"Movimiento perpetuo: la fuga anticlásica de Augusto Monterroso".

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G
Wolfson
Tabriel
aller
de Letras
Movimiento
Monterroso
N° 40: 101-120,
2007perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto
issn 0716-0798
MOVIMIENTO PERPETUO:
LA FUGA ANTICLÁSICA
dE AUGUSTO MONTERROSO
Movimiento perpetuo: the anticlassical escape
of Augusto Monterroso
GABRIEL WOLFSON
Universidad de las Américas-Puebla, México*
[email protected]
El presente trabajo propone una relectura de Movimiento perpetuo (1972), de Augusto
Monterroso. A partir de una revisión de la recepción crítica de su obra –en la que se destaca
un asombroso consenso tanto en la valoración positiva como en los rasgos característicos
de su escritura– se pretende una interpretación de signo contrario, donde la antítesis de sus
tradicionales méritos se ubique como lo que en verdad sustenta la concepción, la estructura
y el lenguaje del libro, y por eso lo distinga del resto de su producción. Para ello, se indagará
también en dos aspectos complementarios: una cierta cultura de carácter clásico que subsistía
con fuerza en México hacia mitades del siglo XX –época de formación del escritor–, y la
tradición de los libros misceláneos en nuestras letras.
Palabras clave: Monterroso, clasicismo mexicano, hibridez genérica, libros
misceláneos.
This essay proposes a re-reading of Movimiento perpetuo (1972), by Augusto Monterroso.
First, a revision of the critical reception of his work is done, where it is possible to highlight
a consensus in the positive judgment as well as in the characteristic features of his writing.
Then an opposite interpretation is presented, in which the antithesis of his traditional merits
serves as the true support to the conception, structure and language of Movimiento perpetuo,
so that the book could be set apart from the rest of his work. For that matter, extended research on two complementary issues will be done as well: a certain kind of classicism which
remained in Mexico toward the middle of the XX century (epoch of the writer’s formation),
and the specific tradition of miscellaneous books in mexican literature.
Keywords: Monterroso, mexican classicism, hybrid genres, miscellaneous books.
A más de tres años de su muerte, y a juzgar por algunos homenajes recientes,
parece que continúa el acuerdo crítico en torno a Monterroso, un acuerdo que
dura casi ya medio siglo. Desde muy pronto, y sobre todo a raíz de la publica
Véanse como ejemplo de esto los números de homenaje a Monterroso del suplemento Babelia, del
periódico El País, del 1 de marzo de 2003 y del 28 de febrero de 2004, así como el número 7 (primavera
2003) de la revista electrónica El Cuento en Red, entre muchos otros.
Fecha de recepción: 26 de diciembre de 2006
Fecha de aceptación: 13 de marzo de 2007
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ción de La oveja negra y demás fábulas (1969), su obra ha sido tradicionalmente
bien recibida, y a él se le ha colgado un adjetivo que, según veremos después,
implicaría menos retórica de lo que podría suponerse: un autor clásico. Se trata,
en todo caso, de un escritor que no despertó muchas pasiones: antes que eso
provocaba la admiración y el agradecimiento de quien recibe una enseñanza,
la sonrisa cómplice del entendido, el interés del detective académico. De este
consenso elogioso conozco dos excepciones remarcables: una nota de Sergio
González Rodríguez que el propio Monterroso, “quizá por masoquismo”, recoge
en La letra e (32-33), y un comentario de Conrado Tostado sobre las fábulas
monterrosianas, donde las llama “efectistas” o que “solo caminan con la muleta
del juego de palabras”. “Las peores –agrega– me parecen chistes de mesa de
nuevo culto” (38).
Excepciones que, con su arbitrariedad, su insensatez, parecen traer un poco de
aire fresco a los nuevos lectores de la obra monterrosiana. Sobre esa base, y a
través del expediente de ubicar a su autor dentro de una tradición poco explorada
de las letras mexicanas –un posible clasicismo del siglo xx–, pretendo a su vez
reinterpretar Movimiento perpetuo (1972) como una posibilidad de fuga, de
anomalía, dentro del conjunto de sus libros.
Fue Leonardo Martínez Carrizales, en su edición de la correspondencia entre
Reyes y González Martínez, quien subrayó la singularidad de esta corriente
o ‘moda’ clasicista en la primera mitad del siglo pasado en México, y quien
comenzó a trazar su génesis y su caracterización, que aquí seguiremos en
términos generales. El núcleo de esta corriente se halla, para él, en la revista
Ábside, fundada en 1937 por Gabriel Méndez Plancarte, al que sucedieron como
directores su hermano Alfonso y después Alfonso Junco. Con esta temporalidad coincide Christopher Domínguez, a través de una argumentación distinta,
cuando señala el período 1930-1950 como los años de auge del “Gran Estilo”
en México (Tiros… 442).
Me interesa destacar el punto de donde arranca la reflexión de Martínez Carrizales:
el clasicismo, más que una biblioteca, es una “política literaria”:
Para el seguimiento de la recepción crítica de la obra de Monterroso me baso en el capítulo ii del estudio
monográfico, de Francisca Noguerol, incluido en la bibliografía. En él puede leerse: “Si hay un adjetivo
que se repite al definir a Monterroso, este es el de clásico de nuestras letras”, y se ofrecen numerosos
ejemplos (37).
No se trató del descubrimiento de ningún ‘dato’ nuevo, sino del lúcido ordenamiento de una información
que para todos estaba disponible. La lectura de Martínez Carrizales, sin embargo, se propone como un
muy sugerente principio de un trabajo al que, me parece, habría que dedicar un esfuerzo más prolongado
y específico, porque en buena medida reescribe uno de los temas centrales de nuestras letras del siglo
xx: las disputas en torno a la tradición.
