Los Monstruos del Espacio

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LOS MONSTRUOS DEL
ESPACIO
Alfred E. van Vogt
Título Original: The Voyage of the Space Beagle,
publicado por Simon & Schuster, Nueva York.
© 1939 por Alfred E. van Vogt.
© 1955 por Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
Traducción de Ramire S. Galmieu.
Edición Digital de Arácnido.
Revisión 2.
PRÓLOGO
COLECCIÓN NEBULAE con esta traducción de una magnífica novela de Alfred E. van Vogt da
una pauta de sus características, porque en LOS MONSTRUOS DEL ESPACIO campea la
imaginación y, si se quiere, incluso la fantasía más desenfrenada, pero al mismo tiempo es una obra
muy madura, a través de la cual traslucen muchos años de estudio y que ha sido escrita, no apresuradamente y al volar de la pluma, sino tras profundas reflexiones.
Como verá el lector, la acción se sitúa en una época futura en la que se supone que el hombre ha
adquirido los medios de realizar no tan sólo vuelos interplanetarios, sino interestelares e incluso
intergalácticos, para lo que, claro está, hay que suponer que ha encontrado la manera —inconcebible
en el estado actual de nuestros conocimientos físicos— de viajar a una velocidad mayor que la de la
luz. Toda la novela es un panorama de los peligros que en el espacio acechan a una expedición de
valientes exploradores del Universo que, a bordo de una colosal astronave, recorren las regiones más
remotas del mundo sideral.
La humanidad terrestre que se supone existe entonces, ha seleccionado para esta expedición a
hombres representativos del enorme progreso cultural y técnico conseguido. Hay físicos,
astrónomos, biólogos, químicos, psicólogos, historiadores, militares, astronautas, etc., agrupados en
distintos departamentos. Estos están al principio aislados entre sí; cuando el jefe de la expedición,
en los apurados trances en que ésta se encuentra, necesita un dato que es de la competencia de un departamento determinado lo llama a consulta y se asesora por él. Y aquí está precisamente el fallo de
la organización y la tesis exquisita de la obra, tesis que ha sido poco atendida en el pasado, empieza
a serlo en el presente y lo será cada vez más en el futuro. Es la tesis de lo que el autor, por boca del
protagonista, llama nexialismo.
El nexialismo es una especie de reacción contra la especialización exagerada. Los conocimientos
excesivamente profesionales casi siempre están deformados y pecan por unilaterales. No es que no
tengan valor; es que hay que conectarlos, unirlos por un nexo apropiado para encauzarlos en un
sentido vital eficaz.
Anatole France, en una de sus novelas, nos pinta un sabio arqueólogo, que conocía perfectamente
las tres vitrinas del museo que le estaban encomendadas. Una dama, atraída por su gran fama, va un
día a verle y le hace una consulta de algo que ella cree pertenece a su especialidad. Sin embargo, el
sabio se queda perplejo y confiesa que nada puede contestarle; sus conocimientos terminan cien
años antes de la época a la que se refiere la consulta, por lo demás elemental, de la mencionada
dama. El famoso especialista se limita, entonces, a contestarle que debe consultar al sabio de la
vitrina de al lado. ¡Cuántos sabios hay con vitrina como éste del gran novelista francés! A. E. van
Vogt nos muestra en esta obra la necesidad, que cada vez con el progreso se hará más perentoria, de
superar este estadio de rabiosa especialización.
Por esto espero, amigo lector, que cuando hagas terminado la lectura de este libro, no tan sólo
admirarás los vastos conocimientos y la asombrosa imaginación de su autor, sino también el que los
haya puesto al servicio de una tesis de filosofía práctica que aunque se nos muestre aplicada en el
futuro, ya tiene hoy plena validez.
En otras obras de COLECCIÓN NEBULAE se dará más margen a la fantasía ligera, a las
relaciones humanas y hasta al humor, pero hemos querido mostrar también cómo la literatura
futurista puede, en el tono ameno de la narración, instruir con conocimientos científicos y educar
con verdades filosóficas.
MIGUEL MASRIERA
INTRODUCCIÓN
Esta es la emocionante novela de un grupo de osados científicos que se lanzaron en la nave espacial
Beagle para explorar los secretos del universo y no tardarán en verse envueltos en una desesperada
lucha por la vida.
A incontables años de luz de la Tierra, en las remotas lejanías entre las estrellas, encontraron
fantásticas formas de vida que sobrepasaban las más horrendas pesadillas; un monstruo tentacular y
felino que se alimentaba de seres vivos; una raza de seres avimorfos con profundas facultades
hipnóticas; una Cosa malvada y aterradora que podía pasar a través de la materia sólida y trató de
hacer de la nave su hogar.
En sus desesperadas batallas contra estas fuerzas formidables los exploradores se dieron cuenta
de básicos errores en sus ciencias terrestres y cuando el único de ellos que sabía las respuestas
adecuadas se vio impedido de hacer uso de sus conocimientos, comprendió que también en el
espacio, como en la Tierra, el hombre puede ser su propio y más peligroso enemigo.
I
Coeurl rondaba de una parte a otra. La noche negra, sin luna, casi sin estrellas, iba cediendo con
pesar ante una tenue aurora rojiza que iba apareciendo por la izquierda. Era una luz vaga que no
daba la sensación de aproximarse el calor. Lentamente fue revelando un paisaje de pesadilla.
Una llanura sin vida, negra, rocosa y resquebrajada se extendía en tornó a él. Un sol rojo y pálido
se asomaba por encima del grotesco horizonte. Delgados rayos de luz se deslizaban por entre las
sombras. Y sin embargo no había todavía rastros de las criaturas de id cuya pista seguía desde hacia
cerca de cien días.
Finalmente se detuvo, helado por la realidad. Sus grandes patas delanteras se movían con
movimientos temblorosos que arqueaban sus garras afiladas. Los gruesos tentáculos que partían de
sus hombros ondulaban en el aire. Movía su gruesa cabeza de gato de un lado a otro, mientras el
pelo, que como zarcillos formaba cada oreja, vibraba frenéticamente, percibiendo la menor brisa,
cada latido del éter.
No hubo respuesta. No notó la menor vibración de su intrincado sistema nervioso. No había en
ninguna parte indicios de la presencia de las criaturas de id, su única fuente de subsistencia en aquel
desolado planeta. Desesperado, Coeurl se agachó y su enorme figura felina se diseñó sobré la tenue
y rojiza línea del horizonte como un deformado esbozo de un tigre negro en un mundo de tinieblas.
Lo que más le desalentaba era que había perdido el contacto. Poseía un equipo sensorial que le
permitía normalmente percibir la presencia orgánica a muchas millas de distancia. Se daba cuenta
que no estaba ya en estado normal. Su fracaso de toda la noche en mantener contacto indicaba una
disminución física. Era la enfermedad mortal de la cual había oído hablar. Siete veces durante el
pasado siglo había encontrado coeurls demasiado débiles para poderse mover con sus cuerpos, por
otra parte inmortales, demacrados y condenados por falta de alimento. Con ímpetu los había
destrozado sin resistencia, quitándoles la escasa cantidad de id que los mantenía aún vivos.
Coeurl se estremeció de emoción al recordar aquellas comidas. Después lanzó un fuerte ronquido,
un ruido de reto que se propagó por el aire, despertando el eco entre las rocas, y todos sus nervios
vibraron. Era la instintiva expresión de su deseo de vivir.
Y entonces, súbitamente, se puso rígido.
Muy alto, por encima del distante horizonte, vio un diminuto punto brillante. Se acercó. Crecía
rápidamente, enormemente, convirtiéndose en una bola de metal. Se transformaba en una vasta
nave, redonda. El enorme globo, brillando como plata pulida pasó silbando por encima de Coeurl,
disminuyendo visiblemente la velocidad. Pasó por encima de la negra hilera de colinas de la
derecha, se detuvo casi inmóvil un segundo y se hundió fuera de la vista.
Coeurl salió de su asombrada inmovilidad. Con la velocidad de un tigre corrió por entre las rocas.
Sus redondos ojos negros ardían de un deseo imperativo. Sus zarcillos auriculares, pese a sus
disminuidas facultades, vibraban bajo un mensaje de id en cantidades tales que su cuerpo sintió el
sufrimiento doloroso del hambre.
El lejano sol, rojo ahora, estaba ya alto en el cielo negro y purpúreo cuando se agazapó detrás de
una masa rocosa y contempló desde sus sombras las ruinas de la ciudad que se extendía delante de
él. La plateada nave, a pesar de su tamaño, parecía pequeña en medio de aquella gran extensión de la
desierta y arruinada ciudad. Pero en torno a la nave había signos de vida, una quintaesencia
dinámica que, al cabo de un minuto, le hizo incorporarse, dominando los alrededores, volviendo a
posarse en un nido hecho por el propio peso de su cuerpo en la rocosa y resistente llanura que
empezaba abruptamente en los límites de la muerta metrópoli.
Coeurl contemplaba los seres de dos patas que habían salido del interior de la nave. Se mantenían
formando pequeños grupos al pie de una escalera que habían bajado desde una abertura
brillantemente iluminada a unos treinta metros sobre el suelo. Su garganta se ensanchaba por la
urgencia de su necesidad. Su cerebro vibraba bajo el impulso de lanzarse adelante y destrozar
aquellos seres de aspecto tan insignificante cuyos cuerpos emitían vibraciones de id.
Vagos recuerdos detuvieron este impulso cuando no era todavía más que electricidad que brotaba
de sus músculos. Era el recuerdo del remoto pasado de su raza, de máquinas que podía destruir, de
potentes energías que estaban más allá de las fuerzas de su propio cuerpo. El recuerdo emponzoñaba
las reservas de su fuerza. Tuvo tiempo de ver que aquellos seres usaban algo por encima de sus
verdaderos cuerpos, un material diáfano y reluciente que brillaba y lanzaba destellos bajo los rayos
del sol.
La astucia le hizo comprender la presencia de aquellos seres. Eran, razonó Coeurl por primera
vez, una expedición científica procedente de otra estrella. Los científicos investigarían en lugar de
destruir. Los científicos se abstendrían de matarlo, si no los atacaba. Los científicos, a su manera,
estaban locos.
Con la osadía del hambre, salió al descubierto. Vio los seres darse cuenta de su presencia. Se
volvieron y lo miraron. Los tres más cercanos a él retrocedieron lentamente hacia los grupos más
numerosos. Uno de ellos, el más pequeño del grupo, sacó una especie de barra oscura de metal de un
estuche que llevaba al lado y lo levantó con una mano.
Coeurl se asustó al ver el gesto pero saltó hacia adelante. Era ya tarde para retroceder.
Elliot Grosvenor permaneció donde estaba, en la retaguardia, cerca de la pasarela. Iba
acostumbrándose a estar en el fondo. Como único nexialista a bordo del Space Beagle había sido
ignorado durante meses enteros por los especialistas que no entendían claramente lo que era el
nexialismo, y les importaba muy poco, además. Grosvenor tenía sus planes de rectificar este punto.
Hasta entonces, la oportunidad de ponerlos en práctica no se había presentado.
El comunicador de la pieza principal de su alojamiento en la nave del espacio cobró de repente
vida. Un hombre se rió ligeramente y dijo: «Personalmente no quiero correr riesgos con una cosa tan
grande.»
Al oír la voz, Grosvenor reconoció la de Gregory Kent, jefe del departamento de química.
Físicamente pequeño, Kent tenía una gran personalidad. Contaba a bordo con muchos amigos y
personas adictas y había ya anunciado su candidatura a director de la expedición en las próximas
elecciones. De todos los hombres que estaban frente al monstruo que se aproximaba, Kent era el
único que había sacado un arma. Permanecía de pie, acariciando el alargado instrumento metálico.
Se oyó otra voz. El tono era más profundo y más tranquilo. Grosvenor reconoció que pertenecía a
Hal Morton, director de la expedición. Morton decía: «Esta es una de las razones por las cuales está
usted en la nave, Kent, para que deje usted muy pocas cosas al azar.»
Era un comentario amistoso. Ignoraba que Kent había puesto ya su candidatura contra él como
director de la nave. Desde luego, hubiera podido ser calificado de virtuosismo político incidental, el
hacer creer a espectadores cándidos que Morton no tenía ninguna mala voluntad a su rival.
Grosvenor no dudaba del hecho que el director era capaz de tal sutileza. Había juzgado a Morton
como un nombre astuto, razonablemente honrado y muy inteligente, que solucionaba la mayor parte
de las situaciones con un ingenio automático.
Grosvenor vio que Morton avanzaba un poco, colocándose delante de los demás. Su voluminoso
cuerpo hinchaba la indumentaria transparente de metalita. Desde su posición, el director veía la
felina bestia acercarse a través de la llanura rocosa. Los comentarios de los demás jefes de
departamento llegaban a los oídos de Grosvenor a través del comunicador.
—Me desagradaría profundamente encontrar a este animalito en una avenida una noche oscura.
—No sea tonto. Es evidentemente un ser inteligente. Probablemente un individuo de la clase
gobernante.
—Su desarrollo físico —dijo una voz que Grosvenor reconoció como la de Siedel, el psicólogo—
, sugiere una adaptación animal al medio ambiente. Por otra parte, el hecho de acercarse a nosotros
no es un acto animal sino de un ser inteligente que se da cuenta de nuestra inteligencia. Habrán
ustedes notado cuán lentos son sus movimientos. Esto indica precaución y conocimiento de nuestras
armas. Me gustaría poder examinar el extremo de estos tentáculos que tiene en los hombros. Si
terminan en forma de apéndices quiroformes o ventosas de succión podemos empezar por deducir
que es un descendiente de los habitantes de esta ciudad.
Hizo una pausa y concluyó:
—Nos sería de gran ayuda poder establecer comunicación con él. A primera vista, sin embargo,
yo diría que ha degenerado hasta un estado primitivo.
Coeurl se detuvo al encontrarse todavía a tres metros de los seres más próximos. La necesidad de
id amenazaba dominarlo. Su cerebro lo arrastraba hasta aquel feroz límite del caos del cual le
costaba un terrible esfuerzo apartarse. Tenía la sensación que su cuerpo se bañaba en un líquido
fundido. Su visión era borrosa.
La mayoría de los hombres se acercaron a él. Coeurl vio que lo estaban examinando con atención
y curiosidad. Sus labios se movían bajo los cascos transparentes que llevaban. Su forma de
intercomunicación (supuso que esto era lo que sentía) llegaba a él con una frecuencia que estaba
dentro de sus capacidades de percibir. Los mensajes carecían de significado. En su esfuerzo por
mostrarse amistoso lanzó al aire su nombre por medio de los zarcillos de sus oídos, señalándose a sí
mismo al propio tiempo con uno de los tentáculos curvados.
Una voz que Grosvenor no reconoció dijo:
—He captado una especie de estática en mi radio cuando ha agitado esos pelos, Morton. ¿Cree
usted...?
—Es posible —dijo el director respondiendo la inacabada pregunta—. Esto es asunto suyo,
Gourlay. Si habla por medio de ondas de radio, podemos quizá crear una especie de código para
entendernos con él.
El uso del nombre que había hecho Morton identificó al que había hablado. Era Gourlay, jefe de
comunicaciones. Grosvenor, que estaba registrando la conversación, estuvo contento. La llegada del
animal podía permitirle grabar en sus oídos todas las voces de los demás hombres importantes de la
nave. Lo había intentado hacer desde el principio.
—¡Ah! —dijo Siedel, el psicólogo—, los tentáculos terminan en una ventosa de succión. Con tal
que el sistema nervioso sea suficientemente complejo podría, con un poco de entrenamiento, operar
cualquier máquina.
—Me parece que haríamos mejor en entrar y almorzar —dijo el director Morton—. Después
tenemos trabajo. Quisiera hacer un estudio del desarrollo científico de esta raza, y particularmente
quiero saber qué la ha aniquilado. En la Tierra, en los tiempos primitivos anteriores a la civilización
galáctica, una cultura después de otra alcanzó su cúspide y se derrumbó. Siempre brotaba otra nueva
de su polvo. ¿Por qué no puede haber ocurrido esto aquí? Cada departamento tendrá asignado su
campo especial de investigación.
—¿Y el gatito? —dijo alguien—. Me parece que quiere venir con nosotros.
Morton se echó a reír, y dijo con mayor seriedad:
—Me gustaría que hubiese algún medio de llevárnoslo sin tener que capturarlo a la fuerza. Kent,
¿qué le parece a usted?
El pequeño químico movió decisivamente la cabeza.
—Esta atmósfera tiene un contenido superior de cloro que de oxígeno. Nuestro oxígeno sería
como la dinamita para sus pulmones.
Grosvenor veía claramente que aquel ser felino no había tenido en cuenta este peligro. Vio al
monstruo seguir a los dos primeros hombres por la escalera y entrar por la gran puerta.
Los hombres miraban a Morton que levantó una mano hacia ellos y dijo:
—Abran el segundo compartimiento y dele una bocanada de oxígeno. Eso lo curará.
Un momento después la asombrada voz del director resonó con fuerza en el comunicador.
—¡Vaya, que me lo expliquen! ¡No nota la diferencia! Esto demuestra que no tiene pulmones, o
por lo menos que no es el cloro lo que éstos usan. Puede apostar a que entra. Smith, todo esto es un
tesoro para un biólogo..., bastante inofensivo si nos andamos con cuidado. ¡Qué metabolismo!
Smith era un hombre alto, delgado y huesudo con un rostro triste y alargado. Su voz,
inusitadamente fuerte por su aspecto, resonó en el comunicador de Grosvenor.
—En los diversos viajes de exploración en que he tomado parte, sólo he visto dos formas
elevadas de vida. Las que dependen del cloro y las que necesitan oxigeno, los dos elementos que
mantienen la combustión. He oído vagos informes acerca de una forma de vida a base de respiración
de flúor, pero no he visto todavía ningún ejemplo. Apostaría casi mi reputación a que jamás un
organismo complicado podría adaptarse a la utilización conjunta de ambos gases. Morton, no
debemos dejar que este ser se marche, si podemos evitarlo.
—Me parece que tiene bastantes ganas de quedarse —dijo el director Morton, echándose a reír y
poniéndose serio de nuevo.
Había subido por la escalera movible hasta un lado de la plancha. Después entró en el
compartimiento de aire con Coeurl y dos hombres más. Grosvenor avanzó rápidamente, pero era
sólo uno de los doce cuando entró en el vasto espacio. La puerta se cerró de golpe y el aire comenzó
a penetrar. Todos se mantenían bien alejados del monstruo felino, Grosvenor lo vigilaba con una
sensación creciente de malestar. Se le ocurrían diversos pensamientos y deseaba poderlos comunicar
a Morton. Hubiera podido hacerlo. La regla a bordo de estas naves expedicionarias era que cada jefe
de departamento tenía libre acceso hasta el director. Como jefe del departamento Nexial, pese a ser
el único en pertenecer a él, hubiera podido ir a verlo también. El comunicador de su traje del espacio
había sido acondicionado en forma que podía hablar con Morton como lo hacían todos los demás
jefes de departamento. Pero sólo disponía de un receptor general. Esto le daba el privilegio de poder
escuchar a los jefes cuando estaban haciendo trabajo de campo. Si quería hablar con alguien, o
estaba en peligro, podía accionar un conmutador que le abría la línea de un operador central.
Grosvenor no discutía el valor de conjunto del sistema. Había algo menos de mil hombres a
bordo y era obvio que no todos ellos tenían que poder hablar con Morton cuando les diese la gana.
La puerta interior del departamento se estaba abriendo. Grosvenor se abrió paso con los otros.
Pocos minutos después se encontraban en el fondo de una serie de ascensores que llevaban a los
apartamentos superiores donde vivían. Hubo una breve discusión entre Morton y Smith. Finalmente
Morton dijo:
—Lo mandaremos solo arriba, si quiere ir.
Coeurl no opuso resistencia alguna hasta que oyó la puerta del ascensor cerrarse con un ruido
metálico y la caja cerrada fue lanzada hacia arriba. Se retorció con un ronquido. Instantáneamente su
razón se hundió en el caos. Se arrojó contra la puerta. El metal se dobló bajo su empuje y el agudo
dolor lo enloqueció. Era un animal enjaulado. Trató de aferrarse al metal. Arrancó con sus tentáculos
gruesos paneles soldados. El material gimió como en protesta. El ascensor pegó algunas sacudidas
mientras la fuerza eléctrica seguía haciéndolo ascender a pesar de los fragmentos metálicos, que arañaban las paredes exteriores. Finalmente el ascensor alcanzó su destino y se detuvo. Coeurl arrancó
el resto de la puerta y se lanzó al corredor. Esperó allí hasta que los hombres salieron con sus armas
preparadas.
—Estamos locos —dijo Morton—. Hubiéramos debido enseñarle cómo funciona. Debe creer que
queremos engañarlo, o algo por el estilo.
Se acercó al monstruo. Grosvenor vio el brillo salvaje desvanecerse en los ojos negros como el
carbón de la bestia, mientras Morton abría y cerraba varias veces la puerta de un ascensor cercano.
Fue Coeurl quien dio por terminada la lección. Entró en una vasta estancia y siguió avanzando por
un corredor.
Se acostó sobre el suelo alfombrado y trató de calmar la tensión eléctrica de sus nervios y
músculos. Estaba furioso por el terror que había demostrado. Le parecía haber perdido la ventaja de
haberse mostrado como un individuo tranquilo y plácido. Su fuerza debió asombrar y desalentar a
aquellos seres.
Debía haber un peligro mucho más grande en la tarea que tenía que llevar a cabo: apoderarse de
aquella nave. En el planeta del cual aquellos seres habían venido debía haber una cantidad ilimitada
de id.
II
Sin pestañear, Coeurl contemplaba dos hombres quitar el cascote suelto de una puerta de metal de
un gran edificio antiguo. Los seres humanos habían almorzado, se pusieron nuevamente su
indumentaria del espacio y ahora podía verlos, solos o en grupos, por doquiera mirase. Coeurl
supuso que seguían investigando la ciudad muerta.
Su único interés se concentraba en la comida. Todas las células de su cuerpo le dolían en su
hambre de id. El ansia produjo un estremecimiento de sus músculos y su mente ardía del deseo de
haber salido tras los hombres que se habían internado en la ciudad. Uno de ellos había ido solo.
Durante el almuerzo los seres humanos le habían ofrecido una variedad de su comida, pero no
tenía valor para él. Por lo visto no se daban cuenta del hecho que tenía que comer seres vivos. El id
no era solamente una sustancia sino la configuración de una sustancia y que sólo podía obtenerse de
tejidos que palpitasen todavía con un soplo de vida.
Los minutos pasaron. Y Coeurl seguía dominándose. Seguía allí, vigilando, dándose cuenta que
los hombres veían que vigilaba. De la nave desembarcaron una máquina metálica colocándola
delante de la masa rocosa que bloqueaba la gran puerta del edificio. Su febril mirada seguía todos
los movimientos. Pese a que temblaba bajo la intensidad del hambre vio cómo hacían funcionar la
máquina y cuán simple era.
Tuvo que esperar finalmente hasta que la llama mordió incandescente la dura roca. A pesar de
todo lo que ya sabía pegó un salto y soltó un ronquido como de terror.
Desde una pequeña nave auxiliar, Grosvenor vigilaba. Se había asignado a sí mismo la tarea de
observar a Coeurl. No tenía otra cosa que hacer. Nadie parecía sentir la ayuda del único nexialista
qué había a bordo del Beagle.
Mientras observaba, vio la puerta que había junto a Coeurl quedar libre. El director Morton y otro
hombre se acercaron a ella, entraron y desaparecieron de la vista. Al poco rato Grosvenor oyó sus
voces en el comunicador. El acompañante de Morton fue el primero en hablar.
—Está todo en ruinas. Debió haber una guerra. Puede verse la acción de una maquinaria. Lo que
me gustaría saber es cómo era controlada y aplicada.
—No acabo de entender lo que quiere decir —dijo Morton.
—Es muy sencillo —dijo el otro—. Hasta ahora, no he visto más que dispositivos. Casi toda la
maquinaria, sean herramientas o armas, está equipada de un transformador para la recepción de la
energía, alterando su forma y aplicándola. ¿Dónde están las fuentes de energía? Espero que sus
bibliotecas nos den la solución. ¿Cuál puede haber sido la causa del derrumbamiento de una
civilización como esta?
Otra voz resonó en el comunicador.
—Habla Siedel. He oído su pregunta, señor Pennons. Hay por lo menos dos razones para que un
territorio quede inhabitado. Una es la falta de comida; la otra es la guerra.
Grosvenor se alegró del hecho que Siedel hubiese pronunciado el nombre del primero, era otra
voz identificada para su colección. Pennons era el primer maquinista.
—Escuche, mi psicólogo amigo —dijo Pennons—, su ciencia debió darles la posibilidad de
resolver el problema de la comida, para una pequeña población por lo menos. Y, a falta de esto, ¿por
qué no desarrollaron el viaje por el espacio y fueron a otro sitio en busca de comida?
—Pregúntele a Gunlie Lester —dijo el director Morton—. Le he oído exponer su teoría antes de
aterrizar.
El astrónomo contestó a la llamada.
—Tengo todavía que comprobar todos mis hechos. Pero uno de ellos, convendrán ustedes en ello,
es de por sí significativo. Este mundo desolado es el único planeta que gira alrededor de este sol
miserable. No hay nada más. No hay luna. Ni siquiera un planetoide. Y el sistema estelar más
próximo está a novecientos años de luz. Tan tremendo tuvo que ser el problema de la raza
dominante en este mundo que de una sola vez hubieran tenido que resolver no sólo el vuelo interplanetario sino el del espacio interestelar. Consideremos como comparación cuán lento fue
nuestro propio desarrollo. Primero, alcanzamos la Luna. Siguieron los planetas. Cada éxito llevaba
al siguiente y después de varios años hicimos el primer viaje prolongado a una estrella cercana.
Finalmente, el hombre inventó el mando antiacelerador que permite el viaje galáctico. Teniendo
todo esto presente, sostengo que le hubiera sido imposible a cualquier raza crear un comando
interestelar sin previa experiencia.
Se hicieron otros comentarios pero Grosvenor no escuchaba. Miraba hacia donde había visto por
última vez el enorme gato. No estaba ya a la vista. Se maldijo interiormente por haberlo dejado
escapar. Exploró precipitadamente con su pequeño aparato toda la región circundante, pero había
demasiada confusión, demasiadas ruinas, demasiados edificios. Por doquiera mirase había
obstáculos a su vista. Aterrizó e interrogó a varios técnicos que trabajaban febrilmente. La mayoría
recordaban haber visto el gato «hacía unos veinte minutos». Descontento, Grosvenor subió de nuevo
a la nave auxiliar y voló sobre la ciudad.
Hacía poco tiempo que Coeurl se había alejado silenciosamente, buscando refugio donde pudiese
encontrarlo. Avanzó de grupo en grupo, nerviosa dínamo de energía, extenuado y enfermo de
hambre. Un pequeño vehículo avanzó y se detuvo, y una formidable cámara lanzó un zumbido al
sacar una fotografía de él. Sobre un enorme montón de rocas una gigantesca máquina excavadora
estaba en pleno funcionamiento. La mente de Coeurl se convirtió en una serie de imágenes borrosas
de todo lo que veía prestándole mediana atención. Todo su cuerpo anhelaba ir detrás del hombre que
había penetrado solo en la ciudad.
Súbitamente, no pudo resistir más. Una espuma verde llenó su boca. De momento no parecía que
nadie lo vigilase; se lanzó detrás de una muralla de rocas y echó a correr con afán. Flotaba en el aire
pegando grandes saltos resbaladizos. Todo lo que no fuese su propósito había sido olvidado, como si
su cerebro hubiese sido barrido por una mágica escoba capaz de borrar los recuerdos. Seguía calles
desiertas, tomando cortos atajos a través de los huecos de los que un día fueron muros y siguiendo
largos corredores de destrozados edificios. Entonces moderó la marcha hasta reducirla a un galope
corto al captar los zarcillos de sus orejas las vibraciones del id.
Finalmente se detuvo y miró por encima de un montón de rocas. Dos seres bípedos estaban
asomados a lo que un día debió ser una ventana dirigiendo los rayos de sus lámparas eléctricas hacia
el sórdido interior. El aparato lanzaba destellos. El hombre, un individuo robusto y atlético, avanzó
rápidamente volviendo la cabeza a un lado y otro con recelo. A Coeurl no le gustó esta cautela.
Significaba rápida reacción ante el peligro. Presagiaba disturbios.
Coeurl esperó a que el ser humano hubiese desaparecido por detrás de una esquina y salió al
descubierto, más rápidamente de lo que un hombre puede caminar. Su plan estaba claramente
trazado. Se deslizó silenciosamente como un fantasma por una calle lateral y pasó por delante de un
gran bloque de edificios. Dio a gran velocidad la vuelta a la primera esquina, saltó al espacio abierto
y allí arrastrando la barriga, se metió en la semioscuridad de un hueco entre el edificio y un gran
montón de escombros. La calle formaba un canal entre dos ininterrumpidas colinas de ruinas.
Terminaba en un estrecho cuello de botella que tenía su salida precisamente debajo de donde estaba
Coeurl.
En el momento final debió precipitarse demasiado. Al pasar el ser humano bajo él, Coeurl tuvo
un sobresalto ante una leve ducha de piedras que se deslizaron del montón de rocas donde estaba
agazapado. El hombre levantó la vista moviendo la cabeza. Su rostro cambió, se descompuso,
desfigurado. Tomó el arma.
Coeurl se inclinó y asestó un solo pero formidable golpe a la reluciente y diáfana capucha del
traje del espacio. Se oyó el ruido de metal desgarrado y del fluir de sangre. El hombre se dobló por
la mitad como si una parte de él hubiese sido encogida. Durante un momento sus huesos, piernas y
músculos se trocaron en una forma casi milagrosa permitiéndole permanecer de pie. Después se
desplomó con el estallido metálico de su armadura espacial.
Con un movimiento convulsivo Coeurl saltó sobre su víctima. Estaba ya generando un fluido para
impedir que el id se disolviese en la sangre. Rápidamente destrozó el metal y el cuerpo a la vez. Los
huesos crujieron. La carne se aplastó, hundió su boca en el cuerpo caliente y dejó que la red de
diminutas ventosas de succión aspirasen el id de las células. Llevaría tres minutos de esta estática
tarea cuando una sombra pasó rápidamente por delante de sus ojos. Levantó la vista sobresaltado y
vio una pequeña nave que se acercaba por la dirección del sol poniente. Por un instante Coeurl se
quedó helado, después buscó abrigo entre un gran montón de escombros.
Cuando de nuevo miró, la pequeña nave flotaba tranquilamente a su izquierda. Pero estaba ya
dando la vuelta y vio que podía retroceder hacia donde él estaba. Casi enloquecido por la
interrupción de su comida, Coeurl abandonó sin embargo su presa y salió en dirección a la nave del
espacio. Corría como un animal que husmea el peligro y sólo moderó su carrera cuando vio el
primer grupo de trabajadores. Cautelosamente, se acercó. Estaban todos muy ocupados y así pudo
deslizarse hasta muy cerca de ellos.
Mientras iba buscando a Coeurl, Grosvenor se sentía cada vez más mortificado. La ciudad era
demasiado grande. Había más ruinas, más lugares donde esconderse de los que había pensado al
principio. Finalmente regresó a la nave. Y sintió un considerable alivio cuando vio al animal
cómodamente instalado sobre una roca tomando el sol. Grosvenor detuvo cuidadosamente su
aparato a una altura conveniente delante del monstruo. Allí seguía aún veinte minutos después cuando por el comunicador llegó a sus oídos la escalofriante noticia informando que un grupo de
hombres que estaban explorando la ciudad había tropezado con el destrozado cuerpo del doctor
Jarvey, del departamento de química.
Grosvenor siguió las instrucciones que le daban y se dirigió hacia el teatro de la muerte. Casi en
el acto supo que Morton no iba a examinar el cuerpo. Oyó la solemne voz del director decir:
«Traigan los restos a la nave.»
Los amigos de Jarvey estaban allí, inmóviles dentro de sus trajes del espacio. Grosvenor
contempló el horror de aquella carne destrozada y el metal manchado de sangre y sintió un nudo en
la garganta. Oyó a Kent decir: «¡Quiso ir solo, maldita sea!»
La voz del químico-jefe era ronca. Grosvenor recordó haber oído decir que Kent y su principal
ayudante, Jarvey, eran muy buenos amigos. Alguien más perteneciente al departamento de química
debió hablar por su sector privado porque oyó a Kent decir: «Sí, tenemos que hacer una autopsia.»
Estas palabras recordaron a Grosvenor que perdería la mayor parte de lo que ocurría si no podía
sincronizar. Rápidamente tocó al hombre que estaba a su lado y dijo: «¿Le importa que escuche el
sector de química a través de usted?»
—A su disposición.
Grosvenor apoyó ligeramente sus dedos sobre el brazo del hombre. Oyó una voz decir en tono
tembloroso. «Lo peor de todo es que parece un asesinato sin sentido. El cuerpo está casi convertido
en gelatina, pero eso parece ser todo.»
Smith, el biólogo, habló por la onda general. Su rostro alargado parecía más triste que de
costumbre. «El asesino atacó a Jarvey posiblemente con la intención de comérselo, pero entonces se
dio cuenta que su carne no era comestible para él. Como nuestro gato. No quiso comer nada de lo
que le ofrecimos.» Su voz fue seguida de un melancólico silencio. Finalmente, con lentitud, añadió:
«Un momento, ¿y qué es de este ser? Es lo suficientemente grande y fuerte para haber hecho esto
con sus garras.»
El director Morton, que debió haber estado oyendo, interrumpió: «Esta es una idea que se nos ha
ocurrido ya probablemente a muchos de nosotros. Al fin y al cabo es el único ser viviente que hemos
visto hasta ahora. Pero naturalmente, no podemos ejecutarlo por una simple sospecha.»
«Además —dijo uno de los hombres—, no lo he perdido nunca de vista.»
Antes que Grosvenor pudiera hablar, oyó la voz de Siedel por la onda general.
—Morton, he estado hablando con varios hombres y tengo la siguiente reacción: Su primera
impresión es que el animal no ha estado nunca fuera de su vista. Y sin embargo, insistiendo,
reconocen que quizá lo hayan perdido de vista algunos minutos. También yo tenía la impresión que
éste había estado siempre por allá, pero, pensándolo bien, encuentro lagunas. Hubo momentos,
probablemente algunos minutos, en que lo perdimos de vista completamente.
Grosvenor suspiró y permaneció deliberadamente silencioso. Su punto de vista había sido ya
expuesto por alguien más.
Fue Kent quien rompió el silencio. Con voz fuerte dijo:
—Oigan, no corramos riesgos, matemos al animal por la sospecha antes que cometa alguna otra
atrocidad.
—Korita —dijo la voz de Morton—, ¿está usted por aquí?
—Aquí, junto al cuerpo, Director.
—Korita: ha estado usted examinando todo esto con Cranessy y Van Horne. ¿Cree usted que el
gatito es un descendiente de la raza dominante de este planeta?
Grosvenor localizó al arqueólogo de pie detrás de Smith y en parte rodeado por los colegas de su
departamento. El alto japonés dijo, casi respetuosamente:
—Director Morton, aquí hay un misterio. Miren ustedes todos, la majestuosa línea del cielo.
Observen el perfil arquitectural. A pesar de la megalópolis que creó, este pueblo estaba muy cercano
al suelo. Los edificios no están ornamentados, son ornamentales por sí mismos. Aquí tenemos el
equivalente de la columna dórica, de la pirámide egipcia, de la catedral gótica que brotan del suelo,
orgullosas, pletóricas de destino. Si este desolado mundo puede ser considerado como una madre
tierra, el suelo ocupaba un cálido y espiritual lugar en el corazón de sus habitantes. El efecto es
realzado por sus ondulantes calles. Sus máquinas demuestran que eran matemáticos, pero eran
artistas ante todo. Y así no crearon las ciudades geométricamente dibujadas de las ultrasofisticadas
metrópolis del mundo. Aquí hay un abandono genuinamente artístico, una profunda y alegre
emoción escrita en las curvas y disposiciones antimatemáticas de las casas, edificios y avenidas; un
sentido de intensidad, de divina creencia en la certidumbre interna. Ésta no es una civilización
decadente, desecada por el tiempo, sino una cultura joven y vigorosa, confiada, llena de intención.
Aquí terminó. Abruptamente, como si al llegar a este punto la cultura hubiese librado su batalla
decisiva y comenzase a derrumbarse como la antigua civilización islámica o como si hubiese
franqueado siglos enteros de un salto y entrase en el período de los estados contendientes.
»Sin embargo, no hay en todo el universo recuerdo de una cultura que hubiese dado tan
formidable salto. Hay siempre un desarrollo lento. Y el primer paso consiste en la implacable duda
acerca de todo lo que hasta entonces fue sagrado. Las certidumbres internas dejan de existir.
Convicciones previamente indiscutidas se disuelven en los implacables análisis de las mentes
científicas y analíticas. El escéptico se convierte en el tipo más elevado de la raza humana. Yo
afirmo que esta cultura tuvo una muerte súbita en su era más floreciente. Los efectos sociológicos de
tal catástrofe representarían el final de la moralidad, una regresión a la criminalidad bestial no
amparada por un sentimiento de ideal. Reinaría una empedernida indiferencia ante la muerte: si el
gatito es un descendiente de esta raza, sería una criatura astuta, un ladrón nocturno, un asesino de
sangre fría capaz de degollar a su propio hermano si le traía provecho.
—¡Basta ya! —cortó la voz de Kent—. Director, estoy dispuesto a actuar como verdugo.
—Discrepo —interrumpió secamente Smith—. Escuche, Morton, no matará a este gato todavía,
aunque sea culpable. Es un verdadero tesoro biológico.
Kent y Smith se miraban con ceño. Lentamente, Smith, dijo:
—Mi querido Kent, no se me escapa el hecho que el departamento de química quisiera meter el
gatito en una retorta y hacer compuestos químicos de su sangre y de su carne. Pero lamento
informarle que va usted demasiado lejos. En el departamento biológico queremos el cuerpo vivo, no
muerto. Y tengo la impresión que el departamento de física querría echarle una mirada también
mientras está vivo. De manera que me parece que es usted el último de la lista. Adáptese usted a esta
idea, se lo ruego. Quizá lo vea usted dentro de un año ciertamente, no antes.
—No miro el caso bajo un punto de vista científico —dijo Kent secamente.
—Debería usted, ahora que Jarvey está muerto y no podemos hacer nada por él.
—Soy un ser humano antes que un científico —dijo Kent con voz ronca.
—¿Aniquilaría usted un ejemplar rarísimo por razones emotivas?
—Aniquilaría este ser porque es un peligro desconocido. No podemos correr el riesgo de ver otro
ser humano asesinado.
Morton fue quien interrumpió la discusión. Pensativamente dijo:
—Korita, estoy dispuesto a aceptar su teoría como punto de partida. Pero una pregunta: ¿Es
posible que esta cultura sea en este planeta posterior a lo que es la nuestra en el sistema galáctico
que hemos colonizado?
—Es definitivamente posible —dijo Korita—. La suya puede ser la amistad de la décima
civilización de su mundo; mientras la nuestra, por lo que hemos sido capaces de descubrir, es el final
de la octava evolución de la Tierra. Cada una de sus diez civilizaciones estaría edificada, desde
luego, sobre las ruinas de la precedente.
—¿En este caso el gatito no sabría nada del escepticismo que nos ha hecho sospechar de él como
de un criminal y un asesino?
—No, sería literalmente magia para él.
En el comunicador sonó la risa de Morton. Dijo:
—Queda usted complacido, Smith. Dejaremos que el animalito viva. Y si ocurriese alguna
desgracia más, ahora que lo conocemos, será debido a falta de cuidado. Existe la posibilidad, desde
luego, de estar actuando mal. Como Siedel, tengo también la impresión que el animal no se apartó
nunca de nosotros. Quizá le estamos haciendo una injusticia. Puede haber otros seres peligrosos en
este planeta. —Se interrumpió—. Kent, ¿qué planes tiene usted acerca del cuerpo de Jarvey?
—No lo enterraremos inmediatamente —dijo el químico-jefe amargamente—. El maldito gato
ese quería algo de su cuerpo. Esto parece ser todo, pero puede faltar algo. Voy a averiguar qué es y a
achacar el asesinato a esta bestia de forma que tenga usted que creerlo sin la menor sombra de duda.
III
De regreso a la nave Elliot Grosvenor se dirigió a su apartamento. La placa de la puerta decía
«CIENCIA DEL NEXIALISMO». Tras ella había cinco habitaciones que medían entre todas doce por
veinticuatro metros en el suelo. La mayor parte de la maquinaria e instrumental que la Fundación
Nexial había pedido al gobierno había sido instalada. Como resultado, el espacio estaba atestado.
Una vez franqueada la puerta exterior estaba solo en sus dominios.
Grosvenor se sentó a su mesa de trabajo y empezó a redactar su informe para el director Morton.
Analizó la posible estructura física del felino habitante de aquel frío y desolado planeta, haciendo
resaltar que un monstruo tan viril como aquel no debía ser considerado simplemente «un tesoro
biológico». La frase era peligrosa en el sentido que podía hacer olvidar que el animal podía tener sus
propios designios y necesidades basadas en un metabolismo no humano. «Ahora tenemos ya
suficientes pruebas —dijo delante del dictáfono— para hacer lo que nosotros, los nexialistas, llamamos Manifiesto de Dirección.»
Necesitó varias horas para terminar el informe. Llevó la cinta a la sección de mecanógrafas y dio
orden para que fuese inmediatamente trascrito. Como jefe de departamento fue rápidamente
complacido. Dos horas más tarde llevaba su informe al despacho de Morton. Un subsecretario le dio
un recibo de él. Grosvenor cenó tarde convencido de haber hecho cuanto estaba en su mano.
Después le preguntó al camarero dónde estaba el gato. El camarero no estaba seguro pero le parecía
que el animal estaba arriba, en la biblioteca general.
Grosvenor estuvo una hora sentado en la biblioteca observando a Coeurl. Durante todo este
tiempo el animal estuvo echado en el suelo sobre la alfombra sin hacer el menor movimiento. Al
cabo de la hora una de las puertas se abrió y entraron dos hombres trayendo una gran vasija. Detrás
de ellos venía Kent. Los ojos del químico relucían de fiebre. Se detuvo en medio de la habitación y
con voz cansada y sin embargo dura, dijo:
—¡Quiero que observen todos ustedes esto!
Aun cuando sus palabras se dirigían a todos los que estaban en la habitación, miró directamente a
un grupo de científicos sentados en una sección especial reservada. Grosvenor se levantó y dirigió
una mirada al contenido de la vasija. Contenía una mixtura de un color pardo.
Smith, el biólogo, se puso también de pie.
—Un momento, Kent. En cualquier otra ocasión no discutiría sus acciones, pero parece usted
enfermo. Está usted agotado. ¿Tiene usted el permiso de Morton para este experimento?
Kent se volvió lentamente. Y Grosvenor, que se había vuelto a sentar, vio que las palabras de
Smith sólo habían descrito una parte del cuadro. Unos círculos negros rodeaban los ojos del
químico-jefe. Sus mejillas parecían hundidas. Contestando a Smith, dijo:
—Le he invitado a venir. Se ha negado a participar en el experimento. Su criterio es que si este
animal hace voluntariamente lo que yo quiero, no puede hacerle daño alguno.
—¿Qué es esto que trae usted? ¿Qué hay en la vasija? —preguntó Smith.
—He identificado el elemento que falta —dijo Kent—. Es el potasio. En el cuerpo de Jarvey no
había más que dos tercios o tres cuartos de la cantidad normal de potasio. Ya sabe usted que el
potasio es retenido en las células del cuerpo humano por una gran cantidad de moléculas de
proteínas, y que la combinación procura la base de la carga eléctrica de la célula. Generalmente,
después de la muerte, las células sueltan el potasio en la corriente sanguínea, haciéndola venenosa.
He demostrado que falta potasio en el cuerpo de Jarvey pero no he analizado la sangre. No estoy
seguro de la plena significación de todo esto pero tengo intención de averiguarlo.
—¿Y qué es la comida de la vasija? —interrumpió alguien. Los espectadores iban dejando libros
y revistas, mirando con interés.
—Células vivas con potasio en suspensión. Podemos hacerlo artificialmente, ¿sabe usted? Quizá
por eso rechazó nuestra comida a la hora del almuerzo. El potasio no se encontraba en una forma
utilizable para él. Mi idea es que percibirá el olor, o lo que use en lugar de olor...
—Yo creo que percibe las vibraciones de las cosas —intervino Gourlay con voz pausada—.
Algunas veces cuando mueve aquellos zarcillos mi instrumento registra una distinta y muy poderosa
onda de estática. Y después la reacción cesa. Mi opinión es que los mueve hasta un punto más o
menos alto de la escala de ondas. Parece controlar sus vibraciones a su antojo. Yo creo que el
movimiento de esos zarcillos no genera por sí solo estas frecuencias.
Kent esperaba con visible impaciencia que Gourlay terminase.
—Muy bien —dijo por fin—, entonces son vibraciones lo que percibe. Podemos, por lo tanto,
esperar su reacción a las vibraciones cuando le presentemos la comida. —En tono más apacible,
concluyó—: ¿Qué cree usted, Smith?
—Hay tres puntos erróneos en su plan —respondió el biólogo—. En primer lugar, parece usted
partir de la base que es sólo un animal. Parece usted olvidar que puede haber quedado harto después
de haber comido en el cuerpo de Jarvey, si es que ha comido. Y parece usted también pensar que no
tendrá recelo. Pero pongan la vasija en el suelo. Su reacción quizá nos diga algo.
El experimento de Kent era razonablemente válido, pese a la emoción que despertaba. El extraño
ser había ya dado pruebas del hecho que podía responder violentamente bajo un súbito estímulo. Su
reacción al encontrarse en el ascensor no podía ser pasada por alto como sin importancia. Así lo hizo
observar Grosvenor.
Coeurl miró sin pestañear a los dos hombres mientras éstos colocaban la vasija delante de él. Los
hombres retrocedieron rápidamente y Kant avanzó. Coeurl reconoció en él al ser que había tenido en
sus manos un arma aquella mañana. Contempló durante un momento al ser de dos piernas y después
fijó su atención en la vasija. Los zarcillos de sus orejas identificaron las emocionantes emanaciones
de id de su contenido. Eran débiles, tan débiles que hubieran podido pasar inadvertidas hasta que se
concentró en ellas. Y se mantenía en suspensión de una forma inusitada para él. Pero la vibración
era suficientemente fuerte para justificar lo que pasó. Con un ronquido, Coeurl se puso de pie. Tomó
la vasija con las ventosas de succión del extremo de sus tentáculos y vació su contenido en el rostro
de Kent, que se echó hacia atrás con un grito.
Coeurl arrojó con fuerza la vasija a un lado y rodeó la cintura de Kent con un tentáculo. Le tenía
sin cuidado el arma que pendía del cinturón. Era sólo un arma vibratoria, lo sentía; poder atómico,
pero no atómico desintegrador. Arrojó al asustado Kent a un rincón y entonces se dio cuenta,
desfalleciendo, que hubiera podido desarmar a aquel hombre. Ahora tendría que revelar sus
facultades defensivas.
Furiosamente, Kent se limpió el rostro con una mano y con la otra agarró su arma. Se oyó una
detonación y el rastro blanco que cruzó el aire fue a dar en la maciza cabeza de Coeurl. Los zarcillos
auriculares zumbaron al anular automáticamente la energía. Los ojos, redondos y negros,
disminuyeron de tamaño al mirar hacia los hombres que sacaban sus vibradores.
Desde junto a la puerta Grosvenor levantó la voz, con fuerza.
—¡Alto! ¡Nos arrepentiremos si actuamos precipitadamente!
Kent apartó su arma y se volvió para dirigir una sorprendida mirada a Grosvenor. Coeurl se echó,
contemplando aquel hombre que le había obligado a revelar su facultad de contrarrestar energías
fuera de su cuerpo. No había ya nada más a hacer que esperar cauteloso las repercusiones.
Kent miró de nuevo a Grosvenor. Esta vez entornó los ojos.
—¿Qué significa esto que dé usted órdenes?
Grosvenor no contestó: su participación en el incidente había terminado. Reconoció la crisis
emotiva que reinaba y pronunció las palabras oportunas en el tono indicado de imperativa autoridad.
El hecho que los que le habían obedecido le discutiesen ahora su autoridad para dar órdenes carecía
de importancia. La crisis había terminado.
Lo que había hecho no tenía relación alguna con la inocencia o culpabilidad de Coeurl.
Cualquiera que fuese el resultado eventual de su interferencia, toda decisión que se tomase acerca de
aquel ser debía tomarse por las autoridades reconocidas, no por un hombre solo.
—Kent —dijo Siedel fríamente—. No creo que hace un momento haya usted perdido la calma.
Ha tratado usted deliberadamente de matar el animal, sabiendo que el director había dado orden de
conservarlo vivo. Tengo muchas ganas de delatarlo a usted e insistir en que sufra usted las
penalidades en que ha incurrido. Ya sabe usted cuáles son: pérdida de autoridad en su departamento
y de los derechos a ser elegido a cualquiera de los doce cargos elegibles.
En el grupo de hombres que Grosvenor reconocía como partidarios de Kent se produjo un
murmullo. Uno de ellos dijo:
—No, no, no diga esto, Siedel...
Otro se mostró más cínico:
—No olvide que hay testigos a favor de Kent como los hay en contra.
—Korita tenía razón cuando dijo que nuestra era es de una alta civilización —respondió Kent
mirando ceñudo el círculo de rostros que tenía alrededor—. Es positivamente de decadencia. ¡Dios
mío! —añadió apasionadamente—. ¿Es que no hay nadie aquí capaz de ver el horror de la situación?
Jarvey muerto hace tan sólo unas cuantas horas, y este ser, a quien todos nosotros reconocemos
como el culpable, echado aquí sin cadenas, proyectando el próximo asesinato... Y la víctima está
probablemente aquí, en esta habitación. ¿Qué especie de hombres somos? ¿Locos, cínicos o
vampiros? ¿O es que nuestra civilización carece hasta tal punto de razonamiento que podemos
contemplar un asesinato con simpatía? —Fijó sus ojos pensativos en Coeurl—. Morton tenía razón.
No es un animal. Es el demonio del más profundo de los infiernos de este planeta olvidado.
—No se nos ponga melodramático —dijo Siedel—. Su análisis es psicológicamente inestable. No
somos cínicos ni vampiros. Somos simples científicos y el felino éste tiene que ser estudiado. Ahora
que sospechamos de él, dudamos de su facultad de acorralarnos a nosotros. Uno contra mil no tiene
ninguna probabilidad. —Miró a su alrededor—. Puesto que Morton no está aquí, voy a poner la cosa
a votación. ¿Hablo en nombre de todos?
—Por mí no, Siedel —dijo la voz de Smith, y al ver que el psicólogo lo miraba asombrado,
continuó—. En la excitación de la algarabía del momento nadie parece haberse dado cuenta que
cuando Kent disparó su revólver vibratorio el rayo alcanzó de pleno al animal en su cabeza de gato y
sin embargo no le hirió.
La mirada de estupefacción de Siedel fue de Smith a Coeurl y de nuevo de Coeurl a Smith.
—¿Está usted seguro de haberle acertado? Como dice usted, todo ocurrió tan rápidamente...
Cuando vi que el gato no estaba herido supuse simplemente que no lo había tocado.
—Estoy completamente seguro que le dio en la cabeza —dijo Smith—. Un revólver vibratorio no
siempre puede matar a un hombre rápidamente, desde luego, pero puede herirlo. El gato no ofrece
señal alguna de herida; ni tan sólo tiembla. No diré que esto sea conclusivo, pero en vista de
nuestras dudas...
Siedel dio brevemente su opinión.
—Quizá sea su piel un buen aislante contra el calor y la energía.
—Quizá. Pero en vista de nuestra incertidumbre, creo que deberíamos pedir a Morton que dé la
orden de encerrarlo en una jaula.
—Ahora dice usted algo con sentido, Smith —dijo Kent al ver que Siedel frunció el ceño
perplejo.
—¿De manera que quedará usted satisfecho, Kent, si lo metemos en una jaula? —preguntó Siedel
rápidamente.
Kent se quedó mirándolo. Después, como a desgana, dijo:
—Sí. Si diez centímetros de micro-acero no pueden retenerlo será mejor que le demos la nave.
Grosvenor, que se había quedado detrás, no dijo nada. Había tratado en su informe a Morton del
problema de encerrar a Coeurl y consideraba la jaula inadecuada, especialmente a causa del
mecanismo de la cerradura.
Siedel se acercó a un comunicador de la pared, habló en voz baja con alguien y volvió.
—El director dice que, si conseguimos introducirlo en una jaula sin violencia, por él no hay
inconveniente. De lo contrario, encerrémoslo en cualquier habitación. ¿Qué les parece?
—¡La jaula! —exclamó un coro de voces al unísono.
Grosvenor esperó a que hubiese un momento de silencio y después dijo:
—Echémoslo fuera durante la noche. Rondará por acá.
La mayoría no le hizo caso. Kent lo miró fijamente y con voz sorda dijo:
—Por lo visto no sabe usted a qué atenerse. En un momento dado quiere usted salvarle la vida y
un instante después reconoce que es peligroso.
—Él se ha salvado su propia vida —dijo Grosvenor brevemente.
—Lo meteremos en una jaula —exclamó Kent volviéndose, con un movimiento de hombros—.
Es donde tiene que estar un asesino.
—Y ahora que ya hemos tomado una decisión, ¿cómo vamos a llevarla a cabo? —preguntó
Siedel.
—¿Quiere usted resueltamente introducirlo en una jaula? —preguntó Grosvenor, no esperando
respuesta y no consiguiéndola tampoco. Se acercó a Coeurl y tocó el extremo del más próximo de
sus tentáculos.
Éste se encogió ligeramente, pero Grosvenor estaba decidido. Agarró de nuevo fuertemente el
tentáculo e indicó la puerta. El animal vaciló un largo momento y después avanzó silenciosamente a
través de la habitación.
—Hay que medir exactamente el tiempo —dijo Grosvenor—. ¡Dispuestos!
Un minuto más tarde Coeurl franqueaba dócilmente otra puerta detrás de Grosvenor. Se encontró
en una habitación metálica cuadrada con otra puerta en la pared opuesta. El hombre pasó por ella.
En el momento en que Coeurl se disponía a seguirlo, la puerta se deslizó cerrándose en su cara.
Simultáneamente oyó un chasquido metálico detrás de él. Se volvió, viendo que la primera puerta se
había cerrado también. Sintió una corriente de energía en el momento en que una cerradura eléctrica
resonaba en la estancia. Sus labios se abrieron con una mueca de odio al darse cuenta de la tentativa
de encerrona, pero no hizo ninguna otra manifestación exterior. Recordaba la diferencia entre su
primera reacción al verse encerrado en un pequeño recinto y la actual. Durante centenares de años se
había preocupado de la comida y nada más que la comida. Ahora mil recuerdos del pasado se despertaban nuevamente en su cerebro. En su cuerpo había fuerzas que desde largo tiempo había cesado
de emplear. Al recordarlas, su mente las aplicaba automáticamente a su actual situación.
Se sentó sobre las potentes y flexibles ancas en que su cuerpo terminaba. Con los zarcillos de sus
orejas comprobó la existencia de energía en lo que le rodeaba. Finalmente se echó, sus ojos brillaban
de desprecio. ¡Idiotas!
Una hora habría transcurrido cuando oyó al hombre —Smith— manejar algún mecanismo en lo
alto de la jaula. Coeurl se puso de pie de un salto, inquieto. Su primera impresión era que había
juzgado equivocadamente a aquellos hombres y que lo iban a matar en el acto. Había contado con
que le darían tiempo, con que tendría manera de realizar lo que proyectaba.
El peligro le dejaba confuso. Y cuando súbitamente sintió unas radiaciones muy por debajo del
nivel de visibilidad, estimuló todo su sistema nervioso contra el posible peligro. Varios segundos
transcurrieron antes que comprendiese lo que ocurría. Alguien estaba tomando fotografías del
interior de su cuerpo.
Al cabo de un momento el hombre se marchó. Durante algún tiempo se oyó el ruido de algunos
hombres haciendo algo a lo lejos. El ruido fue desvaneciéndose paulatinamente. Coeurl esperó
pacientemente a que el silencio reinase en la nave. En tiempos pasados, antes de haber alcanzado
una relativa inmortalidad, los coeurls dormían también por la noche. Viendo a algunos hombres dar
cabezadas en la biblioteca había recordado aquella costumbre.
Había un ruido que no se desvanecía. Mucho después que un silencio casi completo reinase en la
nave oyó el paso de dos pies caminando rítmicamente por delante de su celda, se alejaban a cierta
remota distancia y volvían a retroceder. Primero oyó el paso de dos pies; después, a alguna
distancia, vino otro par.
Coeurl esperó a que viniesen varias veces. Cada una de ellas hacía la estimación del tiempo que
necesitaban. Finalmente quedó satisfecho. Una vez más esperó a que hiciesen su ronda. Esta vez, en
el momento en que acababan de pasar, puso en juego hasta el más alto grado su sentido de
concentración en las vibraciones humanas. La violencia de pulsación de la pila atómica del cuarto de
máquinas comenzó a balbucear su suave influencia en su sistema nervioso. Las dínamos eléctricas
zumbaron su ahogada canción de fuerza pura. Sintió el susurro de esta corriente circular por los
hilos de las paredes de su jaula y en los cierres eléctricos de la puerta. Forzó su tembloroso cuerpo a
una tensa inmovilidad mientras trataba de ponerse al unísono con aquella sibilante tempestad de
energía. De repente, los tendones de sus orejas vibraron en armonía.
Se oyó un chasquido de metal contra metal. Con un suave empuje de su tentáculo, Coeurl abrió la
puerta y se encontró en el corredor. Por un instante sintió renacer en él un desprecio, un resplandor
de superioridad ante aquellas estúpidas criaturas que osaban medir sus fuerzas contra un coeurl. Y
en aquel momento recordó súbitamente que en el planeta quedaban algunos otros coeurls. Fue una
idea extraña e inesperada. Porque los había odiado, luchando con ellos implacablemente. Ahora le
parecía ver aquel pequeño grupo de semejantes suyos que se iba desvaneciendo. Si se les daba la
oportunidad de multiplicarse nadie —y menos aún aquellos hombres— podría competir con ellos.
