98. Teniendo en cuenta el papel fundamental que cumplen los espacios físicos dentro de la vida de todo individuo, ¿qué lugares fueron fundamentales para el proceso independentista, qué papel cumplen para el fortalecimiento de nuestra identidad y cuáles de estos sitios hacen parte de la memoria colectiva de los colombianos? (Carlos Andrés Osorio Ramírez, Educación Superior, Guarne, Antioquia). LOS PRIMEROS AIRES DE LIBERTAD. EL CONVENTO DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA ORDEN DE LOS CAPUCHINOS EN LA VILLA DEL SOCORRO, ESPACIO VITAL EN LA INDEPENDENCIA DE LA NUEVA GRANADA (1781-1819) Aunque ya todo esté en paz, creo que aún habrán muchos corazones acalorados y con centellas capaces de producir el mismo incendio Antonio Caballero y Góngora, (1781, junio 20). RESUMEN En la Villa del Socorro, a quienes elevaron sus voces de protesta para clamar por la reducción de los gravámenes tributarios, se les dio el nombre de los comuneros, para recordar el suceso acaecido el 16 de marzo de 1781, que involucró en la protesta a campesinos y comerciantes. Veintinueve años después, el convento de San Juan Bautista de la Orden de los Capuchinos —fundado para apaciguar los ánimos— sirvió de refugio al corregidor José Francisco Valdés Posada, a quien por sus excesos el pueblo reclamaba. Por eso en nombre de la justicia, el valor y la fraternidad, el pueblo socorrano emprendió su camino hacia la recomposición social, restituyendo para sí la plenitud de sus derechos mediante un acto político de formación de una junta provincial de gobierno, fechada el 11 de julio de 1810. El conjunto monumental formado por el convento y la iglesia de Santa Bárbara, es un vestigio de la presencia española en América que nos recuerda que alguna vez fuimos parte de la misma patria, pero también, que la fuerza de la unión todo lo puede cuando se trata de luchar en favor de las aspiraciones: el inicio de la toma de conciencia de las personas con respecto a su devenir histórico. INTRODUCCIÓN Cada país tiene su trauma nacional que muchas veces no ha logrado subsanarse, y que incluso desde la génesis de los pueblos ha sido el reflejo de las distintas formas y expresiones de violencia o inconformidad que atraviesan a una sociedad en ese tránsito por construir nación, en el intento por recuperar derechos y facultades perdidas, restablecer el orden o mantenerse en el poder. Pero no se trata de borrar de tajo el pasado, las intrigas y pasiones entre bandos rivales, las luchas internas y los contragolpes, los gritos de libertad que costaron tantas vidas, así como tampoco es conveniente buscar culpables o usurpadores en un encuentro entre dos mundos, que para muchos sólo creó sentimientos de ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación1, y para otros un estado de ensoñación, la posibilidad de imaginar qué hubiera pasado de no haberse producido la ruptura o lamentarse por ella. Establecer quién fue el primero que se rebeló o el primero que puso los muertos no puede considerarse un punto de partida, pues sería lamentable crear una imagen propia a punta de recriminaciones. Se trata más bien de ser conscientes de que el conflicto, la guerra y las rupturas deben inspirar necesariamente alguna reflexión entre los seres culturalmente diversos, particularmente humanos, aunque por momentos se olvide esta condición que nos hace a todos especiales, miembros de la misma fraternidad: la humanidad. Es por ello que estudiar las distintas manifestaciones que pudieron conducir a la independencia nacional debe convertirse en objeto de múltiples miradas y reflexiones, siempre que éstas sean en doble vía2, es decir, sin desconocer las relaciones e intereses que se tejieron entre la metrópoli y las provincias de ultramar hasta el momento de la ruptura, ruptura que puede considerarse como el tránsito hacia la conformación de un Estado republicano que apostó por su autonomía política, primero a partir de juntas que proclamaron para sí el derecho de autogobernarse3 en ausencia de Fernando VII y ante la amenaza latente del imperio de Bonaparte, y posteriormente en el intento por establecer un nuevo tipo de organización social, un Estado soberano, independiente, autosuficiente y geográficamente delimitado. El historiador Armando Martínez Garnica afirma que la transición de un régimen de Estado a otro supone rupturas de las tradiciones de gobierno de las personas, pero también continuidades, porque la cultura de gobernar personas no puede cambiarse radicalmente de un año para otro. Aunque los vasallos se vuelvan legalmente ciudadanos, no por ello los atributos de la ciudadanía se difunden e incorporan de un día para otro. Por tanto, la transición estatal porta las tradiciones del régimen anterior e insiste en las innovaciones 1 Estos sentimientos llegaron a América gracias a la gestión de publicistas y traductores y por las campañas que se adelantaron a través de diarios y hojas volantes, ver: Brading (2004). 2 Horts Pietschmann advierte que el proceso histórico del Estado en Hispanoamérica debe enfocarse desde una perspectiva doble: la metropolitana y la propiamente hispanoamericana. La primera se caracteriza por todo un conjunto de transferencias a América de instituciones y contenidos político-mentales que se arraigan en este continente; la segunda se caracteriza por un escaso grado de institucionalización en principio, pero más que nada por el aporte que suponía la creación de estructuras socioeconómicas, de identidades e idiosincrasias americanas y regionales. Ver: Pietschmann (1994). 3 Cartagena de Indias 22 de mayo de 1810, Santiago de Cali 3 de julio de 1810, Socorro 10 de julio de 1810, Santafé 20 de julio de 1810, entre otras. culturales del decir, hacer y representar un modo de gobernar a las personas (Martínez, 2005). El resultado de la larga crisis colonial y de la creciente toma de conciencia de los habitantes de las ciudades, villas y pueblos abonaron el campo en el que florecería tiempo después la Independencia, pero es preciso recordar que en esa siembra muchas manos plantaron las semillas y unas pocas se encargaron de recogerlas. La transición del régimen monárquico al republicano obligaba a pensar en manos de quién debería recaer la soberanía. De allí la fuerza de los cabildos, encargados de asumir la representatividad del pueblo; pero el camino no fue fácil, pues en cada una de las localidades ya se habían fraguado intereses y aspiraciones autonómicas que dificultaban la marcha hacia la consolidación estatal4. Resultará exagerado hacer alusión al momento en que se dio el encuentro entre los dos mundos, pero incluso en la alborada de esta etapa se pueden percibir ritmos dispares, antagonismos e intereses económicos, territoriales y políticos que impidieron que los dos mundos se fundieran en uno solo de manera permanente, obligándoles a asumir su propia autodeterminación nacional. Las primeras fundaciones españolas en las Indias Occidentales, fueron efímeras las más de las veces, cuando aún no se había logrado la pacificación de los nativos allí establecidos y el desarrollo de una política eficaz, capaz de administrar sin dilaciones los territorios de ultramar y poner orden a las complejas relaciones sociales y a los intereses que empezaban a forjarse. En los primeros barcos, junto a las huestes de conquistadores, arribaron también sacerdotes encargados de la evangelización de los nativos, aspecto que resultó significativo en la consolidación y estabilidad de las ciudades, villas y pueblos americanos. Recuérdese en este punto que el Papa Alejandro VI dio a España en 1493, por medio de las Bulas Inter Caetera, no sólo el dominio de las tierras descubiertas, sino también la obligación de evangelizar y enseñar a sus habitantes la fe católica y la educación en las buenas costumbres (Ariza, 1992, p. 67). A esta primera etapa corresponden las fundaciones de Santa Marta en 1525, Cartagena en 1533, Tolú en 1535, Cali, Popayán y Pasto en 1536, Timaná en 1537, Santa Fe en 1538, Tunja y Vélez en 1539, Anserma en 1539, Cartago en 1540, Mompox en 1540, Antioquia en 1541, Málaga en 1542, Pamplona y Mariquita en 1549. Socorro corresponde a un período posterior, pues inició su formalización político administrativa en el siglo XVII: en 1683 tuvo lugar su erección parroquial; en 1711 obtuvo una licencia para fundar la ciudad, el estatus más alto al que pudiera aspirar un asentamiento, aunque con suficientes inconsistencias legales que echó a menos el