Las Mujeres Cuentan - Conselleria de Bienestar Social

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LAS MUJERES
CUENTAN
XIII PREMI LITERARI DE NARRATIVA PER A DONES
Conselleria de Benestar Social
Direcció General de Família i Dona
Imprimix: La Plaça, centre especial d’ocupació
Primera edició: abril 2013
© dels textos: les autores
© de la present edició: Generalitat Valenciana 2013
ISBN: 978-84-482-5837-5
Dipòsit legal: V-1006-2013
Sumari
Introducció .................................................................................. 9
Primer premi
El olvido de Picasso, de Eva Apaolaza Alm ........................ 15
Accèssit Associacions
Maravillas, de Paz Martínez Cervera ................................. 35
Accèssit Lliure
El palacio de hielo, de Isabel Valero Vivancos .................... 57
Finalistes
¡Basta ya!, de María Luisa Agost Suárez ........................... 81
Confidencias de dos desconocidas,
de Vanesa Felip Torrent ................................................ 95
5
El viaje que nunca debió ser,
de Ana Fernández de Córdova Giner ........................ 113
Rosa, de Alicia García Herrera ......................................... 123
Un camino a elegir, de María Jesús Gómez Vitoria ......... 141
Esto no es un cuento, de Amparo Grifol Rubio ................ 149
Les pedres de la Sra. Vicenta, de Ester Jordá Solbes ......... 157
Mary Ann, de Eli Llorens Perales .................................... 167
Zoe ya no juega con muñecas,
de Alicia Muñoz Alabau ............................................. 179
El ascensor, de Mar Pastor Campos ................................. 195
Por ser la última vez, de Carmela Rey Garcés ...................207
A veces, sólo a veces…, de Francisca Serrador Más ......... 225
Descansar, de Eva María Serrano Villar .......................... 241
Yo nunca mataría a una señora,
de María Tabuenca Cuevas ......................................... 251
Diorama per a un aniversari,
de Rosa María Tapia Alcover ..................................... 261
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Introducció
La Conselleria de Bienestar Social presenta esta nueva
edición de relatos ganadores y finalistas del XIII Premio
Literario de Narrativa para Mujeres.
La Generalitat convocó este certamen por primera vez
hace trece años con la finalidad de apoyar y favorecer el
desarrollo creativo y literario de las mujeres, y asimismo, dar a
sus obras la mayor difusión y visibilidad posible. Desde
entonces, más de dos mil mujeres han participado, y más de
un centenar de ellas han cumplido el sueño de ver sus trabajos
publicados.
Este Concurso de Narrativa y la recopilación anual de
los mejores relatos presentados en Las Mujeres Cuentan se han
consolidado como una importante plataforma de participación
y transmisión cultural en el ámbito de nuestra Comunitat, y
ello ha sido posible gracias a la contribución de todas las
9
autoras valencianas que nos han hecho llegar, año tras año, sus
relatos.
Los
textos
que
componen
este
nuevo
volumen
comparten las inquietudes, las fantasías y la visión de las
mujeres sobre ellas mismas y sobre el mundo que nos rodea.
Una narrativa ágil y cautivadora que evidencia la excepcional
capacidad creativa de las autoras y su particular destreza en el
arte de contar historias.
Existe un valioso legado de obras magistrales, nacidas
del puño y letra de mujeres brillantes y comprometidas, que
encontraron en la actividad literaria un excelente canal de
expresión para transmitir ideas y enfrentar barreras sociales y
culturales que les impedían participar en la sociedad en
igualdad de condiciones y oportunidades que los hombres.
Hemos avanzado mucho en el camino hacia la igualdad
real y efectiva, y el Gobierno Valenciano está firmemente
comprometido con este objetivo. Por ello, desde la Generalitat
continuaremos trabajando en ese sentido, y promover la plena
participación de las mujeres en todos los ámbitos seguirá
siendo, como hasta ahora, una premisa básica.
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Sabemos que las mujeres cuentan y tienen qué contar.
ASUNCIÓN SÁNCHEZ ZAPLANA
Consellera de Bienestar Social
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Primer premi
El olvido de Picasso
Eva Apaolaza Alm
D
e todas las abuelas del mundo, la mía era la única que
no quería ir al mercado. No había forma. Yo le insistía
en las bondades de las verduras de la huerta, de los productos
frescos, pero ella erre que erre prefería las grandes superficies
y hasta los establecimientos de comida rápida, cualquier cosa
con tal de no pisar lo que parecía ser el lugar más peligroso del
mundo.
Yo pensaba que era una más de las excentricidades de mi
abuela. Siempre había sido una mujer independiente y
moderna y no habíamos tenido mucho contacto, hasta que
empezó a dejarse las llaves dentro de casa, la comida en el
fuego y la ropa en el horno, por lo que mi padre no tuvo más
remedio que traerla a vivir a casa. Aun con sus carencias
actuales, mi abuela seguía infundiendo respeto y mi madre
todavía accedía a sus peticiones y la dejaba pasear conmigo en
sus momentos de lucidez. Incluso nos permitía acercarnos a la
15
para otros poco recomendable calle San Francisco, en el centro
de la ciudad, llena de comercios argelinos, donde mi abuela
regateaba en perfecto árabe con los comerciantes, recordaba
sus tiempos de exilio en Orán y hablaba de las Hogueras que
al parecer habían celebrado allí en los tiempos en que aquello
se llenó de alicantinos.
Pero de acercarse al mercado no quería ni oír hablar, y eso
que no estaba lejos de su adorada calle San Francisco ni del
lugar en el que ella nació. Es más, para llegar al centro desde la
playa, donde vivíamos, sin pasar por el mercado, debíamos
dar un rodeo o salir por alguna estación del tranvía lejana a la
parada de Alfonso El Sabio.
“¿Por qué abuela?” le preguntaba yo conforme me hacía
mayor y lo que en principio me parecía una excentricidad
empezaba a convertirse en un misterio sin resolver. Entonces
me miraba, se le ponían los ojos vidriosos y me decía: “Me
olvidé, nos olvidaron… No comas sardinas”. Y es que esa era
otra de las rarezas de mi abuela. Mientras todos insistían en la
necesidad de tomar Omega 3 y esas cosas tan beneficiosas que
supuestamente tiene el pescado azul, mi abuela odiaba no sólo
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las frutas y las verduras, sino también el pescado en general y
las sardinas en particular.
Mi padre parecía saber más de lo que quería contarme. Yo
le preguntaba por las historias de mi abuela y él me respondía
siempre que ya me lo explicaría cuando fuera mayor. Pero yo
ya lo era, tenía catorce, casi quince, aunque como era hija
única
mis
padres
me
sobreprotegían
y
trataban
de
mantenerme a salvo de todos los males del mundo.
Aquellos misterios en torno a la vida de mi abuela no
hicieron más que aumentar mi curiosidad. Y me empeñé en
conseguir información de mi propia abuela en sus días de
lucidez. ¿Qué de peligroso podía tener un mercado? ¿Qué
había de malo en comer sardinas? ¿No era mucho más letal
una hamburguesa? Al menos eso era lo que nos habían dicho
en la semana de hábitos saludables del insti.
Lo hubiera dejado estar si no hubiese sido por Lorenzo, mi
profesor de Historia, que estaba bastante loco, o eso decían,
porque no desperdiciaba una ocasión para soltarnos alguna
batallita del pasado. Ese enero comenzó a hablarnos del
Guernica, del famoso Pablo Picasso, y se empeñó en que
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hiciéramos un mural gigante para el Día de la Paz. Tan gigante
que mi abuela no pudo dejar de verlo cuando me llevé una de
las cartulinas que había preparado para trabajarla en casa
junto a mi mejor amiga Ana.
Cuando nos vio llegar se acercó a nosotras. Parecía estar
bien y quería venir a saludarnos ya que le encantaba hablar
con las chicas jóvenes. Decía que teníamos libertades que ella
sólo pudo vislumbrar durante el tiempo que pasó en Orán,
algo que ninguna de nosotras llegaba a entender, pues
creíamos que en Orán todas las mujeres iban veladas y
llevaban burka. Pero su cara cambió cuando vio el trozo de
papel gigante con el caballo atravesado por la lanza que nos
tocaba retocar y con una mirada impenetrable nos dijo:
“Picasso, Picasso… ¿Dónde estaba Picasso cuando nos
atacaron? ¿Por qué no nos pintó? Picasso nos olvidó”.
En aquel momento apareció mi madre, quien viendo la
alteración en la que se hallaba mi abuela, pensó que pasaba
por uno de sus momentos de demencia, y se la llevó a tomar
un chocolate, mientras la oíamos gritar por el pasillo “¡No
vayáis al mercado! ¡No compréis sardinas! ¡Picasso, acuérdate
de nosotros!”.
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Nos quedamos mudas por un momento pero entonces
decidimos actuar como las adolescentes que éramos y realizar
un acto de rebeldía. “¿Y si vamos al mercado?” dijo Ana,
revolviendo sus rizos pelirrojos. Era más atrevida que yo, tenía
claro que quería ser periodista o algo así y siempre sabía
dónde
encontrar
una
buena
historia.
“¿Y
si
además
compramos sardinas allí a ver qué pasa?” La miré con mis ojos
oscuros, iguales a los de mi abuela, y envidiando los rizos de
Ana, acaricié mi lacio pelo negro valorando su propuesta. A
oídos de cualquiera la idea no parecía muy arriesgada, si
quitábamos lo de faltar a clase al día siguiente, pero tanto oír a
mi abuela sobre los peligros del mercado a lo largo de la
infancia había hecho mella en mí y no pude dejar de sentir
cierta desazón. Aun así, no podía quedar como una cobarde
delante de mi mejor amiga. “Trato hecho” dije tocando
madera sin que Ana me viera, “mañana nos vemos en el tram
y en lugar de bajar en el insti nos acercamos al mercado. Luego
nos inventamos un justificante, nos toca con Lorenzo y con lo
despistado que es igual ni nos echa de menos”. No era muy
justo acusar a Lorenzo, lo sé, pero me salió así. Era cierto que
algunos compañeros se reían de él pero, más que despistado,
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creo que vivía tanto las historias que nos contaba que se
abstraía del mundo real.
A pesar de lo bien planeado que teníamos todo, aquella
noche no pude dormir, me sentía como si fuera a cometer el
peor de las pecados, así que me metí en Internet y comencé a
investigar sobre el Guernica y el tal Picasso que tan enfadada
tenía a mi abuela. No descubrí nada que no me hubiera
explicado ya el profe: Picasso fue un artista revolucionario y
pintó el Guernica tras un salvaje bombardeo de la aviación
alemana que causó numerosos muertos entre la población
civil. Se acusaba a nazis y fascistas y se decía que habían
muerto muchos inocentes. No entendía muy bien quiénes eran
los fascistas, aunque me sonaba que el profesor de Historia
había hablado de eso en alguna clase pero debía haber estado
muy ocupada pasándole notitas a Ana y no me había
enterado. Tampoco terminaba de comprender qué relación
había entre el caballo y el toro y el bombardeo, pero sí podía
sentir el sufrimiento de la mujer gritando por su hijo muerto.
Seguí leyendo, al parecer el cuadro fue expuesto en París y
obtuvo repercusión mundial, por lo que nadie olvidó nunca lo
pasado en esa ciudad. ¿Pero cuál era la relación con mi abuela?
20
Ella era muy niña por aquel entonces, demasiado pequeña
para saber de arte en esa época. Y ¿qué tenía de malo pintar
una obra que había pasado a ser un alegato contra la guerra?
Mi abuela había dicho que Picasso la olvidó, ¿habría estado
allí cuando era pequeña? Algo no me cuadraba. La familia de
mi padre era de un pueblecito de La Mancha muy alejado del
País Vasco, donde estaba Guernica, y habían emigrado al
Levante antes de que naciera mi abuela. Era muy difícil que
hubiera visitado Guernica en tiempos del bombardeo. Más
difícil aún era que Picasso la conociera. Mi abuela era muy
pobre y de pequeña no se relacionaba con artistas. Según me
contaba, faltaba mucho a la escuela porque tenía que ir a
ayudar a sus padres a un puesto de fruta, de ahí deducía yo su
aprensión a las verduras. No veía la relación con el Guernica.
Decidí ir a acostarme. Quizá el siguiente día sería aquel en el
que descubriría los secretos de mi abuela y la causa de sus
desvelos.
Tras una larga noche Ana y yo nos encontramos en el
tranvía. En lugar de bajarnos en la parada del colegio
seguimos junto a un grupo de mujeres mayores dispuestas a
llenar sus carritos de dos ruedas, rumbo a la parada del
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mercado. Aunque para la mayoría de la gente aquello era una
actividad cotidiana, para mi amiga Ana y para mí era una
clara transgresión de las normas, pues nos habíamos saltado
las clases y habíamos falsificado unos documentos para los
profes en los que asegurábamos estar bajo los efectos de una
fuerte gripe.
Una vez fuera de la estación nos dirigimos al lugar
prohibido, entre el ruido de los coches y el ajetreo de los
viandantes, y por fin nos paramos frente a la fachada del
misterioso edificio. “Mercado de Abastos”, construcción
bonita pero no espectacular y tampoco, por supuesto,
amenazante. Entonces nuestros planes, o más bien la ausencia
de ellos, nos hicieron titubear. “¿Y ahora qué?”, me preguntó
Ana mirando hacia arriba mientras yo esquivaba un cartel en
el que un español, tal como especificaba, buscaba ayuda para
salir de la crisis. “No sé, déjame pensar, mi abuela odia las
sardinas y las verduras, busquemos los puestos que vendan
eso”. “Qué abuela más guay”, contestó Ana, mientras bajaba
decidida los peldaños que nos llevaban al lugar prohibido,
“cuando voy a casa de la mía siempre me obliga a comer
acelgas”.
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Entramos en la planta semisótano, vimos los letreros de
frutas y pescados y nos mezclamos con los compradores, los
gritos de los vendedores y el fuerte olor a pescado. A pesar de
que no era lo mismo que ir a un centro comercial, no era aquel
el lugar terrible que mi abuela me había vaticinado.
Recorrimos los puestos entre el gentío, con cierta sensación de
inquietud porque no era del todo imposible que nos
encontráramos con alguna madre conocida. Cuando ya
estábamos cansadas de dar vueltas entre lubinas y sardinas, vi
un reloj en una vitrina que marcaba las once y veinte. “¿No
pueden ser las once verdad?” le pregunté a Ana, sintiendo que
por fin me acercaba a algo que me ayudaría a resolver el
misterio de mi abuela. Ana sacó su móvil “las diez, justo ahora
estará el de Historia comenzando a contar sus batallitas”.
“Pues aquí son las once y veinte”. Ana miró el reloj sin
extrañarse: “la crisis, ya sabes lo que dicen nuestros profes, si
esto es público pues no pagarán uno nuevo”. No hice mucho
caso a Ana, no tenía ni idea de si el mercado era algo público
aunque suponía que un sitio con tanto comercio no debía de
serlo. Me acerqué al reloj, junto al que se encontraba un
extraño aparato grisáceo con forma de champiñón. “Quizá
tengas razón, puede ser importante” me dijo al fin Ana, que
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siempre era muy perspicaz “está en una vitrina, como las
cosas de los museos. Vamos a preguntar”. Y Ana, que como ya
he dicho quería ser periodista, preguntó por aquí y por allá
hasta que volvió bastante excitada. “Qué guay tu abuela, me
han hablado de bombas, así que sí le pasó algo. El champiñón
es una alarma antibombardeos”.
Se me revolvió un poco el estómago, sabía que mi abuela
había vivido la Guerra Civil, aunque era tan joven que pensé
que ni se habría enterado, además, marchó a Argelia, quizá
incluso antes de la guerra. Imaginarme la posibilidad de que
en aquel lugar lleno de gente hubo alguna vez bombas no
terminaba de convencerme. “Me han dicho que vayamos a ver
la placa” continuó Ana. No me dejó leer la nota que estaba
junto a los extraños artilugios, cogió mi mano y me llevó hacia
el lugar indicado, a la plaza de detrás, donde vendían flores y
los abuelos tomaban café con parsimonia. “Plaza 25 de Mayo”,
leyó Ana, “eso quiere decir que el 25 de mayo pasó algo,
venga Irene, tú eres el cerebrito, ¿qué se celebra esa fecha?”.
Empecé a pensar, ¿la Constitución? diciembre, ¿el Día de la
Mujer? marzo, ¿el de la Paz? enero. Nada cuadraba. “Tiene
que ser algo de la Guerra Civil”, dijo Ana, que estaba dando
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unas muestras de inteligencia inusitada, “Lorenzo siempre nos
habla de la Guerra esa”. Entonces nos acercamos y
descubrimos otra placa: El 25 de mayo de 1938 la ciudad de
Alicante sufrió el bombardeo de la aviación italiana fascista con el
resultado de más de 300 víctimas civiles. Esta plaza se dedica a su
memoria.
“¡Qué fuerte!”, dijo Ana al leerla, “¿tú crees que estaba tu
abuela aquí ese día y esto está dedicado a ella y a los otros
300?”. “¡No seas bestia!”, contesté algo enfadada a la vez que
alterada por el descubrimiento recién hecho. “Si mi abuela
hubiera sido una de las víctimas yo no hubiera nacido…” De
todas formas, estaba claro que el miedo de mi abuela tenía que
ver con esto. ¿Podría encontrar un momento de lucidez en
casa para preguntárselo? ¿Cómo sacar el tema con mi padre o
con el profe de Historia sin confesar que me había fugado las
clases?
Ana decidió que ya habíamos resuelto el misterio y me
propuso ir de rebajas. La acompañé, pero el tiempo que pasó
desde entonces hasta que llegó la hora en la que
supuestamente volvíamos de clase se me hizo eterno. Por fin
entré en casa. Mi abuela tomaba una infusión mirando hacia el
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mar. La besé y sin más preámbulo le dije que había estado en
el mercado y lo que había visto. Me miró con sus grandes ojos
negros, aún vivos a pesar de las arrugas que los rodeaban y las
pocas fuerzas que le quedaban. “¿Por qué nunca dijiste
nada?”. Respiró hondo y empezó a hablar.
“Las guerras no son como las de los juegos esos de
ordenador que tanto os gustan. Hay sangre de verdad y
hambre y miseria, no debes vivir una guerra en tu niñez. Yo
me encontré con la guerra demasiado pronto. Tendría unos
once años y pasaba mucho miedo cada vez que sonaban las
sirenas e íbamos a escondernos. La ciudad estaba llena de
refugios. Aunque la guerra llena de muerte, no detiene la vida,
teníamos que comer, estudiar, ganar dinero. Y pasábamos
hambre. Había escasez de todo y una mañana de mayo nos
enteramos de que llegaba un cargamento de sardinas. Mis
padres tenían un puesto de frutas en la plaza de detrás, justo
donde has estado tú hoy. Ese día el lugar se llenaría de gente y
venderían mucho, algo que necesitaban, así que me salté el
cole y fui a ayudarles. Entrada la mañana mi madre decidió
que nosotros también nos merecíamos variar el menú y comer
sardinas y me mandó a por el pescado. Yo no quería ir pues
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aun con hambre detestaba el pescado y además me aguardaba
una cola bien larga. Pero mi madre se empeñó. No oí lo que
me dijo porque unos aviones se estaban acercando a la ciudad,
el cielo estaba despejado y se distinguían muy bien, pero como
no había sonado la sirena seguí mi camino. Los aviones
parecieron alejarse así que me tranquilicé. El interior del
edificio, como yo esperaba, estaba lleno de mujeres con sus
niños en busca de una ración de sardinas. Había ruido, la
sirena seguía sin sonar, o no se oyó, nunca lo supe. Sólo
recuerdo escuchar de nuevo el ruido de los aviones y un fuerte
estruendo repentino, y luego la negrura. Abrí los ojos sin
entender nada. Todo eran gritos, escombros, polvo y la visión
más espantosa que recuerdo: cerebros, sangre, miembros
amputados de los niños y mujeres que unos segundos antes
hacían cola en el mercado, y un carro con dos caballos
haciendo de ambulancia. Fui corriendo a buscar a mis padres
entre los heridos y muertos pero alguien me detuvo y me llevó
a un improvisado hospital. Me ahorró el haber visto los
cadáveres de mis padres en condiciones espantosas. Tardé
mucho en recuperarme del golpe aunque no sufrí más que
unas pocas heridas físicas. Mi tía trabajaba para una culta
familia republicana. Me recogió y estuve un año con ellos.
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Tenían muchos libros, yo no quería hablar así que me
dedicaba a leer mientras mi tía limpiaba o cocinaba. Luego
llegó el final de la guerra y marchamos a Argelia con esa
familia. Y un día volví y ya nadie se acordaba de mis padres y
parecían haber olvidado los terribles sucesos del mercado o
preferían no hablar de ello”.
Después de ese largo discurso mi abuela se calló y se sumió
en sus pensamientos. Entonces volvió a mirarme. “Tráeme tu
Picasso”. Se lo llevé, lo miró y me dijo: “Nos faltó un Picasso,
alguien que recogiera nuestra tragedia, pero ningún autor
pintó ni escribió sobre nuestro dolor y hoy nadie nos
recuerda”.
“Te han puesto una placa” le dije a mi abuela, repitiendo
las palabras que había reprochado a Ana. Pero ella parecía
haber vuelto a ese lugar misterioso de sus pensamientos del
que cada vez costaba más sacarla.
“¿Y mis padres?” me preguntó “dónde están ¿los has visto?
Su puesto es el tercero por la derecha. Mamá siempre huele a
frutas y lleva el delantal manchado”.
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De esa conversación hace ya más de un año y mi abuela ya
no está con nosotros. El día del funeral me atreví a confesarle a
mi padre mi escapada al mercado y a preguntarle sobre el
porqué de su silencio.
“Cuando yo era pequeño” me dijo con gran pesar, pues con
la muerte de mi abuela parecía haber envejecido veinte, “todas
las madres de mis amigos eran amas de casa, hacían comidas
riquísimas y sentían devoción por sus hijos. La mía era
diferente y yo quería que fuera como las otras. Creía que me
quería menos, que sus estudios, sus trabajos, eran más
importantes que yo. Hablaba de política, me llevaba a
manifestaciones, se mezclaba con gente con la que nadie lo
hacía como los argelinos de la ciudad, y cuando eres
adolescente no quieres ser distinto a tus amigos. Un día le
reproché todo eso y le pedí que no me avergonzara más.
Desde entonces dejó de hablarme de sus pensamientos, de su
viaje en el Stanbrook, que te contaré en su momento, y de su
estancia en Argelia. También le dije que no era nada agradable
para mí que me repitiera una y otra vez que mis abuelos
murieron con los miembros amputados. Ella quedó muy
afectada, pensó que no era una buena madre y comenzó a
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hablarme cada vez menos y a cocinarme cada vez más, y yo
empecé a arrepentirme de lo dicho, pero era un joven
arrogante y no quería pedir perdón. Y cuando tú llegaste la
abuela supuso que también debía callarse contigo. No sabes
cuánto lo siento”. No se calló, pensé, un día volvió a hablar.
Y es verdad que es después de muerta cuando mi abuela ha
vuelto a hablar y a contar su historia. En su memoria, mi padre
y yo nos hemos puesto a investigar juntos. Lorenzo, mi
profesor de Historia, nos ayuda mucho, encantado de tener
por fin a personas que le escuchen. Pronto iremos a Madrid, al
Reina Sofía, a ver el Guernica, y a discutir cómo hubiera
dibujado Picasso la tragedia del mercado.
A Ana, por su parte, tampoco la hemos dejado fuera de la
historia. El año que viene comenzará un módulo de
Comunicación Audiovisual y quiere hacer un corto sobre el
Stanbrook, el barco lleno de refugiados republicanos que partió
del puerto de Alicante, también entre bombas, y en el que se
exilió mi abuela a Argelia. El capitán de ese barco, Archibald
Dickinson, un héroe según Ana, tiene nombre de personaje de
Óscar y ya se imagina a los mejores actores americanos
peleándose por el papel.
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Yo de vez en cuando, tratando de recordar a la joven que
un día fue mi abuela, me paso por el mercado, pero nunca
compro pescado ni verduras. Y desde allí no puedo dejar de
mirar el cielo azul de Alicante sin experimentar cierta desazón,
igual a la que debió sentir mi abuela en el mismo sitio hace
más de setenta años, en una soleada mañana de mayo.
31
Accèssit Associacions
Maravillas
Paz Martínez Cervera
L
a llama de la vela se agitaba rápidamente a derecha e
izquierda, proyectando en la pared de piedras luces y
formas diversas. La tenue luz de la lamparita con forma de
quinqué no obstante le permitía trabajar de noche, aunque
siempre le gustaba tener una vela acompañándola. En el
tocadiscos Pathé Marconi que había comprado con su primer
sueldo, sonaba “Paraules d´amor” de Serrat una de sus
canciones preferidas. Se giró y miró a través de la ventana; la
luna llena aquella noche iluminaba perfectamente el huerto de
la casa. Bajo su luz se distinguían las ramas de los árboles
moviéndose aprisa, al ritmo de un viento casi huracanado que
se colaba y silbaba por el hueco de la puerta y de la ventana de
la habitación en la que se encontraba.
A pesar de no ser una persona miedosa, Esther sentía cierto
respeto hacia la noche, hacia la oscuridad y lo desconocido,
quizás influenciada por los cuentos y leyendas que en su corta
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estancia en el pueblo había tenido ocasión de escuchar. Y en
ese momento le creaba una incomodidad tal que pensó que a
la mañana siguiente continuaría escribiendo. Había llegado
apenas tres semanas atrás y se había instalado en la casa que
asignaban año tras año a la nueva profesora. Era antigua y
espaciosa, y contaba con un hogar provisto de leña suficiente
para pasar todo el invierno, apilada cuidadosamente en el
patio interior de la casa. Por las noches solía sentarse frente al
fuego y pensaba en lo osado de haber elegido aquel destino
tan alejado de su casa, al tiempo que escuchaba el crepitar de
las llamas. Maravillas, la vecina encargada de recibirla y
acomodarla, le había advertido de que no debía estar
demasiado rato contemplando el fuego por las noches ya que a
veces las llamas se transformaban en juguetones diablos
capaces de embaucar a las jovencitas con sus malévolas
artimañas. Esther no había conseguido quitarse aquello de la
cabeza y por las noches, mientras tomaba su taza de poleo
frente a la chimenea, trataba de identificar a aquellos seres
malignos de los que Maravillas le había hablado temerosa.
Entonces se arrullaba bajo su manta con las rodillas pegadas a
su pecho e intentaba pensar en otra cosa…
36
Dejó los apuntes aparcados sobre el rudo escritorio de
nogal tallado artesanalmente, según dedujo por la delicadeza
en los detalles del mueble, y se metió en la cama. El colchón de
lana le resultaba demasiado blando para lo que ella estaba
acostumbrada, y sobre el cabezal había colgada una pala de
mimbre para sacudirlo por las mañanas. Maravillas se lo había
explicado a su llegada, y le había mostrado también el orinal
blanco de porcelana bajo su cama.
—Por la mañana… un “enjuagón” rápido y listo -le había
explicado Maravillas.
A Esther por supuesto que ni se le pasaba por la cabeza el
utilizarlo ya que le resultaba poco higiénico y anticuado, y el
sólo hecho de pensar en vaciarlo por las mañanas le provocaba
náuseas. Aunque se había tapado hasta el cuello con la gruesa
manta que le picaba, no lograba calentarse los pies. Estuvo
dando vueltas en la cama mientras el viento seguía soplando
afuera, hasta que cansada y nerviosa decidió levantarse. Del
cabezal de su cama colgaba un cable amarillento con una llave
de luz como el que había visto en casa de su abuela Montse,
pero al intentar encenderlo se percató de que no funcionaba.
Maravillas ya le había advertido de los frecuentes apagones y,
37
no en vano, le había dejado cirios, velones rojos y hasta un par
de quinqués de aceite que realmente no sabía utilizar. En
aquella parte del valle los días transcurrían en silencio, un
silencio interrumpido únicamente por los juegos de los pocos
niños del pueblo. Fuera de eso, la quietud dominaba todo…
los caminos solitarios bordeados de endrinos y vegetación
frondosa, y las calles empedradas por las que transitaban
sigilosamente los gatos y las pocas mujeres enlutadas, esas que
se detenían con descaro al ver pasar a alguien y mascullaban
entre dientes ellas sabrían qué… La vida en aquel lugar, lejos
de ser sosegada, presentaba una tensa quietud y se hallaba
impregnada de la nostalgia de otros tiempos, el recuerdo de
los que ya habían muerto y la aplastante carga de una moral y
una cultura ya no sólo extremadamente conservadora, sino
más bien anclada a supersticiones, fábulas y todo aquello
capaz de infundir miedo e ignorancia, de generación en
generación desde tiempos ancestrales. Esther sabía que en
algunos lugares del norte tenían la costumbre de colocar un
cardo en la puerta de casa como símbolo de protección, para
ahuyentar a las brujas; era algo que le gustaba pero nunca,
hasta que llegó a aquel pueblo, había visto algo tan horrendo
como un murciélago clavado en la puerta de entrada de una
38
casa. Por lo que pudo escuchar, había bastantes historias
acerca de los murciélagos en la zona, historias muy arraigadas
popularmente que se remontaban a los tiempos de la
Inquisición en las que las brujas se reunían en los aquelarres
de las cuevas próximas, y utilizaban a los murciélagos en la
celebración de ritos satánicos.
