrá cobrar una certidumbre científica (más
bien se mantiene meramente como meta para los esfuerzos políticos del hombre), al menos no autoriza al
individuo a negar la posibilidad de un progreso moral
de la humanidad. Sin esta convicción, el ser finito, caería en la desesperación y cesaría de trabajar para el
reino de los fines. De este modo, la fe en un progreso
moral de la humanidad se convierte en un deber moral
que ha de regir en la construcción de los gobiernos civiles y de las relaciones entre los Estados. Es así, pues,
como la moral nos conduce en Kant a la filosofía de la
historia: los hombres han de intervenir en la historia
como si ésta tuviera un plan para la mejora del mundo.
Pero todavía queda otro motivo para intentar una filosofía de la historia en clave cosmopolita: “encauzar
tanto la ambición de los jefes de Estado como la de sus
servidores hacia el único medio que les puede hacer
conquistar un recuerdo glorioso en la posteridad”20.
Se trata, en efecto, de estimular la ambición de los
gobernantes en orden a fomentar metas que sólo busquen el bien común de todo el género humano, aunque
lo hagan sólo por mor de su egoísta megalomanía. Así
es como la historia podría entrañar a priori un plan
para el mundo: haciendo dignas del recuerdo de la posteridad sólo a aquellas acciones que conciernen a la
prosperidad de toda la humanidad y amenazando a los
políticos con el recuerdo de sus desmanes. Una historia filosófica como la que plantea Kant valorara la historia de las épocas pasadas y presentes aplicando sólo
un criterio universalista “evaluando lo que los pueblos
y sus gobiernos han hecho a favor o en contra desde un
punto de vista cosmopolita”21 .
YOUKALI, 6
del curso de la historia, y al mismo tiempo podrá valer
como un mal ejemplo de lo que se debe hacer. Son discursos heterogéneos, y cada uno dentro de su respectivo campo es válido por igual. Ahora bien, la diferencia
es que sólo con el segundo género de discurso se podrá
intervenir en el mundo para hacer una política moral
que vaya más haya de una política eficaz.
El conocimiento y el mundo
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YOUKALI, 6
Kant ante la Revolución Francesa: lo que se da
en el sentimiento del entusiasmo
Si en el texto de la Idea... la expresión clave era la de
“hilo conductor”, en otro escrito breve de Kant pero no
menos importante sobre filosofía de la historia (en el
“Conflicto de la facultad de filosofía con la facultad de
derecho”), la expresión que hay que retener es la de
“signo de historia”. En este texto, Kant se plantea la
cuestión de “si el género humano se halla en continuo
progreso hacia lo mejor”, aunque ahora esta pregunta
cobrará una nueva perspectiva que no se encontraba
en el texto de la Idea...: si antes era la naturaleza o el
destino el que había de ser presupuesto como hilo que
conduce a la historia hacia el progreso de la humanidad, cuyos designios sólo eran descifrables por el filósofo, ahora es el obrar mismo de los hombres el que se
presentará como medio capaz de orientar el curso de la
historia hacia lo mejor. El mismo Kant se lo pregunta
de este modo: “¿Pero cómo es posible una historia a
priori? Cuando el profeta hace y organiza él mismo los
hechos que predice”22. Los hombres devienen así en el
texto del “Conflicto...” en agentes capaces de intervenir
en el curso de la historia gracias al entusiasmo que suscita en ellos la idea de derecho, como de hecho muestra la revolución republicana que Kant contempla en
Francia desde la distancia.
La primera dificultad que se presenta para responder a la pregunta de si el género humano se halla en un
continuo progreso hacia lo mejor, consiste en que
dicha cuestión hace referencia a una parte de la historia humana que está todavía por venir (esta dificultad
no aparecía en el texto de la Idea..., pues, si se recuerda, allí sólo se hacia referencia al pasado y al recuerdo
del presente en la posteridad). Se trata de una proposición de anticipación o de pronóstico que no puede ser
conocida según leyes naturales como ocurre con la predicción de los eclipses o el movimiento de los astros.
Dado que esta proposición de anticipación se refiere al
futuro de la historia de las naciones políticas y no al
desenvolvimiento futuro de un fenómeno que funciona conforme a leyes de la Naturaleza, no es posible predecir o conocer hacia qué estado nos encaminamos. Se
trata de nuevo de una proposición que no se puede
validar conforme a las reglas de la razón cognoscitiva.
Ahora bien, aquí, una vez más, nos encontramos con
que la razón práctica se reserva el derecho a juzgar el
acontecer de los fenómenos históricos, los cuales, no
olvidemos, son producto de las acciones de los hom-
bres: “Pues nos las habemos con seres que actúan libremente, a los que, a decir verdad, se les puede dictar
de antemano lo que deben hacer, pero de los que no se
puede predecir qué harán”23. Cuando se trata de prever las acciones libres de los hombres no podemos colocarnos en el punto de vista de Dios, quizá el único
capaz de conocer con certeza el desarrollo de todas las
cosas, de las acciones libres de los hombres y del encadenamiento de los fenómenos conforme a las leyes de
la Naturaleza. Por eso, nos encontramos ante una inevitable incertidumbre cognoscitiva que nos impide
predecir el decurso histórico del futuro, pero al menos
siempre nos quedará el derecho a juzgar los acontecimientos históricos presentes conforme a las reglas del
juicio práctico y obtener así alguna conclusión acerca
de lo que podemos esperar en el futuro.