proceso, hasta alcanzar en el último tercio del siglo XVIII los permisos legales para establecerse como villa5. Es así como el 30 de diciembre de 1684 más de un centenar de feligreses del Socorro inició un largo camino jurídico que requirió las transformaciones de su parroquia en villa independiente de las jurisdicciones de Vélez y San Gil, un proceso arduo que llegaría a concretarse sólo hasta 1771, cuando formalmente se reconoce el asentamiento blanco 4 5 A este respecto, ver: Reyes (2003). Sobre el particular, ver: Guerrero & Martínez (1997). español, es decir la Villa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que ya para 1777 había logrado concretar su jurisdicción (Guerrero & Martínez, 1997, pp. 32-33). Permanecer juntos y fieles al soberano español fue la consigna de los primeros días, pues durante mucho tiempo en América se reconoció con dignidad la herencia de la Madre Patria, los principios sagrados de la religión y la importancia de las instituciones. Tiempo después la crisis colonial, la incertidumbre y los intereses creados en las provincias y reinos de ultramar derivaron en reclamaciones políticas que se extendieron a las autoridades virreinales, conflictos que no pudieron resolverse más que por la vía de las armas y que abrieron el camino para la consolidación del Estado nacional. Aunque los primeros esfuerzos se fincaron en la negociación, en el desarrollo de unos principios que empezaron a desarrollarse en la constitución española sancionada por José I en Bayona el 6 de julio de 1808 y en la cual participaron diputados americanos —en esta carta se proclamó la igualdad de derechos entre las provincias españolas y americanas, libertad de cultivo e industria, comercio entre sí y con la metrópoli, prohibición de privilegios monopólicos para el comercio de importación y exportación en las provincias americanas, diputación propia encargada de representar a los americanos en las cortes (Chust, 2005, p. 24) entre otros principios que permearon los debates desarrollados en las Cortes de Cádiz—, sólo hacia 1810, precisamente al calor de estas deliberaciones, empezó a emplearse la palabra liberal en su sentido político moderno, cuyos principios permearon los discursos en los cuales aparecían cada vez con más rigor alusiones a la libertad y a la necesidad de luchar contra cualquier intento de despotismo. Estas ideas fueron conocidas muy pronto por el grueso de los americanos, quienes no estarían dispuestos a ceder o a favorecer más que a sus propios intereses locales o regionales para entonces bastante robustecidos. Los independientes y liberales quieren que la Nueva Granada sea una nación, porque ha llegado el tiempo de serlo. Parece que los coloniales y serviles quieren bajo el sistema opresor esperemos la venida del Juez de los vivos y los muertos; los liberales quieren que nuestros caudales no pasen el océano para enriquecer a nuestros enemigos; los serviles quieren que con el sudor de nuestra frente sostengamos la fuerza de nuestros contrarios destinada para oprimirnos […] los liberales quieren vernos exaltados al nivel de las naciones libres, florecientes y poderosas; los serviles quieren para nosotros un pupilaje y servidumbre eterna y que siempre tributemos el oro, la plata y el incienso de nuestra adoración a la bastarda España6. El panorama luego de los debates de Bayona y Cádiz es un hervidero de fuerzas sociales y económicas que empezaban a cuestionarse sobre su destino político en ambos lados del océano. Si de lo que se trata es de crear una imagen de nosotros mismos con la cual puedan identificarse todos los ciudadanos, es preciso guardar en la memoria las palabras de Norbert Elias, las hemos querido poner de presente porque ellas sí pueden servir de punto de partida. 6 Ver: Lozano (1814). También citado en: Martínez Garnica (s.f.). De la mano de Elias podemos entender la importancia de construir dicha imagen: una imagen del pasado nacional con la cual las generaciones presentes puedan identificarse, proporcionándoles un sentimiento de orgullo en su propia identidad nacional, y la cual puede servir como catalizador en un proceso de construcción de nación que normalmente incluye la integración de grupos regionales dispares y estratos sociales diferentes, alrededor de ciertos grupos dominantes centrales (Elias, 1998). Tal vez por eso enfatiza en la necesidad de entender que las sociedades son redes de seres humanos, en lugar de combinaciones incorpóreas y, por tanto, no es apropiado atribuir al proceso independentista un engranaje de acciones, una maquinaria social donde todas las partes engranan armoniosamente, pues se trata nada menos que de la vida de hombres y mujeres diversos que se comportan de manera dispar y de cambiantes relaciones de poder entre los distintos grupos sociales. Ahora bien, ¿qué ocurrió en la Villa de Nuestra Señora del Socorro y concretamente en el convento de los capuchinos que a luz del presente lo convierte en un espacio fundamental en el proceso independentista y por qué hace parte de la memoria colectiva de los colombianos?7 A este respecto es preciso mencionar que la erección del convento estuvo directamente relacionada con los sucesos ocurridos en el Socorro en 1780, momento en el cual España estaba en pie de guerra contra Inglaterra. Esta situación la obligaba a buscar recursos para sostener su armada, por lo cual fue preciso gravar impuestos en las provincias americanas ejecutando la Real Orden del 17 de agosto del mismo año. La determinación causó descontento en algunas regiones de la actual Colombia, por lo cual se produjo una reclamación por parte de algunos sectores de la sociedad, lo que en la Villa del Socorro se conoció como movimiento comunero, un grupo de personas de todos los colores que avanzaba hacia la capital del virreinato de la Nueva Granada para elevar una protesta contra la medida. La rebelión fue contenida en Zipaquirá (ver anexo I) con la ayuda del entonces arzobispo Antonio Caballero y Góngora, quien actuó como mediador entre las autoridades y la multitud8. Fue el mismo Caballero y Góngora el que un año después atendiera la solicitud del Cabildo de la Villa para la erección del convento de los capuchinos, pues para entonces el curato del Socorro contaba con cerca de 16 mil almas que esperaban recibir los sacramentos sin dilaciones. Por esta razón intercedió ante el monarca por la pronta atención de tan noble requerimiento, que serviría para evitar que nuevamente se alterara la tranquilidad de la villa. 7 La pregunta seleccionada fue en este caso la 98 ¿Qué lugares fueron fundamentales para el proceso independentista, qué papel cumplen para el fortalecimiento de nuestra identidad y cuáles de estos sitios hacen parte de la memoria colectiva de los colombianos?, formulada por Carlos Andrés Osorio Ramírez, estudiante de Guarne, Antioquia, perteneciente al apartado ¿Cómo las personas se relacionaban con el territorio y el ambiente durante la Independencia? (2009, p. 15). 8 La muerte violenta de José Antonio Galán, Lorenzo Alcantuz, Manuel Ortiz e Isidoro Molina el 1 de febrero de 1782 en Santafé, pone en evidencia las diferencias que se producían en el interior de los grupos; para estos cuatro hombres Zipaquirá significaba el retroceso de las aspiraciones, para otros como Juan Francisco Berbeo, vocero de los comeros, era una medida diplomática que seguramente impediría el derramamiento de sangre. El 11 de junio de 1781 escribía el arzobispo al oidor José Osorio el resultado de su intervención en la protesta comunera, logrando aquietar la inconformidad de la gente, el restablecimiento de la paz y el retorno a sus domicilios con la aceptación y aprobación de algunas de sus proposiciones, conocidas en los anales de la historia como las capitulaciones de Zipaquirá (Pérez, 1951, p. 87). Nueve días después, el 20 de junio, Caballero y Góngora dejaba por escrito a José de Gálvez, algunas de sus preocupaciones, y mencionaba que, aunque todo estuviera en paz, quizás aún habrían corazones acalorados y con algunas centellas capaces de producir el mismo incendio9. Como podrá verse después, las sospechas del arzobispo parecían más una premonición. El descontento comunero no sólo caló en la cabeza del arzobispo. Algunos religiosos establecidos en la capital manifestaron con indignación, los ultrajes y vejaciones que los comuneros habían tenido con él, pero celebraban que el producto de su intervención hubiera podido apaciguar los ánimos: Los estragos en