Pensando en esta posibilidad sintió el peso de sus limitaciones, su necesidad de otros coeurls, su
soledad, uno contra mil, con la galaxia al frente. El mismo universo estelar se inclinaba ante su
rapacidad, su ilimitada ambición. Si fracasaba, jamás encontraría una segunda oportunidad. En un
mundo sin comida no podía esperar resolver el problema del viaje por el espacio. Ni los grandes
ingenieros habían podido liberarse de su planeta.
Avanzó hacia un vasto salón y salió a un corredor. Entonces llegó a la puerta del primer
dormitorio. Estaba cerrada eléctricamente, pero la abrió sin ruido. Entró y aplastó la garganta del
hombre que estaba durmiendo en la cama. La cabeza sin vida rodó tétricamente. El cuerpo se
retorció en el acto. Las emanaciones de id que brotaban de él casi lo dominaron, pero se obligó a
seguir adelante.
Siete dormitorios; siete hombres muertos. Después, silenciosamente, volvió a la jaula y cerró
nuevamente la puerta tras él. La medida del tiempo había sido de una precisión exacta. Los
guardianes llegaban de nuevo, se asomaron al audioscopio y siguieron su camino. Coeurl volvió a
salir para una segunda expedición y en pocos minutos había invadido cuatro dormitorios más.
Entonces llegó a un dormitorio donde había veinticuatro hombres durmiendo. Mató rápidamente,
atento al momento en que tenía que regresar a su jaula. La oportunidad de aniquilar todo un
dormitorio lleno de hombres lo aturdía. Durante más de mil años había dado muerte a todas las
formas vivas que había podido capturar. Incluso al principio, aquello no le había procurado más de
un comedor de id por semana. Y por esto no había sentido nunca la necesidad de refrenarse. Se
movía por aquella habitación como el enorme gato que era, silencioso pero mortífero, y sólo salió
del júbilo sensual de la muerte cuando el último hombre del dormitorio estuvo muerto.
Instantáneamente se dio cuenta que había olvidado el tiempo. Lo terrible del error le produjo un
estremecimiento. Porque había proyectado una noche de destrucción, cada ráfaga de muertos medida
exactamente en forma tal que pudiese a tiempo regresar a su prisión y estar allí cuando los
guardianes le dirigían la mirada como lo habían hecho cada vez. La esperanza de apoderarse de
aquella nave monstruosa durante la hora del sueño se había ahora obstaculizado.
Coeurl apeló a los evanescentes restos de su razón. Frenéticamente, sin importarle ya los ruidos
que se produjesen, atravesó corriendo el salón. Salió al corredor de la jaula, en tensión, esperando
casi encontrarse con descargas eléctricas demasiado poderosas para poderlas soportar.
Los dos guardianes estaban de pie, uno junto al otro. Era evidente que acababan de descubrir la
puerta abierta. Levantaron la vista simultáneamente, paralizados por aquella pesadilla de garras y
tentáculos, y los feroces ojos llenos de odio de aquella cabeza de gato. Con excesivo retraso uno de
los hombres intentó sacar su arma, pero el otro estaba físicamente helado por el horrible sino que no
podía evitar. Lanzó un grito, un aullido de horror. El fantasmagórico grito recorrió los corredores,
activando los sensibles comunicadores de las paredes, despertando una multitud de hombres. El
aullido terminó en un espantoso ronquido mientras Coeurl arrojaba los dos cadáveres con irresistible
fuerza por el largo corredor. No quería que se encontrasen cuerpos muertos cerca de su jaula.
Aquella era su única esperanza.
Impresionado hasta lo más profundo, dándose cuenta de su terrible error, se metió en su cárcel.
La puerta se cerró suavemente tras él. La energía eléctrica accionó otra vez la cerradura. Se echó en
el suelo, fingiendo dormir, mientras oía el tumulto de muchos pasos atropellados y de voces
excitadas. Se dio cuenta de cuando alguien hizo funcionar el audioscopio de la jaula y lo miró. El
momento crítico se presentaría cuando los demás cuerpos fuesen descubiertos.
Lentamente, concentró todas sus fuerzas para la lucha más grande de su vida.
IV
—¡Siever muerto! —oyó Grosvenor decir a Morton. La voz del director sonaba opaca—. ¿Qué
vamos a hacer sin Siever? ¡Y Brekenridge! ¡Y Coulter y..., horrible!
El corredor estaba atestado de hombres. Grosvenor, que había venido de una cierta distancia, se
encontraba en la cola de uno que desbordaba. Dos veces había intentado avanzar por entre ellos,
pero cada vez fue rechazado hacia atrás por hombres que ni tan sólo lo miraban para identificarlo.
Bloqueaban el paso impersonalmente. Grosvenor abandonó su inútil esfuerzo y vio que Morton se
disponía a hablar de nuevo. El director miró, frunciendo el ceño, hacia la muchedumbre. Su fuerte
barbilla parecía más prominente que de costumbre.
—Si alguien tiene la más remota idea que la diga —exclamó.
—¡La locura del espacio!
La frase irritó a Grosvenor. No tenía ningún sentido, pero todavía era usual después de aquellos
años de viaje por el espacio. El hecho que algunos hombres se hubiesen vuelto locos en el espacio
por la soledad, el miedo y la tensión no constituía una perturbación especial. Había ciertos peligros
emocionales en un largo viaje como aquel —contaban entre las razones por las cuales lo habían
emprendido—, pero la alienación debida a la soledad no era probable que figurase entre ellos.
Morton vacilaba. Parecía claro que consideraba la observación como carente de valor. Pero no
era el momento de discutir sutilezas como aquella. Aquellos hombres estaban nerviosos y aterrados.
Querían acción y renacimiento de la seguridad, así como la certeza que serían tomadas medidas
adecuadas. En momentos como aquél, directores de expediciones, comandantes en jefe y otras
autoridades han perdido de una forma permanente la confianza de sus seguidores más de una vez. A
Grosvenor le pareció que en la mente de Morton flotaban estas posibilidades cuando de nuevo tomó
la palabra, tan comedido fue su tono.
—Hemos pensado en ello —dijo—. El doctor Eggert y sus ayudantes examinarán a todos, desde
luego. Ya ahora está estudiando los cuerpos.
Una gruesa voz de barítono resonó casi con estruendo en los oídos de Grosvenor.
—Aquí estoy, Morton. Diga a esta gente que me dejen sitio.
Grosvenor se volvió, reconociendo al doctor Eggert. Los hombres seguían aglomerándose a su
alrededor. Eggert avanzó y sin vacilar Grosvenor lo siguió. Como había esperado, todo el mundo dio
por descontado que iba con el doctor. Al acercarse a Morton, el doctor Eggert dijo:
—Le he oído a usted, director, y desde ahora puedo decirle que la teoría de la locura del espacio
no se amolda al caso. Las gargantas de estos hombres han sido destrozadas por algo con la fuerza de
diez seres humanos. Las víctimas no tuvieron ni la oportunidad de lanzar un grito.
Eggert hizo una pausa; después, con voz pausada, preguntó:
—¿Y qué ha sido de nuestro gran gato, Morton?
—Está en la jaula, doctor —respondió Morton moviendo la cabeza—, rondando de un lado para
otro. Me gustaría conocer la opinión de los técnicos sobre su caso. ¿Podemos sospechar de él? La
jaula fue construida para albergar bestias cuatro o cinco veces mayores. Parece difícil creer que sea
culpable, a menos que exista una nueva ciencia que sobrepase todo lo que podemos imaginar.
—Morton —respondió Smith seriamente—, tenemos todas las pruebas que necesitamos. Siento
decirlo, ya sabe usted que prefería conservar el gato en vida, pero he empleado la cámara teleflúor
sobre él tratando de sacar algunas fotografías. No sale nada. Recuerdo lo que dijo Gourlay. Este ser
puede, por las apariencias, recibir y lanzar vibraciones de cualquier longitud de onda. La manera
como dominó la fuerza del revólver de Kent es para nosotros una prueba suficiente, después de lo
que ha ocurrido, del hecho que tiene una facultad especial de interferir la energía.
Un hombre lanzó un gruñido.
—¿Dónde estamos, entonces, en nombre de todos los infiernos? ¡Si es capaz de controlar esta
energía y despedirla con cualquier longitud de onda, nada podrá impedirle que nos mate a todos...!
—Lo cual prueba —dijo Morton—, que no es invencible, de lo contrario lo hubiera hecho ya
hace mucho tiempo.
Con paso deliberado se dirigió hacia el mecanismo que regulaba la jaula.
—¡No va usted a abrir la puerta! —exclamó Kent tomando su arma.
—No, pero si acciono este interruptor la corriente que circulará por el suelo electrocutaría a
cualquiera que estuviese dentro. Tenemos este dispositivo en todas las jaulas como precaución.
Abrió el dispositivo especial de electrocución y accionó el interruptor. Durante un momento la
energía estuvo en toda su intensidad. Chispas azules brotaron del metal y una hilera de fusibles
sobre la cabeza de Morton se volvieron negros. Morton levantó la mano, sacó uno de ellos de su
casquillo y lo miró frunciendo el ceño.
—Es curioso —dijo—. Estos fusibles no hubieran debido saltar —movió la cabeza—. Vaya, pues
no podemos siquiera mirar dentro de la jaula, ahora. Ha fundido el audiómetro también.
—¡Si puede accionar la cerradura eléctrica lo suficiente para abrir la puerta, es muy probable que
se diese cuenta de todos los peligros posibles y ha podido contrarrestar los efectos cuando ha
accionado usted el interruptor.
—Esto por lo menos prueba que es vulnerable a nuestras energías —dijo Morton preocupado—.
Porque tiene que hacerlas inofensivas. El punto importante es que lo tenemos detrás de diez
centímetros del más duro de los metales. En el peor de los casos podemos abrir la puerta y lanzar
contra él una descarga insoportable. Pero primero creo que deberíamos tratar de introducir
electricidad aquí dentro a través del cable de energía telefluórica.
Un ruido desde el interior de la jaula interrumpió sus palabras. Un pesado cuerpo se arrojó contra
la pared. A él siguió un insistente golpear como si muchos objetos pequeños fuesen cayendo al
suelo. Grosvenor lo comparó mentalmente a un deslizamiento de tierras.
—Sabe lo que tratamos de hacer —le dijo Smith a Morton—, y apostaría a que está muy apurado.
Ha sido un tonto al volverse a la jaula y se da cuenta de ello.
La tensión cedía. Los hombres sonreían nerviosamente. Hubo incluso algunas leves risas ante el
cuadro que Smith había trazado del desconcierto del monstruo. Grosvenor estaba perplejo. No le
gustaban los ruidos que había oído. El oído es el más engañoso de los sentidos. Era imposible
identificar lo que había ocurrido o estaba ocurriendo en la jaula.
—Lo que me gustaría saber —dijo Pennons, el primer ingeniero— es por qué la aguja del
contador del teleflúor ha oscilado y marcado el máximo de energía cuando el gato ha metido estos
ruidos. Lo tengo aquí, delante de las narices, y trato de saber qué ha ocurrido.
Reinó el silencio dentro y fuera de la jaula. De repente, se produjo un movimiento en el umbral
de la puerta delante de Smith. El capitán Leeth y dos oficiales, vestidos de uniforme, entraron en el
corredor.
El comandante, hombre seco de unos cincuenta años, dijo:
—Creo que será conveniente que me haga cargo de él. Parece que hay un conflicto entre los
científicos acerca de si el monstruo debe ser muerto o no..., ¿no es eso?
—El conflicto ha terminado —dijo Morton moviendo la cabeza—. Todos estamos de acuerdo
ahora en que debe ser ejecutado.
—Esta era la orden que me disponía a dar —asintió el capitán Leeth—. Creo que la seguridad de
esta nave está amenazada y es mi jurisdicción. ¡Hagan sitio! —exclamó elevando la voz—. ¡Atrás!
Se necesitaron varios minutos para aliviar la presión del corredor y Grosvenor se alegró una vez
que se hubo conseguido. Si el animal hubiese salido mientras los de las primeras filas eran incapaces
de moverse hubiera podido matar o herir a muchos hombres. El peligro no estaba completamente
salvado, pero sí aminorado.
—Es curioso —dijo alguien—. Parece que la nave se mueve...
Grosvenor lo había sentido también, como si durante un instante alguien hubiese accionado el
volante de marcha. La nave tembló en el momento en que volvía a detenerse, después de su instante
de movimiento.
—Pennons, ¿quién está en el cuarto de máquinas? —preguntó el capitán Leeth rápidamente.
—Mi ayudante y los suyos —respondió el ingeniero-jefe, pálido—. No veo cómo...
Hubo una sacudida. La gran nave se inclinó, amenazando caer sobre un costado. Grosvenor fue
arrojado con cruel violencia al suelo. Allí quedó medio aturdido, y tuvo que hacer un esfuerzo por
recobrar el conocimiento. Otros hombres yacían por el suelo a su alrededor, algunos de ellos
gruñendo de dolor. El director Morton gritó algo, una orden que Grosvenor no oyó. El capitán Leeth
trataba de ponerse de pie, lanzando maldiciones. Grosvenor lo oyó decir furiosamente:
—¿Quién diablos ha puesto en marcha estos motores?
La espantosa aceleración continuaba. Había por lo menos cinco, quizá seis, gravedades. Después
de haber comprobado la tremenda fuerza que estaba dentro de sus posibilidades, Grosvenor se puso
medio aturdido de pie. Luchó un momento con el comunicador mural más cercano y apretó el
número del cuarto de máquinas, no esperando, en realidad, que funcionase. Tras él un hombre lanzó
un profundo gruñido. Grosvenor se volvió, sorprendido. Morton estaba mirando por encima su
hombro.
—¡Es el gato! —dijo el gran hombre—. ¡Está en el cuarto de máquinas! ¡Y estamos navegando
por el espacio!
Mientras Morton hablaba la pantalla se puso negra. Y la presión del aceleramiento continuaba.
Grosvenor franqueó la puerta del salón, vacilando y cruzando la vasta habitación salió a otro
corredor. Allí había, lo recordaba bien, un almacén de trajes del espacio. Al acercarse, vio al capitán
Leeth delante de él en el momento en que se estaba metiendo en uno. En el momento de entrar
Grosvenor, el comandante cerró su traje y manipuló el dispositivo de antiaceleración.
Se volvió rápidamente para ayudar a Grosvenor. Un minuto después éste lanzó un suspiro de
alivio al reducir la gravedad de su traje a un solo g. Eran ya dos, ahora, y otros hombres se
precipitaban. Se necesitaron sólo pocos minutos para agotar las existencias de trajes del espacio del
vestidor. Fueron al piso inferior y trajeron reservas. Docenas de miembros de la tripulación estaban
ya disponibles para el trabajo. El capitán Leeth había desaparecido ya, y Grosvenor, juzgando el
próximo paso a dar, se dirigió a la jaula donde el animal había sido aprisionado. Vio un grupo de
científicos reunidos en la puerta, que al parecer acababa de ser abierta.
Grosvenor avanzó y miró por encima de los hombres que le cerraban el paso. En la pared
posterior de la jaula había un agujero. Cinco hombres hubieran podido pasar a la vez por un agujero
de aquel tamaño. El metal aparecía torcido y tenía varios bordes dentellados. El agujero daba a otro
corredor.
—Juro —susurró Pennons a través de la capucha abierta de su traje del espacio— que esto es
imposible. El martillo de diez toneladas de la máquina no sería capaz de hacer de un golpe más que
una muesca en diez centímetros de microacero. Y sólo oímos uno. El desintegrador atómico
necesitaría por lo menos un minuto para hacer esto, pero toda el área quedaría radiactivamente
envenenada durante varias semanas si no más. Morton, ¡esto es un superser!
El director no contestó. Grosvenor vio que Smith estaba examinando el agujero de la pared. El
biólogo levantó la vista.
—¡Si por lo menos Breckenridge no estuviese muerto! Necesitaríamos un metalúrgico, para
explicar esto. ¡Mire!
Tocó el borde destrozado del metal. Un trozo quedó entre sus dedos y reduciéndose a polvo cayó
al suelo. Grosvenor entró.
—Entiendo algo en metalurgia —dijo.
Varios hombres se aproximaron automáticamente a él. Estaba de pie al lado de Smith. El biólogo
lo miró frunciendo el ceño.
—¿Uno de los ayudantes de Breck? —preguntó señalando.
Grosvenor fingió no haber oído. Se agachó y pasó los dedos de su traje del espacio por el montón
de polvo metálico del suelo. Rápidamente volvió a incorporarse.
—No hay ningún milagro —dijo—. Como saben ustedes, estas jaulas están hechas de fundición
electromagnética, para la cual se emplea un fino polvo metálico. Este ser tiene facultades especiales
para interferir las fuerzas que mantienen el metal unido. Esto explicaría la avería del cable de
energía de teleflúor que Pennons ha encontrado. Este ser utilizó la energía eléctrica usando su
cuerpo como transformador, destrozó la pared, siguió el corredor y se metió en el cuarto de
máquinas.
Le sorprendió que le permitiesen terminar su precipitado análisis. Pero creyó ver claramente que
había sido reconocido como un ayudante del difunto Breckenridge. Era un error natural en una nave
de aquellas dimensiones, en la que los hombres no habían tenido aún tiempo de identificar los
titulares de los rangos técnicos secundarios.
—Entretanto, director —dijo Kent pausadamente—, nos encontramos ante un superser que
controla la nave, dominando completamente la sala de máquinas y su casi ilimitada energía, y dueño
de la sección principal del departamento de máquinas.
Era un simple diseño de la situación. Y Grosvenor sentía el efecto producido sobre los demás
hombres. La ansiedad se retrataba en sus rostros.
—El señor Kent se equivoca —intervino un oficial de la nave—. El ser no domina
completamente el cuarto de máquinas. Tenemos todavía el puente de marcha y esto nos da primero
el control de las máquinas. Ustedes, señores, siendo supernumerarios, quizá no conozcan los
dispositivos mecánicos que tenemos. Es indudable que el ser puede desconectarnos eventualmente,
pero nosotros podemos cerrar en el acto todos los interruptores del cuarto de máquinas.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó otro—. ¿Por qué no cerró usted la corriente en lugar de hacer
vestir a mil hombres con los trajes del espacio?
—El capitán Leeth cree que estamos más seguros dentro del campo de fuerza de nuestros trajes
del espacio —respondió el oficial con precisión—. Es probable que este ser no haya estado nunca
sometido a cinco o seis gravedades de aceleración. No sería prudente abandonar esta y otras ventajas
en un momento de pánico.
—¿Qué otras ventajas tenemos?
—Puedo contestárselo yo —dijo Morton—. Sabemos cosas acerca de él. Y ahora mismo voy a
proponer al capitán Leeth que hagamos una prueba. —Se volvió hacia el oficial—. ¿Quiere usted
pedirle al comandante que autorice un pequeño experimento que quisiera hacer?
—Creo mejor que se lo pida usted mismo, señor. Puede usted hablar con él por el comunicador.
Está arriba en el puente.
Morton regresó a los pocos minutos.
—Pennons —dijo—, puesto que es usted oficial de la nave y jefe de máquinas, el capitán Leeth
lo necesita a usted para hacerse cargo de su test.
A Grosvenor le pareció que en el tono de Morton había un cierto tinte de irritación. Era evidente
que el comandante de la nave debió ofenderle cuando le dijo que iba a tomar el mando. Era la eterna
historia de las autoridades divididas. La línea divisoria había sido trazada tan exactamente como era
posible, pero era obvio que las autoridades no podían prever todas las contingencias. En el fondo
buena parte dependía de la personalidad de cada individuo. Hasta ahora, la tripulación de la nave,
los oficiales, todos ellos militares, había cumplido meticulosamente sus deberes navales
subordinándose al propósito de tan tremendo viaje. Sin embargo, la experiencia del pasado en otras
naves ha demostrado al Gobierno que, por una razón u otra, los militares no tienen una alta opinión
de los científicos. En momentos como aquél, la oculta hostilidad se ponía de manifiesto. Realmente,
no había, sin embargo, razón alguna para que Morton no se hiciese cargo del ataque experimental
que había imaginado.
—Director —dijo Pennons—, no tiene usted tiempo de explicarme los detalles. ¡Dé las órdenes!
Si no estoy conforme con alguna de ellas hablaremos del asunto.
Era una elegante sumisión de prerrogativas. Pero Pennons, como ingeniero-jefe, era hombre de
vasta envergadura en su propio terreno.
Morton no perdió tiempo.
—Señor Pennons —dijo secamente—, destaque cinco técnicos a cada una de las entradas del
cuarto de máquinas. Voy a dirigir un grupo. Kent, usted se hace cargo del número dos. Smith, del
tres. Y Pennons, desde luego, del cuarto. Usaremos irradiadores móviles y lanzaremos su fuerza a
través de las grandes puertas. Están todas cerradas, he observado. Se ha encerrado dentro.
»Selenski, va usted a subir al puente de control y lo cerrará todo menos los motores de dirección.
Conéctelos con el interruptor principal y córtelos todos a la vez. Una cosa, sin embargo. Deje la
aceleración a pleno rendimiento. No debe aplicarse antiaceleración a la nave. ¿Comprendido?
—Sí, señor —dijo el piloto saludando y alejándose por el corredor.
—Infórmeme por el comunicador si algunos de los motores se ponen nuevamente en marcha —le
gritó Morton.
Los hombres seleccionados para ayudar a los jefes eran todos miembros de la tripulación.
Grosvenor, con algunos otros, contemplaría la acción a una distancia de sesenta metros. Cuando
fueron traídos los proyectores y se dispusieron las pantallas de proyección tuvo una vaga sensación
de un desastre que se preparaba. Apreciaba la fuerza y el propósito del ataque que estaba a punto de
desencadenarse. Podía incluso imaginar que tuviese éxito. Pero sería un éxito eventual, imposible de
prever. La operación se desarrollaba sobre el viejo, muy viejo sistema de organizar hombres y
aprovechar sus conocimientos. Más irritante era el hecho que él sólo podía estar allí contemplando,
en actitud de crítica negativa.
Por el comunicador general se oyó la voz de Morton.
—Como he dicho ya, este test es principalmente de ataque. Está basado en la suposición que él
no lleva en el cuarto de máquinas tiempo suficiente para saber nada. Esto nos da una oportunidad de
apoderarnos de él ahora, antes que tenga tiempo para precaverse contra nosotros. Pero, aparte del
hecho de poder destruirlo inmediatamente, tengo una teoría. Mi idea es la siguiente. Estas puertas
han sido construidas a base de poder soportar violentas explosiones, y los sopletes necesitarían por
lo menos quince minutos para quemarlas. Durante este período, el ser no dispondrá de energía.
Selenski se ocupará de privarle de ella. El conductor, desde luego, estará en marcha, pero esto es
explosión atómica. Mi suposición es que no puede tocar cosas de este género. Dentro de unos
minutos habrán visto ustedes lo que quiero decir... Espero.
Su voz subió de tono al preguntar:
—¿A punto, Selenski?
—¡A punto!
—¡Corte el interruptor general!
El corredor, toda la nave, quedó súbitamente sumida en la oscuridad. Grosvenor encendió la luz
de su traje del espacio. Uno tras otro los demás fueron haciendo lo mismo. Bajo los reflejos de sus
rayos los rostros parecían pálidos e inquietos.
—¡Adelante! —fue la orden clara y seca que se oyó por el comunicador.
Los sopletes móviles zumbaron. El calor que lanzaban no era atómico, pero era generado
atómicamente. Grosvenor veía el chorro térmico atacar el duro metal de la puerta y las primeras
gotas de metal fundido resbalar por la superficie. Otras gotas fueron formándose hasta que doce
hilillos corrieron lentamente alejándose del camino de la energía. La pantalla transparente empezó a
nublarse y fue más difícil ver lo que ocurría en la puerta. Y entonces, a través de la nebulosa pantalla
la puerta empezó a relucir por su propio calor. El fuego le daba un aspecto infernal. Chisporreteaba
con un resplandor de piedra preciosa mientras el calor de los sopletes portátiles iban mordiendo con
furiosa lentitud.
El tiempo pasó. Finalmente se oyó la voz de Morton, ronco sonido.
—¡Selenski!
—Nada todavía, director.
—¡Pero debe estar haciendo algo! —murmuró Morton—. ¡No puede estar allá esperando como
una rata acorralada! ¡Selenski!
—Nada, director.
Pasaron siete minutos, después nueve, doce.
—¡Director! —Era la voz de Selenski, turbada—. ¡Ha hecho funcionar la dínamo eléctrica!
Grosvenor lanzó una profunda aspiración. Y entonces se oyó la voz de Kent por el comunicador.
—Morton, no podemos profundizar más. ¿Es esto lo que usted esperaba?
Grosvenor vio a Morton mirar hacia la puerta a través de la pantalla. Le pareció, pese a la
distancia, que el metal no estaba tan al rojo blanco como antes. La puerta iba visiblemente
enrojeciéndose y fue volviéndose poco a poco de un negro de carbón. Morton suspiró.
—Eso es todo de momento. Que los hombres de la tripulación guarden todos los corredores. Los
sopletes en su sitio. Los jefes de departamento al puente de control.
El test, Grosvenor se daba cuenta, había terminado.
V
Grosvenor mostró sus credenciales al centinela del puente de control. El hombre las examinó
recelosamente.
—Están en regla —dijo al final—. Pero hasta ahora no había dado paso a nadie de menos de
cuarenta años. ¿Cómo las ha conseguido usted?
—En el piso de abajo, es una nueva ciencia —sonrió Grosvenor.
El centinela miró nuevamente sus papeles y se los devolvió diciendo:
—¿Nexialismo? ¿Y eso qué es?
—Totalismo aplicado —dijo Grosvenor franqueando el umbral.
Cuando de nuevo volvió la cabeza vio que el hombre lo estaba mirando sin expresión. Grosvenor
sonrió y poco después había olvidado el incidente. Era la primera vez que estaba en el puente. Miró
a su alrededor con curiosidad, impresionado y fascinado. A pesar de ser muy compacto el cuadro de
control, era una maciza estructura. Estaba construido con una serie de grandes tiras curvadas. Cada
arco metálico tenía sesenta metros de largo y un tramo de empinadas escaleras llevaba de una tira a
otra. Los instrumentos podían ser manejados desde el suelo o, más rápidamente, desde un sillón de
control, conjunto que pendía del techo, del extremo del generador de energía, con una estructura de
grúa invertida.
El nivel más bajo de la habitación lo formaba como una sala de conferencias con un centenar de
cómodos sillones. Eran suficientemente voluminosos para albergar a los hombres vestidos con el
traje del espacio y unos doce hombres vestidos de esta manera estaban ya instalados en ellos.
Grosvenor se sentó tranquilamente también. Un minuto más tarde, Morton y el capitán Leeth
entraron viniendo del despacho del capitán, cuya puerta daba al puente. El comandante se sentó. Sin
preámbulo, Morton comenzó:
—Sabemos que toda la maquinaria que se encuentra en el cuarto de máquinas, la más importante
para el monstruo era la dínamo eléctrica. Es de creer que trabajó en un frenesí de terror para ponerla
en marcha antes que franqueásemos las puertas. ¿Hay alguna objeción?
—Me gustaría que alguien me explicase qué hizo para poner aquellas puertas invulnerables —
dijo Pennons.
—Hay un conocido proceso electrónico mediante el cual los metales pueden endurecerse
temporalmente hasta un grado enorme —dijo Grosvenor—, pero no he sabido jamás que pudiese
hacerse sin varias toneladas de material adecuado, cosa que no existe en esta nave.
Kent se volvió para mirarlo. Impacientemente, dijo:
—¿De qué nos serviría saber cómo lo hizo? Si no podemos franquear estas puertas con nuestros
desintegradores atómicos es el final de todo. Puede hacer lo que quiera con la nave.
—Tenemos que establecer algún plan y para eso estamos aquí —dijo Morton moviendo la
cabeza. Levantó la voz—: ¡Selenski!
El piloto se inclinó desde su sillón de control. Su súbita aparición sorprendió a Grosvenor. No se
había fijado en él.
—Diga, director —preguntó.
—¡Ponga en marcha los motores!
Selenski hizo girar hábilmente su sillón de control hacia el interruptor general. Puso la gran
palanca en posición. Una sacudida que estremeció la nave, un zumbido perfectamente audible y
durante algunos segundos un temblor del suelo. La nave se fue inmovilizando, las máquinas fueron
cesando su acción y el zumbido se desvaneció en una vaga vibración.
—Voy a pedir a diversos técnicos que me den sus ideas sobre los medios de luchar con el gato —
dijo Morton—. Lo que necesitamos es una consulta entre los diferentes campos especializados y,
por muy interesantes que las posibilidades teóricas puedan ser, buscar en el terreno práctico.
Esto, pensó tristemente Grosvenor, él, Elliot Grosvenor, lo sabía. El Nexialismo. Pero no hubiera
debido pensarlo. Lo que quería Morton era la integración de varias ciencias, que era precisamente el
objeto del Nexialismo. Suponía, sin embargo, que él no sería uno de los técnicos cuya opinión
práctica podría interesar a Morton. Y su suposición era justa.
Dos horas transcurrieron antes que el director, en tono desprendido, dijese:
—Creo que haríamos bien ahora en tomarnos media hora para comer o descansar. A los treinta y
un años podía perfectamente prescindir de una comida o pasar una noche sin dormir. Creía disponer
de media hora durante la cual tenía que resolver el problema de hacerse con el monstruo que se
había apoderado del mando de la nave.
El inconveniente de lo que los científicos habían convenido era que no era suficientemente
complejo. Varios científicos expusieron sus conocimientos en un nivel excesivamente superficial.
Cada uno de ellos había expuesto brevemente sus ideas ante gente que no tenían la preparación
necesaria para captar el valor de lo que estaba asociado a cada una de ellas. Y así el plan de ataque
carecía totalmente de unidad.
A Grosvenor le causaba cierto malestar ver que él, hombre de treinta años, era probablemente la
única persona a bordo con los conocimientos necesarios para la debilidad de este plan. Por primera
vez desde que vino a bordo seis meses antes, se daba plena cuenta del tremendo cambio que se había
operado en él en la Fundación Nexial. No era exagerado decir que todos los sistemas educativos
previos quedaban anticuados. Grosvenor no experimentaba un orgullo personal por la educación que
había recibido. No había creado nada. Pero como graduado de la Fundación, como hombre que
había ingresado en el Space Beagle con un propósito específico, no tenía otra alternativa que adoptar
una solución definitiva y utilizar todos los medios disponibles para convencer de ella a las autoridades.
El mal estaba en que necesitaba más informaciones. Fue en busca de ellas de la forma más rápida
posible. Llamó a diferentes departamentos por el comunicador.
En la mayoría de ellos habló con subordinados. Cada vez que se presentó como jefe de
departamento el efecto era considerable. Los científicos más jóvenes aceptaban su identificación y
en general le eran muy útiles, pero no siempre. Había el tipo de individuo que decía: «Necesito
autorización de mis superiores». Un jefe de departamento, Smith, habló con él personalmente y le
dio todos los informes que quiso. Otro estuvo muy cortés y le pidió que volviese a llamarlo en
cuanto el gato estuviese muerto. Grosvenor llamó finalmente al departamento de química y preguntó
por Kent, suponiendo, y esperando, que no lo encontraría. Estaba dispuesto a decir al subordinado:
«Puede usted darme la información que deseo». Con contrariedad y sorpresa, fue él mismo quien le
contestó.
El químico-jefe lo escuchó con mal disimulada impaciencia y súbitamente le interrumpió.
—Puede usted obtener las informaciones que desea siguiendo los caminos habituales. Sin
embargo, los descubrimientos hechos en el planeta de este animal no estarán disponibles hasta
dentro de unos cuantos meses. Tenemos que comprobar y recomprobar nuestros descubrimientos.
—Señor Kent —insistió Grosvenor—, le pido con la mayor solicitud que autorice la inmediata
comunicación de los informes relativos al análisis cuantitativo de la atmósfera de este planeta. Puede
tener una importancia decisiva en el plan acordado durante la reunión. Sería en este momento
complicado explicárselo en detalle, pero le aseguro...
Kent le interrumpió.
—Mire, amigo mío —dijo en tono de mofa—, ha pasado la hora de las discusiones académicas.
No parece usted darse cuenta del hecho que estamos en un peligro mortal. Si algo sale mal, usted, yo
y los demás seremos atacados físicamente. No será ningún ejercicio de gimnasia intelectual. Y
ahora, por favor, no me moleste más durante diez años.
Se oyó un chasquido al interrumpir Kent la comunicación. Grosvenor permaneció varios
segundos sentado, sonrojándose bajo el insulto. Después sonrió, e hizo las llamadas finales.
Su lista de máximas probabilidades contenía, entre otras cosas, marcas de control en los espacios
adecuados de los impresos, mostrando la cantidad de polvo volcánico en la atmósfera del planeta, la
vida histórica de las diferentes formas de plantas tal como estaba indicado por los estudios
preliminares de sus semillas, el tipo del sistema digestivo de los animales que tenían que comer estas
plantas tendría que ser examinado y, por extrapolación, lo que serían probablemente especies de
estructura y tipos de los animales que vivían de los animales que comían estas plantas.
Grosvenor trabajaba rápidamente y como se limitaba simplemente a poner unas marcas en los
diagramas ya impresos, no tardó en tener establecido su gráfico. Era un asunto intrincado. No sería
tarea fácil explicárselo a quien no estuviese ya familiarizado con el nexialismo. Pero para él era un
cuadro de una extrema claridad. Dada la urgencia tendía a posibilidades y soluciones que no
pudiesen ser ignoradas. Así le pareció a Grosvenor.
Bajo la sección de «Recomendaciones Generales», escribió: «Toda solución adoptada debe
incluir la válvula de seguridad.»
Con cuatro copias del diagrama en la mano se dirigió hacia el departamento de matemáticas.
Había varios centinelas, lo cual era inusitado y visiblemente una protección contra el gato. Cuando
se negaron a dejarle ver a Morton, Grosvenor se contentó con ver a uno de los secretarios del
director. Finalmente salió un hombre joven de otra habitación, examinó atentamente el diagrama y
dijo que «trataría de llamar sobre él la atención del director».
—Me lo han dicho ya otras veces —respondió Grosvenor malhumorado—. Si el director Morton
no estudia este diagrama apelaré al Comité de Investigación. Aquí pasa algo muy extraño con todos
los informes que envío al despacho del director, y va a haber perturbaciones como siga ocurriendo.
El secretario tenía cinco años más que Grosvenor. Era un hombre frío y visiblemente hostil. Se
inclinó, y con una leve sonrisa satírica dijo:
—El director es un hombre muy ocupado. Muchos departamentos requieren su atención. Algunos
de ellos han conseguido grandes éxitos y tienen un prestigio que les da preferencia sobre otras
ciencias más jóvenes y —vaciló— otros científicos. Pero le preguntaré —añadió con indiferencia—
si desea examinar este diagrama.
—Pídale que lea las «Recomendaciones» —dijo Grosvenor—. No hay tiempo para nada más.
—Llamaré su atención sobre ellas —dijo el secretario.
Grosvenor se dirigió hacia la sección del capitán Leeth. El comandante lo recibió y escuchó lo
que tenía que decirle. Después, examinó el diagrama. Finalmente, movió la cabeza.
—Los militares —dijo en tono ceremonioso— tienen un punto de vista ligeramente diferente
sobre estas materias. Estamos dispuestos a correr riesgos determinados para alcanzar metas
específicas. Su opinión del hecho que sería prudente dejar al fin que este ser escapase es
completamente contraria a mi actitud personal. Es un ser inteligente que ha adoptado una actitud
hostil contra una nave armada. Es una situación intolerable. Ya creo que ha emprendido tal acción
conociendo sus consecuencias. Las consecuencias son la muerte —terminó con una sonrisa,
apretando los labios.
Grosvenor tuvo la impresión que el resultado de todo aquello podía, en efecto, ser la muerte
inevitable para la gente que tenía una forma inflexible de tratar con peligros inusitados. Abrió los
labios para decir que no creía que el gato pudiese escaparse. Pero antes que pudiese hablar, el
capitán Leeth se puso de pie.
—Tendré que pedirle que se retire, ahora. —Se dirigió a un oficial—. Tenga la bondad de
enseñar el camino al señor Grosvenor.
—Conozco el camino —respondió Grosvenor amargamente.
Solo en el corredor, miró su reloj. Faltaban cinco minutos para la hora del ataque.
Se dirigió desconsolado hacia el puente. Muchos de los demás se hallaban ya presentes y
Grosvenor se instaló en un sitio. Un minuto después entró el director Morton con el capitán Leeth. Y
se abrió la sesión.
Nerviosamente, y con visible tensión, Morton comenzó a andar arriba y abajo delante de su
auditorio. Su cabello, generalmente lacio, estaba encrespado. La ligera palidez de su duro rostro
resaltaba más que aminoraba la feroz agresividad de su mandíbula. Súbitamente, dejó de andar. Su
voz profunda tenía ahora un tono agudo al decir:
—A fin de tener la seguridad que nuestros planes están perfectamente coordinados, voy a pedir a
cada uno de los técnicos que exponga su punto de vista para llegar a dominar esta criatura. El señor
Pennons primero.
Pennons se levantó. No era un hombre voluminoso, pero lo parecía, debido sin duda a su aire de
autoridad. Como los demás, sus conocimientos eran especializados, pero debido a la naturaleza de
su campo de acción necesitaba el Nexialismo mucho menos que los demás. Entendía en motores, y
la historia de los motores. Según su ficha, que Grosvenor pudo examinar, había estudiado el
desarrollo de la maquinaria en cien planetas. No existía probablemente nada fundamental que él
ignorase en materia de ingeniería práctica. Era capaz de hablar durante mil horas y todavía no haber
rozado apenas la materia.
—Hemos instalado un dispositivo en este cuarto de control que pondrá en marcha y parará
rítmicamente todos los motores. La palanca de marcha funcionará a cien movimientos por segundo.
Y el efecto será crear vibraciones de distintas especies. Existe, desde luego, es posible que una o
más de las máquinas estallen, por el mismo principio que el de los soldados al franquear un puente
marcando el paso, ya conocen ustedes, sin duda, la historia, pero en mi opinión no hay un verdadero
peligro de ruptura por esta causa. Nuestro propósito capital es simplemente interferir la interferencia
de este ser y derribar las puertas.
—¡Gourlay, el próximo! —dijo Morton.
Gourlay se puso lentamente de pie. Parecía soñoliento, como si todo aquello lo aburriese.
Grosvenor tuvo la impresión que le gustaba que la gente lo tomase por un sentimental. Su título era
ingeniero jefe de comunicaciones, y su ficha mencionaba eficaces intentos de adquirir
conocimientos en su campo elegido. Si sus grados eran alguna prueba, poseía un fondo educativo
ortodoxo inigualable. Cuando finalmente habló, lo hizo en su típica forma lenta y arrastrada.
Grosvenor observó que su parsimonia producía un efecto sedativo sobre los asistentes. Los rostros
ansiosos se calmaron. Los cuerpos descansaron con menos tensión.
—Hemos instalado pantallas de vibración —dijo— que funcionan bajo el principio de la
reflexión. Una vez dentro, las emplearemos de forma que la mayor parte de la energía que él pueda
despedir se refleje sobre él mismo. Además, tenemos gran cantidad de energía eléctrica en reserva
que podremos transmitirle por medio de conductores móviles de cobre. Su capacidad de dominar la
energía por medio de sus nervios aislados debe tener un límite.
—¡Selenski! —dijo Morton.
El piloto jefe estaba en aquel momento sosteniendo la mirada de Grosvenor fija en él. Fue hecho
tan rápidamente que parecía que hubiese presentido la llamada de Morton. Grosvenor lo analizaba,
fascinado. Selenski era un hombre delgado, de rostro hundido, y ojos azules sorprendentemente
vivos. Físicamente, parecía fuerte y capaz. Según su ficha no era hombre de grandes conocimientos.
Se dirigió hacia él con perfecta calma, como ligera respuesta al estímulo y una capacidad de obrar
con la exactitud de un reloj.
—A mi entender —comenzó—, el plan tiene que ser acumulativo. En el momento en que el ser
cree que no puede soportar ya más, ocurre otra cosa que aumenta su inquietud y confusión. Cuando
la tensión alcanza su máximo, corto la antiaceleración. El director cree, con Gunlie Lester, que este
ser no sabe nada acerca de la antiaceleración. Es un desarrollo de la ciencia del vuelo interestelar y
no es probable que se haya producido en ninguna otra forma. Creemos que cuando el ser sienta los
primeros efectos de la antiaceleración (recuerden la sensación de vacío que experimentaron ustedes
la primera vez) no sabrá qué hacer o pensar.
Se sentó.
—Korita tiene la palabra —dijo Morton.
—Sólo puedo ofrecer a ustedes mi ayuda —dijo el arqueólogo— sobre la base de mi teoría en la
que el monstruo tiene todas las características del criminal de las primeras eras de todas las
civilizaciones. Smith ha sugerido que su conocimiento de la ciencia es asombroso. En su opinión
esto podría significar que nos encontramos ante un habitante actual y no un descendiente de los
habitantes de la ciudad muerta que hemos visitado. Esto significaría una inmortalidad virtual en
nuestro enemigo, posibilidad que es en parte sostenida por su capacidad de respirar a la vez oxígeno
y cloro, o nada. Pero su inmortalidad en sí misma no tiene importancia. Procede de una determinada
era de su civilización, y ha degenerado hasta tal punto que sus ideas son simples reminiscencias de
esta era. A pesar de su facultad de controlar la energía, perdió la cabeza en el ascensor la primera
vez que entró en esta nave. Al enfurecerse cuando Kent le ofreció alimento se colocó en una
situación que le obligó a revelar sus facultades especiales contra el revólver vibrátil. Cometió
asesinatos en masa hace unas horas. Como pueden ustedes ver, sus acciones responden a la baja
astucia de una mente primitiva y egoísta, que tiene poca o nula comprensión de los procesos de su
cuerpo en un sentido científico, y escasamente ningún concepto de la vasta organización ante la cual
se encuentra.
»Es como el antiguo soldado germano que se siente superior al viejo sabio romano como
individuo, y sin embargo éste formaba parte de la poderosa civilización ante la cual el alemán de
nuestros días se inclina con admiración. Tenemos, por lo tanto, un ser primitivo, y este ser primitivo
se halla ahora lejos en el espacio, completamente alejado de su natural habitáculo. Digo, por lo
tanto, entremos y venzamos.
Morton se levantó. En su ancho rostro se esbozaba una sonrisa contorsionada.
—De acuerdo con mis previos planes —dijo— la sabrosa peroración de Korita tenía que ser el
preliminar de nuestro ataque. Sin embargo, durante la última hora he recibido un documento de un
hombre joven que representa a bordo de esta nave una ciencia sobre la cual sé muy poco. El hecho
que se encuentre a bordo me exige dar paso a sus opiniones. Convencido de conocer la solución del
problema ha visitado no sólo mi departamento, sino el del capitán Leeth. El comandante y yo hemos
convenido, entonces, que deben concederse algunos minutos al señor Grosvenor para describir su
solución y convencernos que sabe muy bien de lo que está hablando.
Grosvenor se levantó temblando.
—En la Fundación Nexial enseñamos —comenzó— que detrás del aspecto general de cualquier
ciencia hay un intrincado ligamen con las demás ciencias. Este es un viejo principio, desde luego,
pero hay una gran diferencia entre aceptar una idea de palabra y llevarla a la práctica. En la
Fundación hemos implantado técnicas para su aplicación. En mi departamento tengo algunas de las
máquinas educativas más extraordinarias que ustedes hayan visto jamás. Me es imposible ahora
describírselas, pero puedo decirles cómo una persona educada por estas máquinas y técnicas podría
resolver el problema del gato.
»En primer lugar, las proposiciones hechas hasta ahora lo han sido en un nivel superficial. Son
satisfactorias hasta allá donde alcanzan. Pero no van suficientemente lejos. Ahora mismo, tenemos
suficientes hechos para hacer una clara descripción de la historia del animal. Voy a enumerarlos.
Hará cosa de mil ochocientos años, las plantas de este planeta comenzaron súbitamente a recibir
menos luz de sol en ciertas longitudes de onda. Esto era debido a la aparición de grandes cantidades
de polvo volcánico en la atmósfera. Resultado, en el trascurso de una noche la mayoría de las
plantas murieron. Ayer, una de nuestras naves exploradoras auxiliares, volando en un radio de
acción de cien millas, descubrió varios seres vivos del tamaño aproximado de un ciervo terrestre
pero más inteligentes. Estaban tan asustados que no pudieron ser capturados. Tuvieron que ser
muertos, y el departamento del señor Smith hizo un análisis parcial. Los cuerpos muertos contenían
potasio en la misma forma químico-eléctrica que se encuentra en el cuerpo humano. No se vieron
otros animales. Posibilidad: ésta podría ser por lo menos una de las fuentes de potasio del gato. En
los estómagos de los animales muertos los biólogos encontraron restos de plantas en diversos grados
de digestión. El ciclo parece pues ser: vegetación, herbívoro, voracidad. Parece probable que cuando
la planta fue destruida el animal que se alimentaba de ella fue también muriendo. En el espacio de
una noche, la reserva de comida del gato fue barrida del planeta.
Grosvenor dirigió una rápida mirada a su auditorio. Con una sola excepción, todos los presentes
le estaban mirando atentamente. La excepción era Kent. El químico-jefe tenía una expresión irritada
en su rostro. Su atención parecía estar en otra parte.
Animadamente, el Nexialista continuó:
—En la galaxia hay muchos ejemplos de la completa dependencia de ciertas formas de vida de un
solo tipo de alimentación. Pero no hemos encontrado nunca otro ejemplo de una forma de vida
inteligente de un planeta que sea exclusivo acerca del régimen. No parece que a estos seres se les
haya ocurrido cultivar su alimento y el alimento de su alimento. Es una increíble falta de previsión,
convendrán ustedes en ello. Tan increíble, que toda explicación que no tenga en cuenta este factor
tiene que ser, ipso facto, insatisfactoria.
Grosvenor hizo una nueva pausa, pero sólo para tomar aliento. No miraba directamente a ninguno
de los presentes. Le era imposible dar la prueba de lo que iba a decir. Los jefes de departamento
habrían necesitado semanas enteras para comprobar los hechos que emanaban de su ciencia. Lo
único que podía hacer era dar las conclusiones finales, algo que no se había atrevido a hacer en su
diagrama de probabilidades o en su conversación con el capitán Leeth.
—Los hechos son ineludibles —prosiguió—. El animal no es uno de los constructores de esta
ciudad ni un descendiente de estos constructores. Él y su raza eran animales experimentados por los
constructores.
»¿Qué les ocurrió a los constructores? Sólo podemos conjeturarlo. Quizá se exterminasen a sí
mismos en una guerra atómica hace mil ochocientos años. La ciudad casi arrasada, la súbita
aparición de polvo volcánico en la atmósfera en cantidades tales que oscurecieron el sol durante
miles de años, son hechos significativos. El hombre emocional consiguió casi hacer lo mismo, de
manera que no tenemos que juzgar a esta raza desaparecida con demasiada dureza. Pero, ¿dónde nos
lleva esto?
De nuevo Grosvenor hizo una pausa para hacer una profunda inspiración y continuó:
—Si hubiese sido un constructor, nos hubiera dado ya alguna prueba de sus plenas facultades, y
sabría con precisión detrás de lo que andamos. No siéndolo, nos encontramos ahora ante una bestia
que no es capaz de tener una clara comprensión de sus facultades. Acorralado, o incluso demasiado
apretado, puede descubrir en su interior una capacidad todavía no aparente para destruir seres
humanos y controlar maquinaria. Debemos darle la oportunidad de huir. Una vez fuera de esta nave,
estará a nuestra disposición. Eso es todo, y muchas gracias por haberme escuchado.
Morton dirigió una mirada circular a la habitación.
—Bien, señores, ¿qué les parece a ustedes?
—Jamás he oído una historia semejante en mi vida —dijo Kent amargamente—. Posibilidades,
probabilidades, fantasías... Si esto es el Nexialismo será necesario que se me presente mucho mejor
que de esta forma para que me interese.
—No veo cómo podemos aceptar una explicación como ésta sin disponer del cuerpo del animal
para su examen —intervino Smith.
—Dudo que incluso un examen nos probase de una manera definitiva que hemos estado
experimentando sobre un cuerpo de bestia —dijo el físico-jefe Van Grossen—. El análisis del señor
Grosvenor es netamente controversial y seguirá siéndolo.
—Posteriores exploraciones de la ciudad —intervino Korita—, pueden revelarnos pruebas de la
teoría del señor Grosvenor. No destruirán la teoría cíclica —prosiguió pausadamente— puesto que
una inteligencia experimental como ésta tendería a reflejar las actitudes y creencias de aquellos que
se las hubieran enseñado.
El ingeniero-jefe Pennons, intervino:
—Una de nuestras naves auxiliares se encuentra en este momento en el taller de maquinaria. Está
parcialmente desmontada y ocupa el único rincón disponible permanentemente abajo. Poner a su
disposición una nave auxiliar requeriría tanto trabajo como la ejecución del ataque que estamos
planeando. Desde luego, si el ataque fracasa, podemos estudiar el sacrificio de una nave auxiliar por
más que no veo cómo conseguiría sacarla de la nave. Abajo no hay pasos de aire.
—¿Qué contesta usted a esto? —preguntó Morton volviéndose hacia Grosvenor.
—Hay un paso de aire en el extremo del corredor que da al cuarto de máquinas —respondió
éste—. Debemos darle acceso a él.
—Como le dije al señor Grosvenor —dijo el capitán Leeth levantándose—, cuando vino a verme,
la mentalidad militar tiene un concepto más amplio de estos asuntos. Contamos con bajas. El señor
Pennons ha expuesto mi opinión; si el ataque fracasa, estudiaremos otras medidas. Gracias, señor
Grosvenor, por su análisis. Pero ahora, manos a la obra.
Era una orden. El éxodo comenzó inmediatamente.
VI
Bajo la deslumbrante brillantez del cuarto de máquinas, Coeurl trabajaba. La mayoría de los
recuerdos volvían a él, las habilidades que le habían enseñado los constructores, también su facultad
de ajustar nuevas máquinas a nuevas situaciones. Había encontrado la nave auxiliar en un zócalo, en
parte desmantelada.
Coeurl se dedicaba a repararla. La importancia de su fuga iba tomando en él proporciones. Aquí
tenía el acceso a su propio planeta y a otros coeurls. Con todo lo que podría enseñarles no habría
resistencia posible. Y, sin embargo, se resistía a abandonar la nave. De esta forma su victoria sería
segura. Hasta cierto punto, por lo tanto, creía haber tomado su decisión. No estaba convencido de
estar en peligro. Después de examinar las fuentes de energía de aquella maquinaria y pensar en todo
lo que había ocurrido, no le parecía que aquellos seres de dos piernas tuviesen el equipo necesario
para dominarlo.
El conflicto estaba con furia en su interior mientras iba trabajando. Sólo cuando se detuvo para
contemplar la nave se dio cuenta de la importancia de las reparaciones que había efectuado. Sólo le
faltaba cargar en ella las herramientas e instrumentos que quería llevarse. Y entonces, ¿se marcharía
o lucharía? Sintió cierta inquietud al oír la aproximación de los hombres. Sintió el súbito cansancio
del tempestuoso rugir de los motores, un zumbido rítmico intermitente, agudo, estridente, más fuerte
para los nervios que el ronco sonido gutural de los latidos que lo precedieron. El conjunto tenía una
calidad enervante. Coeurl hizo un esfuerzo por amoldarse a él por medio de una intensa
concentración y estaba a punto de conseguirlo cuando un nuevo factor intervino. La llama de los
potentes proyectores móviles comenzaron su horrendo rugir contra las macizas puertas de la sala de
máquinas. Instantáneamente su problema fue el de si lucharía contra los proyectores o
contrarrestaría al ritmo. No podía, pronto lo descubrió, hacer las dos cosas.
Comenzó por concentrarse en la fuga. Todos los músculos de su poderoso cuerpo estaban en
tensión mientras trasladaba grandes cargas de material, maquinaria e instrumentos, acomodándolos
en el espacio disponible de la nave auxiliar. Se detuvo finalmente frente al umbral para la última
disposición de su marcha. Sabía que las puertas iban a venirse abajo. Media docena de proyectores
concentrados en un punto de cada puerta iban con una fuerza irresistible, aun cuando lentamente,
comiéndose los centímetros que quedaban. Coeurl vaciló, después, retiró de ellas toda la energía de
resistencia. Se concentró intensamente en la pared exterior de la gran nave hacia la cual apuntaba
ahora la achatada proa de la nave auxiliar de doce metros. Su cuerpo se estremeció bajo el chorro de
electricidad que brotaba de las dínamos. Los tentáculos de sus orejas vibraban lanzando aquella
terrible energía directamente a la pared. Se sentía en fuego. Todo el cuerpo le dolía. Creyó estar peligrosamente cerca del límite de su capacidad de controlar la energía.
Pese a su esfuerzo, nada ocurrió. La pared no cedió. Era un metal duro, superior a cuanto había
hasta entonces conocido. Conservaba su forma. Sus moléculas eran monoatómicas, pero su
constitución era inusitada, el efecto de la estrecha aglomeración era conseguido sin la usual
concomitancia de la gran densidad.
Oyó una de las puertas de la sala de máquinas venirse abajo. Los hombres gritaron. Los
proyectores avanzaron sin que su fuerza quedase ya detenida. Coeurl oyó el suelo de la sala de
máquinas silbar en protesta cuando los chorros de fuego mordieron el metal. Aquel tremendo y
amenazador ruido se acercó. Dentro de un minuto los hombres estarían quemando las delgadas
puertas que separaban la sala de máquinas del taller de maquinaria.
Durante este minuto Coeurl consiguió su victoria. Sintió un cambio en la resistente aleación.
Todo el muro perdía su fuerte cohesión. Parecía el mismo, pero no quedaba duda, el chorro de
energía que despedía su cuerpo perdía tensión. Continuó concentrándolo durante algunos segundos
más y quedó satisfecho. Con un ronquido de triunfo saltó a la pequeña nave y manipuló la palanca
que accionaba la puerta de detrás.
Uno de los tentáculos agarró el arranque de energía con una casi tierna sensualidad. La máquina
se lanzó con redoblada energía contra el grueso muro exterior. La proa de la embarcación lo tocó y
la pared se disolvió en una reluciente lluvia de polvo. Sintió que algunas sacudidas lo frenaban
cuando el peso del polvo metálico que la nave tenía que empujar retardaba momentáneamente el
aparato. Pero pasó a través y se lanzó irresistiblemente al espacio.
Pasaron los segundos. Coeurl se dio cuenta que había salido de la gran nave en ángulo recto a su
rumbo. Estaba tan cerca que podía ver todavía la gran abertura por la cual había salido. Las siluetas
de hombres con armaduras eran visibles sobre el resplandor de detrás. La nave y ellos iban
haciéndose visiblemente pequeños. Después los hombres desaparecieron y sólo quedó la nave con el
resplandor de sus mil portillos en fuego.
Coeurl se apartaba de él rápidamente. Describió una curva de noventa grados guiándose por los
instrumentos de a bordo y puso los controles a plena aceleración. Menos de un minuto había
transcurrido desde su fuga cuando ya avanzaba en dirección al lugar de donde había venido la gran
nave durante aquellas últimas horas.
Detrás de él el enorme globo disminuía rápidamente hasta hacerse tan pequeño que ya no fueron
visibles los portillos. Casi frente a él, Coeurl vio una tenue y diminuta bola de luz, su sol,
comprendió. Allí, con otros coeurls, podrían construir una nave del espacio interplanetario y viajar
por estrellas con planetas habitados. Súbitamente se sintió como asustado de ser tan importante.
Había dejado atrás aquellas relucientes superficies metálicas. Ahora miró de nuevo. El globo seguía
allí, diminuto punto de luz en las inmensas tinieblas del espacio. Súbitamente, como si parpadease,
desapareció.
Durante un momento tuvo la inquietante sensación que antes de desaparecer se había movido.
Pero no podía ver nada. Se preguntó con inquietud si no habría apagado todas las luces y lo estarían
siguiendo en la oscuridad. Veía claramente que no estaría en seguridad hasta que llegase al suelo.
Preocupado e incierto, fijó su atención de nuevo en la visión que tenía delante. Casi
inmediatamente tuvo una sensación de desfallecimiento. El tenue sol hacia el cual se dirigía no
aumentaba de tamaño. Era visiblemente más pequeño. Se convertía en una punta de aguja en la
negra distancia. Se desvaneció.
El miedo recorrió el cuerpo de Coeurl como una oleada de frío. Durante unos minutos miró
intensamente hacia el espacio, esperando con frenesí que la tierra que era la suya fuese nuevamente
visible. Pero sólo las remotas estrellas brillaban en la inmensidad, inmóviles puntos sobre el
aterciopelado fondo de insondables distancias.
Pero..., ¡espera! Uno de los puntos iba aumentando de tamaño. Con todos sus músculos en
tensión Coeurl veía la punta de alfiler convertirse en un punto. Después fue una bolita de fuego y fue
ensanchándose. Se hacía más grande, más grande... Súbitamente se estremeció y allí, ante él, con
todas sus luces brillando por los portillos, estaba la gran nave del espacio, la misma nave que pocos
minutos antes había visto desaparecer.
Algo le ocurrió a Coeurl en aquel momento. Su cerebro giraba como un volante, cada vez con
mayor rapidez. Se despedazaba en mil fragmentos dolorosos. Sus ojos casi salieron de las órbitas y,
como un animal enloquecido, destrozó su pequeña nave. Los tentáculos agarraron los preciosos
instrumentos en su furia del fracaso. Sus garras destrozaron las paredes de la nave. Finalmente, en
un último destello de razón supo que no podía hacer frente al inevitable fuego de los desintegradores
que serían dirigidos contra él desde una prudente distancia.
Era una cosa sencilla crear la violenta desorganización de las células que liberaban hasta la última
gota de id de los órganos vitales.