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Movimiento perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto Monterroso
La tradición clásica viene a ser, así, un término
fluctuante destinado a dar cuenta no tanto de un determinado repertorio de autores y obras circunscritos
a un área cultural bien determinada (la antigüedad
grecolatina), como de las proyecciones ideológicas y
el patrimonio simbólico generados por la edición, la
divulgación, la transmisión y el comentario de dicho
repertorio. (41)
Esto es: a partir de una serie de valores textuales y extratextuales, asumidos
como herencia del corpus grecolatino, se proyecta un conjunto de usos, ritos,
hábitos, normas y modelos que, según se pretende, han de definir la práctica
cultural actual. O más aún: han de determinar una forma de vida. Al indagar
en un texto arquetípico del Ateneo de la Juventud sobre el tema, “La cultura
de las humanidades” (1914), de Henríquez Ureña, puede observarse que en esa
generación se encuentra el origen de esta particular identidad entre poética y
moral, estética y política. Digo esto para marcar la diferencia con una poética
clasicista como la de Othón, por ejemplo, y así indicar la posibilidad de una
clara raigambre ateneísta para el grupo de Ábside. En aquel discurso, Henríquez
Ureña contó nuevamente la historia de su generación como ejemplo del alcance
moral y psicológico de una formación humanística y –texto programático– abogó
por un desenlace práctico, activo, para el clasicismo: “Las humanidades, cuyo
fundamento necesario es el estudio de la cultura griega, no solamente son enseñanza literaria intelectual y placer estético, sino también, como pensó Matthew
Arnold, fuente de disciplina moral. Acercar a los espíritus a la cultura humanística
es empresa que augura salud y paz” (600).
Ya se ha indicado en numerosas ocasiones el anticlericalismo que marcó a la
generación del Ateneo, educada finalmente en las aulas de la Escuela Nacional
Preparatoria. Pero también se ha resaltado, para el caso de Reyes, un camino
que fue limando las posiciones radicales para aproximarlo a un ecumenismo
cultural. En ese punto es donde las líneas convergen, y así podemos señalar el
aire de familia que guardan las ideas de los miembros de Ábside con los planteamientos ya referidos de Henríquez Ureña. El padre Gabriel Méndez Plancarte
abrió su Horacio en México (1937) con esta declaración de principios: “Hablo
con quienes creen, como yo creo, que los clásicos auténticos, los griegos y los
romanos, son los maestros insustituibles de todo arte que aspire a perdurar.
(…) Como apreciación moral y normal, no es hiperbólico el calificativo de
insustituible que doy al magisterio artístico de los clásicos” (xiv-xv). De la
lectura de Martínez Carrizales se desprenden dos posibles argumentos que explican esta afinidad entre los viejos paganos y los nuevos católicos a partir de
los últimos años de los treinta y en las dos décadas siguientes. En primer lugar,
el ascenso del nazismo y la guerra mundial, que promovieron la conocida duda
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generalizada sobre la pertinencia y valía del humanismo. Ante esto, los Méndez
Plancarte y Reyes cerraron filas contra los extremos políticos a izquierda y derecha, amparados en posiciones ‘clásicas’ del clasicismo, como la que llevaría
a Gilbert Highet en 1949 a determinar que los nazis, como todos aquellos que
desde la antigüedad no recibieron el legado de Grecia y Roma, encarnan a los
bárbaros, los salvajes, la “Edad Oscura” que quedó fuera de las fronteras de la
civilización (15). En el marco de este primer argumento se inscribe también
la tentativa americanista de empresas como la revista Cuadernos Americanos,
fundada en 1941, que proyectaba en este continente el territorio de salvación del
humanismo, toda vez que Europa se encontraba en plena devastación (Martínez
Carrizales 48).
El segundo argumento cobra aún más importancia porque se aproxima a algunas
de las razones de la relación entre Monterroso y el clasicismo mexicano. Apunta
Martínez Carrizales:
…la tradición clásica se convirtió para este grupo
[de Ábside] en el mejor instrumento de sus ideales
civilizadores y humanistas. (…) Los animadores de
Ábside también se sirvieron de esta herencia como un
recurso ideológico que les permitía participar en una
de las discusiones más importantes en la definición del
patrimonio simbólico de las letras mexicanas desde
varios años atrás: el nacionalismo. (45)
Lo mismo que Reyes tras su apaciguada polémica con Héctor Pérez Martínez
de principios de los treinta, los miembros de Ábside, en la disputa sobre el nacionalismo, intentarán aproximarse a un punto intermedio cada vez más difícil
de sostener. En su prólogo a una antología de Andrés Bello (1943), Gabriel
Méndez Plancarte esbozó una definición militante de un modelo de humanista
hispanoamericano, cuyo núcleo bien podría identificarse con un término caro
al nuevo clasicismo: salud. El humanista saludable vive siempre en un sitio
intermedio, entre la polilla filológica y la acción constructora de naciones:
“no puro erudito de minucias estériles o ‘dómine’ bilioso de cejas arqueadas
y amenazante palmeta, sino verdadero sabio y (…) ‘amigo de la humanidad’
y de la libertad” (vii-viii). Páginas después, Méndez Plancarte transcribe una
significativa cita de Pasado inmediato, donde Reyes pinta a aquellos “creadores
de la tradición hispanoamericana”:
No es inútil recordar que la gran obra de Highet se publicó en México en 1954 traducida por Antonio
Alatorre, antiguo alumno y becario del alfonsino Colegio de México.
Así, en marzo de 1942, Werner Jaeger le escribía a Reyes: “I am very glad to see these signs of a new
humanistic activity in this hemisphere outside the United States” (Rangel Guerra 514).
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En ellos, pensar y escribir fue una forma del bien
social, y la belleza una manera de educación para el
pueblo… Tales son los clásicos de América, vates
y pastores de gentes, apóstoles y educadores a un
tiempo, desbravadores de la selva y padres del Alfabeto.
Avasalladores y serenos, avanzan por los eriales de
América como Nilos benéficos. Gracias a ellos no nos
han reconquistado el desierto ni la maleza. (…) No se
recluyen y ensimisman en las irritables fascinaciones
de lo individual o lo exclusivo. Antes se fundan en
lo general y se confunden con los anhelos de todos.