este país no han sido muchos a Dios gracias, pero muchos los temores a la vista de diez y siete mil tumultuados acampados ya en las llanuras de esta ciudad para acabar con ella y más con todos los españoles contra quienes está el Hipo; ya gracias a Dios se cesaron aquí todas estas tempestades. Por el buen arte del Señor Arzobispo que salió a la frente de aquel numeroso ejército humillándose el ilustre Prelado a aquellos viles capitanes indios y mulatos tan atrevidos que uno le tomó la mula del freno obligándole con mil ultrajes a volverse y con el orden del general que no reparasen en el Arzobispo para asaltar la ciudad y si resistía que le mandasen a Cartagena y tocasen luego a vacante, pero animoso con estos insultos encontró arte para hablar con el General y le pudo reducir a Capitulaciones, con lo que pudo respirar esta ciudad entre tanto ha venido socorro de Cartagena en un regimiento de soldados, y dándoles palabra a los tumultuados el Señor Arzobispo de que iría con ellos a visitar sus pueblos10. No cabe duda de que la erección de un convento en el Socorro garantizaría el control de posibles brotes insurreccionales en la villa, pues se trataba de un recinto sagrado y de recogimiento del que además se beneficiarían los habitantes de las tierras vecinas. Sin embargo, fueron los mismos socorranos quienes reclamaron desde el cabildo por el establecimiento de este espacio neutral, y los mismos que veintinueve años después se congregarían a sus puertas para reclamar una vez más por el restablecimiento de sus derechos y libertades. 9 Archivo General de la Nación [AGN] (Fondo Miscelánea, tomo XXV, folios 752-759). “Carta del Arzobispo Antonio Caballero y Góngora a José de Gálvez, del 20 de junio de 1781. De los alborotos de aquel Reyno, capitulación forzada en que intervino en Zipaquirá y visita que iba a emprender para misionar y reducir a los levantados”. 10 Archivo Provincial de Capuchinos de Valencia (943-10) “Carta del Superior del Hospicio de Capuchinos en Santafé, padre José de Salsadella al Provincial de Valencia, noviembre de 1781”. Citado en Reynal (1960, p. 12). PRIMERA ETAPA. UN CONVENTO CAPUCHINO PARA LA VILLA DEL SOCORRO. GESTIÓN PARA LA FUNDACIÓN DEL CONVENTO DE SAN JUAN BAUTISTA EN LA VILLA DEL SOCORRO (1781-1785) El 24 de octubre de 1776 llegaba a Santa Fe el padre Miguel de Pamplona, visitador de las misiones capuchinas en América, en compañía del padre Domingo de Bocairente. Una de las intenciones del padre Pamplona era solicitar permiso para establecer allí una residencia de capuchinos. Para 1552 se había establecido en la ciudad de Vélez el convento de San Luis de Anjou con el propósito de edificar capillas doctrineras en los asientos de los caciques de Lenguaruco, Zapamanga, Cunucubá, Pare, Saquecite, Chipatá, Guepsa, Chancón y Oiba (Guerrero & Martínez, 1997, p. 27). Los frailes capuchinos son hijos de San Francisco y su nombre más bien se debe al manto que los cubre, que se destaca por un capucho triangular. Los que ingresaron en la Nueva Granada procedían de Valencia. El 27 de diciembre de 1777 José de Gálvez, en nombre del Rey, expidió una orden para que se diese posesión a los capuchinos del hospicio de San Felipe Neri, de propiedad del cabildo, ubicado a espaldas de la catedral santafereña. Los capuchinos ocuparon formalmente el lugar el 14 de mayo del año siguiente, aunque de manera temporal. Los primeros moradores de la residencia fueron los padres Félix de Guayanes y Domingo de Bocairente. El 24 de octubre de 1778 llegaron a la capital del virreinato diecisiete religiosos, entre los que se encontraban los padres Joaquín de Finestrat, Miguel de Villajoyosa y Antonio de Muro (Reynal, 1960, p. 13). Don Pedro de Ugarte, miembro del Cabildo capitalino, viendo la necesidad de los frailes, donó un solar con casa de tapia y teja en el barrio de San Victorino, cediéndoles el terreno a perpetuidad para edificar allí el convento. El 14 de marzo de 1782 fue expedida la Real Cédula que autorizaba su construcción, como respuesta a la formalidad extendida al monarca el 15 de febrero del año anterior por el padre Félix de Guayanes. En junio de 1781 el arzobispo Antonio Caballero y Góngora, en compañía de los padres Joaquín de Finestrat, Miguel de Villajoyosa y Félix de Gayanes, se dispuso a viajar por las distintas poblaciones del Nuevo Reino de Granada, con el propósito de cumplir con la misión de evangelizar y velar por el cumplimiento de la promesa de fidelidad al monarca y a las autoridades virreinales (Reynal, 1960, pp. 15, 20 y 21). El dos de octubre de 1781, el procurador síndico del Socorro y algunos de sus vecinos principales, aprovechando la presencia en la villa de Caballero y Góngora y de los tres religiosos capuchinos que le acompañaban, enviaron al cabildo una petición formal para establecer allí un convento de capuchinos11. Los argumentos expresados en el documento, además del deseo de todos los habitantes de la villa para la fundación de un convento de religiosos capuchinos, recaían especialmente en el bienestar general de todas las personas; el aumento poblacional dificultaba el oportuno cumplimiento de las obligaciones religiosas por el reducido número de sacerdotes en capacidad de atender estos ministerios, la propagación de la semilla del evangelio, el consuelo de las almas y la celebración de los 11 AGN (Fondo Eclesiásticos, tomo XII, folios. 513-577). sacramentos, situación que había derivado en el incumplimiento de los preceptos cristianos, ya fuera por causa del libertinaje o por ignorar los principales dogmas de la fe católica. […] y no sabiendo tan soberanos misterios, menos pueden conocer la suprema potestad de la Santa Silla, la de V. S. como lugarteniente, la de sus propios curas como dependientes de aquella, la soberanía que por la misericordia de Dios reconocemos en el Rey nuestro señor, el vasallaje que todos le debemos, y últimamente la subordinación a la justicia, y que por lo general carezcan las gentes aun del uso de la razón, cuanto más de estar civilizados en un santo temor de Dios12. El cabildo pidió al arzobispo informar al superior gobierno y al rey de España sobre la solicitud, de tanto beneficio para la población y continuación de la doctrina y el evangelio, añadiendo que la villa estaba en condiciones de mantener con sus diezmos hasta dieciséis religiosos claustrales. Al momento de la solicitud, los cabildantes socorranos siguieron manteniendo intacto el respecto por los religiosos y los valores cristianos que éstos profesan, al igual que los lazos de obediencia hacia su rey, representante de Dios en la tierra: “[…] restablecer un reino en que por la piedad divina debe dominar eternamente el Rey católico de España nuestro señor, y consolar sus ovejas en conformidad que sólo este sagrado báculo puede haber sido el iris que aquiete las sediciones y tumultos con que de un golpe se estremeció todo nuestro firmamento”13. Caballero y Góngora concurrió con sus informes al rey y al virrey Flórez, quien para 1782 renunció a su cargo, sucediéndole el gobernador de Cartagena, don Juan de Correzal Díaz y Piemienta, quien se instaló en Santa Fe el 7 de julio de 1782. Pero Pimienta no pudo resolver la petición, pues murió cuatro días después de ocupar su cargo, así que la solicitud de los vecinos de Socorro tuvo que esperar por algún tiempo, para venir a resolverla el mismo Caballero y Góngora, quien le sucediera en la silla virreinal. En 1785 la petición del cabildo socorrano fue resuelta por el rey de manera favorable, para lo cual el Consejo de Indias envió una solicitud al padre provincial de los capuchinos en Valencia, Francisco de Albalat, para saber si entre los miembros de su comunidad podía hallar veinte religiosos con destino al convento de la Villa del Socorro. Fue así como en julio de 1786 veinte religiosos partieron de Valencia con rumbo al puerto de Cádiz, y de allí con destino al Nuevo Reino de Granada. Sólo dieciocho llegaron a Cartagena, pues en la travesía dos no lograron ni siquiera llegar a Cádiz y por enfermedad debieron desembarcar en Alicante. Se trataba de los padres José de Gibiel y Antonio de Bañeras. A mediados de 1787 llegaron al puerto de Cartagena los padres Agustín de Alcoy, Antonio de Ayelo, Agustín de Castell, Mateo de Valencia, Joaquín de Rosell, Andrés de Chinchilla, Rafael de 12 Petición del Cabildo de la Villa del Socorro al Ilustre Don Antonio Caballero y Góngora del 3 de octubre de 1781, firmado por el Procurador Síndico General Juan Francisco Berbeo, Dr. Joseph Ignacio Angulo y Olarte, Luis Fernando Céspedes, Don José Miguel de Tovar Justiniano, Antonio José Uribe Salazar, Juan Manuel Berbeo, Gregorio Martín Roldán, Francisco Joseph Delgadillo. Sala Capitular de la Villa del Socorro, 3 de octubre de 1781 (Reynal, 1960, p. 27). 