Para validar esta confianza en el progreso moral de
la humanidad en la historia será necesario prescindir
del género de discurso cognoscitivo y cambiar a otro.
Es cierto que debe haber en la historia de las naciones
alguna experiencia que, como acontecimiento o evento dado en los fenómenos, indique una manifestación
de la capacidad de los hombres para tal progreso moral. Ahora bien, esta experiencia no se tratará de una
experiencia más en el sentido que se le da a este término en la Crítica de la razón pura cuando se habla de
una “experiencia posible”. Habrá de ser un acontecimiento que a la vez de ser un hecho dado en la historia
sea además un acto de la libertad, esto es, un acontecimiento que haya sido causado por libertad con absolu-
22.- “Conflicto de la facultad de filosofía con la facultad de derecho”, en Conflicto de las facultades, Buenos Aires, Losada, 1963, pág. 102.
23.- Idem., pág. 106.
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ma que nos permite pronosticar el progreso de la humanidad, progreso que se refleja en la instauración de
constituciones republicanas fundadas en los principios
de la libertad. “Se trata, simplemente -dice Kant-, del
modo de pensar de los espectadores que se delata
públicamente ante esta representación de grandes revoluciones y que, aun a pesar del peligro de los serios
inconvenientes que podría crearle su parcialidad, manifiesta, sin embargo, una simpatía tan universal como
desinteresada hacia los actores de un bando y en contra de otro, que demuestra un carácter del género humano en su conjunto, y al mismo tiempo, a causa de su
desinterés, un carácter moral de la humanidad, cuando menos como disposición, que no sólo permite esperar el progreso hacia lo mejor, sino que ello mismo ya
lo constituye, en tanto que la capacidad para tal progreso”25.
Así, el signo que nos manifiesta el progreso en la
historia no es algo que podamos conocer en sentido estricto, no es un conocimiento, sino una pasión, el entusiasmo, aunque éste no se trata de una pasión patológica cualquiera fundada en las inclinaciones propias o
el interés personal, sino de un sentimiento puro y desinteresado derivado directamente de la ley moral misma que vemos aplicar en las constituciones políticas de
otros pueblos que promueven la libertad conforme a
leyes: “el auténtico entusiasmo se ciñe siempre tan sólo
a lo ideal y en verdad a lo puramente moral, como es el
caso del concepto de derecho y no puede injertarse en
el interés personal”26. No nos debe extrañar que el
24.- Idem., pág. 108.
25.- Idem., pág. 108-109.
26.- Idem., pág. 110.
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ta espontaneidad y no un acontecimiento que obedezca a leyes mecánicas como ocurre con los fenómenos
naturales. Este acontecimiento habrá de reconocer,
por tanto, la cláusula de independencia de la causalidad por libertad con respecto a la serie diacrónica de
los fenómenos que obedecen a causas bien determinadas. Ahora bien, este acontecimiento del que hablamos
no probará nada, esto es, no demostrará el progreso en
la historia humana, sino que sólo indicará o mostrará
que el ser humano es capaz de tal progreso. Esto es precisamente lo que entiende Kant por “signo de historia”:
“ese hecho no es tomado como causa del progreso, sino
sólo como indicio, como signo histórico (signum rememorativum, demonstrativum, prognosticon)”24, esto
es, como manifestación de que el ser humano, en tanto
que muestra que es capaz de progresar hacia lo mejor
en un momento puntual mediante un acontecimiento
dado, también muestra que lo pudo haber hecho en
otras épocas del pasado y que también podrá hacerlo
en el futuro. Así, el hecho dado en la experiencia histórica que indica el progreso de la humanidad habrá de
presentar una causalidad por libertad bajo la forma de
un acontecimiento espontáneo, que por mucho que se
pueda contextualizar históricamente, nunca se podrá
reducir a una mera causalidad mecánica y sincrónica
en tanto que el motor principal que lo hace posible
habrá de ser el impulso que la libertad infiere en los
agentes prácticos que realizan dicho acontecimiento.
Este acontecimiento, además, será indicio de que el
género humano puede iniciar un progreso hacia lo
mejor en la historia.
Pero, ¿cuáles son esos indicios de los que habla Kant?