(xxxv)
¿No es esta imagen la que reclamaban para sí, como ‘pastores de gentes’, los
pedagógicos humanistas de Ábside, pero también el Reyes posterior a su regreso
definitivo a México en 1939, cuando se encargará de “potenciar el discurso humanitario del Estado posrevolucionario” (Domínguez, Tiros… 476)? Discípulos
de Ángel María Garibay, los Méndez Plancarte no rechazaron ninguna tradición,
al contrario: buscaron su punto de equilibrio en un curioso cosmopolitismo cuya
apertura de miras se justificaba por la capacidad para voltear no hacia lo que
entonces ocurría en Nueva York o París, en el surrealismo o la abstracción, sino
al siglo xviii mexicano o a la amistad entre Horacio y Mecenas. Si en términos
vitales el concepto clave es salud, en el terreno cultural su aspiración podría
quedar muy bien definida con la palabra armonía: conciliación de todas las tradiciones posibles a partir de aceptar el pasado grecolatino como origen de cada
una de ellas y, a partir también de confiar en la actualidad, en la permanencia
de dicho pasado. Se es patriota, nacionalista o hispanoamericanista, porque
tales regiones geográficas son hijas de Grecia, pero por esa razón lógicamente
también se puede ser hispanista, o afrancesado del Gran Siglo y, sobre todo,
católico. Christopher Domínguez apuntó que, para el caso mexicano, clasicismo
y catolicismo son términos opuestos: antigüedad y modernidad, salud y dolor,
limpieza y sangre, idealismo y culpa (Tiros… 449-70), ámbitos claramente
antagónicos si pensamos, por ejemplo, en dos novelistas casi contemporáneos
como Guzmán, lector de Tácito, y el cristiano Revueltas. Pero en Reyes el
anticlericalismo inicial se disuelve –así como en los miembros de Ábside toda
brizna de fanatismo religioso– cuando se comprende que el posible espacio de
encuentro deja fuera la fe, el misticismo, el dolor, y en cambio acoge únicamente
las formas: “olvidemos las religiones a favor de la ética universal” (Domínguez,
Tiros… 475). Leamos entonces, como ejemplo de este intento de síntesis, de
A esta dirección apunta la posición de Octaviano Valdés, de quien hablaremos más adelante, en su libro
Poesía neoclásica y académica (1946), al negar la posible identidad entre corrientes literarias y posturas
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armonización de tradiciones, unas frases más de Horacio en México: “Amor a
Horacio y amor a México impulsáronme a emprender esta obra. (…) Nuestra
alma nacional no es hija del feroz Huichilobos sino de la inmortal cultura grecolatina, depurada y ennoblecida por el Cristianismo, vigorizada y transmitida
a nosotros por la España moderna” (xviii).
Martínez Carrizales señala que el acercamiento entre Reyes y Ábside fue gradual, debido a que en Horacio en México se le había lanzado un reproche que
también podía pasar como una especie de reto: Reyes era el mejor dotado de los
mexicanos pero desperdiciaba su talento en obras menores (49-55). Sin embargo,
los libros que publicó en sus últimas dos décadas (por ejemplo, El deslinde, La
crítica en la edad ateniense, la traducción de La Ilíada) marcan un rumbo que
sin duda gustaría a los miembros de la revista. Así, para 1959, en su libro San
Juan de la Cruz en México, Alfonso Méndez Plancarte daría una muestra de la
armonización plena entre el pagano y los católicos, entre el antiguo diletante
y los pedagogos, al definir a Reyes como el “máximo humanista moderno de
Méjico [sic]” (70).
Ha faltado referirse a un personaje próximo a Ábside, el padre Octaviano Valdés,
de suma importancia para este trabajo por dos razones: porque fue uno de los
autores preferidos entre los descubiertos por Monterroso a su llegada a México,
y porque a través de su obra resulta más precisa la descripción de los valores
literarios clásicos que el grupo pretendía trasladar o mantener en la época actual.
Dos términos pueden constituir el eje de la poética deseada por Valdés: mesura y
políticas para el xix mexicano: no todos los románticos fueron liberales, ni en cada clasicista hubo un
espíritu conservador. Lo que pretende Valdés de esa manera es justamente deslindarse de la fe –la fe
política o ideológica– y practicar así un estudio literario circunscrito a las puras formas, de modo que,
en efecto, pudieran armonizarse autores o corrientes en apariencia irreconciliables (VII-XIII).
También como ‘armonizador de tradiciones’ caracterizó Emir Rodríguez Monegal a Reyes, en un valioso
ensayo que recorre su trayectoria vital y las posibles filtraciones en su obra. Tras indagar en el inicial
descastamiento, en la orfandad de Reyes, escribe: “Por haber perdido sus orígenes, se ha convertido en
‘heredero de todos’” (356). Sin embargo, aquí conviene apuntar al antecedente más claro de este proyecto
armonizador en el contexto hispanoamericano: José Enrique Rodó. Ante el empuje de los ataques a la
caridad cristiana de Nietzsche, confrontados con la educación hispánica que toda su generación había
recibido, Rodó propone su conocido argumento conciliador:
La perfección de la moralidad humana consistiría en infiltrar el espíritu de la caridad en los
moldes de la elegancia griega. Y esta suave armonía ha tenido en el mundo una pasajera realización. Cuando la palabra del cristianismo naciente llegaba con San Pablo al seno de las colonias
griegas de Macedonia, a Tesalónica y Filipos, y el Evangelio, aún puro, se difundía en el alma
de aquellas sociedades finas y espirituales en las que el sello de la cultura helénica mantenía
una encantadora espontaneidad de distinción, pudo creerse que los dos ideales más altos de la
historia iban a enlazarse para siempre. En el estilo epistolar de San Pablo queda la huella de
aquel momento en que la caridad se heleniza. (19)
En un estudio sobre las obras principales del ensayista uruguayo Carlos Real de Azúa no solo traza la
trayectoria de esta “línea reiterada de ‘armonismo’” (con cimas en el erasmismo y el krausismo), sino que
señala al continuador por excelencia de Rodó: Alfonso Reyes y su “vocación sintetizadora” (XIX).
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cordura. A través de Horacio, tomado como el más alto modelo, se aboga por la
“áurea mediocridad, que es moderación sapiente” (3), por la “difícil conciliación
de la sinceridad con el decoro” (15). La “Epístola a los Pisones”, además, le sirve
a Valdés para proponer una especie de anacrónico manifiesto vanguardista con que
rechazar, justamente, los “manifiestos ‘istas’” (11) y el “desconcierto literario de
hoy” (18). Pero lo más importante quizá estriba en remarcar la rigidez e inmutabilidad de las formas como valor supremo, la perennidad de los moldes provenientes
de la antigüedad. Este es el mismo criterio que permitía a los hermanos Méndez
Plancarte realizar sus rastreos de las huellas de Horacio o Juan de la Cruz en
México, o revalorar la obra de los humanistas de la Colonia, apelando al tópico
del “vino nuevo en odres viejos” o, como en el escrito sobre Bello, “nuevas formas
en viejos troqueles” (vii), esto es: la aceptación de géneros e incluso temas que
se postulan como permanentes con tratamientos que tiendan más o menos a lo
actual. Pero es también este mismo criterio el que emplearon para aproximarse
al siglo xx, con lo cual posiblemente se explique bien su preferencia por Othón,
Reyes o Gorostiza (el único de los Contemporáneos al que prestan atención) y
su ceguera ante muchos otros, de Mariano Azuela a Octavio Paz.