13 Sala Capitular de la Villa del Socorro, 3 de octubre de 1781. (Reynal, 1960, p. 28). Adzaneta, Andrés de Jijona, Buenaventura de San Felipe, Bernardino de Callosa, Isidro de San Felipe, Pedro de Villajoyosa, Fidel de San Mateo, Francisco de Onil y los hermanos Fray José de Benifató, Fray Bernardo de Jérica, Fray Antonio de Manzanara y Fray Manuel de San Felipe. Como comisario provincial, superior de la expedición y nuevo guardián del convento del Socorro fue nombrado el padre Agustín de Alcoy14. A su llegada el padre Agustín de Alcoy solicitó a la curia que le concediera las facultades necesarias para la toma de posesión de la nueva fundación, para emplear una capilla donde resguardar el Santísimo y celebrar los oficios religiosos en tanto se fabricaba el convento15. Al día siguiente, la curia respondía la solicitud del padre Alcoy, concediéndole facultad y licencia para la obra. El 16 de septiembre de 1787 la comunidad de capuchinos tomó posesión formal del terreno en el cual se erigiría el convento, un solar situado en lo alto de una loma en las afueras de la villa (ver anexo II). Los primeros fondos para la erección del convento se tomaron de los sobrantes del subsanamiento de los perjuicios al rey y particulares, unos seis mil depositados en las cajas reales, al igual que algunos donativos realizados por los vecinos más pudientes. Sin embargo, la magnitud de la obra hizo de aquel dinero una cifra insignificante. Así, en 1789 el padre Guardián solicitó al Cabildo un nuevo auxilio para continuar la fábrica del edificio. El 11 de marzo del mismo año, se le informa al padre fray Agustín Alcoy que se procederá a pedir limosna entre los habitantes de la villa y los pueblos circunvecinos, pues para entonces el cabildo no poseía los fondos necesarios, pero la colecta entre los vecinos no obtuvo resultados positivos, obligando al cabildo a solicitar el auxilio al mismo virrey Caballero y Góngora. 14 Sala Capitular de la Villa del Socorro, 3 de octubre de 1781. (Reynal, 1960, pp. 32-33.) Carta del padre Agustín de Alcoy, Comisario y Guardián del Convento de la Villa del Socorro, al Obispo auxiliar de la diócesis José Carrión Marfil, Santafé, Junio 14 de 1787. (Reynal, 1960, pp. 33-35) 15 SEGUNDA ETAPA. OCUPACIÓN DEL NUEVO CONVENTO 1790 A pesar de las vicisitudes que en algunas oportunidades tuvo que experimentar el cabildo y los mismos religiosos por la escasez de dinero, la obra del convento de los capuchinos en el Socorro no se vio truncada. Por el contrario, se desarrolló en menos de diez años. Recordemos que la gestión por su establecimiento inicia en 1781 y ya para 1790 se tiene noticia de la ocupación del inmueble por parte de la comunidad de capuchinos. El 31 de enero de 1790 (ver anexo III) se celebró con regocijo la posesión del convento a manos de los capuchinos, para el beneficio de los socorranos y el de los habitantes de las poblaciones circunvecinas. El segundo guardián del convento fue el padre Valentín de Castilla, procedente del convento de la ciudad de Orihuela en Valencia, llegado a Santa Fe el 22 de abril de 1778 y posteriormente enviado al convento del Socorro. En seis años de ocupación del convento, los capuchinos habían predicado dos misiones generales en el Socorro y una en los pueblos de San Gil, Simacota, Chima, Oiba, Culatas, Páramo, Valle, Vélez, Suaita, Guadalupe y San José de Pore. En 1793 la comunidad estaba conformada por los frailes Valentín de Castilla, guardián del convento, fray Joaquín de Rosell, Vicario y por los predicadores fray Agustín de Alcoy, fray Agustín de Castells, fray Mateo de Valencia, fray Andrés de Chinchilla, fray Rafael de Adzaneta, fray Buenaventura de San Felipe, Bernardino de Callosa, Isidro de San Felipe, Pedro de Villajoyosa y Fidel de San Mateo (Reynal, 1960, p. 51). Los religiosos debían asistir al coro, celebrar la misa, predicar, confesar, estudiar, asistir a conferencias morales, consolar, oír penitencia a los enfermos, además de atender las necesidades de las parroquias de San Gil, Zapatota, San José de Robada, Simacota, Chima, Guadalupe, Oyba, Culatas, Charalá, Riachuelo, Sinceladas, Mogotes, Valle, Páramo, Pinchote y Barichara, pero en muchas ocasiones tuvieron que desplazarse a cumplir las solicitudes de otras parroquias que estaban en territorios más apartados de la villa (ver cuadro 1). CUADRO 1: Labores desempeñadas por los Capuchinos establecidos en el Convento de San Juan Bautista de la Villa del Socorro Sacerdote o lego Padre Pedro Villajoyosa Lugar Pueblo de Guaca Padre Fidel de San Mateo Parroquia de Mogotes Misión Administra este curato por petición de su cura de mayo a octubre de 1791. En Enero 7 de 1793 se encontraba en esta parroquia con licencia del padre Valentín de Castilla, para reemplazar al cura interino que había sufrido un Padre Mateo Valencia Padre Agustín de Castells Padre Agustín de Alcoy Padres Fray Rafael de Adzaneta y Fray Bernardino de Callosa Lego Fray Albarracín Ángel de Padres Rafael de Azdaneta, Isidoro de San Felipe, Pedro de Villajoyosa. accidente. Parroquia del Pie de la En abril de 1792 se Cuesta encontraba en esta parroquia con licencia del padre Valentín de Castilla, para acompañar al cura José Ignacio Zavala, enfermo y casi sordo. Ciudad de San Juan Girón En enero 30 de 1793 se encontraba en esta ciudad con licencia del padre Valentín de Castilla, para acompañar en la administración de los sacramentos, púlpito y confesionario a Felipe Salgar, cura de aquella parroquia. Parroquia de Charalá Predicando y confesando en aquella parroquia desde el 7 de febrero de 1793, con licencia del padre Valentín de Castilla por petición del cura Lorenzo Vargas. Parroquia de Barichara Se encontraban allí con licencia del padre Valentín de Castilla, por petición del cura de aquella parroquia, José Martín Pradilla, para ayudarle en el cumplimiento de las labores de la iglesia. Pueblo de Guaca Se encontraba en aquel pueblo para ayudar en la convalecencia al padre Pedro, de las enfermedades que contrajo en la expedición de los indios yariguies y a Fray Ángel, enfermo de una lepra desde su llegada de España. Misión apertura del camino Contribuyeron en esta del Opón misión desde el 23 de junio de 1794 por su propio ofrecimiento. Fuente: Elaborado por los autores a partir de la obra de Antonio de Alcocer (Reynal, 1960). Para 1793 el número de habitantes de la villa y de las parroquias vecinas se había desbordado, provocando una situación adversa para los sacerdotes, pues no daban abasto en la administración de los sacramentos. En aquel año, el padre Valentín de Castilla se quejaba de la falta de sacerdotes, manifestando que se necesitan por lo menos seis religiosos legos para ayudar en las labores propias del convento e iglesia, tales como atender la portería, cocina, huerta, expensa y refectorio, sacristía y enfermería. Esta situación requería un número mayor de frailes para la realización de las actividades diarias de la vida conventual y para asistir a las parroquias que lo necesitaran. El sustento del convento a través de la limosna fue otro asunto que causó preocupación entre los capuchinos, pues los jueves, únicos días en que la comunidad de la villa hacía limosna, se recogían para el sustento de la comunidad algunos alimentos como pan, yuca, plátanos y huevos y unos ochenta y cinco pesos, por estar la villa en situación precaria. La cantidad de fieles y la escasez de ministros eclesiásticos obligaron a los padres a extender peticiones al mismo rey de España y a las autoridades virreinales. Aunque los vecinos y el cabildo de la villa del Socorro se comprometieron a ayudar en el sostenimiento de la comunidad y en la construcción del convento. La situación económica de aquel entonces hizo que esta ayuda fuera insuficiente y prácticamente recayó en manos de los capuchinos su sostenimiento. Así lo denuncia el padre Valentín de Castilla en 1793, afirmando que las cuadrillas de vecinos que había destinado el Cabildo para ayudar en la obra de construcción, sustituyendo de este modo la contribución de diezmos, dejó de ser constante en 1791, no asistiendo ni con trabajo personal ni con dinero. Hasta el momento se había logrado recoger treinta