El tiempo parecía haberse detenido muchas décadas atrás y
cualquier novedad, lejos de aportar frescura, se contemplaba
como una amenaza para aquellas gentes, acostumbradas a ver
pasar el tiempo con resignación, como si fuera algo ajeno a sus
vidas.
Esther puso los pies en el suelo y encendió un velón rojo
con las cerillas que tenía en el cajón de su mesita. A pesar de
utilizar peucos gruesos de lana sobre los calcetines, el helor de
los azulejos calaba en sus pies. Bajó casi a saltos por la escalera
tratando de esquivar el frío, observando como el fuego
luchaba
por
sobrevivir
al
tiempo
que
iluminaba
modestamente aquella silenciosa estancia. Acercó las manos a
la chimenea y luego se sentó en una mecedora estirando los
pies. Apoyada hacia atrás cerró los ojos mientras sentía como
el calor iba reconfortándola. Había entrado en una especie de
39
ensoñación cuando escuchó un fuerte ruido en la ventana que
la asustó. En un primer instante se quedó inmóvil al tiempo
que un escalofrío le recorrió la espalda, pero trató de
reaccionar y poniéndose en pie fue con sigilo hacia la ventana.
El viento movía violentamente las ramas de los árboles y sintió
temor. No obstante y tras comprobar que no se había roto
ningún cristal, ni había ningún desperfecto, se armó de valor y
abrió la ventana para asomarse. La fuerza del viento abrió de
par en par las hojas de la misma dejando frente a ella la
sobrecogedora
estampa
de
una
fría
noche
iluminada
únicamente por la luz de la luna llena. Tratando de recogerse
el pelo se asomó a la ventana y vio que bajo la misma había un
bulto mediano, pero la vista no le alcanzaba a identificar de
qué se trataba. Sin vacilar ni un instante y a pesar del cúmulo
de sensaciones en su interior, salió a la calle a ver qué era
aquello, no sin antes coger el velón rojo con el que había
bajado desde su habitación. Salió a la calle y se dirigió a la
ventana que se encontraba junto a la puerta de entrada;
acercando su vela a aquel bulto se puso una mano en la boca
tratando de ahogar un pequeño grito involuntario y sintió de
nuevo un escalofrío… lo que allí había era un pájaro negro, o
no… era… era un murciélago bastante grande con la cabeza
40
herida.
Aquella
escena
resultaba
extremadamente
desagradable y le produjo una especie de repulsa pero,
obedeciendo no sabía a qué exactamente, lo cogió con dos
dedos y lo entró a casa. Nunca antes había visto un murciélago
tan de cerca; a pesar de sus grandes orejas y sus dientecillos
afilados, no pudo evitar sentir ternura por aquel bicho que
acababa de estrellarse contra su ventana. Aunque saltaba a la
vista que estaba muerto lo tendió en un paño de algodón, y lo
dejó frente al fuego como si el pobre fuese a resucitar…
A la mañana siguiente, Esther se levantó con una sensación
de opresión en su cabeza; miró el antiguo despertador a
cuerda heredado de su tía abuela Elisa y vio que eran las
nueve menos diez. Preocupada, buscó el pantalón de pana
marrón y el jersey de rombos que había dejado sobre el mozo
perchero la noche anterior y se vistió apresuradamente. De
pronto se paró sobre sí misma y al tiempo que notaba las
palpitaciones de su corazón, se dio cuenta de que aquel día era
sábado y que por lo tanto no tenía que ir al colegio. Respiró
profundamente y bajó las escaleras al comedor con la
intención de tomar algo para su dolor de cabeza, entonces lo
vio allí rígido e inmóvil tal y como lo había dejado por la
41
noche. Se quedó mirando fijamente a aquel pobre desdichado
sintiendo pena, y tomándolo de nuevo entre sus manos lo sacó
al huerto donde con extremada delicadeza cavó una pequeña
tumba bajo el nogal. Estaba concluyendo aquel singular ritual
cuando escuchó que alguien la llamaba. Dejando la pala
apoyada en el tronco del árbol se giró, pues estaba de espaldas
al muro que rodeaba la casa, y con la mano haciendo visera en
su cara vio a Maravillas. El rostro de la vecina portaba
preocupación, y entre las cejas se marcaban dos arrugas que
denotaban rigidez y nerviosismo. Esther la invitó a entrar y
ella lo hizo sin apartar su mirada de la pequeña tumba
improvisada hacía apenas unos minutos.
—Buenos días Maravillas… ¿cómo se encuentra esta
mañana? Hace un día precioso, lástima que yo no pueda
disfrutarlo ya que…
—¿Se puede saber qué haces? -dijo enfadada ella- No sé qué
traes entre manos pero… ¿no crees que sería mejor que diera
sepultura a lo que sea “eso” el cura?
—Mujer… es sólo un murciélago, déjame que te explique…
-dijo Esther cortada por las palabras de la mujer.
42
—¿Un qué? -preguntó Maravillas mientras se santiguabaLo que me faltaba por oír… ¿no sabes que esos animales llevan
la rabia? Los han quemado en hogueras durante años… son
seres endemoniados que sólo traen desgracias.
—Pero… chocó anoche contra mi ventana, no me parecía
justo dejarlo por ahí tirado -dijo Esther.
—Mira lo que te digo Esther, suerte que ese diablejo no
llegase a entrar a tu casa… cuentan que hay una manada de
esos suelta por aquí que sale por las noches a robar el alma de
los que agonizan… Anoche un grupo de hombres salió a su
caza porque nadie aquí quiere oír ni hablar de semejantes
criaturas ni de todas las desdichas que traen… que Dios se
apiade de nosotros -concluyó Maravillas.
Y sin mediar ni una sola palabra más y para asombro de
Esther, se dio media vuelta y atravesando el huerto se marchó.
Esther estaba estupefacta pues no creía que un animal tan
pequeño fuese capaz de tales desgracias. Entró en casa
pensando en Dios, y en por qué debía de apiadarse de nadie
entonces… no entendía nada, así que decidió prepararse un
café en la pequeña cafetera italiana que trajo consigo de casa y
43
sentarse un rato a pensar en lo sucedido. En la despensa de la
casa, una pequeña alacena con cortinillas de ganchillo
integrada en la misma pared de la cocina, había una buena
provisión de café, azúcar, canela, nuez moscada, laurel,
pimienta… bolsitas de manzanilla, té y poleo y varias botellas
de licores, sobretodo unas de color rojizo sin etiquetar, que
dedujo serían patxarán casero. La gente de la zona era muy
dada a la elaboración de quesos de oveja y cabra, licores de
frutas, mermeladas de mora y endrinas… ya que el valle era
realmente abrupto y los caminos, poco transitados y en malas
condiciones, no permitían buenos accesos ni comunicaciones
sobretodo en época de nieves, ni por lo tanto la facilidad en el
aprovisionamiento de alimentos y enseres básicos. Los quesos
de oveja, con denominación de origen en aquella zona, eran
deliciosos y el valle se encontraba salpicado de caseríos en los
que sus gentes se dedicaban en exclusiva al cuidado del
ganado y la venta de leche y quesos. La vida pues transcurría
en plena armonía con los bosques cercanos y obedecía a las
normas que la naturaleza dictaba… por ello seguía siendo
igual que hacía 200 años.
44
Tras tomar el café y unas galletas, decidió terminar de
asearse y tomar una aspirina para su dolor de cabeza, aunque
pensó que su mejor medicina sería la siesta que haría después
de comer. Cogió un bolso de mimbre y colocó dentro la
huevera de plástico que había en la despensa. Atravesó el
corto camino de la puerta hasta la verja y miró de nuevo la
pequeña tumba. Aunque todavía era octubre en aquellas
tierras se notaba ya el frío, y normalmente todos los días había
un poco de txirimiri en los amaneceres; así era como llamaban
allí a esa fina lluvia y constante que lentamente iba calando en
la tierra, y a la que los musgos adoraban. Cerró la verja y se
dirigió a la plaza donde solían ponerse los sábados los
vendedores ambulantes que recorrían las poblaciones del
valle, como el panadero que traía también arroz, conservas de
pescado y botes de legumbres y Josetxo el señor de los quesos
en su furgoneta Ford Rubia. Aún no había avanzado unos
cuantos pasos cuando divisó un corrillo de mujeres, vestidas
de negro, hablando acaloradamente. Esther pasó, y ellas
callaron de golpe escuchándose únicamente el sonoro buenos
días que propinó con energía y descaro. Ninguna de aquellas
viejas se dignó a contestarle y, pese a lo molesto de la
situación, Esther no dudó en seguir su camino. Lo cierto era
45
que le molestaba profundamente la falta de educación de estas
gentes con ella, pero tomó aire y se alegró de sentirse ajena a
esas actitudes tan arcaicas. Cuando llegó a la Citroen roja del
panadero, vio a una señora bajita y delgada que atendía a los
pocos clientes que tenía con rapidez y sin apenas cruzar
palabra. Esther le saludó y en vista de que la pizpireta tendera
no mostraba demasiado interés por entablar aunque fuese la
típica conversación acerca del tiempo, le pidió una hogaza de
pan, una bolsa de hierbas para infusión, dos botellas de leche y
media docena de huevos. La señora fue dejándolo sobre el
mostrador fríamente, y Esther concluyó igual de rápido el
negocio guardando sus cosas y pagando con presto. Estaba
cerrando la huevera de plástico al tiempo que había
comenzado a caminar, cuando vio a Maravillas que andaba
apresuradamente
en
la
dirección
de
aquel
mercado
improvisado con tres tenderetes. Al pasar frente al corrillo de
vecinas que todavía charlaba animadamente, agachó la cabeza
y aceleró el paso como temiendo ser devorada por ellas. La
intención de Maravillas no era la de detenerse a charlar con
Esther, pero ésta la agarró del brazo al pasar a su altura y en
un intento de bajarla al mundo terrenal la paró en seco.
46
—Maravillas… por favor espere… creo que deberíamos
hablar… -le dijo.
—Esther, tengo prisa, esta tarde es la celebración de la santa
en la ermita, debo zanjar varios temas importantes -contestó
Maravillas.
—Mire Maravillas, no tengo relación con los vecinos, no me
hablan, mascullan a mis espaldas y hasta en mi propia cara, y
usted… -dijo con tristeza Esther.
—Háblame de tú por favor -espetó la mujer tercamente.
—Bueno pues tú, a quien más cercana me siento, tratas de
evitarme a toda costa… además de lo que pasó esta mañana
-rectificó Esther.
Esther le miraba a los ojos de Maravillas, sosteniéndole la
mirada firmemente, y por primera vez desde que había
llegado vio en su mirada que aquella aspereza se había
tornado en algo parecido a la tristeza.
—¿Me acompañarías esta tarde a la ermita? -dijo Maravillas
para asombro de Esther- Podríamos… podríamos si quieres
47
tomar un café después de comer, antes de marchar -continuó
diciendo tímidamente con un hilillo de voz.
—Claro que lo haré -contestó Esther esbozando una sonrisa
que transmitió serenidad a ambas mujeres.
A las cuatro de la tarde de aquel sábado, Esther se
encontraba tocando al picaporte de la puerta de la casa de
Maravillas. Esta le abrió con un semblante más relajado de lo
que la tenía acostumbrada y Esther pudo intuir bajo de sus
gafas de pasta cierto brillo en sus diminutos ojos. Maravillas
tenía preparado el café en una tetera de porcelana roja, y dos
tazas de loza que parecían haber sido decoradas a mano, con
un girasol pintado en cada una de ellas sobre un fondo rosa. A
pesar de no haber estado nunca en aquella casa, Esther se
sintió cómoda desde el primer momento. La chimenea estaba
encendida y un ramillete de flores frescas adornaba la repisa
de la misma. La mezcla del aroma del café recién hecho con el
de la leña convirtiéndose en cenizas y la fragancia de las flores
le recordó a la masía de los abuelos en la que había pasado
tantos y tantos veranos. Esther estaba sumida en sus
pensamientos cuando al mirar hacia el sofá vio algo que llamó
su atención profundamente. Era una especie de figura de cera
48
que a primera vista, y sin saber de qué se trataba, le producía
mucha curiosidad. Maravillas la vio mirándolo y sin pensarlo
la cogió para enseñársela; le explicó, mientras Esther
escuchaba atenta, que era una pierna de cera que desde que su
hermano murió tras la Guerra Civil, ella ofrecía a la santa cada
año. Lo hacía a fin de cumplir con la última voluntad de
Mikel, su único hermano. A pesar de haber curado su pierna
derecha gravemente herida al ser alcanzada por una bala
durante la Guerra Civil, moriría postrado en su cama incapaz
de superar el recuerdo de la barbarie, la pena por los amigos
que había perdido en el camino y las atrocidades vividas… En
sus últimos días y a pesar de las alucinaciones, consiguió
recordar con claridad la sanación de su pierna y le pidió a
Maravillas, que contaba entonces con 15 años, que se la
ofreciese en señal de agradecimiento a la santa patrona.
—Pero este año no la llevaré -continuó explicándole a
Esther- Será la primera vez en muchos años que no lo haré…
En la ermita han cerrado la sala de las ofrendas y prefieren un
donativo en lugar de los miembros de nuestros familiares.
—Se deberá a una cuestión práctica, de espacio quizás…
-dijo Esther tratando de restar importancia al asunto.
49
—No mujer, esto ya no tiene que ver con las últimas
voluntades de mi hermano, sino que obedece más bien al
criterio personal del cura que prefiere los donativos… Estoy
tan disgustada que no he podido evitar decírselo y aquí ya
sabes que somos cuatro gatos… las noticias corren como la
pólvora…
—Entiendo… vaya… por eso estamos en boca de las
vecinas… tú por razones obvias y yo… yo por ser tu amiga
¿me equivoco? -dijo Esther apoyando la barbilla en su mano.
Maravillas miró el reloj de pie que presidía su comedor y
viendo que todavía era pronto para la misa, le acercó a Esther
el plato con pastas de anís que ella misma había hecho.
Comenzó a contarle que aunque le había soltado aquella
monserga sobre los murciélagos por la mañana, no creía en
absoluto en aquellas tonterías. Lo que sí que era cierto era que
antes
del
altercado
entre
ambas,
Maravillas
había
protagonizado una discusión con el cura delante de varias
vecinas, y que por eso llegó muy enfadada a casa de Esther y
pagó con ella su enojo.
50
—Además te contaré algo más. Por aquí creen que soy algo
así como una bruja, pues en unos documentos antiguos del
pueblo aparece un antepasado mío entre las 40 personas que
por el año 1600 fueron juzgadas en el proceso de Logroño por
brujería… no sé si sabes de lo que hablo… La cuestión es que
he continuado con una vida solitaria a los ojos de los demás;
no me casé, no seguí los patrones sociales “bien vistos” ni
nunca me preocupé por lo que pensarían los demás de mí…
me gusta caminar y recoger hierbas, me inspira el bosque y los
seres que habitan en él, las lamias de los ríos, la diosa Mari… Si
por tener imaginación me consideran una hechicera, dejaré
que lo hagan…
—De la que te has librado Maravillas… en aquellos tiempos
hubieras ido a la hoguera como aquellos desgraciados, o en el
mejor de los casos te hubieran desterrado -dijo Esther con
sarcasmo- ¿Te das cuenta lo absurdo de tener todavía una
mente como en aquella época?
Maravillas siguió contándole que hacía muchos años que
quería haberse marchado de allí, que quisiera haber estudiado,
pero que el cuidado de sus padres le retuvo en el pueblo
ahogando sus ansias de volar y de conocer el mar. Le habló de
51
sus noches solitarias añorando otra vida, y de los extraños
sueños que le asaltaban en los que el rostro de una mujer a
quien no lograba identificar le hablaba y le animaba a escapar
de la jaula que aprisionaba sus anhelos. Esther escuchaba
atentamente, a la par que su corazón se encogía ya que nunca
hubiera
imaginado que
aquella mujer albergase
tales
sentimientos de libertad ni tantas ganas de vivir. Bajo aquella
apariencia agria se escondía una mujer frágil, que con los años
se había empapado de historias fantasmales y supersticiones
alejadas de la realidad, y había llegado un punto en el que ella
misma se las creía aunque fuera únicamente para protegerse
de los vecinos. Era por eso por lo que dentro de su casa vivía
su propia fantasía, y le seguían ilusionando las cosas pequeñas
como hacer mermelada de arándanos, tejer bufandas y peucos
o pintar acuarelas. Aquella tarde no acudieron a la ermita pues
la conversación se prolongó hasta la noche.
Durante los meses siguientes las dos mujeres continuaron
alimentando su amistad con las ilusiones personales de cada
una. Sus caminos se habían cruzado en aquel momento, en un
terreno áspero y difícil, seguramente para aprender la una de
la otra; pero tan pronto comenzaron a deshacerse las nieves
52
del crudo invierno, la primavera les trajo calor y luz a sus
vidas. Planificaron para el final de curso, coincidiendo con las
vacaciones de Esther, un viaje al Mediterráneo. Maravillas
podría conocer al fin el mar y Esther reencontrarse con su
hermana a quien hacía años que no veía.
Al curso siguiente Esther consiguió una plaza como
profesora en un colegio en las tierras que la vieron crecer, y
cuando salía a pasear por la playa respiraba la misma brisa
que todavía respiraba Maravillas cuando contemplaba sus
acuarelas, unas estampas de mar que pintó en el viaje que
cambiaría para siempre su vida.
53
Accèssit Lliure
El palacio de hielo
Isabel Valero Vivancos
C
on una temperatura de -1 ºC cualquier mirada puede
resultar una fotografía cristalina y perfecta que atrapa
un instante, ese mimetismo que sólo el sentimiento más puro
desata cuando estás mirando a la mujer que amas, la más
deseada, para la que nunca hubo película que la hizo suplente,
esa carita que te diluye el alma a estado líquido y como tal a
esta temperatura se congela y queda perpetuo y almacenado
este amor. Su mirada bien merece el comienzo de una historia,
quizás no la típica tópica historia de amor de telenovela ni de
serie B americana, pero si la máxima y más sencilla obra de
orfebrería humana, porque las miradas nos transportan, a
veces queman, a veces nos trastocan los elementos, en
ocasiones
son
guerreras,
otras
truhanas,
las
miradas
mendigadas en la esquina de un ocaso que quiero, a forma
personal, redactar con la sutileza que mi gelatina cerebral, algo
falta de azúcar, me permita.
57
Adentrémonos pues en este palacio de hielo acotado e
indaguemos en su complejidad hermosa e imperfecta y en una
vorágine
de
feudos
alzados
con
cada
expresión
y
convencimiento propio o impuesto, elegido, la sensibilidad, la
soledad, el olvido, la belleza, el amor. Todos los palacios que
rigen mi mundo, serán decorados con la comprensión de su
significado y su resultado.
Por ello os contaré cómo profundizar en esta bóveda de
sentimientos complejos que describen el cauce natural de la
vida y este enamoramiento accidental y platónico que me llevó
a escribir con el pulso meditabundo este relato virginal y a
corazón descuartizado.
Si a un niño le quitas la piruleta la deseará toda su vida con
más ahínco.
PALACIO DE HIELO
Camino hacia la calle Escultor Pérez cruce con la esquina de la
cafetería Sabore, en una carrera de saltos de obstáculos por
obras como cuando era niño y evadía a la señora Carmen con
58
su carrito de la compra con llantas de diecinueve pulgadas,
siempre fue una adelantada de la época, o al niño repelente y
tocapelotas que siempre te prometía cubrir tu ojo con un
esputo revenido del mismísimo tercer chacra a veinte metros
de distancia o por descontado, cuando tu madre encolerizada
por tus notas, te lanzaba la zapatilla de estar por casa
teledirigida que siempre te daba a pesar de esconderte y si
aprobabas,
se
animaba
a
comprarte
merecidísimo
el
megamolón y más caro chándal de Nike con deportivas a
juego para que mi niño haga deporte que eso abre la mente y
evita las malas compañías, entonces aligero el paso que llego
tarde a mi café matutino de las 7:30 am, cosa inusual para
alguien tan milimétrico y de exquisita puntualidad, porque lo
bueno se hace esperar ¿no? ¿Quién inventaría esa patraña?, a
nadie le gusta esperar, peligran las uñas, los programas
informáticos mundiales y en millones de ocasiones, la vida de
una persona depende de unas milésimas de segundo.
La cafetería Sabore es un sitio acogedor, cálido en esencia,
huele a barrica vieja, ¡valee! es una de esas cafeterías montada
a escala que como tal existen cuarenta en toda España, por
obra y arte de Doña Franquicia Italiana, pero cuando entras
59
notas la amalgama de olores que se denotan, los vahos
matutinos se entremezclan con los perfumes del café
estratégicamente suspendido en urnas de almacenamiento, las
resinas aún frescas de la cúpula del techado de cartón madera,
la frescura de la higiene que las señoritas Ruth e Inma llevan a
rajatabla por petición expresa del encargado de turno. Me
gusta venir, llegar, sentarme y sentirme como en casa. —Por
favor señorita ¿me sirve un café con leche, corto de café y leche
hirviendo? (que para frío ya está mi día a día).
La señorita Inma se acerca con paso seguro pero sin ser
desafiante, la miro como dibujando cada paso imitándolo con
la imaginación y redactando con la mente un deseo de infame
compromiso.
¿Podrías venir a casa a prepararme un delicioso café? y, de
paso, ¿te puedes quedar para el resto de tu vida a mi lado?
Es curioso cómo visualizamos la forma de serpentear el
cuerpo zarandeándose de lado a lado con el contoneo, la
forma que tiene de esgrimir el bolígrafo y escribir una nota.
¿Cómo debe oler su piel a ocho milímetros? ¿Qué color lucen
sus ojos verde musgo en principio cuando le viola la mirada el
60
primer rayo de sol que se filtra por la ventana? ¿A qué sabrá
su boca mojada en un mar de carnosa sexualidad? ¿Hacia
dónde se retirará el mechón de cabello rizado negro ceniza
como mi titubeante sensación de vulnerabilidad ante su
presencia? ¿Qué música hará que pierda la estabilidad y le
llene de desenfreno? ¿Qué tipo de comida comprará para
aderezar todos sus días de gastronómicas sensaciones? ¿Qué
tejidos exóticos cubrirán acariciándole su piel como una
garcilla se posa y cohabita en la grupa del hipopótamo
beneficiándose ambos de ese vínculo? Los tejidos besan la
dermis, es una simbiosis entre la materia y la carne. Hay
muchas simbiosis y emparejamientos curiosos en la naturaleza
¿verdad?
Cuando la veo aparecer, siento que toda esta espera ha
merecido la pena, que ella caería de repente sin avisar tan
espléndida y regalada, ardiente y sanadora como el café
caliente que suele servir a diario a los ávidos clientes y que me
bebería a pequeños sorbos para preservar su intensidad,
paladear su sabor electrizante y edulcorado tan repleto de
matices, sentir que me calienta y me da vida, ella, ese ser alado
y colorista con su aura celestial y con su júbilo, su carita de
61
niña malcriada ha llegado de sorpresa y sin precio que pagar,
es la gasolina de mi maquinaria antes obsoleta, la llave “Allen”
exacta que precisaban las tuercas de la estructura metálica de
este rascacielos de sentimientos adormecidos y perennes que
Inma, con su renovadora alarma, despierta. Ella me ha
atrapado en este tiovivo de emociones del cual no me puedo
apear, se ha convertido en el corcho de la botella del mejor
champán por descorchar y que año tras año sobrevive a
Nochevieja.
¿Cómo un ser tan frágil a mi entender, con esas mejillas
sonrosadas, puede remover toda esta materia orgánica? Si
sonríe me sonrojo, si se enfada me fusila las entrañas de querer
sosegarla, si la veo llorar me duelen hasta las legañas, si la veo
mirarme me cruje por dentro el alma, si me da pena no es
consciente de cuánto la amo y no puedo ayudarla.
Me amedrenta la posibilidad de que un día se metiera en mi
casa a visitarme con cualquier excusa mundana, con una
trivial esperanza de habernos cruzado en la Galería Comercial
Futura y haber intercambiado unas palabras, pues ya somos
asiduos a nuestro contrato diario de compraventa de café,
62
tostada con aceite y una amplia sonrisa para hacer llevadero lo
duro y gélido del mundo y sus periferias.
Ya que la señorita Inma, con su cabello engolado similar a
Monica Bellucci, me sirve con sutil esmero y eficacia
profesional, ese café matutino, en ocasiones me suelto la
melena y como dirían en la jerga, “le tiro los trastos” y la visito
a media mañana para romper la monotonía y mi trabajo que
satura a un muerto (esto no debería constar en mi currículum
vitae, es una grosería algo impropia) y abre el apetito de una
forma extraña ya que el frío dicen que te congela hasta las
ganas de respirar, pero en mi caso a mi camarera favorita me
la comería entera.
No sé si es una buena persona, cierto, si tiene hijos o
mascota, no sé qué religión abraza o si será agnóstica, tendrá a
alguien esperando su llamada o buceará por las redes sociales
en busca de calor humano en ocasiones un tanto artificial, una
media naranja en ocasiones podrida, una evasión fortuita y
ocasional, un encuentro sexual apresurado y carente de
compromiso ¿Qué la llevaría a mentir o ser sincera o creerse
las mentiras de otros sobre su condición física, o una hipotética
carrera de derecho? Sólo puedo responderme con una
63
obviedad casi insultante y es que a mis ojos es cuasi la criatura
más perfecta que jamás conocí y para mi olfato la más cruenta
derrota.
Me enamoré cuando la vi mirar de reojo un súbito día entre
miles de miradas distantes y superfluas y entre el murmullo
de gallinero colapsado, sus diminutas pero orondas manitas
asían con tanta delicadeza aquella taza de café humeante, me
enamoró esa estampa pictórica con su entorno de madera que
tomaba la fuerza de una selva virginal y ella era la amazona
más salvaje, una Jane atrezzada en el más hermoso e idílico de
los parajes por mi mente imaginado. Creo que me enamoró ese
sonido cóncavo de su risa rebotando en cada rincón de la sala
y fue instantánea la sentencia de cadena perpetua al visionar
su sonrisa al final de este túnel de deliciosas obscenidades.
¡Qué bello es amar y la vida! según Federico Fellini con sus
aledaños, tengo que mascullar que nunca fui un magnate en
asuntos amorosos, nunca pujé alto en la bolsa de los
populares, creo que puedo contar con una mano las veces que
he tenido relaciones sexuales plenas (que no satisfactorias) con
una mujer y con dos dedos en señal de victoria me basta para
las que me he enamorado y he mantenido una relación de
64
pareja. Sí, debo admitirlo, soy un introvertido natural y
cutáneo, suelo agachar el careto y ponerme mis propios
grilletes por temor al rechazo, jamás le dije a nadie que me
gustaba así de buenas a primeras, siempre fui conquistado, era
un ente inexistente pernoctando por la jungla de las fiebres del
sábado noche, ávido del tacto de una piel de melocotón, de
una mera conversación intrascendental, pero mi mundo y mi
juventud se resumían al frío inquietante y mudo que se diluye
en el cubito de hielo del último cubata al final de una barra sin
sentido, el castigo mas aplomador de la soledad inmunda, esa
ruin compañera que no es siquiera una fémina atractiva y
azarosa porque es una “partenaire” no elegida sino impuesta
en su mayoría. No existe consuelo ni armonía en los callejones
del aislamiento social, ese cuchillo que segmenta por trozos a
los válidos con una aspirina pegada al culo, de los moribundos
emocionales, los nominados a los Razzie del desahucio
sectario y selectivo que rige nuestro mundo actual y repleto de
banalidades.
Creo que a pesar de todo la existencia la marcamos
nosotros mismos con nuestros esquemas y nuestros actos y
que deben darse pasos con acierto y contundencia, no
65
debemos dejarnos llevar por la desidia y la ceguera
generalizada. Yo motivado por esa ola y la educación estricta
de mis padres me he aislado durante años en una habitación
catatónica sin apenas motivaciones, sólo el mero eco de mi
trabajo que me estruja, el dictamen de una familia de clase
media alta enfrascada en una falsedad que hasta teníamos un
perro de porcelana porque los animales vivos, que cagan,
ensucian, violentan y babean no entraban en las directrices de
mi burguesa casa, pero sí los vídeos de coprofilia de mi tío
Harry, el hermanastro de mi padre, un inglés serio y puritano,
redactor en un periódico de prestigio y considerada seriedad
narrativa, pero de dudosos gustos sexuales en la cama y
donde no es la cama.