Pues nada menos que los procesos revolucionarios que
instauran constituciones republicanas inspiradas en la
idea de libertad allí en donde antes no había sino despotismo, cuyo máximo exponente es para Kant la Revolución Francesa que él mismo contempla como espectador desde Könisberg. Para Kant el entusiasmo
que suscita la Revolución Francesa es un signo de historia que da fe de cómo la idea de libertad se puede
encontrar presente en la historia. Ahora bien, Kant no
habla del entusiasmo de los actores que están ejecutando la revolución, pues ese se da por descontado, sino el
de los espectadores que como Kant contemplan la
revolución desde la distancia. Dicho entusiasmo que
este fenómeno suscita en el ánimo de los espectadores
no puede tener otra causa sino la de una “disposición
moral” del género humano. Tal es, por tanto, el sínto-
El conocimiento y el mundo
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YOUKALI, 6
indicio de la realización de la libertad en la historia acabe siendo un sentimiento, pues, al fin y al cabo, ¿cómo
podríamos reconocer la idea de república cosmopolita
en un mero dato empírico? El entusiasmo revolucionario constituye una presentación “como si” de la idea de
una república cosmopolita, es decir, de la idea de una
moralidad que pretende presentarse en la experiencia
cuando en realidad ésta no puede ser presentada intuitivamente. En este sentido, si bien se trata tan sólo de
una presentación indirecta de una causalidad libre que
se manifiesta en un hecho subjetivo, el sentimiento, al
menos tiene el valor de “indicio” para la proposición
que afirma el progreso moral en la historia.
Ahora bien, para Lyotard, el último signo de historia fue el entusiasmo revolucionario suscitado hace
cuarenta años por el mayo del 68. Hoy, en cambio, parece que ya no hay perspectivas de que surjan nuevos
signos de historia capaces de suscitar un entusiasmo
igual. Las políticas de los estados son tranquilas y hacen pensar que la política se trata tan sólo de la gestión
de la cosa pública. Hoy, la política es incapaz de entusiasmar a nadie, pues lo que más predomina en la
atmósfera de la condición posmoderna que algunos
han vitoreado a los cuatro vientos es la melancolía y la
desilusión por las viejas ideas revolucionarias que en
otro tiempo fueron capaces de movilizar a miles de
activistas políticos, pero que en la actualidad parecen
haberse relegado a las tinieblas de la historia. En este
sentido, se podría objetar a esta visión posmoderna y
pesimista de Lyotard trayendo a colación un aconteci-
miento de nuestro tiempo que, al igual que sucedía con
la Revolución Francesa en los tiempos en los que la
contemplaba Kant, demuestra precisamente esta posibilidad moral y material del género humano para la
constitución de republicas inspiradas en los principios
de la libertad. Este acontecimiento no es otro que la revolución que actualmente está viviendo Venezuela. Como muy bien han mostrado en un libro recientemente
publicado los profesores Carlos Fernández Liria y Luís
Alegre Zahonero titulado Comprender Venezuela, pensar la democracia, “en Venezuela nos encontramos
hoy, en efecto, con una ciudadanía que siente un respeto infinito por las posibilidades de la instancia legislativa. Y esto, desde luego, no es casual. Los campesinos,
por ejemplo, se han encontrado con que, por primera
vez, las leyes pueden no ser mero papel sino, de repente, convertirse en parcelas de tierra arrancadas de las
manos por las que había circulado hasta ahora el poder
real (los terratenientes en este caso o los gerentes del
petróleo en otros) –y, por una vez, no se tratan de gestos puramente decorativos: desde 2001 han sido
repartidos nada menos que 2 millones de hectáreas
entre los campesinos sin tierra. En este mismo sentido
se expresaba una señora a la que conocimos visitando
algunos resultados de la Misión Hábitat (destinada a
convertir las chavolas en casas): “¿Cómo no vamos a
apoyar el proceso bolivariano?, ¿cómo no vamos a
interesarnos más en los procesos electorales si ahora lo
que deciden los diputados a los que elegimos, en vez de
quedarse en puras palabras, se convierten en casas?”.
En efecto, esa especie de milagro por el que los papeles, las palabras, en definitiva, el «lógos» consigue
ponerse manos a la obra y colocar ladrillo sobre ladrillo hasta que se edifica una casa, se construye una
escuela, se abre un centro médico o incluso se expropia
algún latifundio de Gustavo Cisneros, ese milagro no
puede dejar de producir entusiasmo”27.
El acontecimiento insólito que hoy en día se vive en
Venezuela con la llamada “Revolución Bolivariana” ha
supuesto una completa ruptura inesperada con el presente que hasta ahora habíamos padecido. Lo que está
ocurriendo en Venezuela tiene una gran importancia,
entre otras razones porque con su ejemplo se está contribuyendo a refutar el fin de la historia que hace ya
algunos años los defensores del determinismo histórico de Wall Street Journal proclamaron para avalar el
consenso en torno a la democracia liberal y el capitalismo como formas definitivas de gobierno y economía.