y ocho pesos como donación de la feligresía, dos mil pesos de un auxilio real, setecientos cincuenta pesos del producto de la salida de los padres en 1792, destinándose estas sumas para la obra del convento que ya contaba con la cornisa. Sin, embargo para culminar la fábrica del convento se necesitaba la suma de tres mil pesos16. Otros auxilios mencionan una contribución del vecindario por la suma de trescientos pesos, doscientos otorgados por Caballero y Góngora, trabajos realizados por cuadrillas de voluntarios vecinos de la villa que podrían ascender a los doscientos pesos, entre otros que alcanzaron los 1477 pesos, cantidad poco significativa según dijeran los mismos frailes, pues hasta el momento se había invertido en la obra 49 mil pesos. El 5 de noviembre de 1794 el padre Valentín de Castilla recibió desde Valencia una carta en la que le anunciaban que el Consejo de Indias ya había aprobado la patente de guardián del convento a favor del padre Agustín de Alcoy, primer superior de los capuchinos, para lo cual le correspondió a éste presidir y solemnizar los festejos de bendición y dedicación del nuevo templo para los religiosos, el 24 de julio de 1795. Dos años después, el 26 de septiembre de 1796, el padre Agustín de Alcoy escribió al rey informándole de la precaria salud de algunos religiosos y 16 Carta enviada por el Guardián del Convento de Menores Capuchinos, padre Fray Valentín de Castilla, al Virrey el 7 de abril de 1793. (Reynal, 1960, pp. 50-61) de la necesidad de enviar seis religiosos, cinco predicadores y un lego para cumplir con la labor encomendada a la orden17. Ésta fue una de las quejas frecuentes de los capuchinos ante las autoridades virreinales y sus superiores valencianos, pero también llegó a ser frecuente la mención del temperamento rebelde de los socorranos y la presencia de la masonería en la villa. En 1800 el Consejo de Indias, viendo la necesidad de enviar más religiosos capuchinos a la Nueva Granada, accedió a la petición de la comunidad, designando a catorce sacerdotes y seis hermanos para el hospicio de Santa Fe, y cinco sacerdotes y un hermano para el convento del Socorro18. Pero la situación que por entonces se vivía en España dificultó el pronto envió de los religiosos. Un año después, el provincial de Valencia, padre Antonio de Museros, expidió en un comunicado la necesidad de religiosos voluntarios, ofreciéndose para tal fin los padres Diego de Callosa, Fernando de Mataró, Pablo de Albaida, Nicolás de San Felipe, Joaquín de Ollería, Joaquín de Rosell y Diego de Confrides, más los hermanos fray Martín de Valencia, Félix de San Felipe, Francisco de Caudiel y José de Murcia, todos ellos con destino a Santa Fe, en tanto que los padres Serafín de Caudete, Buenaventura de Jijona y Joaquín de Villalonga, más el hermano fray Francisco de Muro, fueron asignados a la Villa del Socorro. Sin embargo, los padres Diego de Collosa, Joaquín de Rosell y Buenaventura de Jijona no llegaron a su destino (Reynal, 1960, p. 81). 17 AGN (Fondo Eclesiásticos, tomo XII, folio 576). “Carta del Guardián del Convento, padre Agustín de Alcoy, al Rey de España. Socorro, septiembre 24 de 1796”. 18 Real Cédula, Aranjuez, 5 de marzo de 1800. ETAPA CONSTRUCTIVA DEL INMUEBLE Y SU IMPORTANCIA SOCIAL Alberto Corradine Angulo en La arquitectura colonial argumenta que la erección de obras elaboradas con materiales perdurables, para sustituir las existentes en paja y bahareque se postergó a veces hasta los inicios del siglo XVII (1978, pp. 421-422). Corradine afirma que, si bien un gran número de conventos fueron establecidos durante la segunda mitad del siglo XVI, su fundación no pasó del plano canónico, pues casi todas las comunidades tomaron casas en arriendo para su funcionamiento o emplearon construcciones transitorias a la espera de mejores oportunidades para levantar edificios de algún significado (p. 430). Sin embargo, el proceso constructivo del convento de San Juan Bautista e iglesia de Santa Bárbara en la Villa del Socorro a cargo de la Orden de Hermanos Capuchinos, corresponde a un período posterior, en el que ya se empleaban materiales duraderos, en este caso la piedra. Así mismo, en comparación con otras obras de carácter religioso que tardaron casi dos siglos hasta su culminación total, ésta se desarrolló en muy corto tiempo. En 1781 se realizó la solicitud por parte de los vecinos y el cabildo de la villa para su erección, y seis años después, el 17 de septiembre de 1787, sus habitantes celebran la colocación de la primera piedra. El 23 de julio de 1793 se traslada el Santísimo Sacramento a la iglesia de Santa Bárbara, durante las fiestas de celebración de la culminación del nuevo templo. Seis años trascurrieron desde el inicio de la obra hasta su ocupación definitiva. Adentrarse en el estudio del convento posibilita entenderlo como una entidad social que se encargó de recordar por un momento la obediencia al soberano, un aspecto que incidió en el devenir de la villa y en las relaciones, influencias y tensiones que se fueron creando también en torno a él por tratarse de un bastión español. Antonio García Rubial estudia el convento y su función social, caracterizándolo como el núcleo básico en la organización de las órdenes mendicantes, en cuyo seno se forjaron y plasmaron todos los factores, elementos y características de la congregación novohispana. Estos núcleos estaban formados por un grupo de personas que vivían bajo un mismo techo y cuyas relaciones entre sí y con el resto de la congregación estaban reglamentadas por un régimen jurídico propio. El convento era la reunión de un número de religiosos sometidos a una regla y a unas constituciones y, por tanto, el edificio donde habitaban tomó el mismo nombre (García, 1989, p. 109). Para García Rubial, la relación directa con la sociedad, motivó la formación de dos tipos de unidades conventuales: rurales y urbanas, las primeras asociadas a las casas de los pueblos de indios, las segundas a las villas y ciudades de españoles (pp. 109-110). Los conventos contribuyeron también a la consolidación de los núcleos urbanos, pues como bien lo refiere Ramón Gutiérrez en su estudio de la arquitectura y el urbanismo iberoamericano, en las ciudades y villas americanas los barrios y parroquias se consolidaron alrededor de los conventos y de las iglesias parroquiales. Los conventos aportaron a los barrios, además de los servicios religiosos, el espacio público de sus atrios y plazoletas, que actuaron como núcleos urbanos análogos a la plaza mayor en el centro y por lo general otros servicios para el vecindario (Gutiérrez, 1983, p. 90). EL OCASO DEL CONVENTO Desde la llegada de los capuchinos al Nuevo Reino de Granada, sirvieron de guardianes los padres Agustín de Alcoy, en dos ocasiones (1786 y 1799), el padre Valentín de Castilla y el padre Antonio de Ayelo, quien falleció en 1809. Le sucedió el padre Andrés de Chinquilla, quien escribe al provincial de Valencia en 1809 una carta informándole de la situación que vivía la comunidad de religiosos, conformada entonces por tan sólo siete sacerdotes, algunos enfermos y sin guardián. Hacía nueve años, según esta correspondencia, que en el Socorro no se tenían noticias de la provincia, lo que dificultaba la toma de decisiones y el cumplimiento y desarrollo de las actividades religiosas19. Los sucesos acaecidos en el mes de julio de 1810 en el Socorro deben entenderse como un asunto político que está necesariamente ligado a factores económicos y sociales; atendiendo a lo anterior, los acontecimientos ocurridos en la Villa del Socorro pueden considerarse preliminares a los sucesos del veinte de julio en Santa Fe, capital del virreinato, pero no como se ha creído hasta ahora, que se trata del primer grito de libertad proferido en América Latina. Socorro es un acto político de autoproclamación de una junta provincial de gobierno, una decisión que también fue tomada en otros lugares del virreinato, y que derivaron posteriormente en un intento por construir una república independiente, cuando España se encontraba haciendo lo propio. Entre 1592 y 1593 ocurría en Quito la famosa revolución de las alcabalas, suceso similar al socorrano, en el que sus líderes cuestionaban la autoridad real, proclamando tempranamente su voluntad de independencia; Perú vive lo propio con el levantamiento de Tupac Amaru en 1780, protesta que congregó a 200 mil hombres contra el yugo virreinal (Núñez, 1989, pp. 22-32). La difícil situación que