Respecto de esta situación –la lectura de la producción literaria del siglo xx–
quisiera tratar un último aspecto de este clasicismo mexicano, porque permite
establecer una relación más con Monterroso y porque también funciona como
su conclusión. He intentado señalar que el clasicismo de los Méndez Plancarte y
Octaviano Valdés, lo mismo el de Reyes o de Henríquez Ureña, es un clasicismo
primordialmente conciliador, una especie de marco siempre más general que
los demás, que de esa forma puede sintetizar, reunir, armonizar las vertientes
diversas en una sola tradición, en una norma. Al compararlo con la otra apuesta
clasicista decisiva del siglo xx mexicano, la de Jorge Cuesta, salta a la vista
la notable diferencia: el del autor del “Canto a un dios mineral” es, si cabe el
oxímoron, un clasicismo moderno, desgarrado, inarmónico, diferenciador y
no conciliador de tradiciones. Con él, Cuesta pretende depurar una tradición,
seleccionarla –y así inventarla–, muy lejos de la opción que llama a la concordia
de todas las tentativas bajo la protección del manto clásico. Nada casualmente
fue Cuesta el primero en revisar críticamente a la generación del Ateneo:
Excepcionalmente ávidos de vivir y de gozar, pero
una vida y un gozo contingentes y muy legítimos,
poco traídos por el instante y muy sostenidos por
De Horacio se refiere Valdés a su “arte enfrenadísimo, cruel contra toda indisciplina y rebeldía de forma”
(6).
Podría recordarse, además, que la revista lanzó su sello editorial, “Bajo el signo de Ábside”, donde publicaron su estrecho canon del siglo xx: Alfonso Junco, Concha Urquiza, Manuel Ponce, Gloria Riestra,
y sus propios estudios y los del padre Garibay.
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la tradición, los ateneístas mexicanos, igual que los
tradicionalistas franceses, se han distinguido, además
de por esa actitud aristocrática, por su aspiración a
sentir el conocimiento como acción, la inteligencia
como sensibilidad y la moral como estética. (160, el
subrayado es mío)
Relevo de Jorge Cuesta, Octavio Paz marcará el punto de quiebre del clasicismo
mexicano. Su encuentro con Reyes, que me parece sumamente significativo,
traza, en el arco que lleva del discipulado a la ruptura, el tránsito quizá definitivo hacia la pérdida del clasicismo como sustento ético y estético. A través
de las cartas que se cruzaron entre 1939 y 1959 puede rastrearse este camino,
que comienza con la petición de un donativo para la revista Taller y prosigue
con el generoso estímulo de Reyes a los primeros libros importantes de Paz,
volúmenes que el ateneísta leería, comentaría favorablemente e incluso haría
por publicar10. En respuesta, Paz valoraría el magisterio de Reyes, por ejemplo,
incluyéndolo –el único autor vivo– en la antología de poesía mexicana que le
encargó la UNESCO y que se publicaría en ediciones bilingües, en francés e
inglés (Stanton Correspondencia… 120-1 y 199-200); o bien proponiéndolo
en 1949 para el Nobel por considerar su obra la única en México capaz de
“obtener esa aprobación universal que entraña el Premio Nobel. Quiero decir,
obras clásicas o cerca del clasicismo” (Stanton Correspondencia… 104, el
subrayado es mío).
El relevante desencuentro se produce cuando Paz, de vuelta en el país, proyecta
El arco y la lira como trabajo a realizar durante el período de una beca concedida
por el Colegio de México. En un artículo anterior a su edición de la correspondencia, Anthony Stanton analizó eficazmente el tema. Después de la recepción
entusiasta de los libros anteriores por parte de Reyes, su silencio ante El arco y la
lira es tan contundente como revelador: “Me parece que hay que buscar la causa
de este silencio en las diferentes concepciones del fenómeno poético” (Stanton
“Octavio…” 370). El asunto, pues, trasciende la posibilidad de la anécdota y se
encauza a la comparación entre el ensayo de Paz y El deslinde:
El deslinde se concibió como una investigación científica de carácter teórico con pretensiones abiertamente
sistemáticas y exhaustivas: es un tratado que aspira
a la objetividad desinteresada y que presenta conclusiones de validez universal. (...) El arco y la lira, en
10
Se trata de Libertad bajo palabra, El laberinto de la soledad y Águila o sol (Stanton Correspondencia…
19-27).
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Movimiento perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto Monterroso
cambio, se anuncia como un libro parcial, interesado
y personal, un libro cuyo punto de partida está en la
experiencia subjetiva. (371)
Stanton indica más diferencias: en cuanto al objeto de estudio, Reyes busca la
filtración, la diferenciación, el aislamiento de lo literario puro, mientras que
Paz aboga por la analogía, la contaminación, la reinserción de lo literario en
la historia. Así, Reyes traza fronteras –también entre creación y crítica– que
Paz intentará disolver. Los contrastes aparecen de igual manera en el ámbito
estilístico y arquitectónico: una obra clara, sistemática, un tratado propiamente
dicho, frente a otra vehemente, “libre”, ensayística (372-6). Estamos, pues,
ante la asunción de dos tradiciones distintas: Reyes se confía a la norma clásica
aristotélica, en tanto que Paz proclama su “filiación (...) a una poética histórica
muy explícita, de signo neorromántico” (376), con proximidad al surrealismo
y bajo el signo de la “desmesura” (377), que tanto se opone a aquella mesura,
aquella salud del clasicismo mexicano. Concluye Stanton:
Para él [Reyes], seguramente, el libro [de Paz] representaba no solo un enfoque demasiado parcial
con propósitos polémicos que no hubiera suscrito
sino también una visión totalmente distinta y casi
opuesta de lo que constituye la tradición poética moderna, además de ser un acercamiento que enlazaba
peligrosamente muchas cosas que él había intentado
distinguir. (377)
Si aceptamos la significación de estos dos momentos –el contacto de Reyes
con el grupo de Ábside, su desencuentro con Paz–, quizá podamos concluir
entonces que las fechas del clasicismo mexicano no dependen ni de la acción
social de Reyes tras su regreso a México ni de aquel “Gran Estilo”. Domínguez
se refiere a Perseo vencido, de Owen (1948), como un “registro de la derrota
del clasicismo” (Tiros… 465), pero más tarde acepta la relevancia del episodio
que hemos glosado: “Con El arco y la lira (1956), Paz asume esa experiencia
moderna que Reyes se negó a recoger y Cuesta apenas entrevió” (Tiros… 469).