Pero el acontecimiento venezolano también es importante por otra razón. En la asfixiante atmósfera posmo-
27.- Comprender Venezuela, pensar la democracia: el colapso moral de los intelectuales occidentales, Hondarribia (Guipúzcoa), Hiru, 2006,
pág. 103.
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28.- Idem., 104-105.
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socialismo para el siglo XXI”, tal y como lo llaman los
venezolanos con entusiasmo revolucionario, en donde
antes no había sino despotismo neoliberal y reajustes
estructurales del FMI disfrazados de democracia? Al
igual que pensaba Kant con la Revolución Francesa
podemos creer (aunque no saber) que se inaugura una
nueva época en donde el género humano deje de caminar por la senda del neoliberalismo, salpicada de continuos retrocesos, para encaminarse hacia un progreso
social y político hasta ahora desconocido. Que Venezuela se halla en el camino de fundamentar una constitución de la cual todos los pueblos, especialmente sus
vecinos del sur, no pueden sino esperar justicia y libertad, es algo que suscita una gran estima y admiración,
porque al proscribir el orden económico mundial,
inaugura un progreso hacia lo mejor que no podía
tener lugar con los regímenes políticos que actualmente nos gobiernan. Al menos, podemos contar por seguro que este acontecimiento no caerá en el olvido, y que
sus posibles retrocesos, en caso de que los tenga, sólo
podrán desembocar en nuevos intentos que no cejarán
hasta resultar vencedores contra la injusticia, es decir,
hasta proclamar la única constitución verdaderamente
legítima, una constitución, que como ya defendía Kant
con la Revolución Francesa, esté en consonancia con el
derecho natural de los hombres según el cual quienes
obedecen a la ley deben ser al mismo tiempo, mancomunadamente, legisladores, o sea, una constitución de
corte republicano que tienda hacia el cosmopolitismo y
el cambio hacia mejor, lo cual se cifra fundamentalmente en un aumento de los efectos de la legalidad de
los actos humanos conforme al deber. En efecto, “desde luego, resulta fascinante el espectáculo que nos ofrece una ciudadanía firmemente dispuesta a que el poder
legislativo tome por una vez las riendas del curso de la
historia aunque para ello tenga que enfrentarse a intentos de golpe de estado, atentados terroristas, paros
petroleros, todo tipo de boicoteos electorales y asesinatos a sueldo. (…) Por lo tanto, no resulta imposible
comprender por qué, ante el compromiso de edificar
un verdadero estado de derecho, nos encontramos de
repente con una ciudadanía entusiasmada y plenamente comprometida no sólo con la defensa de las
leyes sino con la defensa de la idea misma de ley, en la
que la mayoría localiza la única posibilidad de salir de
la exclusión provocada por los privilegios de una minoría”28.
Podemos asegurar con espíritu “profético” (y por
profético no entendemos otra cosa que pronóstico,
pero pronóstico que se posiciona parcialmente en el
conflicto abierto en Venezuela a favor de la parte revolucionaria y que intenta modelar el porvenir aunque
sólo sea a golpe de señalar un horizonte utópico al que
conducirse) que un fenómeno como el proceso bolivariano no se olvidará en mucho tiempo, especialmente
en el continente latinoamericano, por la capacidad de
mejoramiento que está mostrando para los pueblos de
aquella zona del mundo, y que, aunque el fin propuesto por este insólito evento no sea alcanzado ahora, o
que si la revolución bolivariana fracasa o si después de
durar un tiempo todo vuelve nuevamente a lo de antes
(como muchos dentro y fuera de Venezuela desean),
nuestra anticipación filosófica no perderá nada de fuerza, pues ese acontecimiento es demasiado grande y
tiene demasiada influencia en los pueblos de la región
como para que no sea recordado y evocado para la
repetición en cualquier otra ocasión propicia para la
revolución y el cambio hacia mejor. En este sentido, ni
siquiera importa que lo que vemos realizarse en Venezuela pueda ser una meta utópica; siempre será útil en
cuanto arquetipo al que ir aproximando la realidad,
aunque su cumplimiento efectivo casi se trate de un
imposible.