Hasta donde la memoria me alcanza sólo recuerdo cenar
con mis padres los fines de semana en casa de la tía Herminia,
quizás ir a ver un ciclo de “Cinecittà” en los cines Avalon de la
calle Serrería, un “ménage à trois” intelectual con mi mejor
amiga Sandra y su clon sentimental Fernando, que las noches
se hacían infinitas pero entretenidas, alguna escapada a mi
ciudad favorita y elegida para joder un poco a mi mapa
sentimental, París, diosa libidinosa de los enamorados o tal
66
vez Cannes por las fechas del festival de cine. Nunca viajé al
extranjero demasiado acompañado esa es la pura verdad, de
hecho mi primer amor o relación estable fue a los veintitrés
años de edad y fue con Rosa Garva cuatro años mayor que yo
y monitora de yoga del centro New Zen donde solía evadirme
y encontrarme espiritualmente y después de cada sesión a las
ocho quedábamos a la salida para el recital de “Anthony
Chapmans Piano Artist”, en el pub Luceros, conocido y
reputado
local
por
su
ambiente
“new
age”
y
sus
recomendadas actuaciones en directo que nos hacían vibrar al
mismo son. Las tardes las devorábamos con los besos
apasionados de la primera historia, me mordían los celos
cuando paseábamos cogidos de la mano y hasta las estrellas se
giraban a mirarla porque deslumbraba con su melena rubia
balcánica y sus ojos mermelada de océano, me caló, entró de
lleno como un elefante en una cacharrería en la fortaleza
inexpugnable que tenía alzada sobre mi corazón, porque era
muy mío, lo reconozco, “mea culpa”. Pero Rosa dilató ese
hielo que se formó durante años como una cáscara cubriendo
mi “órgano de la pupa”. Solíamos escaparnos a visitar los
pequeños rincones rurales que hay esparcidos por todo el
interior de la geografía española, en un vano pero seductor
67
intento de alimentar nuestro amor cada día más y así afianzar
algo que podría llegar incluso a matrimonio, cosa que mis
padres deseaban con una fuerza sobrehumana ya que eran
creyentes hasta la médula pero no lo llevaron ellos
precisamente
a
rajatabla,
predicadores
de
falacias
y
vendedores de realidades paralelas diría yo, porque en su caso
no es que el dicho de “En casa del herrero cuchillo de palo”
no. ¡Lo suyo era una cucharilla de plástico desechable mínimo!
Pero nuestros esfuerzos no dieron resultado y como en toda
relación humana que se precie, es preciso que remen dos al
unísono y ella se cansó de remar a los tres años porque
divergíamos en lo que esperábamos de la vida y nuestro barco
iba en direcciones opuestas.
Las únicas exponentes femeninas que conocía eran las ricas
maduritas amigas de mi madre que frecuentaban el “Chanson
de Jeunesse”, un club elitista y muy selecto al cual mi madre
me llevaba y en el cual disfrutaba de los más delicados
perfumes, las damas con sus cutis alicatados hasta el extremo,
ese brillo atemporal que emanaba de sus mejillas operadas con
la firma “Anti Age”. Siempre me pregunté ¿las muñecas de
cera si las acercaras a una cerilla se derretirían? ¿Qué pasaría
68
con esas mujeres acaudaladas cuando perecieran? ¿Quién
pagaría su belleza tras la defunción? ¿Dónde irían a morar sus
rostros de canela encendida? Mi madre era una de esas
muñecas de cerámica con su cutis heterogéneo, era una fiel
seguidora del método Joan Crawford que consistía en todas
las mañanas con la piel limpia, sumergir el rostro en una
palancana llena de agua y hielo, porque yo le hubiera metido
la cara directamente en el congelador pero era una odisea y un
reto añadido para el señor Fagor. Mi madre es una señora
elegante y altiva donde las haya, su único y no por ello menos
meritorio trabajo conocido, era mantenerse en perfecto estado
de conservación (que yo para eso compro un film que
envuelves los alimentos y se conservan al vacío perfectos), y
pensaréis …Pues sí, mi madre también era un manjar para
muchos por desgracia, no sólo para mi padre que la
idolatraba, y es que mi madre le pagó años de dedicación y
exclusividad devota abandonándolo por su profesor de pádel,
diecisiete años más joven que ella, seguramente fue cuestión
de pelotas, siempre fue una licenciada en el arte de la
seducción y mi padre, un rico magnate de la finanzas pero un
pobre idiota.
69
Mi segundo avatar amoroso fue un callejón sin salida con
mi vecina del 6º A, Maite, una licenciada en biología marina y
monitora de delfines en un “Aquarum Center”, era una
persona muy peculiar con su sensibilidad y conexión con la
naturaleza y la enigmática belleza del reino animal, era
fascinante lo que hacía, todo sea dicho, y gozaba de una
sensualidad exquisita pero nunca fue una oradora nata y
nuestros encuentros eran variopintos y se limitaban a todo
tipo de juegos sexuales, en ocasiones sin musitar palabra
alguna y a pesar de que me encandiló ese silencio abrasador
esa
introversión
pegajosa
a
la
que
tanto
me
había
acostumbrado toda mi vida, flotaba en el ambiente una
timidez apabullante y a la par pueril que me enganchaba a ella
pero, como he dicho antes, no había conexión ni diálogo y el
filón sexual al final no bastó y la dejé muy a pesar mío
enseñando a sus delfines, ya que yo no podía enseñarle nada a
ella.
Mis padres lucharon titánicamente para que estudiara
económicas, pero los números nunca me cuadraron demasiado
(risas) y por supuesto mis planes eran otros, a mí me fascinaba
el cine y los grandes actores del celuloide, me gustaba la
70
estética y por descontado siempre abogué por la medicina y
bueno busqué un término medio sólo para darle a mis padres
en su orgullo de millonarios y hallar mi camino lejos de tanta
frivolidad y encontré eso, al fin y al cabo lo que ellos me
inculcaron, “FRÍO”.
La mariposa colorista aletea alrededor de las mesas en un
vals de muecas y florituras, sirviendo a los clientes una tacita
de simpatía y buen hacer que tanto escasea en estos tiempos,
luciendo su figura de golosas curvas que se adivinan debajo
de un uniforme que no le hace justicia. Hoy estoy decidido a
merendarme esta vergonzosa actitud y arrojarme al acantilado
de su boca de paraíso vegetal, necesito asesinar este miedo que
me ahoga la garganta hasta poder escupir la nuez y dejarle
una nota, una diminuta servilleta de cafés Sorbinno con mi
teléfono al final de una elegante invitación a tomar algo, con la
esperanza de que nos conozcamos mejor, aunque yo a ella
parezco haberla esperado toda una vida. Sin que me tiemble el
pulso escribo con discreción y la llamo. —Señorita Inma, ¿me
puede traer usted la cuenta? Con la agilidad de una gacela en
plena eclosión de juventud, se acerca, esboza una sonrisa que
me quebranta hasta las costillas, recoge el dinero junto con la
71
servilleta en medio y se marcha apresuradamente mentando
mi nombre junto a un “gracias” que en su boca suena a lava
volcánica. Si ella fuera el Etna, me arrojaría sin dudarlo al
epicentro para arder en su magma.
Los horarios son arduos en mi trabajo, no conocemos la
palabra crisis ni de pasada, todo está impregnado de un
silencio escrupuloso y una pulcritud y seriedad que roza lo
asqueroso. Soy consciente de que el tiempo realmente se
congela en mis manos y que habito en la morada del hielo, las
historias que se cuajan detrás de cada persona se quedan
embalsamadas en la memoria.
Las noches desde que dejé de vivir con mis padres suelen
ser atroces: suelo cenar solo, dormir solo en el mismo lado de
la cama por si por combustión espontánea apareciera al otro
lado mi pequeña femme fatale y el tiempo se detuviera con mi
cara pegada a la suya escuchando de fondo a Edith Piaf.
¿Quién dijo que soñar era para suicidas?
Mi casa se convierte en mi exilio forzoso por eso prefiero
pasear por la rambla vieja del río y empaparme del hilo de
vida que corretea por esas aceras, exprimiendo al máximo
72
cada momento, porque he aprendido con mi trabajo, que cada
momento pasado cuenta en el cómputo vital de nuestra
biografía.
Cruzo avenida abajo y de repente me suena el teléfono y no
reconozco el número que parpadea luminoso en la pantalla.
—¡Sí, dígame! -contesto.
—¿Daniel, eres tú? -Una voz femenina contesta.
—¡Sí, yo mismo!
—¡Ah, hola soy Inma!, la camarera del Sabore. ¿Sabes quién
soy? -¡Es ella! (Un trago de por lo menos litro y medio de
saliva ahoga mi gaznate.)
—Pues… por supuesto ¿Cómo no? Si te dije… Bueno que…
Que veo que no tiraste la servilleta (risas). Temía que lo
hicieras. ¡Qué grata sorpresa! -respondo en un acto de intentar
mantener la calma.
—¡No, qué va!, me ha parecido encantador y además tengo
que confesarte que ya me había fijado antes en ti ¿sabes?, pero
te veía un poco serio e inaccesible y no me atrevía a decirte
73
nada, pero aquí estamos, ¡qué bien! y ¿qué te parece si
cenamos mañana juntos y así desconectamos de mi trabajo?
-Ella se ríe.
Y otra vez esa risa que era como una metralleta fusilando
de lleno mi celibato emocional.
—Fuera de tu trabajo, cómo no… ¡Claro!, me encantaría
Inma, además mañana no tengo nada en la agenda je -(no tenía
nada interesante en mi agenda desde hacía tres años que
recordara y aunque lo tuviera, “mataría por cenar con ella”).
—Vale pues quedamos en la puerta misma de los
Garamond a eso de las siete de la tarde para decidir juntos
dónde cenar. ¿Te parece? -Me fascina la determinación de
Inma.
—Por mí perfecto, hasta mañana a las siete pues. -¡Uuups!,
creo que tengo un color rojo pimentón que parezco recién
sacado de un horno, no doy crédito a este momento fabuloso.
—Cómo me alegro porque me hace mucha ilusión
conocerte… Gracias Daniel por tu mensaje, tengo la intuición
74
de que esto es el principio de algo muy bonito. Buenas noches
cielo…
—Gracias a ti por descontado, por llamarme y darme esta
oportunidad, ¡buenas noches guapa! Y por darle sentido a
toda esta espera y llenar con un sol cálido tanta soledad de
nevera.
Ocho de noviembre, 12:40pm marcan en mi reloj, cae en mis
manos el informe del siguiente trabajo con los datos
personales de los clientes, familia Martos Vícaro, detalles de la
difunta, Inmaculada Martos Vícaro, mujer de 30 años de edad,
dirección, datos personales y descripción física del cuerpo.
Datos del fallecimiento: Accidente de tráfico con posible
desfiguramiento facial por múltiples lesiones con objetos
cortantes. Reconstrucción y modelaje maxilofacial íntegro.
Observaciones: Hora aproximada del sepelio las 17:00 pm.
Una niebla muy densa no me permite seguir leyendo…
3 ºC en la sala de embalsamado y a esta temperatura las
lágrimas se cristalizan en forma de diamantes, con un vaho
asolador miro su rostro desplomado, es mi niña, la mujer que
amo yace inerte en esta camilla, no hay secuencia más
75
terrorífica, no hallo ni un ápice de consuelo ni repuesta a este
órdago de preguntas que soslayo en voz baja, es ella mi
mariposa de alegría, mi pequeña consentida, hubiera
hipotecado mi mundo por ti y ahora la muerte, que es muy
cara, doliente e infame, me arrebata al ser que más he amado,
sin poder amarla. En este palacio de hielo, ella es mi única
princesa.
Ya no muestra mueca alguna, ojalá fuera punzón para
romper los glaciares que copan ahora sus ojos de verde
absenta que tantas miradas me regalaron, los cadáveres
siempre fueron eso durante años, seres bellos en su frialdad
encerrada, sin complejidad para mí, los adecentaba, les hacía
recuperar una juventud y una hermosura que quizás jamás
lucieron. Maldigo el día que desobedecí a mis padres y me
hice tanatopráctor en busca de la belleza inmortal y maldigo
por primera vez al destino, al cielo, a los miles de infiernos que
nos rodean, maldigo a la gente y sus incendios en la cama,
maldigo al que me mira desde lo alto, desde la derecha o la
izquierda porque esta vez he perdido la fe, el dolor me trenza
tanto el estómago que lo podría vomitar. No doy crédito a que
te vayas para siempre y siento que en este caos que me ciega,
76
hasta la sombra afligida de tu imagen de muñeca de porcelana
me hace tartamudear las entrañas.
Mi princesa insólita e infinita en esta morgue de acero
abarrotada de llantos y despedidas, te declaro más solemne,
que jamás mi condición humana me permita, que allá donde
estés o donde vayas se alzará un palacio en homenaje a tu
persona. Que te amo con los huesos entumecidos de tantas
batallas libradas en la que se convierte a partir de este mismo
segundo en mi celda. Te amo desde el holocausto que gasea y
estrangula mi alma que todavía late por tu recuerdo porque
quiero despedirme sin atributos con la dulzura del amante que
se entrega abierto en canal y con mis manos de tanatopráctor
hacer de ti, mi niña mimada y eterna, mi gran obra maestra.
Si el amor se pudiera retener… Yo atraparía mariposas en el
vuelo.
77
Finalistes
¡Basta ya!
María Luisa Agost Suárez
L
eticia se levantó de un brinco, inquieta, silenció el
despertador sin darse cuenta. Buscaba mil excusas para
ocultar que perdía oído con los años. No lo reconocía ni bajo
tortura, era demasiado tozuda. Le inquietó un poco que se
hubiera hecho tarde porque le esperaba una intensa jornada.
Había dormido de un tirón, pero estaba agotada como si
tuviera los ojos pegados con pegamento. Los médicos mienten
vilmente al decir que las personas al cumplir años duermen
menos. Debía ser la excepción que confirmara la regla.
Una falacia, como tantas otras. Siempre tenía falta de sueño
desde que nació su hijo. Nunca recuperaría las horas perdidas.
Incontables noches en vela desde que nació. Los madrugones
para ir a trabajar tampoco ayudaban demasiado. El saldo era
siempre débito según las reglas de contabilidad. Jamás llegaría
a un equilibrio.
81
Buscó por la mesilla las gafas graduadas. Su marido
siempre le había animado a operarse de la vista, pero tenía
miedo. Le gustaba ir sobre seguro. Ya bastante arriesgada es la
vida como para ir buscando aventuras que no sabes cómo van
a salir.
Hoy venía a comer su hijo Marcos con su pareja Raquel.
Como siempre cocinaría Álvaro la paella dominical. Una cosa
menos de la que preocuparse, una suerte.
Raquel hacía muy feliz a Marcos. Como madre, eso era lo
que importaba.
La madre de Leticia se empeñó en que fuera una buena ama
de casa. Aprendió a guisar, bordar, planchar. Odiaba todas
estas actividades. ¿Por qué las tenía que hacer ella y no su
hermano? ¿Carecía de manos para barrer con la escoba y
poner una lavadora? La vida le trajo un regalo en la forma de
un compañero que destruía el mito creado sobre el rol
femenino, desde tiempo inmemorial.
Otra falacia, por supuesto. El mito femenino. No sabe de
dónde surgió.
82
Álvaro planchaba, cosía, limpiaba, fregaba, era un buen
amante y cocinaba de cine. Cuando lo conoció decidió que era
de locos dejarlo escapar. Era un diamante pulido, una lotería.
Sus amigas la envidiaban porque hombres como él
escaseaban. Cuando quedaban Quique, el marido de Marta, se
sentaba a la mesa y no paraba.
—No hay agua.
—Falta pan.
—¿Qué coño pasa con el café que no llega? Hace un cuarto
de hora que estamos esperando. ¿Lo estáis recolectando?
Y de recoger la mesa, ni soñarlo. Ni siquiera se lo
planteaban los caballeros de la tabla redonda.
***************************************
Con el paso de los años, su vida era como un oasis en calma,
desde que se soltó. Había soportado humillaciones, desprecios
innumerables en la persona de su padre y su hermano cinco
años mayor que ella.
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Fue él quien la ayudó a soltarse, le dio la fuerza de la que
carecía y la empujó a poner orden en su vida.
Desde el principio su padre sentía pasión por su hermano,
el varón y heredero. Si su hermano Juan decía que había un
burro volando en el cielo, su padre lo creía a pie juntillas.
Leticia replicaría a su padre que eso es imposible. Sólo
debía utilizar la lógica. Los burros son grandes y además no
vuelan. Alzamos la vista al cielo y no vemos ninguno. ¿Acaso
no podía admitir que estaba equivocado? ¿Carecía de sentido
común lo que ella decía?
Sabía de antemano lo que iba a decir su padre. Siempre era
lo mismo.
—Si tu hermano dice que en el cielo hay un burro volando
es una verdad como un templo. Los burros puede que no
vuelen, pero tu hermano es imposible que mienta, o se
equivoque. Serán imaginaciones tuyas que el burro no exista.
Si tu hermano lo dice, va a misa, aunque tú no lo veas. Los
celos te enferman. Estará escondido tras una nube, por eso no
te das cuenta de tu error. Los burros vuelan y no se hable más.
84
Así todo, durante cuarenta años. Tenía una carrera
universitaria y su hermano una diplomatura. Nunca le alabó
su pasión por las letras, que fuera una devoradora de libros,
que ganase concursos literarios, sus ascensos en el trabajo o
que un día fuera alabada por sus jefes.
Se hartó de escuchar siempre lo mismo.
—No tienes razón, no sabes nada. Eres una ignorante.
Nunca aprenderás.
—Tu hermano es el mayor, tiene más experiencia.
—Siempre llevas la contraria, disfrutas haciéndote la
víctima.
—No vales nada.
—Tus logros no son tan importantes, los puede alcanzar
cualquiera.
—Te sobrevaloras, sabes que eres tonta. No sé porque te
crees otra cosa. Te conocemos desde que naciste. No nos
puedes engañar. A nosotros, no nos la das con queso.
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Leticia de veras lo intentó, un entendimiento, un diálogo.
Pero a los cuarenta años todavía sufría humillaciones, aunque
hiciera el pino porque las cosas fueran bien, era imposible.
Callaba, lloraba, porque pensaba que era su familia, que no
servía para nada luchar. Tenía la batalla perdida.
Después de un broncón y una humillación tremenda,
decidió que no podía más e hizo lo que debía.
Perdería la guerra, pero ya era hora de plantar la pica e
intentar ganar la primera batalla.
—No me dejaré aplastar nunca más, como Scarlet O´Hara
en “Lo que el viento se llevó”.
Decir basta, no tolerar ningún desprecio. Soltarse, si no
estaban dispuestos a tratarla bien. Necesitaba salvaguardar su
salud mental, por la familia que había formado. No podía más.
Su hijo había mamado los valores de sus padres. Vivía con
su pareja y le ayudaba en todas las tareas domésticas. Ellos
también se apoyaron cuando Álvaro se quedó sin trabajo. Él
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asumió la carga de la casa. Perdieron muchos amigos que
pensaban que era un vago y no quería trabajar.
Estereotipos de gente arcaica, que no les querían de verdad.
Estuvo bien hacer una limpieza de agenda. De vez en
cuando es necesaria para situarse y saber dónde nos
encontramos. Quiénes son amigos y saber de los enemigos.
Se querían de veras. No importaba el cambio de roles y
papeles. Lo importante era el día a día. Apoyarse y ser felices,
no despreciar al otro. No tratarle como una mierda, sino como
una persona que necesitaba ser restaurada, amada y respetada.
Su hijo Marcos sabía que la hombría no está en la
entrepierna, ni muchísimo menos. Siempre le decían que al ser
hijo único sería un malcriado, pero le dieron educación de
calidad. Estaban recogiendo los frutos a su debido tiempo.
Las vecinas se metían con Leticia en el terrado a causa de
Marcos. Le gustaba jugar a hacer comidas, a planchar, llenar el
carro del supermercado de juguetes que le trajeron en
Navidad. También le encantaba el fútbol, el baloncesto, el
ballet.
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—Mariquita.
—Mamá ¿por qué se meten conmigo?
—Porque la gente es ignorante, no saben. ¿Lo pasas bien
hijo? ¿Te gusta? Eso es lo que importa. Sigue jugando, tú ni
caso.
—Estás loca. Le has de guiar.
—Entre vecinos no se puede hablar, métase en sus asuntos.
Se ganó antipatías, y que la pusieran verde en el vecindario.
Estaba orgullosísima de su hijo que jugaba imitando lo que
veía en su casa. Su padre planchaba, lavaba, cosía, guisaba. La
crisis económica pasaba factura y era muy dolorosa. Pasaban
los días y todos eran iguales. A Álvaro le dolía ser rechazado
en cada entrevista laboral.
Llegó a necesitar ayuda profesional para superar la
angustia de no conseguir trabajo. No le avergonzó pedirla.
Como el náufrago pide socorro cuando ve que se está
ahogando. No debe tener uno miedo de pedir auxilio antes de
colgarse de la botella o de la máquina tragaperras.
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Leticia se sintió orgullosa de él. Sí era un hombre que sabía
decir ayúdame para salvar lo que más quería. No se equivocó
al valorarlo como un diamante pulido.
También ella necesitó ayuda cuando dijo basta, y tenía la
autoestima por los suelos. Llegó a creerse de tanto oírlas las
cosas que decían su hermano y su padre. Incluso se planteó
que era una posibilidad que los burros volaran. Cuesta mucho
recomponerse tras cuarenta años soportando desprecios. La
autoestima es una cosa del día a día.
Ella sintió miedo, mucho pánico cuando se planteó si era
cierto lo que afirmaban. Quizá fuera demasiado dura y
estuviera equivocada.
Pero tras mucho esfuerzo logró recomponerse. Era una
valiente, una luchadora y los hechos lo demostraban. Estos no
mienten nunca.
Los profesionales les ayudaron mucho a tomar las riendas
de su vida. Ella se recompuso y decidió no pasar ni una. Tenía
la sartén por el mango y debían respetar sus reglas si era cierto
eso de que la querían tanto…
89
Álvaro se serenó y llegó a la conclusión de que la crisis no
era culpa suya. Una cosa dolorosísima que no podía cambiar.
Trabajaba su mujer, ¿y? En muchas casas no entraba ningún
sueldo y la ayuda económica se acababa.
Hizo caso de lo que le dijo el psicólogo:
—Si supieras que en cinco años se acaba la crisis y tienes
trabajo no te angustiarías. Lo intentas, ¿no? Si es algo ajeno a ti
que te ha venido y no puedes cambiar, ¿para qué fustigarte?
Pasó el tiempo y obtuvo un buen trabajo. Cinco años más
tarde como había predicho el terapeuta.
Leticia se restauró, poco a poco recompuso la maltrecha
relación con su padre y su hermano. Impuso sus reglas a
rajatabla.
Se envalentonó y no dejó pasar ni una. Como la
necesitaban, callaron muchas palabras que sentían pero jamás
debieron salir. Era mejor tener una relación fría a que fuera
dolorosa. Tener los labios sellados a clavar puñales en forma
de frases que nunca debieron ser pronunciadas.
90
***************************************
Llaman a la puerta. Menos mal que le ha dado tiempo a
prepararlo todo. El mantel de día de fiesta, un centro de flores
multicolor como a ella le gusta.
Era una suerte estar jubilada y poder dedicarse a lo que
siempre le gustó la decoración, el estilismo. Su vocación tardía.
También ir a la universidad y estudiar medicina, ¡sin
exámenes!
Miró a Álvaro. La paella a punto, era una maravilla. Un
buen compañero, un crac.
Estaba orgullosa de su mujer que podía con todo,
estudiante universitaria y decoradora a los sesenta y siete
años.
Abrió la puerta y compartieron una comida de domingo
con Marcos y Raquel. Una velada inolvidable, que pasó en un
suspiro. Álvaro es el mejor cocinero de paellas de la región
valenciana. Entre todos recogieron la mesa y pusieron el
lavavajillas. Como todos colaboraron, se hizo en un santiamén
y nadie resultó agraviado.
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—Un sabio, un santo quien lo inventó. El lavavajillas es la
décima maravilla del mundo. Pensaba Leticia con rotundidad.
Invitó a su padre y su hermano a tomar café. Les había
costado recomponerse. Aunque sabía que jamás dejarían de
pensar y ser como eran, guardaban las formas. Habían
aprendido a sobrevivir. Se necesitaban mutuamente y por eso
nadie se atrevía a insinuar que hubiera un burro volando.
Concluyó que debía haberse plantado a los veinte años.
Pero siempre nos vence el maldito miedo, que nos incapacita
para ser libres y decir basta. Nos amarga de por vida y nos
aboca al infierno más espantoso.
Cuando llegaron no reconoció a su padre pronunciando
una frase.
—¿Dónde has aprendido a hacer centros de flores? La mesa
está preciosa.
Sabía que no lo sentía de verdad, exageraba un poco para
quedar bien. A su padre no le gustaban las flores, y su
hermano pensaba que era una forma absurda de gastar el
92
tiempo. Una actividad que no sirve para nada, destinada a
jubiladas aburridas.
Pero agradeció de todo corazón las palabras pronunciadas.
Sabía que hacían un esfuerzo titánico y era lo que importaba.
Lo importante era que las cosas mejoraran y fueran como
siempre debieron ser.
93
Confidencias de dos
desconocidas
Vanesa Felip Torrent
—B
uenas tardes -dijo aquella mujer de piernas
largas y falda demasiado corta, mientras
entraba en el ascensor.
—Buenas tardes -contestó, casi por inercia, una mujer de
menor edad, y sonrisa melancólica.
El chico joven que contaba la tercera persona que descendía
hacia el primer piso en aquel aparato, escuchaba distraído su
mp3, ausente y distante de cuanto le rodeaba.
¿He dicho demasiado corta? No, en realidad, era perfecta,
como su mirada, una de esas miradas que si la sostienes
mucho tiempo, te intimida, te embriaga y finalmente te
desorienta, unos ojos preciosos. Me enamoré de ella nada más
verla, hace ya unos años, pero de forma platónica, claro.
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En pocos segundos, llegaron al primer piso, y el chico de la
música salió sin decir adiós. Al salir, tropezó con una joven
que llevaba un montón de papeles en sus manos. La chica, de
complexión delgada y enclenque, cayó al suelo de culo, y
quedó sentada de una forma un tanto ridícula. El chico,
torpemente se agachó para ayudarla a levantarse, y en ese
mismo instante pasó un hombre, con barriguita, traje de
chaqueta y un maletín en su mano derecha, y con éste le dio en
el trasero al chico del mp3, que inevitablemente cayó encima
de la joven a la que había tirado al suelo. En ese momento se
cerraron de nuevo las puertas del ascensor y no pude ver el
final de la historia.
—¿Estamos subiendo otra vez? -preguntó Ivana, la mujer
de las piernas largas.
—Eso parece -contestó Sonia, la morena de sonrisa
melancólica.
El ascensor se dirigía hacia el décimo piso de aquel edificio
acristalado, que cuando se construyó parecía altísimo, y ahora
se quedaba bajito, como las anteriores generaciones.
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Pero de pronto, aquel medio de transporte horizontal se
detuvo en seco y al mismo tiempo la luz se apagó, quedando
únicamente la tenue y anaranjada lucecita de emergencia.
—¿Y ahora qué pasa? Todo el día trabajando en este
maldito edificio, y cuando por fin salgo… ¡Joder, se me hace
tarde! -protestó Ivana.
—Al menos tú tienes donde ir -le dijo Sonia.
—En fin, seguro que tú también ibas a algún sitio, ¿no?
—Bueno, sí, a algún sitio.
—Maldito ascensor -mientras maldecía aquel aparato,
Ivana apretó el botón de la alarma insistentemente, esperando
que pronto alguien lo oyera y fuera a sacarlas de allí. Luego
dijo: —Si es que esto me pasa por vaga. Si me hubiera ido
andando ahora ya estaría camino de casa.
—Bueno, relájate, que no tardarán en sacarnos de aquí.
—Tienes razón. Lo siento, hoy no soy buena compañía.
Normalmente no soy tan gruñona pero la verdad es que he
tenido un día horrible, y tengo los pies destrozados de llevar
97
estos malditos tacones. Me encantan los tacones, ¿sabes?, pero
estos zapatos son nuevos y, no sé, creo que son demasiado
rígidos, o el tacón un poco estrecho, en fin, que me están
matando.
Sonia se miró sus pies. Llevaba deportivas, unas de esas
deportivas de color oscuro que quedan tan bien con vaqueros,
además de ser cómodas. Entonces dijo: —Yo odio los tacones.
Me encanta caminar descalza, de hecho siempre lo hago
cuando estoy en casa. Luego dirigió de nuevo su mirada hacia
su calzado y añadió: —Éste es el tacón más alto que suelo
llevar.
—Ya, bueno, es cuestión de gustos.
—¿Por qué no te los quitas?
—¿Aquí?
—Bueno, no te verá mucha gente.
—Es cierto. -Ivana se sonrió ante la evidencia- Pues si no te
importa, voy a quitármelos. Igual me huelen un poco los pies,
porque he estado todo el día aquí, trabajando…
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—Sí, eso ya lo has dicho. Bien, no te preocupes si no puedo
resistirlo te lo diré, ¿vale? -contestó Sonia algo irritada. Le
ponían un poco nerviosa las personas que daban demasiadas
explicaciones.
Ivana tenía unos pies horribles. Tenía los típicos dedos de
martillo, o de urraca, sí de esos que parece que puedan quedar
enganchados a una rama de árbol sin que la persona a la que
sujetan vaya a caer. Ah, y tenía juanetes, unos juanetes
enormes.