Propongo entonces 1909-1959 como los años que enmarcan la vivencia del
clasicismo en México, y no para fijar una cifra, sino para sugerir de ese modo
que tal experiencia encuentra su decisivo origen con el Ateneo de la Juventud
y –pese a que muchos, desde años atrás, habían trabajado fuera de ese marco
normativo– culmina simbólicamente con la muerte de Alfonso Reyes.
Quizá sea pertinente continuar con Reyes para establecer la relación entre Monterroso
y el clasicismo mexicano. En principio, el guatemalteco fue becario del Colmex
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“gracias a la generosidad de Alfonso Reyes” (Monterroso, Literatura… 32)11.
Ahora bien: hemos de aceptar que, sin duda, el escritor hispanoamericano más
admirado por Monterroso fue Jorge Luis Borges, “nuestro miglior fabbro” (La
vaca 99), a quien dedicó un texto ya en 1949 –recogido en La palabra mágica
(106-11)– que reescribiría para incluir en Movimiento perpetuo con el título
“Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges” (53-8). El argentino representa
para Monterroso un auténtico renacer de la lengua española, comparable a los
impulsados por Góngora y Darío; también el descubrimiento del juego y de
la posibilidad de innovar a través de las inmersiones en la tradición. “Cuando
busco –escribe– un nombre de Hispanoamérica para compararlo en este sentido,
solo puedo encontrar, entre los vivos, el de Alfonso Reyes” (La palabra 106).
De igual forma, a su llegada a México buscó “aprender de los mayores”, entre
los que menciona, aparte de modelos canónicos como Bernardo de Balbuena o
Ruiz de Alarcón, a Henríquez Ureña y a Reyes (La letra e 99). Pero el dato más
relevante en este sentido se ofrece en uno de sus últimos ensayos, “La literatura
fantástica en México”, incluido en Literatura y vida (2003). En él, Monterroso
intenta fijar primero una definición de lo fantástico, para después enlistar su
propia nómina de autores favoritos. Lo que me interesa destacar es que, si bien
encuentra en el tratado de Reyes poca ayuda, y aun imprecisiones, en torno al
concepto de lo fantástico, es justo El deslinde la autoridad teórica que toma
como referencia o, podríamos decir, que continúa tomando como tal, medio
siglo después de publicada (66-7). Y no es que Monterroso no conociera otras
aproximaciones teóricas, más recientes o específicas –da muestra de ello a lo
largo del ensayo–, sino que opta por disentir sutilmente, durante cerca de dos
páginas, de El deslinde como una manera de indicar su permanente validez, el
acuerdo general con su propia postura.
Pero ya antes de llegar a México quedó trazado el destino clasicista de Monterroso.
Más que en Los buscadores de oro (1993), la autobiografía de su infancia, en
La vaca (1998) se encuentra el relato de lo que se podría llamar su ‘paradoja
formativa’. Ante las condiciones más adversas –verse forzado al autodidactismo,
un ámbito de penurias y bienes culturales restringidos– se forja una educación
que se impone, como los viejos ateneístas, el rigor y el contacto directo con
las obras fundamentales. Así, encontramos esta declaración casi militante: “La
Biblioteca [Nacional de Guatemala] era tan pobre que solo contaba con libros
buenos. Constituyó una suerte para mí que su presupuesto fuera tan escaso como
para que no pudiera darse el lujo de adquirir libros malos, es decir, modernos. No
era ése el reino de Hemingway ni de nadie que se le pareciera” (101). Tampoco
11
Monterroso fue becario para realizar estudios de filología entre 1957 y 1960. Cabe recordar, además, que
en los años cincuenta colaboró como ocasional traductor y corrector en el Fondo de Cultura Económica,
institución muy próxima a los consejos y recomendaciones de Reyes.
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Gabriel Wolfson
Movimiento perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto Monterroso
es detalle menor que Monterroso haga por destacar –y así casi mitificar– que,
en su salida de Guatemala en 1944, llevaba “como único equipaje un suéter y
los Ensayos de Montaigne” (Literatura… 26).
Sin embargo, esta información inicial –el contacto directo con Reyes y su
concordancia estética– debe complementarse con una somera descripción de
las redes intelectuales y de amistad que Monterroso eligió en sus primeros
años en México, y que marcarían su obra futura. Nada casualmente, uno de
sus grandes amigos es Rubén Bonifaz Nuño, poeta y traductor del latín y el
griego, “con quien yo compartía –señala– la predilección por los clásicos
latinos y españoles, de Catulo a Góngora, de Horacio a Virgilio a Cervantes
y Garcilaso de la Vega” (Literatura… 34), misma predilección, más que mera
afición, que lo aproxima al nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez. En sus primeros momentos en el exilio también trabó contacto, en calidad de corrector de
pruebas de la editorial Séneca, con el padre José María Gallegos Rocafull, cuyos
intereses humanistas corrían parejos a los del grupo de Ábside (Literatura…
26). A partir de esto podemos señalar más puntos de coincidencia con aquella
corriente de clasicismo: la lectura atenta que realizó Monterroso de los “árcades” Joaquín Arcadio Pagaza, Juan B. Delgado y el obispo Ignacio Montes
de Oca (La letra e 56-57); y la verdadera devoción por Horacio, impulsada
o consolidada, como ya habíamos apuntado, por El prisma de Horacio, de
Octaviano Valdés, “uno de mis libros favoritos durante mis primeros días de
exilio en México” (La letra e 50).
Monterroso, pues, elige para sí como tradición formativa los modelos clásicos, ese “canon de excelencia en todos los géneros”, esa “norma consciente”
que, según Adolfo Castañón, Reyes encarnó como nadie en México (541). Tal
elección es consecuencia de la ‘paradoja formativa’, como la nombramos: la
ausencia de un maestro o un grupo de ellos, de una institución educativa o un
medio propicio, motivaron la búsqueda de la seguridad que solo pueden dar las
normas universales, las reglas no modificables por las oscilaciones de la historia.