Una última mueca de reto contorsionó sus labios. Sus tentáculos se agitaron ciegamente. Y
entonces, abandonándole todas sus fuerzas para poder combatir, se hundió en el espacio. La muerte
vino lentamente después de tantas horas de violencia.
El capitán Leeth no quiso correr riesgos. Cuando las llamas cesaron y fue posible acercarse a lo
que quedaba de la nave auxiliar encontraron pequeñas cantidades de metal fundido y algunos restos
esparcidos de lo que había sido el cuerpo de Coeurl.
—¡Pobre bicho! —dijo Morton—. Me pregunto qué debió pensar cuando nos vio aparecer ante él
después que su sol hubo desaparecido. Ignorando el funcionamiento de los antiaceleradores, no
sabía que podíamos detenernos en seco en el espacio mientras él hubiera necesitado más de tres
horas. Parecía dirigirse hacia su planeta, pero en realidad se apartaba cada vez más de él. Le era
imposible adivinar que, al detenernos, pasó por nuestro lado y que todo lo que teníamos que hacer
era fingir ser su sol hasta que estuviésemos lo suficientemente cerca para destruirlo. El cosmos
entero le hubiera parecido trastornado.
Grosvenor escuchó el relato con mezcladas impresiones. Todo lo ocurrido iba borrándose
rápidamente, perdiendo forma, disolviéndose en la oscuridad. Los detalles de cada instante no serían
recordados exactamente jamás por nadie tal como habían ocurrido. El peligro en que se habían
encontrado parecía ya remoto.
—¡Dejémonos de compasiones! —oyó Grosvenor decir a Kent—. Tenemos una misión, la de
destruir a todos los gatos de este mundo miserable.
—Debe ser muy sencillo —murmuró Korita a media voz—. No son más que seres primitivos. No
tenemos más que esperar y vendrán a nosotros, esperando astutamente engañarnos. —Se volvió
hacia Grosvenor—. Sigo creyendo que será verdad —añadió en tono amistoso—, aunque la teoría
«bestial» de nuestro joven amigo resulte cierta. ¿Qué piensa usted, señor Grosvenor?
—Iría incluso más lejos —respondió Grosvenor—. Como historiador debe usted estar
indudablemente de acuerdo en que ninguna tentativa de exterminación total ha resultado jamás
efectiva. No olvide que el ataque del gato contra nosotros estaba basado en una desesperada
necesidad de comida; los recursos de este planeta no pueden al parecer sostener a esta raza por
mucho tiempo. Los hermanos del gato no saben nada de nosotros, y por consiguiente no son una
amenaza. ¿Por qué no dejarlos, entonces, morir de extenuación?
VII
CONFERENCIA Y DISCUSIÓN
El Nexialismo es la ciencia de conectar de una forma ordenada los conocimientos de un
campo determinado con los de otros campos. Surte de técnicas para acelerar el proceso
de absorción de los conocimientos y para utilizar con éxito lo que se ha aprendido. Están
ustedes cordialmente invitados a escuchar al
Conferenciante Elliot Grosvenor
Lugar, Departamento Nexial
Hora, 1550, 9-7-1 1
Grosvenor colgó el cartel en la ya bien cubierta tabla de avisos de a bordo. Después retrocedió
para contemplar su obra. El anuncio competía con ocho conferencias más, tres películas sobre el
movimiento, cuatro educativas, nueve grupos de discusión y varios acontecimientos deportivos.
Además habría individuos que permanecerían en sus alojamientos leyendo; las espontáneas
reuniones de amigos, la media docena de bares y comedores, cada uno de los cuales estaría probablemente lleno de clientes.
A pesar de esto, tenía confianza en que sería leído. Diferente de los demás, no eran tan sólo una
hoja de papel, sino una especie de cartón de casi un centímetro de espesor. La impresión era una
silueta enfocada en la superficie desde dentro. Una rueda cromática del grueso de un papel hecha
con material de batería ligero giraba magnéticamente y procuraba la gama cromática de colores. Las
letras cambiaban de color solas y por grupos. Siendo la frecuencia de la luz emitida sutil y
magnéticamente alterada de momento en momento, el tono del color no era nunca repetido.
El aviso se destacaba sobre la tablilla como un anuncio de neón. Se vería, desde luego.
Grosvenor se dirigió hacia el comedor. Al entrar, un hombre que había en la puerta le puso una
tarjeta en la mano.
KENT PARA DIRECTOR
El señor Kent es jefe del mayor departamento de nuestra nave. Es conocido por su
cooperación con los demás departamentos. Gregory Kent es un científico de corazón que
conoce los problemas de los demás científicos. Recuerda que nuestra nave, además del
complemento militar de 180 oficiales y hombres, lleva 804 dirigidos por una
administración precipitadamente elegida por una minoría antes de la partida. La situación debe ser rectificada. Tenemos derecho a una representación democrática.
REUNIÓN DE ELECCIONES, 9/7/1
1500 horas
ELIJAN A KENT DIRECTOR
Grosvenor se metió la tarjeta en el bolsillo y entró en la habitación brillantemente iluminada. Le
parecía que individuos como Kent raras veces tienen en cuenta los perdurables efectos de sus
esfuerzos en dividir un grupo de hombres en dos campos hostiles. Más de un cincuenta por ciento de
expediciones interestelares durante los últimos doscientos años no habían regresado. Los motivos
sólo pueden deducirse de lo que había ocurrido en las que regresaron. Lo clásico era diferencias
entre los miembros de la expedición, amargas disputas, desacuerdos en el terreno objetivo y formación de grupos disidentes. Últimamente éstos habían aumentado en número casi en proporción
directa a la duración del viaje.
Hacer elecciones era una reciente innovación de estas expediciones. El permiso de celebrarlas
había sido dado porque los hombres se resistían a estar irrevocablemente sometidos a la voluntad de
los dirigentes nombrados. Pero una nave no era una nación en miniatura. Una vez en camino no
podía reemplazar las bajas. Frente a la catástrofe, sus recursos humanos eran limitados.
Frunciendo el ceño ante las potencialidades, contrariado porque la reunión política tuviese lugar a
la misma hora que su conferencia, Grosvenor se dirigió hacia la mesa. El comedor estaba atestado.
Encontró a sus compañeros de la semana ya comiendo. Había tres, científicos jóvenes de diversos
departamentos.
En el momento en que Grosvenor se sentaba, uno de los comensales dijo alegremente:
—Bien, ¿qué indefensa mujer asesinaremos hoy?
Grosvenor se echó a reír al oír la frase humorística pero sabía que sólo era humorística en parte.
La conversación entre la gente joven tendía a una cierta uniformidad; las mujeres y el sexo. En esta
expedición exclusivamente masculina el problema sexual había sido resuelto químicamente
mediante la inclusión de una droga específica en el régimen. Esto evitaba el deseo físico, pero
emotivamente era insatisfactorio.
Nadie respondió a la pregunta. Carl Dennison, un químico joven miró con ceño al que había
hablado y se volvió hacia Grosvenor.
—¿Cómo va usted a votar, Grosve?
—En la votación secreta —respondió Grosvenor—. Ahora volvamos a lo que el rubio Allison nos
decía esta mañana...
—Votará usted por Kent, ¿verdad? —persistió Dennison.
—No lo he pensado todavía —dijo Grosvenor con un gesto—. Faltan todavía dos meses para las
elecciones. ¿Qué hay contra Morton?
—Es prácticamente un hombre nombrado por el gobierno.
—Yo también. Y usted.
—No es más que un matemático, no un científico en el estricto sentido de la palabra.
—Esto es nuevo para mí —dijo Grosvenor—. Llevo muchos años viviendo bajo la falsa creencia
que los matemáticos eran científicos.
—Exacto. Debido a la superficial semejanza; es una falsa creencia.
Dennison trataba claramente de exponer alguna concepción particular suya. Era un hombre
robusto, impetuoso, y se inclinó hacia delante como si hubiese dejado ya su punto de vista bien
establecido.
—Los científicos tienen que apoyarse —prosiguió—. Imagínese, aquí somos todo un
cargamento, y, ¿a quién nos pone de director?... A un hombre que trata con abstracciones. No tiene
la menor aptitud para resolver problemas prácticos.
—Es curioso, creía que tenía gran habilidad en solventar los problemas de los trabajadores.
—Nosotros sabemos solventar nuestros problemas —respondió Dennison irritado.
Grosvenor había manipulado algunos botones. Su comida empezó a aparecer por el transportador
vertical del centro de la mesa. Husmeó.
—¡Ah, aserrín asado! Directamente del departamento de química. ¡Huele deliciosamente! El
problema estriba en una cosa. ¿Se ha prodigado el mismo esfuerzo en hacer el aserrín sacado de los
brezales del planeta del gato, tan nutritivo como el aserrín que trajimos de la Tierra? —Levantó una
mano—. No contesten. No quiero verme desilusionado acerca de la integridad del departamento del
señor Kent, pese a que no me guste su comportamiento. Comprenderá usted, le pedí un poco de esta
cooperación de la que habla en sus tarjetas y me contestó que volviese dentro de diez años. Supongo
que olvidaría las elecciones. Por otra parte, tiene la osadía de convocar a una reunión política la
misma noche en que yo doy una conferencia.
Comenzó a comer.
—No hay ninguna conferencia que sea tan importante como esta reunión. Vamos a discutir
cuestiones políticas que afectan a todo el mundo de esta nave, incluso a usted.
El rostro de Dennison estaba congestionado, su voz ronca.
—Mire, Grosve —prosiguió—, es imposible que tenga usted nada contra un hombre a quien casi
no conoce. Kent es el tipo de hombre que no olvida a sus amigos.
—Aventuraría sin embargo decir que tiene también un tratamiento especial para los que no le
gustan —dijo Grosvenor con un gesto de impaciencia—. Carl, para mí, Kent representa todo lo
destructivo que hay en nuestra actual civilización. Según la teoría de Korita sobre la historia cíclica
estamos en el período «invernal» de nuestra cultura. Un día de estos voy a pedirle que se explique
más claramente, pero apostaría a que la caricatura de Kent sobre una campaña democrática es un
ejemplo de los peores aspectos de un período tal.
Hubiera querido añadir que esto era precisamente lo que quería evitar, pero, desde luego, estaba
fuera del caso. Eran desacuerdos de esta especie los que habían acarreado el desastre de tantas
expediciones anteriores. El resultado era que, ignorado de los hombres, todas las naves se habían
convertido en campos de prueba de experimentos sociológicos. Nexialistas, elecciones, mandos
autónomos; estos y otros innumerables ligeros cambios eran puestos a prueba con la esperanza que
la expansión del hombre en el espacio podía en cierto modo llegar a ser menos costosa.
En el rostro de Dennison había un gesto de mofa.
—¡Escuchen al joven filósofo! —dijo con desdén—. ¡Vote por Kent si sabe lo que le conviene!
—¿Qué va a hacer —respondió Grosvenor reteniendo su irritación—, cortarme mi ración de
aserrín? Quizá me presente yo también para el puesto de director. Tendré los votos de todos los
hombres de treinta y cinco años para abajo. Después de todo somos tres o cuatro jóvenes por cada
uno de los mayores. La democracia exige que tengamos una representación sobre una base
proporcional.
—Está usted cometiendo un grave error, Grosvenor —dijo Dennison que parecía haberse
serenado—. Ya se dará usted cuenta.
El resto de la comida transcurrió en silencio.
Cinco minutos antes de la hora 1550, la tarde siguiente, Grosvenor empezó a darse cuenta que el
anuncio de su conferencia había sido un fracaso. Aquello le asombraba. Comprendía que Kent
hubiese quizá tenido motivos para prohibir a sus adictos asistir a conferencias dadas por hombres
que no apoyarían su candidatura, pero incluso si el químico jefe controlaba la mayoría de votantes,
quedaban muchos centenares de individuos que no habían sido influenciados. Grosvenor no podía
olvidar lo que un ejecutivo del gobierno con conocimientos nexiales le había dicho la víspera de la
partida.
—La tarea que ha aceptado usted a bordo del Beagle no será fácil. El Nexialismo es una
tremenda nueva aproximación a la cultura. Los viejos lo combatirán instintivamente. Los jóvenes, si
han sido educados ya de acuerdo por los métodos ordinarios, se mostrarán automáticamente hostiles
a cuanto sugiera que sus recién adquiridas técnicas estén anticuadas. Usted mismo, tiene que usar
todavía en la práctica lo que ha aprendido en teoría, si bien en su caso esta misma transición forma
parte de su entrenamiento. Recuerde solamente que el hombre que está en lo cierto sufre con
frecuencia oposiciones en momentos críticos.
A las 1610 Grosvenor fue a ver la tablilla de anuncios y cambió la hora de su conferencia por
1700. A las 1700 puso 1750, y más tarde lo alteró nuevamente poniendo las 1800.
—Van a salir —se dijo—; la reunión política no puede durar eternamente, y las demás
conferencias son asunto de un par de horas todo lo más.
Cinco minutos antes de las 1800 horas oyó los pasos de dos hombres que se acercaban
lentamente por el corredor. Al pasar por delante de la puerta abierta reinó el silencio, después una
voz dijo:
—Es aquí, sí.
Se echaron a reír sin razón aparente. Un momento después entraron dos muchachos jóvenes.
Desde el primer día del viaje se había fijado la tarea de identificar a todos los ocupantes de la nave,
sus voces, sus rostros, sus nombres, todo cuanto sobre ellos pudiese descubrir. Con tantos hombres
sobre quienes investigar, su tarea no estaba completa todavía. Pero recordaba a aquellos dos;
pertenecían al departamento de química.
Mientras contemplaban la exposición de los diversos anuncios culturales lo miraron
distraídamente. Aquello parecía divertirlos. Finalmente se instalaron en dos sillas y uno de ellos, sin
exagerar su sutil cortesía, dijo:
—¿Cuándo empieza la conferencia, señor Grosvenor?
—Dentro de cinco minutos —respondió Grosvenor mirando su reloj.
Durante el intervalo entraron ocho personas más. Después de aquel mal comienzo, aquello fue un
gran estímulo para Grosvenor, particularmente por ser uno de los recién llegados Donald McCann,
jefe del departamento de geología. El hecho que cuatro de los asistentes perteneciesen al
departamento de química no lo turbó tampoco.
Satisfecho, procedió a su conferencia sobre el reflejo condicionado y su desarrollo desde los días
de Pavlov como piedra angular de la ciencia del Nexialismo. Después se le acercó McCann y le dijo:
—He observado esta tarde parte de la técnica de la llamada máquina somnífera, que educa
durante el sueño —se echó a reír—. Recuerdo uno de mis ancianos profesores que me aseguraba que
es posible aprender todo lo que se sabe acerca de la ciencia en menos de mil años. Usted no admite
esta limitación.
Grosvenor observó que los ojos grises de su interlocutor lo estaban observando con una expresión
de simpatía. Sonrió.
—Esta limitación —dijo— era en parte el producto de un antiguo método de emplear la máquina
sin entrenamiento preliminar. Hoy, la Fundación Nexial emplea la hipnosis y la psicoterapia para
vencer la resistencia inicial. Por ejemplo, cuando fui sometido a la prueba, me dijeron que en mi
caso la máquina somnífera podía sólo ser empleada cinco minutos cada dos horas.
—Muy baja tolerancia —dijo McCann—. La mía era de tres minutos cada media hora.
—¿Pero admite usted esto, no es verdad? —dijo Grosvenor insistiendo.
—¿Y qué hizo usted?
Grosvenor sonrió.
—No hice nada. Fui adaptándome por diversos métodos hasta que pude dormir profundamente
ocho horas sin que la máquina dejase de funcionar. Algunas otras técnicas complementaron el
proceso.
—¡Ocho horas de profundo sueño! —dijo el geólogo en tono de asombro, sin hacer caso de la
última frase de Grosvenor.
—Profundo —confirmó éste.
El sabio anciano pareció reflexionar. Finalmente, dijo:
—Sin embargo, esto sólo reduce la cifra por un factor de aproximadamente tres. Aun sin
acondicionamiento, hay mucha gente que puede aprovechar cinco minutos de cada período de
quince de sueño sin despertarse.
—Pero la información tiene que ser repetida varias veces —respondió Grosvenor estudiando la
reacción en el rostro de su compañero. Por una cierta vacilación que vio en él comprendió que el
golpe había producido su efecto. Pausadamente, continuó—: Con toda seguridad habrá usted pasado
por la experiencia de ver o oír algo, una sola vez, y no haberlo olvidado nunca. Y sin embargo otras
veces, lo que parece ser una impresión igualmente profunda se desvanece hasta tal punto que es
imposible recordarla detalladamente ni aun cuando se mencione. Hay razones para ello. La
Fundación Nexial ha descubierto cuáles eran.
McCann no dijo nada. Apretaba los labios. Por encima de su hombro Grosvenor observó que los
cuatro miembros del departamento de química habían formado un grupo junto a la puerta del
corredor. Hablaban en voz baja. Se limitó a dirigirles una mirada y volviéndose hacia el geólogo,
dijo:
—Al principio hubo momentos en que creía que la presión sería demasiado para mí. No hablo
solamente de la máquina somnífera, ¿comprende?, en la cantidad de entrenamiento del momento era
sólo un diez por ciento del total.
McCann lo escuchaba moviendo la cabeza.
—Estas cifras casi me asombran. Supongo que alcanzó usted su máximo porcentaje en aquellas
películas cuya imagen sólo subsiste una fracción de segundo.
—Empleábamos las películas taquistocópicas durante tres horas al día —asistió Grosvenor—,
pero constituían sólo un cuarenta y cinco por ciento del entrenamiento. El secreto es velocidad y
repetición.
—Una ciencia entera en una sesión —exclamó McCann—. ¡Y a esto llama usted un
enseñamiento total!
—Es sólo una faceta de él. Aprendemos con todos los sentidos, con nuestros dedos, nuestros
oídos, nuestros ojos, e incluso con nuestro olfato y nuestro sabor.
De nuevo McCann frunció el ceño. Grosvenor vio que los jóvenes químicos se marchaban
finalmente de la sala. Del corredor llegó el sonido de fuertes risas que parecieron sacar a McCann de
su ensimismamiento. El geólogo adelantó una mano y dijo:
—¿Por qué no viene usted uno de estos días a mi departamento? Quizá podríamos establecer un
método de coordinar su integridad de conocimientos con nuestro campo de acción. Podríamos hacer
una prueba cuando aterricemos en otro planeta.
Mientras Grosvenor seguía el corredor dirigiéndose a sus habitaciones iba silbando entre dientes.
Había conseguido su primera victoria, y sus sensaciones eran agradables.
VIII
La mañana siguiente, mientras Grosvenor se dirigía a su departamento, vio con asombro que la
puerta estaba abierta. Un chorro de luz salía por ella iluminando el más oscuro corredor. Apresuró el
paso y se detuvo en seco en el umbral.
A la primera mirada vio siete técnicos químicos, incluyendo dos de los que habían asistido a su
conferencia. Habían traído maquinaria a la habitación. Había varias toberas anchas, una serie de
aparatos térmicos y un sistema completo de tuberías para llevar productos químicos a las toberas.
La mente de Grosvenor pegó un salto atrás a la forma como se habían comportado los técnicos
químicos durante su conferencia. Franqueó el umbral, perplejo por las posibilidades e inquieto de
pensar qué podían haber hecho con sus instalaciones. Solía utilizar la habitación exterior para
trabajos generales. Normalmente contenía alguna maquinaria, pero estaba principalmente destinada
a preparar los productos de las otras habitaciones para objetivos de instrucción en grupo. Las otras
cuatro habitaciones contenían equipos especiales.
A través de la puerta que llevaba a su estudio de grabaciones sonoras, Grosvenor vio que también
éste había sido ocupado. La impresión lo había dejado mudo. Ignorando a toda aquella gente, entró
en la habitación exterior y recorrió las diversas secciones por turno. Tres habían sido ocupadas por
los químicos invasores. Estas incluían, además del estudio sonoro, el laboratorio y el cuarto de
herramientas. La cuarta sección, con los aparatos técnicos y otro reciente contiguo, no estaba
totalmente deteriorada. En él habían sido amontonados todos los aparatos y maquinaria de las demás
habitaciones. Una puerta llevaba de la cuarta sección a un corredor. Grosvenor supuso con pesar que
aquella sería en adelante la entrada a su departamento.
Siguió inmóvil reteniendo su cólera, pensando todas las posibilidades. Supondrían que protestaría
ante Morton. Kent conseguiría no obstante sacar ventaja de lo ocurrido favoreciendo su elección.
Grosvenor era incapaz de ver en qué forma aquello podría favorecer la campaña del químico. Pero
Kent evidentemente lo creía así.
Grosvenor regresó lentamente a la primera habitación, el auditorio. Observó por primera vez que
las de anchas toberas eran máquinas de fabricación de comida. Inteligente. Era como si se quisiese
sacar buen provecho del espacio, algo que, podía argüirse, no había sido verdad hasta entonces.
Aquella sagacidad lanzaba un reto a un espíritu ingenuo.
No parecía quedar muchas dudas acerca de cómo había ocurrido la cosa. No agradaba a Kent. Al
manifestarse verbalmente en contra de la elección de Kent, hecho que debió serle transmitido, su
desagrado aumentó. Pero la vengativa reacción del químico-jefe, manejada en la forma debida,
podía ser utilizada contra él.
A Grosvenor le parecía que tenía que ocuparse para que Kent no se beneficiase definitivamente
de su invasión.
Se dirigió a uno de los hombres y le dijo:
—Tendrá la amabilidad de transmitir a sus colegas que celebro la oportunidad de perfeccionar la
educación del personal del departamento de química, esperando que nadie tendrá inconveniente en
aprender mientras trabajan.
Dio media vuelta y se alejó sin esperar respuesta, cuando miró hacia atrás vio que el hombre le
estaba mirando. Grosvenor reprimió una sonrisa. Cuando entró en el cuarto de técnica estaba alegre.
Ahora, por lo menos, se encontraba frente a una situación en la cual podía emplear algunos de los
métodos que su entrenamiento había puesto a su alcance.
Debido a la forma como habían sido amontonados todos sus instrumentos y aparatos portátiles en
un reducido espacio, necesitó un cierto tiempo para encontrar el gas hipnótico que buscaba. Pasó
cerca de media hora adaptando un tubo a un vaporizador de forma que el producto comprimido no
silbase al salir. Cuando lo hubo conseguido, Grosvenor llevó el recipiente a la habitación exterior.
Abrió un armario de pared que tenía la puerta enrejada, colocó el recipiente dentro de él y abrió la
llave del gas. De nuevo cerró apresuradamente la puerta del armario.
Un tenue olor de perfume se mezcló a los olores químicos de los tubos.
Silbando entre dientes Grosvenor cruzó la habitación. Fue detenido por uno de los químicos que
habían asistido a su conferencia el día anterior.
—¿Qué demonios está usted haciendo aquí?
—Dentro de un minuto se dará usted cuenta —respondió Grosvenor con una leve sonrisa—.
Forma parte de mi programa educativo para su personal.
—¿Y quién le ha pedido un programa educativo?
—¿Cómo? ¡Pues el señor Malden! —dijo Grosvenor simulando sorpresa—. ¿Qué otra cosa
pueden estar ustedes haciendo en mi departamento? —Se echó a reír—. Estoy bromeando. Es un
desodorizante. No quiero que esta habitación huela mal.
Se alejó sin esperar la respuesta y se detuvo lejos esperando ver las reacciones de los hombres
bajo el gas. Había en conjunto quince individuos. Podía esperar cinco reacciones totalmente
favorables y cinco parciales. Había varias maneras de decir en qué forma una persona había sido
afectada.
Al cabo de algunos minutos de atenta observación Grosvenor avanzó, se detuvo al lado de uno de
los hombres y con voz firme, pero baja, le dijo:
—Venga al lavabo dentro de cinco minutos y le daré a usted una cosa. ¡Ahora olvídelo!
Se retiró hacia la puerta que comunicaba la habitación exterior con el estudio. Al volverse vio a
Malden avanzar y hablar con el hombre. El técnico movió negativamente la cabeza, visiblemente
sorprendido.
La voz del hombre tenía un timbre de sorprendida cólera.
—¿Qué quiere decir que no ha hablado con usted? ¡Lo vi!
El técnico se enojaba.
—¡No sé una palabra! Debería saberlo.
Si la discusión continuó Grosvenor no lo vio ni la oyó. Mirando de reojo se dio cuenta que uno de
los más jóvenes de la habitación contigua daba signos de suficiente reacción. Se dirigió hacia el
hombre de la misma forma distraída y dijo las mismas palabras que había dicho al primero, con una
diferencia. Había necesitado quince minutos en lugar de cinco.
En conjunto seis hombres respondieron hasta el grado que Grosvenor consideraba esencial para
sus planes. De los restantes nueve individuos, tres, incluyendo a Malden, mostraron una reacción
menor. Grosvenor dejó el último grupo solo. En este estado de cosas, necesitaba certidumbres
virtuales. Más tarde podría ensayar métodos diferentes con los demás.
Grosvenor estaba esperando cuando el primer sujeto de su experimento entró en el lavabo. Le
sonrió y le dijo:
—¿Ha visto usted alguna vez una cosa así?
Le enseñaba una pequeña oreja de cristal con los rebordes de manera de poderse adaptar al
interior de la oreja.
El hombre aceptó el instrumento, lo miró y movió la cabeza sorprendido.
—¿Qué es? —preguntó.
—Vuélvase —ordenó Grosvenor—, y se lo fijaré en el oído. —Al obedecer el hombre sin
preguntar nada, prosiguió con firmeza—: Observará usted, supongo, que la parte exterior es del
color de la carne. En otras palabras, sólo es visible examinándola de muy cerca. Si alguien más lo
ve, dirá usted que es para oír mejor.
Acabó de fijar el adminículo y retrocedió.
—Dentro de cosa de un minuto ni siquiera sabrá usted que la lleva. No la sentirá.
—Ya casi no la siento ahora —dijo el técnico al parecer interesado—. ¿Y de qué sirve?
—Es una radio —le explicó Grosvenor. Siguió explicándole, dando importancia a cada palabra—
. Pero no oirá usted nunca conscientemente lo que dice. Las palabras van directamente a su
inconsciente. Puede usted oír lo que los demás le dicen. Puede usted sostener conversaciones. En
realidad seguirá usted entregado a sus habituales obligaciones sin darse cuenta que en su interior se
produce algo inusitado. Y ahora olvídelo todo.
—¡Supongámoslo! —dijo el técnico.
Se marchó, moviendo la cabeza. Pocos minutos después entró el segundo hombre; y más tarde,
por turno, los restantes cuatro que habían dado muestras de profunda reacción. Grosvenor los
proveyó a todos con duplicados del casi invisible aparato auricular.
Canturreando entre dientes preparó otro aparato de gas hipnótico, y lo substituyó al que había en
el pequeño armario. Esta vez el experto químico y cuatro hombres más respondieron
profundamente. De los demás, dos acusaron ligera reacción y uno, que se había sentido previamente
ligeramente afectado, pareció salir de su estado y otro no dio el menor signo.
Grosvenor creyó que podía darse por satisfecho con once afectados sobre quince. Kent quedaría
desagradablemente sorprendido del número de genios que habían brotado en su departamento.
Sin embargo, estaba todavía lejos de la victoria final. Esta no podía sin duda obtenerse a menos
de operar un ataque directo contra Kent.
Rápidamente Grosvenor tomó las disposiciones necesarias para la radiación de un mensaje
experimental a las radios auditivas. Dejó que el disco fuese rodando lentamente mientras él se
paseaba entre los hombres observando sus reacciones. Cuatro individuos parecían estar preocupados
por algo. Grosvenor se dirigió a uno de ellos que movía frecuentemente la cabeza.
—¿Qué le pasa a usted? —le preguntó.
—Me parece oír una voz, qué tontería —dijo con una risa forzada.
—¿Fuerte? —No era exactamente la pregunta de un solícito interlocutor, pero Grosvenor se
sentía intensamente interesado.
—No, muy lejana. Se pierde y después...
—Se desvanecerá —dijo Grosvenor calmándolo—. Ya sabe usted que la mente puede sentirse en
exceso estimulada. Apostaría a que se desvanece ya sólo por el hecho de tener alguien con quien
hablar que distrae su atención.
El hombre inclinó la cabeza hacia un lado como si estuviese escuchando. Movió la cabeza, como
intrigado.
—Se ha marchado. —Se enderezó y suspiró aliviado—. Me preocupaba...
De los otros tres hombres dos se tranquilizaron con relativa facilidad. Pero el individuo restante,
incluso con sugestión adicional, siguió oyendo la voz. Grosvenor se lo llevó a un lado y con el
pretexto de examinar su oreja, le quitó la diminuta radio. El hombre necesitaba probablemente
mayor entrenamiento.
Grosvenor habló brevemente con los demás sujetos. Después, satisfecho, regresó al cuarto de
técnica y preparó una serie de discos para tocar durante tres minutos de cada quince. De nuevo en la
habitación exterior, miró en torno a él y vio que todo iba bien. Decidió que podía dejar a los
hombres en toda seguridad en su trabajo. Salió al corredor y se dirigió hacia los ascensores.
Pocos minutos después entraba en el departamento de matemáticas y pidió ver a Morton. Con
gran sorpresa por su parte, fue recibido en el acto.
Encontró a Morton cómodamente sentado detrás de su mesa. El matemático le señaló una silla y
Grosvenor se sentó.
Era la primera vez que entraba en el despacho de Morton y miró a su alrededor con curiosidad.
La estancia era grande y tenía un ventanal que ocupaba toda una pared. En aquel momento el
ventanal estaba asomado al espacio en un ángulo tal que la gran nebulosa de la galaxia, de la cual el
sol no era más que una diminuta mota de polvo, se veía de un extremo a otro. Estaba todavía lo
suficientemente cerca para que fuesen visibles innumerables estrellas aisladas y lo suficientemente
lejos para que su nebulosa grandeza alcanzase el máximo de su brillantez.
En el campo visual había también algunos grupos de estrellas que, aun cuando fuera de la
galaxia, giraban con ella en el espacio. Su vista recordó a Grosvenor que el Space Beagle estaba en
aquellos momentos pasando a través de uno de los grupos menores.
Después de las fórmulas de cortesía habituales, Grosvenor preguntó:
—¿Se ha tomado alguna decisión acerca de si nos detenemos o no en algunos de los soles de este
grupo?
—La decisión parece ser contraria —respondió Morton—. Estoy de acuerdo con ella. Nos
dirigimos a otra galaxia y estaremos alejados de la Tierra durante mucho tiempo.
El director se inclinó para recoger un papel de sobre la mesa y volvió a arrellanarse.
Abruptamente, dijo:
—He oído decir que había sido usted invadido.
Grosvenor sonrió desdeñosamente, imaginaba el placer con que algunos miembros de la
expedición acogerían el incidente. Había dado a conocer su presencia a los habitantes de la nave lo
suficiente para que se sintiesen inquietos ante lo que el Nexialismo era capaz de hacer. Estos
individuos, y muchos de ellos no eran todavía partidarios de Kent, se opondrían a que el director
interviniese en el asunto.
Sabiendo esto, había venido a enterarse de si el director comprendía las necesidades de la
situación. Acabó diciendo:
—Señor Morton, quiero que diga usted al señor Kent que cese en sus intromisiones.
No tenía el menor deseo para que el director diese esta orden, pero quería ver si se daba también
cuenta del peligro. Morton movió lentamente la cabeza y dijo:
—Después de todo, dispone usted de mucho espacio para un hombre solo. ¿Por qué no
compartirlo con otro departamento?
La respuesta era evasiva. Grosvenor no tenía más remedio que insistir.
—¿Debo acaso comprender que cualquier jefe de departamento de esta nave puede ocupar un
determinado espacio de otro departamento sin permiso de las autoridades? —preguntó con firmeza.
Morton tardó en responder. En su rostro había una sonrisa contorsionada. Jugueteó con un lápiz
y, finalmente, dijo:
—Tengo la vaga idea que ha comprendido usted erróneamente mi posición a bordo del Beagle.
Antes de tomar una decisión que afecte a un jefe de departamento tengo que consultar con los jefes
de los demás departamentos. —Miró al techo—. Supongamos que anoto este punto en los asuntos a
tratar y se decide que Kent puede disponer de este espacio de su sección que ha ocupado ya. Este
estado de cosas, habiéndose confirmado, sería por lo tanto permanente. Se me ocurre —terminó
deliberadamente— que quizá no tenga usted inconveniente en aceptar las limitaciones que se le han
impuesto, en este estado de cosas.
Grosvenor, cumplido su objeto, le devolvió la sonrisa.
—Estoy encantado de poder contar con su apoyo. ¿Puedo contar entonces que no permitirá usted
a Kent poner a discusión el asunto?
Si Morton quedó sorprendido por el súbito cambio de actitud de Grosvenor, no lo dejó lucir.
—Estas deliberaciones —dijo con satisfacción—. son cosas sobre las cuales guardo control
severo. Mi oficina prepara la lista. Yo la presento. Los jefes de sección pueden votar que incluya en
el orden del día la petición de Kent para una reunión posterior, pero no para la que se esté
celebrando.
—De lo cual deduzco —dijo Grosvenor— que el señor Kent ha hecho ya la solicitud de disponer
de cuatro habitaciones de mi departamento...
Morton asintió. Dejó sobre la mesa el papel que había estado doblando y recogió un cronómetro
que se puso a estudiar atentamente.
—La próxima reunión tiene lugar dentro de dos días. O sea, cada semana, a menos que yo la posponga. Creo —parecía que estuviese pensando en alta voz— que no tendré dificultad en anular la
fijada para dentro de veinte días. —Dejó el cronómetro y se levantó bruscamente—. Esto le da a
usted veintidós días para defenderse solo.
Grosvenor se levantó lentamente. Decidió no hacer comentarios sobre el límite de tiempo. De
momento le parecía más que indicado, pero podía parecer egoísta decirlo. Mucho antes que el plazo
terminase o habría recuperado el control de su departamento o su fracaso estaría claramente
establecido.
—Hay también otro punto que quisiera consultarle —añadió en voz alta—. Me parece que
debería tener derecho a comunicarme directamente con los jefes de los demás departamentos cuando
uso el traje del espacio.
—Estoy seguro que esto es simplemente un olvido —dijo Morton sonriendo—. La omisión será
rectificada.
Se estrecharon las manos y se separaron. Mientras se dirigía hacia su departamento iba sintiendo
la creciente sensación del hecho que el Nexialismo estaba ganando terreno.
Al entrar en la habitación exterior Grosvenor quedó sorprendido de ver a Siedel de pie en un lado
viendo trabajar a los químicos. El psicólogo lo vio y avanzó, moviendo la cabeza.
—Señor Grosvenor —dijo—, ¿no es un poco contrario a la ética, todo esto?
Grosvenor imaginó con una sensación de desfallecimiento que Siedel había analizado lo que
había hecho a los hombres. Trató de alejar este presentimiento de su voz y dijo rápidamente:
—Absolutamente contrario. Tengo la misma sensación que tendría usted si su departamento fuese
invadido con manifiesto desprecio de todos los derechos legales.
¿Por qué estará aquí?, pensó. ¿Le habrá encargado Kent que investigue algo? Siedel se acariciaba
la mandíbula. Era un hombre corpulento con unos ojos negros muy brillantes.
—No es esto lo que quería decir —respondió lentamente—. Pero veo que se considera usted
justificado.
Grosvenor cambió de táctica.
—¿Se refiere usted al método instructivo que empleo con estos hombres?
No sentía el menor remordimiento de conciencia. Cualquiera que fuese la razón por la cual aquel
hombre estaba allí, la oportunidad tenía que ser orientada en su propia ventaja si era posible. Su
esperanza era originar un conflicto en la mente del psicólogo, hacerla ser neutral en la lucha entre
Kent y él. Con un ligero deje irónico en la voz, Siedel respondió:
—Exacto. A petición del señor Kent he examinado estos hombres pertenecientes a su
departamento que creyó ver comportarse de una forma absolutamente anormal. Mi deber es ahora
comunicar mi diagnóstico al señor Kent.
—¿Por qué? —respondió Grosvenor con calor—. Señor Siedel, mi departamento ha sido
invadido por un hombre a quien desagrado por haber declarado abiertamente que no votaré por él.
En vista que ha obrado lanzando un reto a todas las leyes reinantes en esta nave, tengo el más
absoluto derecho a defenderme como pueda. Le ruego, por consiguiente, que se mantenga
estrictamente neutral en esta querella simplemente personal.
—No comprende usted —dijo Siedel frunciendo el ceño— que estoy aquí como psicólogo.
Considero el uso que ha hecho usted de la hipnosis sin consentimiento del paciente como
absolutamente contrario a la ética, y me extraña que espere usted que me asocie a un acto de tal
naturaleza.
—Le aseguro a usted que mi código de ética es tan escrupuloso como el suyo —respondió
Grosvenor—. Si bien he hipnotizado a estos hombres sin su autorización he tenido el más grande
esmero en abstenerme de obtener con ello ventaja alguna ni hacerles daño o molestarlos en el grado
más ínfimo. En estas circunstancias, no veo por qué se cree usted obligado a ponerse de parte de
Kent.
—¿Se trata de una cuestión entre Kent y usted, verdad?
—Absolutamente.
Grosvenor creía ver lo que se avecinaba.
—Y sin embargo —prosiguió Siedel—, no ha hipnotizado usted a Kent, sino a un grupo de
inocentes subalternos.
Grosvenor recordaba la forma como los cuatro químicos se habían comportado en su conferencia.
Algunos de ellos, por lo menos, no eran tan inocentes.
—No voy a discutir este punto con usted —dijo—. Podría decirle que, desde el principio de los
tiempos, la mayoría que no piensa ha pagado el precio de su obediencia sin discusión a las órdenes
de jefes cuyos fines no se toman la molestia de averiguar. Pero mejor que entrar en esta materia
preferiría hacerle una pregunta.
—Diga...
—¿Ha entrado usted en la habitación de técnica?
Siedel asintió, pero sin contestar.
—¿Ha visto usted los gráficos? —insistió Grosvenor.
—Sí.
—¿Ha visto usted de qué tratan?
—Información sobre química.
—Es todo lo que les doy. Es todo lo que tengo intención de darles. Considero mi departamento
como un centro educativo. La gente que entra aquí a la fuerza recibe una educación quiera o no
quiera.
—Confieso —dijo Siedel— que no veo cómo esto podrá ayudarlo a liberarse de ellos. De todos
modos, estaré encantado en comunicar al señor Kent lo que está usted haciendo. Quizá no tenga
inconveniente en que estos hombres aprendan más química.
Grosvenor no contestó. Tenía su opinión personal acerca de hasta dónde podía gustarle a Kent
que sus subordinados llegasen en breve a saber tanta química como él.
Vio melancólicamente a Siedel desaparecer por el corredor. El hombre daría a Kent una
información completa, lo cual quería decir que era necesario elaborar un nuevo plan. Inmóvil, de
pie, decidió que era temprano todavía para recurrir a medios extremos de defensa. Era duro tener la
certeza que cualquier acción eficaz que emprendiese no crearía a bordo la situación que era de
esperar que él crease. Pese a sus propias reservas acerca de la historia cíclica, era conveniente
recordar que las civilizaciones parecían nacer, crecer, envejecer y morir a edad avanzada. Antes de
hacer nada, sería conveniente tener una conversación con Korita y ver en qué pozos sin fondo podía
caer inadvertidamente al avanzar.
Encontró al científico japonés en la biblioteca B que estaba en el extremo más alejado de la nave,
en el mismo piso que el departamento Nexial. Korita salía en el momento en que él llegó, y
Grosvenor se juntó a su paso. Sin más preámbulos, expuso su problema.
Korita no respondió inmediatamente. Recorrieron todo el corredor antes que el alto historiador
tomase la palabra, perplejo.
—Amigo mío —dijo—, estoy seguro que comprende usted la dificultad de resolver problemas
específicos sobre la base de generalizaciones, que es virtualmente todo lo que la teoría de la historia
cíclica nos puede ofrecer.
—Sin embargo —objetó Grosvenor— algunas analogías podrían serme de gran utilidad. Por lo
que he leído sobre esta materia, he deducido que estamos en el último, o «invernal» período de
nuestra civilización. En otras palabras, en estos precisos momentos estamos cometiendo los errores
que llevan a la decadencia. Tengo una vaga idea de todo esto, pero quisiera saber algo más.
Korita se encogió de hombros.
—Trataré de exponérselo brevemente. —Permaneció algún tiempo silencioso, y dijo—: La
principal característica común de los períodos «invernales» de las civilizaciones es la creciente
comprensión por parte de millones de individuos de en qué forma las cosas se producen. El pueblo
se impacienta bajo la influencia de supersticiones o explicaciones sobrenaturales de lo que pasa por
sus mentes y cuerpos, y en el mundo que lo rodea. Con la acumulación gradual de conocimientos,
incluso las mentes más simples «ven a través» y rechazan conscientemente las aspiraciones de una
minoría a una superioridad hereditaria. Y la feroz batalla por la igualdad está sobre el terreno.
Korita hizo una pausa y después continuó:
—La extendida lucha por el engrandecimiento personal constituye el paralelo más significativo
entre todos los períodos «invernales» de las civilizaciones registradas en la historia. Por suerte o por
desgracia, la lucha se desarrolla generalmente dentro del marco de un sistema legal que tiende a
proteger la atrincherada minoría. El último en llegar al campo de batalla, sin comprender sus
motivos, se arroja ciegamente a la lucha por el poder. El resultado es un verdadero embrollo de
indisciplinadas inteligencias. En su resentimiento y codicia, los hombres siguen a unos jefes tan
confusos como ellos mismos. Repetidamente, el desorden resultante ha llevado por peldaños bien
definidos al estado final estático, contemplativo.
»Tarde o temprano un grupo alcanza la ascendencia. Una vez en el poder, los cabecillas
restablecen el «orden» de una forma tan salvajemente sanguinaria que millones de hombres quedan
aniquilados. Rápidamente el grupo que tiene el poder comienza a restringir actividades. El sistema
de licenciamiento y otras medidas reguladoras, necesarias en toda sociedad organizada, se
convierten en instrumentos de restricción y monopolio. Empieza a ser difícil, más tarde imposible,
para un individuo iniciar una nueva empresa. Y así, vamos progresando rápidamente, pasando por
diferentes grados, hacia el sistema de castas de familia de la antigua India, y hacia otras sociedades
mucho menos bien conocidas pero igualmente inflexibles, como la de Roma del año 300 d. de C. El
individuo nace en el seno de este estacionamiento en la vida y no puede elevarse por encima de él.
¿Le es de alguna utilidad este breve resumen?
—Como le he dicho ya —respondió Grosvenor pausadamente—, trato de resolver el problema
que el señor Kent me ha planteado sin caer en los errores egoístas del hombre de la última
civilización que usted ha descrito. Quiero saber si puedo esperar razonablemente defenderme contra
él sin agravar las hostilidades que reinan ya a bordo del Beagle.
Korita sonrió con una mueca.
—Sería una victoria única si lo consiguiese usted. Históricamente, sobre la base de las masas, el
problema no ha sido jamás resuelto. Bien, ¡buena suerte, señor Grosvenor!
Y en aquel momento sucedió.
IX
Se habían detenido en la sala de «cristal» del piso de Grosvenor. No era cristal ni era en realidad
una «sala». Era una especie de alcoba del corredor exterior mural y el «cristal» era una enorme
plancha curvada hecha de una forma cristalizada de uno de los metales más resistentes. Era de una
transparencia tan límpida que llegaba a dar la impresión que no había nada.
Más allá estaba la oscuridad y el vacío del espacio.
Grosvenor observó distraídamente que la nave había casi salido ya del grupo de estrellas que
había estado atravesando. Sólo algunos de los aproximadamente cinco mil soles del sistema eran
todavía visibles. Abrió los labios para decir: «Me gustaría volver a hablar con usted cuando tenga
tiempo, señor Korita»... Pero no lo dijo. En el cristal que tenía delante acababa de formarse la doble
imagen algo borrosa de una mujer con un sombrero de plumas. La imagen temblaba y se estremecía.
Grosvenor experimentó una tensión anormal en los músculos de sus ojos. Durante un momento se
hizo el vacío en su cerebro. Fue seguido por destellos de luz, sonidos y una aguda sensación de
dolor. ¡Alucinaciones hipnóticas! Darse cuenta de ello fue como una descarga eléctrica.
Aquello le salvó. Su constitución le permitió rechazar inmediatamente la sugestión de la forma
luminosa. Se volvió y gritó en el comunicador más cercano:
—¡No miren las imágenes! ¡Son hipnóticas! ¡Somos atacados!
Al volverse tropezó con el cuerpo de Korita desvanecido. Se detuvo, arrodillándose.
—¡Korita! —gritó con voz aguda—. ¿Puede usted oírme?
—Sí.
—Sólo mis instrucciones lo influencian. ¿Me entiende?
—Sí.
—Empieza usted a relajarse, a olvidar. Su mente está en calma. El efecto de las imágenes se
desvanece. Ha desaparecido completamente. ¿Me entiende? Completamente desaparecido.
—Entiendo.
—No pueden volverle a afectar. Cada vez que vea usted una imagen le recordará alguna escena
agradable de su casa. ¿Está esto claro?
—Mucho.
—Ahora empieza usted a despertar. Voy a contar hasta tres. Cuando diga «tres» estará usted
completamente despierto. Uno..., dos..., ¡tres! ¡Despiértese!
Korita abrió los ojos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó intrigado.
Grosvenor se lo explicó rápidamente.
—Pero ahora, ¡venga, aprisa! —añadió—. La forma luminosa sigue imponiéndose a mis ojos a
pesar de la contrasugestión.
Llevó apresuradamente al asombrado arqueólogo por el corredor hacia el departamento Nexial.
En la primera esquina se encontraron ante un cuerpo humano que yacía en el suelo. Grosvenor lo
empujó con pie, sin fuerza. Quería una respuesta bajo el choque.
—¿Me oye usted? —preguntó.
El hombre se estremeció.
—Sí.
—Entonces escuche. Las imágenes luminosas no tienen ya efecto sobre usted. Ahora levántese.
Esté completamente despierto.
El hombre se puso de pie y se arrojó salvajemente sobre él. Grosvenor se agachó y su atacante
pasó por su lado, como ciego. Grosvenor le ordenó que se detuviese pero el hombre continuó con
una mirada de espanto. Grosvenor agarró el brazo de Korita.
—Me parece que he llegado demasiado tarde.
Korita movió la cabeza, deslumbrado. Sus ojos se volvieron hacia la pared y por las palabras que
dijo se vio claramente que la sugestión de Grosvenor no había surtido pleno efecto, o bien estaba ya
turbándose nuevamente.
—¿Pero qué son? —preguntó.
—¡No las mire!
Era increíblemente difícil hacerlo. Grosvenor tenía que estar siempre pestañeando para quebrar
los destellos luminosos que llegaban a sus ojos de las otras imágenes de las paredes. Al principio le
pareció que había imágenes por todas partes. Después observó que las formas femeninas, algunas
curiosamente dobles, otras sencillas, ocupaban secciones transparentes o translúcidas de los muros.
Había centenares de ellas, pero por lo menos tenían un límite.
Vieron más hombres. Las víctimas yacían a intervalos variables por los corredores. Dos veces se
encontraron con hombres sin sentidos. Uno de ellos les cerraba el paso con los ojos abiertos y sin
ver, y no se movió cuando Grosvenor y Korita pasaron a su lado. El otro lanzó un grito, agarró su
vibrador y disparó. El trazo visible brilló contra la pared al lado de Grosvenor. Pero éste lo derribó
de un puñetazo. El hombre, un partidario de Kent, lo miró con maldad.
—¡Maldito espía!... —dijo con saña—. ¡Ya te arreglaremos!
Grosvenor no se detuvo a averiguar los motivos de la sorprendente conducta de aquel hombre.
Pero su tensión aumentaba al acompañar a Korita hacia la puerta del departamento Nexial. Si un
solo químico podía con tal rapidez sentir un odio tan declarado contra él, ¿qué ocurriría con los
quince que se habían apoderado de sus habitaciones?
Observó con gran alivio que estaban todos sin sentido. Sacó precipitadamente dos pares de lentes
oscuros, uno para Korita y otro para él y envió chorros de deslumbrante luz contra las paredes, los
techos y el suelo. Instantáneamente las imágenes quedaron eclipsadas por la luz más fuerte.
Grosvenor se dirigió hacia su taller técnico y radió órdenes destinadas a despertar a aquellos que
había hipnotizado. A través de la puerta vigilaba la reacción de los cuerpos inconscientes. Al cabo
de cinco minutos nadie daba todavía señales de prestar atención. Dedujo que el tipo hipnótico del
inyectador había sobrepasado la dosis o incluso aprovechando el estado de sus mentes anulando las
palabras que él pudiese decir. Existía la posibilidad que éstos se despertasen espontáneamente al
cabo de un cierto tiempo y se volviesen contra él.
Con la ayuda de Korita arrastró los cuerpos al lavabo y cerró la puerta con llave. Un hecho era ya
evidente. Se trataba de un caso de hipnosis mecánica-visual de tal fuerza que él mismo sólo se había
salvado obrando rápidamente. Pero lo ocurrido no quedaba limitado a la visión. La imagen había
tratado de controlarlo, estimulando su cerebro a través de sus ojos. Estaba mucho más adelantado
que todos los demás hombres que habían trabajado en este campo de acción. Y así sabía, y los
atacantes al parecer no, que el control ajeno de un sistema nervioso humano no era posible, salvo
con un encéfalo-ajustador o su equivalente.
Sólo podía conjeturar, por lo que casi le había ocurrido a él, que los otros hombres habían caído
en un profundo sueño de trance hipnótico, o bien, que, confundidos por alucinaciones no eran
responsables de sus actos.
¡Su misión era ahora entrar en el cuarto de control y abrir la pantalla de energía de la nave. De
cualquier parte que viniese el ataque, fuese de otra nave o de un eventual planeta, cortaría
efectivamente cualquier emisión de ondas que el enemigo pudiese enviar.
Con dedos impacientes Grosvenor se puso a instalar una batería de luces portátil. Necesitaba algo
que interfiriese con las imágenes durante su camino hasta el cuarto de control. Estaba haciendo el
último empalme cuando sintió una inconfundible sensación que pasó casi instantáneamente. Era una
sensación que sentía generalmente durante un considerable cambio de rumbo, resultado del reajuste
a los antiaceleradores.
¿Había, entonces, cambiado entonces el rumbo? Era algo que tenía que comprobar..., más tarde.
—Voy a hacer un experimento —le dijo a Korita—. No se mueva de aquí, por favor.
Grosvenor llevó su arreglo a las luces a un corredor contiguo y lo colocó en el departamento
posterior de un vehículo de carga movido por la electricidad. Después subió a él y se dirigió hacia
los ascensores.
Calculó que en conjunto habrían transcurrido diez minutos desde que vio las imágenes.
Tomó el viraje hacia los ascensores a cuarenta kilómetros por hora, lo cual era mucho para
aquellos espacios relativamente angostos. En la alcoba frente a los ascensores, dos hombres estaban
luchando con una concentración de muerte y vida. No prestaron atención a Grosvenor y siguieron
golpeándose y maldiciéndose. Se les oía jadear con fuerza. Su mutuo odio de cerebro primitivo no
fue afectado por la batería de luces de Grosvenor. Cualquiera que fuese el mundo de alucinaciones
en que estaban, se hallaban profundamente sumidos en él.
Grosvenor metió su máquina en el primer ascensor y arrancó hacia abajo. Empezaba a acariciar la
esperanza de encontrar el cuarto de control desierto.
La esperanza se desvaneció al llegar al corredor principal. Era un hormiguero. Se habían
levantado barricadas y reinaba un inconfundible olor a ozono. Los vibradores echaban humo y se
derretían. Grosvenor se asomó cautelosamente por el ascensor tratando de captar la situación. Era
positivamente mala. Las dos entradas del cuarto de control estaban bloqueadas por grupos de carros
de carga volcados, detrás de los cuales había hombres agazapados vestidos de uniforme militar.
Entre los defensores Grosvenor vio al capitán Leeth y, en el sitio más lejano, al director Morton
detrás de la barricada de uno de los grupos atacantes.
Aquello aclaraba el cuadro. La refrenada hostilidad había sido estimulada por las imágenes. Los
científicos luchaban contra los militares a quienes habían siempre inconscientemente detestado. Los
militares, a su vez, se habían encontrado súbitamente en condiciones de dar rienda suelta a su
desprecio y furia hacia los odiados científicos.
No era, como sabía Grosvenor muy bien, un verdadero cuadro de sus mutuos sentimientos. La
mente humana normalmente equilibra innumerables impulsos encontrados, de forma que el
individuo medio pueda vivir externamente su vida sin que un sentimiento alcance una importante
ascendencia sobre los demás. Este intrincado equilibrio había sido alterado ya. El resultado
amenazaba ser el desastre para toda la expedición de seres humanos y prometía la victoria a un
enemigo cuyos propósitos sólo podían ser conjeturados.
Sea como fuere, el acceso al cuadro de control estaba bloqueado. Bien a pesar suyo, Grosvenor se
retiró de nuevo a su departamento, donde Korita lo encontró en la puerta.
—¡Mire! —le dijo.
Se acercó a una placa mural de comunicación conectada con el preciso mecanismo de
velocidades de la parte delantera del Space Beagle. La placa registradora estaba directamente
enfocada con una serie de mirillas capilares. La instalación parecía más intrincada de lo que era,
Grosvenor acercó los ojos a las mirillas y vio que la nave estaba describiendo una lenta curva que,
en su ápice, la llevaría a dirigirse directamente a una estrella brillante. Un servomecanismo había
sido instalado con el fin de hacer las rectificaciones periódicas que mantendrían el rumbo.
—¿Podría hacer esto el enemigo? —preguntó Korita.
Grosvenor movió la cabeza, más intrigado que asustado. Dirigió el objetivo hacia una hilera de
instrumentos suplementarios. De acuerdo con el tipo espectral, la magnitud y la luminosidad estaba
a poco más de cuatro años de luz de distancia. La velocidad de la nave era de más de un año de luz
cada cinco horas. Puesto que seguía acelerando, aumentaría en una curva previsible. Calculó
vagamente que la nave alcanzaría las cercanías de aquel sol aproximadamente dentro de once horas.
Con un movimiento brusco Grosvenor cerró el comunicador. Permaneció de pie, asombrado, pero
no incrédulo. El propósito de la engañada persona que había alterado la ruta de la nave podía ser la
destrucción. De ser así, sólo quedaban diez horas para evitar la catástrofe.
Incluso en aquel momento en que no tenía plan definido alguno, a Grosvenor le parecía que el
único medio efectivo de conseguirlo era el ataque al enemigo utilizando medios hipnóticos.
Entretanto...
Se levantó decidido. Había sonado la hora de un segundo intento de acceder al cuarto de
controles.
Necesitaba algo que estimulase directamente las células de su cerebro. Había varias cosas que
podían lograrlo, pero la mayoría de ellas estaban destinadas únicamente a propósitos médicos. La
excepción era el encéfalo-ajustador, instrumento que podía ser empleado para transmitir impulsos de
un cerebro a otro.
Incluso con la ayuda de Korita, Grosvenor necesitó varios minutos para instalar uno de los
ajustadores. Probarlo requirió todavía más tiempo, y, siendo una máquina tan delicada, tuvo que
sujetarlo a su vagoneta con una almohada de muelles alrededor. En total, su preparación requirió
treinta y siete minutos.
Entonces tuvo un breve, aunque bastante violento, altercado con el arqueólogo que quería
acompañarlo. Al final, sin embargo, Korita estuvo conforme en quedarse atrás y guardar la base de
sus operaciones.
El transporte del encéfalo-ajustador obligó a Grosvenor a moderar la velocidad de su vehículo
mientras se dirigía al cuarto de controles. La forzosa reducción de velocidad le irritó, pero le dio al
mismo tiempo ocasión de observar los cambios que se habían producido desde el primer momento
del ataque.
Vio únicamente un solo cuerpo sin sentido. Grosvenor supuso que la mayoría de los hombres que
habían caído en profundo trance hipnótico se habían despertado espontáneamente. Este despertar
formaba parte de los fenómenos hipnóticos corrientes. Ahora respondían a otros estímulos sobre las
mismas bases casuales. Desgraciadamente, aunque también era de esperar, aquello parecía indicar
que impulsos desde largo tiempo reprimidos controlaban sus acciones.
Y así hombres que en circunstancias normales se limitaban a desagradarse mutuamente, habían,
en un instante, transformado su mutuo desagrado en un odio asesino.
El factor mortal era que no se darían cuenta del cambio. Porque la mente podía ser perturbada sin
que el individuo se diese cuenta de ello. Podía ser perturbada por una mala asociación circundante o
por el ataque que se estaba realizando ahora contra una nave cargada de hombres. En ambos casos,
cada persona se comportaba como si sus nuevas creencias estuviesen tan sólidamente basadas como
las antiguas.
Grosvenor abrió la puerta del ascensor al nivel del cuarto de controles y se echó atrás
rápidamente. Un proyector calorífero lanzaba llamas por el corredor. Las paredes de metal ardían
con un ruido seco y silbante. En su estrecho campo de visión tres hombres yacían muertos. Mientras
permanecía allí se produjo una fuerte explosión. Instantáneamente las llamas se apagaron. Un humo
azul saturó el aire y hubo una sensación de calor sofocante. En pocos segundos humo y calor habían
desaparecido; era evidente que, por lo menos, el sistema de ventilación funcionaba.
Se asomó cautelosamente. El corredor, a primera vista, parecía desierto. Después vio a Morton,
medio oculto en una especie de alcoba protectora a pocos pasos de él. El director le vio y le hizo una
señal para que se acercase. Grosvenor vaciló, después se dio cuenta que tenía que correr el riesgo.
Empujó su vehículo a través de la puerta del ascensor y avanzó por el espacio que los separaba. El
director lo saludó afablemente al encontrarse.
—Es usted precisamente el hombre que quería ver —le dijo—. Tenemos que recuperar el control
de la nave de manos del capitán Leeth antes que Kent y su grupo organicen el ataque.
La mirada de Grosvenor respiraba calma e inteligencia. Tenía el aspecto del hombre que lucha
por el derecho. No parecía tampoco considerar que fuese necesaria una explicación a estas palabras.