se vivía tanto en España como en la Nueva Granada desde 1808, produjo rupturas entre la metrópoli y las provincias e incluso en el interior de las mismas, y motivó la urgente necesidad de tomar decisiones en ambos lados del hemisferio. Aunque fuera el pueblo amotinado el que provocara las reclamaciones políticas, fue un sector de la sociedad el encargado de preparar el nuevo régimen político: el Estado republicano. Tanto en América como en España se hizo necesario establecer en manos de quién residía el poder en ausencia del monarca. Así, se apeló a la figura del pueblo, pues acéfala la monarquía, la soberanía recaía en sus manos. Catalina Reyes afirma que el pueblo no se entendía en el sentido moderno de ciudadanos libres, sino en el de comunidades locales organizadas y representadas en sus cabildos. Es por ello que en esta coyuntura los verdaderos protagonistas políticos serían los cabildos, en quienes recayó la soberanía (Reyes, 2003, p. 154). En 1809 las autoridades virreinales nombraron por corregidor a José Francisco Valdés Posada con plenos poderes sobre su persona. Una de las actuaciones del asturiano fue la de reforzar la guarnición existente en el Socorro y poner estrecha vigilancia a los individuos 19 Carta del padre Andrés de Chinchilla al Provincial de Valencia, septiembre de 1809. A.P.C.V. 949-19 (Reynal, 1960, p. 82) sospechosos de cualquier acto de rebeldía contra la Corona. El cabildo, ya con suficiente poder, veía las medidas del corregidor como un acto despótico y una amenaza latente para la seguridad de la villa. En un memorial enviado al virrey Antonio Amar y Borbón por el cabildo del Socorro, el seis de julio de 1810, se manifiesta la conmoción que provocaban en la villa las actuaciones del corregidor, a quien se había solicitado verbalmente el respeto de la vida y el deseo seguir manteniendo la tranquilidad pública. Pero sus respuestas, antes de dejar satisfechos a los socorranos, al parecer generaron más desconcierto (Memorial 1810/1989). El 9 de julio de 1810 a las siete de la noche se presentó un suceso desafortunado que fue el inicio de la proclamación de una junta de autogobierno a manos del cabildo socorrano. En esta fecha se vieron involucrados el corregidor don José Valdés Posada, los comandantes del Ejército Real teniente don Antonio Fominaya y subteniente don Mariano Monroy, las autoridades del cabildo y los vecinos de la villa y de otras poblaciones vecinas. El suceso dejó un saldo de ocho personas muertas y posteriormente la falta de credibilidad en la comunidad de los capuchinos, tildada desde entonces de encubridora: Tres paisanos que pasaban por la calle de los cuarteles como a las siete de la noche fueron requeridos desde el balcón donde estaban los soldados con fusiles, diciendo don Mariano Monroy: atrás, y que si no, mandaría a hacer fuego, A estas voces ocurrió el pueblo, sobre el cual empezaron a llover balas de los balcones de los dos cuarteles que estaban uno frente de otro. Los jueces para evitar un ataque tan desigual en que se había empeñado el pueblo por la estratagema de Monroy, corrieron a retirar a la gente, lo que no pudieron conseguir tan pronto y tuvieron el dolor de ver que se hubiese quitado la vida de ocho hombres que no tenían más armas que las piedras que tomaban de la calle y que esto hubiese sido por más de sesenta soldados veteranos y algunos reclutas y paisanos que se hallaban en los cuarteles y lugar ventajoso y con armas superiores. Todo el resto de la noche pasamos en vela aguantando en la plaza a que el Corregidor nos acometiese con su gente; y al amanecer del día diez salió precipitadamente con la tropa y se retiró al Convento de Padres Capuchinos, donde se les abrieron las puertas fijando en la torre banderas de guerra, a que correspondieron los Alcaldes con igual ceremonia y entonces les pusimos sitio formal quitándoles el agua y demás. En el alto sano de la iglesia y desde una ventana mataron a un paisano que tuvo el arrojo de llegar allá con una piedra en la mano. Desde la torre mataron a otro que se hallaba a dos cuadras de distancia; y sin embargo de que era mucho el fuego que se hacía, como ya obrábamos con algún orden, las desgracias no fueron según los deseos del Corregidor. El pueblo bramaba de cólera viendo salir las balas y la muerte, de una cosa que no hacía muchos años que había edificado con el sudor de su frente para que ofreciese asilo a unos Caribes sino para que se diese culto a la divinidad por unos ministros que aunque venidos de Valencia, de una provincia situada a más de dos mil leguas de aquí, jamás les ha faltado comodidad y satisfacción entre nosotros. Una acción de tan negra ingratitud convirtió de repente los sentimientos de veneración que tenía el pueblo por el convento y clamaba a veces pidiendo no quedase piedra sobre piedra, y que se pasase a cuchillo a cuantos se hallasen dentro. Ya se preparaban escaleras para tomarlo por asalto sin temor de las balas y sin dar oídos a los jueces que veían que para rendir a los sitiados no era menester derramar más sangre. El furor de la multitud se aumentaba por instantes y los jueces deseosos de evitar el espectáculo tan atroz intimaron a los comandantes que se rindiesen prontamente, pues de lo contrario perecerían todos en manos de más de ocho mil hombres que los sitiaban. Entonces ofreciéndoles las seguridades de sus personas entregaron las armas y fueron conducidos a la plaza en medio de las personas más queridas del pueblo que gritaban: Viva la religión, viva Fernando VII, viva la justa causa de la Nación. El Corregidor don Josef Valdés, el Teniente don Antonio de Fominaya, el Alférez don Mariano Ruiz Monroy, quedaron presos en la administración principal de aguardientes, donde se les trató por dos días del modo más humano y decente que se pudo; pero habiendo traslucido al pueblo que no se pensaba castigar a estos sujetos autores de tantos males, y que protestaba ya abiertamente que asaltaría la administración y tomarían por sus manos la venganza, los jueces a pesar de los sentimientos de su corazón creyeron que debía trasladar al Corregimiento una de las piezas del Cabildo para aquietar a la multitud. No bastó esta diligencia, sino que exigieron algunos que se le remachase un par de grillos. El mismo Corregidor conoció la necesidad de este procedimiento, que bastó para preservarlo de un insulto popular. Nosotros nos hallábamos en el caso de contemporizar con un pueblo generoso y valiente que en veinti cuatro horas acudió en número de más de ocho mil a derramar su sangre por salvar nuestras cabezas que por un plan bien combinado entre el Corregidor y los más europeos que hay en la provincia y aún algunos de la capital estaban destinados a la horca, al cuchillo y al garrote (Reynal, 1960, pp. 85-87). El 11 de julio de 1810 los socorranos se dieron a la tarea de producir el acta de formación de la junta de gobierno de la villa, cuya redacción recayó en la cabeza de los miembros del cabildo y en la del cura de Simacota, doctor José Ignacio Plata, del doctor Pedro Ignacio Fernández, Miguel Tadeo Gómez, administrador de aguardientes, Ignacio Carrisoza, Javier Bonafont y Acisclo Martín Moreno. El cabildo determinó la importancia de hacer llegar una copia del acta a los cabildos de Vélez y San Gil, extendiendo la invitación a participar en las deliberaciones, enviando para ello dos representantes20. Dos diputados del cabildo socorrano y dos del cabildo de la villa de San Gil se unieron a esta iniciativa e integraron la junta provincial que produjo el 15 de agosto de 1810 el acta constitucional que recogería en catorce artículos, las bases fundamentales para la conducción del nuevo gobierno21. 