Parentalidades en la clínica infantil: ¿Interés teórico o interés clínico? Ps. Marianella Abarzúa. “...es imposible emprender el tratamiento sin considerar el punto en que el niño se encuentra prisionero en el campo del deseo del adulto”. Maud Mannoni Intentaré en este breve texto pensar y problematizar el lugar de las funciones parentales en el ejercicio cotidiano de la clínica psicoanalítica infantil. Digo funciones parentales y no padres porque en muchos contextos institucionales, más que encontrarnos con los padres reales, nos encontramos con otros que cumplen o pretenden cumplir su función (familia extensa, cuidadores, entre otras figuras que ya nos son “familiares”). Aun a riesgo de establecer un lugar común, recordaré una cita ya clásica de la psicoanalista Maud Mannoni, para precisar la importancia de esta temática en la clínica que nos ocupa: “El discurso que rige (el psicoanálisis de niños) abarca a los padres, al niño y al analista: se trata de un discurso colectivo constituido alrededor del síntoma que el niño presenta. El malestar del que se habla es objetivable (en la persona del niño); pero la queja de los padres, aunque su objeto sea el niño real, también implica la representación que de la infancia tiene el adulto.” Por tanto, genuina imposibilidad de trabajar analíticamente con el sufrimiento infantil sin establecer algunas coordenadas mínimas del discurso parental en el que el niño está inmerso (o preso). ¿Cómo pensar en la articulación de una demanda, más allá del motivo explícito por el que un niño o niña es traído a la consulta, sin considerar esta dimensión?. ¿Cómo comprender quién (nos) habla, cómo situar el sujeto del discurso que se despliega en la consulta?. En síntesis, ¿cómo retomar el hallazgo freudiano que nos enseñó que un síntoma es un lenguaje cifrado dirigido a otro, Otro que para el niño es ante todo el de la función parental, con su historia singular, sus impasses y sus inhibiciones?. Les propongo considerar estas preguntas a propósito del relato de un caso que recibí en el Centro de Salud Primaria (hoy Centro de Salud Familiar) en el que me desempeño actualmente, en la comuna de La Pintana. Quienes consultan son una joven abuela, quien se encarga del cuidado de su nieta de tres años. Refiere que asisten por demanda espontánea, además de una sugerencia de parte del Jardín Infantil. Como motivo de consulta la abuela señala que desde hace algunas semanas (menos de un mes) la niña “hace una pataletas terribles”, tanto en la casa como en el Jardín. Describe las pataletas señalando que “se pone tiesa y grita mucho, es muy difícil calmarla.” Hasta donde ha podido observar, no encuentra desencadenantes muy específicos. La niña, quien ha permanecido en silencio durante el intercambio verbal con la abuela, dibuja y parece escuchar atentamente el discurso de los adultos. Cuando la abuela se refiere a su “síntoma”, hace una mímica muda de la pataleta, me mira y se sonríe. Esos gestos serán sus primeros intercambios con quien está instalada en el lugar de la terapeuta. Con relación a la historia familiar, la abuela señala que su nieta es hija de la segunda de sus tres hijas, quien está diagnosticada como esquizofrénica. Viven las tres juntas. En ese momento enuncia lo que parece ser su demanda más allá del motivo de consulta explícito: “Quiero que me diga si la niña va a ser esquizofrénica.” La frase, en mi escucha, aparece de manera positivada más que como una pregunta (algo así como: “Quiero que me diga sí, la niña va a ser esquizofrénica.”). Al indagar un poco más en este temor de transmisión de la “enfermedad”, la preocupación por la salud mental de su nieta aparece como una suerte de profilaxis, desplazada en el tiempo, sobre la figura de su hija, quien tuvo su primera crisis psicótica en la adolescencia (“Si yo la hubiera llevado al psicólogo de chiquitita a lo mejor no se habría enfermado... hay tantas cosas de las que una no se da cuenta...”). Volviendo al síntoma de la niña, durante la entrevista aparece un dato interesante: la madre, quien recibe medicación inyectable, no asistió al último control psiquiátrico en el hospital, y ha presentado desde hace unas tres semanas episodios de agitación conductual: “Se agarra de la reja y se pone a gritar... hace tanto show que hasta los vecinos se dan cuenta, es el espectáculo de la población.” Tomando en cuanta los elementos que parecen jugarse en la prehistoria familiar (fantasma de transmisión de la enfermedad mental, vínculo madre‐hija (abuela‐madre)) y además lo no dicho del discurso familiar (lugar de los padres‐los hombres en el régimen deseante familiar, cotidianeidad doméstica, etc.), acordamos que la siguiente entrevista se realizaría sólo con la abuela y que posteriormente trabajaría con la niña. En el encuentro con la abuela se despliega el conflicto oscilante, más o menos soterrado dependiendo de la ocasión, entre ella y su hija respecto a quién asume los cuidados (y al parecer, se adjudica de manera más exclusiva el amor) de la niña. La abuela, quien a propósito del diagnóstico de enfermedad mental de su hija parece encontrar más espacio para cuestionarla