—Necesitaremos particularmente su concurso contra Kent —prosiguió el director—. Lanzan una
sustancia química que no había visto nunca. Hasta ahora nuestros ventiladores han conseguido
rechazarla y devolverla hacia ellos, pero están instalando ventiladores también. Nuestro grave
problema se plantea así: ¿tendremos tiempo de derrotar a Leeth antes que Kent pueda traer sus
fuerzas al ataque?
El factor tiempo era también el problema de Grosvenor. Se llevó disimuladamente la mano
derecha a la muñeca izquierda y tocó el enlace activador que controlaba las placas directivas del
ajustador. Orientó las placas hacia Morton, diciendo:
—Tengo un plan. Creo que podría ser efectivo contra el enemigo.
Se detuvo. Morton estaba pensativo.
—Ha traído usted un ajustador y está funcionando —dijo—. ¿Qué espera usted conseguir con
ello?
La primera reacción sensorial de Grosvenor dio paso a la necesidad de encontrar una contestación
adecuada. Había conservado la esperanza que Morton no estuviese muy familiarizado con los
ajustadores. Fallando esta esperanza, podía intentar hacer uso del instrumento, pero sin la ventaja
inicial de la sorpresa. En un tono que expresaba la contrariedad a pesar suyo, dijo:
—Ahí está. Es esta máquina lo que quiero utilizar.
—Por las ideas que acuden a mi mente deduzco que está usted emitiendo —dijo Morton después
de haber vacilado unos instantes. Se detuvo. El interés daba vida a su rostro—. Oiga —prosiguió—,
está bien. Si puede usted difundir la noticia de un ataque alienígena...
Se calló, apretando los labios. Sus ojos se entornaron como calculando.
—El capitán Leeth ha tratado dos veces de llegar a un acuerdo conmigo —dijo—. Ahora
podemos fingir aceptar y actúa usted su máquina sobre él. Atacaremos en el momento en que nos
haga usted una señal. Comprenderá usted —explicó con dignidad— que no soñaré jamás en tratar ni
con el capitán Leeth ni con Kent si no es como un medio para conseguir la victoria. Lo comprende
usted, ¿verdad?
Grosvenor encontró al capitán Leeth en el cuarto de controles. El comandante lo recibió con una
actitud rígida y amistosa.
—Esta lucha entre científicos —dijo con calor —ha colocado a los militares en una situación
embarazosa. Hemos tenido que defender el cuarto de controles y el de motores rindiendo así nuestro
tributo a la expedición como un todo. —Movió la cabeza gravemente—. Está fuera del caso, desde
luego, pensar en que ninguno de ellos pueda ganar. En último caso, nosotros, los militares, estamos
dispuestos a sacrificarnos para evitar la victoria de ninguno de los dos grupos.
La sorpresa apartó a Grosvenor de su propósito. Se había preguntado si el capitán Leeth no sería
el responsable del hecho que la nave se dirigiese hacia un sol y ahora tenía la confirmación, por lo
menos parcial. El razonamiento del comandante parecía ser que la victoria de cualquier grupo que
no fuese el militar era inconcebible. Partiendo de esta base, era probablemente dar tan sólo un
diminuto paso más para concebir que la expedición entera debía ser sacrificada.
Disimuladamente, Grosvenor dirigió el emisor dirigible del ajustador hacia el capitán Leeth.
Ondas cerebrales y minúsculas pulsaciones se transmitieron de axón a dendrita, de dendrita a
axón, siguiendo siempre un sendero previamente establecido dependiente de anteriores asociaciones;
era un proceso que se producía indefinidamente entre los noventa millones de células neuronas del
cerebro humano. Cada célula estaba en su propio estado de equilibrio electrocoloidal, intrincada
combinación de tensión e impulso. Sólo gradualmente y a través de los años, se habían
perfeccionado máquinas que pudiesen detectar con cierto grado de exactitud el significado de la corriente eléctrica en el cerebro.
Los primitivos encéfalo-ajustadores eran un descendiente indirecto del famoso
electroencefalógrafo. Pero su función era la inversa de la de este primer aparato. Producía ondas
cerebrales artificiales de cualquier tipo deseado. Usándolo, un operador experimentado podía
estimular cualquier región del cerebro originando ideas, emociones y sueños, y evocar recuerdos del
pasado del individuo. No era en sí mismo un instrumento de control. El sujeto conservaba su propio
ego. Sin embargo podía transmitir los impulsos mentales de una persona a otra. Puesto que los
impulsos variaban según los pensamientos del emisor, el receptor estaba estimulado de una forma
altamente flexible.
Ignorante de la presencia del ajustador, el capitán Leeth no se daba cuenta que sus pensamientos
no eran los suyos propios.
—Habiendo sido el ataque de la nave producido por las imágenes, hace la lucha entre científicos
traidora e imperdonable. —Hizo una pausa y pensativamente, terminó—: Éste es mi plan.
El plan comprendía proyectores de calor, aceleradores de tensión muscular y exterminación
parcial de los dos grupos de científicos. El capitán Leeth omitió incluso hablar del enemigo, ni
pareció ocurrírsele que estaba revelando sus intenciones a un emisario de los que consideraba como
enemigos.
—Donde sus servicios serán importantes, señor Grosvenor —terminó diciendo—, será en el
departamento de ciencias. Como nexialista, con un conocimiento coordinativo de muchas ciencias
puede usted desempeñar un importante papel contra los otros científicos...
Rendido y descorazonado, Grosvenor abandonó. El caos era demasiado grande para que un
hombre lo dominase. Por donde mirase veía hombres armados. Había visto otro grupo de hombres
muertos. Y de un momento a otro la angustiosa tregua entre el capitán Leeth y Morton podía
terminar en una explosión de un proyector de fuego. Ahora mismo oía el rugido de los ventiladores
donde Morton aguantaba el ataque de Kent.
Se volvió hacia el capitán con un suspiro.
—Necesito un equipo de mi departamento —le dijo—, ¿puede usted pasarme por los ascensores
posteriores? Puedo estar de vuelta en cinco minutos.
Mientras, pocos minutos después, entraba con su máquina por la puerta posterior de su
departamento, le parecía que no quedaba ya la menor duda acerca de lo que tenía que hacer. Lo que
le había parecido al principio una idea descabellada era ahora el único plan que le quedaba a su
disposición.
Tenía que atacar a los extranjeros con sus mismas imágenes y sus armas hipnóticas.
X
Grosvenor se dio cuenta que Korita lo estaba observando mientras hacía sus preparativos. El
arqueólogo se acercó, mirando la colección de instrumentos eléctricos que estaba adaptando al
encéfalo-ajustador pero no hizo pregunta alguna. Parecía haberse restablecido totalmente de su
pasada experiencia.
Grosvenor se secaba el sudor del rostro. Y sin embargo no hacía calor. La temperatura de la
habitación se mantenía normal. Una vez que hubo terminado su trabajo preliminar se dio cuenta que
tenía que detenerse para analizar su ansiedad. No conocía, se dijo al fin, suficientemente a su
enemigo.
No bastaba tener una idea de la forma como operaría. El gran misterio era un enemigo que tenía
un cuerpo y rostro singularmente femenino, algunos parcialmente dobles, otros sencillos. Necesitaba
una base de acción razonablemente filosófica. Necesitaba aquel equilibrio de su plan que sólo el
conocimiento podía darle.
Se volvió hacia Korita y le preguntó:
—En términos de historia cíclica, ¿en qué grado de cultura pueden encontrarse estos seres?
El arqueólogo se sentó en una silla, apretó los labios y respondió.
—Explíqueme sus planes.
El japonés iba palideciendo mientras Grosvenor se lo explicaba. Finalmente, casi de una forma
incongruente, preguntó:
—¿Y cómo conseguirá usted salvarme a mi y no a los otros?
—Se lo explicaré en seguida. El sistema nervioso humano aprende por repetición. Para usted, las
formas luminosas no se han repetido tan a menudo como para los demás.
—¿Hay algún medio por el que hubiéramos podido evitar el desastre?
Grosvenor esbozó una sonrisa melancólica.
—El entrenamiento nexial hubiera podido conseguirlo, puesto que incluye un acondicionamiento
hipnótico. No hay más que una protección segura contra la hipnosis, y es estar entrenado en una
forma exactamente adecuada. Señor Korita —añadió después de una pausa—, por favor, conteste mi
pregunta. ¿Historia cíclica?
Una tenue línea de sudor apareció en la frente del arqueólogo.
—Amigo mío —dijo—, seguramente no esperará usted una generalización en este estado de
cosas. ¿Qué sabemos de estos seres?
Grosvenor gruñó interiormente. Reconocía la necesidad de aquella discusión, pero el tiempo vital
iba pasando. Con cierta indecisión, dijo:
—Los seres capaces de usar la hipnosis a distancia, como lo son éstos, deben ser probablemente
capaces de estimular las mentes ajenas, y tendrán por lo tanto aquella especie de telepatía que los
seres humanos sólo pueden alcanzar a través del encéfalo-ajustador.
Se inclinó hacia delante, súbitamente excitado.
—Korita, ¿qué efectos produce la facultad de leer mentes ajenas, sin recurrir a medios artificiales,
sobre una cultura?
El arqueólogo se incorporó y dijo:
—Pues, desde luego... Tiene usted la respuesta. La lectura mental embrutecería el desarrollo de
una raza y por consiguiente ésta está en un grado fellah.
Sus ojos brillaban mientras miraba a Grosvenor que delataba su asombro.
—¿Comprende usted? La facultad de leer las mentes ajenas darían al ser la sensación de
conocerlo. Sobre esta base, se desarrollaría todo un sistema de absolutas certidumbres. ¿Cómo
puede usted dudar cuando sabe? Estos seres pasarían volando por los primitivos períodos de su
cultura y llegarían al período fellah en el menor espacio de tiempo posible.
Con viveza, mientras Grosvenor lo escuchaba, describió la forma como varias civilizaciones de la
Tierra y la historia galáctica se habían agotado hasta pasar después al período fellah de forma
permanente. El pueblo fellah experimentaba novedad y cambio. No era particularmente cruel como
grupo, pero debido a su pobreza se desarrollaba en él con excesiva frecuencia una indiferencia hacia
los sufrimientos del individuo.
Una vez que Korita hubo terminado, Grosvenor dijo:
—¿Quizá este resentimiento del cambio es responsable del ataque a la nave?
—Quizá —dijo el arqueólogo con cautela.
Hubo un silencio. A Grosvenor le parecía que su deber era actuar como si el análisis total de
Korita fuese exacto. Con esta teoría como punto de partida, podía intentar conseguir su
comprobación por medio de una de las imágenes.
Una mirada al cronómetro lo inquietó. Le quedaban menos de siete horas para salvar la nave.
Apresuradamente enfocó un rayo de luz a través del encéfalo-ajustador. Con rápidos
movimientos instaló una pantalla frente a la luz de forma que la pequeña zona de cristal quedase en
la sombra a excepción de la luz intermitente que venía sobre ella del ajustador.
Instantáneamente apareció una imagen. Era una de las parcialmente dobles y gracias al encéfaloajustador pudo estudiarla con toda seguridad. Aquella primera visión clara lo dejó atónito. Era
vagamente humanoide. Y sin embargo era comprensible que su mente hubiese forjado una idea
femenina al principio. El doble rostro superpuesto estaba coronado por una especie de trenza de
plumas doradas. Pero la cabeza, aunque inconfundiblemente avimorfa, tenía una apariencia humana.
No tenía plumas en el rostro, que estaba cubierto de una red de encaje de algo que parecían venas.
La apariencia humana era el resultado de la forma como estas marcas se habían agrupado, dando la
impresión de mejillas y nariz.
El segundo par de ojos y la segunda boca estaban en cada caso dos pulgadas más arriba que el
primero. Formaban casi una segunda cabeza, que brotaba materialmente de la primera. Había
también un segundo par de hombros y un segundo par de brazos muy cortos que terminaban en unas
manos bellas y delicadas, sorprendentemente largas, y unos dedos, y el aspecto general era
femenino.
Grosvenor se dio cuenta que estaba pensando que los brazos y los dedos de los dos cuerpos serían
probablemente lo primeros en separarse. El segundo cuerpo podría entonces ayudar a soportar su
peso. Partenogénesis, pensó Grosvenor. Reproducción sin sexo. El crecimiento del capullo del
cuerpo paterno y la separación final del padre para convertirse en un nuevo individuo.
La imagen que veía en la pared tenía vestigios de alas. En las «muñecas» se veían motas de
plumas. Llevaba una túnica brillante azul sobre un cuerpo asombrosamente recto y superficialmente
humano. Si había otros vestigios de un pasado plumífero estaban ocultos por las ropas. Lo que se
veía claramente era que aquella ave no volaba, ni podía volar, por sus propios medios.
Korita fue el primero en hablar en tono de desaliento.
—¿Cómo va usted a hacerles saber que quiere ser hipnotizado a cambio de informaciones?
Grosvenor no contestó con palabras. Se puso de pie e intentó dibujar groseramente la imagen y a
sí mismo sobre una pizarra. Cuarenta y siete minutos y series de dibujos después, la imagen del ave
desapareció súbitamente de la pared y una escena de ciudad apareció en su lugar.
No era una gran ciudad y la primera vista de ella era desde un punto ventajoso. Tuvo la impresión
de altos y muy estrechos edificios, tan estrechamente pegados unos a otros que la parte más baja
debía estar sumida en las sombras durante la mayor parte del día. Grosvenor se preguntó, al pasar, si
sería posible reflejar costumbres nocturnas en algún primitivo pasado. Su cerebro saltaba. En su
deseo de obtener un cuadro completo ignoraba los edificios aislados. Quería por encima de todo
averiguar el grado de su cultura en maquinaria, cómo comunicaban y si aquélla era la ciudad desde
la cual se desencadenaba el ataque contra la nave.
No veía máquinas, ni naves aéreas, ni vehículos. Tampoco había nada que correspondiese a los
equipos de comunicaciones interestelares usados por los seres humanos que, en la Tierra, requerían
instalaciones espaciadas sobre muchos kilómetros cuadrados de suelo. Parecía lógico, por lo tanto,
que el origen del ataque no fuese nada de esta especie.
Mientras hacía este descubrimiento negativo, la vista cambió. No estaba ya sobre una colina sino
en un edificio cerca del centro de la ciudad. Mientras la estaba mirando, aquella perfecta imagen de
color se movió y Grosvenor se encontró asomándose al borde. Su preocupación esencial estaba en el
conjunto. Y, sin embargo, se preguntaba cómo se la enseñaban. La transición de una escena a otra
había sido realizado en el tiempo de pestañear. Menos de un minuto había transcurrido desde su
dibujo en la pizarra y finalmente había hecho conocer su deseo de informaciones.
Esta idea, como otras, fue como un relámpago. Miraba ávidamente por el lado del edificio. El
espacio que lo separaba de las demás construcciones contiguas no parecía ser superior a unos tres
metros. Pero ahora veía algo que no había sido visible desde la colina. Los edificios estaban
conectados en cada nivel por vías sólo de algunos centímetros de anchura. Por ellas circulaba el
tráfico pedestre de la ciudad avícola.
Exactamente bajo Grosvenor, dos individuos se dirigían uno hacia el otro siguiendo el mismo
angosto camino. No parecían darse cuenta que estaban a más de treinta metros sobre el nivel del
suelo. Caminaban despreocupados, fácilmente. Cada uno de ellos hacía un gesto circular con la
pierna exterior poniéndola delante de la otra en el camino, colocaba ésta delante de la primera y
seguía avanzando sin haber detenido el paso. En los demás niveles había otros seres que avanzaban
también de una forma similar e indiferentes. Al verlos Grosvenor conjeturó que sus huesos eran
delgados y huecos y que su constitución era muy ligera.
La escena cambió nuevamente, y después una vez más. Pasaba de una sección de la calle a otra.
Vio, o por lo menos así lo parecía, todas las variaciones posibles de la condición reproductiva.
Algunos estaban ya tan avanzados que las piernas y los brazos y la mayor parte del cuerpo estaban
ya libres. Otros estaban en el estado en que los había visto ya. En todos los casos el padre no parecía
afectado por el peso del nuevo cuerpo.
Grosvenor estaba intentando dirigir una mirada al interior de los edificios cuando el cuadro
comenzó a desvanecerse de la pared. En un instante la ciudad desapareció completamente. En su
lugar apareció una doble imagen cuyos dedos señalaban el encéfalo-ajustador. El gesto era
inconfundible. Habían cumplido la parte que le correspondía en el convenio. Ahora le tocaba a él
cumplir la suya.
Era un poco ingenuo creer que lo hiciese. El mal estaba en que era su deber. No tenía otra
alternativa.
XI
—Estoy tranquilo y descansado —dijo la voz grabada de Grosvenor—. Mis ideas son claras. Lo
que veo no está forzosamente relacionado con lo que estoy mirando. Lo que oigo puede no tener
significado alguno para los centros interpretativos de mi cerebro. Pero he visto su ciudad tal como
ellos creen que es.. Todo cuanto oigo y veo puede tener sentido o carecer de él, permanezco
tranquilo, descansado...
Grosvenor escuchó atentamente las palabras y se volvió hacia Korita.
—Eso es —dijo simplemente.
Vendría el tiempo quizá, en que oiría el mensaje de forma inconsciente. Pero estaría allí. Sus
características impresionarían todavía más firmemente su cerebro. Escuchándolo todavía, examinó
el ajustador por última vez. Estaba todo como él quería. Dirigiéndose a Korita, explicó:
—Estoy instalando el interruptor automático para cinco horas. Si acciona usted este interruptor
—añadió indicándole una palanca roja— me dejará libre antes. Pero hágalo sólo en caso de peligro.
—¿Cómo define usted la palabra «peligro»?
—Si somos atacados... —Grosvenor vaciló. Hubiera querido una serie de irrupciones. Pero lo que
se disponía a hacer era simplemente un experimento científico. Era un juego de vida o muerte.
Dispuesto a la acción, puso el dedo en el cuadrante de control. Y allá se detuvo.
Porque era el momento. Dentro de pocos segundos el grupo mental de incontables individuos de
la gente avícola estaría en posesión de fragmentos de su sistema nervioso. Tratarían indudablemente
de controlarlo como controlaban a los otros hombres de la nave.
Era casi cierto que se encontraría frente a un grupo de mentalidades que trabajaban
conjuntamente. No había visto maquinaria, ni siquiera un vehículo de ruedas, el más primitivo de los
artefactos mecánicos. Durante un corto tiempo dio por descontado que usaban cámaras de tipo
televisión. Ahora suponía que había visto la ciudad a través de ojos individuales. Con aquellos seres
la telepatía era un proceso sensorial tan agudo como la misma visión. La energía mental amasada de
algunos millones de gente avícola podía invadir distancias de años de luz. No necesitaban maquinaria.
No esperaba que pudiesen prever el resultado de su intento de convertirse en parte de su mente
colectiva.
Escuchando siempre el registrador, Grosvenor manipuló el cuadrante del encéfalo-ajustador y
modificó ligeramente el ritmo de sus pensamientos. Tenía que obrar con prontitud. Aunque quisiese
no podía ofrecer a los demás una sintonía completa. En estas pulsaciones rítmicas residía toda
variación entre razón, «irrazón» y locura. Tenía que restringir sus recepciones a las ondas que
registrasen «razón» en el gráfico del psicólogo.
El ajustador las superponía en un rayo de luz que a su vez brillaban directamente sobre la imagen.
Si el individuo que se hallaba detrás de ella era afectado por la forma de la luz, no había dado
muestra de ello todavía. Grosvenor no esperaba una prueba evidente, de manera que no quedó
decepcionado. Estaba convencido del hecho que el experimento sería tan sólo aparente en los
cambios que se producirían en las formas que le estaban mandando a él. Y esto, estaba seguro,
tendría que experimentarlo con su propio sistema nervioso.
Le era difícil concentrarse en la imagen, pero persistió. El encéfalo-registrador comenzó a
interferir marcadamente su visión. Pero él seguía mirando fijamente la imagen...
—Estoy tranquilo y descansado. Mis ideas son claras...
Durante un instante las palabras sonaron con fuerza en sus oídos. Después, desaparecieron. Y en
su lugar se oía un rugido como de un trueno lejano.
El ruido se desvaneció. Se convirtió en una pulsación regular como el murmullo de un gran
caracol marino. Grosvenor vio una luz tenue. Estaba muy lejos y veía el pálido resplandor de una
lámpara vista a través de la espesa niebla.
—Conservo el control —se tranquilizó—. Estoy recibiendo impresiones sensitivas a través de sus
sistemas nerviosos. Recibo impresiones a través del mío.
Podía esperar. Podía permanecer sentado y esperar que la oscuridad desapareciese, hasta que su
cerebro comenzase a hacer alguna clase de interpretación de los fenómenos sensoriales que eran
comunicados desde los sistemas nerviosos de los demás. Podía esperar que...
Se detuvo. ¿Qué se estaba produciendo? Escuchó atentamente. Una voz distante estaba diciendo:
«Lo que veo y oigo puede tener o no sentido, permanezco en calma...»
Le picaba la nariz. «No tienen narices —pensó—, por lo menos no he visto ninguna». Por lo
tanto o es mi nariz, o un reflejo casual. Empezó a rascársela y sintió un agudo dolor en el estómago.
Se hubiera doblado bajo el dolor si hubiese sido capaz de hacerlo. No podía. No podía rascarse la
nariz. No podía llevarse las manos al abdomen.
Se dio cuenta que la comezón y el dolor no procedían de su propio cuerpo. Tampoco tenían necesariamente ninguna correspondencia con el sistema nervioso de los demás. Dos formas de vida
altamente desarrolladas se estaban enviando mutuamente señales que ninguna de las dos era capaz
de interpretar. Su ventaja era que él las había esperado. Los demás, si eran fellah, y si la teoría de
Korita era válida, ni las habían esperado ni podían esperarlas. Comprendiendo esto, podía esperar el
reajuste. Sólo podía hacerse todavía más confuso...
La comezón desapareció. El dolor de su estómago se convirtió en una sensación de estar saciado,
como si hubiese comido demasiado. Una aguja caliente se clavó en su espinazo, penetrando en cada
vértebra. A media espalda la aguja se convirtió en hielo fundido y corrió como una corriente glacial
hacia abajo. Algo..., ¿una mano? ¿una pieza de metal? ¿unas tenazas?, agarró los músculos de sus
brazos y casi los arrancaron de raíz. Su mente se estremeció bajo los dolorosos mensajes. Perdió casi
el conocimiento.
Cuando la sensación se desvaneció en el vacío, Grosvenor era un hombre gravemente alterado.
Todo eran ilusiones. Estas cosas no ocurrían en ninguna parte, ni en su cuerpo, ni en el de los seres
aviformes. Su cerebro recibía impulsos a través de sus ojos y los interpretaba erróneamente. En esta
especie de relaciones el placer podía convertirse en dolor; cualquier estímulo era susceptible de
producir cualquier sensación. No había contado con que las interpretaciones erróneas fuesen tan
violentas.
Lo olvidó al sentir sus labios acariciados por algo suave y resbaladizo. Una voz dijo:
—Soy amado. —Grosvenor rechazó el significado—. No, no era «amado». —Era, creyó, su
propio cerebro tratando de nuevo de interpretar fenómenos sensoriales de un sistema nervioso que
experimentaba una reacción diferente de cualquier emoción humana comparable. Conscientemente,
substituyó las palabras: «Estoy estimulado por...», y dejó que la sensación siguiese su curso. El
estímulo no era desagradable. Las papilas del sabor experimentaban una sensación de dulzura. Sus
ojos se licuaban de agua, sentía relajar sus nervios. En su mente apareció la imagen de una flor. Era
bella, roja, un clavel de la Tierra que era imposible que tuviese relación alguna con el mundo Riim.
¡Riim!, pensó. Su mente se fijó en tensa fascinación. ¿Había llegado hasta él a través de los
abismos del espacio? De una forma irracional el nombre parecía adecuado. No importaba como
viniese, pero una duda subsistiría en su cerebro. No podía estar seguro.
La serie final de sensaciones había sido agradable. Esperaba sin embargo con ansia las próximas
manifestaciones. La luz seguía siendo tenue y nebulosa. De nuevo sus ojos volvieron a llorar y sintió
de repente un dolor agudo. La sensación pasó, dejándole un calor insoportable agravado por una
sofocante falta de aire.
—¡Falso! —se dijo—. ¡Nada de esto está ocurriendo!
El estímulo cesó. De nuevo se oía solamente el zumbido de pulsaciones y el resplandor ficticio de
la luz. Aquello comenzó a preocuparle. Era posible que su método fuese adecuado y que, con el
tiempo, estuviese en condiciones de ejercer algún control sobre un miembro, o un grupo de
miembros, del enemigo. Pero el tiempo era lo que no podía perder. Cada segundo que pasaba lo
acercaba en una colosal distancia a la destrucción final. Aquí, o allí (durante un instante quedó
confuso), en el espacio, una de las mayores y más costosas naves jamás construidas por los hombres
devoraba las distancias a una velocidad que casi no tenía significado.
Sabía las partes de su cerebro que sentían el estimulo. Oía el ruido sólo cuando las áreas sensibles
del lado del córtex percibían las sensaciones. La superficie cerebral de encima de la oreja al sentir la
titilación ofrecía sueños y recuerdos viejos. De la misma forma cada región del cerebro humano
había sido explorada desde hacía tiempo. La posición exacta de las áreas de estímulo se diferencian
ligeramente en cada individuo, pero la estructura general, entre humanos, era siempre la misma.
El ojo normal del hombre era un mecanismo considerablemente objetivo. La lente enfocaba la
imagen en la retina. A juzgar por las vistas de la ciudad transmitidas por el pueblo Riim, poseían
también ojos adecuados. Si conseguía coordinar sus centros visuales con sus ojos, recibiría visiones
magníficas.
Pasaron más minutos. Con súbita desesperación pensó: ¿Era posible que estuviese allí, sentado
durante cinco horas enteras, sin establecer el menor contacto útil? Por primera vez apeló a su buen
sentido al verse tan enteramente absorbido por aquella situación. Cuando trató de llevar su mano a la
palanca de control del encéfalo-ajustador, nada pareció ocurrir. Le invadieron una serie de extrañas
sensaciones, entre ellas un inconfundible olor a goma quemada.
Por tercera vez sus ojos se llenaron de agua. Y después, clara y distinta, tuvo la visión. Apareció
con la misma rapidez con que había desaparecido. Pero para Grosvenor, que estaba entrenado por
avanzadas técnicas taquistoscópicas, la post-imagen permanecía tan viva como si la hubiese visto
claramente.
Le parecía estar en uno de aquellos altos y alargados edificios. El interior estaba débilmente
iluminado por los reflejos del sol que entraba por las puertas abiertas. No había ventanas. En lugar
de suelos las habitaciones estaban dotadas de enrejados. Algunos seres aviformes estaban sentados
en ellos. Las paredes tenían puertas indicando que había habitaciones adyacentes y zonas de
almacenaje.
Aquella visión lo turbaba y excitaba a la vez. Supongamos que estableciese contacto con aquellos
seres mientras estaba afectado por ellos a través de su sistema nervioso y ellos por el suyo.
Supongamos que llegase a un punto en que pudiese oír con sus oídos, ver con sus ojos, sentir hasta
cierto punto como ellos sentían. Eran sólo impresiones sensoriales.
¿Podía esperar colmar el abismo y provocar respuestas motoras en los músculos de aquellos
seres? ¿Sería capaz de obligarlos a caminar, volver la cabeza, mover los brazos, y, en general, hacer
que actuasen como su propio cuerpo? El ataque a la nave se producía por un grupo de seres que
trabajaban juntos, pensaban juntos, sentían juntos. Consiguiendo el control de uno de los miembros
de aquel grupo, ¿conseguiría obtener el control de todos ellos?
Su momentánea visión pudo llegar a él a través de los ojos de un solo individuo. Lo que había
experimentado hasta ahora no sugería una idea de contacto agrupado. Era como un hombre
encerrado en una habitación oscura, con un agujero en la pared cubierto por capas de material
translúcido. A través de él se filtraba una luz vaga. En algunas ocasiones penetraban algunas
imágenes en la penumbra y tenía alguna visión del mundo exterior. Podía estar casi seguro del hecho
que las visiones eran exactas. Pero no se amoldaban a los ruidos que venían por otro agujero del
muro lateral, o a las sensaciones que llegaban a él por otros agujeros que todavía había en el suelo y
las paredes.
Los seres humanos pueden captar frecuencias de hasta veinte mil vibraciones por segundo. Éste
es el límite donde ciertas razas comienzan a oír. Bajo la hipnosis, el hombre puede ser
acondicionado a reír en forma estentórea al ser torturado o a retorcerse de dolor al hacerle
cosquillas. El estímulo que significa dolor para una forma de vida puede no significar nada para
otra.
Mentalmente, Grosvenor dejó que la tensión fuese desvaneciéndose. No podía hacer más que
relajarse y esperar.
Esperó.
Se le ocurrió pensar que podía haber una conexión entre sus propios pensamientos y las
sensaciones que recibía. Aquella visión del interior de uno de los edificios..., ¿qué había pensado un
momento antes que la tuviese? Principalmente, recordaba, había imaginado la estructura del ojo.
La conexión era tan obvia que su mente tembló excitada. Había otra cosa, también. Hasta ahora
se había concentrado en la idea de ver y sentir con el sistema nervioso del individuo. Y sin embargo
la realización de sus esperanzas dependía de establecer contacto y controlar el grupo de
mentalidades que habían atacado la nave.
Vio el problema, de repente, en una forma que requería el control de su propio cerebro. Ciertas
áreas hubieran debido estar virtualmente vacías, conservadas en un mínimo nivel de actuación. Otras
debían hacerse extremadamente sensibles, de forma que todas las sensaciones que llegasen
encontrasen más fácil buscar su expresión a través de ellas. Como sujeto altamente autohipnótico
podía conseguir ambos objetivos por sugestión.
La visión vino primero, desde luego. Después, el control muscular del individuo a través del cual
trabajaba contra él.
Destellos de luz colorada interrumpieron su concentración. Grosvenor los consideró como una
prueba de la efectividad de sus sugerencias. Y supo que se hallaba en buen camino cuando su visión
se aclaró súbitamente y permaneció clara.
La escena era la misma. Su control seguía sentado en uno de los listones interiores de los altos
edificios. Esperando con ardor que la visión no se desvaneciese, Grosvenor se concentró en mover
los músculos del Riim.
El mal estaba en que la explicación definitiva de por qué tenía que producirse el movimiento era
oscura. Su visualidad no podía en modo alguno abarcar en detalle los millones de reacciones
celulares que representaba el levantar un dedo. Pensaba ahora en términos generales. Nada ocurrió.
Decepcionado, pero decidido, Grosvenor probó la hipnosis simbólica, empleando una sola palabra
clave que comprendiese todo el proceso del complejo.
Lentamente, uno de los delgados brazos se levantó. Otra clave, y su control se levantó
cautelosamente. Después le hizo dar la vuelta a la cabeza. El acto de mirar recordó al ser aviforme
que aquel cajón de aquella mesa y aquel armario eran «suyos». La memoria rozó levemente el nivel
de la conciencia. El ser supo de sus propias posesiones y aceptó el hecho sin contrariedad.
A Grosvenor le fue difícil reprimir su excitación. Con refrenada paciencia hizo abandonar al ser
avícola su posición sentada, levantar sus brazos, volverlos a bajar y caminar arriba y abajo del listón.
Finalmente le hizo sentarse de nuevo.
Allí hubiera debido terminar —su cerebro respondía a la más ligera sugestión— porque acababa
apenas de concentrarse de nuevo cuando todo su ser fue inundado por un mensaje que parecía
afectar todos los grados de sus pensamientos y sensaciones. Más o menos automáticamente,
Grosvenor tradujo los angustiosos pensamientos en lenguaje familiar.
—Las células llaman, llaman. Las células tienen miedo. ¡Oh, cuánto duelen las células! La
oscuridad reina en el mundo Riim. Retírate del ser..., lejos del Riim... Sombras, oscuridad,
torbellino... Las células tienen que rechazarlo... Pero no pueden. Hicieron bien en tratar de ser
amigos del ser que ha salido de la gran oscuridad, puesto que no sabían que era un enemigo... La
noche es espesa. Todas las células se retiran... Pero no pueden.
«¡Amigos!», pensó Grosvenor vagamente.
Era justo, además. Ahora veía, como en forma de pesadilla, que todo lo que hasta entonces había
ocurrido podía ser explicado tan fácilmente de una forma como de otra. Desfalleciendo, vio la
gravedad de la situación. Si la catástrofe que había ocurrido ya a bordo de la nave era el resultado de
un descarriado e ignorado intento de amistosa comunicación, ¿qué daños podían producirse si se
mostraban hostiles?
Su problema era mayor que el de ellos. Si rompía su conexión, quedarían libres. Pero aquello
podía significar el ataque. Evitándolo a él, podían intentar destruir el Space Beagle.
No tenía otro recurso que continuar lo que había planeado, con la esperanza que ocurriese algo
que pudiese cambiar las cosas en su favor.
XII
Se concentró primero en lo que parecía ser el más lógico paso intermedio; la transferencia del
control a otro ser. La elección, en este caso, no era dudosa.
—Soy amado —se dijo, reproduciendo deliberadamente la sensación que lo había confundido al
principio—. Soy amado por mi cuerpo gemelo, gracias al cual voy creciendo hasta la formación
total. Comparto sus pensamientos, pero veo ya con mis propios ojos y sé que formo parte del
grupo...
La transición se produjo súbitamente, como Grosvenor había creído posible. Movió los dedos
pequeños y duplicados. Encogió los frágiles hombros. Después se volvió hacia el Riim afín. El
experimento fue tan totalmente satisfactorio que se sintió dispuesto al gran salto que lo pondría en
comunicación con el sistema nervioso de un ser ajeno más distante.
Y, también esto demostró ser producto de un estímulo de sus propios centros cerebrales.
Grosvenor se encontró conscientemente en medio de incultas malezas, en una colina. Frente a él
había un estrecho riachuelo. Más allá, un sol anaranjado corría bajo por un cielo oscuro de púrpura
salpicado de nubes de algodón. Grosvenor hizo dar una vuelta completa a su nuevo control. Vio que
un pequeño edificio se ocultaba entre los árboles a lo lejos del riachuelo. Era la única habitación que
había a la vista. Se acercó y miró dentro. En el oscuro interior vio varios listones, uno de ellos con
dos aves sentadas a él. Ambas estaban con los ojos cerrados.
Era muy posible, decidió, que formasen parte del grupo que atacaba el Space Beagle.
Desde allí, por una variación del estímulo, transfirió su control a un individuo que se hallaba en
una parte del planeta donde era de noche. La transición esta vez fue incluso más rápida. Estaba en
una ciudad sin luz, con fantasmagóricos edificios y senderos. Rápidamente Grosvenor se puso en
comunicación con los demás sistemas nerviosos. No tenía la menor idea de por qué la relación
estaba establecida con un Riim y no con otro que se amoldase al mismo requerimiento general.
Podía ser porque el estímulo afectaba a unos individuos con más rapidez que a otros. Podía incluso
ser que hubiese parientes o descendientes del tipo de control original. Una vez que hubo estado
relacionado con más de dos docenas de Riims por todo el planeta, Grosvenor creyó que poseía ya
una buena impresión generalizada.
Era un mundo de madera, piedra y ladrillo y una comunidad emparentada neurológicamente que
no sería probablemente jamás sobrepasada. Y así una raza había ido más allá de la era de la
maquinaria del hombre, con su penetración de los secretos de la materia y la energía. Ahora, le
parecía, podía con toda seguridad dar el paso anterior al último de su contraataque.
Se concentró en una forma que caracterizaría uno de los seres cuya imagen se había proyectado
en el Space Beagle. Tuvo la vaga sensación que transcurría un corto pero observable lapso de
tiempo. Y entonces... Miraba más allá a través de una de las imágenes, viendo la nave a través de
ella.
Su primera preocupación fue la forma como la batalla se estaba desarrollando. Pero tuvo que
refrenar su voluntad de saber, porque el venir a bordo formaba sólo parte de su acondicionamiento
previo necesario. Quería afectar a un grupo de quizá millones de individuos. Tenía que afectarlos tan
poderosamente que tendría que retirarse del Space Beagle y no tener otro camino que mantenerse
alejado de él.
Había demostrado que podía recoger sus pensamientos y ellos los suyos. Su asociación con un
sistema nervioso después de otro no hubiera sido posible de no ocurrir así. Y ahora estaba a punto.
Proyectó sus pensamientos a través de la oscuridad. «Vives en un universo, y en tu interior, formas
imágenes de este universo tal como te parece que es. Y de este universo no sabes nada ni puedes
saber más que por las imágenes. Pero las imágenes del universo que llevas dentro no son el
universo...»
¿Cómo influenciar otra mente? Cambiando sus suposiciones. ¿Cómo alterar las acciones ajenas?
Cambiando sus creencias básicas, sus certidumbres emotivas.
—Y las imágenes de tu interior —prosiguió Grosvenor cautelosamente—, no muestran todo el
universo, porque hay muchas cosas que no puedes saber directamente, no teniendo sentidos para
conocerlas. En el seno del universo hay un orden. Y si el orden de las imágenes de tu interior no es
como el orden del universo, es que estás engañado...
En la historia de la vida pocos seres pensantes han hecho algo ilógico..., dentro de su marco de
referencia. Si el marco estaba falsamente basado, si las suposiciones eran contrarias a la realidad, la
lógica automática del individuo podía llevarlo a desastrosas conclusiones.
Las suposiciones tenían que ser cambiadas. Grosvenor las cambió, deliberadamente, fríamente,
honradamente. Sus hipótesis básicas acerca de lo que estaba haciendo eran que los Riim no tenían
defensa. Estas eran las primeras ideas nuevas que habían tenido desde incontables generaciones. No
dudaba del hecho que el impacto sería colosal. Aquella era una civilización fellah, arraigada en
certidumbres que no habían sido nunca puestas en pugna. Había amplia prueba histórica del hecho
que un diminuto intruso podía influir decisivamente el futuro de todas las razas fellah.
La inmensa y vieja India se había derrumbado ante unos cuantos miles de ingleses. Similarmente,
todos los pueblos fellah de la antigua Tierra eran dominados fácilmente, y no revivían hasta que el
núcleo de sus inflexibles actitudes era sacudido para siempre más por la pálida visión del hecho que
en la vida había mucho más de lo que les habían dicho bajo su rígido sistema.
Los Riim eran peculiarmente vulnerables. Sus medios de comunicación, por únicos y
maravillosos que fuesen, daban la posibilidad de influenciarlos a todos con una sola operación
intensiva. Una y otra vez Grosvenor repitió su mensaje, añadiendo cada vez instrucciones
relacionadas con la nave. Las instrucciones eran: «Cambien el sistema que están usando contra los
de la nave y después retírenlo. Cambien el sistema de forma que puedan descansar y dormir..., y
retírenlo. Vuestra amistosa acción ha producido grandes daños en la nave. Somos amigos vuestros
también, pero vuestro sistema de expresar la amistad nos hiere...» Tenía sólo una vaga idea de
durante cuánto tiempo estuvo vertiendo sus órdenes en el tremendo circuito neutral. Calculó que
unas dos horas. Cualquiera que fuese el tiempo empleado terminó en el momento en que el
interruptor de relevo del encéfalo-ajustador rompió automáticamente la conexión entre él y la
imagen de la pared del departamento.
Súbitamente, se dio cuenta que le rodeaba algo familiar. Miró hacia donde había estado la
imagen. No estaba ya allí. Dirigió una rápida mirada a Korita. El arqueólogo estaba acurrucado en
su silla profundamente dormido.
Grosvenor se incorporó de repente, recordando las instrucciones que había dado, descansar y
dormir. Este era el resultado. Por toda la nave los hombres estaban durmiendo.
Deteniéndose sólo para despertar a Korita, Grosvenor salió al corredor, y al recorrerlo vio por
todas partes hombres sin sentidos. Pero los muros eran limpios y claros. Ni una sola vez hasta llegar
al cuarto de controles vio una sola imagen.
Ya en la sala de controles pasó por encima del cuerpo dormido del capitán Leeth, que yacía en el
suelo bajo el cuadro de controles. Con un suspiro de alivio accionó el interruptor que accionaba la
energía de la pantalla exterior de la nave.
Unos segundos más tarde, Elliot Grosvenor estaba sentado en el sillón de control, alterando la
ruta del Space Beagle.
Antes de salir del cuarto de control estuvo algún tiempo fijando el contador de tiempo del cambio
de marchas y lo estableció para diez horas. Protegido de esta forma de la posibilidad que uno de los
hombres despertarse con humor suicida, salió precipitadamente al corredor y comenzó a dispensar
ayuda médica a los lesionados.
Sus pacientes estaban todos, sin excepción, sin sentidos, de forma que tuvo que conjeturar su
estado. Obró con seguridad. Donde la respiración jadeante indicaba shock, daba plasma sanguíneo.
Inyectó drogas específicas analgésicas donde vio heridas de aspecto peligroso y aplicó pomadas de
curación rápida a los cortes y quemaduras. Siete veces ya —con la ayuda de Korita— levantó
hombres muertos, transportándolos en las vagonetas de carga hasta el cuarto de resurrección. Cuatro
sobrevivieron. Pero hubo treinta y dos hombres muertos a los que, después de un examen,
Grosvenor no intentó siquiera hacer revivir.
Estaban todavía cuidando a los heridos cuando un técnico geólogo cercano a ellos se despertó,
bostezó perezosamente y lanzó un gruñido de desaliento. Grosvenor supuso que un chorro de
recuerdos había acudido a su mente, pero lo miró atentamente mientras el hombre se ponía de pie y
se acercaba a él. El técnico miró perplejo de Grosvenor a Korita, y finalmente dijo:
—¿Puedo ayudar?
Pronto doce hombres lo estaban ayudando, profundamente concentrados, y alguna que otra
palabra revelaba que eran conscientes de la locura temporal que había sido causa de aquella
pesadilla de muerte y destrucción.
Grosvenor no se dio cuenta que el capitán Leeth y Morton hubiesen llegado hasta que los vio
hablar con Korita. Korita avanzó entonces y los dos jefes se acercaron a él, invitándolo a reunirse en
el cuarto de control. Silenciosamente, Morton le dio una palmada en la espalda. Grosvenor se estaba
preguntando si recordarían. La amnesia espontánea era un fenómeno hipnótico común. Sin sus
propios recuerdos, sería muy difícil explicarles de forma convincente lo que había ocurrido.
Se sintió aliviado cuando el capitán Leeth avanzó y le dijo:
—Señor Grosvenor, al mirar atrás hacia nuestro desastre, el señor Morton y yo quedamos
impresionados por la tentativa que hizo usted de hacernos dar cuenta del hecho que estábamos
siendo víctimas de un ataque exterior. El señor Korita nos ha dicho ahora lo que vio de sus acciones.
Quisiera que dijese usted a los ejecutivos departamentales en el cuarto de control, lo que ha ocurrido
exactamente.
Más de una hora fue necesaria para dar una explicación ordenada. Cuando Grosvenor hubo
terminado, uno de los asistentes dijo:
—¿Debo, entonces, entender que esto era una tentativa de comunicación amistosa?
—Temo que así es —asintió Grosvenor.
—¿Quiere usted decir que nos es imposible llegar a ellos y bombardearlos como si fuese el
infierno?
—Sería completamente inútil —respondió pausadamente Grosvenor—. Podríamos caer sobre
ellos y establecer un contacto mucho más directo.
—Requeriría demasiado tiempo —intervino rápidamente el capitán Leeth—. Tenemos mucha
distancia a cubrir. Parece ser una civilización particularmente rudimentaria —concluyó
melancólicamente.
Grosvenor vaciló. Antes que pudiese hablar, el director Morton dijo con viveza:
—¿Qué tiene usted que decir a eso, señor Grosvenor?
—Supongo que el comandante se refiere a la carencia de ayudas mecánicas —respondió éste—.
Pero los organismos vivos pueden tener satisfacciones que no requieren maquinaria, comida y
bebida, asociación con amigos y amados. Sugiero que esta gente avícola encuentra el alivio emotivo
en la forma de pensar de la comunidad y en sus métodos de propagación. Tiempos hubo en que el
hombre no tenía gran cosa más, y no obstante, lo llamaba civilización; y en aquellos días había
grandes hombres, como los hay ahora.
—Sin embargo —dijo el físico Van Grosse con calma—, no ha vacilado usted en perturbar su
género de vida.
Grosvenor quedó perplejo.
—No es aconsejable para las aves, ni para los hombres, vivir una existencia demasiado
especializada. Quebré su resistencia a las nuevas ideas, cosa que no había sido todavía capaz de
hacer a bordo de esta nave.
Algunos de los asistentes se echaron a reír y la reunión comenzó a disgregarse. Después
Grosvenor vio a Morton hablar con Yemens, el único miembro presente del departamento de
química. El químico —segundo después de Kent— frunció el ceño y movió la cabeza negativamente
repetidas veces. Finalmente estuvo hablando durante algún tiempo y él y Morton se estrecharon las
manos. Morton se acercó a Grosvenor y en voz baja le dijo;
—El departamento de química desalojará sus habitaciones en el plazo de veinticuatro horas a
condición que no se haga ulterior referencia al incidente. El señor Yemens...
—¿Qué piensa Kent de esto? —preguntó rápidamente Grosvenor.
Morton vaciló.
—Respiró una bocanada de gas —dijo al final—, y estará varios meses en cama.
—Pero —dijo Grosvenor— esto nos llevará más allá de la fecha de la elección.
De nuevo Morton vaciló y dijo al fin:
—Sí, desde luego. Lo cual quiere decir que ganaré la elección sin competencia, puesto que nadie
se presentó contra mí más que él.
Grosvenor permaneció silencioso pensando en las posibilidades. Era bueno saber que Morton
continuaría en su puesto, pero, ¿qué ocurriría con los descontentos que habían apoyado a Kent?
Antes que pudiesen hablar, Morton prosiguió:
—Quiero pedirle una cosa como favor personal, señor Grosvenor. He persuadido a Yemens del
hecho que no sería prudente continuar el ataque de Kent contra usted. En interés de la paz, quisiera
que guardase usted silencio. No intente explotar su victoria. Admita libremente que fue el resultado
de un accidente si alguien le pregunta, pero no lleve usted personalmente el asunto adelante. ¿Me lo
promete usted?
Grosvenor se lo prometió; después, vacilando, dijo:
—No sé si puedo hacerle una insinuación...
—Desde luego.
—¿Por qué no nombrar a Kent de suplente?
Morton le miró entornando los ojos. Parecía perplejo. Finalmente, dijo:
—Es una insinuación que no hubiera esperado de usted. No siento, personalmente, grandes
deseos de encomiar la moral de Kent.
—No la de Kent —dijo Grosvenor.
—Supongo que esto disminuiría la tensión —respondió Morton después de un silencio—. Pero
seguía resistiéndose a ello.
—Su opinión acerca de Kent parece ser muy análoga a la mía —dijo Grosvenor.
—Hay a bordo algunas docenas de hombres a quienes preferiría ver en el cargo de director —dijo
Morton con una mueca—, pero en aras de la paz seguiré su consejo.
Se separaron, Grosvenor con sentimientos más confusos de lo que había indicado. Era una
conclusión poco satisfactoria del ataque de Kent. Al conseguir echar de sus habitaciones el
departamento de química, Grosvenor tenía la sensación de haber ganado una escaramuza, no una
batalla. Sin embargo, bajo su punto de vista, era la mejor solución de lo que hubiera podido ser una
amarga y ruda batalla.
XIII
Ixtl estaba tendido inmóvil en la noche sin límites. El tiempo pasaba lentamente hacia la
eternidad y el espacio era una oscuridad sin fondo. A través de la inmensidad, vagas manchas de luz
brillaban fríamente frente a él. Cada una de ellas, lo sabía, era una galaxia de radiantes estrellas,
condensadas a increíbles distancias en relucientes volutas de neblina. Allá estaba la vida,
extendiéndose a miríadas de planetas que giraban eternamente alrededor de sus paternales soles. De
la misma forma la vida se había extendido en otros tiempos sobre el prístino barro del antiguo Glor,
antes que una explosión cósmica destruyese su raza poderosa y lanzase su cuerpo a las
profundidades intergalácticas.
Vivía; esta era su catástrofe personal. Habiendo sobrevivido al cataclismo, su cuerpo, casi
imposible de destruir, se mantenía, en un estado gradualmente debilitado, de la energía luminosa que
permeaba el espacio y el tiempo. Su cerebro latía una y otra vez siguiendo el eterno ciclo de
pensamientos, pensando; una probabilidad entre decillones para volver jamás a encontrarse en un
sistema galáctico. Y una probabilidad todavía más infinitesimal para caer en un planeta donde
encontrar un precioso guul.
Un billón de billones de veces este pensamiento había llegado a la misma invariable conclusión.
Ahora formaba ya parte de él. Era como una pintura sin fin que se desarrollase ante los ojos de su
mente. Junto con aquellas remotes fibras de brillantez que flotaban en el golfo de tinieblas formaba
parte de aquel mundo que había sido su existencia. Había casi olvidado el alejado campo de
sensibilidad que su cuerpo mantenía. En eras pretéritas aquel campo había sido vasto, pero ahora sus
facultades iban desvaneciéndose, ninguna señal llegaba hasta él de más allá de algunos años luz.
No esperaba nada, y así el primer estímulo de la nave apenas hizo más que rozarlo. Energía,
dureza..., materia. Un vago sentido de percepción penetró en su embotado cerebro. Le trajo un dolor
vivo, como un músculo en desuso dolorosamente puesto en acción.
El dolor desapareció. El pensamiento cesó. Su cerebro se sumió nuevamente en el sueño de otras
eras. De nuevo vivía en el viejo mundo sin esperanzas de manchas luminosas en el oscuro espacio.
La sola idea de energía y materia era un sueño que desaparecía. Un remoto rincón de su mente, en
cierto modo más despierto, lo veía alejarse, contemplaba las sombras del olvido alcanzarle con sus
envolventes pliegues de neblina y luchar por absorber la vaga conciencia que había brillado en
aquella tan angustiosa y efímera existencia.
Y una vez más, con mayor fuerza, más agudo, el mensaje brilló en la remota frontera de su
campo mental. Su alargado cuerpo tuvo una convulsión en un movimiento sin sentidos. Sus cuatro
brazos se tendieron, sus cuatro piernas se agitaron con una irrazonada fuerza. Esta fue su reacción
muscular.
Sus ojos fijos, muy abiertos, enfocaron de nuevo. Su entorpecida visión recobró vida. La parte del
sistema nervioso que controlaba su campo de acción hizo su primer movimiento compensado. En el
destello de un tremendo esfuerzo la retiró de los billones de millas cúbicas de las cuales no llegaba
ninguna señal y concentró sus fuerzas en una tentativa de fijarlas en el área de mayor estímulo.
Mientras luchaba por localizarla se movía a larga distancia. Por primera vez entonces se la
imaginó como una nave que volase de una galaxia a otra. Durante un momento experimentó el
terrible temor a que ésta se alejase hasta donde no pudiese ya sentirla, y que perdiese contacto para
siempre antes de poder hacer algo.
Dejó su campo de acción abierto ligeramente y sintió el choque del impacto en el momento en
que recibía la inconfundible sensación de materia y energía ajenas a él. Esta vez se agarró a ellas. Lo
que había sido su campo de acción se convirtió en un haz de toda la energía que su debilitado cuerpo
podía concentrar.
Por aquel sostenido rayo que venía de la nave recibía tremendos dardos de energía. Había más
energía, millones de veces, de la que podía soportar. Tuvo que apartarla de sí, descargarla en la
oscuridad y a distancia. Pero, como una monstruosa sanguijuela, se extendió cuatro, cinco, diez años
luz y agotó la fuerza de avance de la gran nave.
Tras de incontables eones de aumentar lentamente su existencia de frágiles dardos y energía de
luz, no osaba siquiera tratar de acumular aquella colosal fuerza. La inmensidad del espacio la
absorbía como si no hubiese existido nunca. Lo que consintió en recibir lanzó de nuevo la vida en su
cuerpo. Con salvaje intensidad comprendió el alcance de la ocasión. Frenéticamente ajustó su
estructura atómica y penetró en el chorro.
En la lejana distancia, la nave, privada de dirección pero llevada por el impulso, pasó por su lado
y comenzó a alejarse. Retrocedió un año luz, después dos, después tres. En su negra desesperación
Ixtl comprendió que iba a escapársele, a pesar de sus esfuerzos. Y entonces...
La nave se detuvo a medio vuelo. Hacía un instante circulaba a una velocidad de muchos años luz
por día, ahora se habla detenido en el espacio, toda su impulsión inhibida y transformada. Estaba
todavía a una tremenda distancia, pero no retrocedía ya.
Ixtl comprendió lo que le había pasado. Los tripulantes de la nave se habían dado cuenta de su
interferencia y se detuvieron deliberadamente para averiguar qué había ocurrido y cuál había sido la
causa. Su método de instantánea desaceleración delataba una ciencia muy avanzada, si bien no podía
comprender qué técnica de antiaceleración habían empleado. Habían varias posibilidades. Por su
parte lo haría convirtiendo su velocidad inmensa en acción electrónica dentro de su cuerpo. En el
proceso se perdería muy poca energía. Los electrones de cada átomo se acelerarían ligeramente, y
así la velocidad macroscópica se transformaría en movimiento en el nivel microscópico.
Fue en este nivel donde sintió súbitamente que la nave estaba cerca.
En aquel momento ocurrieron una serie de cosas con demasiada rapidez para ser pensadas. La
nave instaló una pantalla impenetrable de energía. La concentración de tanta energía puso en marcha
los conmutadores automáticos que había establecido en su cuerpo. Esto lo detuvo una fracción de
microsegundo antes de lo que había pensado hacerlo. En términos de distancia, representaba un poco
más de cuarenta y ocho kilómetros.
Podía ver la nave como un punto luminoso en la oscuridad que tenía delante. La pantalla seguía
siempre en su sitio, lo cual quería decir, según todas las probabilidades, que los de dentro no podían
descubrirlo a él y que él no podía esperar ya entrar en la nave. Supuso que a bordo, delicados
instrumentos habían marcado su aproximación, identificándolo como un proyectil, levantando la
pantalla como defensa.
Ixtl se lanzó varios metros dentro de la invisible barrera. Y allí, separado de la realización de sus
sueños, miraba codiciosamente la nave. Estaba a menos de cincuenta metros de ella, era un
monstruo redondo de cuerpo metálico oscuro, incrustado en muchos sitios de resplandecientes luces
como diamantes. La nave del espacio flotaba en la oscuridad aterciopelada, brillando como una
inmensa joya, inmóvil pero viva, enormemente, vitalmente viva. Daba la nostalgia y la profunda
impresión de miles de alejados planetas y de una indomable, ampulosa vida que se había lanzado
contra las estrellas apoderándose de ellas. Y, a pesar de aquel actual fracaso, aportaba la esperanza.
Hasta aquel instante había tenido tantas cosas físicas que hacer que sólo había comprendido
vagamente lo que representaría para él poder subir a bordo. Su mente, nutrida durante las
incontables eras de una definitiva desesperación, latía con violencia, alocada. Sus brazos y piernas
brillaban como lenguas de fuego viviente mientras se agitaban y retorcían bajo la luz que manaba
por los portillos. Su boca, hendidura en la caricatura de su cabeza humana, captaba una escarcha
blanca que flotaba en forma de helados globulillos. Su esperanza adquirió tales proporciones que su
solo pensamiento disolvía su cerebro y su vista se turbaba. A través de esta turbación vio una gruesa
vena de luz formar una protuberancia circular en la superficie metálica de la nave. La protuberancia
se convirtió en una gran puerta que giró al abrirse y se apoyó en un lado. Un chorro resplandeciente
salió por la abertura.
Hubo una pausa y una docena de seres bípedos aparecieron a la vista. Llevaban armaduras casi
transparentes y arrastraban, o guiaban, grandes máquinas flotantes. Rápidamente las máquinas
fueron concentradas alrededor de una pequeña área de la superficie de la nave. A distancia, las
llamas que salían parecían pequeñas, pero su deslumbrante brillo delataba o su enorme calor, o una
concentración titánica u otra clase de radiación. Lo que a todas vistas era trabajo de reparación
avanzaba a una velocidad alarmante.
Desesperadamente Ixtl intentó franquear la pantalla que lo separaba de la nave, buscando los
puntos débiles. No encontró ninguno. La fuerza era demasiado compleja, su radio de alcance
demasiado ancho para que él pudiese hacer algo contra ella. Lo había sentido ya a distancia. Ahora
se enfrentaba con su realidad.
El trabajo —Ixtl vio que habían quitado un grueso sector de la pared exterior reemplazándolo por
un nuevo material— fue terminado casi con la misma velocidad con que empezó. El resplandor
incandescente de los soldadores se extinguió chisporroteando en la oscuridad. Las máquinas fueron
puestas en acción, flotaron a través de aberturas y aparecieron a la vista. Los seres bípedos se
acercaron a ellas. La vasta y curvada superficie de metal quedó pronto tan desierta y sin vida como
el mismo espacio.
La impresión causada por todo aquello hizo casi perder a Ixtl la razón. No podía dejarlos escapar
ahora, en el momento en que el universo entero estaba a su alcance, a pocos metros de él. Sus brazos
se tendieron, como si quisiera agarrar la nave para sus exclusivas necesidades. Su cuerpo se curvó
con un lento y rítmico dolor. Su mente se inclinó sobre un negro abismo sin fondo de desesperación,
pero se detuvo en el momento del salto final.
La gran puerta iba disminuyendo su lenta rotación. Un ser solitario apareció por el anillo de luz y
corrió hacia el área que había sido reparada. Agarró algo y retrocedió hacia la compuerta de aire
abierta. Estaba todavía a alguna distancia de ella cuando vio a Ixtl.
Se detuvo como si hubiese recibido un golpe. Se detuvo, es decir, de una forma físicamente
desequilibrada. Bajo el resplandor de los portillos su rostro era perfectamente visible a través de su
traje del espacio transparente. Abría los ojos, la boca. Parecía querer serenarse. Sus labios
comenzaron a moverse con rapidez. Un minuto más tarde, la puerta giraba nuevamente hacia el
exterior. Se abrió y aparecieron varios seres que se quedaron mirando a Ixtl. Debió seguir una
discusión, porque sus labios se movían a intervalos irregulares, primero los de un individuo, después
los de otro.