—Vaya, olerte no te huelen, pero menudos pies.
—¿Siempre dices lo que piensas?
—Normalmente sí.
—¿Oye, crees que tardarán mucho en sacarnos de aquí?
—Pues no tengo ni idea, pero tampoco tengo demasiada
prisa, la verdad.
Ivana se sentó en el suelo, dobló su pierna derecha y
empezó a masajearse el pie. Su cara reflejaba cansancio y una
99
mueca de dolor se dibujó en su rostro mientras trataba de
masajearse torpemente el talón.
—¿Te duele?
—Un poco.
—¡Quítate las medias!
—¿Qué dices?
—Soy masajista. Si te quitas las medias podré hacerte un
masaje de verdad. Permíteme que te diga que así no vas a
conseguir nada.
Ivana miró a Sonia con una mezcla de extrañeza y
curiosidad. Aquella chica le resultaba rarita pero le gustaba.
Era directa. Mientras le miraba, entre indecisa y sorprendida,
se levantó la falda hasta la cintura y se bajo las medias hasta
los pies. Debía rondar los cuarenta, como aquella mujer que se
lo montó en este mismo ascensor, hace un par de años, con un
mensajero que apenas contaba veinte. Aquella sí que fue una
escenita inolvidable.
100
Mientras acababa de quitarse las medias sonrió a Sonia y al
mismo tiempo se ruborizó. No entendía muy bien cómo podía
encontrarse en aquella situación y de qué manera se estaba
dejando llevar. No recordaba la última vez que había hecho
algo espontáneo. Luego se bajo de nuevo la falda y se sentó en
el suelo, con la espalda apoyada en uno de los lados del
ascensor y las piernas estiradas hacia ella.
—¿Así estoy bien?
—Sí. Y ahora relájate. Tal vez te duela un poco.
Sonia se sentó como un buda, frente a ella, y se colocó los
pies de Ivana sobre sus tobillos. Luego tomó su pie derecho y
lo puso sobre su rodilla izquierda y con la mano izquierda,
puso su pulgar sobre la cabeza de los metatarsianos y los
cuatro dedos sobre el empeine. Con su mano derecha empezó
a masajear los dedos en forma ascendente, e intensificó el
masaje en la punta de los dedos. No estaba demasiado cómoda
pero aun así hizo lo que pudo.
101
—¡Qué bien! Tenías razón, esto sí que es un masaje. Me
tendrás que dar tu teléfono, tienes unas manos prodigiosas.
¡Ah! Eso me ha dolido.
—Ya te he dicho que igual te dolía. -Hubo un corto silencio
y después Sonia le preguntó- ¿Sigues queriendo mi número?
—Sí, claro.
—No hago masajes a domicilio, pero puedo darte mi
dirección. Necesito ampliar mi clientela.
—Me extraña que no estés saturada. Mi masajista es
bastante buena, pero tú la superas.
—Gracias. Y tú, ¿a qué te dedicas? -preguntó Sonia
mientras le masajeaba los costados del pie de forma
ascendente.
—Trabajo de asesora financiera.
—O sea que eres una tía importante.
102
—Soy más bien una tía muy ocupada, a la que le cuesta
encontrar tiempo para las cosas que realmente merecen la
pena. Además soy algo solitaria.
Sonia tenía la mirada fija en el talón de Ivana, su expresión
era un poco triste, como si hace poco tiempo le hubiesen dado
una mala noticia o, tal vez, como si alguien le hubiese
decepcionado. A pesar de no superar los veintiocho años de
edad, su semblante parecía el de una mujer más mayor. Sólo
sus hoyuelos y la timidez de su sonrisa delataban su juventud.
—¿Estás bien? -preguntó Ivana.
—No mucho, pero da igual, no me apetece hablar de eso.
Sería desperdiciar el tiempo. Oye, estoy aquí tocándote los
pies un rato, y todavía no sé ni cómo te llamas. ¿No te resulta
un poco extraño? -Sonia masajeaba ahora con sus dedos
pulgar e índice el tendón de Aquiles de Ivana.
—Me llamo Ivana -dijo sonriendo- ¿Y tú?
—Yo Sonia.
103
—La verdad es que nunca me habían tocado los pies en la
primera cita.
Las dos se rieron. Sonia, pasó a trabajar el empeine con la
mano extendida y mientras lo hacía le preguntó: —¿Nunca te
has planteado ser otra persona?
—Muchas veces. -Ivana contestó de forma tan precipitada
que parecía haber estado esperando la pregunta antes de que
la formulara- Ya te lo he dicho, vivo absorbida por el trabajo.
Cuando era niña pensaba en otra vida. Me veía a mi misma
como una mujer de éxito en el trabajo, sí, pero también soñaba
con hacer otras cosas. Me encantaba escribir, y pensaba que
tendría tiempo para hacerlo, y para salir con amigas de vez en
cuando, y también pensaba que conocería a un tío guapísimo e
inteligente que supiera cocinar.
—¿Y lo has encontrado?- Sonia ya había acabado con su pie
izquierdo y ahora se ocupaba del derecho repitiendo las
mismas acciones que con el otro.
—Bueno, hay alguien, pero aun no sé si sabe cocinar. -Ivana
se rió tras hacer aquel comentario- Le conocí el otro día y hoy
104
había quedado con él para cenar e intimar un poco más. En
realidad sé que es inteligente por su trayectoria profesional,
por lo que he oído de él, y guapo porque salta a la vista. ¿Y tú?
¿Cuáles han sido tus ilusiones frustradas? -Mientras hablaba
observaba las manos de Sonia, sus dedos, las posturas que
adoptaba y sus movimientos. Veía la puesta en escena de una
coreografía ensayada y representada muchas veces.
—En realidad hago lo que me gusta. Disfruto con mi
trabajo, salgo con mis amigos a menudo, hago deporte, y
bueno, ahora no estoy enamorada, pero tampoco tengo prisa.
Sin embargo, a veces me pongo triste porque me da la
sensación de que vivimos tan deprisa que se nos escapa el
tiempo rápidamente. No sé si me entiendes, como si al querer
hacer tantas cosas en tan poco tiempo no disfrutásemos de las
cosas que hacemos. Eso me disgusta porque me hace pensar
que desaprovechamos los momentos que vivimos. Bueno, no
me hagas demasiado caso, a veces ni yo misma sé lo que
quiero decir.
Tras aquellas palabras se produjo un absoluto silencio.
Sonia seguía masajeando el pie de Ivana, e Ivana miraba a
Sonia con cierta fascinación. A medida que la miraba, la iba
105
descubriendo, y se dio cuenta, por primera vez, de que era
muy guapa. No era una belleza que impactara, pero tenía unos
rasgos bonitos y delicados. Llevaba los ojos muy pintados, lo
que le daba un aspecto muy femenino y misterioso, y el pelo
muy negro, largo y liso. Llevaba flequillo, lo que la hacía
parecer más joven de lo que debía ser y vestía un poco
desaliñada, pero no le quedaba mal, no la hacía parecer
desastrada, sino libre.
—Bien, señorita, -dijo Sonia en tono guasón- yo ya he
acabado.
—Me has dejado nueva. Oye, podrías cobrarme, al fin y al
cabo es tu trabajo.
—Te equivocas, no suelo trabajar en estas condiciones.
—Entonces, te devolveré el favor mediante la prestación de
mis servicios profesionales.
—Eso estaría bien, aunque más que asesoramiento,
necesitaría
un
milagro.
¿Cómo
se
puede
asesorar
financieramente a alguien que no tiene ni un duro? Bueno, o
mejor dicho, ni un euro.
106
—Es difícil, yo diría que imposible.
Las dos se sonrieron y después, un largo silencio ocupó el
transcurrir de los minutos. Mientras, sus miradas se cruzaron
intermitentemente, como sus propios pensamientos, hasta que
Sonia preguntó a Ivana: —Bueno, y esa cita que tenías con un
tío guapísimo ¿a qué hora era?
Ivana miró su reloj y dijo: —Dentro de aproximadamente
treinta minutos.
—Entonces me temo que tendrás que retrasarla.
—Sí, eso parece.
—¿Y por qué no le llamas?
—Vaya manera de presionar. ¿Nunca te han dicho que eres
un poco entrometida?
—Alguna vez, pero yo si hubiera quedado con un tío
guapísimo, no dejaría que pensara que le he dado plantón.
—La verdad es que me he quedado sin batería en el móvil,
así que no puedo llamarle.
107
—Si quieres mi móvil.
—Gracias, pero no me sé su número. Da igual, ya se lo
explicaré.
—Llevamos casi una hora aquí dentro, ya no creo que
tarden en sacarnos. Aquí hace un poco de calor, ¿no?
—Sí un poco. -Ivana, hacía un rato que se había quitado la
chaqueta y se había arremangado la camisa- ¿Por qué no te
quitas algo de ropa? -le preguntó.
—Bueno, me quitaría los pantalones pero mis piernas son
tan horribles como tus pies. Además, y si de pronto esto se
pone en marcha, ¿qué?
—Si se pone en marcha te los pones. Y deja en paz mis pies,
que bastante tengo con vérmelos todos los días. Además no
creo que tus piernas sean tan horribles.
Sonia se quitó el jersey de lana que llevaba puesto y se
quedó con una camiseta interior de tirantes. Los pantalones
prefirió dejárselos puestos. También se descalzó y se quitó los
108
calcetines. Parecía aliviada tras haberse desprendido de toda
aquella ropa.
Seguían sentadas una frente a la otra, hablando de distintas
cosas. Reían. Se las veía relajadas a pesar del calor y la falta de
aire. De pronto, Ivana se levantó y dio unos pasos descalza. Se
le veía cómoda sobre sus pies después del masaje. Luego se
volvió a sentar. De repente, Sonia cambió su semblante
relajado por uno teñido de tristeza y dolor.
—Ayer me ocurrió algo terrible -dijo Sonia con voz
insegura y temblona.
Ivana la miró con gesto de preocupación y esperó a que
continuara hablando.
—Una persona muy allegada a mí murió ayer. No quería
seguir viviendo, y se quitó la vida.
—Eso es… debes estar destrozada.
—Hay momentos en los que no lo recuerdo. En los que
pienso que todo ha sido un mal sueño. Otros en los que parece
109
que no me haya hecho a la idea de que no volveré a verle
jamás.
—Es
demasiado
pronto
como
para
que
te
hayas
acostumbrado a su ausencia. Has dicho que se trataba de
alguien cercano, pero…
—Mi hermana.
—Debe ser muy doloroso. No puedo imaginar cómo debes
sentirte.
—Cuando soy consciente de que no volveré a oír su voz ni
sus risas, de que no seguiremos creciendo juntas, de que no
podré llamarla para contarle mis preocupaciones o mis
alegrías… ¿Con quién voy a discutir ahora? Cuando pienso en
todo eso creo que no podré soportarlo.
—¿Cómo era ella?
—Tú me la recuerdas en cierto modo, ¿sabes? Le encantaba
vestir de forma elegante y los zapatos de tacón la volvían loca.
Yo, a veces, me ponía sus zapatos y me paseaba por la casa
contoneándome, imitando su andar seductor. Era muy guapa.
110
Sonia había dejado escapar una mueca de orgullo y
satisfacción mientras hablaba de ella. De sus ojos brotaban una
pequeñas gotas de agua que avanzaban presurosas por sus
mejillas.
Ivana se acercó a ella y la abrazó. Luego, en voz baja le dijo:
—Tranquila, llora cuanto quieras, desahógate.
Sonia lloró desconsoladamente durante un rato y mientras
lloraba volvió la luz, el ascensor se puso en marcha y las
puertas se abrieron.
El señor de la barriguita con traje y maletín se encontraba
frente al ascensor, pero no se decidió a entrar. Pensó que de
hacerlo, podría invadir un espacio precioso de intimidad.
Mientras dudaba, las puertas se cerraron y el ascensor
volvió a desplazarse verticalmente hacia su nuevo destino.
111
El viaje que nunca debió ser
Ana Fernández de Córdova Giner
J
ulia vivía en Valencia, ciudad mediterránea llena de luz y
color.
Su prima
Carmen residía -a unos
ochenta
kilómetros- en Utiel, tierra de vinos famosos…
Desde niñas se querían mucho. Carmen hacía unos días que
se encontraba indispuesta, y Julia decidió ir a visitarla, salió
temprano de casa, tenía que hacer el viaje en tren.
Era primavera, hacía un tiempo magnífico. La enferma se
encontraba mejor; las dos mujeres disfrutaron de una buena
comida, que Julia preparó con maestría, era una cocinera
estupenda. Recordaron su infancia feliz, fueron juntas al
colegio, por ser de la misma edad.
Hoy necesitaban hablar. ¡Cuántas anécdotas, pequeñas,
inocentes y algunas atrevidas! En el instituto formaron una
113
pandilla y… los guateques en los días de fiesta y… los
enamoramientos. Se casaron, formaron sus nuevos hogares.
Ahora a los sesenta años estaban solas, sus maridos
murieron, los hijos vivían lejos. El tiempo pasó rápido, ya
tenían nietos.
Al atardecer, Julia debía regresar a Valencia, pero estaba
muy distraída hablando con Carmen, y por unos minutos
perdió el tren. Debía esperar -casi dos horas- para subir al
próximo tren.
La mujer parecía cansada y contrariada. Dio un paseo,
después se sentó en un banco de la estación. Ahora su cara
reflejaba aburrimiento y somnolencia. A través de sus ojos
-medio entornados- veía a una joven nerviosa que paseaba,
estación arriba y abajo, tendría unos treinta y cinco años era
bonita y elegante. Julia cerró los párpados, estaba medio
dormida… cuando de pronto sintió que alguien se sentaba a
su lado, abrió los ojos, y descubrió que era la joven bonita y
nerviosa.
114
La desconocida tenía en el suelo -junto a ella- una bolsa
grande de viaje, y sobre las rodillas un bolso de piel marrón
con cremallera, que su dueña no cesaba de correr de un
extremo a otro del bolso. Julia la observó… percibió un leve
temblor en las manos y en las piernas inquietas.
Con aparente indiferencia -fingida- le dirigió la palabra a la
joven.
—Hace buen tiempo, la tarde es estupenda, pero es un
fastidio tener que esperar el tren tanto tiempo.
No recibió respuesta, Julia insistió, le preguntó.
—¿Tú también esperas el tren de Valencia?
La joven dejó la cremallera tranquila y respondió.
—Supongo que sí, pero no sé lo que quiero hacer.
Julia es muy curiosa, estaba intrigadísima por la respuesta
de la joven.
—¡Anda, que si tú no lo sabes! ¿Qué te pasa? Pareces
nerviosa.
115
—Estoy más que nerviosa. ¡Estoy asustada! No sé si debo
seguir con mi plan, tengo muchas dudas.
Julia sintió la intranquilidad de su joven interlocutora, con
cariño y curiosidad, sonrió cariñosa y le preguntó.
—Por edad podía ser tu madre, cuéntame lo que te pasa, y
de qué plan hablas. Tal vez yo pueda ayudarte.
—Esta mañana he abandonado a mi marido, -respondió la
joven- le he dejado una carta explicando que me iba con otro
hombre.
—¿Acaso este hombre es tu amante? Tienes que estar
segura, el paso que vas a dar es muy importante y te puede
perjudicar.
La joven parece más relajada al responder.
—Lo conocí por Internet. Hace tiempo que nos chateamos:
nos comprendemos perfectamente. Tenemos los mismos
gustos, personalmente no nos conocemos, vivimos en
diferentes
ciudades,
estamos
enamorados.
116
deseando
vivir
juntos
y
—Es complicado tu caso -dice Julia- lo cierto es que no
conoces a ese hombre, y todo puede ser un engaño, eres muy
confiada.
—Lo he pensado bastante. En este bolso grande llevo mi
ropa, y en el bolso pequeño, joyas y dinero. Mi marido aún no
habrá leído la carta, hoy tenía que estar fuera todo el día
trabajando y no regresa hasta mañana por la tarde.
—Hija, no comprendo que cambies a tu marido por ese
desconocido, que sólo es aire y cristal. Quizás te decepcionará
cuando su cuerpo esté junto al tuyo.
La joven está seria, llora y Julia la consuela y abraza…
—Creo que debes regresar a tu casa antes que tu marido.
Rompes la carta y no le cuentas nada, y si la pasión por el otro
hombre es tan fuerte -el tiempo lo dirá- conócelo en persona y
habla con él, bésalo, siente el calor de su cuerpo haciendo el
amor… y si no te decepciona, entonces sinceramente hablas
con tu marido y le cuentas la verdad.
117
—Mi marido esta temporada está muy distante y raro, el
trabajo le va mal… siempre está enfadado, y se está volviendo
agresivo.
—¡Ay hija! La vida es difícil, si quieres puedes venir
conmigo a mi casa, hasta que pase la crisis matrimonial que
vivís en estos momentos. Me llamo Julia.
—Muchas gracias por sus consejos, creo que usted tiene
razón no le diré nada a mi marido, en realidad es como si no
hubiese pasado, vuelvo a mi casa… ya viene el tren, regreso a
Madrid. ¡Adiós! Llegaré antes que mi marido, y romperé la
carta.
—¡Buen viaje! Me llamo Julia, olvida “EL VIAJE QUE
NUNCA DEBIÓ SER”.
El tren se aleja veloz. Julia se sienta en un banco de la
estación. Mira el reloj, falta media hora para el tren de
Valencia.
118
Han pasado un par de días. Julia sigue su vida normal,
alguna vez le viene al pensamiento la joven nerviosa de la
estación, ignora su nombre, con la prisa -por subir al tren- no
se dieron los números de teléfon, y poder saber cómo le fue a
la joven.
En un telediario reconoce la cara de la joven, presta
atención a la noticia… hablan de otra víctima “de violencia de
género”. Oye el nombre de la joven, Sonia ha muerto
asesinada por su marido, en un ataque de locura la asfixió. Los
vecinos no comprenden lo que pasó, pues la pareja vivía en
paz y sin escándalos.
Julia llora desconsolada, se culpa de la muerte de Sonia… si
no le hubiese aconsejado que regresara, estaría viva con otro
hombre.
Necesita saber qué pasó. Va a una comisaría, para ver a un
amigo policía, habla con él. Julia le explica su encuentro con
Sonia, en la estación de Utiel, y las confidencias que le hizo la
joven.
119
El policía hace varias llamadas por teléfono para informarse
sobre este nuevo caso “de violencia de género”.
Después le explica a Julia lo siguiente.
—El marido estaba de viaje y regresó antes de lo previsto. No
encontró a su mujer en casa. Los vecinos oyeron golpes destrozando
puertas y muebles, después los ruidos cesaron…
Más tarde, -por la noche- en pleno silencio, oyeron el taconeo de
Sonia, después abrió la puerta del piso y oyeron unos gritos, medio
ahogados, que los vecinos no dieron importancia. La joven no tuvo
oportunidad de hablar y explicar su conducta. Después, la policía
encontró a Sonia estrangulada. La carta que dejó estaba arrugada y
apretada como una pelota.
Julia se lamenta y se culpa de esta muerte injusta y
murmura con voz apagada.
—Hija olvida “EL VIAJE QUE NUNCA DEBIÓ SER ”… Ni
yo hablar. ¡Perdóname Sonia, perdóname por aconsejarte!
Julia llora con gran tristeza.
El policía intenta consolarla y le dice:
120
—No se culpe, son circunstancias que se dan para el mal.
¡Olvide, tenía que pasar, era su destino cruel como el de tantas
mujeres víctimas! Algún día todo cambiará.
121
Rosa
Alicia García Herrera
Y
o tenía una abuela que se llamaba Rosa. Seguramente
era la mujer más bonita que haya visto jamás. Era muy
fina, de cabellos largos y claros, brillantes, sedosos. Naricilla
chata de aletas palpitantes, ojos verdes sombreados por
pestañas del color del trigo y la boca… ¡qué boca!, graciosa a
más no poder, rojo fresa, en contraste con un cutis de
alabastro, sin manchas de sol. Ya era vieja cuando yo vine al
mundo. Y pese a todo aún conservaba buena parte de su
galanura y donaire y aquellas piernas largas y esbeltas que
habían llevado de cabeza a más de uno. Casi la había
olvidado. Hace ya tantos años que murió mi abuela Rosa…
Pero el otro día volvió de nuevo a la memoria. Fue por causa
del mazapán. La niña, mi nieta, me pidió que le hiciera una
figurita de dulce. Ella misma había hecho la masa. Y entonces,
abuela ya, recordé a mi propia abuela, que en mi niñez me
enseñó a hacer figuras de mazapán, patitos de mazapán.
123
Mamá pata cargando huevos bajo sus dos alas. Iba moldeando
el cuerpo, la cabeza, el pico y los huevos. Mira niña, dos
bolitas de chocolate y la pata ya tiene ojitos. Dos minutos en el
horno y el mazapán ya está listo. Y a cada paso que daba me
aproximaba más a las Navidades de antes y a mamá Rosa, o
mamarrosa, así todo junto, como la llamaban siempre. Eso era
así porque Rosa no sólo fue madre para sus hijos sino que,
pese a su voluntad y porque era su destino, se convirtió en la
madre de los niños de varias generaciones. Hoy ya nadie se
acuerda de Mamarrosa. Ni siquiera yo la recordaba… Y, sin
embargo, en ese momento fui capaz de percatarme que su
recuerdo no sólo vivía sino que latía dentro de mí y me había
acompañado a cada paso, ayudándome a sortear, como le pasó
a ella, las dificultades cotidianas, las pruebas duras que nos
envía la vida. Como en las matryoskas rusas un aliento de
vida había ido pasando de generación en generación a través
de mi madre, de mí misma, de mi hija y se trasladaba ahora a
aquella muñeca, la más pequeña de todas, que, de forma
espontánea, sin saber por qué, me miraba con sus grandes ojos
mientras yo estaba absorta en mis pensamientos. Porque,
mientras moldeaba el mazapán, Rosa volvía a la vida. Rosa y
sus patos de mazapán. Rosa, Mamá Rosa, mamarrosa,
124
mamarosa. Y, poco a poco, al tiempo que daba forma a la pata
yo iba desgranando su historia, hablando más para mí misma
que para mi niña. Presta, ricona, mucha atención.
Como tantas otras historias, la de Rosa comienza poco más
o menos cuando la guerra, en un pueblo pequeño de
Andalucía. Por aquel entonces Rosa era muy joven. Que Rosa
era una muchacha muy bella ya lo hemos dicho. Lo que no
hemos dicho es que, además, era inteligente y voluntariosa.
Por eso, en lugar de preocuparse por prometerse con un buen
partido, como querían sus padres, perdía el poco tiempo libre
que le dejaban sus tareas leyendo. Porque Rosa quería ser libre
y, para eso, era necesario saber, tener una cultura. Y, por eso,
cuando se cruzaba con Manuel su corazón latía desbocado.
Manuel tenía un piquito de oro… Era también muy buen
mozo, alto, de espaldas anchas pero delicado, aunque no buen
partido. Se consideraba un liberal hecho a sí mismo, un
idealista con ambiciones políticas en una época y en un pueblo
en que los cambios y el progreso se miraban con desconfianza
y recelo. Eran años revueltos. La situación política estaba en
ascuas. El Ayuntamiento y los vecinos divididos, con
situaciones enfrentadas y posiciones extremas. Los obreros,
125
parte de las clases medias y las personas más comprometidas
se alineaban con los bloques de izquierda. De otro lado
quedaba el sindicato agrícola, la Guardia Civil y el resto de las
clases medias. Viendo el peligro que se cernía sobre su hija los
padres de Rosa quisieron decidir por ella, porque ya la
pretendía un mozo, el más rico del pueblo. Pero el piquito de
oro de Manuel pudo más que la voluntad paterna y, al final,
tras muchos disgustos y no pocos esfuerzos, Rosa se salió con
la suya. ¡Cómo lloraba su madre…! Envuelta en una mantilla
blanca, pura como la virgen, la díscola muchacha se casó por
amor y su antiguo pretendiente se quedó compuesto y sin
novia. Nunca olvidaría aquella afrenta, pues en los pueblos
pequeños nunca se olvida.
Que al principio el nuevo matrimonio fue muy feliz no cabe
la menor duda. Los dos muchachos se querían con locura.
Rosa quedó muy pronto en estado de buena esperanza y fue
teniendo un hijo tras otro, hasta un total de cuatro. Pero los
mismos sueños de libertad y las mismas ambiciones que les
habían unido durante su corto noviazgo también les fueron
separando poco a poco. Por las noches Manuel leía el
periódico y participaba en las reuniones del partido. La voz
126
firme de Manuel seducía a los jornaleros tanto como en otro
momento la había seducido a ella. Rosa contemplaba a los
hombres con el entrecejo fruncido. Madre ahora, un instinto
primario le hacia temer por el futuro. El mundo estaba
cambiando a una velocidad de vértigo y Manuel no presentía
el peligro, al menos no como ella. Llegó al fin el gran día.
Alfonso XIII huyó de España. Se acabaron las dictaduras, las
dictablandas, las monarquías. Era el tiempo de la libertad
soñada. Las ambiciones de Manuel comenzaron a tomar
forma. Cuando se proclamó la Segunda República, pasó a
formar parte del Ayuntamiento como concejal. Pero las
divisiones y enfrentamientos que había en el pueblo también
se hacían notar en el Ayuntamiento. Las rivalidades
personales dejaban sentir su pulso. Durante cinco años las
izquierdas y las derechas se fueron turnando. Cuando
gobernaban unos destituían a los otros y viceversa. El antiguo
pretendiente
de
Rosa,
alineado
con
las
derechas,
la
contemplaba de cerca. No la había olvidado. Se cruzaba con
ella cada mañana en el camino de la fuente o del lavadero o en
la salida de misa y la encontraba cada vez más hermosa, pese a
los partos y a los rudos trabajos que la muchacha se veía
127
obligada a realizar. En el patrimonio de Rosa había más
palabras y promesas que otro poco.
Los niños eran aún bien pequeños cuando estalló la guerra.
El mayor apenas contaba doce años y el chiquitín no había
cumplido los siete. Más tarde nacería la otra niña. Y al igual
que ocurrió con el ochenta por ciento de las familias
andaluzas, el miedo llamó a las puertas de Rosa. Cuando tuvo
lugar el alzamiento, Manuel estaba al frente del Ayuntamiento
supliendo al alcalde. Durante los meses previos, la situación
política en Granada había sido convulsa, con graves disturbios
que habían alterado toda la provincia. El 18 de julio, cuando se
supo que el general Franco se había sublevado en Canarias, los
miembros del retén de la Guardia Civil se desplazaron hasta
Guadix para apoyar a los alzados. La actividad en el
Ayuntamiento era frenética, un hervidero. Pese al temor de
una represión feroz, la bandera republicana siguió ondeando
en el Ayuntamiento del pequeño pueblo. Tras muchas
diatribas, se creó un comité central para organizar la gestión
del municipio y solucionar problemas prácticos, como los
abastecimientos, la llegada de familias de refugiados o el
control de la producción, que se realizó mediante una
128
cooperativa agraria. Más tarde se organizó el ejército, con las
milicias voluntarias, de las que también podían formar parte
las mujeres. Manuel comenzaba a vivir su sueño y hasta en las
pupilas claras de Rosa brilló con cierta cautela la esperanza de
un mundo mejor para sus hijos. Sin embargo, en el pueblo la
situación revolucionaria se vivía intensamente y hasta pasados
unos meses no se normalizaron las cosas. Las habilidades
oratorias de Manuel impidieron que hubiese derramamiento
de sangre, al menos al principio. No fue suficiente, sin
embargo, para evitar ciertos disturbios. La iglesia fue
saqueada y se quemaron objetos religiosos. Sucedieron
también otros actos de vandalismo o, incluso, el médico titular
de la plaza, hombre de paz, fue fusilado contra las tapias del
cementerio. Los años del principio, los años de la ilusión,
pasaron rápido. La guerra avanzaba rauda, dejando tras de sí
una estela de muerte y miseria y, por fin, el pequeño
pueblecito caería, como tantos otros, en poder de las tropas
nacionales. A finales de marzo del 39 ya habían dejado de
funcionar las instituciones y el dinero republicanos. Los bonos
Negrín servían sólo para empapelar las paredes o tapar los
agujeros de las suelas de los zapatos. A principios de abril la
nueva comisión gestora del Ayuntamiento tomó como primer
129
acuerdo invitar al vecindario a engalanar las calles y los
balcones para recibir al Batallón 2ª Bandera de Cádiz,
perteneciente a la División 34. Gor, como toda la España
republicana, había claudicado. Manuel huyó, no sin antes
haber mandado evacuar a su familia al puerto de Cartagena.
La niña mayor tenía que embarcar rumbo a Rusia. El mediano,
a México.
Rosa llegó a puerto con los huesos doloridos, el hambre en
el rostro, el alma rota. Pero a pie de barco, donde se hacinaban
cientos y cientos de refugiados, no pudo soportar el dolor de
ver partir a los hijos. Ese día emergió por primera vez la mujer
fuerte que estaba destinada a ser, la misma que Manuel había
amordazado sin querer con su piquito de oro. Hasta ese
momento no había decidido por sí misma. Pero ese día Rosa
decidió que fuera lo que fuese lo que el destino les tenía
reservado, jamás se separaría de sus hijos. Todos correrían la
misma suerte, incluida la chiquitina, que entonces tenía meses.