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derna que respirábamos parecía que a los filósofos ya
no nos quedaba nada que hacer ante el sorprendente
descubrimiento por parte de algunos intelectuales
franceses e italianos de que en política ya no nos cabía
nada que esperar, salvo quizá olvidarnos de ella y dedicarnos a trabajar como burócratas en la Unión Europea. Ahora bien, ¿qué puede significar para nosotros,
espectadores de la revolución bolivariana, el intento de
implantar en Venezuela una república que instituya “el
El conocimiento y el mundo
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YOUKALI, 6
CONCLUSIÓN: OBJECIONES A LYOTARD Y
ACTITUD FRENTE AL MARXISMO
Hasta aquí hemos visto resumidamente los puntos
fundamentales sobre los que se asienta la crítica kantiana de la historia. Hemos visto en qué sentido su crítica a las filosofías de la historia descansa, en primer
lugar, sobre su aparato crítico, el cual impide de iure un
discurso metafísico acerca del devenir histórico al modo y manera en como por ejemplo lo ensayó el idealismo absoluto de Hegel. Para Kant, cada género de discurso tiene sus propias reglas de validez, y no puede
haber ningún género “supremo” que pueda unificar a
todos los saberes en un mismo discurso. También hemos visto en qué sentido la crítica de la razón cognoscitiva impide un conocimiento científico sobre el decurso de la historia, dejando a la razón práctica el único
derecho a juzgar según las reglas de validez del discurso moral los acontecimientos históricos. Más en particular, hemos visto que la crítica kantiana de la historia
se desenvuelve a partir de dos ideas clave que el denomina “hilo conductor de la razón” y “signos de historia”. Kant no cree que la historia de los hombres se desarrolle según un plan preordenado y armónico anterior a la voluntad de los mismos, pero si cree que es
posible trazar un plan filosófico que sirva de hilo conductor para orientar a los hombres en las vicisitudes de
la historia. El plan de una historia humana no es una
realidad ontológica inherente a la historia misma, sino
más bien un ideal regulativo en el que los hombres
deben inspirar sus acciones y que el filósofo sólo puede
aclarar en su posibilidad, mostrándola conforme a las
capacidades racionales de los hombres. Los signos de
historia, por otra parte, vendrían a atestiguar esta idea
de que el progreso moral en la historia de la humanidad es posible cuando los hombres actúan en ella conforme a los principios de la libertad.
A partir de esta crítica kantiana de la historia,
Lyotard pone en juego su crítica de lo que el llama los
grandes metarelatos modernos de la historia. Lyotard
pretende demostrar que Kant no fue un filósofo que
cayó en ninguna de estas metanarrativas filosóficas,
justamente porque en su obra crítica se funda la imposibilidad de encontrar un conjunto de reglas válidas
para todos los géneros de discurso o familias de proposiciones. En esta medida, Lyotard se apoya en esta
reconstrucción de la crítica kantiana de la historia para
legitimar la deslegitimación de las grandes filosofías
modernas sobre la historia, es decir, para legitimar la
posibilidad de dejar de lado las metahistorias filosóficas de la modernidad y redefinir “lo político”, o lo “histórico-político”, abandonando el plano doctrinariopolítico que proporcionaban estas metanarrativas que
en el pasado pretendieron hegemonizar el discurso
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acerca de la historia humana, y, por ende, también, de
la forma en la que se debía hacer política. Es aquí en
donde Lyotard deja intencionadamente en blanco toda
legitimación de una posible filosofía (relato) alternativo que trate de dar unidad a todos los discursos parciales, cosa que de hacerla entraría en contradicción con
su propios propósitos filosóficos.
Ahora bien, es justo en las pretensiones de este
“programa sin programa” o de esta “filosofía de mínimos” en donde queremos situar la primera objeción a
la obra de Lyotard. Nos parece bastante sospechoso
que Lyotard se apoye en la crítica kantiana de la historia para deslegitimar las pretensiones de totalización
filosófica de los relatos modernos y que luego renuncie
al particular relato que contempla la filosofía de Kant.
Es decir, por mucho que Lyotard trate de mostrar que
Kant fue un filósofo que no cayó en las grandes filosofías modernas de la historia, es inevitable dejar de reconocer que en Kant encontramos una especial fundamentación del discurso histórico-político, el cual descansa en su fundamentación moral, de la cual se desprende toda una doctrina jurídico-política bien definida. Por todos es sabido que en la filosofía de Kant el
concepto de derecho se funda sobre el concepto de
legalidad, entendiendo por esta (muy resumidamente)
la conformidad de las acciones humanas con la forma
universal de la ley. Esta labor crítica de fundamentación la lleva a cabo en dos obras, en la Crítica de la
razón práctica y en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. A partir de esta fundamentación crítica del derecho que descansa sobre la moral,
Kant expone su doctrina positiva del derecho, la cual se
encuentra desarrollada principalmente en la Metafísica de las costumbres. En esta obra Kant entiende por
legislación jurídica aquella legislación que admite, como motivo de la acción, un impulso distinto de la idea
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definida en términos universalistas. En estos textos,
como hemos visto, el plan racional que ha de guiar la
voluntad de los hombres en la historia ha de ser la consecución de una sociedad política universal que comprenda bajo sí misma una misma legislación de todos
los diversos Estados y garantice así el pleno desarrollo
de las ideas de libertad. En definitiva, lo único que queremos decir con todo esto es que en Kant también encontramos un relato filosófico que pretende totalizar
en términos universalistas todas las relaciones sociales
que se dan no sólo en una misma sociedad civil sino
también en el conjunto de todas las relaciones interestatales. Por el contario, Lyotard, después de servirse de
Kant para fundar su deslegitimación de los grandes
relatos modernos, se deshace de su doctrina jurídica y
política que él mismo ha derivado de su fundamentación crítica del discurso moral.