Ahora por la compuerta de aire aparecía una gran jaula de barrotes de metal. En su interior había
dos hombres sentados que parecían hacerla avanzar por sus propios medios. Ixtl dedujo que iba a ser
capturado.
Era curioso, no tenía la sensación de ser levantado. Era como si una droga lo afectase,
arrastrándolo al fondo de un abismo de fatiga. Atónito, trató de luchar contra el estupor que lo
envolvía. Tenía necesidad de todas sus energías si su raza, que había alcanzado el mismo umbral del
conocimiento definitivo, tenía que seguir viviendo.
XIV
—¿Cómo, en nombre de todos los diablos, puede vivir algo en los espacios intergalácticos?
La voz, alterada e irreconocible, llegó a oídos de Grosvenor a través del comunicador de su traje
del espacio mientras permanecía con sus colegas en la compuerta de aire. Le parecía que la cuestión
era digna para que aquel grupo de hombres se acercasen más unos a otros. Para él, la proximidad de
los demás no era suficiente. Se daba demasiado cuenta de la impalpable y sin embargo inconcebible
noche que los envolvía, penetrando por todos los resplandecientes portillos.
Casi por primera vez desde que aquel viaje había comenzado, la inmensidad de aquellas tinieblas
llegó hasta el fondo de su ser. Grosvenor las había contemplado tantas veces desde el interior de la
nave que habían llegado a serle indiferente. Pero ahora se daba cuenta que las más remotas fronteras
estelares del hombre no son sino una punta de alfiler en estas tinieblas que alcanzan billones de años
luz en todas las direcciones.
La voz del director Morton rompió el aterrador silencio.
—Llamo a Gunlie Lester dentro de la nave..., Gunlie Lester...
—Diga, doctor —se oyó después de una pausa.
Grosvenor reconoció la voz del director del departamento de astronomía.
—Gunlie —prosiguió Morton—, aquí hay algo digno de su cerebro astro-matemático. ¿Querría
usted decirnos el coeficiente de las probabilidades que empujaron a los conductores del Space
Beagle al punto preciso del espacio en que flotaba esta cosa? Tome algunas horas para trabajar en
ello.
Las palabras agudizaron todavía la visión de toda aquella escena. Era típico del matemático
Morton dejar que otro se acercase a las candilejas de un campo en el cual a su vez era maestro.
El astrónomo se echó a reír, y en tono animado dijo:
—No necesito hacer cifra alguna. Se necesitaría un nuevo sistema de numeración para expresar
las probabilidades matemáticamente. Lo que nos ha traído aquí no puede ocurrir, matemáticamente
hablando. Aquí estamos, un cargamento de seres humanos, deteniéndonos para practicar
reparaciones a medio camino entre dos galaxias, la primera vez que hemos enviado una expedición
fuera de nuestro propio universo isla. Aquí estamos, digo, sin haberlo establecido previamente con
exactitud, en el diminuto punto de intersección, en el sendero de otro punto más diminuto todavía.
Es imposible, a menos que el espacio esté saturado de estos seres.
A Grosvenor le pareció que había otra explicación más factible. Los dos acontecimientos podían
concebiblemente estar relacionados simplemente como causa y efecto. El fuego había producido un
enorme agujero en la pared del cuarto de motores. Torrentes de energía se habían vertido en el
espacio y se habían detenido para reparar los daños. Abrió los labios para decirlo así y los volvió a
cerrar. Había otro factor, el factor de las fuerzas y las probabilidades que comportaba esta
suposición. ¿Qué cantidad de energía sería necesaria para vaciar el contenido de una pila en pocos
minutos? Consideró brevemente la fórmula aplicable y movió ligeramente la cabeza. Las cifras que
apreciaba eran tan enormes que la hipótesis que había tratado de exponer parecía automáticamente
desechada. Un millar de coeurls juntos no hubieran podido manejar la energía en estas cantidades, lo
cual demostraba que se encontraban en presencia de máquinas, no de individuos.
Alguien decía:
—Es necesario que orientemos una unidad móvil sobre todo lo que tenga este aspecto.
El temblor de esta voz produjo una emoción semejante en Grosvenor. La emoción debió ser
transmitida por los comunicadores porque cuando el director Morton habló, su tono indicaba que
trataba de atenuar el frío de las palabras anteriores.
—Un diablo de sangre roja vomitado por una pesadilla, feo como el pecado y posiblemente tan
inofensivo como nuestro bello gatito de hace unos meses, era mortal. Smith, ¿qué piensa usted?
El balbuceo del biólogo fue de una lógica fría.
—Este ser, hasta donde puedo juzgarlo desde aquí, tiene brazos y piernas, desarrollo de una
evolución puramente planetaria. Si es inteligente comenzará a reaccionar al cambio de ambiente en
cuanto esté dentro de la jaula. Podría ser un venerable sabio anciano meditando en el silencio del
espacio, donde no hay distracciones. O puede ser un joven asesino, condenado al destierro,
consumido por el deseo de regresar a su origen y reanudar la vida dentro de su propia civilización.
—Quisiera que Korita hubiese venido con nosotros —dijo Pennons, el primer maquinista, en su
tono tranquilo y práctico—. Su análisis en el planeta del gato nos dio una avanzada idea de lo que
teníamos delante...
—Korita al habla, señor Pennons. —Como de costumbre la voz del arqueólogo japonés llegaba
por los comunicadores con meticulosa claridad—. Como muchos de los demás, he estado
escuchando lo que está ocurriendo y confieso que estoy impresionado por la imagen de este ser que
estoy viendo en la placa de visión que tengo delante. Pero temo que un análisis sobre la base de
historia cíclica sería peligroso en este grado sin hechos. En el caso del gato, teníamos aquel planeta
desierto y casi sin comida en el cual vivía, y la realidad arquitectónica de la derruida ciudad. Pero
aquí tenemos un ser que vive en un espacio a un cuarto de millón de años luz del planeta más cercano, existiendo al parecer sin alimento y sin medios de locomoción especial. Propongo lo siguiente:
Conservemos la pantalla instalada, a excepción de una abertura por donde sacar la jaula. Cuando
tengamos al ser en la jaula estudiemos cada acción, cada reacción. Saquemos fotografías de sus
órganos internos funcionando en el vacío del espacio. Descubramos cuanto a él hace referencia, de
forma que sepamos lo que traemos a bordo. Evitemos matar, o ser muertos. Las mayores
precauciones están indicadas.
—Esto —dijo Morton— es de buen sentido.
Comenzó a dictar órdenes. Se sacaron más máquinas de la nave, instalándolas en una extensión
curva de la superficie exterior, a excepción de una maciza cámara de fluorita. Esta iba sujeta a la
jaula portátil.
Grosvenor escuchaba inquieto mientras el director daba las últimas instrucciones a los hombres
que manipulaban la jaula.
—Abran la puerta lo más posible —iba diciendo—, y déjenla caer sobre él. No dejen que sus
manos agarren los barrotes.
Grosvenor pensaba: es ahora o nunca; si tengo alguna objeción que hacer, tengo que brindársela.
No veía nada que decir. Podía insinuar sus vagas dudas. Podía llevar el comentario de Gunlie
Lester a su conclusión lógica y decir que lo ocurrido no podía ser un accidente. Podía incluso
insinuar que un cargamento de aquellos diabólicos seres rojos estaba posiblemente esperando a
distancia a que su compañero fuese atrapado.
Pero el hecho era que todas las precauciones contra tales eventualidades habían sido tomadas. Si
había una nave, abriendo la pantalla protectora sólo lo indispensable para dar entrada a la caja,
ofrecían un blanco mínimo. La cubierta exterior podía ser arañada, los hombres muertos, pero la
nave en sí estaría en plena seguridad.
El enemigo se daría cuenta que su acción no había tenido utilidad alguna. Encontraría frente a él
una formidable nave armada y acorazada, ocupada por una raza que podía llevar la batalla hasta una
conclusión favorable sin remordimientos.
Cuando llegó a este punto de sus lucubraciones, Grosvenor decidió no hacer comentario alguno.
Guardaría sus dudas en reserva.
—¿Alguna observación final por parte de alguien? —dijo de nuevo la voz de Morton.
—Sí. —La nueva voz pertenecía a Van Grossen—. Soy de la opinión de proceder a un completo
examen del asunto. Para mí completo quiere decir una semana, un mes.
—¿Quiere usted decir —preguntó Morton—, permanecer en el espacio mientras nuestros
técnicos estudian el monstruo?
—Desde luego —dijo el físico.
Morton permaneció algunos segundos en silencio, y, lentamente, dijo:
—Tengo que someter su proposición a los demás, Van Grossen. Esta es una expedición
exploradora. Vamos equipados para llevarnos ejemplares a miles. Como científicos, todo es grano
para nuestro molino. Todo debe ser investigado. Sin embargo, tengo la seguridad que se objetará
que si permanecemos en el espacio un mes entero para cada ejemplar que tenemos intención de traer
a bordo, este viaje durará quinientos años en lugar de cinco o diez. No lo considere como una
objeción personal. Es obvio que cada ejemplar debe ser examinado y tratado según sus propias condiciones.
—Mi punto de vista —dijo Grossen— es: reflexionemos.
—¿Alguna otra objeción? —preguntó Morton. Como nadie dijo nada más, terminó—. Bien,
muchachos, vayan por él.
XV
Ixtl esperaba. Sus pensamientos giraban en forma caleidoscópica sobre todas las cosas que había
sabido o pensado. Tenía una visión de su planeta natal, desde tanto tiempo destruido. La imagen le
aportaba orgullo y un creciente desprecio por aquellos seres bípedos que estaban tratando de
capturarlo.
Recordaba los tiempos en que su raza era capaz de controlar los movimientos de todo un sistema
solar a través del espacio. Aquello era antes que renunciasen al viaje por el espacio y se amoldasen a
una existencia más tranquila, elaborando belleza de las fuerzas naturales en éxtasis de prolongada
producción creadora.
Observaba como la jaula iba siendo dirigida infaliblemente hacia él. Pasó sucesivamente por una
abertura de la pantalla, que volvió a cerrarse inmediatamente. La transición fue hecha suavemente.
Aunque hubiese querido, no hubiera podido aprovechar la abertura de la pantalla durante el breve
momento en que existió. No sentía deseo de hacerlo. Tenía que proceder con cuidado de no hacer el
menor movimiento de hostilidad hasta que estuviese dentro de la nave. Lentamente, el artefacto
metálico flotaba en dirección a él. Los dos manipuladores vigilaban atentamente. Uno llevaba una
especie de arma. Ixtl comprendió que disparaba un proyectil atómico. Aquello inspiraba cierto respeto, pero conocía también sus limitaciones. Podía ser usado contra él ahora, aquí, pero no osarían
emplear una energía violenta dentro de los confines de la nave.
Con mayor precisión, con mayor claridad, esto enfocaba su propósito. ¡Ir a bordo de la nave!
¡Penetrar en ella!
Mientras su determinación se arraigaba más profundamente, la abertura de la jaula se cerraba
sobre él. La puerta metálica se cerró silenciosamente. Ixtl tendió la mano hacia el primer barrote y lo
agarró con fuerza. Allí siguió sujeto, aturdido por sus reacciones. ¡Estaba a salvo! Su mente se
agitaba bajo la fuerza de aquella realidad. Era un efecto tan mental como físico. Enjambres de
electrones libres se descargaban procedentes del caos del sistema giratorio atómico interior de su
cuerpo, buscando frenéticamente la unión con otros sistemas. Estaba a salvo después de cuatrillones
de años de desesperación. A salvo en un cuerpo material. Cualquier cosa que ocurriese, el control de
la fuente de energía de su jaula lo liberaba para siempre de su pasada incapacidad de dirigir sus
movimientos. Nunca más estaría únicamente sujeto al empuje e igualmente débil fuerza
contrarrestante de las remotas galaxias. En adelante viajaría en la dirección que desease. Y esto lo
había ganado tan sólo con la jaula.
Mientras seguía agarrado a los barrotes, la jaula comenzó a moverse en dirección a la nave. La
pantalla protectora se separó para dejarlos pasar y volvió a cerrarse tras ellos. De cerca, los hombres
parecían raquíticos. El uso de los trajes del espacio demostraba su incapacidad de adaptación a los
ambientes radicalmente diferentes de los suyos propios, lo cual quería decir que estaban físicamente
en un plano de evolución muy bajo. No hubiera sido cuerdo, sin embargo, subestimar sus
conocimientos científicos. Eran cerebros sagaces, capaces de crear y usar poderosas máquinas. Y
ahora acaban de traer un buen número de ellas, visiblemente con el propósito de estudiarlo. Esto
revelaría sus propósitos, identificaría los preciosos objetos ocultos en su pecho y pondría de
manifiesto por lo menos algunos de los procesos de su vida. No podía permitir que este examen
tuviese lugar.
Vio que varios de aquellos seres llevaban no sólo una, sino dos armas. Los instrumentos iban
sujetos a unos estuches adaptados a los mecanismos del brazo y la mano de cada traje del espacio.
Una de las armas era del tipo del proyectil atómico con el cual había sido amenazado. La juzgó una
arma vibratoria. Los hombres que estaban sobre la jaula llevaban también armas de esta especie.
Mientras la jaula era depositada en el laboratorio apresuradamente arreglado, empujaron una
cámara entre el estrecho espacio que había entre dos barrotes. Era la oportunidad de Ixtl. Sin el
menor esfuerzo se lanzó contra el techo de la jaula. Su visión se identificó, haciéndose sensible a la
más corta frecuencia. Instantáneamente pudo ver la fuente de energía del vibrador como un punto
brillante al fácil alcance de su mano.
Un brazo, con sus ocho dedos como alambres, se tendió con indescriptible rapidez hacia el metal,
pasó a través de él y tomando el vibrador del estuche de uno de los hombres lo metió en la jaula.
No intentó adaptar su estructura atómica como había adaptado su brazo. Era importante que
pudiesen adivinar quién había disparado el arma. Haciendo un esfuerzo para mantener su extraña
posición, apuntó el arma contra la cámara y el grupo de hombres que se hallaban tras ella. Apretó el
gatillo.
En un movimiento continuo Ixtl soltó el vibrador, retiró la mano y se encontró en el suelo. Su
miedo había desaparecido. La energía puramente molecular había resonado a través de la cámara,
afectando hasta cierto punto la mayor parte del equipo del laboratorio. La película sensible sería
inútil; muchos metros tendrían que ser nuevamente preparados, los calibradores examinados, cada
máquina puesta a prueba. Era posible que toda aquella impedimenta tuviese que ser reemplazada. Y
lo mejor de todo, por su misma naturaleza, todo lo ocurrido tendría que ser considerado un
accidente.
Grosvenor oyó maldiciones en el comunicador y supuso, con alivio, que los demás estaban
luchando, como él, contra la estimulante vibración que había quedado sólo parcialmente detenida
por sus trajes del espacio. Sus ojos se acomodaron lentamente. De nuevo podía ver la curvada
superficie de metal sobre la que se encontraba y más allá la breve y desnuda cresta de la nave y las
ilimitadas distancias del espacio, oscuro, insondable, imposible de imaginar. Vio también, sombra
entre las sombras, la jaula de metal.
—Lo siento, director —se excusó uno de los hombres—. El vibrador debió haberse caído de mi
cinturón y se ha descargado.
—Director —dijo Grosvenor rápidamente—, esta explosión es absurda en vista de la ausencia de
gravedad.
—Está usted en lo justo, Grosvenor —dijo Morton—. ¿Ha visto alguien algo significativo?
—Quizá le he dado un golpe sin darme cuenta —brindó el hombre cuya arma había causado todo
el incidente.
Se oyó a Smith balbucear unos sonidos incoherentes. El biólogo murmuraba algo que sonaba
como «Este erisipelatus, estrabísmico, steatopigio...» Grosvenor no captó el resto, pero supuso que
se trataba de la maldición de un biólogo. Lentamente, Smith se enderezó.
—Un momento —dijo—, y trataré de recordar lo que he visto. Me encontraba aquí en la misma
línea de fuego y mi cuerpo ha dejado de latir. —Su voz se hizo más aguda al proseguir—. No podría
jurarlo, pero un instante antes que el vibrador me alcanzase, este ser se movió. Tengo la sensación
que éste saltó al techo. Reconozco que estaba demasiado oscuro para ver más que una sombra,
pero... —Dejó la frase sin terminar.
—Crane —dijo Morton—, encienda la luz de la jaula y veamos qué tenemos.
Grosvenor contempló con los otros a Ixtl, agazapado en el fondo de la jaula en el momento de
producirse el chorro de luz. Y permaneció silencioso, impresionado a pesar suyo. El rojo resplandor
casi metálico del cuerpo cilíndrico de aquel ser, los ojos como ascuas, los dedos filiformes de las
manos y los pies y lo horrendo de todo aquel conjunto escarlata lo aterraban.
—Debe ser probablemente muy bello..., a sus ojos —dijo la voz jadeante de Siedel a través del
comunicador.
Aquel medio sincero intento de humorismo rompió la atmósfera de horror.
—Si vida es evolución —dijo una voz—, y nada evoluciona si no es por el uso, ¿cómo pueden
haberse desarrollado piernas y brazos en un ser que vive en el espacio? Su interior puede ser
interesante. Pero..., la cámara está inutilizada. Esta vibración surtiría el efecto de deformar las lentes
y, desde luego, el film está estropeado. ¿Envío a buscar otro?
—No... —La voz de Morton parecía dudar, pero en tono más firme prosiguió—: Hemos perdido
ya mucho tiempo y, después de todo, podemos crear nuevamente el vacío de las condiciones del
espacio en el interior de los laboratorios de la nave y viajar al máximo de aceleración mientras
trabajamos.
—¿Debo entender que hace usted caso omiso de mi proposición? —dijo Van Grossen, el físico—
. Recordará usted —prosiguió—, que recomendé una semana por lo menos de estudio de este ser
antes de tomar ninguna decisión acerca de traerlo o no a bordo.
—¿Hay alguna otra objeción? —preguntó Morton después de haber vacilado un instante. Parecía
preocupado.
—Creo que no deberíamos pasar de un exceso de precauciones a no tomar absolutamente
ninguna —opinó Grosvenor.
—¿Alguien más? —preguntó Morton. Y al no obtener respuesta, añadió—: ¿Smith...?
—Es obvio —respondió éste—, que tarde o temprano vamos a traerlo a bordo. No debemos
olvidar que un ser existente en el espacio es la cosa más extraordinaria con que hemos tropezado.
Incluso el gato, que se encontraba tan a sus anchas con oxígeno como con cloro, necesitaba un cierto
calor y hubiera encontrado el frío y la falta de presión del espacio mortal. Si, como sospechamos, el
habitáculo natural de este ser es el espacio, debemos averiguar cómo y por qué vino a encontrarse
donde está.
Morton fruncía el ceño.
—Me parece que vamos a tener que votar sobre este punto —dijo—. Podemos encerrar la jaula
en un metal que absorba una cantidad limitada de la energía que forma la pantalla exterior de la
nave. ¿Le convence a usted eso, Van Grossen?
—Por fin hablamos con sentido —dijo Van Grossen—. Pero ya tendremos otras discusiones
antes de quitar la pantalla de energía.
—Una vez hayamos reemprendido nuestro camino —dijo Morton echándose a reír—, pueden
ustedes discutir el pro y el contra de todo esto hasta el fin del viaje. —Hizo una pausa—. ¿Alguna
otra objeción? ¿Grosvenor?
—La pantalla me parece eficaz, señor Morton —dijo éste.
—Los que estén en contra que hablen —dijo Morton. Al no decir nadie nada se dirigió a los que
manipulaban la jaula—. Lleven esto hacia allá a fin que podamos comenzar a prepararlo para la
energización.
Al ponerse en marcha los motores, Ixtl notó una ligera pulsación en el metal. Después
experimentó una aguda sensación agradable de cosquilleo. Era una actividad física dentro de su
cuerpo y mientras progresaba obstruía la actividad de su cerebro. Cuando de nuevo pudo pensar, el
suelo de la jaula se elevaba por encima de él y se encontró echado sobre la dura superficie del casco
exterior de la nave del espacio.
Con un gruñido se puso de pie al darse cuenta de la realidad. Había olvidado reajustar los átomos
de su cuerpo después de haber disparado el vibrador. Y ahora había pasado a través del suelo de
metal de la jaula.
—¡Válgame Dios! —fue la exclamación de Morton que casi ensordeció a Grosvenor.
Como una tira escarlata el alargado cuerpo de Ixtl pasó a través de la oscura extensión del
impenetrable metal de la pared exterior de la nave a la compuerta de aire. Se lanzó a sus asombrosas
profundidades. Su cuerpo ajustado se disolvió a través de dos puertas interiores. Y allí se encontró
en un extremo de un largo y brillante corredor, a salvo, de momento. Y un hecho era evidente.
En la inminente lucha por el control de la nave, tendría una importante ventaja, aparte de su
superioridad individual. Sus adversarios no conocían todavía lo mortífero de sus propósitos.
XVI
Habían transcurrido veinte minutos. Grosvenor estaba sentado en uno de los sillones del auditorio
del cuarto de control viendo a Morton y al capitán Leeth conversar en voz baja junto a uno de los
cables conectados con la sección principal del cuadro de instrumentos.
La habitación estaba llena de gente. A excepción de los guardias dejados en los centros clave,
todo el mundo había sido convocado a asistir a la reunión. El elemento militar y sus oficiales, los
jefes de los departamentos de ciencia y su personal, las ramas administrativas y los diferentes
técnicos que no tenían departamento, todos estaban o en la habitación o en los corredores
adyacentes.
Se oyó un timbre. Las conversaciones comenzaron a desvanecerse. El timbre resonó de nuevo.
Las conversaciones cesaron. El capitán Leeth avanzó:
—Señores —dijo—, el problema subsiste, ¿no creen ustedes? Empiezo a creer que nosotros los
militares no hemos apreciado debidamente a los científicos durante el pasado. Creí que vivían sus
vidas en los laboratorios, lejos del peligro. Pero empiezo a creer que los científicos son capaces de
buscar perturbaciones donde no existieron jamás.
Vaciló un momento y prosiguió, en el mismo tono humorístico:
—El director Morton y yo estamos de acuerdo en que éste no es un problema que incumba
únicamente a las fuerzas militares. Mientras este ser se encuentre por las cercanías, cada uno de
nosotros debe ser su propio policía. Vayamos armados, por parejas o grupos..., cuanto más mejor.
De nuevo contempló su público, y en tono más adusto, continuó:
—Sería locura por parte de todos no creer que esta situación comporta un peligro de muerte para
algunos de nosotros. Puede ser para mí. Puede ser cualquiera. Tengan el valor de reconocerlo.
Acepten la posibilidad. Pero si es su destino establecer contacto con este ser peligroso, defiéndanse
hasta la muerte. Traten de arrastrarlo con ustedes. No sufran, o mueran, en vano.
»Y ahora —prosiguió volviéndose hacia Morton—, el director ordenará una controversia acerca
de la utilización contra nuestro enemigo de los considerables conocimientos científicos de los que
disponemos a bordo de esta nave. El señor Morton tiene la palabra.
Morton avanzó lentamente. Su voluminoso y robusto cuerpo quedaba disminuido por el
gigantesco cuadro instrumental que tenía detrás, pero sin embargo parecía imponente. Los ojos
grises del director recorrieron interrogadores la hilera de rostros, sin detenerse en ninguno, como
cerciorándose simplemente de la actitud colectiva de los hombres.
—He estado recopilando mis recuerdos de lo ocurrido y creo poder decir sinceramente que nadie,
ni aún yo, es responsable del hecho que este ser se halle a bordo. Habíamos decidido, ustedes deben
recordarlo, traerlo a bordo hasta los confines del campo de energía. Esta precaución satisfacía hasta
a nuestros más severos censores y es lamentable que no fuese tomada a tiempo. El ser se ha
introducido ahora a bordo por sus propios medios y por un método que no podíamos prever. —Hizo
una pausa y su mirada recorrió la sala—. ¿O tuvo alguien algo más fuerte que una premonición? En
este caso que tenga la bondad de levantar la mano.
Grosvenor estiró el cuello, pero ninguna mano se levantó. Se echó nuevamente atrás en su silla y
quedó sorprendido al ver que los ojos grises de Morton se fijaban en él.
—Señor Grosvenor —dijo Morton—, ¿le capacita a usted la ciencia del Nexialismo para predecir
que este ser puede disolver su cuerpo a través de una pared?
—No —dijo Grosvenor con voz clara.
—Gracias —respondió Morton.
Parecía convencido, porque no preguntó nada más. Grosvenor había ya supuesto que el director
estaba tratando de justificar su posición. Era un mal comentario para la política de la nave que lo
hubiese considerado necesario. Pero lo que interesaba principalmente a Grosvenor era que hubiese
apelado al Nexialismo como autoridad final.
—Siedel —seguía diciendo Morton—, denos usted una imagen psicológica adecuada de lo
ocurrido.
—Al disponernos a capturar este ser —dijo el jefe psicólogo—, tenemos ante todo que rectificar
nuestro concepto acerca de él. Tiene brazos y piernas y sin embargo flota en el espacio y permanece
vivo. Se deja introducir dentro de una jaula, pero sabe muy bien que la jaula no podrá retenerlo.
Después huye por el fondo de la jaula, lo cual es una tontería por su parte si no quiere que sepamos
que es capaz de ello. Hay una razón por la cual seres muy inteligentes cometen errores, una razón
fundamental que nos facilitaría hacer alguna aguda conjetura sobre el sitio de donde procede y,
desde luego, analizar por qué está aquí. Smith, diséquenos usted su composición biológica.
Smith se levantó, alto y demacrado:
—Hemos discutido ya acerca del obvio origen planetario de sus manos y pies. La facultad de
vivir en el espacio, si es evolucionaria, es ciertamente un atributo notable. Sugiero que nos
encontramos ante un miembro de una raza que ha resuelto los secretos más remotos de la biología; y
si supiese tan sólo en qué forma deberíamos comenzar a buscar un ser que se nos puede escapar a
través de la pared más cercana, mi consejo sería: Démosle caza y matémoslo a primera vista.
—¡Ah!... —exclamó Kellie, el sociólogo, hombre calvo, de unos cuarenta años, con unos ojos
grandes e inteligentes—. ¡Ah!..., cualquier ser que pudiese adaptarse a vivir en el vacío sería el
señor del universo. Sus semejantes vivirían en todos los planetas, poblarían todas las galaxias. Y sin
embargo, reconocemos como hecho probado que esta raza no infesta nuestra área galáctica. Paradoja
que es digna de investigación.
—No entiendo bien lo que quiere usted decir, Kellie —dijo Morton.
—Sencillamente, que una raza que ha resuelto los más remotos secretos de la biología tiene que
llevar eras de adelanto sobre el hombre. Tendría una alta facultad simpodial, es decir, una capacidad
de adaptación a cualquier medio ambiente. De acuerdo con las leyes de la dinámica vital, se
extendería hasta las más alejadas fronteras del universo, como el hombre está tratando de hacerlo.
—Hay una contradicción —concedió Morton—, y parece tender a probar que esta criatura no es
un ser superior. Korita, ¿cuál es la historia de este ser?
El japonés esbozó un gesto de perplejidad, pero se levantó y dijo:
—Temo ser de muy poca utilidad dada la falta de datos. Ya conocen ustedes la teoría que
prevalece; que la vida avanza hacia arriba, sea lo que sea lo que llamemos arriba, mediante una serie
de ciclos. Cada ciclo comienza por el campesino, que está arraigado a su porción de tierra. El
campesino va al mercado y paulatinamente el mercado se transforma en población cada vez con
menos conexiones «internas» con la tierra. Después vienen las ciudades y las naciones, y finalmente
las ciudades de un mundo sin alma con una aniquiladora lucha por el poder, una serie de horrendas
guerras que llevan al hombre al estado de fellah y de allí al primitivismo, y a un nuevo estado
campesino. La cuestión estriba en lo siguiente: ¿Se halla este ser en la fase campesina de su ciclo
particular, o en la gran ciudad de la era de la megalópolis? ¿O dónde?
Se detuvo. A Grosvenor le pareció que se habían presentado imágenes muy agudas. Las
civilizaciones parecían desarrollarse en forma de ciclos. Cada período del ciclo debía tener, de una
manera inculta, su fondo psicológico particular. El fenómeno tenía varias explicaciones, de las
cuales la vieja teoría de los ciclos de Spengler era una de ellas. Era incluso posible que Korita
pudiese prever las acciones ajenas sobre la base de la teoría cíclica. Había demostrado anteriormente
que el sistema era aplicable y tenía considerable eficacia. De momento, tenía la ventaja que era el
único punto de contacto histórico con técnicas que pudiesen aplicarse a la situación actual.
La voz de Morton rompió el silencio.
—Korita, en vista de los limitados conocimientos de los que disponemos acerca de este ser, ¿qué
rasgos básicos deberíamos buscar suponiendo que se halle en la fase «gran ciudad» de su cultura?
—Sería un intelecto virtualmente invencible, formidable hasta el más alto grado. Dentro de su
radio de acción, no cometería errores de ninguna clase y sólo sería vencible en circunstancias que
escapasen a su control. El mejor ejemplo es el ser humano de nuestra era de la más alta educación y
conocimientos —terminó con voz suave.
—Pero ha cometido ya un error... —dijo Van Grossen con voz de seda—. Ha caído tontamente
por el fondo de la jaula. ¿Es esto lo que haría un campesino?
—¿Supongamos que esté en la fase campesina?... —dijo Morton.
—Entonces —respondió Korita—, sus impulsos básicos serían mucho más simples. Sentiría ante
todo el deseo de reproducirse, de tener un hijo, de saber que su sangre subsistirá. Concediéndole una
gran inteligencia fundamental, el impulso podría, en un ser superior, tomar la forma de un impulso
fanático en pos de la supervivencia de la raza.
Y pausadamente, concluyó:
—Y esto es todo lo que puedo decir con los datos que dispongo.
Y se sentó.
Morton estaba de pie junto al cable del cuadro instrumental y miró hacia su auditorio de técnicos.
Fijó pausadamente la mirada en Grosvenor.
—Recientemente —dijo —he llegado personalmente a la creencia que el Nexialismo puede
ofrecer un nuevo camino para la solución de ciertos problemas. Puesto que es una aproximación
totalística a la vida llevada hasta el grado N, podría ayudarnos a encontrar una rápida solución en
momentos en que se impone una determinación inmediata. Grosvenor, tenga la bondad de darnos su
punto de vista sobre este extraño ser.
Grosvenor se levantó rápidamente y tomó la palabra.
—Puedo darle a usted una conclusión basada en mis observaciones. Puedo detallar una teoría
precisa acerca de cómo nos pusimos en contacto con esta criatura, la forma cómo se agotó la energía
de la pila, de manera que tuvimos que reparar la pared exterior del cuarto de motores (y hubo un
cierto número de significativos intervalos de tiempo), pero mejor que extenderme sobre este fondo
del asunto, preferiría decirles en pocos minutos cómo podríamos matar...
Hubo una interrupción. Media docena de hombres se abrían paso por entre el grupo que cerraba
el umbral. Grosvenor hizo una pausa y miró a Morton. El director se había vuelto y estaba mirando
al capitán Leeth. El capitán avanzó hacia los recién llegados y Grosvenor vio que Pennons, primer
maquinista de la nave, era uno de ellos.
—¿Listos, señor Pennons? —preguntó el capitán Leeth.
—Sí, señor —asintió el maquinista. En tono de advertencia, añadió—: Es esencial que todos los
hombres lleven un traje de cauchita y usen guantes y zapatos de lo mismo.
—Hemos energizado las paredes alrededor de los dormitorios —explicó el capitán Leeth—.
Puede haber alguna demora en capturar este ser y no podemos correr el riesgo de ser asesinados en
la cama. Tenemos... —Se detuvo, preguntando súbitamente—: ¿Qué ocurre, señor Pennons?
Pennons estaba contemplando un pequeño instrumento que tenía en la mano.
—¿Estamos todos aquí, capitán? —preguntó lentamente.
—Sí, salvo la guardia de la sala de máquinas.
—Entonces..., algo ha sido atrapado en el muro de fuerza. ¡Pronto, tenemos que rodearlo!
XVII
La sorpresa de Ixtl al regresar de explorar los pisos superiores, después de haber visitado los
inferiores, fue completa, la impresión devastadora. Un momento estuvo pensando complacido en las
secciones metálicas de la nave donde dejaría secretamente sus guuls si se apoderaba de ella. Un
momento después se sintió atrapado en el pleno chisporroteo del furioso centro de una pantalla de
energía.
Su mente quedó vacía de sufrimiento. Nubes de electrones se liberaban en torno de él. Saltaban
de sistema a sistema, buscando la unión, para ser violentamente repelidos por los sistemas atómicos
que luchaban obstinadamente por permanecer estables. Durante aquellos largos y espantosos
segundos, la flexibilidad maravillosamente equilibrada de su estructura casi se desvaneció. Lo que le
salvó fue que incluso esta peligrosa eventualidad había sido anticipada por el genio colectivo de su
raza. Al obligar su cuerpo —y el de todos— a la evolución artificial, habían tenido en cuenta la
posibilidad de un encuentro casual con una irradiación violenta. Como la centella, su cuerpo se
amoldaba y reajustaba, cada nueva estructura nuevamente construida soportaba la intolerable carga
durante una fracción de microsegundo. Pero se había apartado ya del muro y estaba a salvo.
Concentró su mente en las inmediatas potencialidades. El muro de fuerza defensivo debía tener
un sistema de alarma conectado a él. Lo cual quería decir que todos los hombres debían llenar los
corredores adyacentes en un intento organizado de acorralarlo. Él los dispersaría, podría apoderarse
de uno de ellos, investigaría sus propiedades guul y lo usaría como su primer guul.
No había tiempo que perder. Se lanzó contra el muro desenergizado más próximo, extraña y alta
forma sin gracia. Sin detenerse cruzó rápidamente de habitación a habitación, manteniéndose
vagamente paralelo al corredor principal. Sus sensibles ojos seguían las borrosas figuras de los
hombres mientras corrían. Uno, dos, tres, cuatro, cinco en este corredor. El quinto hombre estaba a
alguna distancia detrás de los otros. Era una ventaja muy relativa, pero era todo lo que Ixtl
necesitaba.
Como un espectro pasó a través del muro frente al último hombre y se arrojó hacia delante con
irresistible acometida. Era una espantosa monstruosidad con los ojos brillantes y una boca de
fantasma. Avanzó sus cuatro brazos de color de fuego y agarró con su inmensa fuerza el ser
humano. El hombre luchó, contorsionándose en su esfuerzo; quedó dominado y se desplomó al
suelo.
Yacía de espaldas e Ixtl vio que su boca se abría y cerraba en una serie desigual de movimientos.
Cada vez que la abría, Ixtl sentía un agudo hormigueo en sus pies. La sensación no era difícil de
identificar. Eran las vibraciones de una demanda de auxilio. Con un gesto de mofa, Ixtl avanzó. Con
su gran mano aplastó la boca del hombre. Su cuerpo se estremeció. Pero vivía todavía y se dio
cuenta que Ixtl hundía dos manos en su cuerpo.
El acto pareció dejar al hombre petrificado. Cesó de luchar. Con sus ojos abiertos parecía ver los
dos delgados brazos desaparecer bajo su camisa y rondar por el interior de su pecho. Después,
horrorizado, miró aquel cuerpo cilíndrico de color de sangre inclinado sobre él.
El interior del cuerpo del hombre parecía de carne sólida. Pero Ixtl necesitaba espacio abierto, o
uno que pudiese abrir, mientras su acción no matase a su víctima. Para sus propósitos necesitaba
carne viva.
¡Pronto, pronto! Sus pies registraron las vibraciones de pasos que se acercaban. Venían sólo de
una dirección, pero se aproximaban rápidos. En su ansiedad, Ixtl cometió el error de acelerar sus
investigaciones. Endureció momentáneamente sus dedos buscadores hasta un estado de semisolidez.
En aquel momento tocó el corazón. El hombre se agitó convulsivamente, se estremeció y quedó
muerto.
Un instante después, los dedos investigadores de Ixtl descubrieron el estómago y los intestinos.
Se echó atrás con una violencia de autorepresión. Allí tenía lo que necesitaba y lo había inutilizado.
Lentamente se incorporó, su cólera y desaliento se desvanecieron. Porque no había previsto que
aquellos seres tan inteligentes pudiesen morir tan fácilmente. Lo cambió y simplificó todo. Ellos
estaban a su merced, no él a la suya. No tenía necesidad de usar más que una cautela relativa al
enfrentarse con ellos.
Dos hombres con los vibradores preparados aparecieron por la esquina más cercana y se
detuvieron ante aquella aparición que parecía mofarse de ellos desde detrás del cuerpo de su
compañero muerto. Después, al salir de su momentánea parálisis, Ixtl se acercó a la pared más
cercana. Durante un instante fue sólo una sombra escarlata en aquel corredor brillantemente
iluminado, un instante después había desaparecido como si no hubiese estado nunca allá. Sintió la
transmisión de las vibraciones de las armas cuando la energía golpeaba inútilmente las paredes que
tenía detrás.
El plan era ahora claro. Capturaría media docena de hombres y los convertiría en guuls. Después
podría matar a todos los demás, puesto que no le eran ya necesarios. Hecho esto, podía avanzar
hacia la galaxia a la cual la nave evidentemente se dirigía y tomar el control del primer planeta
habitado. Después de esto, el dominio de todo el universo a su alcance sería cosa de poco tiempo tan
sólo.
Grosvenor estaba de pie frente a un muro comunicador con varios otros hombres, contemplando
la imagen del grupo que se había formado en torno al cuerpo del técnico. Hubiera querido estar él
también allí, pero hubiera tardado algunos minutos en llegar. Durante este tiempo estaría fuera de
contacto. Prefería esperar, ver y oírlo todo.
El director Morton estaba cerca de la placa emisora a menos de un metro de donde el doctor
Eggert estaba inclinado sobre el muerto. Miraba intensamente, apretando las mandíbulas. Cuando
habló su voz era poco más que un susurro. Y sin embargo sus palabras resonaron en el silencio
como un estallido.
—¿Y bien, doctor?
El doctor Eggert abandonó su posición arrodillada y levantándose se volvió hacia Morton. El acto
lo colocó frente a la placa emisora. Grosvenor vio que fruncía el ceño.
—Ataque de corazón —dijo.
—¿Ataque de corazón?
—Eso es, eso es. —El doctor levantó las manos como para defenderse—. Sé que parece que le
hayan aplastado los dientes hasta el cerebro, y habiéndolo reconocido varias veces sé que su corazón
era perfecto. Y no obstante a mí me parece un ataque de corazón.
—Lo creo —dijo tristemente uno de los presentes—. Cuando llegué aquí y vi aquella bestia, por
poco tengo un ataque al corazón yo también.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo la voz de Van Grossen que Grosvenor reconoció antes de
verlo entre dos más al otro lado de Morton—. Podemos vencer a este ser —prosiguió—, pero no
hablando de él y desfalleciendo cada vez que hace un movimiento. Si me toca a mí ser el primero en
su lista de víctimas quiero saber que el mejor grupo de científicos de nuestro sistema no llorarán
sobre mí sino que dedicarán sus cerebros a la tarea de vengar mi muerte.
—Tiene razón —dijo Smith—. El mal para nosotros estriba en que nos sentimos inferiores. Lleva
en la nave menos de una hora y veo claramente que algunos de nosotros vamos a ser asesinados. Yo
acepto mi riesgo. Pero vamos a organizamos para el combate.
—Señor Pennons —dijo Morton lentamente—, éste es el problema. Disponemos de unos tres
kilómetros cuadrados de suelo en nuestros treinta pisos. ¿Cuánto tiempo se necesitaría para
energizarlos enteramente?
Grosvenor no podía ver al ingeniero jefe. No estaba dentro del campo de la lente curvada de la
placa. Pero la expresión del rostro del científico debía ser digna de verse. Su voz, cuando respondió
a Morton, parecía espantada.
—Podría barrer la nave, y probablemente destruirla completamente en el espacio de una hora —
dijo—. No entraré en detalles. Pero la energización no controlada mataría a todo ser viviente que se
encontrase a bordo.
La espalda de Morton formaba parcialmente parte de la placa comunicadora que transmitía las
imágenes y voces de los que estaban alrededor del cuerpo del hombre muerto por Ixtl.
—¿Podría usted saturar estos muros de mayor cantidad de energía, verdad, señor Pennons? —
interrogó.
—¡No! —exclamó el ingeniero jefe contrariado—. No lo soportarían. Se fundirían.
—¡Los muros no lo resistirían! —dijo un hombre asombrado—. ¿Se da usted cuenta de lo que
eso implica sobre la resistencia de este ser?
Grosvenor vio la consternación pintada en los rostros de los hombres cuyas imágenes se estaban
transmitiendo. La voz de Korita llegó a través del embarazoso silencio.
—Director, le estoy observando a usted a través de un comunicador desde el cuarto de control —
dijo—. Suponiendo que nos encontramos ante un superser, responderé esto: No olvidemos que
penetró disparatadamente en la pared por la fuerza y que se retiró desalentado sin penetrar en los
dormitorios. Uso la palabra «disparatadamente» de una manera deliberada. Su acción prueba una
vez más que comete errores.
—Esto me lleva de nuevo a lo que dijo usted antes acerca de las características psicológicas que
son de prever en los diferentes grados cíclicos. Vamos a suponer que es un campesino de su ciclo.
La respuesta de Korita fue ligeramente crispada para un hombre que solía hablar con tanto
cuidado.
—Sería incapaz de comprender la fuerza total de la organización. Pensaría, según toda
verosimilitud, que a fin de obtener el control de la nave le basta vencer a los hombres que se
encuentran en ella. Tendería instintivamente a dar por descontado el hecho que formamos parte de
una gran civilización galáctica. La mente del verdadero campesino es muy individualista, casi
anárquica. Su deseo de reproducirse es una forma de egoísmo; ver su propia sangre, particularmente,
propagada. Este ser (si se encuentra en la fase campesina de su desarrollo) deseará probablemente
tener un cierto número de seres semejantes a él que lo ayuden en su lucha. Le gusta la compañía,
pero detesta la interferencia. Cualquier sociedad organizada puede dominar una comunidad campesina, porque sus miembros no forman nunca nada más que una unión floja contra los forasteros.
—¡Una unión floja entre estos comedores de fuego ya sería bastante! —comentó con acidez un
técnico—. Yo creo..., aaaaah...
Sus palabras se extinguieron en un aullido. Su mandíbula inferior cayó. Sus ojos, claramente
visibles para Grosvenor adquirieron una mirada caótica. Todos los hombres visibles en la placa
retrocedieron varios pasos.
En pleno centro de la placa visual se hallaba Ixtl.
XVIII
Allí estaba, horrendo espectro de un demonio escarlata. Sus ojos brillaban intensamente, pese a
que no sentía ya temor. Había medido a todos aquellos seres humanos y sabía, con desprecio, que
era capaz de zambullirse a través de un muro antes que ninguno de ellos hubiese disparado un
vibrador contra él.
Había venido en busca de su primer guul. Agarrando su guul del centro del grupo, desmoralizaría
hasta cierto punto a todos los que se encontraban a bordo.
Al contemplar aquella escena, Grosvenor sintió una ola de irrealidad invadir su cuerpo. Dentro
del campo visual de la placa había sólo unos cuantos hombres. Van Grossen y dos técnicos estaban
de pie junto a Ixtl. Morton estaba detrás mismo de Van Grossen y parte de la cabeza y cuerpo de
Smith era visible cerca de uno de los técnicos. Como grupo, parecían insignificantes adversarios de
aquella alta, espesa y cilíndrica monstruosidad que dominaba por encima de ellos.
Morton fue quien rompió el silencio. Retiró deliberadamente su mano del mango translúcido del
vibrador y con voz pausada, dijo:
—No traten de disparar contra él. Puede moverse como un destello. Y no estaría aquí si creyese
que podemos herirlo. Además, no podemos exponernos a un fracaso. Esta puede ser nuestra única
oportunidad.
Suavemente, en tono de súplica, continuó:
—Que todos los equipos de urgencia que me escuchan ocupen arriba, abajo y en torno al
corredor. Que traigan los portátiles más pesados, incluso algunos de los semiportátiles y abrasen los
muros hasta derribarlos. Corten un claro sendero alrededor de esta área y que sus rayos barran este
espacio a foco corto. ¡Pronto!
—Buena idea, director. —El rostro del capitán Leeth apareció por un momento en el
comunicador de Grosvenor sobreponiéndose a la imagen de Ixtl y los demás.
—Estaremos allí si puede usted detener a este perro infernal durante tres minutos.
Y su rostro desapareció tan rápidamente como había aparecido.
Grosvenor abandonó su placa visual. Porque se había dado cuenta que se encontraba demasiado
alejado de la escena para conseguir el género de precisa observación en el cual es de esperar que un
Nexialista base sus acciones. No formaba parte de ningún equipo de urgencia y su propósito era por
lo tanto juntarse con Morton y los demás en el área de peligro.
Mientras avanzaba pasó por delante de otros comunicadores y se dio cuenta que Korita estaba
dando consejos a distancia.
—Morton, aproveche esta oportunidad, pero no cuente con el éxito. Observe que ha aparecido
una vez más antes que hayamos podido preparar nada contra él. No tiene importancia que actúe
contra nosotros, intencionada o accidentalmente. El resultado, cualesquiera que sean sus motivos, es
que estamos en el asunto, recorriendo su camino inútilmente. Hasta ahora no hemos puesto en claro
nuestras ideas.
Grosvenor había tomado un ascensor para bajar. Abrió la puerta y echó a correr.
—Estoy convencido —iba diciendo la voz de Korita desde el comunicador del corredor
contiguo— que los vastos recursos de esta nave pueden vencer a cualquier criatura, me refiero,
desde luego, a cada criatura simple, que haya existido jamás... —Si Korita añadió algo a estas
palabras, Grosvenor no las oyó. Había doblado la esquina. Y allí, frente a él, estaba el grupo de
hombres y más allá Ixtl.
Vio que Van Grossen acababa de dibujar algo en su libreta de notas. Mientras Grosvenor lo
observaba perplejo, Van Grossen avanzó y tendió la hoja de papel a Ixtl. El ser vaciló, después la
aceptó. Le dirigió una mirada y retrocedió con una mueca que partió su rostro.
—¿Qué diablos ha hecho usted? —aulló Morton.
—Me he limitado a mostrarle como podemos vencerlo —dijo Van Grossen con una
contorsionada mueca—. Creo...
Sus palabras fueron cortadas. Grosvenor, siempre en la retaguardia, vio todo el incidente como
simple espectador. Todos los demás del grupo formaban parte de la escena.
Morton debió darse cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir. Dio un paso adelante como
tratando instintivamente de interponer su voluminoso cuerpo delante de Van Grossen. Una mano de
largos y alambrados dedos arrojó al director contra los hombres que tenía detrás. Cayó, haciendo
perder el equilibrio a los más cercanos. Reaccionó, buscó su vibrador y levantó la mano con él.
Como a través de un vidrio deformante, Grosvenor vio que el ser sostenía a Van Grossen entre
dos brazos de color de fuego. Los cien y tantos kilos del físico se retorcían y contorsionaban en
vano. Los delgados y fuertes músculos lo sujetaban como si estuviese esposado. Lo que impidió a
Grosvenor hacer uso de su propio vibrador fue la imposibilidad de alcanzar a Ixtl sin herir también a
Van Grossen. No pudiendo un vibrador matar un ser humano pero sí dejarlo sin sentidos, el
conflicto ante el cual se hallaba era este: ¿Pondría en actividad el arma con la esperanza que Itxl
quedaría también sin sentidos, o trataría en una desesperada súplica de pedir información a Van
Grossen? Eligió esta última.
—Van Grossen, ¿qué le ha enseñado usted? ¿Cómo podemos derrotarlo?
Van Grossen lo oyó, porque volvió la cabeza. Fue de lo único que tuvo tiempo. En aquel
momento ocurrió una cosa inverosímil. El ser se lanzó en una veloz zambullida y desapareció por la
pared sin soltar al físico. Por un instante a Grosvenor le pareció que la vista le había hecho una
jugarreta. Pero sólo quedaba ante él la pared lisa y dura y once hombres con los ojos abiertos,
sudando, siete de ellos con las armas en la mano, que manejaban desesperadamente.
—¡Estamos perdidos! —susurró un hombre—. Si puede amoldar nuestras estructuras atómicas y
llevarnos con él a través de la materia sólida, no podemos luchar con él.
Grosvenor vio que la observación había irritado a Morton. Era la irritación del hombre que lucha
por mantener su equilibrio en circunstancias difíciles. En tono rencoroso, dijo:
—¡Mientras vivamos podemos luchar con él! —Se acercó al comunicador más próximo y
prosiguió—: Capitán Leeth, ¿cuál es la situación?
Hubo una pausa, y la cabeza y los hombros del comandante aparecieron en el foco de la placa.
—Nada —dijo sucintamente—. Al teniente Clay le parece haber visto un destello escarlata
desaparecer hacia abajo a través del suelo. Podemos, en lo sucesivo, limitar nuestras investigaciones
a la mitad inferior de la nave. Por lo demás, estábamos precisamente alineando nuestras unidades
cuando ocurrió la cosa. No nos dio usted tiempo suficiente.
—No tenemos nada que objetar contra esto —dijo Morton malhumorado.
A Grosvenor, mientras escuchaba, le pareció que la declaración era estrictamente justa. Van
Grossen había apremiado su captura mostrando al ser un diagrama de la forma como éste podría ser
derrotado. Era una acción humana típicamente egoísta, con pocas probabilidades de éxito. Más aún,
estaba en contradicción con su propio argumento contra el especialista que obraba unilateralmente y
era incapaz de colaborar de una forma inteligente con los demás científicos. Detrás de lo que Van
Grossen había hecho había una actitud que tenía siglos de antigüedad. Esta actitud había sido
suficientemente útil durante los primeros tiempos de la investigación científica, pero tenía un valor
limitado hoy, en que cada nuevo desarrollo requiere los conocimientos y la colaboración de diversas
ciencias.
Mientras reflexionaba, Grosvenor sentía sus dudas del hecho que Van Grossen dispusiese de una
técnica para derrotar a Ixtl. Dudaba que una técnica triunfante pudiese estar limitada al campo de un
solo especialista. Cualquier esquema que Van Grossen hubiese mostrado al extraño ser, debió
probablemente limitarse a los conocimientos del físico. Todas estas reflexiones cesaron cuando
Morton dijo:
—Lo que quisiera es alguna teoría acerca de lo que Van Grossen dijo en el papel que mostró a
este ser.
Grosvenor esperó a que alguien contestase. Al ver que nadie lo hacía, dijo;
—Creo tener una, director.
—Dígala —dijo Morton después de haber vacilado un ínfimo momento.
—La única forma de captar la atención de un ser ajeno —comenzó Grosvenor— sería mostrarle
un símbolo universalmente reconocido. Siendo Van Grossen un físico, el símbolo que debió usar
salta por sí mismo a los ojos.
Hizo deliberadamente una pausa y miró a su alrededor. Daba la sensación de adoptar una actitud
melodramática, pero la cosa era inevitable. Pese a la amistad de Morton, y al incidente de Riim, no
era reconocido como una autoridad a bordo de la nave, de manera que sería mejor que la respuesta
se les ocurriese espontáneamente en aquel momento a diferentes personas.
—Vamos, vamos, amigo mío —dijo Morton rompiendo el silencio—. No nos tenga usted en
suspenso.
—Un átomo —dijo Grosvenor.
Los rostros que lo rodeaban quedaron sin expresión.
—Pero esto no quiere decir nada... —dijo Smith—. ¿Para qué le mostraría un átomo?
—No exactamente un átomo, desde luego —respondió Grosvenor—. Supongo que Van Grossen
dibujaría una representación estructural del átomo excéntrico del metal que forma el casco exterior
del Beagle.
—¡Ha acertado usted! —exclamó Morton.
—¡Un momento! —dijo el capitán Leeth a través de la placa del comunicador—. Confieso que
no soy físico, pero me gustaría saber qué es lo que ha acertado.
—Grosvenor quiere decir —explicó Morton— que sólo dos partes de la nave están construidas de
este material increíblemente duro, el casco exterior y la sala de motores. Si hubiese estado usted con
nosotros cuando capturamos al ser, hubiera observado que cuando pasó a través del suelo de la jaula,
fue detenido por la dureza del metal del casco exterior de la nave. Se vio claramente que no podía
pasar a través de él. El hecho que tuviese que precipitarse a entrar por la compuerta de aire es una
prueba más. Lo extraño es que todos nosotros no pensásemos en ello desde el principio.
—Si el señor Van Grossen enseñaba a este ser la naturaleza de nuestras defensas —dijo el capitán
Leeth—, ¿no podría ser que le describiese las pantallas de energía que instalamos en los muros? ¿No
es esto tan posible como la teoría del átomo?
Morton se volvió con expresión interrogante hacia Grosvenor.
—El ser había experimentado ya la pantalla de energía y sobrevivido a ella —dijo el Nexialista—
. Van Grossen creía claramente tener algo nuevo. Además, la única forma de mostrar un campo de
energía sobre el papel es por medio de una ecuación comportando símbolos arbitrarios.
—Este es un razonamiento digno de ser bien recibido —dijo el capitán Leeth—. Tenemos por lo
menos un sitio en la nave donde estamos a salvo, el cuarto de motores, y posiblemente una
protección ligeramente inferior por parte de las pantallas murales de los dormitorios. Comprendo
por qué Van Grossen creyó procurarnos una ventaja. Todo el personal de la nave se concentrará en
adelante exclusivamente en estas dos áreas, salvo por permiso u orden especial. —Se volvió hacia el
más próximo comunicador, repitió la orden y añadió—: Jefes de departamento, estén preparados
para contestar las preguntas referentes a sus especialidades. Indispensables deberes serán probablemente impuestos a los individuos debidamente entrenados. Señor Grosvenor, considérese usted
dentro de esta última categoría. Doctor Eggert, suministre píldoras antisomníferas cuando se las
pidan. Nadie puede irse a la cama hasta que este animal esté muerto.
—Bien dicho, capitán —dijo Morton con calor.
El capitán Leeth se inclinó, desapareciendo de la placa del comunicador.
—¿Y qué será de Van Grossen? —decía en el corredor un técnico vacilante.
—La única forma como podemos ayudar a Van Grossen es aniquilando su raptor —dijo Morton
con rabia.
XIX
En aquella vasta estancia de inmensas máquinas los hombres parecían enanos en una sala de
gigantes. Grosvenor parpadeaba involuntariamente a cada chispazo de ultraterrenal luz azul que
brotaba y fulguraba sobre la reluciente superficie del techo. Y había además un sonido que afectaba
a sus nervios tanto como la luz afectaba a sus ojos. Estaba aprisionado en el aire. Un zumbido de
aterradora energía, un vago rugir, como de trueno de detrás del horizonte, una temblorosa
reverberación de un inconcebible chorro de energía.
La nave estaba en marcha. Aceleraba hundiéndose cada vez más rápida y profundamente en el
golfo de tinieblas que separaba la galaxia espiral, de la cual la Tierra era uno de los diminutos y
giratorios átomos, de otra galaxia aproximadamente de la misma talla. Este era el fondo básico de la
definitiva lucha que se estaba ahora desarrollando. La existencia de la mayor y más ambiciosa
expedición exploradora que jamás había salido del Sistema Solar estaba en grave peligro.
Grosvenor tenía de ello la firme convicción. No se trataba de Coeurl, cuyo cuerpo
ultraestimulado había sobrevivido a las guerras asesinas de la desaparecida raza que había realizado
experimentos biológicos sobre los animales del planeta gatuno. Ni el peligro que ofrecía la gente de
Riim podía serle comparado. Después de su primer descarriado esfuerzo de comunicación, había
controlado toda acción subsiguiente en que hubiese podido pensar, como lucha entre un hombre y
una raza.
El monstruo escarlata era clara e inconfundiblemente una raza por sí solo.
El capitán Leeth subió una escalerilla de metal que llevaba a un balconcito. Un momento después
Morton se juntó con él y permanecieron mirando hacia abajo a los hombres reunidos. Llevaba un
montón de notas en la mano, divididas en dos partes por un dedo. Los dos colegas las estudiaban.
—Este es el primer momento de respiro —dijo Morton —que tenemos desde que este ser vino a
bordo hace, por increíble que pueda parecer, menos de dos horas. El capitán Leeth y yo hemos leído
las recomendaciones dadas por los jefes de departamento. Estas recomendaciones las hemos
dividido vagamente en dos categorías. Una de ellas, siendo de carácter teórico, la dejaremos para
más tarde. La otra, que está relacionada con los planes mecánicos para acorralar a nuestro enemigo,
tiene, como es natural, precedencia. Para empezar, tengo la seguridad del hecho que todos
experimentamos deseos de saber qué planes hay en pie para rescatar a Van Grossen. Señor Zeller,
diga a los reunidos lo que piensa usted.
Zeller, hombre avispado que rozaba los cuarenta años, avanzó. Había conseguido la jefatura del
departamento de metalurgia después de la muerte de Breckenridge por Coeurl.
—El descubrimiento del hecho que este ser no puede penetrar el grupo de aleaciones que
llamamos metales de resistencia —dijo—, nos da automáticamente, como consecuencia, el tipo de
material que tenemos que emplear para la construcción de un traje del espacio. Mi ayudante está ya
trabajando en él y estará listo dentro de unas tres horas. Para la busca, desde luego, usaremos la
cámara de fluorita. Si alguien tiene una proposición...
—¿Por qué no hacer varios trajes? —preguntó uno de los asistentes.
—Tenemos sólo una cantidad limitada de material —respondió Zeller moviendo la cabeza—.
Podríamos hacer más, pero sólo por transmutación, lo cual requiere tiempo. Además —añadió—,
nuestro departamento ha sido siempre de los pequeños. Será una suerte tener un traje listo en el
tiempo que he dicho.
No hubo más preguntas. Zeller desapareció en el taller de maquinaria contiguo a la sala de
motores.