Al respecto hay un párrafo contundente:
A veces pienso que ese respeto, y otro tanto de temor [a
publicar], debo imputarlos al hecho de que soy autodidacto y, por consiguiente, a una formación demasiado
severa y exigente en cuanto a mis lecturas, formación
que nunca recibió otro estímulo que la curiosidad ni
tuvo otro guía que mi instinto, pero que hizo desarrollarse en mí una desmedida veneración por los autores
clásicos que leía, a los que consideraba inigualables
y en buena medida vigilantes. (Literatura… 27, el
subrayado es mío)
111 ■
Taller de Letras N° 40: 101-120, 2007
No creo necesarios más ejemplos para argumentar sobre la predilección de
Monterroso por los clásicos y el carácter normativo que encontró en ellos. Lo
importante es que de aquí puede desprenderse el principal parámetro con el que
diferenciar Movimiento perpetuo del resto de su obra, el cual tiene que ver con
la noción de género literario. Apunta Elena Liverani:
En toda la obra de Monterroso se percibe una actitud
aparentemente contradictoria con respecto a los postulados genéricos. Por una parte descuella el patente
deseo del autor de renovarlos, adecuando el género a la
época; postura que, de todas formas, aun aparentando
una aproximación irreverente, deja traslucir respeto
–que bien puede proceder de su formación de autodidacta, bien de su fuerte apego a la cultura clásica– y
conciencia de la existencia de una norma, cuyo fundamento nunca se pone en tela de juicio. (161)
La contradicción se revela efectivamente como solo aparente si se atiende a una
concepción del género que termina por convertirse en una auténtica estrategia
monterrosiana. Se ha señalado, comenzando por el propio autor, que cada uno de
sus libros asume un género distinto: Obras completas es un volumen de cuentos;
La oveja negra, de fábulas; Lo demás es silencio, novela o falsa biografía; Viaje
al centro de la fábula (1981), entrevistas; La letra e, un diario; Los buscadores de
oro, una autobiografía; Esa fauna (1992), dibujos; La vaca y Literatura y vida,
ensayos. Hemos dejado a un lado Movimiento perpetuo y La palabra mágica,
por constituir el núcleo de la discusión, pero ha de recordarse que la aparición
de cada uno de los volúmenes enlistados suscitó comentarios sobre la ‘novedad’,
la ‘originalidad’, incluso la ‘invención de un género’, elogios que el mismo
Monterroso se encargó de matizar al referirse a los modelos del pasado, aun del
corpus clásico, de donde procedían: “Respecto a los nuevos modelos quizá yo
mismo (…) soy un ejemplo concreto de que no existen, pues, humildemente,
yo me he valido de modelos sumamente viejos o antiguos para introducirme
por alguna hendidura en este mundo de la literatura llamada moderna o contemporánea” (“La biografía…” 3)12. Hablábamos de ‘estrategia’ puesto que,
en principio, constituye una ruta a la diversidad y la novedad genéricas de un
libro a otro, pero también porque, como se ha apuntado en numerosas ocasiones, la escritura monterrosiana se basa en este ‘rescate’ de géneros antiguos u
olvidados para modernizarlos a través de la parodia. Sus fábulas, por ejemplo,
12
En La letra e apunta lo siguiente, refiriéndose a las innovaciones de Marinetti sobre la concepción y la
hechura material de los libros: “Ni más ni menos (…) que lo que se hacía con los libros iluminados, de
oración y profanos, de antes de la invención de la imprenta. Como de costumbre, para ser futurista solo
había que ir lo más lejos posible al pasado” (144).
■ 112
Gabriel Wolfson
Movimiento perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto Monterroso
devinieron antifábulas o modelos de microrrelato moderno y aun posmoderno:
la parodia de un género le permitió hallar, como él lo dijo, una hendidura por
donde colarse a la modernidad literaria.
Sin embargo, me parece importante resaltar que, lógicamente, la parodia no
elimina la presencia del modelo, al contrario: incluso requiere de esa presencia,
así sea fantasmagórica, para su funcionamiento en cuanto tal13. En Monterroso
resulta de mayor peso esta convocatoria del género del pasado: su famoso “El
dinosaurio”, por ejemplo, precisa del conocimiento de una tradición genérica, la
del cuento, para su eficacia, para su activación como ‘nueva forma de cuento’.
En el caso de las fábulas esta subordinación a los modelos es más clara, y así
lo indica Margo Glantz:
La constricción que imponen las reglas y el clasicismo
que se declara son necesariamente la inserción de una
tradición que dicta sus preceptos y que fuerza al escritor
a ceñir la escritura, a darle apariencia de algo nuevo,
totalmente marcado por la época de producción aunque
a la vez sea un eslabón dentro de una genealogía escrituraria, e inclusive, aunque se niegue cualquier relación
con una moral implícita en la moraleja y se evite caer
en la actitud didáctica de los escritores que escribían
fábulas, su inclusión dentro de la alegoría hace que sus
textos sean de alguna manera moralistas. (129)
A partir de esto podemos entonces identificar la diferencia entre Movimiento perpetuo y el libro aparentemente paralelo: La palabra mágica. Las similitudes son a
primera vista notorias: se trata de libros cuyo valor visual cobra una importancia
muy poco frecuente, compuestos por prosas breves que se adscriben a más de una
denominación genérica y, por si fuera poco, el segundo de ellos incluye piezas que
dialogan francamente con algunas del primero, por ejemplo, “De lo circunstancial
o lo efímero”, cuento que hereda la perspectiva narrativa, el registro, elementos
metanarrativos e incluso el tema y la trama de “Movimiento perpetuo”14. En
cierto sentido, ambos volúmenes son misceláneas: sobre Movimiento perpetuo,
Monterroso declaró a Jorge Rufinelli que se había gestado al mismo tiempo que
13
Véase Linda Hutcheon: “Ironía, sátira, parodia. Una aproximación pragmática a la ironía”. De la ironía
a lo grotesco. Ed. Hernán Silva. México DF: U. Autónoma Metropolitana, 1992. 173-93.
14 Dos ejemplos más: el ya aludido “In illo tempore” (106-111), sobre Borges, escrito en 1949, que será
refundido en “Beneficios y maleficios…”; “Los juegos eruditos” (61-67), que se propone como complemento en serio de la broma comenzada en “Peligro siempre inminente” (137), de Movimiento perpetuo,
acerca de posibles exégesis gongorinas –juego que prosigue en un capítulo de Lo demás es silencio, “El
pájaro y la cítara (Una octava olvidada de Góngora)” (132-5).
113 ■
Taller de Letras N° 40: 101-120, 2007
las piezas específicamente diseñadas para La oveja negra como una especie de
cajón de sastre donde acumular objetos perdidos (Tomassini 1). Y en torno a La
palabra mágica, en su diario estampó un alegato a favor de las misceláneas que
mezclan “cuentos y ensayos” y contra los críticos a quienes este tipo de libros
les resultan “carentes de unidad ya no solo temática sino de género y que hasta
señalan esto como un defecto” (27). En este punto la diferencia entre las obras
salta a la vista: La palabra mágica debe su posible extrañeza, su novedad, a la
sola reunión desordenada de textos que, individualmente, no presentan mayor
dificultad para asociarlos con un modelo genérico (cuento o ensayo). De acuerdo con esto, se trata de un descendiente directo de las primeras misceláneas en
México, concebidas justamente por escritores del Ateneo: Ensayos y poemas, de
Torri; A orillas del Hudson, de Guzmán; Arquilla de marfil, de Silva y Aceves.