A mi modo de ver, Lyotard realiza un salto injustificado en su modo de proceder crítico. Se sirve, en primer lugar, de Kant hasta el punto que le conviene, que
es precisamente en la crítica de los relatos históricos
que tratan de fundar la validez de los diversos saberes
a partir de un desarrollo histórico en el que el engendramiento histórico de los mismos y su validación teórica se funden en una misma argumentación (el caso
de la filosofía hegeliana es un caso paradigmático para
ilustrar esta forma de relato filosófico). Ahora bien, en
segundo lugar, da un paso que ya no se sigue de lo anterior, y que consiste en dar una vuelta de tuerca más al
argumento en el que ha fundado su crítica a los grandes relatos modernos: para Lyotard, así como no hay
un conjunto de reglas válido para juzgar a todos los
saberes (de ahí que la filosofía no pueda construir un
relato que haga conmensurables a todos los saberes),
tampoco puede haber un género de discurso que goce
de autoridad universal para juzgar políticamente. Ahora bien, kantianamente, si bien es cierto que no es posible fundir a todos los géneros de discurso bajo un
mismo conjunto o régimen de reglas de validación,
dado que Kant da como un factum a una pluralidad de
discursos heterogéneos e independientes (o por lo menos dos, el del conocimiento y el de la conducta moral),
cada uno de los cuales tiene sus propios criterios de
validación, no es menos cierto que el discurso moral
goza de autoridad universal como para hacer conmensurable una doctrina jurídica sobre el conjunto de las
relaciones sociales y políticas de los hombres. Por eso,
es justamente en este punto en donde Lyotard se ve
obligado a romper (de una forma que no queda clara)
con Kant para apoyarse en el peculiar uso que hace de
la teoría de los juegos del lenguaje del segundo
Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas.
Así pues, ante esta supuesta situación de perdida de
la unidad histórico-política, Lyotard intentará encontrar una respuesta en su particular concepción de los
juegos de lenguaje de Wittgenstein: así, cada uno de
nosotros ya no viviría en el contexto de un lazo social
capaz de hacer conmensurables a las distintas prácticas sociales, sino que ahora más bien nos encontraríamos en una encrucijada de muchos y muy diversos juegos de lenguaje fragmentados. De este modo Lyotard
pasa de lo que podríamos llamar la “lógica de las facultades” de Kant a una concepción “lingüístico-pragmática” de los saberes. Así, cada proposición formaría
parte de un “juego del lenguaje” determinado, de manera que sólo con respecto a ese contexto se puede entender su significado correctamente, el cual viene dado
por su “uso” (performatividad). El lenguaje no se entiende, por tanto, como un término que dé nombre a
un fenómeno unitario, sino más bien como una clase
“extensional” (no intensional, puesto que no hay una
esencia común, sino sólo un “cierto aire de familia”) de
un número indeterminado de miembros: los juegos del
lenguaje. Ahora bien, dicha expresión es una metáfora
YOUKALI, 6
de deber. Los deberes impuestos por la legislación jurídica son, pues, todos deberes “externos”, ya que ella no
exige que la idea interna de deber sea el motivo determinante de la voluntad en las acciones que han de ser
juzgadas sólo jurídicamente; de ahí que el derecho no
deba servirse de una imposición moral, sino de una
coacción de hecho. El derecho considera así la relación
externa de una persona con otra sólo en cuanto que sus
acciones pueden tener de hecho efectos sobre otras.
Aquí, la ley de la libertad se funda en el conjunto de las
condiciones por las cuales la voluntad de uno ha de
concordar externamente con las de otro, cuya fórmula
la expresa Kant del siguiente modo: “obra externamente de manera que el libre uso de tu albedrío pueda estar
conforme con la libertad de todos los demás según una
ley universal”. Pero también en sus escritos históricopolíticos encontramos en Kant una doctrina política
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lugar de orientar el problema de la legitimación por la
vía de la búsqueda de un discurso universalmente válido para todos los miembros de una misma sociedad, se
trataría, por el contrario, de buscar consensos limitados en el espacio y el tiempo entre los jugadores implicados en cada juego de lenguaje. El mismo Lyotard lo
expresa así: “El reconocimiento del heteromorfismo de
los juegos de lenguaje es un primer paso en esta direc-
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característica del segundo Wittgenstein, cuyo único
propósito es subrayar, en primer lugar, que se trata de
una actividad vital. Todo juego del lenguaje tiene reglas
que lo hacen posible, pero lo único que permiten esas
reglas es “hablarlo” y entenderlo en tanto que se ejercita o realiza.