en su rol de madre, señala: “La niña sabe que tiene una mamá que es mi hija, la que la tuvo; y que tiene una mamita, que soy yo, la que la cuida.” La modalidad de aparición de las figuras masculinas‐parentales parece sólo redoblar los aspectos imaginarios (agresivos) del conflicto: la abuela está separada de su esposo, el padre de su hija esquizofrénica, quien aparece fugazmente en el discurso como un “bueno para nada”. El padre de la niña, con quien la madre continúa manteniendo una fluctuante relación de pareja, es descrito como “enfermo igual que ella, y drogadicto más encima”. A pesar de la oposición de la abuela, este padre mantiene de forma esporádica contacto con la niña, reconociendo que en esos encuentros “él se comporta”. Antes de retirarse, la abuela señala con un dejo de adulación y recelo: “Oiga, ¿qué le hizo a la niña?, desde que estuvimos acá no ha vuelto a hacer las pataletas. Si hasta en el Jardín me preguntaron qué había pasado”. Las primeras sesiones con la niña se llevan a cabo en presencia de la abuela materna, porque ella se negaba a permanecer sola. No obstante esta situación, lograba trabajar con relativa libertad gracias a que la abuela permanecía en una silenciosa presencia. En la primera sesión con la niña, ella continuó trabajando (en dibujo libre) con un motivo que ya había aparecido en la entrevista de ingreso: dibuja tres círculos concéntricos con ojos y boca. Al interrogarla por su producción, muestra los círculos de mayor diámetro y señala indistintamente “Mamá, mamita”. La repetición de esta secuencia la tornará significante. Intervengo señalando que debe ser confuso tener una mamá y una mamita... que mamá y mamita se parecen mucho... que en esa familia había una niña que había nacido de un papá y de una mamá y que había, claro, una abuela que la cuidaba. Como efecto de esta intervención, la niña empieza a dibujar los mismos tres círculos contenidos uno dentro del otro, pero abiertos (como tres letras “C”). Luego logra separarlos, ubicándolos en espacios diferenciados en la hoja de papel. Al parecer, niña, mamá y mamita logran despegarse, aunque sólo sea en el espacio proyectivo del dibujo. Esta secuencia tiene lugar a lo largo de tres sesiones con la niña (logra trabajar sin la presencia de la abuela en la última). Detendré por un momento la viñeta clínica para precisar algunos elementos sobre el sentido, la incidencia en este caso de la parentalidad (dimensión intersubjetiva del síntoma) y de la dinámica intrapsíquica de la niña. Parecemos estar frente a un sufrimiento real que, al menos en parte, deriva del conflicto imaginario entre dos mujeres que, por diversos avatares históricos que obviamente no se agotan en el breve análisis propuesto, no logran establecer diferencias muy claras en sus lugares en la filiación respecto de la niña. Pues bien, podemos legítimamente plantear que la potencialidad de hacer valer la palabra de los niños en la clínica psicoanalítica pasa, de seguro, por la posibilidad de escuchar y situar el síntoma infantil en relación con los Otros reales encarnados por los padres. Ahora bien, ¿se agota ahí?. ¿Nos arriesga esta mirada a poner nuestros empeños en escuchar e intervenir sólo en esta dimensión del problema, reduciendo al niño a un lugar de puro efecto del discurso parental?. Tratemos de avanzar un poco más. ¿Porqué la niña desarrolla ese síntoma particular (las pataletas) y no otro?. ¿Qué podemos hipotetizar sobre su capacidad singular de metabolización, de trabajo con aquello que le es aportado desde la dimensión parental?. Dicho síntoma parece testimoniar su capacidad de formación de compromiso entre las figuras parentales, pues simultáneamente: • como suerte de rasgo identificatorio, la sitúa como hija de la mamá esquizofrénica • al aludir al fantasma de la herencia de la enfermedad mental, se ubica en una perspectiva que incorpora la dimensión deseante (inconciente) de la tercera generación (es también nieta de la abuela‐mamita al asumir el “encargo de heredar la enfermedad”) • le permite denunciar lo confuso de una filiación hipertrofiada en relación a lo materno y donde la referencia paterna parece invalidada. Una vez que las coordenadas que orientaron este trabajo han quedado algo mejor situadas, podemos recordar lo que nos señala Maud Mannoni: “El síntoma se convierte en un lenguaje cifrado cuyo secreto es guardado por el niño. No son los mitos los que molestan a los niños, sino el engaño del adulto que adopta la pose de estar diciendo la verdad... ”. ¿Es posible ser hija de una mamá y de una mamita sin un efecto patológico?. El análisis de este caso nos lleva a responder que no. ¿Es posible ser hija de un padre y una madre que, a pesar de su “enfermedad”, parecen sostener un cierto deseo de ser padres y permanecer simultáneamente al cuidado de la abuela materna?. Aparentemente sí, a condición de que esta verdad sea dicha por alguien. A propósito de este punto, otra cita célebre: “El síntoma viene a ocupar el puesto de una palabra que falta.” Pues bien. Hemos examinado en parte los efectos de la alienación en el deseo parental y el trabajo singular que una niña testimonia