Francisca Noguerol, quien indicó este linaje, esboza también el camino que llevó
de los libros misceláneos o híbridos a los textos híbridos en sí mismos (1999:
239-242). Pero este camino, insisto, no se cumple con respecto a La palabra
mágica, puesto que ahí la hibridez cae en el terreno del conjunto; depende de la
reunión de cuentos y ensayos, y de los juegos tipográficos de Vicente Rojo, no
de las cualidades formales de cada texto por sí mismo.
Ángel Rama presintió muy pronto la verdadera singularidad de Movimiento perpetuo, en un ensayo de 1974, al comprender que el libro no incluía únicamente
cuentos, ensayos y tal vez poemas en prosa, sino otras piezas cuya adscripción
genérica naufragaba en la vaguedad: “notas” o “paradojas”. Sin embargo, Rama
concluía que Movimiento perpetuo pertenecería entonces, en tanto libro, al
género “silva de varia lección”, para de esta forma continuar la diversidad –y la
claridad– en la rotulación genérica para cada nueva obra monterrosiana: cuentos
la primera publicación, fábulas la segunda, varia lección la tercera (25). Fue
Jorge von Ziegler quien acertó a ofrecer una lectura que abre verdaderamente
las perspectivas de interpretación de Movimiento perpetuo:
…es el mejor libro de Monterroso (…). En él logra
al fin la disolución del género, la desaparición de la
fórmula. Si en Obras completas había una continua
variedad, pero no una destrucción de la noción de
cuento; si La oveja negra constituía un género que
se niega a sí mismo a través de la crítica de los mecanismos de la fábula, pero sin dejar de reconocerse
como otro tipo de fábula, y si Lo demás es silencio
se demoraba en parafrasear las voces de la crítica y
la erudición con destreza y gracia, pero solo para caer
en la monotonía de la parodia, Movimiento perpetuo,
aun a pesar de su clara articulación, es ya una obra,
la obra, indefinible. (53)
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Gabriel Wolfson
Movimiento perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto Monterroso
Después de la precisa relación de von Ziegler, podría agregarse entonces que en
La palabra mágica Monterroso vuelve al ámbito de lo definido, elude la disolución genérica y trabaja sobre la seguridad, aquí sí, de un género censado por
la tradición, la miscelánea, establecido en México desde los ateneístas, mismo
que dará pie a dos libros futuros como La vaca y Literatura y vida, similares
reuniones de ensayos, traducciones y piezas memorísticas.
No solo eso: el relevante valor visual de La palabra mágica constituye, a diferencia de Movimiento perpetuo, un valor añadido, el juego tipográfico producto
de un trabajo posterior a la escritura y armazón del volumen. Se trata, pues, del
diseño de un texto, no de una entidad que es imagen y texto al mismo tiempo.
Que en el citado “Los juegos eruditos” de La palabra mágica se incluya un
dibujo de Reyes realizado por Monterroso no implica más que una ilustración,
en su estricto sentido; en cambio, la disposición tipográfica del primer texto de
Movimiento perpetuo repercute en su propia definición: ¿se trata de un epígrafe,
con la salvedad de la descontextualización operada por la ausencia del posible
marco original de la cita, o es en realidad el primer ‘texto’ y no un contenido
extratextual?15.
La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas
cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas
cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas
cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida
es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento
perpetuo. (7)
De igual manera, las moscas dibujadas por Vicente Gandía que revolotean a lo
largo del libro, más que un recurso de ornato para ganar páginas, constituyen
otro ‘texto’ que permite extender la significación unívoca otorgada por el que
lleva ese título, “Las moscas”. En él, para suplir la ampulosidad de la ballena
de Melville o el cuervo de Poe, se propone a la mosca como símbolo del mal
(11-4), sentido que, sin embargo, se ve ampliado y aun modificado merced a
los dibujos y a las citas desperdigadas que provienen de la monterrosiana antología de moscas: el insecto termina convertido en emblema del movimiento
perpetuo que va de la vida a la literatura y viceversa, y dentro de esta, de uno
a otro género, posándose en alguno por instantes pero además transportando
‘restos’ en ese viaje ininterrumpido.
15
Lo mismo puede inquirirse en relación con las citas sobre moscas que se mencionan enseguida: ¿son,
por su disposición gráfica, meros fragmentos intercalados o bien sugerentes epígrafes de los textos que
anteceden o preceden?
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Taller de Letras N° 40: 101-120, 2007
En el extremo opuesto, el último texto del libro representa otra puerta de entrada
al carácter de “obra abierta” que le otorgaron Noguerol (“Híbridos…” 243) y
Rufinelli, este amparado en los conceptos de Umberto Eco que proponen la
necesidad de una participación activa del lector, para “completar y complementar productivamente” la obra (36). Se trata de la “Fe de erratas y advertencia
final” (151), donde la ilusión del narrador como máscara ficcional del autor,
que concibe los textos y dispone su organización, se ve bruscamente alterada
por la irrupción de una voz autorial ‘real’, que se ofrece como enunciada desde
el ‘afuera’ del texto, desde el lado de los productores reales del libro en cuanto
objeto (linotipistas, editores, lectores). De esta forma, por un lado, se refuerza
la condición artificial del libro, liberando, como sugirió Graciela Tomassini,
“no solo (…) las posibilidades de la escritura sino también las posibilidades de
uso del texto en la instancia de la recepción” (2); por otro, se amplían o más
bien se disuelven los márgenes tradicionales para la acción del escritor: el libro
deja de ser una categorización posterior a cargo del editor –y antes de eso solo
el espacio en blanco previsto para ser rellenado por texto– y recupera cierta
parte de su valor como objeto y no mero recipiente, no vehículo transmisor
de contenidos. El escritor, así, no es solo autor del texto sino que es artífice
del libro, al disponer de los territorios extratextuales y paratextuales. Ello nos
devuelve a la permanente puesta en duda de los valores ‘clásicos’ asignados a
cada zona, elemento o modalidad discursiva del libro, y a la posibilidad de que
tales elementos se muevan constantemente de uno a otro valor. Christopher
Domínguez cita una pertinente descripción de Adolfo Castañón sobre Movimiento
perpetuo: “ausencia de puntos de descanso o referencia; elogio de lo ambiguo,
de lo móvil e inapresable y denuncia de una literatura ‘ya hecha y acabada’,
fija, imprescindible” (Antología… 48).