La legitimación de los juegos del lenguaje que practicamos en nuestra vida surgiría así simplemente de su
propia práctica lingüística e interacción comunicacional. De este modo, ante la pérdida de unidad del lazo
social, se puede hacer de la necesidad virtud y ver la
condición posmoderna como una nueva situación llena de posibilidades gracias precisamente al descrédito
de los antiguos metarrelatos modernos que conferían
unidad a los antiguos órdenes político-sociales. Por fin
nos habríamos liberado de los viejos proyectos revolucionarios y racionalizadores del último siglo y medio
que situaban al espacio publico como el lugar prioritario que había que liberar o emancipar, ya fuera bajo la
forma de leyes mediante un Estado, o de una transformación de las relaciones sociales de producción
(mediante una revolución social). De este modo, en
ción. Implica, evidentemente, la renuncia al terror, que
supone e intenta llevar a cabo su isomorfismo. El segundo es el principio de que, si hay consenso acerca de
las reglas que definen cada juego y las “jugadas” que se
hacen, ese consenso debe ser local, es decir, obtenido
de los “jugadores” efectivos, y sujeto a una eventual
rescisión. Se orienta entonces hacia multiplicidades de
meta-argumentaciones finitas. O argumentaciones
que se refieren a proposiciones meta-prescriptivas y
limitadas en el espacio-tiempo”29.
Y ahora, una vez que ya hemos introducido el problema de unidad del lazo social tal y como lo tematiza
Lyotard, es cuando queremos plantear nuestra segunda objeción en relación con la polémica que se abre
aquí en torno al marxismo y a su concepción de la
sociedad. Dentro de su crítica a los grandes metarrelatos, Lyotard diagnostica que el marxismo ha sido el
último gran relato moderno. Para Lyotard el marxismo
es un heredero de la Ilustración que, como tal, está
basado en una filosofía de la historia y forma parte de
los relatos de legitimación del siglo XIX. Su rechazo a
los metarelatos y la defensa de una filosofía que sólo
puede legitimar pequeños y múltiples relatos heteromorfos, conduce a Lyotard a dejar de lado al marxismo. A Lyotard le sigue pareciendo que el marxismo
todavía posee la capacidad de poner en tela de juicio
algunas verdades del sistema capitalista, y sacar a la luz
su “doble lenguaje”, pero en términos generales considera que el marxismo está desfasado y pertenece al
pasado de los relatos modernos: “El marxismo, en este
punto fundamental, ha sido definitivo para mí. Pero
todo lo demás (el stalinismo, el trotskismo, y todo el
resto… es otra cosa, ¡y no digamos el maoísmo, qué
espanto!) Sobre esta cuestión no he cambiado nada
desde hace cuarenta años. Lo que si es absolutamente
seguro es que el marxismo ha comprendido que en
algo tan simple como el empleo, hay una diferencia
escondida bajo un contrato de trabajo, que constituye
la justicia económica social: tú me vendes tiempo de
trabajo por hacer tal cosa, y yo te lo compro. Esto quiere decir que la fuerza de trabajo es considerada como
mercancía, es bien simple. ¿Y quien puede intervenir
esto?... Es como si hubiera dos lenguajes diferentes:
uno es el del contrato, el del intercambio; y otro que es
un lenguaje casi-ontológico o en cualquier caso metafísico: que es el de: “sólo el hombre es creador de valores
y cuando se compra el tiempo de creación de un hombre no se trata de una mercancía. Esto me parece meridianamente claro”30.
29.- La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 1984, pág. 118.
30.- T. Oñate, “Entrevista a J. F. Lyotard”, META, I, 2 (1987), pág. 115-116.
ISSN: 1885-477X
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31.- La condición posmoderna, op. cit., pág. 30.
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Ahora bien, al considerar la sociedad como una multiplicidad de juegos del lenguaje fracturados, Lyotard se
deja de lado u oculta la violencia estructural que la tradición marxista diagnóstico en la base material de la
sociedad, esto es, en la esfera de la producción de la
vida humana por medio del trabajo conjunto. Al negar
la unidad del lazo social, Lyotard ignora el análisis
estructural que el marxismo hizo de las relaciones sociales de producción capitalista, de ahí que acabe reduciendo a la sociedad a un inmenso operador de energía
que controla, distribuye y organiza las demandas del
sistema de cara a optimizar los resultados pero en el
cual no es posible localizar en dónde reside su particular violencia estructural. Para Lyotard, los individuo
humanos intervienen en ese sistema como dadores,
transmisores o apropiadores de energía, pero qué cantidad de energía pertenezca a cada uno y en qué condiciones opera con ella parece que es lo que menos importa. Lo que ocurra con ellos pasa inadvertido, pues
Lyotard sólo se fija en el marco general del sistema:“la
verdadera fiabilidad del sistema –dice Lyotard en La
condición posmoderna-, aquello para lo que él mismo
se propaga como máquina inteligente, es la optimización de la relación global de sus «inputs» con sus «outputs», es decir, de su perfomatividad. Incluso cuando
cambian sus reglas y se producen innovaciones, incluso cuando sus disfunciones, como las huelgas o las crisis, el paro o las revoluciones políticas pueden hacer
creer en una alternativa y levantar esperanzas, no se
trata más que de reajustes internos, y su resultado sólo
puede ser la mejora de la vida del sistema; la única
alternativa a ese perfeccionamiento del sistema es la
entropía, es decir, la decadencia”31.