El final del mundo se presumía próximo, al menos el final del
mundo que Rosa había conocido.
Cuando Rosa volvió a su pueblo con sus hijos la situación
era crítica. Manuel permanecía emboscado en los montes junto
130
con el alcalde y otros concejales del Ayuntamiento. Querían
llegar a Alicante para embarcar rumbo a Francia. Al final, los
emboscados cayeron presos de los rebeldes. Todo gracias al
chivatazo del antiguo pretendiente de Rosa, que no halló
mejor ocasión de deshacerse de su rival. Aún la deseaba…
Manuel fue llevado a Guadix y condenado a muerte en un
juicio sumarísimo. Pero el antiguo concejal tenía amigos
influyentes y su pena fue conmutada por la de cadena
perpetua. Manuel fue trasladado al Valle de los Caídos, donde
participó en la construcción del Santuario. Fue así como Rosa
se convirtió en la esposa de un prisionero.
Cuando la guerra terminó, la muchacha sólo tenía en su
haber un cerdo y una barra de labios de color rojo coral. El
invierno se aproximaba y, con él, la época de la matanza.
Mirando a sus hijos, Rosa se mordía los labios y apretaba los
nudillos hasta que se le quedaban blancos. El amargor de la
derrota, las humillaciones diarias, la pobreza y frío no eran
nada contra el fantasma del hambre, contra el sufrimiento de
ver a sus hijos macilentos y desnutridos. Rosa tenía ante sí un
gran dilema. O bien mataba el cerdo y daba la carne a los
suyos o bien lo malvendía para ir tirando hasta que se le
131
ocurriera algo. Todo menos aceptar las proposiciones de su
antiguo pretendiente y faltarle al respeto a Manuel. Rosa era
honrada, aunque el castillo de naipes de su matrimonio y el
sueño
de
la
República
se
hubieran
venido
abajo
estrepitosamente, casi al mismo tiempo. Pero, ante todo, era
madre. Por si fuera poco, el número de bocas que estaban a su
cargo había aumentado. A su prole se le habían sumado los
gemelos de su hermano pequeño, un chicuelo descabezado
que, con apenas dieciséis años, había marchado al frente y,
además, estaba la madre de los pequeños, ella misma casi una
niña. El caso es que la chica había sido repudiada por ambas
familias porque no estaba casada, al menos no para la Iglesia.
Cuando al final de la guerra el valiente soldadito se vio
obligado a huir para ponerse a salvo, la joven se quedó sin
recursos y hubieran acabado mal, ella y los gemelos, si Rosa,
como una de las patas del mazapán que más tarde enseñaría a
modelar a tantos niños, no hubiera abierto sus alas para
acogerlos a todos y compartir lo poco que tenía.
Tras
la
venta
del
marrano
las
cosas
mejoraron
ligerísimamente. Pero Rosa sabía por experiencia que se
trataba de una solución de compromiso y, tras muchas noches
132
en vela, acuciada por los fantasmas del hambre y la
desesperación, decidió ponerse manos a la obra y levantar ella
misma un horno de los de cocer pan. Con un pelo impecable
anudado en un moño dorado, sus labios rojo fresa y su
espléndida figura, que la guerra y las preocupaciones no
habían hecho más que estilizar, Rosa fue recorriendo el pueblo
y sus aledaños apilando piedras y materiales. Y, ladrillo a
ladrillo, sin que nadie le explicara cómo hacerlo, con seis, siete
mocosos pegados a sus faldas fue levantando un horno, que
salió pulcro y airoso, tal y como era ella. Compró harina, una
harina negra llena de impurezas en las que incluso se
adivinaban trazas de papel. Pese a todo, la naricilla palpitante
se hinchó de orgullo cuando sacó la primera hogaza, que
repartió en rebanadas finas con la dignidad de una
sacerdotisa. Y, con la misma solemnidad que se usa en la
primera comunión, los niños saborearon el pan que les ofrecía
la madre, deleitándose con el olor y la ternura del manjar
recién hecho. Más tarde los niños de los vecinos también
probaron el pan de Rosa. Y como otras comadres quisieran
imitarla, Rosa les ofrecía un horno para que cocinaran su
propio pan, siempre a cambio de lo que cada uno pudiera
ofrecerle. Durante un tiempo Rosa fue tirando con su horno. Y
133
cuando tuvo más recursos, compró más harina y comenzó a
vender el pan que le sobraba. Y si alguien no podía pagar el
pan, Rosa se quitaba su pan de la boca y cortaba unas
rebanadas que untaba con aceite y ajo, pues no podía soportar
ver a un rapazuelo morir de hambre. Por eso no era
infrecuente que, a las puertas de la incipiente panadería, se
viera un grupito de niños andrajosos que, como un corifeo,
cantaban: “Mamarrosa, dame pan y ajos”. Y fue el pan que
Mamarrosa amasaba cada noche lo que alivió el hambre de
muchos de aquellos niños e hizo de ellos hombres fuertes,
aunque hoy ya no se acuerde nadie de aquella mano maternal
que contribuyó a aliviar sus penalidades, ignorando a qué
precio.
Fueron años de lucha contra la miseria y la desesperación.
Pero, si vencer el hambre de cada día era duro, peor era luchar
contra las envidias. La reciente prosperidad de Mamarrosa y
sus gestos generosos no pasaban desapercibidos. Aun así, la
dejaron hacer. Sólo hasta que Manuel volvió del presidio,
indultado. Muerto en vida, con el cuerpo y el alma rotos,
inservible para el trabajo, pero vivo al fin y al cabo. Manuel
hubiera querido morir una y mil veces. Pero Rosa fue
134
contundente. Avivó la lumbre, alimentó como pudo a su
hombre, lo rodeó con el calor de sus brazos y de su pecho
maternal y le dijo lo más importante: debía sobrevivir para dar
fe de lo que había pasado. La vuelta de Manuel excitó aún más
las iras de sus enemigos y también las de su antiguo
pretendiente. Aún no la había olvidado… A ella que, pese a las
penalidades, no había perdido a sus ojos nada de su natural
soberbia, nada de su gracia y distinción ni una pizca de su
coquetería. Sus ojos refulgían más verdes que nunca, pues se
había prometido no llorar, sus labios lucían más rojos que
nunca bajo el barniz de color coral. La niña se había convertido
en mujer. Una mujer serena, fuerte, discreta, tranquila.
Rodeada siempre por un ejército de niños que, como pequeños
duendes, hacían masa de la que brotaba el pan de cada día.
Rosa y los niños. Niños que se ganaban su pan sin que ella lo
pidiera. Porque los niños dan mucho más de lo que reciben,
con sinceridad y amor. Pero ante las dificultades que se
añadían a las de cada jornada interminable, ella inclinaba la
frente, apretaba los labios y seguía amasando y horneado cada
día mientras cantaba al aire, al fuego y a la tierra. Porque Rosa
no era como las espigas de trigo que ella ablandaba bajo sus
manos, orgullosa, sino que, como las ramas de alfalfa,
135
inclinaba la cabeza mientras arreciaba el temporal emergiendo
imponente y lustrosa cuando ya había escampado.
Años más tarde, cuando pasó la hambruna que asoló
España, Mamarrosa empezó a desarrollar sus habilidades
como repostera. Los días de fiesta, Rosa hacía dulces que sólo
podían comprar los más pudientes. ¡Qué dulces, Dios mío!
Flores de harina y azúcar, galletas de almendra, roscos de
vino, bizcochos borrachos. No se despreciaba ni una brizna, ni
una, porque en aquella época, el azúcar, el chocolate o un
huevo eran un lujo. Para entonces los hijos habían crecido.
Pero en la panadería no faltaban los niños, porque Rosa
también tuvo nietos. Como yo. Las Navidades de entonces
tenían un sabor especial. Por aquel tiempo, Mamarrosa ya
había atravesado el umbral de la madurez, había superado las
pruebas más duras, había cumplido el objetivo de criar a sus
hijos y sobrinos y hacer que el hambre y las dificultades no les
vencieran, encarrilándolos por la buena senda. Y ahora podía
permitirse un cierto bienestar, pues los suyos no pasaban
necesidades en una época en la que comer tres veces al día y
tener dos vestidos o ir a la escuela no era lo habitual. Yo me
crié rubia y hermosa, como era ella, y todos decían con una
136
cierta envidia, al verme tan lustrosilla: “¡Qué buenas sopas
tienes que comer! ¡Cómo se nota que eres la nieta de la
panadera!”. Y me pellizcaban los mofletes y los jamoncillos,
pues no hay nada más dulce que un bebé sano, bien
alimentado y feliz.
Hoy, al modelar para mi nieta la pata de mazapán que me
enseño a hacer Mamarrosa, sentí nostalgia de aquella mujer y
de aquellas Navidades sencillas. Hoy me arrepiento de no
haber disfrutado más de las enseñanzas de mi abuela,
admirable, valiente y generosa, de aquella madre abnegada,
como tantas en aquellos tiempos, pues para ella no había otra
forma de afrontar las dificultades que con serenidad,
determinación y firmeza. Rosa se hubiera reído para sí de la
palabra crisis, que tanto nos amarga la vida, de nuestros
temores ante las incertidumbres del día a día. Con una
seguridad increíble hubiera dicho: “No pasa nada” y
apretando los labios y doblando la frente se hubiera puesto
manos a la obra. Mirando a la niña me di cuenta de que su
espíritu aún latía dentro de mí, como latía en mi madre y
ahora en mi hija y en mi nieta. Cada una dentro de la otra,
137
gozando de una vida mejor que la otra. Somos como las
matryoskas rusas…
138
Un camino a elegir
María Jesús Gómez Vitoria
Y
pasaron las horas sin darme a penas cuenta, mientras
observaba inmóvil a través del cristal, el día. Un día
con su gente, sus niños al colegio, sus madres a la compra,
hombres en sus furgonetas de reparto, haciendo su trabajo
rápido y mejor cada día, la gente de negocios que sale a
fumarse un pitillo a la puerta de su tienda. Un sinfín de cosas
que aparecen de repente cuando una se para a observar. El
brillante brazo del sol que surca la calle rompiendo el verde de
los árboles-adorno que pusieron en el barrio, me hace fruncir
el ceño y cerrar los ojos. Siento el aire en mis pulmones, un
aire lleno de vida, esa vida que solo vive en mí. Entonces me
doy cuenta de que no quiero abrir los ojos más. No quiero
moverme. No quiero salir de mi tranquila ilusión llena de
nada. Pero eso es imposible. La realidad es otra y yo lo sé. Mi
mente lo sabe y por eso le envía la orden a mi corazón y éste se
acelera de nuevo. Cuando dé la vuelta y observe a mi
141
alrededor veré que estoy en la misma habitación que tiene
escrito en las paredes el dolor, la tristeza. Las mismas paredes
que esconden el eco de los llantos. Llantos que me acompañan
hace algún tiempo.
—Quiero pintar de color blanco. Mañana saldré a por un
bote de pintura y pintaré. -le digo a mi hijo que me observa
con tristeza en la mirada. Una mirada mayor para su corta
edad. Lo vivido por lo recordado, lo recordado por lo
olvidado, y todo en su memoria de niño. ¿Cómo le afectará
mañana? Aun así él me inspira. —Mamá, ¿no te gustaría mejor
con unos toques en verde que es tu color favorito? -entonces
empieza a cristalizarse mi mirada y tengo que girarme. No
puedo soportar que esté tan pendiente de mí. No quiero ser su
trauma del mañana. Quiero que elija sus propios colores, que
invente sus propios cuentos, que cante las canciones que le
gusten a él. Pero cuanto menos quiero influir en él, es peor. Se
siente apartado de mí. Necesita de mí y por eso, memoriza
cada palabra, cada movimiento, cada queja mía, para después
utilizarla en salvarme de esta tristeza. No podría soportar
contagiarle, él tiene toda una vida por delante. Yo la tuve.
142
Crecí feliz en el seno de una gran familia unida. El apoyo
que recibíamos todos de nuestros padres, lo entregábamos
entre nosotros, hermanos, y luego lo transmitíamos a nuestras
parejas y al final a nuestros hijos. Así debería ser. Siempre
consecuente con los problemas que la vida te trae, pero fuerte
para aprender a vivirla. Y, si un día flaqueas, allí están todos
para animarte y aliviarte. El sol salía siempre en mi vida. No
puedo decir que lo tuviese todo, aunque después de mayor, te
das cuenta de que sí. Todo es: el amor, el cariño, la compañía
de un hermano o de un buen amigo, una pareja maravillosa,
atenta, buena y un hijo precioso y sano. Todo. Aquella casa en
la montaña, sueño de todos y al alcance de pocos. Con sus
ventanas blancas llenas de luz todos los días. Las calles llenas
de pocos vecinos pero que eran los mejores. Unos aportaban
unas cosas otros otras. Calor humano. Desgraciadamente hubo
que marchar de allí. La economía del momento no nos
permitía seguir pagándola. Fuimos a parar a otro barrio, a un
piso en el centro.
Pero entonces empieza a fallar algo en el motor de mi
cerebro. ¿Un error natural? No se sabe. Mis ojos no se abren
con la misma ilusión por las mañanas. Levantarme es un caos
143
emocional. La gran fuerza que tengo que hacer para acudir a
las labores diarias de la vida está acabando conmigo. Nadie
entiende nada. Me pesa la vida.
No veo ya el blanco de las ventanas. No me anima el calor
humano. No encuentro sentido a mi jardín, ni a mis vecinos.
No quiero jugar con mi hijo a nada. No me apetece seguir
caminando.
Me
sumo
en
una
gran
pena
que
está
consumiéndome por dentro, a la vez que refleja sus zarpazos
en mis ojos y mi piel envejecida a contratiempo. Mi marido va
encontrando restos de mi pelo por el suelo, pero no le da
importancia al principio. Ve los restos del abandono en el
hogar, la tristeza estaba al tacto en las paredes, en los muebles,
en los rincones más recónditos, y un hijo abandonado a su
suerte por las calles. ¿Qué puede hacer él? ¿Acaso alguien
puede hacer algo por mí? Todos dicen que sólo yo puedo
resurgir de mis cenizas, estas que me están cubriendo ya el
cuello y que no me dejan respirar.
La vida cada vez me pesa más. Hoy quiero pintar, pero, en
unos minutos oscurecerá el día y no seré capaz ni de coger una
brocha. Otra desilusión añadida a mi pequeño que quería
pintar de color verde solo para mí. Creo que no le puedo dar
144
más ilusiones falsas. Estoy pensando en llevarlo con mamá
una temporada. Será más feliz. La palabra “feliz” me hace
pensar si en realidad existe alguien feliz en el mundo. Al
menos en mi mundo no puedo ver a nadie así. Por eso estoy
pensando que no quiero hacer sufrir a nadie más. No quiero
seguir viviendo sin vivir. No quiero seguir mirando sin ver, ni
escuchar sin oír. Quizá si cierro mis ojos para siempre se
termine mi patética existencia. Quizá apagando mi oscuridad,
brille la luz para los míos. Ellos están sufriendo por mi culpa.
Sufren mi dolor.
El abismo en el que me iba cayendo oscurecía todo lo que
antes había sido luz. El sentido de la vida, en sí, se desvanecía
ante mí y no sentí las fuerzas suficientes para recomponerlo.
Tenía ante mí miles de caminos, miles de escaleras que subir,
infinidad de partículas de vida, pero yo no veía ninguna, o no
quería ver. Intentaba subir algún escaloncito, pero al día
siguiente caía de dos. No quise coger la mano que me ofrecía
mi familia, creía que no serviría para nada. Ni la mano
inocente de un niño aterrado por mi culpa.
Tras el visillo transparente del cristal unas gotitas tímidas
de lluvia reflejaban que aún era por la mañana. Sentía
145
tranquilidad, frescor y un olor a hospital inconfundible. Pero
no sentía dolor, ¿qué estaba haciendo allí? Siento una presión
en mi garganta, apenas puedo intentar ni hablar. ¿Era de día
para mí? —¿Dónde estoy? -me pregunto, puesto que no
conozco el lugar. Y alguien conocido, respondió con voz
temblorosa: —Estás con nosotros otra vez. Espero que te
quedes para siempre. Alrededor estaba lo que más quería, mi
marido, mi hijo, mi familia, mis amigos. Todos me observaban
con expresión de dolor y alegría al mismo tiempo. Hacía
mucho tiempo que sentía así. Necesitaba urgentemente
abrazar a mi hijo. Me moría por un beso de todos. ¿Qué
hubiese sido de mí sin ellos? Me he dado cuenta de que la
lluvia puede enturbiar el día, pero no podrá acabar con él
mientras el tiempo pase al ritmo que le toca.
Levantarse y andar es una ilusión que jamás debemos
perder. Oler una flor. Caminar sobre la arena escuchando el
sereno mar. Sonreír con una amiga. Ver una buena peli con tu
familia. Jugar al balón con mi hijo. Patinar. Amar. Odiar.
Soñar. Vivir, al fin y al cabo. Un reto que recompensa el fin.
Conseguí salir de mi enfermedad con el amor, el cariño y el
calor que recibí constantemente. Hoy día, siento el peso en mí
146
de aquella tontería, aunque lejana ya, pero me pesa porque,
estoy segura de que hubiese hecho tantísimo daño a mis seres
queridos, hubiese causado tantísimo dolor, que no me lo
podría perdonar nunca, ni siquiera en el más allá. Me doy
cuenta de que a veces, algo de tristeza o de pena es parte de
una vida plena. Siempre existe un camino a elegir, y, elijas el
que elijas, será el tuyo propio, y moverá a muchos a tu
alrededor. Disfrútalo.
147
Esto no es un cuento
Amparo Grifol Rubio
T
ampoco es cuento como embuste, doy fe, verán.
ampoco es cuento como embuste, doy fe, verán.
Cuando ya casi todo es pasado lo natural es recordar; lo de
reflexionar o pensar ya lo vengo haciendo por mi cuenta hace
algunos años, desde que se acabó aquello de tomarlo todo
pensado.
Y la culpa de eso la tenía el hecho de haber nacido hace
mucho, pero que mucho tiempo, tanto que se puede decir que
nací antes de hora.
De haber tardado unos añitos más en asomarme a la vida
me habría ahorrado los sinsabores de una guerra en la que una
niña no tiene nada que ver, habría llegado oportunamente a
unas libertades que ni sospechaba que pudieran existir. Me
tocó en todo caso, ya arrugada y marchita, ser espectadora
149
maravillada del momento en el que soltaron los muelles de la
opresión, cuando muchos salieron disparados, desnudos y a la
intemperie. Porque todo hay que decirlo, nosotros con ser
obedientes a las órdenes gubernamentales y papales, lo
teníamos todo resuelto. Y como no teníamos que pensar;
bueno…
Y es que, como dicen místicos y filósofos, la libertad interior
no nos la puede arrebatar nadie. Estoy de acuerdo, pero
convendrán conmigo que con la libertad interior sólo, no se
podía tomar el sol en la playa vestidas con bikini (dos piezas o
una) sin que los guardias “de la moral” montados a caballo,
nos multaran por descaradas y nos obligaran a ponernos el
albornoz. ¡Qué digo bikini!, ni bañador con faldita. Que me lo
digan a mí que tenía que llevar un certificado del médico que
me prescribió baños de sol en la Malvarrosa, como tratamiento
de una escrófula que padecía. Creo que también por haber
nacido antes de hora, antes que la penicilina.
Me pregunto ahora, si habría sido yo tan recatada de haber
vivido en otras circunstancias. Una de mis hijas dice que sigo
siendo una mojigata; será por inercia, digo yo.
150
Y volviendo a la guerra, esa en la que no tenía nada que ver
sino sufrirla. Yo entonces era una niña, pero es que hay cosas
que no se pueden olvidar. Como aquellas hambres cuando
Negrín nos recomendaba: “Con pan o sin pan resistid”. Y su
prolongación en los tiempos de escasez y de cartillas. Aunque
lo peor eran los sobresaltos cuando sonaban las sirenas; o el
pánico cuando se oían los aviones antes que las sirenas, que
también solía ocurrir.
En mi familia hubo suerte y pudimos autoevacuarnos a un
pueblecito cercano donde mi padre tenía unos parientes
labradores que nos ofrecieron su casa. La decisión se tomó
cierto día en que, habiendo sonado tarde las sirenas, se oyó un
estruendo descomunal que hizo temblar suelos, lámparas,
muebles… y los cristales estallaron en mil pedazos. El terror
paralizó a la gente: una bomba había partido en dos un
edificio cercano, en la plaza Los Pinazo, donde hoy se ubica El
Corte Inglés.
Así que partimos sin más demora hacia ese pueblecito
precioso con olor a azahar llamado Alcácer, donde ya nos
esperaban los que desde entonces, llamaríamos tíos.
151
Mi padre se había quedado en la retaguardia por problemas
de visión, iría a vernos cuando pudiera. Mi madre lo aceptó
por la tranquilidad que suponía, pero fue llorando todo el
camino. Mi hermana y yo, tan pequeñas todavía, íbamos como
a una aventura. Y resultó ser una grata aventura.
Pero como todo no puede ser perfecto, la casa que nos
acogió era una vaquería, con sus vacas dentro, y el agudo tufo
con que nos recibieron esos seres inocentes, no nos abandonó
en todo el tiempo. A mí me daban unas arcadas insoportables
cuando veía beber con fruición, humeantes tazones de leche
recién ordeñada. Ya nunca pude beberla, ni mezclada con otra
cosa. Mi madre se enfadaba conmigo con razón; porque
pudiera ser que esas personas que comían y bebían sin ascos,
estuvieran fortaleciendo su sistema inmunológico a prueba de
bacterias y de virus. No como yo que todo lo pescaba: paperas,
paludismo, anemia… tuberculosis.
La guerra continuaba y la gente seguía sus acontecimientos
a través del Mercantil Valenciano o agrupados alrededor de una
radio.
152
Desde mi estatura no podía comprender lo que se decía por
aquellos medios, pero incluso una niña puede captar el estado
de ánimo de los que observa. Momentos de euforia y, con
mayor frecuencia, de desaliento. No era lo mismo para todos.
La tía Paca, por ejemplo, tenía a todos intrigados por su
comportamiento: no dejaba entrar a nadie en su casa, ni
siquiera a los niños, y desde las casas colindantes se la veía
sacar orinales llenos en pleno día, para vaciarlos en el retrete
del corral. Si de todos modos ha de salir, ¿por qué no orina en
la taza como todo el mundo? ¡Había gato encerrado!
Cuando la guerra acabó, muchos lloraron por la derrota;
otros rieron pero todos parecían descansados con la paz; pero
no fue la paz, sino el odio el que continuaría su singladura.
Aparte de las ideas que se pudieran tener, había algo que
dependía del azar: la zona en que se encontraba cada uno
cuando empezó la contienda. Los enemigos eran los otros, que
no deja de ser un sinsentido.
Entre los que se encontraban triunfantes estaba la tía Paca,
que salió de su casa acompañando a un hombre vestido con
sotana, vociferando brazo en alto con ínfulas de heroísmo. ¡Ya
salió el gato encerrado!
153
Nosotros volveríamos a casa; las niñas ilusionadas con otra
novedad y nuestros padres con la incertidumbre de lo que les
esperaba. Debíamos estar de nuevo en primavera, porque de
nuevo olía a azahar.
Como decía al principio, fueron tiempos de escasez y
privaciones de todo tipo. Se formaban largas colas para
recoger, previo corte de un cupón, el escaso racionamiento
correspondiente. Para paliar un poco el hambre de los niños,
se crearon comedores de Auxilio Social; pero mi madre,
orgullosa ella, no nos dejaba ir. De todos modos nos
escapábamos alguna que otra vez, acompañando a nuestras
amigas, a uno que quedaba cerca en la calle de Las Barcas.
Aunque nuestra gran solución era los viajes a nuestro pueblo, en
el tranvía Valencia-Silla, en cuya odisea mi hermana y yo
acompañábamos a nuestra madre. Era un camino de carril
único y a tramos se bifurcaba para poderse hacer el cruce con
el tranvía que venía de cara. En Cuatro Caminos el camino
giraba a la izquierda hasta Silla y a nosotras nos recogía en su
tartana el tío Anacleto hasta Alcácer, a la derecha. De regreso y
con la carga ¡buena carga! otra vez el tío nos llevaba hasta el
tranvía y en Valencia, nos esperaba mi padre.
154
Estos han sido recuerdos ya muy antiguos y aunque nunca
he logrado desligarme totalmente de ellos ya no producen
tristeza. Son como trofeos ganados a la vida.
Y lo de naces antes de hora, no creo que me haya tocado a
mí sola, porque pensándolo bien; ¿quién por haber nacido
antes de tiempo, no se ha privado de logros conseguidos en
todas las ramas de la ciencia? ¡Ay el progreso! ¡Cuánto habrían
dado mis abuelas por haber podido estar viendo la tele
mientras, entre pausa y pausa, zurcían calcetines! O por haber
podido guisar en una cocina vitrocerámica… O cuánto
valoraría cualquier persona de otros tiempos el poder pedir
auxilio en un apuro por medio de su móvil. ¿Y si nos
remontáramos a la Prehistoria? En fin que cada cual viva como
pueda la época que le tocó en suerte, a Dios gracias.
155
Les pedres de la Sra.
Vicenta
Ester Jordá Solbes
L
a senyora Vicenta li torcava la pols al seu marit. I és
que estava netejant el quadre on estava aquella vella
fotografia en sépia de la seua boda. Sempre havia pensat que
es va casar massa prompte perquè a penes recordava res
d’abans que Paco entrara en la seua vida de manera forçada
pels seus familiars. Vicenta era la major de 8 germans i sent
xiqueta la seua mare la va enviar ‘en amo‛ i això significava
treballar barat a viure i menjar. Era tan menuda que tenia
quasi la mateixa edat que els xiquets que cuidava però ella,
creient-se tota una doneta, fregava, cuinava i planxava. I així
va passar de ser la criada de sa mare i els seus germans a serho d’una família totalment desconeguda que l’obligaven a
dir-los ‘senyorets‛.
157
Encara recordava el dia en què pel camí polsós i vell de
Bocairent entrava un cotxe negre a replegar-la, sa mare li va
posar el vestidet negre de la Primera Comunió i la va enfilar
dins del cotxe. Des de la menuda finestra va anar veient ferse xicotet l’únic món que coneixia, tots els veïns havien eixit
al carrer per a veure la seua marxa (bé, la seua marxa i
l’impressionant cotxe que la portava). L’única persona que no
va veure despedint-la va ser a la seua mestra ‘Donya Teresa‛.
Havia anat poc a l’escola perquè sempre havia de cuidar
algun germanet malalt però li agradava molt llegir, a la nit
furtava els llibres al seu germà i llegia a la llum d’un cresol.
‘Donya Teresa‛ no es va acostar a la casa dels seus pares per
veure la seua marxa, de fet, ja no es va acostar mai més a eixa
casa.
Ara, un any després que Paco morira no sabia molt bé per
on tirar. Sempre havia estat a la seua disposició, li havia
comprat i cuinat el menjar que ell volia, l’acompanyava on ell
exigia… En certa manera sempre havia estat al servici d’algú:
de la seua mare, dels seus germans menuts, del seus ‘amos‛
alcoians i del seu marit. Per això aquell dia pensava en allò
158
que li havia dit la seua cosina: “ara tens temps per dedicar-te
al que sempre hagueres volgut fer”. Però Vicenta no sabia
què era el que ella havia volgut fer, encara més, mai s’ho
havia plantejat si més no. La van obligar a deixar d’anar a
escola per cuidar dels seus germans, quan llençaren les
bombes durant la Guerra Civil va haver de córrer per no
morir al carrer i sempre anava boja per complir els desitjos
del seu egoista marit. Per tant, com que sempre havia estat
servint, no sabia fer una altra cosa, no sabia dedicar-se temps
a ella mateixa.
Vicenta anava al mercat i comprava poquet, no perquè no
poguera amb el pes de l’avituallament, sinó perquè no tenia
una altra cosa a fer, no tenia cap altra distracció més enllà de
netejar la casa i cuinar. Però ja estava netejant sobre net i les
vesprades li queien damunt, fatigoses, llargues i pesades. I
sempre amb la mateixa pregunta “què m’agradaria fer?”.
Vicenta hui dinava arròs al forn, i assentada al menjador
mirava la cullera plena de menjar. Per què havia cuinat això?
Mai li havia agradat massa l’arròs però continuava fent els
mateixos plats que li agradaven a Paco. Vicenta mirava
aquella cullera plena d’un menjar que ella havia preparat
159
centenars de voltes amb desgana, per què continuava fentho? Es va alçar i va anar a la cuina, va obrir un armari i va
començar a traure el lleixiu, els draps, els fregalls… fins que
va arribar a una caixeta roja. Bombons. El seu home li deia
que estava grossa i Vicenta com no podia evitar comprar-los
després se'n penedia i els amagava per casa. Però ara ja no hi
havia perquè amagar-los, podia deixar-los en l’aparador,
podia menjar-se’n algun, de fet, podia menjar-se’n un ara
mateix si volia. Vicenta es va riure, no! Com havia de menjarse’l ara? Si encara no havia dinat!! Però el silenci continuava,
la caixa de bombons estava a les seues mans i no passava res.