El director Morton levantó la mano. Una vez que se hubo restablecido el silencio, dijo:
—Por mi parte, me siento más aliviado sabiendo que una vez elaborado este traje, el ser tendrá
que cambiar de sitio a Van Grossen para evitar que encontremos el cuerpo.
—¿Cómo sabe usted que está vivo? —preguntó alguien.
—Porque este maldito animal pudo llevarse el cuerpo del hombre que mató pero no lo hizo. Nos
quiere vivos. Las notas de Smith nos han dado una posible clave de su propósito, pero pertenecen a
la categoría 2 y serán discutidas posteriormente.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Entre los diferentes planes propuestos para la destrucción de este ser, tengo uno ofrecido por
dos técnicos del departamento de física y uno por Elliot Grosvenor. El capitán Leeth y yo hemos
discutido sobre ellos con el ingeniero-jefe Pennons y otros expertos y hemos decidido que la idea
del señor Grosvenor es demasiado peligrosa para los seres humanos y por lo tanto será empleada
sólo como último recurso. Iniciaremos inmediatamente el otro plan a menos que se susciten
importantes objeciones. Se han hecho también varias sugerencias adicionales que han sido
incorporadas. Aun cuando es costumbre dejar que cada individuo exponga sus propias ideas, creo
que ganaremos tiempo si expongo brevemente el plan tal como ha sido finalmente aprobado por los
técnicos.
Morton dirigió una mirada a los papeles y prosiguió:
—Los dos físicos Lomas y Hindley reconocen que su plan depende del hecho que el ser nos
permita hacer las conexiones necesarias de energía. Esto parece probable, basándonos en la teoría
del señor Korita sobre la historia cíclica, según la cual un «campesino» está tan obsesionado por la
tendencia de su sangre que tiende a ignorar las potencialidades de una oposición organizada. Sobre
esta base, y con el plan modificado de Lomas y Hindley, vamos a infiltrar energía en los niveles
séptimo y noveno, sólo en el suelo y no en los muros. Nuestra esperanza estriba en lo siguiente:
Hasta ahora el ser no ha hecho ninguna tentativa organizada para matarnos. El señor Korita dice que,
siendo un campesino, no se ha dado cuenta todavía que o nos destruirá él a nosotros o lo
destruiremos nosotros a él. Tarde o temprano, sin embargo, incluso un campesino se dará cuenta que
matarnos es lo primero que debe hacer, antes que nada. Si no interfiere nuestro trabajo, lo
acorralaremos en el octavo piso, entre los dos suelos energizados. Allí, en circunstancias tales que
no podrá ir ni hacia arriba ni hacia abajo, lo buscaremos con nuestros proyectores. Como se dará
cuenta el señor Grosvenor, este plan comporta muchos menos riesgos que el suyo, y por
consiguiente debe tener preferencia.
Grosvenor tragó saliva, vaciló y con gesto huraño, dijo:
—Si debemos tener en consideración la cantidad de riesgo que pueda comportar, ¿por qué no nos
limitamos a refugiarnos aquí en la sala de motores esperando que ponga en juego algún método para
llegar hasta nosotros? —Animándose prosiguió—: Por favor, no crean que estoy tratando de
imponer mis ideas. Pero personalmente... —vaciló, y por fin, dijo—: Considero el plan que ha
expuesto usted como nulo y sin valor.
Morton parecía sinceramente sorprendido. Después frunció el ceño.
—¿No es éste un juicio más bien severo? —dijo—. He creído entender que el plan que ha
expuesto usted no es el originalmente propuesto —dijo Grosvenor—, sino una versión modificada
del mismo. ¿Qué se suprimió de él?
—Los dos físicos —dijo el director—, recomendaban energizar cuatro pisos, el siete, el ocho, el
nueve y el diez.
Por primera vez Grosvenor vaciló. No quería mostrarse en exceso intransigente. Si persistía,
podían de un momento a otro dejar simplemente de preguntarle su opinión.
—Esto está mejor —dijo finalmente.
Desde detrás de Morton, el capitán Leeth interrumpió.
—Señor Pennons, diga al grupo por qué no es aconsejable energizar más de dos suelos.
El ingeniero-jefe avanzó. Con el ceño fruncido tomó la palabra.
—La principal razón es que requeriría tres horas más y estamos todos de acuerdo en que el factor
tiempo es esencial. Si el tiempo no fuese un factor importante, sería mucho mejor energizar toda la
nave, tanto suelos como paredes bajo un sistema controlado. De esta forma no podría escapársenos.
Pero se necesitarían unas cincuenta horas. Como he declarado ya antes, una energización no
controlada sería un suicidio. Hay otro factor también que discutimos puramente como seres
humanos. La razón por la cual este ser irá en busca nuestra es que quiere más hombres, de forma que
cuando empiece a bajar tendrá a uno de nosotros con él. Queremos que este hombre, sea el que sea,
tenga probabilidades de vida. —Su voz se endureció—. Durante las tres horas que necesitaremos
para hacer efectivo el plan modificado, estaremos sin defensa contra él, a excepción de los
vibradores portátiles de alta frecuencia y los proyectores de calor. No osaremos usar nada más
pesado en el interior de la nave, y aun éstos hay que usarlos con prudencia pues pueden matar a
seres humanos. Naturalmente, esperamos que cada cual se defenderá con su propio vibrador.
¡Adelante! —terminó dando un paso atrás.
—¡No tan aprisa! —dijo el capitán Leeth contrariado—. Quiero oír algo más de las objeciones
del señor Grosvenor.
—Si tuviésemos tiempo —dijo éste—, podría ser interesante ver en qué forma reacciona este ser
ante estos muros energizados.
—No comprendo la discusión —dijo alguien irritado—. Si este ser es atrapado entre dos pisos
energizados es el final para él. Sabemos que no puede pasar a través.
—No sabemos nada de esto —dijo Grosvenor con firmeza—. Lo único que sabemos es que
penetró en un muro de fuerza y escapó. Suponemos que no le gusta. En realidad parece claro que no
puede permanecer definitivamente en este campo de energía durante algún lapso de tiempo. Es mala
suerte, de todos modos, que no podamos usar una pantalla de plena fuerza contra él. Los muros,
como ha hecho ver el señor Pennons, se fundirían. Mi punto de vista es que huye de lo que
disponemos.
—Señores —intervino el capitán Leeth al parecer desconcertado—, ¿por qué no se trajo este
punto a la discusión? Es sin duda alguna una objeción válida.
—Yo era de opinión de invitar al señor Grosvenor a la discusión —dijo Morton—, pero perdí la
votación por la costumbre de largo tiempo establecida, en la que la persona cuyo plan se discute no
debe hallarse presente. Por el mismo motivo los dos físicos no fueron invitados.
—No creo —dijo Siedel después de haberse aclarado la voz—, que el señor Grosvenor se dé
cuenta de lo que nos ha hecho. Se nos ha asegurado a todos que la pantalla de energía de la nave es
una de las más grandes invenciones científicas del hombre. Esto me ha dado personalmente una
sensación de bienestar y seguridad. Ahora nos dice que este ser puede penetrar por ella.
—No he dicho que la pantalla de la nave fuese vulnerable, señor Siedel —dijo Grosvenor—. En
realidad, hay motivos para creer que el enemigo no pudo ni puede pasar a través. La razón es que
esperó detrás de ella hasta que nosotros le metimos dentro. La energización del suelo que estamos
discutiendo ahora es una versión muchísimo más débil.
—Sin embargo —dijo el psicólogo—, ¿no cree usted que inconscientemente los técnicos suponen
una similitud entre los dos procedimientos? Lo racional sería decir: Si esta energización es
inefectiva, estamos perdidos; por consiguiente: tiene que ser efectiva.
—Temo que el señor Siedel ha analizado debidamente nuestro punto débil —intervino el capitán
Leeth cansado—. Recuerdo ahora haber tenido también esta idea.
Desde el centro de la sala, Smith tomó la palabra.
—Quizá sería conveniente escuchar la otra alternativa propuesta por el señor Grosvenor.
El capitán Leeth miró a Morton, que vacilaba, y después dijo:
—Propuso que nos dividiésemos en tantos grupos como proyectores atómicos hay a bordo...
No pudo decir más. Un técnico físico, con voz temblorosa, dijo:
—¡Energía atómica..., en una nave!
El alboroto que empezó en aquel momento duró más de un minuto. Una vez hubo cesado Morton
prosiguió como si no hubiese ocurrido nada.
—De momento disponemos de cuarenta y un proyectores. Si aceptamos el plan de Grosvenor,
cada uno de ellos será manejado por un núcleo de personal militar con el resto de nosotros
diseminados como cebo a la vista de uno de los proyectores. Los que manejen el proyector tendrán
orden de activarlo incluso si uno o más de nosotros nos hallamos en la línea de fuego.
—Esta es posiblemente la proposición más sugestiva que ha sido hasta ahora presentada —dijo
Morton moviendo lentamente la cabeza—. Sin embargo su crueldad nos impresiona a todos. La idea
de matarnos los unos a los otros, aunque no sea nueva, nos hiere mucho más profundamente de lo
que creo que el señor Grosvenor imagina. Sinceramente, sin embargo, debo añadir que hay otro
factor que decidió a los científicos en contra de ella. El capitán Leeth estipuló que los que actuaban
como cebo no debían ir armados. Para la mayoría de nosotros, esto lleva las cosas demasiado lejos.
Todo hombre debe tener derecho a defenderse. Puesto que nos encontrábamos ante un plan
alternativo —prosiguió después de haberse encogido de hombros—, votamos por él. Personalmente
estoy a favor de la idea del señor Grosvenor, pero tengo objeciones contra la estipulación del capitán
Leeth.
A la primera mención de la idea del comandante, Grosvenor había dado media vuelta y miraba
hacia el oficial. El capitán Leeth le devolvió fijamente la mirada, casi con una mueca. Al cabo de un
momento, en tono deliberado, Grosvenor dijo:
—Creo que debería usted correr el riesgo, capitán.
El comandante acogió estas palabras con una ligera inclinación ceremoniosa.
—Muy bien —dijo—, retiro mi proposición.
Grosvenor vio que Morton estaba perplejo por el breve diálogo. El director le miró, después miró
al capitán, y de nuevo a Grosvenor. Después una expresión de sorpresa apareció en su rígido rostro.
Bajó la estrecha escalerilla metálica y nuevamente se dirigió a Grosvenor en voz baja.
—Pensar que nunca me di cuenta de lo que quería lograr... Es obvio que cree que en un momento
crítico...
Se detuvo y volvió para mirar al capitán Leeth.
—Creo que ahora se da cuenta que cometió un error al hacer esta proposición —dijo Grosvenor.
—Supongo —respondió Morton como contrariado—, que si se mira bien la cosa, tiene razón. El
impulso de vivir, como es básico, puede sobreponerse a todas las condiciones subsiguientes. Sin
embargo —añadió frunciendo el ceño— creo mejor no mencionarlo. Creo que los científicos se
juzgarían insultados y ya hay bastantes malos sentimientos a bordo.
Dio media vuelta dando la cara al grupo.
—Señores —dijo con voz sonora—. Parece claro que el plan del señor Grosvenor es aceptable.
Los que estén en favor de él que levanten la mano.
Con profunda decepción de Grosvenor, sólo media docena de manos se levantaron. Morton
vaciló y dijo:
—Una vez más, levanten la mano.
Esta vez una docena de manos fueron levantadas. Morton señaló a uno de los de primera línea.
—No la ha levantado usted ninguna de las veces. ¿Qué inconveniente hay?
—Soy neutral —dijo el hombre encogiéndose de hombros—. No sé si estoy en contra o a favor.
No entiendo bastante.
—¿Y usted? —dijo Morton señalando a otro individuo.
—¿Y la radiación secundaria? —dijo éste.
—La bloquearemos —contestó esta vez el capitán Leeth—. Aislaremos toda el área. Director —
prosiguió después de una pausa—, no comprendo esta demora. El voto fue de cincuenta y nueve
contra cuarenta en favor del plan Grosvenor. Aun cuando mi jurisdicción sobre los científicos es
limitada, incluso en un momento crítico, considero éste como un voto decisivo.
—Pero... —dijo Morton al parecer sorprendido, en tono de protesta— cerca de ochocientos
hombres se han abstenido.
—Están en su derecho —respondió el capitán Leeth en tono severo—. Es de suponer que las personas mayores saben lo que piensan. Toda idea de democracia está basada en esta suposición. Por
consiguiente, ordeno que se actúe en seguida.
—Bien, señores —dijo Morton después de una ligera vacilación—, me veo obligado a aceptar.
Creo que será mejor que pongamos manos a la obra. Necesitaré tiempo para preparar los proyectores
atómicos; de manera que vamos a energizar los pisos siete y nueve mientras tanto. Tal como yo lo
veo, podemos combinar ambos planes, y abandonar el uno por el otro según el desarrollo de la
situación.
—Ahora hablamos con sentido, me parece —dijo uno de los presentes.
La decisión pareció sensata a un grupo de los hombres. Los rostros resentidos se calmaron.
Alguien se rió y la gran masa humana comenzó a salir de la vasta sala. Grosvenor se volvió hacia
Morton.
—Fue un golpe genial —dijo—. Estaba demasiado en contra de una energización tan limitada
para haber pensado en esta solución de compromiso.
—Lo guardaba en reserva —respondió Morton aceptando el cumplido gravemente—. Tratando
con seres humanos, he observado que no está sólo, generalmente, el problema que hay que resolver,
sino también la tensión entre los que tienen que resolverlo. Durante el peligro, trabajo firme —
añadió—, durante el trabajo, el descanso en todas las formas practicables —levantó la mano—.
Bien, buena suerte, amigo mío. Espero que salga usted a salvo.
Mientras se estrechaban las manos, Grosvenor dijo:
—¿Cuánto tiempo se necesitará para traer el cañón atómico?
—Cosa de una hora, quizá un poco más. De momento, tendremos los grandes vibradores para
protegernos...
La reaparición de los hombres llevó a Ixtl al séptimo piso precipitadamente. Durante algunos
minutos fue sólo una forma anormal que revoloteaba por entre la desnudez de las paredes y los
suelos. Fue visto dos veces y los proyectores lanzaron sus destellos contra él. Eran vibradores tan
diferentes de las armas de mano que hasta entonces había visto, como la muerte de la vida.
Golpeaban las paredes a través de las cuales saltaba para escapar de ellos. Una vez uno de los
destellos lo alcanzó en un pie. El calor del golpe de la violencia molecular de la vibración lo hizo
tambalearse. El pie volvió a su normalidad en menos de un segundo, pero tuvo idea de las
limitaciones de su cuerpo contra estos poderosos aparatos portátiles.
Y sin embargo, no estaba asustado. La velocidad, la astucia, una meticulosa medida del tiempo y
de la colocación cada vez que apareciese, serían precauciones que contrarrestarían la eficacia de las
nuevas armas. Lo importante era lo siguiente. ¿Qué estaban haciendo los hombres? Era obvio que al
encerrarse en aquella gran sala de motores estaban elaborando un plan y que lo pondrían en práctica
con decisión. Con sus ojos brillantes y fijos, Ixtl veía el plan tomar forma.
En los corredores los hombres instalaban estufas de un metal muy negro. Por un agujero de la
parte superior de cada una de ellas salía un resplandor blanco, lanzando furiosas bocanadas. Ixtl se
daba cuenta que los hombres estaban medio cegados por el blanco resplandor del fuego. Llevaban
armadura del espacio, pero la glasita ordinariamente transparente con que estaban hechas estaba
ennegrecida eléctricamente. Y sin embargo, ninguna armadura de metal ligero podía evitar el pleno
efecto de aquel resplandor. De las estufas salían largas y siniestras lenguas brillantes de material.
Cuando las lenguas salían eran agarradas por instrumentos mecánicos, hábilmente reducidas a las
medidas requeridas y colocadas sobre los suelos metálicos. Ni un centímetro del suelo, observó Ixtl,
escapaba a ser encerrada entre las estrías. Y en el momento en que el metal candente era depositado,
potentes refrigeradores se acercaban a ellas y les quitaban el calor.
Su mente se negó al principio a admitir el resultado de sus observaciones. Su cerebro persistía en
buscar más profundos propósitos; una astucia de objetivo vasto y no fácilmente discernible. Los
hombres estaban intentando energizar dos suelos por un sistema de controles. Más tarde, cuando se
diesen cuenta que su limitada trampa no era efectiva, intentarían probablemente otros métodos. Ixtl
no estaba seguro de cuándo el sistema defensivo podría ser peligroso para él. Lo importante era que
en cuanto se diese cuenta que éste era peligroso, sería para él tarea fácil seguir a los hombres y
destrozar sus conexiones de energización.
Despreciativamente, Ixtl alejó este problema de su mente. Los hombres no eran más que juguetes
en sus manos, facilitándole la consecución de los guuls que necesitaba todavía. Eligió
cuidadosamente su próxima víctima. Había descubierto en el hombre que sin intención había matado
que el estómago y el aparato intestinal servían para sus propósitos. Automáticamente los hombres
con grandes barrigas formaron parte de su lista.
Hizo su inspección preliminar y descansó. Antes que un solo proyector pudiese ser orientado
hacia él, su cuerpo contorsionado había desaparecido. Le era fácil ajustar su estructura atómica en el
momento que se encontraba a través de un techo, evitando así su caída al suelo que tenía debajo.
Rápidamente se dejó disolver a través del suelo y bajó al piso inferior. Se hallaba en la vasta
continencia de la nave; tenía una sensación vaga. Hubiera podido ir más aprisa, pero tenía que tener
cuidado de no estropear el cuerpo humano.
El refugio era ya territorio familiar para el paso seguro de sus pies de largos dedos. Después de su
primer acceso a la nave, había explorado el terreno breve, pero completamente. Y al apoderarse de
Van Grossen había logrado el tipo que necesitaba. Sin la menor vacilación se dirigió a través del
interior débilmente iluminado hacia las paredes más alejadas. Grandes cajas de embalaje estaban
amontonadas hasta el techo. Pasó a través de ellas o circundándolas, según le convenía, y por fin se
encontró dentro de un gran tubo. El interior era suficientemente vasto para mantenerse de pie en él.
Era parte de los kilómetros del sistema de tuberías de acondicionamiento de aire.
Para una vista ordinaria, su escondrijo hubiera resultado oscuro, pero para su visión sensible al
infrarrojo un vago resplandor inundaba el tubo. Vio el cuerpo de Van Grossen y depositó su nueva
víctima junto a su cuerpo. Cuidadosamente metió entonces uno de sus alambrados brazos dentro de
su propio pecho, sacó un precioso huevo y lo depositó dentro de la barriga del ser humano.
El hombre luchaba todavía, pero Ixtl esperaba lo que sabía tendría que ocurrir. Lentamente el
cuerpo empezó a ponerse rígido. Los músculos fueron endureciéndose paulatinamente. En su
pánico, el hombre luchaba y se retorcía, dándose cuenta que la parálisis iba apoderándose de él. Sin
el menor remordimiento, Ixtl lo mantuvo así hasta que la acción química fue completa. Finalmente
el hombre permaneció inmóvil, todos los músculos rígidos. Los ojos abiertos parecían mirar. El
rostro estaba sudado.
En el espacio de algunas horas los huevos se incubarían en los estómagos de cada hombre.
Rápidamente las diminutas réplicas de sí mismo alcanzarían el pleno tamaño. Satisfecho, Ixtl salió
del tubo. Necesitaba más lugares de incubación para sus huevos, más guuls.
En el momento en que había puesto a su tercer cautivo en el lugar adecuado, los demás estaban
trabajando en el noveno piso. Oleadas de calor circulaban por los corredores. Era un viento del
infierno. Era incluso difícil conseguir que el dispositivo refrigerador de los trajes del espacio
consiguiesen modificar debidamente el aire sobrecalentado. Los hombres sudaban dentro de su
envoltorio. Enfermos por el calor, aturdidos por el resplandor, trabajaban casi por instinto.
—¡Aquí vienen ya! —dijo alguien súbitamente al lado de Grosvenor.
Grosvenor se volvió hacia la dirección indicada y quedó rígido a pesar suyo. La máquina que
avanzaba hacia ellos bajo su propia fuerza no era grande. Era una masa globular con una coraza
exterior de carburo de tungsteno y una protuberancia que salía del globo. La estructura estrictamente
funcional estaba montada sobre una rosca universal que, a su vez, reposaba sobre una base de cuatro
ruedas de caucho.
Alrededor de Grosvenor los hombres habían dejado de trabajar. Con los rostros pálidos
contemplaban la monstruosidad metálica. Súbitamente uno de ellos se acercó a Grosvenor y le dijo:
—¡Maldita sea, Grosve, es usted el responsable de todo esto! Si estoy destinado a ser irradiado
por uno de estos aparatos me gustaría romperle la nariz primero con uno de ellos.
—No me importaría, entonces —dijo Grosvenor con voz pausada—; si encuentra usted la muerte,
la encontraré yo también.
Esto pareció calmar la cólera del otro. Pero había todavía violencia en su actitud y su tono cuando
prosiguió:
—¿Qué demonios de locura es esa? Seguramente habrá planes mejores que convertir a los seres
humanos en cebo.
—Nos queda otra cosa que hacer —dijo Grosvenor.
—¿Cuál?
—Suicidarnos. —Y lo pensaba así.
El hombre lo miró fijamente y dio media vuelta murmurando algo acerca de las bromas estúpidas
y los imbéciles bromistas. Grosvenor sonrió con beatitud y volvió a su trabajo. Casi en el acto se dio
cuenta que los hombres habían perdido todo ahínco en el trabajo. Una tensión eléctrica saltaba de
uno a otro. La menor acción por parte de un individuo hacía a los demás ponerse rígidos en el acto.
Eran cebos. Por todos los diversos niveles los hombres reaccionaban ante el temor de la muerte.
Nadie podía quedar inmune porque la voluntad de sobrevivir tenía su origen en el sistema nervioso.
Hombres de profundo entrenamiento militar como el capitán Leeth podían mostrar una expresión
impasible, pero su tensión corría debajo de la superficie. Similarmente, hombres como Elliot
Grosvenor eran capaces de sonreír por estar decididos, por la convicción del hecho que el procedimiento era adecuado y estar dispuestos a correr su suerte.
—¡Atención todo el personal!
Grosvenor pegó un salto con todos los demás al salir la voz del comunicador más próximo. Tardó
un momento en reconocer la voz del comandante de la nave.
—Todos los proyectores están ahora en posición en los niveles siete, ocho y nueve —prosiguió el
capitán Leeth—. Se alegrará de saber que he estado discutiendo los peligros con mis oficiales y
hacemos las siguientes recomendaciones: Si ven ustedes el monstruo, no esperen, no miren
alrededor. Échense inmediatamente al suelo. Todos los equipos de armas, desde ahora, apunten para
disparar a 50: 1 ½. Esto da un espacio libre de medio metro. No los protegerá de la radiación
secundaria, pero creo poder decir honradamente que si tocan el suelo a tiempo, el doctor Eggert y su
personal en el cuarto de máquinas les salvarán la vida. Como conclusión —prosiguió, al parecer más
tranquilo ahora que lo esencial del mensaje había sido ya transmitido— permítanme asegurar a
todos los rangos que no hay ningún emboscado a bordo. A excepción de los doctores y tres
imposibilitados, cada individuo corre el mismo gran peligro que ustedes. Mis subalternos y yo
estamos divididos en varios grupos. El director Morton se encuentra en el séptimo nivel. El señor
Grosvenor, el autor del plan, está en el nivel nueve y así sucesivamente. ¡Buena suerte, señores!
Hubo un momento de silencio. Después el jefe del equipo del cañón cercano a Grosvenor, en
tono amistoso, dijo:
—¡Bien, amigos! Hemos hecho los ajustes. Estarán ustedes a salvo si pueden tocar el suelo en
menos tiempo del que necesitan para pensarlo.
—Gracias, amigos —dijo Grosvenor. Durante un momento la tensión cedió. Un técnico biólogomatemático dijo:
—Grosve, suavícelo con un poco más de talco.
—Siempre me han gustado los militares —dijo otro. Y en un aparte, pero con voz
suficientemente ronca para que lo oyese el personal del cañón, añadió—: Esto puede detenerlos para
el segundo de más que necesito.
Grosvenor apenas lo oyó. Cebo, pensaba de nuevo. Y ningún grupo sabría cuándo había llegado
el momento para otro grupo. En el instante de la «guncrita», una forma modificada de masa crítica
en la cual una pequeña pila desarrollaba una enorme energía sin hacer explosión, saldría un trazo
luminoso de la boca del cañón. A lo largo de él y a su alrededor brotaría la dura, silenciosa e
invisible radiación.
Cuando todo estuviese terminado, los supervivientes notificarían al capitán Leeth por su banda
privada. A su debido tiempo el comandante informaría a los otros grupos.
—¡Señor Grosvenor!
Instintivamente, al resonar la aguda voz, Grosvenor se echó al suelo. Se dio un golpe doloroso,
pero se puso de pie en el acto al reconocer la voz del capitán Leeth. Otros hombres se ponían
también penosamente en pie. Un hombre murmuró:
—¡Maldita sea, esto no estuvo bien!
Grosvenor tomó el comunicador. Sin apartar la vista del corredor que tenía delante, dijo:
—¿Capitán...?
—¿Quiere venir en seguida al piso siete? Corredor central. Aproximación a partir de las nueve.
—Bien, señor.
Grosvenor avanzó con cierto temor. En el tono de voz del capitán había notado algo. Algo
ocurría.
Encontró una pesadilla. Al acercarse vio que uno de los cañones atómicos estaba echado de
costado. A su lado, muertos, quemados hasta no ser reconocibles, yacían tres de los cuatro militares
que formaban el equipo del proyector. A su lado, en el suelo, sin sentido, pero retorciéndose todavía
bajo los evidentes efectos de la descarga del vibrador, estaba el cuarto hombre del equipo. En el
extremo más alejado del cañón, yacían veinte hombres sin sentido o muertos, entre ellos el director
Morton.
Los camilleros, usando ropas protectoras, recogían las víctimas y salían corriendo con ellas en las
vagonetas. El trabajo de salvamento llevaba ya varios minutos, de manera que debía haber más
hombres sin sentido atendidos en el cuarto de máquinas por el doctor Eggert.
Grosvenor se detuvo en la barrera que había sido apresuradamente levantada en una esquina del
corredor. El capitán Leeth estaba allá, pálido, pero sereno. A los pocos minutos Grosvenor conoció
lo ocurrido.
Ixtl había aparecido. Un joven técnico —el capitán Leeth no lo nombró— en su pánico olvidó
que la salvación estaba en el suelo. Mientras la boca del cañón vomitaba inexorablemente, el
histérico joven disparó su vibrador contra la muchedumbre, dejándolos sin sentidos. Al parecer
habían tenido un momento de vacilación cuando vieron al técnico en su línea de fuego. Un instante
después cada hombre del equipo contribuía, sin darse cuenta de ello, a aumentar el desastre. Tres de
ellos cayeron sobre el cañón, y aferrándose instintivamente a él, lo hicieron girar sobre su base,
alejándose de ellos y arrastrando al cuarto hombre. El mal estaba en que se había agarrado al
activador y durante quizá un segundo lo accionó.
Sus tres compañeros se hallaban en la línea de fuego. Murieron instantáneamente. El cañón acabó
volcando sobre un lado, derribando una pared.
Morton y su grupo, aun no encontrándose en la línea de fuego, fueron alcanzados por la radiación
secundaria. Era temprano todavía para decir la gravedad de sus heridas, pero haciendo una
estimación optimista, tendrían que estar en cama más de un año. Algunos morirían.
—Fuimos un poco lentos —confesó el capitán Leeth—. Al parecer esto ocurrió pocos segundos
después que yo acabase de hablar. Pero transcurrió casi un minuto antes que alguien que oyó el estruendo del vuelco del cañón sintiese curiosidad y mirase por la esquina —suspiró desalentado—.
En el peor de los casos no esperaba jamás ver todo un grupo aniquilado.
Grosvenor permaneció silencioso. Había por qué, desde luego. El capitán Leeth había querido
que los científicos no llevasen armas. En un momento crítico, el hombre se defiende. Es imposible
evitarlo. Como un animal, lucha ciegamente por la vida.
Trató de no pensar en Morton, quien se había dado cuenta que los científicos se resistirían a
dejarse desarmar y había imaginado el modus operandi que hubiera hecho aceptable el uso de la
energía atómica.
—¿Por qué me ha llamado usted? —preguntó tranquilamente.
—Tengo la impresión que este fracaso afecta su plan. ¿Qué cree usted?
—El elemento sorpresa ha desaparecido —dijo como a pesar suyo—. Debió venir sin sospechar
lo que le esperaba. Ahora será cauteloso.
Se imaginaba el monstruo escarlata asomando la cabeza, inspeccionando el corredor, después
apareciendo osadamente al lado del cañón y agarrando a uno de los hombres del equipo. La única
precaución adecuada sería instalar un segundo proyector que cubriese el primero. Pero la cosa estaba
fuera del caso, no había más que cuarenta y uno en toda la nave.
Grosvenor movió la cabeza y dijo:
—¿Atrapó a algún otro hombre?
—No.
De nuevo Grosvenor permaneció silencioso. Como los demás, sólo podía hacer suposiciones
sobre la razón por la cual el monstruo quería hombres vivos. Una de estas suposiciones se basaba en
la teoría de Korita en la que aquel ser se hallaba en la fase campesina e intentaba reproducirse. Esto
sugería una posibilidad que helaba la sangre y una necesidad urgente por parte del ser que lo llevaría
a atrapar más víctimas humanas.
—Tal como veo la cosa —dijo el capitán Leeth—, aparecerá de nuevo. Mi idea es que dejemos
los cañones donde están y acabemos de energizar los tres pisos. El siete está completo, el nueve está
casi listo y, por lo tanto, podríamos dedicarnos al octavo. Esto nos dará un conjunto de tres suelos.
Hasta allá donde llegue la posible efectividad de este plan, debemos considerar que el ser ha
capturado ahora a tres hombres, además de Van Grossen. En todos los casos ha sido visto llevándoselos en dirección a lo que podríamos llamar hacia abajo. Propongo, por lo tanto, que en
cuanto hayamos energizado los tres pisos vayamos al noveno y lo esperemos. Cuando capture a uno
de nosotros, de momento esperaremos; y el señor Pennons conectará el interruptor que abre el
campo de fuerza de los suelos. El ser luchará contra el octavo piso y lo encontrará energizado. Si
trata de pasar a través, encontrará que el séptimo está energizado también. Si va en sentido contrario,
obtendrá el mismo resultado mortal. En todos los casos lo obligamos a establecer contacto con dos
suelos energizados.
Hizo una pausa, miró pensativo a Grosvenor y añadió:
—Sé que considera usted que el contacto con un solo suelo puede no matarlo. Pero no era usted
tan afirmativo con dos. —Se calló y lo miró interrogativamente.
—De acuerdo —dijo Grosvenor después de un momento de vacilación—. Por ahora sólo
podemos hacer suposiciones sobre la forma cómo lo afectará. Quizá quedemos todos
agradablemente sorprendidos.
No lo creía así. Pero en su forma de desarrollar la situación había otro factor: las convicciones y
esperanzas de los hombres. Sólo un nuevo acontecimiento podía cambiar la mentalidad de algunos
de ellos. Cuando sus ideas estuviesen alteradas por la realidad, y sólo entonces, estarían
emotivamente en situación de emplear medidas más drásticas.
A Grosvenor le parecía ir aprendiendo lenta pero efectivamente la manera de influir sobre los
hombres. No bastaba tener informaciones y conocimientos, no bastaba tener razón. Los hombres
tenían que ser convencidos y persuadidos. Muchas veces esto podía representar más tiempo del que
la prudencia aconsejaba. Otras era absolutamente imposible. Y así se derrumbaban las
civilizaciones, se perdían batallas y se hundían barcos porque un hombre o grupo de hombres con
ideas conservadoras no quería seguir el laborioso y viejo ritual de convencer a los demás.
Si estaba en sus manos evitarlo, esto no ocurriría aquí.
—Podemos conservar los proyectores en su sitio mientras terminamos de energizar los suelos —
dijo—. Después tendremos que quitarlos. La energización actúa incluso con la embocadura cerrada.
Estallarían.
En forma tan deliberada como ésta, retiró el plan Grosvenor en la batalla contra el enemigo.
XX
Ixtl apareció dos veces durante la hora y tres cuartos que era necesario en el nivel ocho. Le
quedaban seis huevos y tenía intención de emplearlos todos menos dos. Su única contrariedad era
que cada guul requería más tiempo. La defensa contra él parecía más eficaz y la presencia del cañón
atómico le obligaba a actuar contra los hombres que lo manejaban.
Incluso con esta limitación estrictamente observada cada escapada era un triunfo en la medida del
tiempo. Sin embargo, no se preocupaba. Eran cosas que tenían que ser hechas y a su debido tiempo
se ocuparía de los hombres.
Una vez que estuvo completo el piso octavo y el cañón retirado, todo el mundo se encontró en el
noveno piso, Grosvenor oyó al capitán Leeth que decía:
—Señor Pennons, ¿está usted preparado para usar la energía?
—Sí, señor —dijo la voz seca del ingeniero a través del comunicador. Más duramente todavía
terminó—: Cinco hombres desaparecidos y uno por desaparecer. Hemos tenido suerte, pero hay por
lo menos uno más que tiene que sucumbir.
—¿Oyen ustedes, señores? Uno tiene que sucumbir. Uno de nosotros se convertirá en cebo quiera
o no. —Era una voz conocida, pero una voz que había permanecido largo tiempo silenciosa.
Prosiguió gravemente—: Aquí Gregory Kent. Y siento tener que decirles que les estoy hablando
desde el seguro refugio del cuarto de máquinas. El doctor Eggert me dice que tengo que estar aquí
una semana antes de borrarme de la lista de inválidos. La razón por la cual me dirijo a ustedes es que
el capitán Leeth me ha enviado los papeles de Morton y me gustaría que Kellie anotase en su agenda
que estoy aquí. Esto pondrá en claro algo muy importante. Nos dará una imagen más precisa de lo
que tenemos delante. Podemos también saber todos lo peor...
—¡Ah!... —La voz cascada del sociólogo resonó en los comunicadores—. Este es mi
razonamiento: Cuando lo descubrimos, el monstruo estaba flotando a un cuarto de millón de años de
luz del sistema estelar más cercano, aparentemente sin medios de locomoción espacial. Imagínense
esta asombrosa distancia y pregúntense cuánto tiempo se necesitaría, relativamente, para que un
objeto lo recorriese simplemente por azar. Lester me ha dado las cifras y me gustaría decirles lo que
me ha dicho a mí.
—Lester al habla... —La voz del astrónomo parecía sorprendentemente viva—. La mayoría de
ustedes conocen la teoría predominante sobre los principios del presente universo. Hay motivos para
creer que cobró existencia como resultado de la destrucción de un universo anterior hace muchos
millones de millones de años. Hoy es creencia general que dentro de unos cuantos millones de
millones de años, nuestro universo completará su ciclo y estallará en un cataclismo. La naturaleza de
tal explosión sólo puede ser conjeturada.
»En cuanto a la pregunta de Keller —prosiguió—, sólo puedo ofrecer a ustedes una imagen.
Supongamos que el ser escarlata fue lanzado al espacio cuando se produjo la gran explosión. Pudo
encontrarse recorriendo el espacio intergaláctico sin medios de cambiar su dirección. En estas
circunstancias podía flotar eternamente sin acercarse a una estrella a menos de un cuarto de millón
de años de luz. ¿Es esto lo que quería, Kellie?
—¡Oh, sí! La mayoría de ustedes recordarán haberme oído decir más de una vez que es una
paradoja que un desarrollo puramente simpodial, como es esta criatura, no pueble el universo entero.
La razón es, lógicamente, que si esta raza hubiese podido controlar el universo, lo hubiera
controlado. Hoy podemos sin embargo ver, que gobernaban un universo previo, no el presente de
ahora. Naturalmente, el monstruo pretende ahora que sus semejantes gobiernen el universo actual
también. Esta es por lo menos una teoría factible.
—Estoy convencido —dijo Kent en tono conciliador— del hecho que todos los científicos de a
bordo se dan cuenta que estamos especulando por necesidad con materias sobre las cuales
disponemos todavía de muy pocas pruebas. Creo que sería conveniente para nosotros creer que nos
encontramos ante un superviviente de la suprema raza del universo. ¡Puede haber otros semejantes a
él con las mismas características. Sólo nos queda esperar que jamás otra nave nuestra se encuentre
frente a uno de ellos. Biológicamente, esta raza puede estar billones de años adelantada de la
nuestra. Con este convencimiento, podemos considerar justificado pedir a todos los presentes a
bordo su máxima contribución en esfuerzos y sacrificio personal...
El agudo grito de un hombre lo interrumpió:
—¡A mí!... ¡Pronto!... ¡Me saca del traje!... —Las palabras terminaron en un gorgoteo.
—¡Era Dack! —exclamó Grosvenor angustiado—. El primer ayudante del departamento de
geología. —Identificaba al hombre sin reflexionar siquiera. Su facultad de reconocer era ahora
rápida y automática.
—Está yendo hacia abajo —dijo otra voz aguda en los comunicadores—. Lo he visto bajar.
—La fuerza está en marcha —dijo otra voz apuradamente. Era Pennons.
Grosvenor se dio cuenta que contemplaba con curiosidad sus pies. Un fuego azul brillante, bello
y centelleante relucía. Leves zarcillos de la linda llama retrocedían codiciosos algunos centímetros
del traje de cauchita, como rechazados por alguna fuerza invisible que protegiese el traje. No se oía
nada. Casi con la mente vacía dirigió una mirada al corredor donde brillaba una especie de fuego
azul ultraterrenal. Por un momento tuvo la impresión de estar mirando, no a lo largo del corredor,
sino hacia abajo, penetrando en las profundidades de la nave.
Su mente enfocó rápidamente la realidad. Y con la fascinación en los ojos vio la azul
energización de la llama luchando por penetrar a través de su traje protector.
—Si el plan es eficaz —dijo nuevamente Pennons, esta vez casi como un susurro—, tenemos
ahora a este demonio en los pisos siete u ocho.
El capitán Leeth dio órdenes eficaces.
—¡Todos los hombres, cuyos nombres empiecen por las letras A a L que me sigan al séptimo
nivel! ¡El grupo M a Z que siga al señor Pennons al octavo piso! ¡Los equipos de los proyectores
que permanezcan en sus puestos! ¡Equipos de cámara, que sigan como está ordenado!
El grupo de hombres que Grosvenor tenía delante se detuvo en seco delante del ascensor del
segundo piso. Grosvenor se encontraba entre los que siguieron adelante y se detuvo contemplando el
cuerpo humano que yacía en el suelo. Estaba aparentemente sujeto al suelo por los brillantes dedos
del fuego azul. El capitán Leeth rompió el silencio:
—¡Libérenlo!
Dos hombres dieron un paso adelante y tocaron el cuerpo. La llama azul saltó sobre ellos, como
tratando de capturarlos. Los hombres pegaron tirones y los infernales lazos se soltaron. Metieron el
cuerpo en un ascensor y lo llevaron a un piso no energizado. Grosvenor fue con ellos y permaneció
silencioso delante del cuerpo en el suelo del décimo piso. El cuerpo inerte siguió pegando sacudidas
durante varios minutos, descargando torrentes de energía; después, gradualmente, fue adquiriendo la
inmovilidad de la muerte.
—¡Quiero informes! —dijo secamente el capitán Leeth.
—De acuerdo con el plan establecido, los hombres están distribuidos en tres pisos —dijo
Pennons después de un segundo de silencio—. Están tomando continuamente fotografías con
cámaras de fluorita. Si el ser ronda por allá será visto. Necesitaremos por lo menos treinta minutos
más.
Finalmente vino el informe.
—¡Nada! —reflexionó Pennons en su desaliento—. Comandante, debe haber escapado sano y
salvo.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —dijo desde alguna parte una voz plañidera a través del circuito
de comunicadores momentáneamente abierto.
A Grosvenor le pareció que aquellas palabras expresaban la duda y la ansiedad que embargaba a
todos los tripulantes del Space Beagle.
XXI
El silencio duró. Los grandes hombres de la nave que tan locuaces eran de costumbre parecían
haber perdido la voz, Grosvenor hizo un esfuerzo mental por encontrar algún plan nuevo. Y
entonces, lentamente, se enfrentó con la realidad ante la cual se hallaba la expedición. Pero seguía
esperando. Porque no era su misión hablar en primer lugar. Fue el químico-jefe quien rompió
aquella especie de hechizo.
—Parece —dijo— que nuestro enemigo es capaz de pasar a través de las paredes energizadas con
tanta facilidad como pasa a través de las que no lo están. Podemos seguir suponiendo que el
experimento no le interesa, y que su recuperación es tan rápida que lo que siente en un piso no tiene
efecto sobre él en cuanto cae, a través del aire, en la habitación siguiente.
—Me gustaría oír la opinión del señor Zeller —dijo el capitán Leeth—. ¿Dónde está usted ahora,
señor?
—¡Zeller al habla! —dijo la aguda voz del metalúrgico a través de los comunicadores—. He
acabado el traje de resistencia, capitán. Y he empezado mi búsqueda en el fondo de la nave.
—¿Cuánto tiempo necesitaría para construir trajes de resistencia para todos los habitantes de la
nave?
—Tenemos que instalar un mecanismo de producción —dijo Zeller después de haber
reflexionado largamente—. Primero habría que fabricar las herramientas para fabricar los útiles que
harían los trajes en cantidad suficiente, de cualquier metal. Simultáneamente, pondríamos en marcha
una de las pilas de calor a fin de obtener un metal resistente. Como probablemente saben ustedes, el
metal sale radiactivo con una vida media de cinco horas, lo cual es mucho tiempo. Mi cálculo es que
el primer traje podría estar a disposición de la asamblea en el término de doscientas horas a partir de
este momento.
A Grosvenor le pareció un cálculo muy cauteloso. La dificultad de manejar metal de resistencia
podía ser difícilmente solventada. El capitán Leeth parecía haber sido sumido en el silencio por las
palabras del metalúrgico. Fue Smith quien tomó la palabra.
—¡Entonces queda desechado! —El biólogo parecía vacilar—. Y puesto que una energización
completa requeriría también demasiado tiempo, hemos echado el cerrojo. No nos queda nada más.
La voz generalmente lánguida de Gourley, técnico en comunicaciones, esta vez saltó con ímpetu.
—No sé por qué tienen que haberse agotado los caminos. Estamos vivos todavía. Propongo que
sigamos trabajando y hagamos cuanto nos sea factible en cuanto nos sea posible.
—¿Qué le hace a usted pensar —preguntó fríamente Smith— que este monstruo es capaz de
destrozar el metal de resistencia? Como ser superior, sus conocimientos en física sobrepasan
probablemente en mucho los nuestros. Puede serle relativamente fácil crear un rayo capaz de
destruir todo lo que poseemos. No olviden que el gato podía pulverizar el metal de resistencia. Y
sabe Dios la cantidad de instrumentos disponibles de los que disponemos en los diversos
laboratorios.
—¿Propone usted que abandonemos? —dijo despreciativamente Gourley.
—¡No! —contestó el biólogo con rabia—. ¡Quiero que tengamos sentido común! ¡No nos
lancemos ciegamente contra una meta inalcanzable!
La voz de Korita resonó en los comunicadores y terminó aquel duelo verbal.
—Me inclino a estar de acuerdo con Smith —dijo—. Llegaré incluso a decir que estamos
luchando con un ser que no tardará en darse cuenta que no puede darnos tiempo de conseguir algo
importante. Por esta y otras razones, creo que el monstruo intervendrá si tratamos de preparar la
nave para su completa energización controlada.
El capitán Leeth permanecía silencioso. Del cuarto de máquinas vino de nuevo la voz de Kent.
—¿Qué cree usted que hará cuando empiece a comprender que es peligroso permitirnos que
sigamos organizándonos contra él?
—Empezará a matar. No se me ocurre ningún método para impedírselo, salvo el de refugiarnos
en la sala de máquinas. Y creo, con Smith, que también será capaz de penetrar en ella, si le damos
tiempo.
—¿Tiene usted alguna proposición que hacer? —preguntó el capitán Leeth.
—Francamente, no —respondió Korita después de una vacilación—. Diré sin embargo que no
debemos olvidar que estamos tratando con un ser que se encuentra en la fase campesina de un ciclo
determinado. Para un campesino, sus tierras y su hijo, o, para emplear un grado más alto de
abstracción, su propiedad y su sangre, son sagradas. Lucha ciegamente contra toda interferencia.
Como una planta, se agarra a un trozo de terreno y en ella hunde sus raíces y nutre su sangre.
Hizo una pausa, como si dudase, y prosiguió:
—Esta es una imagen generalizada, señores. De momento no tengo la menor idea de la forma
cómo debería ser aplicada.
—Sinceramente —dijo el capitán Leeth—, no veo en qué forma puede sernos útil. ¿Podría cada
jefe de departamento consultar a sus subalternos dentro de su campo de acción privado?
Comuníquenme dentro de cinco minutos si alguien ha tenido una idea digna de ser tomada en
consideración.
—Me pregunto si podría hacer algunas preguntas al señor Korita mientras tienen lugar estas
consultas —dijo Grosvenor, que no tenía subalternos en su departamento.
—Si nadie tiene inconveniente, tiene usted mi permiso —dijo el capitán Leeth moviendo la
cabeza.
Nadie hizo objeción alguna, y Grosvenor dijo:
—Korita, ¿está usted disponible?
—¿Quién habla?
—Grosvenor.
—¡Oh, sí, ahora reconozco su voz, señor Grosvenor! Dígame...
—Ha dicho usted que el campesino se aferra con una tenacidad casi insensata a su trozo de tierra.
Si este ser se encuentra en el grado campesino de una de sus civilizaciones, ¿puede concebir
nuestros sentimientos diferentes acerca de nuestras propiedades?
—Estoy seguro que no.
—¿Trazará sus planes en la plena convicción del hecho que no podemos escapar, puesto que
estamos acorralados en el interior de esta nave?
—Es una suposición bastante bien fundada por su parte. No podemos abandonar la nave y
sobrevivir.
—Pero —insistió Grosvenor—, ¿estamos en un ciclo en el cual toda propiedad particular
significa poco para nosotros? ¿No estamos ciegamente ligados a ella?
—Creo no entender tampoco muy bien lo que quiere decir —dijo Korita, al parecer intrigado.
—Estoy llevando esta situación a su lógico final de acuerdo con sus ideas —dijo Grosvenor
pausadamente.
—Señor Grosvenor —interrumpió el capitán Leeth—, me parece que empiezo a ver la
orientación de sus razonamientos. ¿Está usted tratando de ofrecernos otro plan?
—Sí. —Y su voz temblaba un poco a pesar suyo.
—Señor Grosvenor —dijo el capitán Leeth inquieto—, si le interpreto a usted correctamente, su
solución demuestra valor e imaginación. Quisiera que lo explicase usted a los demás en... —vaciló y
miró su reloj—, cuanto hayan pasado los cinco minutos.
Después de un breve silencio, Korita tomó nuevamente la palabra.
—Señor Grosvenor —dijo—, su razonamiento es correcto. Podemos hacer este sacrificio sin
sufrir un colapso espiritual. Es la única solución.
Un minuto más tarde Grosvenor exponía su análisis ante la asamblea completa de las fuerzas
expedicionarias. Una vez que hubo terminado, fue Smith quien, en un tono que apenas era algo más
que un susurro, dijo:
—¡Grosvenor, lo ha encontrado usted! Significa sacrificar a Van Grossen y los otros. Significa el
sacrificio individual de todos nosotros, pero tiene usted razón. La propiedad para nosotros no es
sagrada. En cuanto a Van Grossen y los cuatro que están con él... —su voz se hizo más dura y
áspera—, no he tenido oportunidad de hablarle a usted de las notas que le di a Morton. Él no le dijo
a usted nada porque insinué un posible paralelo con ciertas especies de avispas de la Tierra. La idea
es tan horrible que creo que una muerte rápida sería como una salvación para estos hombres.
—¡Una avispa! —exclamó alguien—. ¡Tiene usted razón, Smith! ¡Cuanto antes estén muertos,
mejor!
Fue el capitán Leeth quien dio la orden:
—¡Al cuarto de máquinas! —dijo.
Una súbita y excitada voz a través de los comunicadores lo interrumpió. Un largo segundo
transcurrió antes que Grosvenor reconociese en ella la de Zeller, el metalúrgico.
—¡Capitán..., pronto! ¡Envíe hombres y proyectores abajo! Los he encontrado en las tuberías del
acondicionamiento de aire. El ser está aquí, lo mantengo a raya con el vibrador. No le causa mucho
daño, de manera que..., ¡pronto!
El capitán Leeth dictó órdenes con la rapidez de una ametralladora mientras los hombres se
precipitaban hacia los ascensores.
—¡Todos los científicos y su personal hacia las compuertas de aire! ¡El personal militar que tome
el montacargas y me siga! Probablemente no conseguiremos acorralarlo ni matarlo —prosiguió—,
pero —y su voz era decidida y grave—, ¡pronto, señores, vamos a liberarnos de este monstruo, y
vamos a hacerlo a toda costa! No podemos ya pensar en nosotros.
Ixtl retrocedió contrariado mientras los hombres se llevaban sus guuls. El primer inquietante
temor de derrota invadía ahora su mente como la noche que pasó reflexionando entre las
aprisionadoras paredes de la nave. Su impulso era lanzarse sobre ellos y destrozarlos. Pero aquellas
feas y relucientes armas detenían su desesperado deseo. Retrocedió con la sensación de un desastre.
Había perdido la iniciativa. Los hombres descubrirían sus huevos ahora, y destruyéndolos, destruirían sus posibilidades inmediatas de encontrar refuerzos en los otros ixtls.
Su cerebro revoloteaba por una red de intrincados propósitos. A partir de este momento tenía que
matar y sólo matar. Estaba sorprendido de haber pensado primero en la reproducción, cuando todo
lo demás era secundario. Había perdido ya una porción de tiempo valioso. Para matar necesitaría un
arma que lo aniquilase todo. Después de un momento de reflexión se dirigió al laboratorio más
cercano. Sentía una urgencia abrasadora, diferente de lo que había experimentado antes.
Mientras trabajaba, con su alto cuerpo y su concentrado rostro inclinado sobre el reluciente metal
del mecanismo, sus sensibles pies percibían la diferencia de la sinfonía de vibraciones que latían en
discordante melodía a través de toda la nave. Se detuvo, enderezándose. Entonces se dio cuenta de
lo que era. Los motores de propulsión estaban silenciosos. La monstruosa nave del espacio había
detenido su constante aceleración y yacía inmóvil en las negras profundidades. Una indefinible
sensación de terror se apoderó de Ixtl. Sus dedos largos, negros y filiformes se convirtieron en
objetos luminosos mientras hacía delicadas conexiones de una manera ciega y frenética.
Súbitamente, se detuvo de nuevo. Con mayor fuerza que la vez anterior tuvo la sensación que
ocurría algo malo, peligroso, terriblemente malo. Los músculos de sus pies estaban doloridos por el
esfuerzo. Y entonces supo lo que era. No podía ya percibir las vibraciones de los hombres. ¡Habían
abandonado la nave!
Ixtl se apartó de su arma casi terminada y se lanzó a través del muro más cercano. Sabía su suerte
fatal con tanta certidumbre que sólo encontraba esperanzas en las tinieblas del espacio.
Corrió por los desiertos corredores, esclavo del odio, monstruo escarlata de la antigua, tan antigua
Glor. Los muros resplandecientes parecían mofarse de él. Todo aquel mundo de la gran nave que tan
prometedor había sido, no era ahora más que un lugar donde un infierno de energía podía
desencadenarse de un momento a otro. Vio con alivio una compuerta de aire delante de él. Pasó a
través la primera sección, la segunda, la tercera, y se encontró en el espacio. Supuso que los
hombres estarían esperando ver su aparición y así ejerció una violenta repulsión entre la nave y él.
Tuvo la sensación de una creciente ligereza mientras su cuerpo se lanzaba desde el costado de la
nave a las tinieblas de la noche.
Tras él, las luces de los portillos se apagaban y eran reemplazadas por un resplandor azul
ultraterrenal. La luz azul brotaba de cada fracción de pulgada de la inmensa cubierta exterior de la
nave. El resplandor fue debilitándose poco a poco, casi como de mala gana. Mucho antes que se
desvaneciese totalmente, salió la potente pantalla de energía, bloqueando para siempre más su
acceso a la nave. Algunas de las luces interiores aparecieron de nuevo, parpadearon ligeramente y
fueron brillando. Cuando los potentes motores recuperaron la devastadora llamarada de energía, las
luces que brillaban eran ya más fuertes. Otras comenzaron a encenderse.
Ixtl, que se había retirado a muchos kilómetros, se acercó nuevamente. Andaba cauteloso. Ahora
que se encontraba en el espacio podían emplear contra él el cañón atómico y aniquilarlo sin peligro
alguno para ellos. Se acercó hasta menos de un kilómetro de la pantalla y allí, inquieto, se detuvo.
Vio la primera de las naves auxiliares salir de la oscuridad desde el interior de la pantalla e
introducirse en la abertura que se abría en el costado de la nave. Otras oscuras embarcaciones siguieron, describiendo rápidos arcos, destacándose borrosas sus formas sobre el fondo del espacio. Bajo
la luz que brillaba de nuevo, fija en los portillos encendidos, eran vagamente visibles.
La abertura se cerró y sin previo aviso, la nave desapareció. Hacía un instante que estaba allí,
vasta esfera de metal oscuro. Ahora, en vano la buscaba en el espacio donde había estado en un
brillante sector en forma de espiral, una galaxia que flotaba más allá de un golfo de un millón de
años luz.
El tiempo transcurría mortal hacia la eternidad. Ixtl se tendió inmóvil y desesperanzado en la
noche sin límites. No podía dejar de pensar en los jóvenes ixtls, que ahora ya no nacerían, y en el
universo que había perdido a causa de sus errores.
Grosvenor veía los hábiles dedos del cirujano manejar el bisturí eléctrico sobre el estómago del
cuarto hombre. El cuarto huevo estaba depositado en el fondo de una alta tina de metal resistente.
Los huevos eran unos objetos redondos y grises, uno de ellos ligeramente resquebrajado.
Varios hombres lo estaban contemplando mientras los inyectores de calor funcionaban y la grieta
se iba ensanchando. Una cabeza fea, redonda, escarlata con unos ojos diminutos como granos y la
ligera hendidura de la boca apareció. La cabeza se volvió sobre su corto cuello y los ojos se fijaron
en ellos con dura ferocidad. Con una rapidez que casi les tomó por sorpresa, el extraño ser
retrocedió y trató de saltar por encima de la pared de la tina. Las paredes resbaladizas le hicieron
fracasar. Volvió a caer y se disolvió en la llama que se dirigió contra él.
—Supongamos que se escapase disolviéndose en la pared más cercana —dijo Smith mojándose
los labios.
Nadie contestó. Grosvenor vio que todos estaban mirando la tina. Los huevos se disolvían
lentamente bajo el calor de los inyectores, y finalmente se encendían, produciendo una luz dorada.
—¡Ah!... —dijo el doctor Eggert mientras todos fijaban su atención en él y el cuerpo de Van
Grossen sobre el cual se inclinaba—. Sus músculos comienzan a relajarse y sus ojos están abiertos y
vivos. Imagino que sabe lo que ocurre. Ha sido una forma de parálisis producida por el huevo, que
va desapareciendo una vez éste no está ya en su interior. Nada fundamentalmente grave. Dentro de
poco estarán bien. ¿Y el monstruo?
—Los hombres de las dos naves auxiliares pretenden haber visto un destello rojo brotar de la
compuerta principal —respondió el capitán Leeth—, en el momento en que barríamos la nave con
energía incontrolada. Debió ser nuestro mortal enemigo, porque no hemos encontrado su cuerpo. Sin
embargo, Pennons está haciendo una inspección con el personal fotográfico, tomando fotografías
con una cámara de fluorita, y lo sabremos con certeza dentro de unas horas. Bien, ¿señor Pennons?
El ingeniero avanzó unos pasos y depositó un objeto informe de metal sobre una de las mesas.
—Nada definitivo que comunicar todavía —dijo—, pero he encontrado esto en el laboratorio
principal de física. ¿Qué sacan ustedes en claro?
Grosvenor se sintió empujado hacia delante por los jefes de departamento que querían ver la cosa
de más cerca. Frunció el ceño al ver el objeto con su aspecto frágil y su intrincada red de alambres.
Había tres tubos distintos que podían haber sido canales que penetraban y atravesaban tres balas
redondas que brillaban con una curiosa luz plateada. La luz penetraba en la mesa, haciéndola
transparente como la glasita. Y, lo más extraño de todo, las balas absorbían el calor como una
esponja térmica. Grosvenor se acercó a la primera bala y sintió sus manos ponerse rígidas a medida
que el calor se retiraba de ellas. Se echó atrás rápidamente.
—Creo que será mejor que dejemos que los departamentos de física lo examinen —dijo el
capitán Leeth que se hallaba a su lado—. Van Grossen no puede tardar en volver en sí. ¿Dice usted
que lo ha encontrado en el laboratorio?
Pennons asintió y Smith siguió desarrollando su idea:
—Todo parece indicar que el ser estaba trabajando en este aparato cuando se dio cuenta que ocurría algo. Debió sospechar la verdad, porque abandonó la nave. Esto parece descartar su teoría,
Korita. Dijo usted que como verdadero campesino no podía ni tan sólo imaginar lo que íbamos a
hacer.
El arqueólogo japonés sonrió levemente a través de la palidez de la fatiga que llevaba pintada en
su rostro.
—Señor Smith —dijo cortésmente—, no queda la menor duda del hecho que éste lo imaginó. La
explicación obvia es que la categoría campesina es una analogía. El monstruo rojo era, bajo todos
los conceptos, el campesino más superior de cuantos hemos hasta ahora encontrado.
—Me gustaría tener algunas limitaciones campesinas —gruñó Pennons—. ¿Saben ustedes que
necesitaremos tres meses por lo menos para proceder a las reparaciones, después de estos tres
minutos de energización incontrolada? Durante cierto tiempo temí que... —Su voz se desvaneció en
la duda.