20 21 (“Acta de formación de la Junta de la Villa del Socorro 11 de julio de 1810”, 1810, pp. 301-302) (Acta Constitucional de la Junta provincial del Socorro del 15 de agosto de 1810”, 1810, pp. 304-310) Es necesario contemplar también la posición que asumieron los frailes ante las acciones de los socorranos y las impresiones de aquellos días experimentados por un capuchino. Con sólo leer el título del documento al que nos referiremos a continuación, ya se puede tener una idea de su contenido. Se trata del Compendio de la persecución y padecimiento de la comunidad de religiosos del Socorro en la revolución del año 1810, escrita por el padre Andrés de Chinchilla el 6 de enero de 1818. Pues bien, este fraile capuchino contradice buena parte de los argumentos de los cabildantes. Menciona por ejemplo que se trataba de una guarnición pequeña, es decir, conformada por escasos individuos y que la gente congregada en las puertas del convento, además de causar estragos, averiando los techos a pedradas, no pudieron estar armadas tan sólo con piedras y palos. Por el contrario cuenta que éstos estaban armados de escopetas y dispararon tiros contra el convento e iglesia, penetrando al inmueble algunas de las balas por la ventana del coro para incrustarse en la pared y en la bóveda, y que a estos ataques la guarnición que se resguardaba en el convento, sólo respondió más que con uno o dos tiros. La multitud que había sido congregada, según relata el padre, en las parroquias vecinas para acrecentar su poderío, gritaba: ¡Mueran los frailes! En la jornada del 10 los frailes no la pasaron nada bien, pues tomado el convento, fueron trasladados a la casa de José Antonio Ardila, lugar de reunión de las autoridades del cabildo. En el camino fueron víctimas de insultos y ultrajes, apuntalados con lanzas y agarrados de las barbas. El padre Chinchilla no menciona la suerte de los religiosos en el lapso de cinco días, tan sólo que el 15 de julio fueron apresados en la casa de un particular, del cual tampoco deja testimonio, agregando mayor incertidumbre a su relato, pues a partir de él no es posible establecer qué pasó con los capuchinos por espacio de veinte días. En esos momentos las actividades conventuales quedaron suspendidas del 12 de agosto al 30 de octubre. El 9 de enero de 1811 la comunidad permanecía recluida en el convento por espacio de cinco meses y se había fraguado una sentencia de muerte en cabeza de Andrés Rosillo que se ejecutaría el 6 de marzo, pero no pasó tal cosa, supone el padre, temiendo los cabecillas que se gestara un nuevo tumulto. El 14 de junio del mismo año fueron restituidos en sus funciones los religiosos capuchinos. Sacrílegos, tiranos, excomulgados, poseedores de armas y pertrechos militares fueron algunas de las acusaciones que recayeron sobre los frailes. La situación para 1815 era crítica para la comunidad de franciscanos. Algunos de sus frailes fueron enviados a Tunja, otros privados de la libertad, quedando para fines del año en el convento el mismo Chinchilla y Bernardino de Collosa. A mediados de mayo de 1816 entró en el Socorro Pablo Morillo, situación que dio un respiro a los frailes, quienes ocuparon una vez más el convento el 3 de julio, encontrando el inmueble desmantelado y en ruinas. El padre Andrés Chinchilla el 19 de febrero de 1817 solicitó a las autoridades virreinales su intercesión con el virrey para el envío de más religiosos, insistiendo en la urgente necesidad del refuerzo hasta completar diecinueve frailes por la amenaza latente de los herejes y de la masonería22. 22 AGN (Fondo Eclesiásticos, tomo III, folio 311-318). La victoria de Boyacá el 6 de agosto de 1819 provocó que los leales a la monarquía huyeran por distintas vías. Por tanto, los gritos de libertad lanzados en el Socorro, significaron el destierro de los capuchinos valencianos que llegaron a la villa en 1781. CONCLUSIONES Los sucesos acaecidos en la Villa del Socorro pusieron en tela de juicio el comportamiento de las autoridades virreinales y evidenciaron la crisis que por entonces vivía la monarquía, floreciendo de este modo una conciencia política entre los miembros de su cabildo, que buscaron por cualquier medio un instrumento político con el cual sustentar su autodeterminación nacional. Los capuchinos llegados a los actuales territorios del departamento de Santander fueron testigos de este cambio en la mentalidad de las personas y, por supuesto, su condición de españoles peninsulares los llevó de regreso a su patria mientras que aquí se intentaba establecer una nueva. Por lo expuesto en líneas anteriores, se entiende que el convento nace y muere producto de las aspiraciones libertarias de los socorranos, acontecimientos que hacen de este inmueble parte indiscutible del patrimonio de la nación, no sólo por sus valores arquitectónicos, sino también por los acontecimientos ocurridos allí, y porque es en sí mismo un testimonio de nuestra historia nacional. Sin embargo, se precisan ingentes esfuerzos para lograr su salvaguarda y restauración. Esta cultura de desprecio hacia lo patrimonial es la expresión latente de la falta de conocimiento de nuestra historia y del valor de las cosas importantes. Los esfuerzos particulares por tratar de remediar semejante situación se encuentran muchas veces enfrascados en problemas de orden burocrático y de intereses privados, que finalmente desestimulan el desarrollo de planes orientados a respetar y conservar para las generaciones futuras el legado material e inmaterial de lo que somos como nación. La amenaza se cierne sobre este inmueble. ¿Vale la pena conservarlo a ultranza? ¿Por simple añoranza o preservación nostálgica? ¿Se podría promover en este recinto un nuevo uso, útil para una comunidad que aguarda un mejor destino? El edificio agoniza tal y como lo hicieran en una fecha lejana muchos santandereanos cuyas vidas se apagaron para siempre, cuando apenas tomaba fuerza la flama de la libertad. Luego de la salida de los capuchinos en 1827 sirvió de colegio para varones y poco después como colegio para señoritas, hasta que en 1871 fue acondicionado para usarlo como hospital. Su destino por el momento es incierto y esta historia parece más una sentencia: no es posible dar al convento de los capuchinos decorosa sepultura. Se precisan acciones conjuntas e interdisciplinarias que permitan su salvaguarda y restauración, sea éste el momento para recordar las palabras del joven comunero José Antonio Galán, palabras que en la búsqueda de este objetivo hemos tomado por bandera: “En el nombre de Dios y de mis mayores y de la libertad ni un paso atrás, siempre adelante y lo que fuere menester sea”. BIBLIOGRAFÍA Archivos Academia de Historia de Santander. Archivo General de la Nación [AGN]. Fondo Eclesiásticos (Tomo XII, folios. 513-577). Fondo Eclesiásticos (Tomo XII, folio 576). Fondo Miscelánea (Tomo XXV, folios 752-759). Archivo de la Provincia de San Luis Bertrán, Orden de Predicadores Publicaciones “Acta de formación de la Junta de la Villa del Socorro”.(1810, julio 11). En: Colección Bicentenario (Tomo Juntas e Independencias en la Nueva Granada, pp. 21-2). Bogotá: Ministerio de Educación Nacional. Anna, Timothy. (1986). España y la Independencia de América. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. 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Así andaban las cosas cuando a mediados de marzo de 1781 una valerosa socorrana arrancó públicamente e hizo pedazos el cartel en que se ordenaba cobrar los derechos de sisas y barlovento. A poco empezaron a aparecer pasquines en Santa Fe, y en breve estalló la revolución acaudillada por Juan Francisco Berbeo, Francisco Rosillo, Salvador Plata y José Antonio Monsalve. Llenóse de consternación la capital, y el Regente-Visitador despachó al punto al Capitán de la Compañía de Alabarderos con un cuerpo como de cien hombres a develar los insurrectos. El Capitán llevaba de compañero a D. Francisco Ponce de León en esta expedición, con la cual principió la serie de curiosas circunstancias de este singular sainete, que había de convertirse luego en drama. No bien hubo completado la tropa cuatro jornadas, cuando se vio obligada a detenerse en el Puente Real de Vélez, y allí ocupó una casa grande de tapia y teja contigua a la iglesia del pueblo. Llevaban, según decía, hasta veinte mil cartuchos con bala, algunos quintales de pólvora, un fuerte acopio de bastimentos y equipaje, tiendas de campaña y 80 mil pesos en plata para lo que pudiera ocurrir. Con tales aprestos, hubiérase creído que llevaban anticipada la victoria; pero he aquí que los comuneros, reunidos en un número de 500 soldados les esperaban con ánimo intrépido y resuelto, y se apoderó de tal manera el pánico de la tropa del Visitador, que éste rindió las armas sin dar un tiro. Unos arrojaban los fusiles cargados por el balcón de la casa y otros huían dejando sus trabucos y pistolas. El Oidor Osorio se encerró en un cuarto y el Capitán fue a refugiarse al lado suyo. Finalmente nuestro D. Francisco, tomando del cura un hábito de fraile, se escapó para Santa Fe para llevar las primeras noticias de tan espléndida autoderrota. Con tan curioso disfraz se presentó D. Francisco a su esposa Doña Mariana; y pasados los primeros momentos de asombro, mudó de traje y partió