Vicenta no va poder seguir mirant-la, va tornar a guardar-la i
es va assentar a menjar-se l’arròs.
El dimecres la seua veïna del tercer li va comentar que hi
havia un home que buscava fotografies perquè estava fent un
llibre sobre les escoletes antigues. Vicenta no va necessitar
buscar pels caixons de la seua casa, les tenia guardades en un
vell sobre de la factura de la llum enrotllades amb un paper
del supermercat. Allí estava ‘Donya Teresa‛ amb les cares
somrients de més de 30 xiquets, eixe dia tots s’havien posat la
roba dels diumenges, anaven repentinats i lluents després
160
que les seues mares els fregaren tot el cos amb la pastilla de
sabó. Hi havia també fotos dels seus germanets i dels seus
veïns.
Vicenta va rebre l’escriptor una vesprada a sa casa. Ella va
traure el sobre i va començar a veure totes les fotografies
detingudament quan va aparèixer una fotografia en blanc i
negre un poc arnada que no recordava. Estava ella amb tres
xiquets més a la plaça de Sant Vicent i al seu costat hi havia
un xiquet molt flac amb un ditet tortet, era Toni, sempre li
estirava les trenes quan anaven a replegar pedres al riu. Les
pedres. Sempre li havia agradat agafar pedres amb formes i
colors curiosos, de fet en tenia un bon grapat escampades per
les butxaques dels seus abrics i recordava com la seua mare
la bonegava quan venia amb Toni tots bruts de fang i plens
de petits tresors. L’escriptor va recordar amb ella moments
passats i li va prometre publicar alguna de les fotografies que
es va emportar.
El cementeri. Vicenta s’havia quedat mirant el panteó dels
seus antics ‘amos‛, una construcció gòtica impressionant a
l’entrada mateix del recinte. En lletres daurades estaven
escrits els cognoms de la família. Vicenta estimava molt els
161
seus ‘senyorets‛, ja no la saludaven pel carrer però era perquè
estaven molt ocupats i no prestaven atenció al caminar, eren
uns xics molt ben plantats i havien estudiat. Caminant cap al
nínxol del seu marit Vicenta es va quedar mirant la làpida
bruta de la pluja de la nit d’abans. Hauria d’anar per les
escales per a netejar-la així que va començar a buscar-ne unes
que estigueren desocupades. Va passar per davant d’uns
xiprers alts i va vore en terra una pedra vermella molt
cridanera. Aleshores va ser quan va recordar una discussió
amb Paco, ella va perdre allí mateix una cadeneta de llautó
que li havia regalat una amigueta del poble i no la trobava, li
va demanar al seu home que l’ajudara a buscar-la entre els
xiprers. Paco li va dir que no s’adonava de res i que era una
inútil que no valia la pena buscar una cosa de tan poc de
valor i que ell arribaria tard al futbol.
Vicenta va agafar la pedra, va deixar de buscar l’escala i va
eixir per la porta del cementeri. Ja no tornaria mai més.
Des de la troballa de la fotografia es recordava molt de
Toni, havia sigut un bon amiguet i no va saber res d’ell des
que els seus ‘amos‛ se la van emportar a un carrer, Sant
Nicolau d’Alcoi, ple de cares desconegudes. Recordava amb
162
estima eixes vesprades d’estiu davall dels xops buscant
granotes dins del riu amb l’aigua fins als genolls, a Toni li
agradaven molt els cullerots i sempre se n’emportava uns
quants en un pot per veure com anaven creixent. Al col·legi
algun xiquet es burlava d’ell per tindre el dit tort però a
Vicenta no li importava, sempre que podia escapar-se de casa
baixava el riu on Toni l’esperava per anar-se’n a buscar
‘pedres meravelloses‛ com les anomenava ell. Durant unes
hores Vicenta es convertia junt amb Toni en una exploradora
arriscada i aventurera.
Vicenta va aprofitar que anava al sabater per passar per
davant de la casa senyorial on va viure tants anys. ‘SE
VENDE‛. Vicenta va veure unes grans lletres roges que
contestaven les seues preguntes i prop del rètol va veure una
preciosa pedra gris que brillava. A la butxaca.
I sense adonar-se’n Vicenta va començar de nou a fer una
col·lecció de pedres grans i suaus, petites i rasposes… Als
matins s’alçava prompte i anava recorrent tots els llocs on
havia estat de jove i sempre trobava alguna pedra que li
cridava l’atenció. De fet, en sa casa, damunt de l’aparador i al
163
costat d'una caixa roja de bombons hi havia ara un gran pot
de melmelada ple de pedres.
Uns dies abans de Nadal a Vicenta li va arribar una nota
de l’escriptor on la convidava a la presentació del llibre sobre
les escoles alcoianes, era al Cercle Industrial. Ella coneixia bé
eixe edifici, de fet havia netejat moltes voltes les cuines. Però
aquell dia, el de la presentació, li va semblar diferent perquè
no entrava a fer cap faena, no havia de buscar el seu ‘amo‛ ni
demanar cap permís per endinsar-se al fons de l’edifici a
través de la sala de fumar fins al saló Rotonda. Moltíssima
gent estava ja assentada esperant el discurs, com que l’acte es
retardava Vicenta va eixir al jardí.
Notava el fred nadalenc mentre passejava davall la llum
ataronjada de les faroles modernistes. La neu queia en silenci
cobrint les estàtues de les fonts quan va veure una pedra
blanca i lluenta davall d’un banc. Vicenta es va assentar per a
veure-la més detingudament i es va fixar que al costat d’ella
hi havia un home major amb el llibre de les fotos antigues
que anava a presentar-se a les mans, acabat de comprar, i
mirava fixament una fotografia de quatre xiquets a la placeta
de Sant Vicent de Bocairent mentre que a la seua ma, amb un
164
dit tort, acariciava una pedra lluenta que acabava d’agafar de
terra.
165
Mary Ann
Eli Llorens Perales
M
ary Ann es despertava com cada matí, amb els suaus
rajos de sol que s´esvaraven entre la gelosia de la
seua finestra orientada a l´est. Es va engrunsar entre els
llençols durant una estona, pensant i repassant tot el que tenia
per fer aquell dia, primer, torn de cures, després visita als
ingressats, en acabant posar ordre a la farmaciola…
L´habitació era petita, senzilla, amb un caire ranci oferit per
les lleugeres cortines que penjaven als costats de l´única
finestra de la cambra i pel capçal del llit del qual, els colps i el
temps s´havien encarregat de desprendre bona part de la
pintura blanca que recobria la forja. Però alhora, l´estànça era
neta, pulcra, impoluta.
Mary Ann era una xica delicada, dolça i tendra. Tenia els
cabells rossos i ondulats que li aplegaven fins als muscles. Un
rostre elegant, que gaudia d´uns llavis carnosos, un nasset
167
menudet i uns ulls blaus com la mar que reflectia el sol per la
finestra orientada a l´est. Sí, Mary Ann era preciosa, i tenia la
vida de cara. Era jove, molt jove, només vint-i-tres anys
romanien al seu flamant carnet d´infermera acabat de traure
de la seua maleta just feia un mes, junt amb les poques
pertinences que s´havia emportat de sa casa. Un parell de
vestits de la seua pròpia creació, unes quantes calces, això sí,
de la seda més fina, ella no era sa mare, ni pensar-ho! I un
parell de sabates precioses de tacó ben alt que son pare li va
regalar abans de deixar la seua llar en un poble perdut d
´Arkansas.
Síííí senyor, Mary Ann gaudia de la vida com mai s´ho
hauria imaginat. Ho tenia tot! Bé, almenys, tenia el que s´havia
proposat tindre en la vida. Havia aconseguit ser el que volia
ser, i a més en un lloc paradisíac on poca gent pot dir que
havia estat. Molt llunyanes queden les discussions amb la
mare, les ansietats produïdes per no poder fer el que ella sabia
que estaba predestinada a fer. Mai hauria pensat que la seua
pròpia mare s´oposaria que fora algú en la vida. Ella no ho
entenia!! Està molt bé això de “casar-se amb l´home estimat,
tindre fills i gaudir de la tranquil·litat de la llar, mirant com
168
passen els anys amb la serenitat que dóna l´experiència”. Tot
allò estaba molt bé! Però no per a ella…
Mary Ann necessitava acció, sentir-se útil i realitzada,
contribuir amb la seua llavor en el món que li havia tocat
viure, a més de mantindre la seua independència més enllà del
matrimoni, dels fills i de tota la maleïda vida que sa mare li
havia estat preparant any rere any. I per què no poden ser les
dues coses? Per què s´havia de vore obligada a triar? Per què?
La ment de la xica d’ulls blaus s’accelerava amb la nostàlgia de
la família i el regust amarg de l’obligació heretada.
Ara, ja res li oprimia l’ànima, només havia de mirar cap a la
cadira blanca que arraconava el petit tocador de la cambra i
comprovar, que, allí mateix, romania el símbol de la seua
decisió. Al terra les sabates blanques acordonades, amb un
còmode talò per a poder desenvolupar la seua feina sense
traves, les calces lletoses, primorosament plegades sobre el
seient i la bata blanca, que descansava sobre les espatles de la
cadira, esperant que l´infermera prenguera càrrec del seu
uniforme.
169
Finalment, Mary Ann decidí alçar-se. Després de la seua
visita completa al bany, començà a vestir-se. Li agradava molt
el suau flaire del sabó que gastaven a la base, feia olor de
lavanda i això li recordava sa mare. Una altra volta la mare!
Per què era tot tan difícil amb la mare? Els anys havien passat
ràpid des que Candace s’havia casat.
—Mira la teua germana, pren-ne patró Mary Ann. Ella ha
trobat un bon home, que se l’estima, que la cuida i la
protegeix, a més, s´ha convertit en una ama de casa
formidable! Mira com s’ho fa per portar-ho tot endavant! Porta
els teus nebodets com un pinzell, i encara li sobra temps per a
poder vindre al club de Patchwork amb mi! Així és com una
dona ha de portar la seua vida.
—Peró mare, i els estudis? Candace a penes va començar a
estudiar quan James la va demanar en matrimoni…
—Mira, els estudis estan molt bé mentre no hi ha altra cosa
més important a fer, però quan et toca prendre la decisió, has
de deixar-ho tot. Casar-se és el més important en la vida d’una
dona, i has d’encertar Mary Ann. Si no encertes…
170
—Què, mare? Si no encertes has de ser una desgraciada tota
la vida? Per què he de dependre d’un home? Per què no puc
ser jo la que dirigisca la meua vida i puga estar al costat de la
persona que estime?, només perquè si?! No vull ser una
mantinguda mare! No vull ser com Candace, ni tindre fills als
vint, ni anar al club de Patchwork!
—I què faràs, eh? De què viuràs? Eh? Què vols ser, com la
mare de Jessica Wells? Una pilingui que canvia d’home com
de vestit? No Mary Ann, tu no seràs com eixa…
—No mare, jo no seré com eixa, però tampoc seré com
Candace, ni com tu.
L’última conversa seriosa amb la mare va deixar clares les
coses des d’eixe moment fins que Mary Ann va ingressar a la
facultat; el tòpic d’"em passes la sal" es va fer infinit entre les
dos, fins i tot, quan la jove va pujar a l’autobús cap a
Fayetteville…
Mary Ann es cordava les sabates mentre pensava en la
persona que la va ensenyar a fer-ho, l’altre pilar de la seua
vida, son pare. Brian Baker era una bona persona. Atent,
171
amable, amant de la seua dona i de les seues dues filles; havia
treballat tota la vida al taller que va heretar de son pare, i era,
sens dubte, el millor sastre d´Arkansas. Tenia la millor
clientela de tot l’estat, els més alts dignataris acudien a Brian
Baker per encarregar els seus trages, esmòquings, blazers i
qualsevol peça que li passara per la imaginació al distingit
client. La llarga trajectòria de la nissaga dels Baker en el món
de la moda masculina havia fet que la família de Brian
mantinguera, a més d’un nivell adquisitiu folgat, una posició
social respectada i venerable, amb l’afegit de ser el
sastre/confessor de tots els polítics demòcrates de la ciutat.
—Pare, ai si no et tinguera pare… Què hauria fet jo amb la
ruca de la teua dona?
Els ulls de Mary Ann s´ompliren de tristesa i al mateix
temps, orgull, al recordar com el pare va fer possible el seu
somni, en contra de les tradicions i de la Sra. Baker.
—Mary Ann, recapacita. Ta mare t’estima més que a la seua
pròpia vida. Però has d’entendre que ella vol el millor per a tu,
i per a ta mare, el millor és el tradicional. No hauràs de pensar
en com viure l’endemà, ella només vol per a tu una vida fàcil.
172
—Però pare, jo no vull una vida fàcil. Jo vull la meua vida!
La que jo decidisca. Per què m’he de casar amb un home que
quasi segur no aplegaré a estimar en la vida? Quan vos
casàreu, vos estimàveu?
—Jo sí. Estimava ta mare igual que l’estime hui. Ja sé que
ella en un principi no sentia el mateix per mi, però t’assegure
que hui no em canviaria per ningú. Mira, he tingut una idea…
eres jove, intel·ligent, oberta i treballadora. Per què no te’n
vens al taller i t’ensenye l’ofici? El pare va fent-se vell i
necessite un parell de bones mans que empren el guix amb
fermesa i velocitat… No et preocupes, et pagaré com pagaria a
qualsevol altre. Podries fer-te un nom, inclús podríem obrir
una secció femenina dins de la sastreria… Dis-me, què et
sembla? Socis?
—Pare! Faries això per mi?
—I tant filla meua! Sé que ta mare deixarà de fer-me
"brownies" durant una bona temporada, però estic disposat a
fer el sacrifici…
173
La xicota va treballar al taller de son pare durant sis mesos,
i la veritat és que no ho feia malament del tot, però els ulls de
Mary Ann reflectien, cada dia més, la frustració i desesperança
pel que començava a semblar ser el seu futur. No era el que
volia, no era el que somniava fer en la seua vida. I son pare es
va adonar de la tristor que empresonava la seua filla.
—Marinny… No eres feliç al taller, veritat?
—No pare, em trobe… no em trobe bé, tens raó… no sé què
em passa pare, no puc pensar que la meua vida siga açò, de
casa al taller, del taller a casa… pare jo vull fer alguna cosa
més! Vull ser útil, vull conèixer gent, vull viatjar, vull… vull
ser jo mateix…
Brian Baker s’empassà l’últim tràngol de saliva abans de
creuar el porxe, agafà una bona alenada d’aire i posant-se
dreta la corbata va fer peu al rebedor de sa casa. Va travessar
la saleta fins a trobar-se la seua dona en la cuina preparant les
galetes per a "Acció de Gràcies".
—Lucy, hem de parlar. La teua filla vol ser infermera…
174
Les set i cinc, el sol ja començava a lluir amb claretat mentre
Mary Ann es lligava les calces.
—Sí que desfavoreixen aquestes calces! -pensava- Pareix
que estiga morta! Però aquesta nit no serà així… aquesta nit
estrenaré les calces amb costura que em va regalar Candace
per a l’aniversari, estaré espectacular amb el vestidet roig i les
sabates del pare… Li demanaré el carmí a Betty i li diré també
que em pentine una miqueta, aquesta nit ens n’anem al club!
Hui m’he d’atrevir a dir-li-ho! És l’últim dia que vindrà a
curar-se i després serà més difícil vore´l per la base… és tan
guapo… i tan dolç… i tan… Ai, senyor…! Com li ho dic?
"Bobby… aquesta nit anem al club les xiques i jo… i havia
pensat… que podries vindre i…" -Mare de Déu, si s’entera la
mare que pense demanar-li d´eixir a un xic i que a penes el
conec un mes! Es tornaria boja!!
Mary Ann somreia mentre es col·locava la còfia davant
l’espill del petit tocador, acaronada per la llum daurada que
entrava per la finestra orientada a l’est.
Xafada entre l’espill i el marc, Mary Ann col·locà només
aplegar-hi una foto en què la seua germana Candace i ella es
175
menjaven una tallada de meló a mitges, les llavoretes del meló
corrien panxes avall en companyia del suc de la saborosa
fruita, tacant les fines brusetes de cotó blanc que sa mare els va
fer per a la festa de l´estiu. D’allò ja feia més de deu anys, i
aquelles dues xiquetes que sostenien una gran tallada de meló
entre les seues manetes, hui eren dones; que havien fet
cadascuna el seu camí, sí, però dones a tots els efectes.
Quan de temps sense vore Candace, com li deu anar? De
segur que bé. Fa temps que no parle amb ella, i, ara que pense,
tampoc els he dit res al pare i a la mare des que estic ací.
Només una cridada de telèfon a l’arribada perquè no patiren
i… res més… soc una desagraïda… Però… i si…? I si
vingueren? I si veieren el que jo faig?
Mary Ann va sentir per un moment la nostàlgia de la llar i
la tristesa de tindre lluny la família, aleshores, va reaccionar.
Mirà de reüll el rellotge blanc de la paret per comprovar que
encara li restava temps, les set i quart. Tragué del primer
calaix de la dreta del tocador un parell de postals que va
comprar només aplegar-hi i en va triar una, la que més
palmeres tenia. Agafà la ploma i es posà a escriure sobre el
tocador.
176
07-12-1941
Estimats pares. Disculpeu que no vos haja escrit encara des
que estic ací, però m’ha costat una miqueta de feina instal·larme a la base, tot és tan diferent… El clima, la feina, les
normes, la gent… hi ha gent de tot arreu!
Bé, he pensat que si no teniu res a fer, podríeu vindre a
passar els Nadals ací, en companyia meua. No em donaran
permís tan prompte, i a l’illa hi ha alguns hotelets molt bonics.
Tot és preciós ací, i m’agradaria que vinguéreu i veiereu el que
faig… Vos trobe a faltar a tots, a Candace i als xiquets, al pare,
i sobretot a tu, mare. Sé que fa temps que no parlem, però jo ja
no puc passar més temps sense parlar. T’estime mare, i a tu
també, pare, i a Candace, i a tots.
Disculpeu-me les presses, però no aplegue a l´hospital!
Vos espere prompte!
Mary Ann
Pearl Harbor-Honolulu-Hawaii
177
Zoe ya no juega con
muñecas
Alicia Muñoz Alabau
S
ucedió muy rápido, sin que yo me diese apenas cuenta.
Un viernes por la tarde todavía había dispuesto todo el
ejército de Barbies y Bratzs encima de la cama para darles
instrucciones exactas del guión del fin de semana y al lunes
siguiente ya no mostraba el interés habitual en terminar
cuanto antes sus deberes escolares para reunirse rápidamente
con aquel séquito.
Cuando la regañaba por desplegar diariamente la multitud
de muñecas y complementos hasta inundar los sofás del salón,
su sensatez infantil me apuntaba: “mamá, es que soy una
niña”. Pero qué pronto dejó de serlo. Prefería estar sentada en
su escritorio y comenzó a escribir las historias que antes
inventaba para sus juguetes. Siempre fue muy peliculera. Me
resultó extraño que su cuerpecito ya no trotara por el pasillo o
179
de punta a punta del comedor mientras representaba
(muñecas en mano) las situaciones que su desbordante
imaginación había construido. Empezó a estar más quieta y su
tripita redonda, de niña, comenzó a afinarse hasta desparecer
casi de una manera preocupante: “mamá, estoy gorda”, decía.
Tuve que dejar de morderle los mofletes rebosantes porque la
agobiaba, aunque afortunadamente continuó viniendo a mi
cama por las noches cuando tenía miedo y enroscando mi pelo
en su dedo para tranquilizarse apenas me acercaba a ella. Poco
a poco, esos acercamientos nocturnos también desaparecieron.
Definitivamente, me percaté un día de que ya no jugaba con
muñecas. Y no quise preguntar, me daba miedo. De repente
me dio miedo que la respuesta a la pregunta que había estado
tentada a hacer, fuera: “mamá, es que ya no soy una niña”. Mi
niña, para mí siempre sería mi niña.
La
dulzura
fue
dando
paso
a
las
contestaciones
impertinentes y la que antes demostraba una organización
extrema en todo lo que se refería a sus muñecas, empezó a
vivir entre montañas de ropa sin plegar, bolsas de deporte sin
deshacer y la decoración constante de una papelera repleta de
los restos más increíbles. El territorio de su habitación, me era
180
totalmente inaccesible. Ella salía muy de vez en cuando y las
veces que se me acercaba obsequiosa y, en un alarde de
generosidad me abrazaba por detrás sin que yo me diera
cuenta, le disculpaba de nuevo todos los desplantes y los
achacaba a la revolución hormonal propia de su edad.
Zoe significa vida. El nombre me pareció, primero horrible,
luego curioso, al final imprescindible. Me había costado
quedarme embarazada después del aborto y cuando sucedió
me sentí enormemente agradecida, a la vida, a Dios, a los
dioses, al más allá o a lo que fuera que había permitido que, de
unas relaciones sexuales siempre llenas de violencia y
resentimiento, hubiera ocurrido el milagro. En aquella época
había sacado de la biblioteca un libro de Zoé Valdés y me
pareció muy desafiante la forma de escribir, muy impúdica y
valiente, un poco obscena. También me pareció chocante que
una mujer con esa fuerza tuviera un nombre casi sin género
que no había oído en mi vida, pero fui simpatizando poco a
poco con el nombre y con la autora. Cuando me llevé aquel
susto tremendo por la amenaza de pérdida, enseguida pensé:
“no, ésta va a vivir, ésta es Zoe, lucha, mi vida, lucha por
181
seguir adelante, tu madre está aquí esperándote con los brazos
y el corazón abiertos”.
Llegó Zoe, nos sobrepasó a su padre y a mí, era mucho más
viva de lo que hubiéramos nunca esperado. Sus ojos
presentaron, desde el principio, una viveza que interrogaba,
que intimidaba, que impelía a contarle, desde el primer día,
todos los secretos del universo. Siempre fue muy alegre. Me
sorprendía que sonriera tanto, respirando un ambiente tan
tenso que a veces se rompía en amenazas y conatos de pelea.
Tal vez Zoe sonreía, pero iba almacenando el sabor agrio de la
amargura que había de transformarse en desconfianza durante
la adolescencia. Tan pronto desaparecieron las muñecas de su
vida, empezó a sentir que el mundo estaba contra ella, se
empezó a sentir incomprendida y debutó en una agresividad
verbal totalmente inusitada.
A su padre pareció sorprenderle que le dijera que ya no lo
quería, pero en el fondo yo creo que fue como una liberación.
Le dio el arrebato y se marchó de casa, como ofendido, pero
encontró la excusa perfecta. Apenas volvió a verla. Se la llevó
un par de fines de semana y enseguida comenzó a poner
excusas. Simplemente desapareció. Fue un poco largo el
182
camino de idas y venidas cada vez más distanciadas y al final
dejó definitivamente de llamar y Zoe de hacer preguntas. La
inquietud dio lugar a la paz. Pensé que así sería mejor, sólo las
dos, sin interferencias externas, pero desconocía que ella no lo
llevaba bien.
Así que ahora mostraba ira. Yo ignoraba de dónde
provenían aquellos dardos envenenados que a veces me
proyectaba desde su boquita de gloss, pero lo que era obvio
era que estaba enfadada.
Agradecí una noche que se puso con fiebre y me dejó
recostarme a su lado para reconfortarla. Luego pensé que
había sido terrible alegrarme por su malestar, pero es que así
me había sentido útil, supe qué hacer y a qué atenerme cuando
normalmente me sentía tan desconcertada al actuar ante ella.
Al coger el vaso de leche que yo le ofrecía, recostada en la
cama, me miró profundamente con aquellos ojos ávidos de
niña y sentí que nos acercábamos, que retomábamos un
vínculo antiguo que había estado siempre entre nosotras, que
había estado desde siempre, desde el principio de su vida.
Sonrió un poquito y le resbaló tímidamente una lágrima que
se empeñó en hacer desaparecer. Yo también sonreí un poco,
183
pero lo cierto es que estaba a punto de explotar de felicidad.
“Debo de estar hecha una facha”, dijo para disimular su
turbación. “No, hija, estás guapísima y sobre todo hueles a
cama y a calor, como cuando eras más pequeña y yo venía a
despertarte por las mañanas. Eso me encantaba”. De repente,
recuperé el pelo revuelto, las mejillas más que sonrosadas y la
boca medio abierta y encontré de nuevo la sensación de estar
mordisqueándole el lóbulo de la oreja para que se despertase a
base de cosquillas. La princesita volvió por unos instantes, se
arremolinó entre las mantas y expresó su deseo de volver a
aquellos tiempos. Yo, para compensarla, le di un reconciliador
abrazo, un abrazo que no sabía a regañinas ni a castigos, ni a
sermones ni a suspensión de paga, un abrazo sin “peros”.
Compró unas cajas sin decirme nada e hizo desaparecer sus
muñecas. “No irás a tirarlas, ¿verdad?”, le pregunté casi con
miedo. “No, bueno, no sé, de momento quítamelas del cuarto,
mira a ver dónde las metes”. Bueno, al menos el adiós no iba a
ser del todo brusco, pero empecé a ser consciente de que con
las muñecas estaba arrastrando fuera de la habitación, y por lo
tanto de su vida, toda una etapa, todo un tiempo en el que
habíamos sido la una para la otra, en el que llevándola en
184
brazos a casi todas partes o dormitando inseparables siestas
intermitentes, hacíamos frente a miles de sinsabores.
Ahora me sentía sola y no entendía cómo ella ya no parecía
necesitarme. Disimulaba y cambiaba de tema si la pillaba
hablando por teléfono, no consentía preguntas ni consejos,
conseguía que me comportara como cualquier madre pesada.
No encontraba mi lugar en su mundo.
A veces Zoe me miraba como preguntándome algo que yo
no acertaba a contestar, parecía compadecerme. Yo intentaba
no parecer atormentada ni triste, no asumir el papel de víctima
que parecía corresponderme. Me hacía la despreocupada, me
interesaba por sus asuntos y me conformaba con sus silencios.
También me esforzaba en mantener el contacto físico, que para
nosotras había sido tan importante, y le soltaba un beso o un
achuchón con cualquier excusa, aunque no siempre eran bien
recibidos.
No descuidaba sus notas y todo el mundo me decía lo bien
educada que estaba y lo amable que era, así que intenté
convencerme de que el único problema era yo, o que tal vez yo
misma estaba inventando el problema, en definitiva, que no
185
sabía digerir el paso del tiempo ni los cambios que los años
estaban produciendo en mi hija.
Cuando estaba concentrada o relajada, todavía se chupaba
el labio inferior y yo identificaba ese gesto tan suyo como un
reducto de niñez que me encantaba y que, a mis ojos, le
proporcionaba un atractivo peculiar y la dotaba de cierta
personalidad. “Es muy suya”, me decía, “eso no es malo”.
Estuve tentada de hacer desaparecer las cajas con las
muñecas muchas veces, pero al final siempre me resistía.
Necesitaba hacer acopio de una fuerza especial que nunca
encontraba. Me lo proponía y al minuto siguiente desestimaba
la idea, nunca encontraba el momento, nunca tenía tiempo
para algo que no me apetecía hacer. Era como si el deshacerme
de aquello fuera a provocar una hecatombe que, a nivel
emocional, sólo había empezado a anunciarse.
Criticaba cualquier sugerencia que yo hacía y parecía
sentirse avergonzada si iba a recogerla a algún sitio. Ya no se
le alegraba la cara cuando me veía, ni venía hacia mí contenta
y con los brazos abiertos. Más bien me ignoraba y acababa
186
regañándome si, al acercarme demasiado, la había dejado en
ridículo delante de sus amigos.
Con cualquiera parecía entenderse mejor que conmigo. Me
sorprendía que alguna de mis amigas, alguien de la familia o
alguna vecina, se convirtieran en confidentes rápidamente y
tuvieran el privilegio de saber de sus cosas y preocupaciones,
algo que a mí se me tenía totalmente vetado.
Yo ya no sabía de nada. Me había hecho sentir
imprescindible en su vida y ahora me había transformado en
la ignorante más absoluta; “¡ay! Mamá, es que tú no entiendes
de eso” “es que tú no lo/me comprendes” “¡ay! Es que no te
puedo contar nada”… era como si habláramos dos lenguas
distintas.
Se volvía tan exigente conmigo, que a menudo no reconocía
a la niña que jugaba con muñecas. Se había convertido en una
auténtica tirana y demandaba atenciones que ni por asomo
merecía.
Por las noches, empecé a tener una pesadilla recurrente en
la que perdía a mi hija, que era todavía pequeña. La oía
187
gritarme y llorar, pero no podía verla y avanzaba a tientas en
una noche cerrada y tormentosa hasta que, ahogándome en mi
propia desesperación, me despertaba.