A partir de aquí podríamos dividir a nuestra segunda
objeción en dos partes. La primera consistiría en lo
siguiente: según vemos, Lyotard concibe que el sistema
sólo se puede destruir a partir de su decadencia interna o entropía. Lo único posible, por tanto, parece ser la
destrucción de los poderes del sistema y hacer estallar
su estructura mediante su deslegitimación tal y como
se hizo, por ejemplo, en el mayo del 68. En este sentido, la tarea revolucionaria consistirá en la deconstrucción de la armonía del sistema y de sus relaciones
sociales dadas, una tarea de transgresión y de desmitificación verbal y real de sus estructuras que habría que
realizar desde dentro. Ahora bien, lo que Lyotard quizá
no sabía, y nosotros sí sabemos después de 40 años
que nos separan de mayo del 68, es que el capitalismo
puede soportar casi cualquier desestructuración interna para luego estructurarse de nuevo. Como prueba de
ello podemos alegar el hecho de que todas las consignas revolucionarias del mayo del 68 han sido absorbidas por el sistema, y todo su poder de desgaste, desactivado. Negar los análisis de clase de la tradición marxista y el tipo de lucha anticapitalista que preconizaban
las doctrinas clásicas del movimiento obrero para acabar en este estado de nulidad revolucionaria que sostiene Lyotard tampoco parece que nos vaya a llevar
muy lejos.
La segunda parte de la objeción consiste en lo siguiente: concebir al sistema sólo como un operador
global de energía deja de lado o esconde la realidad
sangrienta que se da en la esfera de la producción capitalista. Es cierto que hoy en día no hay un movimiento
obrero potente capaz de amenazar al sistema, y también es cierto que en los países de economía neoliberal
y de sociedad de consumo de nuestros días las luchas
obreras y sus organizaciones sindicales y políticas se
han convertido en meros gestores del sistema, pero no
por ello la realidad criminal del capitalismo ha dejado
de existir. Por mucho que en las sociedades de la abundancia de nuestros días hayan desaparecido los discursos revolucionarios de las organizaciones obreras clásicas, la estructura de explotación capitalista que se manifiesta en lo que la tradición marxista llamó lucha de
clases y que Marx desgranó en El Capital sigue siendo
cierta.
No entendemos, por tanto, en qué sentido podemos considerar al marxismo como un pensamiento
superado, obsoleto o “pasado de moda” tal y como nos
lo quiere presentar Lyotard. En otros tiempos de
mayor seriedad y rigor filosófico que el de la posmodernidad, al pensamiento sólo se le podía liquidar opo-
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niendo otro pensamiento con una potencia teórica mayor capaz de reintegrar en sus interpretaciones a las
tesis contrarias y reducirlas al absurdo. Pero a Lyotard
parece que se le olvida esto, y especialmente por lo que
toca al marxismo, en lugar de ir directamente a reducirlo al absurdo atacando a su núcleo argumental que
reside en su crítica a las relaciones sociales de producción capitalista, se limita a llamarlo sin más metarelato, y como tal, a condenarlo a las tinieblas de la historia. Se nos presenta así a un Marx que parece que descubrió las “leyes del acontecer social” como objeto de
conocimiento científico, a partir de las cuales se deduciría una revolución socialista inevitable que habría de
acontecer al final de la historia. Cuando esto se hace y
por marxismo se entiende un “relato” de este género es
fácil echarlo a la fosa del olvido sin arreglar teóricamente las cuentas con él, pues, dado el fracaso del movimiento obrero internacional que aconteció en las últimas
décadas del siglo XX y la ausencia de la tan esperada
revolución que nunca llegaba, resultaba muy fácil postergarlo al olvido sin necesidad de entrar a rebatirlo teóricamente. Cosa muy distinta sería considerar a Marx
como el filósofo que estudió (fuera de todo tipo de futurologías o narraciones históricas) la “ley del movimiento” de la sociedad capitalista. Cuando Marx estudia esos
procesos lo único que hace es poner los conceptos que
nos permiten entender el modo de funcionar de la sociedad capitalista, y es a esto a lo que hay que oponer
alguna objeción seria si es que se quiere deslegitimar el
pensamiento de Marx, y no limitarse a tacharlo sin
más de ser una filosofía historicista que ha fracasado
por el hecho de no haber cumplido sus predicciones
históricas e ideales revolucionarios.
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Bibliografía
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Cátedra, 1984.
------ El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia,
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(1987), págs. 111-124.
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------ Crítica de la razón práctica, Salamanca,
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Fernández Liria, C. y Alegre Zahonero, L.; Comprender Venezuela, pensar la democracia, Hondarribia, Hiru, 2006.
Martínez Marzoa, F.; Desconocida raíz común, Barcelona, Ed. Antonio Machado, 1987.
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