acelerado a casa del Visitador. Éste contrajo al punto la enfermedad de miedo que reinaba en toda Santa Fe como una epidemia, y esa misma noche se marchó para Honda en medio de un terrible sobresalto, sin que volvieran a verle la cara en la capital. Al siguiente día salieron de esta, el Alcalde Ordinario, el Arzobispo y un Oidor a entenderse por las buenas con los Comuneros, y al propio tiempo se publicaron bandos en Santa Fe y en Zipaquirá, dando a conocer que se suprimían algunos impuestos y se rebajaban otros, con lo cual se calmaron los sublevados, cuyo número alcanzaba ya más de 15 mil hombres. Pidieron estos entonces que, para acomodar sus capitulaciones, fuese a Zipaquirá el Cabildo Secular de Santa Fe con cuatro sujetos distinguidos; y, al efecto, salieron de la capital D. Francisco de Vergara, a quien ya conocemos, el Marqués de San Jorge, D. Nicolás Bernal y D. Francisco Sanz de Santamaría. Éste último era esposo de doña Petronila Prieto, hermana de D. Tomás y tía carnal de nuestro enfrailado teniente, cuya cobardía en aquella emergencia no tendría disculpa ante la historia, si todos los demás, desde el Virrey para abajo, no la hubieran mostrado tanto como él. Las capitulaciones se efectuaron en Zipaquirá a contentamiento de los Comuneros, y los comisionados regresaron a Santa Fe, en donde se les recibió con vítores y alborozo como a salvadores de la paz pública. Con todo el Virrey Flórez desconoció las capitulaciones y restableció los aborrecidos impuestos. Fue entonces cuando el heroico José Antonio Galán y sus compañeros Isidoro Molina, Lorenzo Alcantuz y Manuel Ortiz hicieron el último esfuerzo y tremolaron la bandera popular al mando de una pequeña partida. Cayó ésta, sin embargo, en manos de las fuerzas superiores del Gobierno, y sus jefes fueron sentenciados por los Oidores a una muerte horrible. Se les arrastró hasta la horca, quemaron sus cuerpos, y arrancando el tronco, se arrojaron al viento sus cenizas. Su descendencia se declaró infame. Fue esta la chispa primera de aquel vasto incendio que treinta años más tarde, a fuerza de mirar el espíritu público, había de formar inmensa llamarada. La patria republicana ha borrado la infamia de los bravos Comuneros, y el siglo presente repite sus nombres con respeto. Don Manuel Antonio Flórez fue promovido al virreinato del Perú y su sucesor Don Juan de Correzal Díaz Pimienta tomó posesión del mando en Cartagena el 1 de marzo de 1782. Salió en seguida para Santa Fe y murió cuatro días después de su llegada a la capital. Le sucedió el Arzobispo Don Antonio Caballero y Góngora, el cual tomó posesión del virreinato el 15 de junio de 1782”. ANEXO II Escritura pública en la que el Cabildo de la Villa del Socorro, legaliza la posesión del Convento de los Capuchinos del 16 de septiembre de 1786. “En la Villa del Socorro en diez y seis de septiembre de 1787, ante mí el escribano público y de Cabildo, y testigos que se nominan, estando en el barrio y capilla de Santa Bárbara, por ante los señores del muy ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento de esta villa, estando presente el señor Teniente Corregidor por ante mí el escribano le dio posesión al muy Reverendo Padre Fray Agustín de Alcoy, Comisario Provincial y Guardián del nuevo convento de Padres Capuchinos, titulado de San Juan Bautista, de esta capilla de que hizo cesión y donación con su ornamento el señor Fiel Ejecutor Don Juan Manuel Berbeo, quien la fabricó y alhajó a su costa; asimismo del correspondiente terreno para la fábrica del convento, huerta y demás necesario, cuyo terreno comprende la longitud de trescientas varas y de latitud ciento cuarenta y tres, la cual recibió, actual, civil, casi bajo la protesta y condición, conforme al Instituto, que se le ha de dar auténticamente agua perenne y para siempre, que llaman de Camacho, y que puede libremente dejar el convento siempre y cuando se opusiere a las Leyes Santas, que profesan los frailes menores llamados capuchinos. A lo que los señores del ilustre Cabildo con su Procurador General, por sí, y a nombre de su república, aceptaron la propuesta y condición, protestando de cumplir en todo con lo que fuere de su parte, como que esta santa fundación se ha conseguido por voluntaria solicitud de la república, de real piedad de nuestro católico monarca don Carlos tercero, que Dios guarde, con todo lo demás que consta del memorial, que con el acto manifestó el R. P. Guardián; que los señores mandaron se le devolviese con copia de la presente diligencia de posesión para perpetua memoria y que se custodie en su Archivo, quedando en el Cabildo testimonio del memorial con el de la inserción que se ha presentado en copia por el mismo Reverendo Padre y testimonio de la presente, con lo cual se concluye este acto posesorio que los señores firman con el R. Padre. Por ante mí, siendo testigos don Diego Berenguer, don Tomás Céspedes y don Mateo Ardila, vecinos, doy fe. En este estado se manifestó por el R. Pe. Guardián la licencia del Rey para la fundación, la licencia del R. mo. P. General, la del señor Obispo auxiliar en nombre del Exmo. Señor Arzobispo Virrey, la patente del comisario, nombrado por el R. P. Provincial en la que comunica toda su autoridad, que los señores mandaron, que quedando en el expediente del asunto se devuelva original ut supra. Fray Agustín de Alcoy comisario provincial – Luis Beltrán Puyol, Francisco Javier de Uribe y García, Manuel Calixto Tavera y Vargas, Jerónimo Llorca, Juan Manuel Berbeo, Franco Rosillo, con mi intervención – Fray Andrés de Chinchilla, secretario de la misión, ante mi Juan José Fernández, escribano público y de cabildo. De la posesión procedente el R. Padre Comisario Provincial y Guardián del nuevo convento de San Juan Bautista acompañado de sus religiosos tomó posesión y en señal de ella con sus propias manos asentó la piedra principal, habiendo precedido las ceremonias correspondientes al asunto, y después volvió a la iglesia con toda la comunidad, y se celebró misa solemne con sermón, y mandó tocar las campanas, cuyos actos posesivos ejecutó y mandó en virtud de la posesión relacionada. Y para que en todo tiempo conste, lo pongo por fe y diligencia, en el mismo día de la posesión, Fernández, Escribano” ANEXO III Así registra el Padre Antonio de Alcácer la posesión del Convento de los Capuchinos en la Villa del Socorro: “En la villa del Socorro en 31 de enero de mil setecientos noventa, día destinado para la traslación de la venerable comunidad de Padres Capuchinos fundadores de su nuevo convento, congregados por los señores del ilustre Cabildo en la casa de su habitación interina de dicha comunidad para acompañarles y asimismo el pueblo, el Reverendo Padre Agustín de Alcoy, Comisario Provincial, cumpliendo con la doctrina de los sagrados cánones, colocó la cruz alta hecha a torno de simple madera en el Altar Mayor, donde con las debidas y requisitas a jure licencias, había estado reservado el S. Sacramento, para que este lugar en jamás se profanase, dio afectuosas gracias al muy ilustre Cabildo por la caridad y limosna de la habitación gratuita que les dio desde el 31 de julio de 1787 hasta ese día y entregó las llaves de la casa e iglesia al señor alcalde ordinario de primer voto don Pedro Alejandro de la Prada; renunciando formalmente todo derecho a la casa referida e iglesia (que se halla destinada para hospital) y concluido este acto, se empezó inmediatamente la solemne trasladación al nuevo convento, intitulado de San Juan Bautista, llevando los santos con la solemnidad posible, acompañando a la venerable comunidad el ilustre Cabildo y el pueblo; en la puerta de la plaza territorio del convento, salió el dicho Reverendo Padre Comisario revestido con capa pluvial, cruz alta y ciriales, y habiendo incensado las imágenes de los santos, se encaminó la procesión a dicha iglesia de San Juan Bautista, o de Santa Bárbara, compatrona de esta villa, y colocados los santos, se descubrió el santísimo y se cantó el Te Deum. Concluida esta solemnidad, dio las gracias el pueblo y publicó la clausura y excomunión puesta por el sumo pontífice Pío V contra los que quebrantaran; en el cual día se cumplieron dos años, seis meses y quince días, que la Rvda comunidad entró en esta villa y dos años y seis meses que se comenzó a edificar dicho convento y cercas de su huerto, y firma por ante mí de que doy fe. Pedro Alejandro de la Prada – Fray Agustín de Alcoy, Comisario Provincial” (Reynal, 1960, pp. 40-41).