Literatura ‘ya hecha’ que colmaría, en efecto, el recipiente editorial del libro.
Monterroso, en cambio, apuesta por la “destrucción formal (…) tanto de la
estructura interna como de la construcción externa (…) paralela a la de los conceptos” (Horl 59) a través de la negación del carácter fijo de los valores canónicos
–aceptados, entre otros, por él mismo en sus libros previos y posteriores– o,
como indica Sabine Horl, a través de la ausencia “de toda lógica concebible. Sin
motivo aparente, sin que el tema lo exija o justifique, Monterroso cambia entre
formas y géneros, textos sin relación aparecen vecinos, mientras que otros pierden toda relación por la distancia que les separa” (59)16. Más aún: dejando a un
lado el texto que da título al libro –que, como ya indicamos, se ajusta sin mayor
problema al modelo genérico del cuento–, la mayoría de las piezas tiende hacia
16
Para Horl, en el quizá más destacado trabajo sobre Movimiento perpetuo, categorías negativas como el
“desorden y el caos” que imperan en el libro invierten su signo, convirtiéndose en actos liberadores, en
“categorías de la afirmación” (62).
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Gabriel Wolfson
Movimiento perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto Monterroso
un carácter deliberadamente menor, alcanzando el truncamiento discursivo, tan
voluntario como proveedor de anomalías sintácticas, de “Navidad. Año Nuevo.
Lo que sea” (131-2), o promoviendo una indefinición genérica tan categórica
–como en “Las criadas” (95-7) o “A lo mejor sí” (121)– que solo podría explicarse con la conjetura de su posible condición de trozos arrancados no de un
diario –género ya canónico– sino de cualquier cuaderno de notas.
Una palabra parece definir esta operación: gratuidad, y ella fue ya sugerida por
el propio Monterroso en la contraportada de la primera edición, uno de esos
ámbitos paratextuales a que aludimos, alterando drásticamente el esperado
atributo publicitario de tal espacio:
Por otra parte, quizá la principal virtud de esta obra es
que se puede adquirirla o no, leerla o no, conservarla
o no sin que en ninguno de estos casos suceda nada,
ni en el lector, ni en el autor, ni en el Universo, que
también hubiera podido pasarse sin ella. He aquí,
pues, uno de los pocos libros declaradamente prescindibles de todos los tiempos, cualidad tan extraña
ahora y siempre que no faltarán curiosos –razón por
la cual lo publicamos– que lo consideren imprescindible para reafirmar su fe en los actos gratuitos, no
importantes.
Gratuidad que no solo nos remite a la arbitrariedad detectada, sino que hace énfasis en la ausencia declarada de finalidad. A diferencia del clasicismo mexicano,
que abogaba por un destino extratextual para la escritura, por una filtración de lo
literario hacia la vida social merced a los canales de la pedagogía o el civismo,
Movimiento perpetuo se erige –y no solo, desde luego, por la declaración de la
contraportada– en representación estructural y estilística de la intrascendencia y
de lo efímero en tanto que no hay en él formas estables, perdurables, ni siquiera
acabadas, completas.
No querría dejar fuera un comentario sobre el epígrafe general del libro que, me
parece, no sirve únicamente para “asegurar el carácter ‘literario’ del texto que
inaugura” (Tomassini 2). Prefiero interpretar la cita de Lope de Vega, “Quiero
mudar de estilo y de razones”, como una apuesta monterrosiana en relación con
sus propios libros anteriores. Movimiento perpetuo funciona, en efecto, como
una mudanza radical, sí de estilo17, también de temas –sus personajes ya no son
17
En Movimiento perpetuo se echa mano de recursos que apenas habían aparecido en los libros anteriores,
como el anacoluto o, principalmente, las frases excesivamente largas, cargadas de subordinadas, que
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Taller de Letras N° 40: 101-120, 2007
sabias tortugas o escritores frustrados, sino seres corrientes y vulgares, burócratas
en su mayoría–, pero sobre todo una mudanza de intenciones, al apartarse de las
seguridades de género y finalidad –esto es, moralidad– que proveía la tradición
clásica. En parte, me parece, esto pudo deberse a la manera en que Monterroso
compuso el libro, pensado inicialmente no como una unidad sino como almacén
de piezas sueltas. Pero ello no explica por completo sus atributos de movilidad,
gratuidad, inestabilidad o intrascendencia, antagónicos sin duda de los rasgos
señalados para el clasicismo mexicano. A partir de haber atisbado a través de
una “hendidura” en sus libros previos, Monterroso encontró en la escritura de
Movimiento perpetuo una libertad creativa que lo llevó a fraguar textos cuya
hibridez es solo aparente. En algunas piezas de su admirado Borges, la mezcla
de géneros (cuento y ensayo) produce uno nuevo, claramente híbrido, cuya definición en parte depende de conocer –nombrar– los géneros que le dieron origen.
Más aún: cuyo éxito se cifra en la capacidad del lector para actualizar la lectura
ingenua, aquella que cae en la ilusión del ‘formato-ensayo’, por ejemplo (notas
al pie, alusiones a personajes ‘reales’, etcétera), cuando en verdad se trata de
una ficción. En Movimiento perpetuo tal vez el objetivo no consistiera en juntar,
reunir géneros, sino separarlos, y escribir en el espacio vacío que queda entre
ellos, apenas considerando las huellas, los rastros dejados por esos géneros que
fueron hechos a un lado de la mesa de trabajo, apartando así, también, la norma
de Horacio, el amparo de Montaigne, la conciliación alfonsina.
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México: CONACULTA, 1994. 126-33.
Henríquez Ureña, Pedro. Obra crítica. México: Fondo de Cultura Económica,
1981.
antes solo encontramos, en un desarrollo parcial, en “Sinfonía concluida”, de Obras completas, y “El
mono piensa en ese tema”, de La oveja negra. No creo irrelevante indicar que en Movimiento perpetuo
aparecen las páginas menos ‘perfectas’ de un autor a quien tradicionalmente se ha visto como un ‘artesano
de la prosa’, un buscador de esa elegancia formal que suele confundirse con la página perfecta.
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Gabriel Wolfson
Movimiento perpetuo: La fuga anticlásica de Augusto Monterroso
Highet, Gilbert. La tradición clásica i. México: Fondo de Cultura Económica,
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