Zoe acabó estando siempre de mal humor. Las risas
infantiles se evaporaron con las muñecas. Acabó por no
preguntar por ellas y yo, resistiéndome a la pérdida, las
guardé en el trastero de la terraza, bien disimuladas y fingí
que las había tirado. Cuando me agobiaba la soledad en la que
estaba viviendo aquella entrada triunfal en la adolescencia y
me sentía única en el mundo, con un problema único también,
me refugiaba en el trastero y lloraba contemplando las
muñecas que tantas historias felices habían protagonizado en
nuestra casa. Las muñecas no iban a volver, nunca saldrían de
sus cajas y yo no sabía si recuperaría a mi hija, que se había
transformado en una persona totalmente distinta a la niña que,
durante tantos años, me adoraba.
Iba pasando el tiempo y, de la noche a la mañana, igual que
se produjo el abandono de las muñecas que a mí tanto me
impactó, empezó a aparecer ante mis ojos una Zoe que
experimentaba otros cambios. Le importaba muchísimo su
aspecto y siempre intentaba parecer mayor. El gloss
188
transparente dio paso al lápiz de labios de color y los tejanos a
las faldas minis. Aparentaba más mujer, pero los arrebatos
seguían siendo de niña. Parecía dulcificarse un poco y, a veces,
me pedía mi opinión sobre alguna prenda, aunque siempre
fuera para no respetarla. La notaba más contenta y, en algunos
movimientos rápidos que realizaba cuando se desplazaba por
el pasillo de casa, creía reconocer a la niña que jugaba con
muñecas correteando aquel mismo lugar.
Muchas veces me había pedido permiso para ir a algún sitio
y habíamos discutido sobre la conveniencia o no de la salida o
sobre el horario, pero en una ocasión la forma en la que me
planteó lo imprescindible de acudir a aquella fiesta “tan
especial”,
me
hizo
comprender
que
aquello
era
verdaderamente importante para ella y no pude hacer sino
complacerla, con el gasto en modelito que ello suponía.
La estuve esperando hasta tarde y, como siempre que se
espera de madrugada, las horas se hicieron lentas y pegajosas,
extendiéndose por períodos que multiplicaban los sesenta
minutos. El reloj parecía detenerse mientras imaginaba mil
excusas distintas aceptando que daría por buena cualquiera de
ellas con tal de que apareciera ya abriendo la puerta. Por fin, el
189
cansancio me venció y me quedé dormida en el sofá con la
televisión encendida. Ya clareaba el día cuando empecé a
percatarme de cuál era la situación y a punto estaba de
sentirme verdaderamente asustada cuando la oí llorar en la
escalera y abrí yo misma sin darle tiempo a atinar en la
cerradura. Cuando se me abrazó deshecha en llanto, yo no
sabía si alegrarme por tenerla por fin, o asustarme por no
saber qué le había ocurrido. Opté por las dos cosas, ya que la
situación parecía realmente grave y decidía no preguntar y
esperar pacientemente el relato de los acontecimientos que, al
parecer, eran bastante importantes. Me moría por preguntar,
pero estaba demasiado ocupada abrazándola y consolándola.
Fuera lo que fuera lo que le había pasado, yo la tenía conmigo
por fin, sana y salva. Sentía toda la fuerza del mundo, que
podía protegerla de cualquier cosa, que podíamos luchar
juntas contra todo.
¡A Zoe, que hacía mucho tiempo que ya no jugaba con
muñecas, le habían partido el corazón, eso era todo, eso era
mucho! Mi niña, que jugaba a ser mayor había empezado a
experimentar lo agridulce de las experiencias que la vida a
veces proporciona y le había venido grande. Herida y
190
vulnerable, decidía ahora refugiarse en el hogar y no quería
volver a salir al mundo. Después de tres días de estar metida
en casa y cuando parecía que las lágrimas iban dando tregua y
amenazaban con acabarse, una tarde en la que se mostraba
especialmente dialogante le dije: “¿quieres ayudarme a
arreglar el trastero? así nos entretendremos y a lo mejor
encontramos algo divertido o que hacía mucho tiempo que no
sabíamos que existía” Así fue como se reencontró con sus
muñecas. A decir verdad, yo tampoco recordaba que estaban
allí, que finalmente no las había tirado y su cara se iluminó al
verlas. Cuando se giró hacia mí y de manera totalmente
impulsiva se me abrazó al cuello y me llenó la cara de besos
dándome las gracias, supe que la Zoe que jugaba con muñecas
siempre había estado ahí, que nunca me había abandonado,
supe que su sensibilidad la había llevado a sufrir mientras
atravesaba algunos de los años más difíciles de su vida y que
no había sabido canalizar ese sufrimiento, de manera que a
veces, salía disparado con fuerza arrolladora, como una bala
contra la persona que sentía más cercana en este mundo y que
mejor podía comprenderla.
191
Recogimos toda esa sabiduría y la almacenamos en
nuestros corazones, jugamos un rato con las muñecas y luego
volvimos a dejarlas en un sitio seguro, para que nunca se nos
olvidara lo importante que es asimilar cualquiera de las etapas
que vamos atravesando en nuestras vidas.
192
El ascensor
Mar Pastor Campos
A
noche apenas logré descansar tres horas seguidas. Mi
última pasajera, Katty, me utilizó hacia las cuatro de la
madrugada. Entró e inundó mi ambiente con los vestigios de
su peculiar perfume. En el trayecto hasta el séptimo, pude
observar su hermoso rostro, sucio de maquillaje y rímel y sus
largas piernas que, envueltas en nailon, terminaban allá en la
meta de la más veloz de las carreras. Poco después, pasó algo
raro: alguien me solicitó en la planta baja, pero nadie abrió mi
puerta. Pocas veces ocurre eso. Ahora, sobre las siete, vuelvo a
sentir el ya conocido impulso que me obliga a subir.
Sé perfectamente que el destino será de nuevo el séptimo
piso; y mi inquilino temporal, como de costumbre, el señor
Gómez Fonseca. Siempre me reclama puntual a esta hora tan
temprana, pasa a mi interior con serio semblante y dedica todo
el trayecto a atusarse el bigote y rumiar frases ininteligibles.
Probablemente se trate de sentencias motivadoras que le
195
ayudan a enfrentarse al mundo que le espera tras mi puerta; y
seguro que reserva la práctica de su ritual a mi reducido
espacio porque cree estar a salvo de miradas y oídos ajenos…
¡Pobre iluso!
Esta mañana me sorprende su actitud. Noto que está
nervioso en cuanto pone un pie en mi suelo acolchado. Sus
facciones no reflejan seriedad, sino auténtico terror y, en lugar
de atusarse el bigote y murmurar, se limpia a conciencia la
mano
derecha
con
un
pañuelo.
Además,
respira
profundamente, intentando tranquilizarse. Al llegar abajo, me
abre con brusquedad y desaparece.
Su extraño comportamiento me produce una inquietud
nunca antes experimentada. Aún especulo sobre él cuando
alguien requiere mis servicios. Supongo que me detendré en el
segundo para acoger a la siempre enojada Margarita, una
anciana que, a sus setenta y cinco años, comparte rellano con
unos jóvenes que yo -haciendo gala de una palabra recién
aprendida- describía como “alternativos” y ella como “panda
de guarros dogradictos”. Pero esta vez me equivoco y sigo
subiendo hasta el sexto. Al recibir a quien me ocupa, me
reprocho no haber tenido en cuenta esta posibilidad. Desde
196
hace varias semanas, Carlos acude asiduamente a visitar a la
nocturna Katty, a la que todos -no sé por qué motivo- llaman
“la Katty”, menos Margarita que, en su línea, como poco la
califica de “fursia sin vergüenza ni honor”. Aún no sé lo que
significa fursia.
Carlos aprieta el número siete y se retira el pelo aún mojado
hacia atrás, sin modificar ni un ápice la sonrisa casi estúpida
que le ataca cuando va a encontrarse con ella. Me abandona y
me quedo parado. Imagino que, seguramente, pasará como
otras veces y regresará a los pocos minutos para que lo lleve
de nuevo a su piso, con la sonrisa ya estúpida del todo.
No se demora en volver, pero antes emite un grito
estridente y no precisamente de placer… Muchas veces me
pregunto cómo será sentir placer humano, debe de ser algo
increíble para que la gente no pueda dejar de hablar de ello, ni
siquiera aquí dentro. Una noche subió la pareja del quinto,
estaban raros, lo que se dice ebrios y… Bueno, Carlos ya está
aquí. Su sonrisa se ha transformado en una mueca de horror y
sin control exclama: “¡Dios mío, Dios mío!”. Y con los nervios
me confunde con un taxi porque me apremia: “¡Al sexto, al
sexto!”.
197
¿Qué ha ocurrido? ¿Se encontrará bien Katty? Antes de que
Carlos recuerde que es él quien tiene que pulsar, alguien
solicita mi presencia y bajamos. La emoción me impide hacer
conjeturas sobre con quién nos encontraremos.
El tercero. O la madre que lleva a dos de sus seis hijos al
colegio o el profesor de educación física que saca a sus dos
perros a pasear. El pobre desquiciado de Carlos parece no
saber si poner buena cara y saludar o contar la atrocidad que
posiblemente acabe de ver. Intuyo que su reacción dependerá
de quién abra mi puerta.
Toca madre y disimular. Con gran esfuerzo: dar los buenos
días, explicar que no le había dado tiempo a apretar el cero,
asegurar que no pasaba nada después de las disculpas de la
mujer que jura que no estaba encendida la luz de ocupado, mirar
a los niños con simpatía y, por último, añadir que ha olvidado
algo para poder volver a subir. Vamos, Carlos ha pasado lo
que llaman un mal trago.
Después de la dura prueba superada, satisfecho, pulsa su
piso con firmeza y sin demora, como si nunca antes se hubiera
olvidado de cómo hacerlo.
198
Él me deja, pero yo no consigo dejar de pensar en lo
sucedido. Intuyo que algo nefasto le ha sucedido a Katty, que
el desencajado Gómez Fonseca como mínimo lo sabe -eso
explicaría su insólita conducta matutina- y apostaría a que el
conmocionado amante llamará a la policía.
Este es el día más interesante desde que me instalaron. Es
cierto que me divierten los improperios de Margarita, las
burlas de sus vecinos, la chica del quinto que habla sola, las
discusiones familiares y las situaciones incómodas; pero
nunca, nunca había pasado algo tan turbador e importante,
algo capaz de achicar, al menos por unos días, las inagotables
conversaciones sobre el tiempo.
II
Efectivamente, una hora después de que Carlos huyera
despavorido, la policía hace su aparición en forma de dos
jóvenes y atractivos agentes. Yo, al haber escuchado todos los
episodios de Brigada Central desde el rellano de Margarita, los
espero con ansia y los recibo alegre, deseando que
inspeccionen la casa y comenten el suceso acontecido. Un
momento… ¿Por qué aprietan el botón del sexto piso? La
199
víctima
vive
en
el
séptimo…
Bueno,
quizá
primero
interroguen al testigo.
Creo que nunca había subido los seis pisos tan rápido. Uno
de los policías me abre mientras le recuerda al otro el poco
tiempo que han dispuesto para almorzar. Si pudiera hablar, les
diría: “Venga, venga, menos cháchara, a investigar”. Me
encanta la palabra cháchara.
Oigo cómo llaman al timbre, el sonido de la puerta rozando
el suelo y el golpe seco al cerrarse. Aguardo impaciente, con el
único anhelo de que nadie me llame; pero, como suele ocurrir
cuando se pretende algo desmedidamente, no se cumple mi
deseo y debo bajar para transportar al todavía desconocido
-pero sin duda vago- que me solicita. ¿Nadie recuerda que la
finca dispone de unas preciosas escaleras? Apuesto a que los
ascensores más ancianos conocen la manera de detenerse
voluntariamente. Mi juventud debería servirme de consuelo,
pero no es así. Prefiero la sabiduría a unas bonitas y
relucientes poleas.
Otra vez el tercero, en esta ocasión entran Joaquín y
Roberto, los hijos mayores de la familia numerosa. Por lo que
200
yo sé respecto a edades humanas, deben de tener casi treinta y
veintipocos años, respectivamente.
La conversación que mantienen hasta que me abandonan es
la siguiente:
—Tío, qué fuerte lo de la Katty, cuando me lo ha contado
Carlos no me lo podía creer, igual le queda un trauma. Sólo de
imaginármelo…
Roberto, incomprensiblemente, se ríe antes de intervenir.
—Seguro, eso le pasa por liarse con fulanas, -afirma riendo
de nuevo- lo que está claro es que no ha sido el primero en
descubrirla…
—Y podría no ser el último… ¿Te atreves a subir a su casa?
-le sugiere Joaquín adusto y pausado.
—¡Te pasas de morboso! ¡Ni que a mí me fuera ese rollo!
¡Qué manera más inhumana de tomarse la desgracia, por
favor!, ¡incluso bromeando! ¿Qué significa fulana? ¿Por qué
llaman así a Katty? Y Carlos contándolo como un cotilleo
201
cualquiera… ¡Y se supone que somos las máquinas las que no
tenemos sentimientos!
III
Durante mi estupor alguien me abre, el que me faltaba: es el
señor o, mejor dicho, el sospechoso Gómez Fonseca. No es su
hora habitual de regreso, es probable que lo hayan llamado
para declarar. Está más blanco que su camisa. Le llevo a su
piso sin dejar de observarle… ¿Qué podría haberle llevado a
cometer un acto tan cruel? ¿Su amargura? ¿Su intransigencia?
¿Su pasado? Aunque, realmente… ¿Importaba el motivo?
Lo dejo en su planta deseando conocer de una vez el
crimen, el culpable y el castigo. Mi emoción anterior se ha
convertido en puro cansancio y aflicción. De nuevo desciendo,
sí, el sexto, sí, la policía, sí, suben al séptimo. ¡Por fin el
desenlace!
En esta ocasión tengo suerte. Ningún vecino me molesta y
puedo permanecer inmóvil. Sin embargo, no ocurre nada de lo
que esperaba: ni gritos de horror, ni de súplica, ni un “queda
usted detenido”. Simplemente llega hasta mí un tenue
202
murmullo que se agrava al abrirse la puerta del señor Gómez,
permitiéndome escuchar la última frase de uno de los policías:
“Muchas gracias ‘señor Fonseca‛ y perdone las molestias”.
Ambos agentes vuelven a ocupar mi interior y no tardan ni
un piso en… desternillarse de risa. Ahora sí que no entiendo
nada en absoluto. Y no voy a consentir que salgan y me
abandonen con tremenda incertidumbre. Con toda la
intensidad de la que soy capaz, me concentro en dejar de
moverme -ellos siguen con sus carcajadas- y, asombrosamente,
al final lo consigo: me paro entre el quinto y el cuarto piso. ¡No
soy tan joven como pensaba!
El parón les hace ir reduciendo las risas hasta casi
serenarse.
—Podemos avisar de que nos hemos quedado encerrados…
-apunta uno de ellos, sin lograr aguantarse una risita aguda
ante la inesperada situación.
—Sí -responde el otro sonriendo.
Y, utilizando su walkie, el jocoso policía le comunica a un
compañero dónde y cómo se encuentran.
203
IV
Tardaron diez minutos en comentar todos los hechos e
inmediatamente los bajé al patio.
La explicación se alejaba bastante de mis suposiciones,
empezando por Katty, que en realidad se llama Antonio. A las
seis y media de la mañana, el señor Gómez Fonseca, después
de unos años de cruda soledad, se decidía a visitar a su
profesional vecina. Fulana es una forma despectiva de llamar a
las mujeres que ejercen la prostitución. Cuando empezó el
cortejo, el señor Gómez no tardó en hallar “lo impensado en
una fémina”, lo que le escandalizó e hizo huir trastornado. A
las siete y cinco le ocurriría algo similar a Carlos, que hasta
entonces no había llegado tan lejos en sus encuentros.
Quien telefoneó a la policía fue Pili, la vecina del sexto, al
oír un espantoso grito masculino que venía del piso de arriba
(el de su compañero de planta, quien únicamente llamaría a
Joaquín para contarle la “terrible” experiencia).
Los policías, después de tomar café y hablar con Pili de
diversos temas que no venían a cuento, procedieron a
204
interrogar al único hombre que habitaba el piso superior.
Encontraron casualmente al señor Gómez que simplemente
volvía por sentirse indispuesto, posiblemente de tanto pensar
en lo que por poco no había hecho y si en realidad deseaba
hacerlo. Al preguntarle por un grito que se oyó sobre las siete
en su planta, no tuvo más remedio que contar lo sucedido, sin
omitir que no recordaba haber chillado muy fuerte. Por esta
razón se reían tanto los agentes, porque jamás habían
escuchado una historia íntima tan embarazosa y menos de la
boca de un señor así de formal y así de avergonzado.
Conociendo ya toda la trama, me alegra saber que Katty
está bien, aunque me apena que se sintiera ofendida en el
mismo día por partida doble. Por otro lado, su historia me
lleva a plantearme una inesperada cuestión: yo… ¿soy un
ascensor o una ascensora?
205
Por ser la última vez
Carmela Rey Garcés
M
aría se vistió deprisa para bajar a desayunar. Hoy
llegaba Julián y quería que todo resultara como
estaba previsto. Lo había estado esperando durante largo
tiempo, bueno, en realidad lo había estado esperando toda la
vida. Todo empezó en aquella verbena del pueblo, primero
fueron miradas, luego un acercamiento y tras un noviazgo
largo y a través de las rejas de la ventana, él partió para
Málaga a hacer la mili. Después llegarían cartas y más cartas
hasta que en la última le anunció que había conocido a una
muchacha y en breve se casaría con ella. Habrían de pasar
veinte años hasta que volvió a saber de él. Regresó al pueblo
después de haberse separado de su mujer. María por su parte,
aunque nunca lo olvidó, también se había casado y mantenía
una vida rutinaria y que Julián se encargó pronto de
desbaratar. Al poco tiempo de llegar él al pueblo, empezaron a
verse a escondidas y ella pensó dejar a su marido, pero al año,
207
Julián volvió a desaparecer. Una llamada de teléfono de una
de sus hijas, lo reclamaba para que la ayudara con su nietecito,
y él, ni se lo pensó. María continuó con su vida, tuvo nietos
igualmente y al cabo de un tiempo enviudó. Cinco años tardó
Julián en retornar al pueblo de nuevo y a presentarse ante su
puerta, pero ella estaba tan despechada por su última huída
que no quiso hacerle caso. Él, por aquel entonces, alguna vez
se emborrachaba y cuando era casi inminente el torrente de
alcohol por las orejas, le daba por tocar las castañuelas y
ponerse a bailar delante de la casa de María, ella lo miraba por
detrás de las cortinas y se reía.
Julián había alquilado una casa enfrente de la que vivía
María y cuando ella salía a comprar o a regar la puerta, la
acechaba para mirarla, algunas veces hasta conseguía hablar
con ella. Y así fueron pasando los años. Después de cumplir
los ochenta, los hijos de María, que vivían en la ciudad, la
alentaron a que ingresara en una residencia cercana a ellos. Al
poco tiempo de llegar, María redactó una carta para Julián
diciendo:
“Hola Julián, te escribo desde la residencia. Como podías
imaginarte, era inminente que mis hijos me ingresaran aquí. Es
208
un lugar muy limpio con enfermeros muy atentos y la comida
no es mala. La residencia dispone de un equipo de médicos a
los que yo, sólo he visitado para un examen rutinario el día
que llegué. Los compañeros me han aceptado gustosamente e
intentan que me una a ellos para jugar a las cartas, aunque a
mí siempre me han aburrido los juegos de mesa. Aquí,
también hay una sala donde se puede ver la televisión, pero la
mayoría de residentes se quedan durmiendo en los sillones,
por eso, yo prefiero pasear por los pasillos y cuando hace buen
tiempo, por el jardín que hay en la parte delantera. Tengo
asignada una compañera para que me guíe, dicen que hasta
que yo sepa manejarme por aquí y conozca la rutina diaria. Se
llama Ana y seguramente que cuando vivía su marido, se
habrían dedicado al estraperlo porque se pasa todo el día
ofreciéndome tabaco y mortadela y la verdad es que a lo de la
mortadela no puedo resistirme, ya sabes que siempre fue una
de mis debilidades.
Te pongo en conocimiento de todo, para que cuando
decidas ingresar tú, como me dijiste, sepas que es un buen
lugar. Tengo ya muchas ganas de verte y espero aprender a
manejarme por la residencia pronto y ser tu guía aquí. ¡Ah!, se
209
me olvidaba decirte que, lindando con la sala de gimnasia y
con el comedor, también hay una piscina y que cuando vengas
te acuerdes de traerte un bañador y aunque yo nunca vi
bañarse a nadie, he pensado que podríamos estrenarla
nosotros; yo le pediré uno a mis hijas.”
A la semana de haber escrito a Julián esta carta, recibió
contestación:
“Estimada María:
No sabes la alegría que me dio recibir tu carta. Desde que te
fuiste, las calles del pueblo, parecen vacías. Cuando salgo a la
puerta de mi casa y miro la tuya con las ventanas cerradas me
dan ganas de echarme a llorar y no, no creas que me he vuelto
un sensiblero a mi edad es que realmente te echo de menos. Ya
sé que has sufrido mucho por mí, pero nunca pensé que
llegaría el día que me tocara a mí. Así es que cuando me
escribiste para decirme que me esperabas casi me volví loco de
alegría. Es como empezar una nueva vida contigo; una vida
por fin juntos.
210
He pensado que iré a la residencia después de que pase la
verbena de agosto, por eso de decir, la última vez. Ya te
avisaré con tiempo, el día que vaya a ir.”
Pasaron los días y María esperaba con impaciencia la carta
anunciando su llegada. Por las noches, extraía del cajón de la
mesita una pequeña cartera, donde guardaba celosamente
durante años, la fotografía que se hicieron en una de las
verbenas del pueblo, luego sacaba la carta de Julián y la releía
varias veces. Por las mañanas y cada vez que venía Paco, el
residente encargado de repartir el correo, ella aludiendo a su
falta de oído, se acercaba impaciente a él, deseosa de escuchar
su nombre y poder recoger una carta de Julián. Así, día tras
día, pero hubieron de pasar cinco semanas más hasta que
recibió nuevas noticias:
“Estimada María:
Espero que a la llegada de ésta, estés bien. Como te dije,
ingresaría en la residencia después de pasar la verbena de
agosto, pero siento decirte, que tendré que internarme el mes
que viene, ya que he recibido noticias de mi compadre Manuel
y en tres días llegará al pueblo. Hace tanto tiempo que no nos
211
vemos… y ya sabes, por eso de decir: la última vez. Ya te
avisaré cuando vaya a ir.”
María, volvió a esperar de nuevo el correo todos los días, y
cuando Paco no tenía carta alguna para ella, se adelantaba
para decirle: “—Hoy no hay nada María.” Entonces ella, con
cara compungida, deslizaba la mano en su bolsillo y sacaba un
caramelo, y se lo ofrecía con la esperanza de tener más suerte
el próximo día. Él por su parte, le sonreía y le daba las gracias;
otras veces bromeaba con ella y María se ruborizaba.
Ana, se había convertido en su mejor amiga, persistía en
ofrecer
tabaco
y
mortadela
a
todos
y
continuaba
acompañándola en el desayuno, en sus paseos matinales, y
cuando el buen tiempo lo permitía, a tomar el sol en el jardín
delantero. Allí se reunían con otros residentes y conversaban
con ellos y cuando estaban de suerte, se les acercaba alguna
ardilla, acostumbrada a su presencia, a comer migas de pan
que ellas traían en pequeñas mesuras de papel.
Las hijas de María la visitaban cada domingo y ella las
recibía con alegría, aunque a ninguna de sus dos hijas le
comentó, que Julián ingresaría, en breve, en la residencia.
212
María, no sabía la impresión que esta noticia podría causarles
y prefería mantenerla en silencio, de momento.
Sin embargo, los días fueron pasando sin que tuviera
noticias de Julián, y fue cambiando los paseos por la estancia
en la sala de televisión y aprendió a jugar a la baraja, hasta que
un viernes se acercó Paco y levantando la mano con una carta,
le dijo:
—¡Mira, María, tienes correo!
Ella recibió la noticia con una gran sonrisa y ese día le dio
dos caramelos. Cogió la carta con manos temblorosas, la dobló
y se la metió en el bolsillo. Ana la miró de reojo con discreción.
Al llegar a su habitación y antes de bajar al comedor, María
se sentó en la cama, y sacó la carta. La desdobló y al abrirla,
emocionada le cayó una lágrima. Empezó a leer:
“Estimada María:
Espero que a la llegada de ésta, estés bien. Como te
comenté en la carta anterior, vino mi compadre Manuel. Se ha
comprado un cortijo en Villa Tempujo, donde tiene vacas y
213
corderos y ahora estoy aquí, pasando unos días con él. No
pude resistirme a su invitación, ya sabes: por eso de ser, la
última vez. Cuando vuelva te escribiré para decirte el día que
ingreso en la residencia.”
Y con esas palabras había dado por terminada una carta
que llevaba esperando María más de mes y medio. A ella le
embargó una gran tristeza y no pudo reprimir seguir llorando.
Debía reconocer, que Julián no tenía ninguna prisa en venir.
Cogió la carta y la guardó junto con las otras dos. Volvió a
mirar por un instante la fotografía y pensó que siempre había
sido un buen mozo. Anduvo hasta el cuarto de baño, y allí se
enjuagó las lágrimas, se repeinó y bajó al comedor un poco
confusa.
De nuevo se encontró esperando otra carta, esperando a
Paco,
esperando,
siempre
esperando.
Paco
se
había
acostumbrado a darle noticias cada día, aunque siempre eran
las mismas y a recoger su caramelo. Unas veces encontraba a
María en los jardines tomando el sol, otras en la sala viendo la
televisión o durmiendo, otras jugando una partida a la baraja,
pero siempre le gustaba encontrarla. El día que por fin tuvo
otra carta para darle, ella se encontraba sentada en el salón,
214
con Ana y con Luisa, una mujer que permanecía en una silla
de ruedas y que había mostrado siempre simpatía por ella, ya
que según decía, la sonrisa de María le recordaba a la de su
madre. Cuando llegó Paco con la carta, a María se le iluminó la
cara, le sonrió y la cogió, a continuación le deslizó dos
caramelos en el bolsillo. El, enternecido se lo agradeció. Ana y
Luisa, que habían presenciado la escena, la miraron sonriendo,
a ella le ardió la cara y se sintió como una adolescente tonta e
ingenua, aun así se echó a reír. Al momento había aumentado
la expectación entre los demás compañeros y se acercaron a
ellas, pero ella, fingiendo tranquilidad dejó pasar el tiempo,
ese tiempo interminable e inútil, y cuando llegó el mediodía y
después de comer, se retiró a la habitación y temerosa e
impaciente a la vez, empezó a leer mientras la carta temblaba
en sus manos.
“Estimada María:
Espero que a la llegada de ésta, sigas bien. Hace dos días
que llegué del cortijo de mi compadre Manuel. Allí he pasado
unos días estupendos con él y con su familia. En breve
empezaré a hacer las maletas y a despedirme de la gente, ya
215
sabes, por eso de ser la última vez. De modo que para el lunes,
dentro de quince días, estoy ahí.”
María no daba crédito a lo que acababa de leer. ¡Por fin
venía! Leyó y releyó la carta varias veces, hasta que verificó la
fecha, luego se dejó caer en la cama y empezó a pensar un
poco aturdida. Y comprendió que necesitaba estar tranquila.
Pasaron los días y cuando llegó el lunes señalado, a las once
de la mañana Julián estaba en recepción con dos maletas. Su
decisión
de
ingresar
en
la
residencia,
había
cogido
desprevenida a su familia, pero terminó por acceder pensando
que se cansaría de estar allí y que pronto volvería a su casa.
María por su parte se había levantado temprano, hoy era el
día. ¡Hoy vendría!
Julián, traspasó la puerta de cristal que separaba el hermoso
jardín del umbral de la residencia, un edificio sólido pintado
de blanco y con hermosas ventanas mallorquinas. Empezó a
mirar de un lado para otro, un poco turbado, esperando
encontrar los ojos de María, pero no la vio. Tras registrarse en
recepción, un enfermero de tez morena y vestido con un
216
uniforme verde, le cogió una de las maletas y le indicó que lo
siguiera.
—De modo que te llamas Julián -le dijo mientras arrastraba
la maleta con sus huesudas manos por el pasillo.
—Sí, sí -musitó él.
—Aquí estarás muy bien y la comida es muy buena. Seguro
que en poco tiempo harás muchos amigos.
Julián en esos momentos en lo último que pensaba era en la
comida y en los amigos. Solo quería reencontrarse con María y
que fuera ella quién le enseñara la residencia.
Y sin pensárselo más le preguntó:
—¿Conoces a María?
—Es posible -contestó, con un poco de desgana.
Se hizo un silencio incómodo.
Julián dobló la cabeza con gesto fruncido, lo miró y exclamó
disimulando su inquietud:
217
—¡Olvídalo!
No pudo remediar un pensamiento de ira contra aquel
hombre, aunque pensó, que tiempo tendría de averiguar
dónde estaba María, por sí mismo.