en “su síntoma”. ¿Qué se puede decir del lugar terapéutico y de sus resistencias?. El espacio donde se sostuvo este trabajo es un centro cuyo fin no es precisamente el de la psicoterapia, considerada una acción cara dada la escasez del recurso psicólogo. Ahí tiene lugar lo que en la jerga de la salud pública se denomina “intervención psicológica breve” (mientras más breve cuánto mejor) o la derivación a otros centros de acceso limitado, donde sí es posible la realización de psicoterapias sin un apremio tan manifiesto por el tiempo de duración de los tratamientos. Deliberadamente opté por mantener el trabajo con esta familia, intentando evitar la sanción del síntoma de la niña como el inicio (precoz) de la enfermedad mental fantaseada. ¿Proceder responsable o irresponsable?, sólo el tiempo lo dirá. La intervención se desarrolló en seis sesiones de trabajo. Es un número que parece casi insignificante, por cierto, pero que en la temporalidad de la institución abarcó un periodo de alrededor de cuatro meses. ¿Cuáles fueron los criterios considerados para definir el término de la intervención?: la remisión sintomática, por qué no decirlo... también los avances observados en el trabajo de dibujo de la niña, acompañados por una incorporación de la palabra puesta en juego en la intervención terapéutica... el contexto institucional, evidentemente... y lo que ocurriría en la última sesión con la familia. Quien primero entra a la sala es la niña. Me saluda efusivamente y dice: “Estoy bien, tía, ya estoy bien”. Viene acompañada de su madre y de la abuela. Trae un globo, recuerdo de una celebración en su Jardín, y me pide ayuda para dejarlo amarrado en uno de los muebles de la sala. Retengo la impresión de que la niña ha tomado el peso del valor que sus manifestaciones tienen dentro de la economía libidinal familiar: no deja su globo ni al cuidado de la abuela, ni de la madre (ni de la terapeuta, podríamos añadir). ¿Se abre para la niña la posibilidad de ocupar otros lugares?. La abuela señala, refiriéndose a la presencia de su hija en la entrevista: “Le pregunté si quería venir porque esto se trata de su hija, y dijo que sí”. La madre parece estar bastante al corriente de toda la intervención. Señala explícitamente que la niña “imitaba” sus “crisis”, propias del periodo en que había descontinuado su asistencia a los controles, situación que ya se habría regularizado. Reconoce también los conflictos entre ella y su madre, tomando noticia del potencial iatrogénico de esta situación respecto de su hija. Abuela y madre señalan que desde hace dos semanas han decidido separarse, la madre está viviendo en una mediagua fuera de la casa de la abuela pero en el mismo sitio. Se encuentran casi exclusivamente en los horarios de comida. Parecen haber distribuido también de manera más explícita responsabilidades respecto del cuidado de la niña: la abuela se encarga de la alimentación e higiene, la madre la va a dejar y buscar al Jardín y la saca a pasear ocasionalmente a una plaza. En este contexto explícito de nuevo pacto familiar, aparecen más o menos veladas palabras recíprocas de cuestionamiento entre la abuela y la madre, las que hacen dudar de la viabilidad de los acuerdos. Ambas señalan que esperan mantener la situación actual con la ayuda de sus respectivos psicólogos (intervenciones sostenidas en el contexto del hospital), dato no conocido sino hasta ahora. Mientras tanto, la niña dibuja. Tres hojas en las que representa (en cada una de las hojas) tres figuras humanas más articuladas (rostro, tronco, extremidades), una más pequeña que las otras dos, cada una sosteniendo un globo. Dice: “Mamá, mamita” y su propio nombre. Regala uno de estos dibujos a la madre y otro a la abuela, dejando el tercero sobre la mesa de trabajo. Abuela y madre interpretan este acto señalando: “Parece que la niña necesita que estemos más tranquilas todas”. Finalmente, ella se llevará como recuerdo (y, quién sabe, posibilidad de historización del trabajo realizado) el tercer dibujo de esta sesión de cierre. Como palabras finales, traigo una cita algo extensa del Diccionario del Psicoanálisis dirigido por Roland Chemama, tomada del artículo “Psicoanálisis del niño”: “El niño está por cierto en una posición particular con respecto al psicoanálisis: está incluido en la teoría y es a la vez objeto singular de una práctica. Sujetos de una palabra propia, de deseos sexuales, del inconsciente que el psicoanálisis les ha reconocido, para algunos niños el síntoma sigue siendo el único medio de hacerse oír. Pero, ¿a quién pertenece el síntoma? ¿Se trata acaso del síntoma del niño que da testimonio de su propia estructura o se trata de síntomas reactivos al inconsciente parental?. A través de esa cuestión recurrente puede ser inscrita una especificidad de la práctica con niños: esta supone en efecto que la escucha analítica se despliega en el nivel de la dialéctica padres‐hijos, de sus bloqueos, de sus impasses, tanto como en el nivel de los propios procesos psíquicos del niño. Apreciar su valor, el sentido del síntoma, y poder plantear las indicaciones justas, tal es la apuesta de este trabajo.”