—Acabaré la frase en su lugar, señor Pennons —dijo el capitán Leeth sonriendo amargamente—.
Temía usted que la nave quedase completamente destrozada. Creo que la mayoría de nosotros nos
dimos cuenta del peligro que corríamos cuando adoptamos el plan definitivo del señor Grosvenor.
Sabíamos que nuestras naves auxiliares sólo podían recibir aceleración parcial. De manera que
hubiéramos podido ser arrastrados a un cuarto de millón de años de luz de la Tierra.
—Me pregunto —dijo uno de los presentes—, si la bestia escarlata se hubiese apoderado de la
nave, si se hubiera alejado con el propósito de dominar la galaxia. Después de todo, el hombre está
sólidamente establecido en ella, y obstinadamente, además.
—Dominó una vez y puede dominarla de nuevo —dijo Smith moviendo la cabeza—. Da usted
demasiado por descontado que el hombre es el parangón de la justicia, olvidando, al parecer, que
tiene una historia larga y salvaje. Ha matado otros animales no solamente por su carne, sino por
placer; ha esclavizado a sus semejantes, asesinado a sus adversarios y conseguido su goce más
sádico e irreverente con los sufrimientos de los demás. No es imposible que durante nuestros viajes
encontremos otros seres inteligentes más dignos que el hombre de gobernar el universo.
XXII
Alguien murmuró unas palabras al oído de Grosvenor tan suavemente que éste no pudo
entenderlas. El susurro fue seguido de un ruido impresionante, tan tenue como un murmullo y tan
sin sentido como él.
Involuntariamente, Grosvenor miró a su alrededor.
Estaba en el cuarto de películas de su departamento y no había nadie a la vista. Se acercó perplejo
a la puerta que daba al auditorio. Pero tampoco en él había nadie.
Volvió a su banco de trabajo, frunciendo el ceño, preguntándose si alguien había dirigido el
encéfalo-ajustador hacia él. Era la única explicación que podía encontrar a aquel ruido que había
creído oír.
Al cabo de un momento, la explicación le pareció improbable. Los ajustadores tenían eficacia
sólo a corta distancia. Más importante todavía, su departamento estaba protegido contra la mayoría
de las vibraciones. Por otra parte, estaba demasiado familiarizado con el proceso mental derivado de
la ilusión que había experimentado. Por todo esto le era imposible pasar por alto el incidente.
Como precaución exploró cada una de las cinco habitaciones y examinó los ajustadores en el
cuarto técnico. Estaban como debían estar, debidamente guardados. Grosvenor regresó a su
laboratorio en silencio y reanudó su estudio sobre las variaciones de formas luminosas e hipnóticas
que había desarrollado partiendo de las imágenes que el Riim había usado contra la nave.
El terror se apoderó de él como un golpe. Grosvenor se sometió. Y de nuevo se produjo aquel
susurro, tan suave como antes, y sin embargo con cierta cólera esta vez, algo inimaginablemente
hostil.
Atónito, Grosvenor se enderezó. Tenía que ser un encéfalo-ajustador. Alguien estaba estimulando
su cerebro a distancia con una máquina tan potente que la coraza protectora de la habitación había
sido penetrada.
Frunciendo el ceño se preguntó quién podía ser y finalmente llamó al departamento de sicología
como culpable más presunto. Siedel contestó personalmente y Grosvenor comenzó a explicarle lo
ocurrido. Éste le interrumpió.
—Iba precisamente a ponerme en contacto con usted —dijo—. Creí que era usted el responsable.
—¿Quiere usted decir que todo el mundo está afectado? —preguntó lentamente Grosvenor
tratando de medir las consecuencias.
—Me sorprende que haya percibido usted algo, estando su departamento especialmente
construido —dijo Siedel—. Llevo más de veinte minutos recibiendo quejas, y varios de mis
instrumentos se sintieron afectados antes de este tiempo.
—¿Qué instrumentos?
—El detector de ondas cerebrales, el registrador de impulso nervioso y los detectores eléctricos
más sensibles. —Hizo una pausa—. Kent va a convocar una reunión en la sala de controles. Le veré
allí.
Grosvenor no lo dejó marchar tan pronto.
—¿Ha habido alguna discusión hasta ahora? —preguntó.
—Pues..., estamos todos haciendo una suposición.
—¿Cuál? —preguntó rápidamente.
—Estamos a punto de entrar en la gran galaxia M-33. Suponemos que viene de ella.
—Es una hipótesis razonable —dijo Grosvenor medio riéndose—. Pensaré en ello y lo veré
dentro de cinco minutos.
—Prepárese para recibir una impresión cuando salga usted al corredor. La presión allí es
continua. Sonidos como destellos, sueños, torbellinos emocionales..., estamos realmente recibiendo
una dosis fuerte de estímulos.
Grosvenor asintió y cortó la comunicación. Acababa de guardar sus películas cuando la
convocatoria de la reunión de Kent llegó a través del comunicador. Un minuto más tarde, al abrir la
puerta exterior, comprendió lo que Siedel había querido decirle.
Se sentó con los demás; y la noche susurraba, la inmensa noche espacial que circundaba la veloz
nave. Caprichoso y mortal, se inclinaba y prevenía. Se estremecía con frenético deleite, después
silbaba con salvaje desesperación. Murmuraba de terror y gruñía de deseo. Moría, gozando en su
agonía, brotando nuevamente en una vida estática. Y sin embargo, siempre e insidiosamente,
amenazaba.
—Esto es sólo una opinión —dijo alguien sentado detrás de Grosvenor—. La nave tiene que
regresar a su origen.
Grosvenor, incapaz de identificar la voz, se volvió para ver quién había hablado. Quien fuese, no
había dicho nada más. Mirando de nuevo hacia el frente vio que el Presidente Interino Kent no se
había apartado de la lente del telescopio a través del cual estaba mirando. O bien consideraba que la
observación no era digna de ser contestada o no la había oído. Nadie más hizo tampoco comentario
alguno.
Viendo que el silencio continuaba, Grosvenor manipuló el comunicador del brazo de su sillón y
vio la imagen ligeramente borrosa de lo que Kent y Lester estaban mirando directamente a través del
telescopio. Lentamente, entonces, olvidó los espectadores y se concentró en la escena nocturna que
aparecía en la placa. Estaban cerca del margen exterior de un sistema galáctico entero y sin embargo
las estrellas más próximas estaban todavía a tal distancia que el telescopio podía apenas disociar las
miríadas de puntas de aguja luminosas que formaban la nebulosa espiral M-33 en la constelación de
Andrómeda, su destino.
Grosvenor levantó la vista en el momento en que Lester se apartaba del telescopio.
—Lo que está ocurriendo parece increíble —dijo el astrónomo—. En este momento percibimos
vibraciones que parten de una galaxia de billones de soles. Director —añadió después de una
pausa—, me parece que éste no es un problema para un astrónomo.
Kent abandonó también su instrumento y dijo:
—Todo cuanto envuelva a una galaxia entera cae dentro de la categoría de fenómeno
astronómico. O bien, ¿quisiera usted decirme a qué ciencia incumbe?
—La escala de magnitudes es fantástica —respondió Lester después de haber vacilado—. No
creo que tengamos que atribuirlo a un objeto galáctico, como hasta ahora. Esta barrera puede
proceder de un haz que se haya concentrado en la nave.
Kent se volvió hacia los hombres que estaban sentados en las hileras de almohadillados asientos
frente al cuadro de controles y dijo:
—¿Tiene alguien una idea o una proposición que hacer?
Grosvenor miró a su alrededor esperando que el desconocido que había hablado antes se
explicaría. Pero permaneció silencioso.
Innegablemente, los hombres no sentían ya la misma libertad de hablar que sentían bajo la
dirección de Morton. De una u otra forma, Kent había dado claramente a entender que juzgaba las
opiniones de quienes no fuesen jefes de departamento sin valor ni significado. Era también
indudable que personalmente se negaba a considerar el Nexialismo un departamento legítimo.
Durante varios meses sus relaciones con Grosvenor habían sido cordiales sobre la base de un
mínimo contacto. Durante este tiempo, el Director Interino, con objeto de consolidar su posición,
había introducido ciertas modificaciones en el consejo dando a su oficina una mayor autoridad en
ciertas actividades, con la ostensible excusa de evitar un duplicado de esfuerzos.
La importancia para la moral de la nave de dar impulso a la iniciativa personal, aun a costo de
alguna falta de eficiencia, era un punto que sólo hubiera podido ser demostrado a otro Niexialista.
No se había tomado la molestia de protestar. Y así se habían impuesto algunas otras ligeras
restricciones al ya peligrosamente reglamentado y confinado cargamento de seres humanos.
Desde el fondo del cuarto de controles, Smith fue el primero en responder a la petición de
proposiciones de Kent. El anguloso y huesudo biólogo se levantó y dijo:
—Observo que el señor Grosvenor se agita en su sillón. ¿Puede ser debido a que espera
cortésmente que sus mayores hayan dicho lo que tienen que decir? Señor Grosvenor, ¿qué tiene
usted en la mente?
Grosvenor esperó a que la ligera ola de risas, en la que Kent no tomó parte, se desvaneciese.
Después dijo:
—Hace unos minutos alguien propuso que deberíamos dar media vuelta y regresar a nuestro
origen. Quisiera que el que lo dijo diese sus razones.
No hubo respuesta. Grosvenor vio que Kent fruncía el ceño. Parecía extraño que pudiese haber a
bordo nadie que no quisiera exponer su opinión, por brevemente que fuese, por rápidamente
desechada que se viese. Varios de los presentes se miraban unos a otros, sorprendidos. Al fin fue
Smith, con su rostro triste, quien dijo:
—¿Qué fue lo que se dijo? No recuerdo haberlo oído.
—¡Ni yo tampoco! —exclamaron media docena de voces.
Los ojos de Kent brillaban. A Grosvenor le parecía que llevaba aquélla discusión como un
hombre que da por anticipada su victoria personal.
—Vamos a poner las cosas en claro —dijo—. O hubo esta declaración o no la hubo. ¿Quién más
la oyó? Que levante la mano.
Ni una sola mano se levantó. La voz de Kent tenía un tono ligeramente malicioso cuando dijo:
—Señor Grosvenor, ¿qué oyó usted exactamente?
—Tal como las recuerdo —dijo Grosvenor lentamente, las palabras fueron: «Esto es sólo una
opinión. La nave tiene que regresar a su origen.» —Hizo una pausa; al no haber ningún comentario,
prosiguió—: Parece claro que estas palabras llegaron a mí como resultado del estimulo de los
centros auditivos de mi cerebro. Aquí hay algo que siente con una gran fuerza el deseo de regresar a
nuestro origen y yo lo he sentido. No lo ofrezco, desde luego —terminó encogiéndose de hombros—
, a un análisis positivo.
—Todos los aquí reunidos, señor Grosvenor —dijo Kent secamente—, estamos todavía tratando
de comprender por qué ha debido usted oír esta observación y no ninguno de los demás.
Una vez más Grosvenor pasó por alto el tono en que estas palabras habían sido pronunciadas y
con sinceridad respondió:
—Estoy pensando en ello hace algunos segundos. Me es imposible no recordar que cuando
ocurrió el incidente Riim mi cerebro estaba sujeto a un considerable estímulo. Es posible que sea
más sensible a esta comunicación que los demás.
Se le ocurrió pensar que esta sensibilidad especial podría explicar también el que hubiese podido
captar el susurro en sus habitaciones protegidas.
Grosvenor no estaba sorprendido de ver el ceño de Kent. El químico había demostrado
claramente que prefería no pensar en lo que el pueblo alado había hecho en los cerebros de los
miembros de la expedición. En tono ácido, Kent dijo:
—Tuve el privilegio de leer una trascripción de su informe sobre el episodio. Si lo recuerdo
correctamente, declaró usted que la razón de su victoria fue que estos seres Riim no se dieron cuenta
del hecho que a un miembro de una raza le era difícil controlar el sistema nervioso de un miembro
de otra forma ajena de vida. ¿Cómo explica usted que cualquier cosa que haya allá —y señaló la
dirección en la cual la nave se dirigía—, alcance su cerebro y estimule con una minuciosidad de
punta de aguja aquellas áreas que producen exactamente las palabras que acaba usted de repetirnos?
A Grosvenor le pareció que el tono de Kent, su elección de palabras y su actitud de satisfacción le
eran personalmente desagradables. Intencionadamente, dijo:
—Director, quienquiera que estimulase mi cerebro pudo darse cuenta del problema presentado
por un sistema nervioso ajeno. No tenemos que dar como cierto que tenía que ser dicho en nuestro
lenguaje. Por otra parte, su solución del problema era tan sólo parcial, porque soy el único que he
respondido al estímulo. Mi opinión es que no es éste el momento de discutir en qué forma lo he
recibido, sino por qué, y qué vamos a hacer de ello.
—Grosvenor tiene razón —dijo el jefe geólogo después de haberse aclarado la voz—. Creo,
señores, que sería mejor que reconociésemos el hecho que hemos penetrado en terreno hollado por
alguien más.
El director interino se mordió los labios, pareció estar a punto de hablar y vaciló. Finalmente dijo:
—Creo que deberíamos tener cuidado en dejarnos llevar por la creencia de tener pruebas
suficientes para llegar a una conclusión. Pero creo que deberíamos actuar como si nos
encontrásemos ante una inteligencia más vasta que la del hombre, más vasta que la vida, tal como la
hemos conocido.
En la sala de controles reinó el silencio. Grosvenor se dio cuenta que inconscientemente los
hombres se agitaban, sus labios se apretaban, sus ojos se entornaban. Vio que otros habían
observado también esta reacción. Suavemente, Kellie, el sociólogo, dijo:
—Celebro ver que nadie muestra deseos de volver atrás. Tanto mejor. Como servidores de
nuestro gobierno y de nuestra raza, es nuestro deber investigar las potencialidades de una nueva
galaxia, particularmente hoy que sus formas dominantes de la vida saben que nosotros existimos.
Les ruego observen que adopto la proposición del director Kent y hablo como si estuviésemos ahora
tratando con un ser sensible. Su facultad de estimular más o menos directamente el cerebro aunque
no fuese más que de una persona a bordo, indica que nos ha observado concretamente, y por
consiguiente que sabe muchas cosas acerca de nosotros. No podemos permitir que esta clase de
conocimientos sea unilateral.
Kent estaba de nuevo tranquilo, cuando dijo:
—Señor Kellie, ¿qué piensa usted de las regiones del espacio hacia las que nos dirigimos?
—Esto..., ¡ah!..., es una cosa muy vasta —dijo el calvo sociólogo ajustando sus lentes—. Pero
este susurro puede ser equivalente a las interferencias de las ondas de radio que penetran en nuestra
galaxia. Pueden ser simplemente las marcas exteriores, que señalan en las zonas desiertas la
proximidad de terrenos habitados.
Kellie hizo una pausa. Como nadie hizo ningún comentario, prosiguió:
—Recuérdenlo, el hombre ha dejado también su imperceptible huella en su galaxia. En su
proceso de rejuvenecer soles muertos, ha encendido hogueras en forma de novas que serán vistas a
doce galaxias de distancia. Los planetas han sido desviados de sus órbitas. Mundos muertos han
recobrado la vida y lozanía. Donde yacían desiertos sin vida, bajo soles más ardientes que el Sol,
ondulan océanos. E incluso nuestra presencia aquí, en esta gran nave, es una emanación del poder
del hombre, que ha alcanzado distancias mayores que las que estos murmullos que nos envuelven
han sido capaces de alcanzar.
Gourlay, del departamento de comunicaciones, dijo:
—Las huellas del hombre tienen una permanencia escasa en el sentido cósmico. No sé cómo
puede usted hablar de ellas, relacionándolas con estas cosas. Estas pulsaciones están vivas. Son
formas de pensamiento fuertes y penetrantes, que el espacio entero nos susurra. No es un gato con
tentáculos, no es una monstruosidad escarlata, no es una raza fellah confinada a un sistema. Podría
ser un conjunto inconcebible de entes que hablan los unos a los otros a través de kilómetros y años
de su espacio-tiempo. Es la civilización de la segunda galaxia; y si un orador sobre ellas nos ha
advertido... —Gourlay se interrumpió con un grito ahogado y agitó las manos como para defenderse.
No fue el único en hacer este gesto. En toda la habitación los hombres se agachaban o saltaban de
sus sitios mientras el director Keller con un solo movimiento espasmódico agarraba su vibrador y lo
disparaba contra el público. Sólo cuando se agachó instintivamente Grosvenor vio que el disparador
del arma apuntaba no a su cabeza, sino encima de ella.
Encima de él se oyó un estentóreo grito de agonía y un golpe que daba contra el suelo.
Grosvenor se estremeció como los otros y se quedó mirando con sensación de irrealidad a la
acorazada bestia de diez metros que yacía retorciéndose en el suelo a cuatro metros detrás de la
última hilera de sillas. Un instante después, una réplica de ojos colorados de la primera bestia se
materializó en medio del aire y cayó con un fuerte golpe a tres metros de distancia. Un tercer
monstruo diabólico apareció, pasó por el lado del segundo, rodó más hacia allá y se levantó, rugiendo.
Segundos después en la sala había una docena de seres.
Grosvenor sacó el vibrador y lo descargó. El bestial rugido redobló de intensidad. Escamas de
metal duro golpeaban las paredes y los suelos metálicos. Garras aceradas rascaban y pesados pies
golpeaban el suelo.
Alrededor de Grosvenor los hombres disparaban sus vibradores. Pero un número superior de
bestias iba materializándose. Grosvenor se volvió y saltando dos hileras de sillas subió a la
plataforma inferior del cuadro de instrumentos. El director interino dejó de disparar en el momento
en que Grosvenor llegaba a su nivel y le chillaba con cólera:
—¿Dónde demonios se imagina que va, perro cobarde?
Su vibrador se levantó y Grosvenor lo derribó al suelo, quitándole a patadas sin piedad el arma de
las manos. Estaba furioso, pero no dijo nada. Mientras saltaba a la próxima plataforma, vio a Kent
arrastrarse hacia su vibrador. Para Grosvenor no quedaba duda del hecho que el químico dispararía
contra él. Fue con una exclamación de alivio que alcanzó la manivela que accionaba la gran pantalla
de múltiple energía de la nave, tiró de ella hasta el máximo y se lanzó al suelo..., a tiempo. El trazo
del disparo del vibrador de Kent fue a dar en el panel de control delante del cual se había hallado la
cabeza de Grosvenor. Después el trazo desapareció. Kent se puso de pie y dominando el barullo
gritó:
—No me di cuenta de lo que quería usted hacer.
Como palabras de excusa, dejaron a Grosvenor frío. El director interino creyó sin duda que podía
justificar su acto asesino porque creyó que Grosvenor huía de la batalla. Grosvenor hizo un gesto de
desdén, pues estaba demasiado colérico para hablar. Llevaba meses tolerando a Kent, pero ahora
veía claramente que no era digno de ser director. Durante las semanas que se presentaban por
delante, su tensión personal podría actuar como el gatillo de un mecanismo capaz de destruir toda la
nave.
Mientras Grosvenor volvía a la plataforma más baja, añadió de nuevo la energía de su vibrador a
la de los demás. Por el rabillo del ojo vio que tres hombres estaban instalando un proyector
calorífero en posición. Cuando la intolerable llama de los proyectores salió de ellos, las bestias
quedaron sin sentido por la energía molecular y no hubo dificultad en matarlas.
Pasado el peligro, Grosvenor tuvo tiempo de darse cuenta que aquellos seres monstruosos habían
sido transportados vivos a través de siglos luz. Era como un sueño, demasiado fantástico para que
hubiese podido ocurrir.
Pero el olor de carne quemada era suficientemente real. Como lo era también la sangre animal
gris-azulada que manchaba el suelo. La prueba final era la docena o más de cadáveres, escamas y
caparazones que cubrían el suelo de la estancia.
XXIII
Cuando Grosvenor volvió a ver a Kent un instante después, éste estaba dando enérgicas
instrucciones a través de un comunicador. Se trajeron cestos para empezar a recoger los cuerpos.
Los comunicadores zumbaban con un entrecruzado de mensajes. Rápidamente el cuadro se iba
aclarando.
Los seres habían invadido sólo el cuarto de controles. El radar de la nave no registraba ningún
objeto material parecido a una nave enemiga. La distancia hasta la estrella más cercana en cualquier
dirección era de mil años luz. Por toda la habitación los hombres sudando lanzaban maldiciones
mientras iban pensando en todos estos hechos.
—¡Diez siglos luz! —dijo Selenski, el piloto-jefe—. No podemos siquiera sin relevos transmitir
mensajes a esta distancia.
El capitán Leeth entró precipitadamente. Habló brevemente con varios científicos y convocó a un
consejo de guerra. El comandante comenzó la discusión.
—Creo innecesario poner en evidencia el azar ante el que nos encontramos. Somos una sola nave
contra lo que parece ser una civilización galáctica hostil. De momento estamos a salvo detrás de
nuestra pantalla de energía. La naturaleza de la amenaza nos obliga a proponernos unos objetivos
relativamente limitados. Debemos averiguar por qué estamos siendo prevenidos. Tenemos que
cerciorarnos de la naturaleza del peligro y la medida de inteligencia que se halla detrás de él. Veo
que nuestro biólogo-jefe está examinando todavía a nuestros difuntos enemigos. Señor Smith, ¿qué
clase de animales son?
Smith se apartó del monstruo que estaba examinando. Lentamente, respondió:
—La Tierra debió producir algo parecido a ellos en la época del dinosaurio. A juzgar por el
diminuto tamaño de lo que parece ser el cráneo, la inteligencia tiene que ser excesivamente baja.
—El señor Gourlay me dice que los animales pueden haber sido precipitados a través del
hiperespacio —dijo Kent—. Quizá podríamos pedirle que nos desarrollase este punto.
—El señor Gourlay tiene la palabra —dijo el capitán Leeth.
El técnico en comunicaciones, en su tono llanamente familiar, comenzó:
—Es sólo una teoría, y muy reciente además, que asemeja el universo a un globo hinchado. Si
pinchamos la piel del globo comienza instantáneamente a deshincharse y simultáneamente comienza
a reparar el pinchazo. Ahora bien, cosa extraña, cuando un objeto penetra la piel exterior del globo,
no tiene que regresar necesariamente al mismo punto del espacio. Es de presumir que si alguien
conociese algún método de controlar el fenómeno, podría usarlo como forma de teleportación. Si
todo esto parece fantasioso, recuerden que lo que acaba precisamente de ocurrir lo parece también.
—Es difícil creer que alguien sea más inteligente que nosotros —dijo Kent en tono ácido—.
Debe haber soluciones simples a los problemas del hiperespacio que los científicos humanos no han
sabido ver. Quizá aprendamos algo... —Hizo una pausa, después dijo—: Korita, ha estado usted
singularmente silencioso. ¿Y si nos dijese usted algo acerca de la situación en que nos encontramos?
El arqueólogo se levantó y abrió los brazos en un gesto de asombro.
—No puedo ofrecer ni tan sólo una suposición. Tenemos que saber algo más acerca de los
motivos del ataque antes de poder hacer comparaciones sobre la base de la historia cíclica. Por
ejemplo, si el propósito era apoderarse del barco, asaltarnos en la forma en que lo hicieron fue un
error. Si el intento era simplemente asustarnos, el ataque fue un éxito rotundo.
Cuando Korita se sentó hubo una risa general. Pero Grosvenor observó que la expresión del
capitán Leeth seguía siendo solemne y pensativa.
—En cuanto a los motivos —dijo lentamente—, se me ha ocurrido una desagradable posibilidad
que debemos prepararnos a enfrentar. Es la siguiente: Supongamos que esta potencialidad
inteligente, o lo que sea, quisiera saber de dónde venimos...
Se detuvo, y por el ruido de pies en el suelo y la forma como los hombres se agitaban se veía
claramente que había dado en un punto sensible.
—Vamos a examinarlo bajo..., su punto de vista —prosiguió el capitán—. Hay una nave que se
acerca. En la dirección general por la que viene, en una distancia de diez millones de años-luz, hay
un considerable número de galaxias, grupos de estrellas y nebulosas. ¿De cuál de éstas somos
nosotros?
Hubo un silencio en la estancia. El comandante se volvió hacia Kent.
—Director, ¿tiene usted inconveniente en que procedamos a examinar algunos de los sistemas
planetarios de esta galaxia?
—No tengo objeción alguna —dijo Kent—. Por lo tanto, a menos que alguien más...
Grosvenor levantó la mano.
—... declaro la reunión... —continuó Kent.
Grosvenor se levantó rápidamente y dijo:
—Señor Kent...
—... aplazada —terminó Kent.
Los hombres permanecieron sentados. Kent vaciló y después, humildemente, dijo:
—Perdóneme, señor Grosvenor. Tiene usted la palabra.
—Es difícil creer que estos seres sean capaces de interpretar refinadamente nuestros símbolos —
dijo Grosvenor con firmeza—, pero creo que deberíamos destruir nuestros mapas estelares.
—Iba a proponer lo mismo —dijo Van Grossen excitado—. Continúe, Grosvenor.
Hubo un coro de aprobaciones. Grosvenor prosiguió:
—Nos lanzamos a la acción en la creencia que nuestra pantalla principal puede protegernos. No
tenemos más camino que seguir adelante como si esto fuese verdad. Pero cuando finalmente
aterricemos, será aconsejable tener disponibles algunos encéfalo-ajustadores. Podemos utilizarlos
para crear ondas cerebrales confusionarias y evitar así ulteriores lecturas mentales.
De nuevo el público produjo suficientes ruidos para demostrar que aprobaba la proposición.
—¿Algo más, señor Grosvenor? —preguntó Kent con voz apagada.
—Un comentario general tan sólo —dijo éste—. Los jefes de departamento pueden hacer una
inspección del material que controlan con el fin de destruir cualquier cosa que ponga en peligro
nuestra raza si el Space Beagle fuese capturado.
Se sentó en medio de un silencio helado.
Mientras transcurría el tiempo parecía claro que la enemistosa inteligencia iba deliberadamente
absteniéndose de toda nueva acción, o bien que la pantalla ejercía su eficacia. No ocurrió ningún
nuevo incidente.
Lejanos y remotos se hallaban los soles en los distantes límites de la galaxia. El primer sol
aumentó de tamaño en el espacio, bola de luz y fuego que ardía furiosamente en la gran noche.
Lester y su personal localizaron cinco planetas lo suficientemente cercanos a su cuerpo engendrador
para que valiesen la pena de ser investigados. Uno de los cinco —todos fueron visitados— era
habitable, mundo de neblinas y selvas con bestias gigantescas. La nave lo abandonó después de
haber volado bajo sobre un mar interior y a través de un gran continente de vegetación y marismas.
No había rastros de civilización de ninguna clase, y mucho menos de la estupenda cuya existencia
tenían razones de sospechar.
El Space Beagle avanzó a trescientos años luz y llegó a un pequeño sol con dos planetas muy
cercanos a su reconfortante calor. Uno de ellos era habitable, siendo también un mundo de
marismas, selvas y neblinas con bestias del tipo saurio. Lo abandonaron, inexplorado, después de
volar por encima de un mar pantanoso y una tierra cubierta de lujuriante vegetación.
Había más estrellas también. Eran puntos luminosos durante los siguientes ciento cincuenta años
luz. Un gran sol blanquiazul con un séquito de por lo menos veinte planetas atrajo las miradas de
Kent y la rápida nave se dirigió hacia él. Los siete planetas más cercanos al sol eran ardientes
infiernos sin esperanzas de poder soportar la vida. La nave describió una espiral alrededor de tres
planetas muy juntos que eran habitables y se lanzó hacia el vasto espacio interestelar sin explorar los
otros.
Delante de ellos, tres planetas de selvas húmedas describían sus órbitas alrededor del ardiente sol
que los había sembrado. Y a bordo Kent convocó una reunión de los jefes de departamento y sus
primeros ayudantes.
Entabló la discusión sin preámbulos.
—Personalmente, no creo que hasta ahora los resultados sean muy significativos, pero Lester me
ha pedido insistentemente en que los reúna. Quizá aprenderemos algo.
Se detuvo y Grosvenor, observándolo, quedó intrigado al ver la tenue aureola de satisfacción que
irradiaba del hombrecillo. ¿Detrás de qué va? Le parecía extraño que el director interino comenzase
por renunciar a todo mérito por los buenos resultados que pudiesen emanar de la reunión. Kent
seguía hablando, y su tono era amistoso.
—Gunlie, ¿quiere usted subir a la tribuna y explicarse?
El astrónomo subió a la plataforma. Era un hombre tan alto y delgado como Smith. Tenía los ojos
de un azul real engarzados en un rostro sin expresión. Pero había un leve tono de emoción en su voz
cuando comenzó a hablar.
—Señores, los tres planetas habitables del último sistema eran idénticamente triples, y era un
estado artificialmente inducido. No sé cuántos de ustedes están familiarizados con la corriente teoría
acerca de la formación de los sistemas planetarios. Aquellos de ustedes que no lo están, me creerán
quizá bajo palabra si les digo que la distribución de las masas en los sistemas que acabamos de
visitar es dinámicamente imposible. Puedo afirmar categóricamente que dos de los tres planetas
habitables de este sol fueron llevados a su actual posición. A mi modo de opinar, debemos
retroceder para investigarlo. Parece que hay alguien que crea deliberadamente planetas primitivos;
por qué razón, no intento siquiera conjeturarlo.
Se detuvo y miró bélicamente a Kent. El químico avanzó, una tenue sonrisa en su rostro.
—Gunlie vino a verme —dijo—, y me pidió que diese orden de regresar a uno de estos selváticos
planetas. En vista de su opinión sobre este asunto he convocado a esta reunión y procederemos a una
votación.
De modo que se trataba de esto. Grosvenor suspiró, no exactamente con admiración, pero por lo
menos apreciando el gesto. El director interino no había tratado de dar argumentos a la oposición.
Era muy posible que no fuese contrario al plan del astrónomo. Pero al convocar a una reunión en la
que sus puntos de vista podían ser derrotados, demostraba que se consideraba sujeto a un
procedimiento demócrata. Era una diestra y en cierto modo demagógica manera de mantener la
buena voluntad de sus partidarios.
Hubo valiosas objeciones a la demanda de Lester. Era difícil creer que Kent estuviese al corriente
de ellas, porque esto hubiera significado que ignoraba deliberadamente un posible peligro para la
nave. Decidió conceder a Kent el beneficio de la duda y esperó pacientemente mientras varios
científicos hacían al astrónomo preguntas de menor importancia. Una vez que éstas fueron
contestadas, cuando parecía claro que la discusión había terminado, excepto para él, Grosvenor se
levantó y dijo:
—Quisiera hablar en favor del señor Kent sobre este punto.
—Realmente, señor Grosvenor —dijo Kent fríamente—, la actitud del grupo parece clara, dada la
brevedad de la discusión hasta este momento, y emplear más tiempo...
Aquí se detuvo. El verdadero significado de las palabras de Grosvenor debió por fin haberle
aparecido. Una expresión de aniquilamiento apareció en su rostro. Hizo un gesto vago hacia el
auditorio, como pidiendo ayuda. Como nadie dijo nada dejó caer su brazo y murmuró:
—El señor Grosvenor tiene la palabra.
—El señor Kent tiene razón —dijo Grosvenor con firmeza—. Es demasiado pronto. Hasta ahora
hemos visitado tres sistemas planetarios. No debe haber menos de treinta, contados a simple vista.
Esta es la cifra mínima, con respecto al orden de magnitud de nuestra investigación, que puede tener
algún significado conclusivo. Estaré encantado de transmitir mis matemáticas al departamento
correspondiente para su comprobación. Es más, al aterrizar, tendremos que salir del interior de
nuestra pantalla de energía protectora. Tendremos que estar dispuestos a resistir un ataque por
sorpresa de una inteligencia que puede utilizar los medios instantáneos del hiperespacio para liberar
sus fuerzas. Tengo la imagen mental de mil millones de toneladas de materia proyectadas sobre nosotros mientras nos hallamos desamparados en algún planeta. Señores, tal como veo la cosa, tenemos
uno o dos meses de minuciosa preparación delante de nosotros. Durante este tiempo visitaremos
tanto soles como nos sea posible. Si sus planetas habitables son también, o incluso
predominantemente, del tipo primitivo, tendremos una base sólida para compartir la opinión del
señor Lester respecto a que nos encontramos ante un estado de cosas artificial. —Hizo una pausa y
terminó—: Señor Kent, ¿he expresado cuáles son sus pensamientos?
—Casi exactamente —respondió éste mirando a su alrededor—. A menos que haya algún nuevo
comentario, propongo que pasemos a votar la proposición del señor Gunlie.
—La retiro —dijo el astrónomo levantándose—. Confieso que no había tenido en cuenta algunos
de los puntos en contra de un prematuro aterrizaje.
Kent vaciló, y dijo:
—Si alguien quiere desarrollar la proposición de Gunlie... —Cuando transcurrieron algunos
segundos sin que nadie hablase, Kent continuó, en tono confidencial—: Deseo que cada jefe de
departamento me prepare una memoria detallada de la forma cómo puede contribuir al éxito del
desembarco que podemos eventualmente hacer. Eso es todo, señores.
Al llegar al corredor Grosvenor sintió una mano que se posaba sobre su brazo. Se volvió,
reconociendo a McCann, el geólogo-jefe.
—Hemos estado últimamente tan ocupados reparando la nave —le dijo—, que no he tenido
tiempo de invitarle a usted a que visite mi departamento. Creo adivinar que, cuando finalmente
hagamos un aterrizaje, el equipo del departamento de geología será usado para propósitos a los
cuales no estaba precisamente destinado. Un Nexialista puede ser de gran utilidad.
Grosvenor reflexionó sobre estas palabras y asintió con un gesto.
—Mañana por la mañana iré. Quiero preparar mis recomendaciones para el director interino.
McCann le dirigió una mirada rápida, vaciló, y dijo:
—No cree usted que le interesen, ¿verdad?
¿De modo que otros se habían dado cuenta del hecho que no le gustaba a Kent, eh?...
Lentamente, Grosvenor contestó:
—Sí, porque no tendrá que dar crédito individual.
—Bien, buena suerte, amigo mío —asintió McCann.
Se alejaba ya cuando Grosvenor lo detuvo.
—¿Cuál es, a su modo de ver —preguntó—, la base de la popularidad de Kent como director?
McCann vaciló, como si deliberase consigo mismo. Finalmente dijo:
—Es humano. Tiene sus gustos y detesta cosas. Se excita fácilmente. Tiene mal carácter. Comete
errores y trata de fingir que no. Tiene un interés desesperado por ser director. Cuando la nave
regrese a la Tierra habrá una gran publicidad en torno a sus facultades directivas. En todos nosotros
hay algo de Kent. Es..., en fin, es un ser humano.
—Me doy cuenta —dijo Grosvenor— que no ha dicho usted una palabra acerca de sus facultades
para el puesto.
—No es una posición vital, hablando en general. Puede pedir consejo a los técnicos sobre todo lo
que quiera saber. Es difícil expresar la pretensión de Kent con palabras —prosiguió mordiéndose los
labios—, pero creo que los científicos están constantemente a la defensiva contra este pretendido
insensible intelectualismo. Por esto les gusta tener delante a alguien que sea emotivo pero cuyas
calificaciones científicas no pueden ser puestas en tela de juicio.
—Discrepo de su opinión —respondió Grosvenor— respecto a que la función de director no sea
vital. Todo depende del individuo y de la forma como ejercita la muy considerable autoridad que
lleva consigo.
McCann lo contempló atentamente durante un rato y dijo:
—Los hombres estrictamente lógicos como usted tienen siempre mucha dificultad en comprender
el atractivo que tienen los Kent para las masas. Políticamente no tienen grandes probabilidades
contra este tipo.
—No es su devoción hacia los métodos científicos lo que derrota los tecnólogos —dijo
Grosvenor con una sonrisa agria—. Es su integridad. El hombre normalmente entrenado comprende
frecuentemente las tácticas empleadas contra él mejor que la persona que las usa, pero no puede
decidirse a tomar represalias sin sentirse mancillado.
—Esto es demasiado correcto —frunció el ceño McCann—. ¿Quiere usted decir que no tiene
estas rencillas?
Grosvenor permaneció silencioso.
—Supongamos —insistió McCann— que decide usted que Kent debe ser eliminado, ¿qué haría
usted?
—De momento mis ideas son puramente constitucionales —dijo cautelosamente Grosvenor.
Grosvenor quedó sorprendido al ver una expresión de alivio en el rostro de McCann. El anciano
le agarró el brazo con un gesto de amistad.
—Celebro saber que sus intenciones son legales —dijo con calor—. Desde la conferencia que
dio, me he dado cuenta de lo que no ha visto nadie más, que potencialmente es usted el hombre más
peligroso de esta nave. La integridad de conocimientos que posee usted en su mente, aplicados con
determinación y propósito podrían ser más desastrosos que cualquier ataque del exterior.
Después de un momento de sorpresa, Grosvenor movió la cabeza.
—Esto es una exageración —dijo—, un hombre es demasiado fácil de matar.
—Veo que no niega poseer el conocimiento... —dijo McCann.
Grosvenor levantó la mano con un gesto de despedida.
—Gracias por su opinión sobre mí. Aunque la juzgo exagerada, psicológicamente es optimista.
XXIV
Las treinta y una estrellas que visitaron eran medida-Sol, tipo-Sol. De los tres planetas uno seguía
una órbita de ciento veinte millones de kilómetros. Como todos los demás mundos habitables que
habían visto, eran una masa vaporosa de selva y mar primitivo.
El Space Beagle se abrió paso a través de la gaseosa envoltura de aire y vapor de agua y comenzó
a volar a baja altura como forastera bala de metal en una fantástica Tierra.
En el laboratorio de geología Grosvenor observaba un tablero de instrumentos que medían la
naturaleza del terreno que tenían a sus pies. Era una tarea muy compleja que exigía gran atención ya
que la mayor parte de la interpretación de los datos requería para el proceso de asociación una
inteligencia altamente entrenada. El constante chorro de reflejos de las señales ultrasónicas y de
onda corta que eran enviadas, tenía que ser encaminado a los aparatos adecuados de cómputo en el
espacio de tiempo preciso para su análisis comparativo. A la técnica rutinaria a la que McCann
estaba familiarizado, Grosvenor había añadido ciertos refinamientos de acuerdo con los principios
nexialistas y se estaba tabulando una asombrosa imagen completa de la corteza exterior del planeta.
Durante una hora Grosvenor permaneció allí sentado, profundamente absorbido en su trabajo de
conjetura. Los hechos que emergían eran muy diferentes en detalle, pero la consideración de la
estructura molecular y el arreglo y la distribución de los diferentes elementos indicaban una cierta
analogía geológica; el barro, arena, caliza, granito, detritus orgánicos, probablemente depósitos de
carbón, silicatos en forma de arena cubriendo la roca, el agua...
Varias agujas de los relojes que tenía delante se agitaron violentamente y quedaron inmóviles. Su
reacción revelaba indirectamente la presencia de hierro metálico en grandes cantidades con rastros
de carbono, molibdeno, etc.
¡Acero! Grosvenor accionó sobre una palanca que precipitó una serie de acontecimientos. Un
timbre comenzó a sonar. McCann vino corriendo. La nave se detuvo. A pocos pasos de Grosvenor,
McCann comenzó a hablar con el director interino Kent.
—Sí, director —iba diciendo—. Acero, no sólo mineral de hierro. Tenemos un observador capaz
de descubrir diferencias como ésta. No mencionó el nombre de Grosvenor, pero prosiguió—:
Instalamos nuestros instrumentos a treinta metros como máximo. Podría ser una ciudad enterrada...,
u oculta, en el barro de la selva.
—Dentro de pocos días lo sabremos —dijo Kent con indiferencia.
La nave fue mantenida cautelosamente bastante alta sobre la superficie y el material necesario fue
bajado a través de una abertura interina de su pantalla de energía. Grúas, excavadoras gigantescas,
tractores móviles fueron instalados, además de los adminículos suplementarios. Tan
minuciosamente había sido todo ensayado que treinta minutos después que la nave comenzase a
vomitar material, avanzaba nuevamente por el espacio.
Todo el trabajo excavador fue hecho con un control a distancia. Hombres entrenados en la tarea
vigilaban la escena en las placas del comunicador y operaban las máquinas del suelo. En cuatro días
la bien surtida masa de aparatos mecánicos había hecho un agujero de setenta y cinco metros de
profundidad, por ciento veinte de ancho y doscientos cuarenta de longitud. Lo que quedó entonces al
descubierto no era una ciudad, sino más bien la increíble amalgama de lo que había sido una ciudad.
Los edificios daban la impresión de haberse derrumbado bajo un peso superior al que eran
capaces de soportar. El nivel de la calle estaba a setenta y cinco metros de profundidad, y en ella
empezaron a encontrar huesos. Se dieron órdenes de cesar la excavación y varias naves auxiliares
emprendieron el vuelo a través de la espesa atmósfera. Grosvenor fue con McCann y al poco rato
estaba sentado con otros científicos al lado de los restos de un esqueleto.
—Completamente aplastado —dijo Smith—. Pero creo poderlo reconstruir.
Sus hábiles dedos dispusieron los huesos en una forma rudimentaria.
—Un metro veinte centímetros —dijo. Fijó un aparato fluoroscópico en uno de los miembros—.
Este parece llevar veinticinco años muerto —dijo.
Grosvenor se alejó. Las desparramadas reliquias que yacían por doquier podían conservar el
secreto de las características físicas fundamentales de la desaparecida raza. Pero no era probable que
los esqueletos guardasen ningún indicio de la identidad de los inimaginablemente implacables seres
que les habían dado muerte. Aquéllas eran las desgraciadas víctimas, no los arrogantes y mortales
destructores.
Se dirigió a paso vivo hacia donde McCann estaba examinando el suelo excavado en la calle
misma.
—Me parece que estaría justificado levantar un plano estratigráfico desde aquí hasta varios
centenares de metros de profundidad —dijo el geólogo.
Al oír estas palabras, un equipo de urgencia se puso a trabajar. Durante la hora siguiente,
mientras la máquina iba horadando a través de roca y arcilla, Grosvenor trabajaba. Una lenta
variedad de muestras del suelo iba pasando por delante de sus ojos. De vez en cuando, recogía un
trozo de roca o tierra y lo sometía a un proceso de demolición química. Cuando las naves auxiliares
se dirigieron nuevamente a la nave materna, McCann estaba en condiciones de redactar una
minuciosa memoria para Kent. Grosvenor salió del campo receptor de la placa de comunicaciones
mientras McCann hacía su informe.
—Director, recordará usted que fui personalmente solicitado para comprobar si éste podía ser un
planeta de selva artificial. Parece serlo. Los estratos debajo del barro pertenecen probablemente a
otro planeta más antiguo y primitivo. Es difícil admitir que se pudiese traer una capa de selva y
barro de otro planeta distante y sobreponerla en éste, pero todo tiende en esta dirección.
—¿Y la ciudad? —preguntó Kent.
—Hemos hecho algunos cálculos y podemos decir con cierta cautela que el enorme peso de la
capa de roca y tierra y agua ha sido causa del desastre que hemos visto.
—¿Han encontrado ustedes algún indicio que indicase cuánto tiempo hace que el cataclismo se
produjo?
—Tenemos algunos datos geomorfológicos. En varios sitios de los que hemos examinado, la
nueva superficie ha formado depresiones sobre la antigua, indicando que el nuevo peso ejerce una
presión de arriba a abajo sobre las zonas más débiles. Identificando el tipo de tierra que cedería a la
presión en estas circunstancias, tenemos algunas cifras que pensamos someter a la máquina
calculadora. Un competente matemático —se refería a Grosvenor— ha estimado vagamente que la
presión del peso fue primeramente aplicada no hace más de cien años. Tratando la geología de
acontecimientos que requieren cientos y miles de años de madurez, lo único que puede hacer la
máquina es comprobar el cálculo manual. No puede darnos una estimación más aproximada.
Hubo una pausa después de la cual Kent dijo, en tono ceremonioso:
—Gracias. Creo que tanto usted como su personal han hecho un buen trabajo. Una pregunta más.
Durante su investigación, ¿encontró usted algo que pudiese ser un indicio de la naturaleza de la
inteligencia que pudo ocasionar aquel cataclismo destructor?
—Hablando por mi cuenta y sin haber consultado a mis ayudantes..., no.
Era una suerte, pensó Grosvenor, que McCann hubiese limitado tan cautelosamente su negativa.
Para el geólogo, la investigación de este planeta era el principio de la búsqueda del enemigo. Para él,
había resultado ser el eslabón final de una cadena de descubrimientos y razonamientos que había
comenzado cuando por primera vez comenzaron a oír los extraños murmullos en el espacio.
Conocía la identidad de la más monstruosa inteligencia ajena concebible. Podía conjeturar sus
terribles propósitos. Había minuciosamente analizado lo que era necesario hacer.
Su problema no era ya «¿Cuál es el peligro?». Había llegado a un grado en que necesitaba, por
encima de todo, exponer su solución sin compromiso. Desgraciadamente, hombres que estaban
versados sólo en una o dos ciencias no serían capaces, ni estarían quizá dispuestos, de comprender
las potencialidades del peligro más mortal ante el que se había encontrado en toda la vida del
universo intergaláctico entero. La solución por sí misma podía ser el centro de una violenta
controversia.
De acuerdo con sus principios, Grosvenor veía el problema bajo su aspecto político y científico.
Analizó, con aguda conciencia, la posible naturaleza de la lucha próxima, y comprendió que sus
tácticas tenían que ser cuidadosamente estudiadas y llevadas a cabo con la más arraigada decisión.
Era pronto todavía para decidir hasta dónde tendría que llegar. Pero le pareció que no se atrevía a
poner límite alguno a sus acciones. Haría lo que fuese necesario hacer.
XXV
Una vez que estuvo dispuesto a actuar, Grosvenor escribió una carta a Kent:
«Director Interino.
Oficinas de Administración
Nave expedicionaria Space Beagle.
Querido señor Kent:
Tengo una importante declaración que hacer ante todos los jefes de departamento. La
comunicación hace referencia a la inteligencia extraña de esta galaxia, sobre cuya
naturaleza he recogido pruebas adecuadas para la acción en más amplia escala.
¿Tendría usted la bondad de convocar a una reunión extraordinaria a fin de poder
exponer la solución que propongo?»
Firmó «Sinceramente suyo, Elliot Grosvenor» y se preguntó si Kent se daría cuenta del hecho
que él ofrecía una solución pero no una prueba en su apoyo. Mientras esperaba una respuesta
trasladó tranquilamente el resto de sus efectos personales de su camarote al departamento Nexial.
Era el último acto de un plan de defensa que incluía la posibilidad de un asedio.
La respuesta llegó la mañana siguiente.
Querido señor Grosvenor:
He comunicado al señor Kent el texto de su memorando de ayer tarde. Propone que
redacte usted una memoria en la fórmula adjunta A-16-4, y expresó su sorpresa porque
no lo hubiese ya hecho usted como cosa lógica.
Estamos recibiendo otras pruebas y teorías sobre este asunto. A las suyas se les
prestará la debida atención con todas las demás.
Le agradeceríamos devolviese usted la fórmula, debidamente llena, lo antes posible.
Suyo afectísimo,
JOHN FOOHAN
En nombre del Sr. Kent.
Grosvenor leyó la carta e hizo una mueca. No dudaba del hecho que Kent debió hacer acerbas
observaciones a su secretario acerca del único nexialista de a bordo. Aunque fuese así, Kent había
refrenado probablemente su lenguaje. El torbellino, la reserva de odio que había en aquel hombre,
estaba todavía retenido. Si Korita estaba en lo cierto podía desencadenarse en un momento crítico.
Era el período «invernal» de la actual civilización del hombre, todas las viejas culturas habían sido
aniquiladas por el insondable egotismo de los individuos.
Aun cuando no tenía intención de ofrecer informe alguno sobre los hechos, Grosvenor decidió
llenar la fórmula que el secretario le había mandado. Sin embargo, sólo escribió lo evidente. Ni puso
su forma interpretativa ni brindó la solución. Bajo el epígrafe «Recomendaciones», escribió: «La
conclusión será instantáneamente obvia para toda persona calificada.»
El hecho titánico del caso era que cada una de las pruebas que ofrecía era conocida de uno u otro
de los diversos departamentos científicos de a bordo del Space Beagle. Los datos acumulados
llevaban probablemente sobre la mesa de trabajo de Kent varias semanas.
Grosvenor devolvió el formulario en persona. No esperaba una pronta respuesta, pero permaneció
en su departamento. Se hizo incluso traer la comida. Dos períodos de veinticuatro horas
transcurrieron y entonces llegó una nota de Kent.
Querido señor Grosvenor:
Leyendo su formulario A-16-4 que ha sometido para su presentación ante el Consejo,
observo que ha omitido usted especificar las recomendaciones. Habiendo recibido otras
recomendaciones sobre este objeto, y deseando combinar las mejores fórmulas de cada
una de ellas para formar un plan comprensivo, le estaríamos agradecidos si recibiésemos
sus recomendaciones Detalladas.
¿Tendría usted la bondad de prestar a ello su más inmediata atención?
Estaba firmado «Gregory Kent, director interino». Grosvenor interpretó la firma personal de Kent
de la carta como indicio de haber dado en el blanco y que la acción principal estaba a punto de
empezar.
Tomó algunas drogas que le producirían síntomas imposibles de distinguir de la gripe. Mientras
esperaba que su cuerpo reaccionase escribió otra carta a Kent, esta vez para decirle que estaba
demasiado enfermo para preparar sus recomendaciones, «que son necesariamente largas, puesto que
deberán incluir un considerable fondo de razonamientos interpretativos basados en los hechos
conocidos de varias ciencias. No obstante, podría ser quizá de buen juicio comenzar inmediatamente
la propaganda particular a fin de acostumbrar a los miembros de la expedición a la idea de pasar
cinco años más en el espacio.»
En cuanto hubo echado la carta al tubo postal fue al despacho del doctor Eggert. Su
sincronización resultó ser más precisa de lo que había esperado. A los diez minutos llegó el doctor y
dejó su maletín.
En aquel momento sonaron pasos en el corredor. Un instante después entraban Kent y dos
técnicos de química.
El doctor miró a su alrededor distraídamente y al ver al químico-jefe lo saludó alegremente.
«¡Hola, Greg!», dijo con voz fuerte. Después de haberse dado cuenta de la presencia de los otros
prestó toda su atención a Grosvenor.
—Vaya —dijo después de haberlo reconocido—, parece que hemos pillado el bichito, mi joven
amigo. Es asombroso. Por muchas preocupaciones que tomemos durante estos desembarcos,
agarramos siempre algún virus o bacteria. Tendré que enviarlo al pabellón de aislados.
—Preferiría quedarme aquí.
El doctor Eggert frunció el cejo; después se encogió de hombros.
—En su caso es factible —dijo, envolviendo sus instrumentos—. Voy a enviar a buscar un
ayudante para que se ocupe de usted. No queremos correr riesgos con estos bichitos extraños.
Kent lanzó un gruñido. Grosvenor, que había mirado disimuladamente al director interino con
simulado asombro, lo miró nuevamente con expresión interrogadora. En tono contrariado, Kent dijo:
—¿Qué le pasa, doctor?
—No se lo puedo decir todavía. Veremos lo que da el análisis microscópico. He sacado muestras
de casi todo su cuerpo —añadió frunciendo el ceño—. Hasta ahora los síntomas son fiebre y cierta
apariencia de líquido en los pulmones. Temo no poderle dejarle hablar con él, Greg. La cosa puede
ser seria.
—Tenemos que correr el riesgo —dijo Kent bruscamente—. El señor Grosvenor está en posesión
de importantes informes..., y estoy seguro que aún tiene fuerzas para dárnoslos —terminó
categóricamente.
—¿Cómo se encuentra usted? —preguntó el doctor Eggert mirando a Grosvenor.
—Todavía puedo hablar —dijo éste débilmente. Su rostro ardía. Le dolían los ojos. Pero uno de
los motivos que le habían inducido a enfermar voluntariamente era que esperaba la aparición de
Kent, como había ocurrido.
La otra razón era que no quería asistir a ninguna reunión de científicos que Kent convocase.
Aquí, en su departamento, y sólo aquí, podría defenderse contra las violentas acciones que los
demás decidiesen tomar contra él. El doctor miró su reloj.
—Le diré lo que voy a hacer —dijo, dirigiéndose a Kent y más indirectamente a Grosvenor—,
voy a enviar por un ayudante. La conversación tiene que haber terminado en el momento en que éste
llegue. ¿Les conviene?
—¡Perfectamente! —dijo Kent con falso entusiasmo.
Grosvenor asintió.
—El señor Frander estará aquí dentro de veinte minutos —dijo el doctor Eggert desde la puerta.
Una vez que se hubo marchado, Kent se acercó lentamente al borde de la cama y miró a
Grosvenor. Así permaneció durante un largo momento y después, con voz dulce y engañadora, dijo:
—No entiendo lo que trata usted de hacer. ¿Por qué no nos da usted la información que tiene?
—Señor Kent, ¿está usted realmente sorprendido? —preguntó Grosvenor.
De nuevo reinó el silencio. Grosvenor tuvo la clara sensación que aquel hombre poseído por la
cólera se estaba reteniendo con dificultad. Finalmente, en voz muy baja, pero tensa, dijo:
—Soy el director de esta expedición. Le pido que haga usted sus recomendaciones en el acto.
Grosvenor movió lentamente la cabeza. Sintió súbitamente un gran calor y cansancio.
—No sé qué responder a esto —dijo—. Es usted un hombre perfectamente previsor, señor Kent.
¿Comprende usted?, esperé que haría uso de mis cartas como lo ha hecho. Esperé que subiría usted
con... —dirigió una mirada a los dos hombres—, dos verdugos. En estas circunstancias considero
justificado insistir en celebrar una reunión de jefes, de forma de poder exponer personalmente mis
recomendaciones.
Si hubiese tenido tiempo, hubiera levantado el brazo para defenderse. Demasiado tarde vio que
Kent estaba más furioso de lo que había sospechado.
—¡Muy bonito, eh! —dijo el químico con voz salvaje. Levantó la mano y abofeteó a Grosvenor
con la palma. Rechinando los dientes, añadió—: ¿De modo que está usted enfermo, eh? Los
atacados de extrañas enfermedades algunas veces pierden la cabeza y tienen que ser severamente
tratados porque en su demencia atacan a sus mejores amigos.
Grosvenor lo miró con los ojos entornados. Se llevó la mano al rostro. Y porque se sentía febril y
auténticamente débil tuvo dificultad en introducirse el antídoto en la boca. Fingió tocarse la cara
donde Kent le había golpeado. Tragó la nueva droga y dijo, con voz temblorosa:
—Muy bien, estoy loco. Y ahora, ¿qué?
Si Kent quedó sorprendido, sus palabras no lo delataron. Secamente preguntó:
—¿Qué pretende usted, realmente?
Grosvenor tuvo que luchar contra un momento de náuseas. Una vez éstas pasaron, respondió:
—Quiero que empiece usted a hacer propaganda en el sentido que, a su juicio, lo que ha sido
descubierto acerca de la inteligencia del enemigo exigirá que los tripulantes de esta nave se amolden
a permanecer en el espacio cinco años más de lo que se había previsto. De momento eso es todo.
Una vez que haya usted hecho esto le diré lo que quiere usted saber.
Empezaba a sentirse mejor. El antídoto hacia su efecto. La fiebre bajaba. Y quería decir
exactamente lo que había dicho. Su plan no era inflexible. En cualquier momento Kent, o más tarde,
el grupo, podía aceptar sus proposiciones y esto terminaría su serie de estratagemas.
Dos veces ya Kent había abierto los labios como decidiéndose a hablar. Cada vez los volvió a
cerrar. Finalmente, con voz ahogada, dijo:
—¿Es esto todo lo que me va a ofrecer usted por esta vez?
El dedo de Grosvenor estaba apoyado sobre un botón del lado de la cama dispuesto a apretarlo.
—Le juro que le diré lo que quiere saber —dijo.
—Eso está fuera de toda cuestión —dijo Kent—. No puedo cometer tal locura. Los hombres no
aceptarían ni un año de prolongación de este viaje.
—Su presencia aquí indica que no cree usted que mi proposición sea una locura —dijo Grosvenor
pausadamente.
—¡Es imposible! —exclamó Kent retorciéndose las manos—. ¿Cómo quiere que explique mi
acto a los jefes de departamento?
Viendo a aquel hombrecillo, Grosvenor sospechó que la crisis era inminente.
—No tiene usted por qué decírselo todavía. Todo lo que tiene usted que hacer es prometerles la
información.
Uno de los técnicos, que había estado observando el rostro de Kent, intervino.
—Oiga, jefe, esté hombre no parece darse cuenta del hecho que está hablando con el director.
¿Qué le parece si interviniésemos?
Kent, que había estado a punto de decir algo más, se retuvo. Retrocedió un paso, mordiéndose los
labios. Después asintió vigorosamente.
—Tiene usted razón, Bredder. No sé cómo he llegado a discutir con él. Un momento mientras
cierro la puerta. Después...
—Yo en su lugar no la cerraría —le amonestó Grosvenor—. Voy a enviar señales de alarma a
toda la nave.
Kent, con una mano en la puerta, se detuvo y dio media vuelta. En su rostro había una sonrisa
fija.
—Muy bien, entonces —dijo secamente—, lo interrogaremos con la puerta abierta. Comience a
hablar, amigo mío...
Los dos técnicos avanzaron rápidamente. Grosvenor dijo:
—Bredder, ¿ha oído usted hablar alguna vez de la carga electrostática periférica? —Al ver que
los dos hombres vacilaban, prosiguió—: Tóqueme y se quemará. Sus manos estallarán. Su rostro...
Los dos hombres se echaron atrás rápidamente. El rubio Bredder miró intensamente a Kent. Éste
dijo, con cólera:
—La cantidad de electricidad contenida por el cuerpo de un hombre no puede matar ni una
mosca.
—¿No se sale usted un poco de su campo, señor Kent? —preguntó Grosvenor moviendo la
cabeza—. La electricidad no está en mi cuerpo, pero estará en el suyo si me pone la mano encima.
Kent sacó su vibrador y deliberadamente lo ajustó.
—Échense atrás —dijo a sus ayudantes—. Voy a darle una descarga de una décima de segundo.
No lo dejará sin sentidos pero hará vibrar cada molécula de su cuerpo.
—Yo no lo probaría, Kent. Se lo advierto —dijo Grosvenor.
Kent no lo oyó o estaba demasiado enfurecido para prestar atención. El trazo luminoso deslumbró
los ojos de Grosvenor. Se oyó un silbido y un chasquido, y un grito de dolor de Kent. La luz
parpadeó. Grosvenor vio que Kent trataba de soltar el arma de sus manos, pero ésta se agarraba
fuertemente hasta que al final cayó al suelo con un ruido metálico. Con visible sufrimiento Kent
agarraba su mano herida y estaba de pie tambaleándose.
—¿Por qué no me ha escuchado usted? —dijo Grosvenor en un tono de rencorosa simpatía—.
Estas placas murales contienen un potencial eléctrico muy alto. Y como el vibrador ioniza el aire
recibió un choque eléctrico que simultáneamente anula la energía que ha descargado usted, excepto
junto a la boca del cañón. Espero que la quemadura no haya sido grave.
Kent recobraba el control de sí mismo. Estaba pálido y excitado, pero tranquilo.
—Esto le va a costar caro —dijo en voz baja—. Cuando los demás sepan que hay un hombre que
trata de imponerles sus ideas... —Se detuvo para hacer un signo imperativo a sus dos acólitos—.
Larguémonos, ya volveremos en el momento oportuno.
Habían transcurrido ocho minutos desde que se marcharon. Grosvenor tuvo que explicar
pacientemente varias veces que ya no estaba enfermo. Y necesitó más tiempo todavía para persuadir
al doctor Eggert, a quien había enviado a buscar. A Grosvenor le importaba no ser descubierto.
Ocasionaría sospechas y considerables investigaciones encontrar la droga que había usado.
Al final lo dejaron solo con la recomendación de no moverse de allí durante un par de días.
Grosvenor les aseguró que seguiría sus instrucciones y lo pensaba así. En los rudos días que se
avecinaban, el departamento Nexial sería su fortaleza.
No sabía lo que podrían hacer contra él, pero allí estaba preparado para lo que viniese.
Cosa de una hora después de la marcha de los doctores se oyó un chasquido en el tubo de la
correspondencia postal. Era de Kent, el anuncio de una reunión convocada, según el texto, a petición
del señor Elliot Grosvenor. Citaba la primera carta de Grosvenor y omitía todo lo demás que
posteriormente había ocurrido. La fórmula impresa terminaba: «En vista de las precedentes
actuaciones del señor Grosvenor, el director interino cree que tiene títulos para asistir a ella.»
Al pie de la convocatoria de Grosvenor, Kent había escrito a mano; «Querido señor Grosvenor:
En vista de su enfermedad he dado instrucciones al personal del señor Gourlay para que conecte su
comunicador con el auditorio de forma que pueda usted tomar parte desde su cama. Por lo demás, la
reunión será privada.»
A la hora señalada Grosvenor conectó con el cuarto de controles. Al aparecer la imagen, vio que
toda la habitación se abría ante él en agudos focos y que la placa receptora debía ser el gran
comunicador que había sobre el cuadro de control. En aquel momento su rostro era una imagen de
tres metros contemplando a los asistentes. Por una vez, pensó con ironía, asistiría a una reunión de
una forma relevante.
Una rápida mirada a la sala le demostró que la mayoría de los jefes de departamento estaban ya
sentados. En la parte inferior de la placa receptora, Kent estaba hablando con el capitán Leeth. Debía
ser el final, no el comienzo de la conversación, porque miró a Grosvenor, le sonrió, y se volvió de
cara a su escaso público. Grosvenor vio que llevaba la mano izquierda vendada.
—Señores —dijo Kent—, sin más preámbulos, voy a llamar al señor Grosvenor. —De nuevo
miró a la placa del comunicador y la misma sonrisa feroz apareció en su rostro—. Señor Grosvenor
—dijo—, puede usted empezar.
—Señores —comenzó Grosvenor—, hace cosa de una semana tuve pruebas suficientes del hecho
que esta nave está intentando una acción contra la inteligencia extraña de esta galaxia. Lo que voy a
decir puede parecer una declaración horrible, pero es un hecho infortunado que sólo puedo dar a
ustedes una interpretación de los hechos comprobados. No puedo demostrar a todos los presentes
que este ser realmente exista. Algunos de ustedes se darán cuenta que mi razonamiento es fundado.
Otros, careciendo de conocimientos de otras ciencias, pensarán que las conclusiones son netamente
controversiales. He exprimido mi cerebro en busca de la forma de convencer a ustedes del hecho
que mi solución es la única segura. Poner a ustedes al corriente de los experimentos que he hecho
me parece uno de los pasos razonables a dar.
No mencionó el ardid que había tenido ya que imaginar para conseguir que aquella reunión se
celebrase. A pesar de lo ocurrido no tenía deseos de aumentar el antagonismo que lo separaba de
Kent si no era necesario.
—Quiero ahora llamar al señor Gourlay —prosiguió—. Tengo la seguridad que a él no le
sorprenderá que le diga que todo esto nos vuelve al automático C-9. Me pregunto si querría usted
hablar de ello a sus colegas.
El jefe de comunicaciones miró a Kent, que se encogió de hombros y asintió. Gourlay vaciló,
después dijo:
—Es imposible decir en qué momento apareció C-9. En honor a los que todavía lo ignoran en
este momento, diré que C-9 es una pantalla menor que se activa automáticamente cuando el polvo
del espacio circundante alcanza una densidad que podría ser peligrosa para una nave que surca en su
seno. La densidad aparente del polvo en un volumen del espacio dado es, desde luego, relativamente
mayor a gran velocidad que a una más reducida. El hecho que hubiese polvo suficiente para afectar
la C-9 fue observado en primer lugar por un miembro de mi personal poco antes que aquellos
lagartos se precipitasen en el cuarto de controles. Así es —terminó volviendo a sentarse.
—Señor Van Grossen —dijo Grosvenor—, ¿qué descubrió su departamento en el polvo espacial
de esta galaxia?
El voluminoso Van Grossen se agitó en su sillón. Sin levantarse, dijo:
—No hay en ello nada que pueda considerarse característico ni anormal. Es un poco más denso
que en nuestra galaxia. Recogimos pequeñas cantidades de polvo por medio de placas ionizadas de
alto potencial, rascando los depósitos. Era en su mayor parte sólido, con pocos elementos simples
presentes y rastros de otros compuestos, que pudieron formarse en el momento de la concentración,
y un poco de gas libre, principalmente hidrógeno. La dificultad estriba, sin embargo, en que lo que
conseguimos tiene probablemente muy poco parecido con lo que existe fuera, pero el problema de
recogerlo en su forma original no ha sido nunca satisfactoriamente resuelto. El mismo procedimiento empleado para capturarlo produce cambios de diversos géneros. No podemos más que
conjeturar la forma como está en el espacio. Eso es todo lo que puedo decir por ahora —terminó el
físico levantando las dos manos en un gesto de desaliento.
—Podría seguir preguntando a los diferentes jefes de departamento qué han encontrado —
prosiguió Grosvenor—, pero creo poder hacer un resumen de los descubrimientos sin cometer
injusticias con nadie. Los departamentos del señor Smith y del señor Kent se han ocupado del
mismo problema que el señor Van Grossen. Creo que el señor Smith, por diversos medios, saturó la
atmósfera de una jaula con este polvo. Los animales que metió en ella no dieron muestras de efectos
nocivos, de manera que finalmente hizo la prueba consigo mismo. Señor Smith, ¿tiene usted algo
que añadir a esto?
—Si es una forma de vida —dijo éste moviendo la cabeza—, no puede usted probarlo en mí.
Confieso que lo más aproximado que hicimos para conseguir la materia verdadera fue cuando
salimos en la nave auxiliar, abriendo todas las puertas, volviéndolas a cerrar, y dejando penetrar el
aire de nuevo. Hubo ligeros cambios en el contenido químico del aire, pero nada importante.
—Hasta aquí, entonces, cuanto a los hechos hace referencia —dijo Grosvenor—. También yo,
entre otras cosas, he hecho el experimento de tomar una nave auxiliar y dejar que el polvo del
espacio penetrara en ella por la puerta abierta. Lo que me interesaba era: Si es vida, ¿de qué se
alimenta? De manera que una vez que introduje nuevamente el aire en la nave, lo analicé. Después
maté dos animales pequeños y de nuevo analicé la atmósfera. Envié muestras de la atmósfera tal
como era antes y después, al señor Smith, Kent y Van Grossen. Había varios cambios químicos
insignificantes. Podrían ser atribuidos al error del análisis. Pero quisiera preguntar al señor Grossen
qué encontró.
—¿Era aquello una conclusión? —preguntó después de haberse levantado pestañeando, como
sorprendido. Dirigió una mirada a sus colegas y, frunciendo el ceño, prosiguió—: No veo la
trascendencia, pero las moléculas del aire marcado «Después» contenían una carga eléctrica
ligeramente mayor.
Era el momento decisivo. Grosvenor miró las expectantes expresiones de los científicos y esperó
a que la luz del entendimiento apareciese por lo menos en unos ojos.
Los hombres permanecían inmóviles, una expresión de perplejidad en la mirada. Finalmente uno
de ellos, con voz turbada, dijo:
—Supongo que se pretende que lleguemos a la conclusión que nos encontramos ante un polvo
nebuloso inteligente. Me parece demasiado para tragármelo.
Grosvenor no dijo nada. El salto mental que quería que ellos hicieran era mucho más rebuscado
que éste, si bien la diferencia era muy sutil. El sentimiento de decepción era ya profundo en él.
Comenzó a disponerse a dar el paso siguiente.
—Vamos, vamos, señor Grosvenor —dijo Kent secamente—, explíquese y nos formaremos una
idea.
—Señor —comenzó Grosvenor contrariado—, el hecho que no vean ustedes la respuesta a este
punto es para mí turbador. Preveo que tendremos disgustos. Consideren mi posición. He dado a
ustedes todas las pruebas de las que dispongo, incluso una descripción de los experimentos que me
llevaron a identificar nuestro enemigo. Veo ya claramente que mis conclusiones serán consideradas
muy dudosas. Y sin embargo, si tengo razón, y estoy convencido de tenerla, el hecho de no proceder
a la acción que tengo en la mente será desastroso para la raza humana y para toda la demás vida
inteligente del universo. Pero aquí está la situación, si les informo a ustedes, la decisión ya no estará
en mis manos. La mayoría decidirá, y no habrá, por lo que a mí respecta, recurso legal contra la
decisión.
Hizo una pausa para que sus palabras penetrasen al auditorio. Algunos de los presentes se
miraron, frunciendo el ceño.
—Esperen —dijo Kent—. He tropezado ya otra vez contra el muro de piedra del egotismo de este
hombre.
Era su primer comentario hostil de la reunión. Grosvenor le dirigió una rápida mirada, dio media
vuelta, y prosiguió:
—Me incumbe a mi la ingrata tarea de informarles, señores, que en estas circunstancias el
problema cesa de ser científico y se convierte en político. De acuerdo con ello, me veo obligado a
insistir en que mi solución sea aceptada. Será iniciada una convincente propaganda en la cual el
director interino, señor Kent, y todos los jefes de departamento se someten a la idea que el Space
Beagle tiene que permanecer en el espacio el equivalente a cinco años terrestres más, si bien
debemos proceder como si se tratase de cinco años estelares. Voy a dar a ustedes mi interpretación,
pero quisiera que cada jefe de departamento se adapte a la idea del hecho que debe poner
irrevocablemente toda su reputación y su buen nombre en este punto. El peligro, tal como lo veo yo,
abarca tanto todo, que el menor desfallecimiento que tengamos será catastrófico, dependiendo del
tiempo que dure.
Sucintamente explicó en qué consistía el peligro. Después, esperando sus reacciones, subrayó los
medios de enfrentarse con él.
—Tenemos que encontrar algunos planetas férreos y dedicar la capacidad productora de nuestra
nave a la fabricación de torpedos atómicamente inestables. Preveo que tardaremos cerca de un año
en atravesar esta galaxia, lanzando estos torpedos en gran número al azar. Entonces, cuando
hayamos hecho todo este sector del espacio virtualmente intolerable para él, nos marchamos y le
ofrecemos la oportunidad de seguirnos, esto último en un momento en que no tendrá literalmente
otro recurso que perseguir nuestra nave con la esperanza de ser llevado a una nueva y mejor fuente
de alimento que la disponible aquí. La mayoría de nuestro tiempo lo emplearemos en cerciorarnos
del hecho que no lo guiamos hacia nuestra propia galaxia.
Hizo una pausa, y tranquilamente, prosiguió:
—Bien, señores, ya lo saben ustedes. Puedo leer en varios rostros que la reacción va a ser
detonante y que se prepara una de aquellas controversias mortales.
Se calló. Hubo un silencio y uno de los presentes dijo:
—¡Cinco años! —Fue casi un suspiro, pero fue como una señal. En toda la habitación los
hombres comenzaron a agitarse.
—Años terrestres —dijo Grosvenor.
Tenía que insistir sobre este punto. Había elegido deliberadamente lo que parecía ser el medio
más largo de estimación del tiempo, de forma que, una vez convertido en años estelares, pareciese
más corto. El hecho era que el Tiempo Estelar, con su hora de cien minutos, su día de veinte horas y
su año de trescientos sesenta días era un cálculo psicológico. Una vez amoldados al día más largo la
gente tiende a olvidar cuánto tiempo ha pasado de acuerdo con su antigua manera de pensar.
De la misma forma, esperaba que se sintiesen aliviados cuando se diesen cuenta que el tiempo
sólo ascendería a unos tres años, tiempo estelar.
—¿Algún otro comentario? —iba diciendo Grosvenor.
—No puedo, honradamente, aceptar el análisis del señor Grosvenor —dijo Van Grossen
contrariado—. Tengo gran respeto por él en vista de sus anteriores experimentos. Pero nos pide que
aceptemos por simple acto de fe lo que estoy seguro que podríamos entender si tuviese pruebas
válidas. Rechazo la idea respecto a que el Nexialismo procura una tan aguda integración de ciencias
que sólo los individuos entrenados en sus métodos pueden esperar comprender los más intrincados
fenómenos interrelacionados.
—¿No está usted rechazando con excesiva premura —intervino Grosvenor— algo que no se ha
tomado nunca la molestia de investigar?
—Quizá —dijo Van Grossen, encogiéndose de hombros.
—La imagen que me formo —dijo Zeller—, es vernos pasando muchos años de penoso esfuerzo
y, sin embargo, sin conseguir ni tan sólo que la prueba más indirecta e insustancial de la eficacia del
plan.
Grosvenor vaciló. Después se dio cuenta que no tenía otra alternativa que proseguir haciendo
declaraciones antagónicas. El fin era demasiado importante. No podía tener en cuenta sus
sentimientos.
—Sabré cuando he conseguido mi objeto —dijo—, y si algunos de ustedes se dignan a venir al
departamento de Nexialismo y aprender algunas de nuestras técnicas, sabrán también cuándo habrá
llegado el momento.
—Hay que decir una cosa en favor del señor Grosvenor —dijo Smith—, y es que con frecuencia
nos ofrece enseñarnos a ser su igual.
—¿Algún comentario más? —dijo la voz aguda de Kent, saturada de triunfo.
Varios hombres parecieron tener deseos de hablar, pero al parecer lo pensaron mejor. Kent
prosiguió:
—Mejor que perder más tiempo creo que es preferible pasar a votación y saber qué piensa la
mayoría de las proposiciones del señor Grosvenor. Estoy seguro que todos deseamos saber la
reacción de la mayoría.
Avanzó lentamente. Grosvenor no podía ver su rostro, pero en su porte general había gran
arrogancia.
—Vamos a votar con las manos —dijo—; que los que estén en favor de aceptar el método del
señor Grosvenor, lo cual representa permanecer cinco años más en el espacio, levanten la mano.
Ni una sola mano se levantó.
—Quiero pensarlo un poco mejor —dijo un hombre en son de querella.
Kent se detuvo para contestarle.
—Estamos tratando de tener un punto de vista general de la opinión. Es importante para todos
nosotros saber qué piensan los jefes científicos de esta nave.
Hizo una nueva pausa, y prosiguió:
—¡Que los que estén declaradamente en contra levanten la mano!
Todas las manos menos tres se levantaron. Con una rápida mirada Grosvenor identificó a los que
se habían abstenido. Eran Korita, McCann y Van Grossen. Un poco más tarde se dio cuenta que el
capitán Leeth se había abstenido también.
—Capitán Leeth —dijo Grosvenor rápidamente—, éste es seguramente el momento en que su
derecho constitucional a tomar el control de la nave tiene que ser puesto en juego. El peligro es
obvio.
—Señor Grosvenor —dijo el capitán Leeth lentamente—, esto sería cierto si hubiese un enemigo
visible. Tal como está la situación sólo puedo actuar según la opinión de los técnicos científicos.
—Sólo hay un técnico científico a bordo —dijo Grosvenor fríamente—, los demás son un puñado
de aficionados que rondan tan sólo por la superficie de las cosas.
La observación pareció causar profundo efecto entre los asistentes. Bruscamente, varios hombres
trataron de hablar a la vez. Después se sumieron en un rencoroso silencio. Fue el capitán Leeth
quien finalmente, en tono comedido, dijo:
—Señor Grosvenor, no puedo aceptar su gratuita afirmación.
—Bien, señores —dijo Kent irónicamente—, ya saben ustedes la opinión del señor Grosvenor
acerca de nosotros.
Personalmente no parecía afectado por el insulto. Parecía estar de un buen humor irónico. Por lo
visto había olvidado que su deber como director interino era mantener una atmósfera de cortesía y
dignidad. Meader, el jefe de la sección botánica, le recordó con rencor:
—Señor Kent, no comprendo que tolere usted tan insolentes observaciones.
—Es cierto —dijo Grosvenor—, invoque usted sus derechos. Todo el universo está en un peligro
mortal, pero su sentido de dignidad debe ser mantenido.
Por primera vez, embarazado, McCann habló.
—Korita, si existiese una clase de entidad como la que Grosvenor ha descrito, ¿cómo se adaptaría
ello a la historia cíclica?
—De forma muy tenue, temo —dijo el arqueólogo moviendo la cabeza perplejo—. Podríamos
postular una forma primitiva de vida. Me preocupo mucho más —prosiguió dirigiendo una mirada
circular a la asamblea— de dar las pruebas de la realidad de la historia cíclica a mis amigos que el
placer de la derrota de un hombre que nos ha hecho sentirnos un poco inquietos a causa de sus
averiguaciones. La súbita revelación de la egolatría de este hombre. —Miró con pena a la imagen de
Grosvenor—. Señor Grosvenor, estoy verdaderamente decepcionado porque haya usted sido capaz
de hacer la declaración que ha hecho.
—Señor Korita —dijo Grosvenor con soberbia—, si hubiese adoptado un camino diferente del
que he seguido, no hubiera usted tenido la oportunidad de oírme decir a estos honorables caballeros,
muchos de los cuales admiro individualmente, lo que les he dicho y lo que tengo todavía que
decirles.
—Confío —dijo Korita— en que los miembros de esta expedición harán cuanto sea necesario, sin
tener en cuenta sus sacrificios personales.
—Es un poco difícil de creer —dijo Grosvenor—. Tengo la sensación que muchos de ellos están
influenciados por el hecho que mi plan comporta cinco años más en el espacio. Confieso que es una
cruel necesidad, pero, se lo aseguro, no hay otra alternativa.
Cortó en seco, abruptamente. Dirigiéndose a un grupo prosiguió:
—Esperaba, sin embargo, este resultado. Señores, me han obligado ustedes a tomar una
resolución, que, se los aseguro, me pesa más de lo que seria capaz de decirles. ¡Este es mi
ultimátum!
—¡Ultimátum! —dijo la voz de Kent, sorprendido, súbitamente pálido.
—Si mañana a las 1000 horas mi plan no ha sido aceptado —prosiguió Grosvenor ignorando la
exclamación—, tomaré el mando de esta nave. Todos los existentes en ella se encontrarán
cumpliendo mis órdenes quieran o no. Naturalmente, espero que los científicos apelarán a toda su
ciencia para evitar que lleve a cabo mi anunciado propósito. La resistencia, sin embargo, sería inútil.
El tumulto que empezó en aquel momento duraba todavía cuando Grosvenor cortó la conexión
entre el comunicador y el cuarto de los controles.
XXVI
Había transcurrido aproximadamente una hora desde la reunión cuando Grosvenor recibió por su
comunicador una llamada del señor McCann.
—Quisiera subir —dijo el geólogo.
—Venga —dijo alegremente Grosvenor.
—Supongo que tendrá usted el corredor lleno de trampas —dijo McCann, vacilando.
—Pues..., sí. Creo que puede usted llamarlas así. Pero no le pasará nada —le tranquilizó
Grosvenor.
—Suponga usted que vengo con la secreta intención de asesinarle...
—Aquí en mis habitaciones —dijo Grosvenor con una seguridad que esperaba impresionaría a
cualquier que escuchase—, no podría usted matarme ni con un garrote.
—¡Voy en seguida! —dijo McCann después de haber vacilado un instante.
Debió haber estado muy cerca, porque no había transcurrido ni un minuto cuando los detectores
ocultos del corredor comenzaron a señalar su aproximación. Al poco rato apareció su rostro y sus
hombros en la placa del comunicador y un conmutador de enlace se cerró en su posición. Siendo
como era parte de la defensa automática, Grosvenor lo desactivó manualmente.
Pocos segundos después McCann entraba por la puerta. Se detuvo en el umbral y después avanzó
moviendo la cabeza.
—Estaba preocupado. A pesar de sus garantías tenía la sensación que toda una batería de armas
estaba apuntada contra mí. Y sin embargo, no vi nada. —Miró investigadoramente al rostro de
Grosvenor—. ¿Está usted haciendo un «bluff»?
—También yo estoy un poco preocupado —respondió Grosvenor lentamente—. Ha defraudado
usted mi fe en su integridad. No esperaba, francamente, que viniese usted aquí cargado con una
bomba.
McCann quedó pálido.
—¡Pero si no traigo!... Si sus instrumentos detectan una cosa así... —Se detuvo. Se quitó la
chaqueta. Comenzó a registrarla. De repente sus movimientos cesaron. Su rostro estaba blanco
cuando sacó de un bolsillo un delgado tubito gris de unos cinco centímetros de longitud.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Una aleación de plutonio estabilizada.
—¡Atómica!
—No, no es radiactiva, tal como está. Pero puede disolverse en un gas radiactivo bajo el chorro
de un transmisor de alta frecuencia. El gas nos produciría a ambos quemaduras por radiación.
—¡Grosve, le juro a usted que no sabía nada de esto!
—¿Dijo usted a alguien que iba a venir?
—¡Naturalmente! Toda esta parte de la nave está bloqueada.
—En otras palabras, ¿necesita usted permiso?
—Sí. De Kent.
Grosvenor vaciló, después dijo:
—Quiero que reflexione usted a fondo sobre esto. ¿Observó usted en algún momento durante su
entrevista con Kent que en la habitación hacía calor?
—Pues..., sí. Ahora lo recuerdo. Tuve la sensación de ahogarme.
—¿Cuánto tiempo duró?
—Un segundo o cosa así.
—¡Hem!... Esto quiere decir que estuvo usted diez minutos sin sentidos.
—¿Sin sentidos? —McCann estaba asombrado—. ¡Pues que me...! El granuja éste me ha
drogado.
—Podría probablemente averiguar la cantidad de droga que le han dado —dijo Grosvenor con
convicción—. Un análisis de sangre nos lo diría.
—Hágamelo usted. Esto probaría...
—Esto probaría únicamente que ha pasado usted por este experimento —respondió Grosvenor
moviendo la cabeza—. No probaría que no ha sido voluntariamente. Mucho más convincente es para
mi el hecho que no hay hombre que esté en su sano juicio que permitiese que la aleación de plutonio
se disolviese en su presencia. De acuerdo con mi anulador automático llevan más de un minuto
tratando de disolverlo.
McCann estaba pálido.
—Grosve, he terminado con este buitre. Me encontraba en un conflicto y acepté comunicarle el
resultado de mi conversación con usted..., pero pensaba advertir a usted que estaba obligado a hacer
esta comunicación.
—Está bien. Lo creo, Don. Siéntese —dijo Grosvenor con una sonrisa.
—¿Y qué hacemos con esto? —dijo McCann señalando la pequeña bomba.
Grosvenor la tomó y se la llevó al pequeño hueco que tenía para su material radiactivo. Regresó y
tomó asiento.
—Imagino que habrá un ataque —dijo—. La única forma como Kent puede justificarse ante los
otros por lo que ha hecho es asegurarse del hecho que seremos socorridos a tiempo para concedernos
el tratamiento médico contra las quemaduras radiactivas. Podemos seguirlo en la placa —terminó.
El ataque se registró primero en diversos detectores electrónicos del tipo ojo-eléctrico. Ligeros
destellos aparecían en el cuadro mural de instrumentos y sonaba un zumbido.
Vieron a los atacantes como imágenes en la gran placa encima de los instrumentos. Una docena
de hombres en trajes del espacio aparecieron por una alejada esquina del corredor, acercándose.
Grosvenor reconoció a Van Grossen y a dos de sus ayudantes del departamento de física, cuatro
químicos, de los cuales dos pertenecían a la división bioquímica, tres de los técnicos de
comunicaciones de Gourlay y dos oficiales armeros. Tres soldados cubrían la retaguardia llevando,
respectivamente, un vibrador móvil, un cañón calorífero portátil y un gran productor de bombas de
gas. McCann se agitaba, inquieto.
—¿Hay alguna otra entrada a este sitio? —preguntó.
—Está asegurada —asintió Grosvenor.
—¿Y por arriba y por abajo? —preguntó McCann indicando el techo y el suelo.
—Arriba hay un almacén y abajo un cine. Los dos están vigilados.
Guardaron silencio. Después, cuando el grupo del corredor se detuvo, McCann dijo:
—Me sorprende ver a Van Grossen con ellos. Lo admira a usted.
—Le ofendí cuando le llamé aficionado como los demás. Ha venido a ver personalmente lo que
puedo hacer.
Fuera, en el corredor, el grupo de atacantes parecía estar consultándose. Grosvenor continuó:
—¿Qué le trajo a usted especialmente aquí?
—Quería que supiese usted que no estaba completamente solo —dijo McCann mirando la
placa—. Varios ejecutivos me pidieron que le dijese que estaban a su lado. No hablemos ahora —
dijo distraídamente— mientras esto sigue adelante.
—El momento es tan bueno como cualquier otro.
—No veo cómo va usted a detenerlos —dijo McCann inquieto, que al parecer no lo había oído—.
Tienen aquí energía suficiente para quemar sus paredes.
Grosvenor no hizo comentario alguno y McCann lo miró frente a frente.
—Tengo que ser franco con usted. Me encuentro ante un conflicto. Tengo la seguridad que usted
tiene razón, pero su táctica carece demasiado de ética para mí. —No pareció darse cuenta de haber
apartado su atención de la placa visual.
—No hay más que una táctica posible —respondió Grosvenor—, y es organizar una elección
contra Kent. Siendo como es únicamente director interino que no ha sido elegido, puedo quizá
imponer unas elecciones para dentro de un mes.
—¿Y por qué no lo hace?
—Porque tengo miedo —dijo encogiéndose de hombros—. La cosa, ahí fuera, se está
prácticamente muriendo de desfallecimiento. De un momento a otro puede hacer un nuevo intento
hacia otra galaxia y puede muy bien ir hacia la nuestra. No podemos esperar un mes.
—Y sin embargo —hizo observar McCann—, su plan es apartarlo de esta galaxia y calculó usted
que se necesitaría un año.
—¿Ha tratado usted alguna vez de quitarle la carne a un carnívoro? —preguntó Grosvenor—.
Trata de aferrarse a ella, ¿no es cierto? Luchará incluso por ella. Mi idea es que cuando este ser se dé
cuenta que tratamos de alejarlo, se agarrará con todas sus fuerzas a lo que tiene.
—Comprendo —asintió McCann—. Por otra parte, tendrá usted que reconocer que sus
probabilidades de ganar una elección desde su plataforma son muy parecidas a cero.
—Las ganaría —dijo Grosvenor moviendo vigorosamente la cabeza—. Puede usted no creerlo
porque yo se lo digo. Pero el hecho es que la gente que está dominada por el placer, la excitación o
la ambición es fácilmente controlable. No le explicaré las tácticas que usaría. Hace siglos que son las
mismas. Pero los intentos históricos de analizarlas no han llegado nunca a la raíz del proceso. Hasta
recientemente, las relaciones de la fisiología con la sicología se basaban sobre unos principios muy
teóricos. El entrenamiento nexial las reduce a técnicas definidas.
McCann permanecía silencioso, observándolo. Por fin dijo:
—¿Qué futuro prevé usted para el hombre? ¿Espera usted que nos hagamos todos nexialistas?
—A bordo de esta nave es una necesidad. Para la raza como un todo es todavía impracticable. A
la larga, de todos modos, no hay excusa para que un hombre no sepa todo lo que le es posible saber.
¿Por qué no lo sabría? ¿Por qué permanecería bajo este cielo de este planeta mirando hacia arriba
con los estúpidos ojos de la superstición y la ignorancia, sacando vitales consecuencias sobre la base
de lo que engañosamente le han enseñado? Las aniquiladas civilizaciones de la antigüedad de la
Tierra son prueba de lo que les ocurre a los descendientes del hombre cuando reaccionan ciegamente
ante situaciones o dependen de autoritarias doctrinas. De momento es posible una meta menos
importante —prosiguió animándose—. Tenemos que hacer al hombre escéptico. El astuto pero iletrado campesino a quien hay que enseñar una prueba concreta es la previsión espiritual del
científico. En cada nivel del entendimiento, el escéptico adopta una actitud, debido a su falta de
conocimientos específicos, de «¡Enséñeme! No tengo reserva mental alguna, pero lo que me dice no
puede por sí solo convencerme».
McCann estaba pensativo.
—Ustedes los Nexialistas van a destrozar el esquema de la historia cíclica, ¿es detrás de esto que
andan ustedes?
—Confieso que no me daba cuenta de su importancia hasta que conocí a Korita —dijo Grosvenor
después de una leve vacilación—. Quedé impresionado. Imagino que la teoría es susceptible de una
gran revisión. Palabras como «raza» y «sangre» carecen prácticamente de sentido, pero la estructura
general parece amoldarse a los hechos.
McCann había fijado nuevamente su atención en los atacantes. Intrigado, dijo:
—Parece que les cuesta arrancar. Imaginaba que habrían trazado ya sus planes antes de llegar
hasta aquí.
Grosvenor no decía nada. McCann lo miró fijamente.
—Un instante —dijo—. ¿No se habrán encontrado con sus defensas, verdad?
Cuando Grosvenor no respondió, McCann se puso de pie de un salto, se acercó a la placa y la
miró más de cerca. Se fijó intensamente en dos hombres de rodillas.
—¿Pero, qué están haciendo? —preguntó desalentado—. ¿Qué les detiene?
—Están tratando de evitar el caer a través del suelo —dijo Grosvenor, explicándoselo después de
haber vacilado. Pese al esfuerzo que hacía por conservar la calma, la excitación ponía temblor en su
voz.
Los demás no se daban cuenta que lo que estaba haciendo era nuevo para él. No había tenido
conocimiento de ello, desde luego, durante mucho tiempo. Pero aquello era una aplicación práctica.
Ejercía una acción que no había sido ejercida todavía nunca, en todo caso, de aquella misma forma.
Había utilizado fenómenos de diversas ciencias, improvisándolos para que se adaptasen a sus
propósitos y se amoldasen al exacto ambiente en el cual estaban operando.
Todo salía como había esperado que saldría. Su entendimiento, tan agudo, tan ampliamente
basado, dejaba poco lugar al error.
Pero la realidad física le causaba hilaridad a pesar de sus conocimientos previos.
—¿Es que se va a hundir el suelo? —preguntó McCann regresando y sentándose.
—No lo entiende usted —dijo Grosvenor—. El suelo no ha cambiado. Se están hundiendo en él.
Si siguen así pasarán a través. —Se echó a reír con súbita alegría—. Me gustaría ver la expresión de
Gourlay cuando sus ayudantes le comuniquen el fenómeno. Esto es su especialidad, teleportación,
su idea del hiperespacio, no una idea añadida a la vieja geología del petróleo y dos técnicas de
simple química.
—¿Cuál es la idea geológica? —preguntó McCann. Pero se detuvo—. ¡Vaya, que me condenen!
¿Quiere usted decir la forma cómo obtendremos el petróleo hoy sin abrir pozos? Nos limitamos a
crear unas condiciones en la superficie a las cuales todo el petróleo que haya por las cercanías tiene
que acudir. Pero —frunció el ceño—, un momento. Hay un factor que...
—Hay una docena de factores, amigo mío —dijo Grosvenor antes de proseguir con soberbia—:
Se lo repito, es trabajo de laboratorio. Hay muchas cosas que funcionan de cerca con muy poca
energía.
—¿Por qué no usó usted alguno de sus pequeños trucos contra el gato o el monstruo escarlata? —
preguntó McCann.
—Ya se lo he dicho. He aparejado esta situación. He perdido más de una hora de sueño
instalando mis equipos, cosa que no tuve nunca ocasión de hacer contra nuestros enemigos
exteriores. Créame, si yo hubiese tenido el control de esta nave no hubiéramos perdido tantas vidas
en otros tantos incidentes.
—¿Por qué no tomó usted el control?
—Era ya tarde. No había tiempo. Por otra parte, esta nave fue construida muchos años antes que
existiese una Fundación Nexial. Estuvimos de suerte al tener un departamento a bordo.
—No veo cómo se va usted a apoderar de la nave mañana —dijo McCann—, puesto que la cosa
que importa es salir del laboratorio. —Hizo una pausa y miró la placa—. ¡Han traído balsas de
gravedad! —exclamó—. Van a venir flotando sobre el suelo.
Grosvenor no respondió. Lo había visto ya.
XXVII
Las balsas antigravedad operaban según el mismo principio que el dispositivo de antiaceleración.
La reacción que se produce en un objeto cuando la inercia es dominada ha sido encontrada en el
estudio en forma de proceso molecular, pero no es inherente a la estructura de la materia. Un campo
de antiaceleración aleja levemente los electrones de su órbita. Esto, a su vez, crea una tensión
molecular, que lleva en un pequeño pero radical reajuste.
La materia alterada de esta forma actúa como si fuese inmune a los efectos normales de la
aceleración o retardo. Una nave avanzando con antiaceleración puede detenerse en seco a medio
vuelo, aun cuando hubiese estado avanzando a millones de kilómetros por segundo.
El grupo atacante del departamento de Grosvenor cargó simplemente sus armas en las balsas
largas y estrechas, subieron ellos a su vez y las activaron en un campo de intensidad adecuada.
Entonces, empleando la atracción magnética, las dirigieron hacia la puerta abierta que se hallaba a
setenta metros de distancia.
Avanzaron unos quince metros, después moderaron la marcha, se detuvieron y comenzaron a
retroceder. Después se detuvieron de nuevo.
Grosvenor, que había estado manipulando su cuadro de instrumentos, retrocedió y se sentó al
lado del asombrado McCann.
—¿Qué ha hecho usted? —preguntó el geólogo.
—Como ha visto usted —respondió Grosvenor sin vacilación—, han avanzado hacia delante
apuntando magnetos de dirección a los muros de acero de delante. Yo he puesto en marcha un
campo repelente, lo cual no es nada nuevo en sí. Pero realmente esta versión forma parte de un
proceso térmico más aproximado a la forma como usted y yo mantenemos el calor de nuestro cuerpo
que al calor físico. Ahora tendrán que usar la propulsión a chorro o hélices ordinarias de rosca, o
incluso —se echó a reír—, remos.
Con la vista fija en la placa de visión y una mueca en los labios, McCann dijo:
—No se van a preocupar. Van a hacer funcionar el calentador. ¡Es mejor que cerremos la puerta!
—¡Espere!
—¡Pero el calor va a penetrar aquí! ¡Nos vamos a asar! —exclamó McCann visiblemente
alarmado.
—Ya le he dicho a usted —respondió Grosvenor con calma— que lo que he hecho formaba parte
de un proceso que comportaba temperatura. Alimento nueva energía, todo el metal de las
proximidades tratará de mantener el equilibrio en un nivel ligeramente más bajo. Entonces..., ¡mire!
El lanzallamas portátil se iba poniendo blanco. De un blanco que hizo lanzar a McCann algunas
maldiciones en voz baja.
—¡Hielo!... —murmuró—. Pero, ¿cómo...?
El hielo se iba formando en los suelos y las paredes. El calentador brillaba en su casquete helado
y una corriente de aire helado entraba por la puerta. McCann se estremeció.
—Temperatura —dijo vagamente—. Un equilibrio ligeramente más bajo.
—Creo que es hora ya de retirarse —dijo Grosvenor levantándose—. Después de todo, no quiero
que les ocurra nada.
Se dirigió a un instrumento instalado en una de las paredes del salón y se sentó en un sillón frente
a un teclado de cemento. Las teclas eran pequeñas y de diferentes colores. Había veinticinco en cada
hilera y veinticuatro hileras. McCann se acercó y contempló el instrumento.
—¿Qué es? —preguntó—. No recordaba haberlo visto nunca.
Con un rápido y casi distraído movimiento, Grosvenor accionó varias teclas, después tendió la
mano y tocó el interruptor de contacto principal. Se oyó una nota musical clara y suave. Su
resonancia pareció flotar todavía en el aire algunos segundos después que la nota se hubo
desvanecido. Grosvenor levantó la vista.
—¿Qué asociación de ideas trae esto a su mente?
McCann vacilaba. En su rostro se pintaba una curiosa expresión.
—He tenido la visión de un órgano tocando en una iglesia. Después cambió y me encontré en una
contienda política en la que el candidato utilizaba música de rápido estímulo para hacer feliz a todo
el mundo. —Se detuvo, y casi sin aliento, añadió—: ¡De modo que así es como puede usted ganar su
elección!
—Uno de los métodos.
—¡Hombre. ¿Qué aterrador poder es el que usted posee? —exclamó McCann excitado.
—No me afecta —dijo Grosvenor.
—¿No es usted un ser limitado? No puede esperar conducir a toda la raza humana.
—Un chiquillo es un ser limitado cuando aprende a caminar, mover sus brazos, hablar. ¿Por qué
no extender la limitación hasta el hipnotismo, las reacciones químicas, los efectos de la comida?
Hace centenares de años era posible. Evitaría gran número de enfermedades, dolores y la clase de
catástrofes que se derivan de las incompatibilidades de nuestro cuerpo y nuestra mente.
McCann se acercaba de nuevo al fusiforme instrumento.
—¿Cómo funciona?
—Es una combinación de cristales con circuitos eléctricos. Ya sabe usted que la electricidad
puede deformar ciertas estructuras cristalinas. Instalando un dispositivo, se emiten vibraciones
ultrasónicas que pasando por el oído estimulan directamente al cerebro. Puedo tocar este
instrumento de la misma forma que un músico toca el suyo, creando sensaciones emotivas que
afectan demasiado profundamente para que una persona no entrenada las resista.
McCann se dirigió a su silla y volvió a sentarse. De repente se puso pálido.
—Me asusta usted —dijo en voz baja—. Me parece contrario a la ética, no puedo evitarlo.
Grosvenor le observó. Después, volviéndose, se inclinó sobre el instrumento y apretó un botón.
Esta vez el sonido era más suave, más triste. Tenía una calidad acariciadora, como si sus
interminables vibraciones siguiesen flotando en el aire en torno a ellos, pese a que el sonido se
hubiese extinguido ya.
—¿Qué ha sentido usted, esta vez? —dijo Grosvenor.
McCann vaciló de nuevo; después, inquieto, dijo:
—He pensado en mi madre. He sentido un súbito deseo de regresar a mi hogar. Quisiera...
—Esto es demasiado peligroso —dijo Grosvenor frunciendo el ceño—. Si intensifico esto
demasiado, alguno de los hombres puede colocarse de nuevo en la posición de embrión. ¿Y esto? —
dijo después de una pausa.
Rápidamente instaló un nuevo dispositivo y tocó la clave de activación. Se oyó como un sonido
de campanas, con un suave, muy suave tañido a distancia.
—Era un chiquillo —dijo McCann—, y era la hora de irse a la cama. ¡Dios mío, qué sueño tengo!
—No parecía darse cuenta del hecho que había recobrado su tensión normal. Involuntariamente,
bostezó.
Grosvenor abrió un cajón de la mesa al lado del instrumento y sacó dos cascos de plástico.
Tendió uno a McCann.
—Será mejor que se ponga usted esto —le dijo.
Se puso el casco mientras su compañero, con visible contrariedad, hacía lo mismo.
Melancólicamente, McCann dijo:
—Me parece que no sirvo para maquiavelismos. Supongo que tratará usted de decirme que otras
veces se han usado ya sonidos sin significado para evocar emociones e influir sobre los hombres...
Grosvenor, que había estado manipulando la aguja de un marcador, se detuvo para contestar.
—La gente considera las cosas éticas o no éticas —dijo con calor— según las asociaciones que
acuden a su mente en el momento, o mientras consideran el problema de forma retrospectiva. Esto
no quiere decir que ningún sistema de ética tenga su validez. Personalmente, me suscribo al
principio en que nuestra regla métrica ética debe ser aquella que beneficia a un mayor número de
individuos, siempre y cuando ésta excluya la exterminación, la tortura o la negación de derechos a
los individuos que no están conformes. La sociedad debe aprender a salvar al hombre que está
enfermo o que es un ignorante.
Redobló de intención.
—Observe por favor que no había empleado todavía nunca el dispositivo. No usé nunca la
hipnosis salvo cuando Kent invadió mi departamento, si bien, desde luego, pienso utilizarla ahora.
Desde el momento en que empezó el viaje hubiera podido engañar a la gente desde aquí estimulando
sus ideas de doce maneras insospechadas. ¿Por qué no lo hice? Porque la Fundación Nexial ha
dictado un código de ética para él mismo y sus graduados que está debidamente acondicionado
dentro de mi sistema. Puedo salirme de este acondicionamiento, pero sólo con la mayor dificultad.
—¿Se está usted saliendo ahora?
—No.
—Me parece bastante elástico.
—Es exacto. Cuando creo firmemente, como lo creo ahora, que cualquier acción está justificada,
no hay nerviosidad interna ni problema emotivo.
McCann permanecía silencioso. Grosvenor prosiguió:
—Creo haber creado en su mente una imagen mía como la de un dictador, que se apodera de una
democracia por la fuerza. Esta imagen es falsa, porque una nave en crucero sólo puede ser guiada
por métodos casi democráticos. Y la gran diferencia con todo esto es que al final del viaje se me
pueden pedir cuentas.
—Supongo que tiene usted razón —dijo McCann suspirando. Dirigió una mirada a la placa.
Grosvenor siguió su mirada y vio los hombres con los trajes del espacio que trataban de avanzar
empujando contra las paredes. Sus manos trataban de alcanzar el muro, pero encontraban cierta
resistencia. Avanzaban muy lentamente. De nuevo McCann habló:
—¿Qué va usted a hacer ahora?
—Voy a hacerles dormir..., así—. Tocó el botón activador.
La campana sonó más fuerte que la vez anterior. Pero en el corredor los hombres se resistían.
Grosvenor se levantó.
—Esto se repetirá cada diez minutos y tengo resonadores esparcidos por toda la nave que
recogerán las vibraciones y las transmitirán. Venga.
—¿Adónde vamos?
—Quiero instalar un cortacircuitos en el interruptor eléctrico principal de la nave.
Fijó el interruptor del cuarto de películas y un momento después avanzaba en primer lugar por el
corredor.
Por todas partes donde pasaban había hombres durmiendo. Al principio McCann expresaba su
admiración en voz alta. Después permaneció silencioso y pareció turbado. Finalmente, dijo:
—Es duro creer que los seres humanos sean básicamente tan débiles.
—Es peor de lo que imagina —dijo Grosvenor moviendo la cabeza.
Llegaron al cuarto de máquinas y Grosvenor se agachó bajo la hilera más baja del cuadro de
interruptores. Necesitó menos de diez minutos para instalar su cortacircuitos. Volvió a bajar
silenciosamente, pero no dio explicación alguna de lo que había hecho ni de lo que pensaba hacer.
—No hable de esto —le dijo a McCann—. Si lo encuentran tendré que volver e instalar otro.
—¿Va usted a despertarlos ahora?
—Sí, en cuanto llegue a mis habitaciones. Pero antes me gustaría que me ayudase usted a
transportar a Van Grossen y los otros a sus camas. Quiero que sientan asco de sí mismos.
—¿Cree usted que abandonarán?
—No.
Su previsión fue exacta. Y así, a las 1000 horas del día siguiente, apretó el botón que conectaba el
cortacircuitos que había instalado y en toda la nave las luces constantemente encendidas
centellearon tan levemente en una versión Nexial de la forma hipnótica Riim que instantáneamente,
sin darse cuenta de ello, todos los hombres de a bordo quedaron profundamente hipnotizados.
Grosvenor comenzó a manipular su máquina inductora de emociones. Concentró sus
pensamientos en ideas de valor y sacrificio, de deber a la raza frente al peligro. Desarrolló incluso
un complejo plan emotivo que estimularía la sensación del tiempo transcurriendo al doble, incluso al
triple, de lo que había transcurrido antes normalmente.
Establecida la base, activó el «llamada general» del comunicador de la nave y dio órdenes
precisas. Establecidas las instrucciones esenciales dijo a los hombres que cada cual respondería en
adelante instantáneamente a una palabra clave sin saber siquiera cuál sería ni la recordaría una vez
que se la hubiese dado.
Después les infiltró la amnesia de todo el experimento hipnótico.
Bajó al cuarto de máquinas y quitó el cortacircuitos. Regresó a su habitación, despertó a todo el
mundo y llamó a Kent.
—Retiro mi ultimátum —le dijo—. Estoy dispuesto a rendirme. Me he dado súbitamente cuenta
que no puedo anteponerme a los deseos de los demás miembros de la nave. Quisiera celebrar otra
reunión a la cual asistiré en persona. Naturalmente, pienso insistir una vez más en que se disponga
de todo el material de guerra contra la inteligencia extraña de esta galaxia.
No quedó sorprendido cuando los ejecutivos de la nave, extrañamente unánimes en sus cambios
de manera de pensar, convinieron en que, todo bien considerado, veían que las pruebas eran claras y
que el peligro era inminentemente urgente.
El director interino Kent recibió instrucciones de perseguir al enemigo implacablemente y sin
tener en cuenta las conveniencias de los miembros de la nave.
Grosvenor, que no había intervenido en la personalidad fundamental de ningún individuo,
observó con curioso interés la resistencia con la cual Kent reconoció la necesidad de proceder a una
acción inmediata.
La gran batalla entre el hombre y el forastero iba a empezar.
XXVIII
El Anabis existía en una forma difusa, inmensa e informe, desparramado por todo el espacio de la
segunda galaxia. Se retuerce un poco, débilmente, en el billón de porciones de su cuerpo,
contorsionándose con un automático ajuste huyendo del aniquilante calor y radiaciones de
doscientos billones de abrasadores soles. Pero se aprieta estrechamente contra la miríada de
planetas, estirándose con febril e insaciable hambre alrededor del cuatrillón de centelleantes puntos
donde morían los seres que le daban vida.
No era bastante. El horrible conocimiento de un inminente agotamiento alcanzaba hasta las más
remotas extremidades de su cuerpo. A través de sus incontables y tenues células de su estructura
venían mensajes de lejos y de cerca, proclamando que no había bastante comida. Desde hacía mucho
tiempo ya, todas las células habían tenido que sostenerse con menos.
Lentamente, el Anabis había llegado a comprender que era demasiado grande, o demasiado
pequeño. Había cometido un fatal error al crecer con tal abandono durante sus primeros años. En
aquellos tiempos el futuro le pareció ilimitado. El espacio galáctico, en el que su forma podía
extenderse incluso más, le había parecido de una extensión infinita. Se había extendido con toda la
alegre excitación original con que creció dándose cuenta de su estupendo destino.
Era de bajo origen. En sus tenues principios no había sido más que un gas que brotaba de unos
pantanos cubiertos de neblina. Era inodoro, insípido, incoloro y sin embargo, en cierto modo, había
alcanzado una combinación dinámica. Y había vida.
Al principio no fue más que una mota de invisible neblina. Ardientemente, se lanzó sobre las
fangosas y sucias aguas en donde había nacido, retorciéndose, sumergiéndose, prosiguiendo
incesantemente y con creciente agilidad —una creciente necesidad— luchando por mantenerse
presente mientras algo, todo, moría.
¡Porque la muerte de los demás era su vida.
No por esto sabía que el proceso por el cual sobrevivía era uno de los más intrincados jamás
producidos por una química de la vida natural. Su interés estribaba en el placer y la alegría, no en la
información. Era para él un júbilo sentir que podía envolver dos insectos mientras estaban abrazados
en una lucha a muerte, esperar, temblando cada átomo gaseoso de su cuerpo, que la fuerza vital del
derrotado se extendiese como una sensación de hormigueo contra sus propios elementos
insustanciales.
Después había un período, sin límite de tiempo, en que su vida era sólo aquella desesperada lucha
por el alimento. Y su mundo era un ambiente angosto, húmedo, gris y nebuloso donde vivía su
activa, idílica y casi inconsciente existencia. Pero incluso en aquella área de difusa luz de sol, crecía
imperceptiblemente. Necesitaba más comida. Más de lo que la más encarnizada búsqueda de
insectos podía procurarle.
Y así se le fueron desarrollando sagaces y especiales nociones de conocimientos que se
amoldaban a su húmeda residencia. Aprendió a distinguir los insectos que hacían presa y los
insectos que eran presa a su vez. Aprendió las horas de caza de cada especie y dónde los diminutos
monstruos sin alas esperaban al acecho, ya que de los alados era más difícil encontrar el rastro. Si
bien, como descubrió el Anabis, también ellos tenían sus hábitos alimenticios. Aprendió el uso de su
vaporosa forma como una brisa que barría las incautas víctimas de su destino.
El suministro de comida fue más abundante, después más que abundante. Siguió creciendo y de
nuevo tuvo hambre. Por necesidad se dio cuenta que la vida se extendía más allá del pantano. Y un
día, al aventurarse más lejos que nunca, se encontró con dos gigantescas bestias acorazadas en el
sangriento clima de una lucha mortal. La sostenida emoción que recibió mientras la vida del
derrotado monstruo iba desapareciendo de sus órganos vitales, la extraña cantidad de energía que
recibió, le procuraron el éxtasis mayor que había experimentado en toda su vida. En pocas horas,
mientras el vencedor devoraba a su contorsionado vencido, el Anabis creció diez mil veces diez mil.
Durante el simple día y noche que siguieron, la húmeda selva de aquel mundo se vio envuelta por
él. El Anabis flotaba sobre todos los océanos, todos los continentes, y se extendía hasta donde las
eternas nubes daban paso a la inmaculada luz del sol. Más tarde, durante los días de su inteligencia,
fue capaz de analizar lo que había ocurrido. Mientras ganaba en tamaño, absorbía ciertos gases de la
atmósfera que lo circundaba. Para conseguirlo eran necesarios dos agentes, no uno solo. Estaba la
comida que tenía que buscar. Y estaba la acción natural de la radiación ultravioleta del sol. En
aquella atmósfera cargada de agua de las capas bajas del terreno pantanoso sólo una mínima
cantidad de las ondas cortas necesarias conseguía paso. Los resultados eran proporcionalmente
insignificantes, localizados y en principio, sólo planetarios en potencia.
A medida que emergía de la niebla iba siendo expuesto a la luz ultravioleta. La dinámica
expansión que empezó entonces no disminuyó en eones. Al segundo día alcanzó el planeta más
cercano. En un tiempo mensurable, se extendió hasta los límites de la galaxia, y alcanzó
automáticamente la brillante materia de otros sistemas estelares. Pero allí se encontró ante la derrota
en distancias que no parecían ocultar nada de su tenue materia.
Aumentó en conocimientos como aumentó de comida. Y durante los primeros tiempos creyó que
las ideas eran suyas. Gradualmente fue dándose cuenta que la energía nerviosa eléctrica que
absorbía a cada escena de muerte traía con ella la materia cerebral de la bestia muerta y de la
victoriosa. Durante cierto tiempo aquél fue su nivel mental. Aprendió la astucia animal de más de un
cazador carnicero y la evasiva habilidad del cazador. Pero, aquí y allá, en diversos planetas,
estableció contacto con un grado distinto de inteligencia; había seres que podían pensar, civilización,
ciencia.
Por ellos descubrió, entre otras muchas cosas, que concentrando sus elementos podía hacer
agujeros en el espacio, pasar a través y salir a un punto lejano. De esta forma aprendió a transportar
la materia. Comenzó a poblar de selvas los diferentes planetas, porque los mundos primitivos le
procuraron la mayor parte de la fuerza de la vida. Transportó grandes fragmentos a otros mundos
selváticos a través del hiperespacio. Proyectó planetas fríos cerca de sus soles.
Pero no era bastante.
Los días de su poderío no parecían más que un momento. Dondequiera que se nutriese aumentaba
de tamaño. A pesar de su enorme inteligencia no podía jamás encontrar el equilibrio. Con espantoso
terror preveía que estaba condenado dentro de un lapso de tiempo mensurable.
La llegada de la nave le trajo esperanzas. Extendiéndose peligrosamente delgado en una dirección
seguiría la nave hacia donde había venido. Esto sería el comienzo de una desesperada lucha por
permanecer en vida saltando de galaxia en galaxia, extendiéndose más lejos todavía en la noche
inmensa. A través de todos aquellos años, su esperanza debía ser considerada capaz de fertilizar
planetas y que el espacio no tuviese fin...
Para los hombres la oscuridad no ofrecía diferencia. El Space Beagle estaba agazapado sobre la
vasta superficie de metal dentellado. Todos los portillos arrojaban luz. Grandes reflectores vertían
un suplemento de iluminación sobre hileras de motores que estaban produciendo enormes agujeros
en un mundo enteramente de hierro. Al principio el hierro fue metido en una única máquina de
manufacturación que producía torpedos inestables de hierro, al ritmo de uno por minuto e
inmediatamente los lanzaba al espacio.
Al alba de la mañana siguiente la máquina de manufacturación comenzó a su vez a ser
manufacturada y robots adicionales alimentadores vertían hierro en bruto en cada nueva unidad.
Pronto cien, miles de máquinas de manufacturación iban torneando aquellos delgados y oscuros
torpedos. En número mayor cada vez se hundían en la noche circundante, desparramando su
sustancia radiactiva en todas direcciones. Durante treinta mil años estos torpedos sembrarían sus
átomos destructores. Estaban destinados a permanecer dentro del campo de gravitación de su galaxia, pero sin caer jamás sobre un planeta o sobre un sol.
Mientras aparecía la lenta y rojiza aurora de la segunda mañana en el horizonte, el ingeniero
Pennons comunicó a la «llamada general»:
—Estamos ahora girando a nueve mil por segundo, y creo que podemos con toda seguridad dejar
que las máquinas terminen su misión. He colocado una pantalla parcial alrededor del planeta a fin de
evitar interferencias. Cien mundos de hierro más debidamente localizados y nuestro inmenso amigo
comenzará a tener una sensación de saciedad en sus órganos vitales. Era ya hora de ponernos en
marcha.
Llegó el momento, algunos meses más tarde, en que decidieron que su destino sería la Nebulosa
NGC-50437. El astrónomo Lester explicó el significado de esta selección.
—Esta galaxia —dijo pausadamente—, está a novecientos millones de años de luz de distancia.
Si este gas inteligente nos sigue, perderá incluso su estupenda esencia en una noche que no tiene
casi literalmente fin.
Se sentó, y Grosvenor se levantó a hablar.
—Estoy seguro —comenzó— que todos comprendemos que no vamos hacia este remoto sistema
estelar. Requeriría centenares, quizá miles de años, alcanzarlo. Lo único que queremos es situar esta
forma enemiga de vida en un lugar donde perezca. Podremos saber si nos sigue por el murmullo de
sus pensamientos. Y sabremos que habrá muerto cuando sus murmullos cesen.
Esto fue exactamente lo que ocurrió.
Pasó el tiempo. Grosvenor entró en el auditorio de su departamento y vio que su clase había
aumentado todavía de concurrencia. Todos los asientos estaban ocupados y del departamento
adyacente se habían traído varias sillas. Comenzó la conferencia de la tarde.
—Los problemas con los que el Nexialismo se enfrenta son problemas completos. El hombre ha
dividido la materia y la vida en compartimientos separados de conocimiento y ser. Y, pese a que
algunas veces use palabras que indican su conciencia de la totalidad de la naturaleza, sigue actuando
como si el universo único y cambiante tuviese muchas partes que funcionan separadamente. La
técnica sobre la que trataremos esta noche...
Hizo una pausa. Había estado recorriendo con la vista su auditorio y su mirada se fijó de pronto
en un rostro conocido del fondo de la sala. Después de un momento de vacilación, Grosvenor
continuó:
—... demostrará en qué forma esta disparidad entre la realidad y la conducta del hombre puede
ser solventada.
Siguió describiendo su técnica y, en el fondo de la sala, Gregory Kent tomó sus primeras notas
sobre la ciencia del Nexialismo.
Y arrastrando sus fragmentos de civilización humana, la nave expedicionaria Space Beagle siguió
avanzando con su siempre creciente velocidad a través de la noche sin fin.
Ni principio.
1
La nave operaba en lo que era llamado Tiempo-Estrella, basado en una hora de cien minutos y un día de
veinticuatro horas. La semana tenía diez días, con un mes de treinta días y un año de trescientos sesenta y
seis. Los días estaban numerados, no llamados, y el calendario fue aceptado desde el momento de su
creación.
FIN
TÍTULOS ORIGINALES
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Black Destroyer. — nv Astounding Jul ‘39
Discord in Scarlet. — nv Astounding Dec ‘39
War of Nerves. — nv Other Worlds May ‘50
M 33 in Andromeda. — ss Astounding Aug ‘43
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