—En media hora, José, vendrá a por ti para comer; él por un
tiempo estará contigo, hasta que tú te acostumbres a la rutina
de la residencia. Por la tarde, a las cinco, te acompañará a la
visita del médico, en el primer piso, al lado del gimnasio. Es
una visita rutinaria para abrirte ficha y darte de alta, ya
sabes… El asentía, sin darle más importancia a lo que le decía.
Todo parecía no tener demasiada relevancia para él. Se
pararon en la habitación doscientos diez. El enfermero abrió la
puerta, introdujo la maleta y tras despedirse de él, la cerró.
La habitación, que era amplia y luminosa, estaba al final del
pasillo y daba a los jardines. Disponía de una cama, una
mesita de noche, un armario y una pequeña mesa con una
silla. La televisión que pendía de la pared, era de pago, por lo
que pudo comprobar.
218
Julián abrió las puertas del armario y guardó las maletas.
Pensó que María lo esperaba en el comedor.
A la media hora más o menos, José llamó a la puerta. Era
un hombre de unos ochenta años, bajito y con una barriga
prominente, todo lo contrario que Julián que permanecía
delgado a pesar de su buen comer. José se presentó con una
gran sonrisa y se prestó a ser su amigo y por supuesto, a
acompañarlo mientras lo necesitara. Él se sintió agradecido y
un poco más sereno.
Al llegar a la puerta del comedor, la larga cola para entrar
llegaba hasta el final del pasillo. Había gente que se había
sentado en las sillas, que apoyadas en la pared les ofrecían un
descanso necesario. Julián empezó a mirar a todas las partes,
deseoso de ver los ojos de María, pero por más que miraba no
la veía por ningún lugar y empezó a sentirse incómodo con la
situación. La cola de gente, corría despacio y al llegar a la
puerta de entrada, José le indicó donde debían sentarse. Lo
siguió en silencio. Se dirigieron a una mesa para seis
comensales, situada al lado de una ventana con blancos
visillos. Mientras se levantaban a coger la comida del selfservice, Julián no pudo resistir más y le preguntó a José:
219
—¿Conoces a María?
—¿María? ¿Cuál de ellas? Aquí hay tres Marías. Una
enfermera y dos compañeras.
—Es una compañera -dijo Julián.
—Ah, bueno, pues entonces sí que la conozco.
—Es que me gustaría saber de ella.
—Bueno, en ese caso, conforme las vea, te diré quiénes
son…
José echó un vistazo y señalando discretamente con la
mano, le dijo:
—Mira, aquella Sra. es una de las tres. Me refiero a la de la
camisa a rayas azules y blancas.
Julián miró fijamente a la señora de la camisa a rayas; era
menuda pero entrada en carnes y caminaba hacia el mostrador
del self-service renqueando los pies y cogida del brazo de otra
señora. Decepcionado, musitó, moviendo la cabeza de un lado
a otro:
220
—No, no, no es ella.
Y le dio las gracias.
De nuevo se quedaba sin saber dónde estaba María.
Aquello parecía una confabulación contra él y pensó que sería
mejor esperar a cruzarse con ella.
Mientras, a su lado, cuatro personas habían ocupado las
sillas vacías; tres mujeres y un hombre a quienes José presentó
de inmediato. Julián observó que Ana, la mujer que
permanecía sentada a su derecha, lo observaba curiosa
mientras comía y se sintió un poco incómodo mientras miraba
con disimulo en espera de cruzarse con los ojos de María.
—Cuando necesites tabaco o mortadela, dímelo, yo te lo
puedo proporcionar.
Le dijo la voz de Ana, casi en un susurro.
Julián no daba crédito a lo que había oído y se acordó de la
carta de María.
Ana continuó diciendo:
221
—Y ahora, de parte de María, esto es para ti -dijo ella,
mostrándole un sobre que había sacado con sus torpes manos,
del interior del bolso. Y se lo entregó.
—¿De parte de María? -dijo extrañado y sin advertir en ese
momento la mirada del resto de los compañeros, lo cogió.
Ana no le respondió, echó el azúcar en el café y empezó a
menearlo con la cucharilla.
Julián, después de echarle una rápida mirada, se guardó el
sobre en el bolsillo tras darle las gracias y, coaccionado como
estaba por la mirada insistente de los compañeros, se mantuvo
en silencio. Sentía una gran curiosidad por saber qué había
dentro del sobre, pero tendría que esperar.
A las tres y media del mediodía, Julián se sentó en la cama
de su habitación y abrió el sobre. Las manos le sudaban. En
aquel momento, ya sabía que María no se hallaba en la
residencia, aunque desconocía el motivo.
Después de sacar la carta pudo leer:
“Estimado Julián:
222
Siento no haber podido quedarme para recibirte. Para
cuando leas esta carta yo estaré camino de París con Paco, el
encargado del correo en la residencia. He encontrado el amor
que necesitaba, y te escribo para, bueno ya sabes… POR ESO
DE SER, LA ÚLTIMA VEZ.”
223
A veces, sólo a veces…
Francisca Serrador Más
Metáfora sobre la drogodependencia.
¿Qué distancia hay entre la sobredosis y la rehabilitación?
A
veces sólo a veces a veces sólo a veces a vece sólo a
mor mío:
Anoche, todo resultaba más fácil. En mi imaginación, no
había dudas. Ni demoras. Ni despedidas. Habría sido capaz
de cruzar con la última gota de mi sangre, esa puerta que tú
me cerraste. Decidida y convulsa a partes iguales, habría
dejado a ciegas este mundo que tú me enseñaste con la lucidez
de un iluminado. Te habría dado la espalda con la misma
pasión con la que tú creaste mi propio infierno, tabicando a mi
alrededor un encierro donde sigo, día a día, prisionera de mi
noche más oscura. Habría hecho caso al fin a esta rabia que me
225
impulsa a escapar de ti, pero la madrugada, de nuevo lo hizo
todo distinto. Perdí la valentía de entre mis dedos, al toparme
con mi realidad. Y en ella, el peso del destierro al que tu olvido
me castiga, nunca concluye.
Sola, oigo voces en mi rutina. En la calle, alguien discute
con el conductor de un autobús. Un perro ladra en el
semáforo. Y sus sonidos destilan impaciencia. Justo lo que yo
siento. Impaciencia por dejarte atrás. Un camarero despierta el
día, aburrido, preparando las mesas de una insulsa terraza en
esta desconocida ciudad. Anuncia soledad, con su desánimo.
¿El mío? Puede ser. Porque sin ti, nada calma mis venas,
dándome el valor de la despedida. Ya ves, nunca conseguiré
saber qué hay después del alba fuera de aquí. Ni lograré la
bravura suficiente para alejarme de ti, amor mío. No porque te
quiera. Sino porque te necesito. Estoy tan mal sin ti, que si de
verdad fueras el diablo, negaría mil veces mi mundo sólo por
poder reencontrarme otra vez con tus ojos. Te vendería para
siempre mi alma por el afán de romper las dudas que
paralizan mis dedos, cuando la oscuridad me hace negarte. ¿O
recordarte?
226
Porque hoy, tus brumas y la tramontana guían mis pasos
en el borde de mi propia anarquía. Sentada ante el espejo,
busco tu mirada tras mi nuca. Enfrentada al abismo que
retiene
una
imagen
sin
entrañas,
deseo
sentirme
correspondida por la fidelidad que una vez, me prometiste.
Pero sólo veo cómo el tiempo derrochado en complacerte ha
dejado sobre mí su mancha más dura. Has sembrado de surcos
mi ánimo, con el mismo rumbo trazado en las estrías de mi
frente. Ya no queda de mí ni rastro de aquel ligero caminar
que me hacía ir de puntillas sobre tu risa, cuando estabas
cerca. Con ella galanteaste mi orgullo, envaneciéndome. Y al
vencerme, anulaste en mí una confianza intratable que al
principio, sólo muy al principio, logró defenderme de esa
intuición que censuraba la intensidad de una pasión que
sustenté hasta la derrota, entre tus brazos. Ahora, inmóvil y
expectante en un duermevela paliado por la madrugada, sé
que nadie, ni siquiera tú, imaginará el peso de este
escepticismo cruel que la casualidad sostiene entre un cúmulo
incierto de momentos. Nuestros. De contradicciones. También
nuestras. Las mismas que rellenaron mis remordimientos cada
vez que reviví mi pasado mientras en mi imaginación, febril o
227
sectaria según el lugar, recreaba para los dos, nuestro
reencuentro.
Si pienso en ti, incluso en la temible proximidad de la
madrugada, invoco a los cielos tu regreso. Sujeto entre mis
dientes mi enfado, por añorarte. Dejo correr mi aliento sobre
tus venas, ansiosa por curarme de esta indecisión que me ha
transformado en un ser extraño, incoherente y agotado.
Cobarde, me cansan las sombras que me rodean. Esas donde
tú estás y yo no te encuentro. Donde te ríes y me buscas, si no
estoy cerca. Donde callas y revoloteas a mi alrededor, cuando
mi sangre te llama, desesperada. Refugios donde tú rechazas
mi llegada. Donde yo no me atrevo a buscarte, cuando la luz
del día me inventa.
Cuando te odio, ansío buscarte, sólo por culparte de mis
miedos. Caprichosa, necesito deshacerme de mis sospechas.
De la sensación de saberte perdido. Entonces culpo a la
frialdad asentada entre ambos de que hayas logrado
distanciarte de mí, ingrato Corazón. Porque si te desvaneces,
¿qué me queda? Encierro y locura que tú rodeas sin rozarme.
228
¿Siempre fue así lo nuestro? No lo sé. Sin embargo mi lucidez
aún me hace amarte. La locura, odiarte. Y entremedias, quedo
yo. Sin conciencia ni pasado, buscando tu piel, para tocarte. En
mis soledades, es lo que más añoro. Tocarte. Oler mi hambre,
en tu risa. Ver tu mirada remoloneando por mis costillas. Así
éramos los dos, entonces. Así al menos lo recuerdo yo a veces.
Sólo a veces. Ya sabes.
A veces, sólo a veces, curo mi insomnio caminando entre
muebles abandonados, buscando susurros. Remoloneo entre
las sombras que plagan mi mundo, midiendo el influjo del
nuevo día. En esa línea incierta entre el ahora o nunca que
desploma mis ilusiones, ultimo mi consciencia en una
existencia ficticia que me asoma a tu recuerdo. Y me aprisiona
en mis trampas. Entre suspiros, me envuelve el viento y me
cerca, maravillada, tu tacto entre mis pensamientos. Entonces,
en esa confusión tan clara, tus palabras resuenan cerca de mí.
Me haces sentirte próximo, aunque no pueda verte. Como en
ese ayer que nos unió, me preguntas si tengo frío. Y en aquel
momento te lo negué, sonriéndote congelada. Y allí descubrí
en tus ojos la blancura de la nieve, la primera de mi vida y me
229
dejaste fascinada. Mi adoración creció bajo el influjo de tu
mirada. Dejaste que me enredara en esa expresión tuya, a
veces cambiante, a veces indecisa, al susurrar mi nombre en
tus oídos. Entonces la vida tomó una curva y la madrugada
nos cegó, cómplice de lo entendido. Curiosa, esa luz naciente
descubrió nuestros brazos enlazados. Tu beso en mi garganta.
Mi mano en tu corazón. Y la locura nos hizo compartir un
reservado que llenamos de prisas y promesas, hasta negar la
realidad de ese mundo extraño que sólo a mí, ahora me rodea.
Mi decepción, por continuada y gastada, vuelve a
sumergirme en un mundo irreal donde permanezco olvidada
por un destiempo que todavía nos separa. Y sin ti, mendigo la
oscuridad, cansada de los enredos que plagan mi vida. Ubico
ante mí los ángulos que escondieron en una lejana tradición,
nuestros amores. Resigo decires que quedaron dibujados,
cómplices, entre las marcas recorridas de tu piel en aquella
noche tan larga, tan nuestra. Y por recordarte, continúo
atrapada entre muros prestados de donde no reuniré detalles
que conservar entre mis dedos, en mi huida. En esa fuga o
vida que iba a ser mi salvación. Tuya y mía. Y la de nuestra
pasión. Esa que hace inútil otra demora más. Y la
230
incertidumbre me derrota. Quizás no sirva de nada esperar. Ni
buscar la noche, para negarte. Ni agradecer a la oscuridad, su
impertinencia. Su compañía.
A veces, cuando la noche crece sobre mis venas con ansias
de sobredosis, esquivo lo vivido y lo soñado para desoír tus
arengas. Confío en que un solo instante decida mis sueños.
Que quizás hoy, la casualidad alimente mis esperanzas,
volviendo a unir mi mundo y el tuyo entre una inmovilidad
donde quedé anclada y esas nubes blancas de calima agotada
desde donde me observas. ¿O sigues todavía entre las
sombras? No lo sé. Atrapada en ti, nada en mis silencios
sacude ya de mis venas los viejos fantasmas. Ni el ritmo del
aire en mi dormitorio. Ni la saciedad de ayeres en mi
inconsciencia. Perezosa, sólo el eco del pasado me hace
reaccionar del letargo cansino que acompaña todos mis días. Y
mis noches. Buscándote una madrugada más, dejé que el roce
sobre mi alma de una quimera tantas veces soñada, me hiciera
ignorar el desasosiego que corroe mi rebeldía. Entonces aíslo
mi cordura en el conteo de unos segundos de indecisión en los
que la esperanza más que la impaciencia, me impulsa a aplicar
231
a cada uno de mis deseos, una minuciosidad tensa y casi, entre
caprichos incumplidos, tranquilizante. Y aunque tu intrepidez
se hizo mi justicia y mi felicidad en el momento de
enamorarnos, a veces, sólo a veces, busco a otro Dios al cual
rezar. Suplicante, necesito una nueva fe que llene mis manos
de resolución y acuse tu lejanía, de jactancia. Lúcida, me
rendiría ante su poder, entregándole mi último aliento. Sólo
por cicatrizar aquel amor en el que borramos el frío, la soledad
y los silencios de nuestros labios. O simplemente por
olvidarte. Ya ves, sigo siendo una ingenua. Una niña. Esa Una
que sobrevive a duras penas sin tu rastro. Sin mi razón.
Engañada, aún repliego entre mis dedos el rastro cristalino de
una devoción que tú creaste y yo respeté, más allá de la lógica.
La mía. La de mi suerte. La de mi afecto. Ese aprecio que
nunca entendió el desorden de mis sentimientos. De mi amor,
y de mis odios. Pese a tu egoísmo.
A veces, sólo a veces, esquivo las sombras donde te
escondes por recordarte como eras antes, cuando el frío de tu
mundo llenó todos mis gestos. Cuando la blancura extendida
bajo un cielo agrisado me hizo aprender a amar la lejanía. Pero
232
mi libertad siempre me resulta corta. Jamás puedo superar el
desconcierto de saberme sola. Ni el de mi hambre. Hambre de
ti. De tu sonrisa. De mi condena. Ni el de creerme tu
prisionera. Y sólo sé que me pierdo contigo. Enredada por los
trazos de aliento donde te imagino, resisto los juegos de una
esquiva presencia. La tuya, sin duda. ¿O la mía? Aturdida, uso
el viento para acunar las palabras que me brindas, reanudando
cortejos donde sólo hay silencios. Y recuerdos. Porque sin ti
cerca, rechazo esta tortura fría que domina mis perezas.
Instantes de una vida que sólo el amanecer me deja cercanos.
A veces, es mi ilusión alcanzar tu aplomo y negarte.
Mantengo mi aliento en la esperanza, temblorosa, con el ansia
de acortar con la brutalidad del desdén, esta separación. De
invocar la sinceridad de un paraíso imaginado por ambos. O el
infierno más ingrato. Pero ahora que mi aliento huele a
madera de roble, siento en el aire restos de viña reseca
perfilados con henna en mi mirada empedrada, por ti, de
espumas blancas. Propicio nubes de hiel entre las gotas de un
ámbar líquido que fibra mi hígado, reclamando tu rastro en
cualquier soplo de viento que pueda acercar hasta mi rabia, tu
233
voz. Sólo así ansío tu fidelidad, mi Adorado. Hago propio ese
corto instante trazado entre la noche y la madrugada, en el que
perdí mi santuario por permanecer aferrada a tu memoria,
codiciosa de tus sonrisas. ¿Me olvidarás, si me decido? A veces
quiero creer que será así. Sólo a veces. Otras, ese es mi mayor
miedo. Pensar que el mundo me pueda volver a dejar aislada,
cumpliendo el nombre que el azar puso en mis manos, para
hacerte sonreír. Porque fui Una hasta conocerte y en el juego
de tus labios me convertí en Amor, para oírtelo decir hasta el
cansancio. Pero luego recuerdo.
A veces, sólo a veces, recuerdo que llegaste a mi vida un
martes y hoy, quizás jueves o quizás sábado, tu ausencia me
guía por el eco de los delirios que tú provocaste cuando tus
exigencias se volvieron codicias. Sin saber cómo, hiciste
costumbre este mundo cerrado entre cuatro paredes que sólo
ahora, tu ausencia plaga de sospechas. Arrasaste una semana
poblada de casualidades desde el mismo caos de mi espejismo.
Y aun así, si parpadeo, oigo aún el ruido de tus pasos,
acompañándome. Siento tu mano en la mía, anhelando un
instante que compartir junto a tus labios. En un tiempo, nada
234
más me importaba. Juntos deteníamos el mundo. Sobre todo si
me sonreías, como sólo lo haces ya sobre mis apurados cinco
sentidos. Y la casualidad me hizo imitarte, completamente
enamorada. Aprendí de tus excesos hasta saturarte. Perdí la
consciencia entre tus labios y sin embargo tú, al alejarte, me
golpeas con una razón repentinamente extraña. O quizás, real.
Ya no alcanzo a comprender la diferencia.
Ansiosa, lucho por que las adversidades no te borren de
mi mente. Con desesperación, sigo aferrada a una promesa
que quise creer cierta. Que tu palabra era ley incluso sobre el
recorrido de mis venas. En cambio, tu adiós me cubre de
mentiras. Me deja sin salvación por no saber dejarte atrás. Me
cubre de tiempos perdidos en el espacio de miedos que crecen
cuando la noche más negra me acerca a la madrugada. Y sólo
cuando mi sangre está lo suficientemente repleta de ayeres, me
encojo en ese vacío confinado entre tu cielo y mi encierro,
dejándome consumir por un mañana que me dejará triste,
recreándote en mis pensamientos. La suerte, antes, me hacía
mendigar tus brazos. Ahora, sólo busco tu descuido. Y mi
fracaso. O mi cansancio. Pero aun ahora, aquí, creyéndome
235
sola, sonrío. Siento que mi traición será escasa. Breve. Concisa.
¿Cómo la tuya? No. Al contrario, tú permitiste mi odio al
abandonarme. Impusiste entre ambos este persistente silencio
que devora mis entrañas. Y me niegas el consuelo de un
relámpago que repita el deleite, sobre mis labios. Te encierras
entre la oscuridad y mis plegarias, mientras anhelo despertar
entre tus brazos con el final de mi ocaso. Insatisfecho, te
mezclas en mi sed con la voracidad de la herrumbre,
corroyendo mi sangre con tus intrigas. Y me dejas a mí el peso
de esta soledad sin horizontes donde mi piel busca tu tacto. En
mis sueños, ansío hacer eterna cualquiera de estas noches
quebradas por la impaciencia donde yo pueda detener el curso
de mis pasos al borde del infinito que nos separa. Entonces, mi
arrojo y mis deseos culminarán entre trazos de venganza, con
nuestra
relación.
Aunque
tú
quieras
aún
vencerme,
enamorándome. Y yo quiera perderte, olvidándote.
A veces, sólo a veces, considero demasiadas mis suertes y
muy pocas mis fuerzas. Pero nunca logro escapar de mi nada.
Ni aprendo de mis errores. Ni cambio mi aliento por cordura
en esta espera. Nerviosa, deseo borrar de mi sangre tu ilusión
236
con una simplicidad brutal para mi resistencia. Porque es
entonces, al rodearme la oscuridad de la noche, cuando sueño
que estarás al final de mi sendero, esperándome. Quizás con
tu abrigo nuevo sobre los hombros. Con la mirada limpia de
alcoholes y desenfrenos. Lúcido, protegerás mis manos del
viento que arrasa este desierto helado urdido en nuestro
dormitorio, con unos dedos que aún ahora, me acarician. Pero
cuando no estamos así, juntos, deseo dejar que la madrugada
me rodee, deshaciendo los rincones de mi alma donde tú aún
te cobijas. La intuición me impulsa a buscar una luz que
recorra mis sombras. A agotarme, sólo por quedar lo bastante
exhausta para invocar la noche con fragmentos de un pasado
que conservaré entre mis dedos, despreciando un último
segundo más de tiempo en el que encontrarte. ¿O quizás para
aprovecharlo? ¿Dónde estarás tú, cuando yo me vaya? ¿Lejos o
cerca? Nunca lo sabré.
Por cobarde, la costumbre me ata a un mundo cerrado entre
cuatro paredes que sólo tú, plagas de inquietudes. Ilusa, al
borde de una sobredosis que cortará en dos, mi última aurora,
aún sueño con que tú cruzarás la inmensidad de tu
indiferencia, para salvarme. Que forrarás tu distancia con la
237
brevedad de un adiós que calme nuestra separación. Pero la
madrugada me devuelve la calma y deshace el recuerdo de
aquella sonrisa que una vez conquistó mi corazón. Resguardo
de recorrido lento y huida rápida, tus labios resultaron un
precario cómplice de nuestro primer idilio. Y aun así, su trazo
nunca se desvía de su rumbo. Ni de mi memoria. Ni de tus
susurros. ¿Los cuentas aún, en mis oídos? Yo sí. Todos. Y su
roce aún acerca mi breve inmortalidad hasta tus brazos con la
misma intrepidez que sentí en nuestro ayer, cuando arriesgué
mi suerte al dejarte forjar con los ojos cerrados, las curvas de
un camino esculpido en un mapa mal plegado, sobre mi piel.
Y la tuya. Con tus enseñanzas, memoricé lugares que tú, con
caligrafía incomprensible y preciosa tinta azul, escribiste en mi
sangre con papelinas de nieve, para guiarme. Así me
enseñaste cientos de rincones que yo conocí, simplemente, a
través de tu insistencia. Y ahora los invoco yo a los cielos,
suplicando tu regreso.
Pero las horas marcan el ahora, en esta nueva mañana.
Tampoco me deja mi suerte hoy librarme del antes. De mí. De
238
ti. De mis ayeres. De mis sueños. Por que a veces, sólo a veces,
pienso demasiado en ti. Sólo en ti…
Querido Mío,
Gracias por tanto…
P. S. Las campanas de la iglesia, burlando como tú mis
plegarias, señalaron las diez. Y aquí estoy, inmóvil, sentada
aún frente al espejo, aguardando el valor de la noche, para
dejarte. Eso sí, cuando te olvide…
239
Descansar
Eva María Serrano Villar
“¡Q
ué tal, mamá! ¡Qué tal, mamá! ¡Qué tal, mamá! ¡Q
ué tal, mamá!
Hoy he venido a verte antes de lo previsto porque no tengo
mucho que hacer por casa. Los niños están en la escuela y Fran
ha tenido que viajar unos días por motivos laborales. Creo que
ha de ir al norte, a Galicia, a descargar un porte de pescado
para una importante empresa de conservas de la zona. No sé
qué ciudad es, pero he visto por la televisión, en los
documentales que hace un señor con bigote y una mochila
siempre a cuestas; sí, ese caballero que me hace tanto viajar sin
moverme del sofá, que es un lugar muy natural, muy libre y
hermoso; dice que hay un mar muy azul y se respira un aire
limpio. Yo quiero ir mamá. Te acuerdas cuando el señor padre,
Rodrigo, Azucena, tú y yo un verano fuimos a la playa de…
¿Cómo se llamaba ese pueblo tan bonito? ¡Ay, ni me acuerdo!
Éramos demasiado pequeños. En el colegio mi maestra nos
241
enseñó todas las ciudades y la mayoría de los pueblos de
España, pero creo que antes de enseñarme el nombre de esa
región yo ya me había marchado de la escuela. Lo que lloré…
¿eh, mamá?
Bueno, me voy a casa. Volveré a visitarte. Esta noche, o
mañana, o quizás pasado regresará Fran, no lo sé. Como es tan
imprevisible…; te quiero mucho.”
Era domingo, un domingo cualquiera; un domingo
aburrido en el que podías estar acostado durante todo el
maldito segundo día de fin de semana de supuesta relajación
en una hamaca, bajo los rayos del sol, tostándote el rostro,
leyendo un libro, rodeado de naturaleza, sin escuchar nada,
absolutamente nada, sólo las palabras de ese libro bailando en
tu cabeza.
Pero ella frotaba con esmero las gotas de chocolate que sus
hijos, inocentes, habían derramado sobre la moqueta, en su
juego de ser grandes cocineros.
242
Ella preguntaba la tabla del seis, y disimulaba que sabía
demasiado de números y de letras; sabía que ella aprendía de
sus hijos mucho más que de ella misma.
Ella, vestía con su pijama a sus retoños, los acostaba en la
cama, y pensaba ya en la hora a la que debía despertarse al día
siguiente para levantarlos.
Ella, se pasaba dos horas entre cacerolas y espumaderas y
elaboraba un excelente y nuevo menú que había anotado de la
televisión, su gran compañera, para que su marido al regresar
alabara su buen gusto.
Y ella esperó, y esperó, y esperó; y medio dormida permitió
que del humeante plato dejara de brotar vapor. Entonces, llegó
Fran.
“Hola, mamá.
Perdóname por el retraso. Es que he tenido mucho jaleo en
casa. He tenido que ir con Fran al banco donde pedimos la
hipoteca para que nos la dejara pagar durante más meses.
243
Tenemos muchísimas facturas pendientes, y creo que deberé
ponerme a trabajar aunque sea unas horas. Bueno, tendré que
volver a limpiar portales, como cuando tenía trece años.
Aunque espero que los niños me dejen tiempo.
Fran me ha dicho que no hace falta, que él puede solo. No
sé porqué, pero lo dudo. Este mediodía regresó bastante
enfurecido porque había tenido una bronca con su superior.
Pobrecito, encima que trabaja muchas horas le tocan los huevos,
como él dice. La verdad, si no fuera por él nos moriríamos de
hambre. Imagínate que no tuviera empleo… ¡qué haría con los
niños! Ellos son los últimos que han de dejar de comer, y vestir
y ¡todo! Mira, pensándolo mejor, ahora cuando salga de aquí
iré al kiosco del señor Manuel y me llevaré un periódico de
esos donde publican anuncios, seguro que encuentro algo
interesante. Ya te contaré. Te quiero.”
Era la primera semana desde hacía muchos años que ella
sostenía entre sus manos un palo de fregona desconocido. Su
olfato ya identificaba correctamente los matices del producto
limpiador
con
miles
de
sustancias
244
abrillantadoras
y
desinfectantes. Su muñeca, de manera mecánica, oscilaba
rítmica hacia todas direcciones, para eliminar con celeridad las
diminutas motas de polvo que pudiera haber.
Aquel séptimo día de trabajo, ella tuvo que quedarse hasta
tarde para suplir la baja de una compañera. A ella no le
importó. Ella hizo muy bien su trabajo, canturreaba feliz,
pensaba que a final de mes tendría unos billetes más en el
bolsillo para sufragar la deuda, aunque en su mente
sobrevolaban voces diminutas que le aconsejaban darse prisa
para acudir a casa pronto.
Regresó tarde a casa. Ella sonrió al entrar por la puerta,
abrazó a sus pequeños, desató sus zapatillas, estiró leve su
tronco de cansancio, con cierta timidez. Entonces, apareció por
la puerta del salón Fran.
“Mamá.
Hoy te visito antes de la hora prevista, no he podido ir a
trabajar porque me encuentro un poco mal; ya se lo he dicho a
mi jefa, y me ha dicho que no pasa nada, que soy muy
245
trabajadora
y
me
merezco
descansar.
Descansar,
sí,
descansar… y me pregunto, ¿qué es el descanso?
La verdad es que no debería descansar tanto, tal y como
están las cosas, pero hoy me duele el cuerpo entero, ¡hasta las
pestañas! Así que mamá, no te puedo hacer caso. Tú, que
cuando era pequeña me decías que no podíamos descansar del
trabajo porque el señor padre se enfadaría si no había
suficiente vino en la mesa. Lo que llorabas… ¿eh, mamá? Me
tengo que ir. Hasta mañana.”
Al octavo día ella no acudía a trabajar, pero tampoco al
noveno, ni al décimo…, ella no quiso ir más a trabajar. Le
dolían las manos de frotar, decía; los brazos de cargar cubos
llenos de agua con lejía, la nariz de embriagarse con los
aromas de pino, y los ojos, le dolían los ojos. Pero mentía.
“Madre.
246
No he podido venir a visitarte estos últimos días, pero
espero que no me lo tengas en cuenta. Ya sabes que me debo a
mi familia, como tú cuando formaste la tuya, también te
debías a ella, y ya no ibas a ver tanto a la abuela. ¡Cómo me
parezco a ti! Y he de reconocer que me da un poco de miedo
parecerme a ti, aunque a la vez me halaga.
Cuando me miro al espejo, mi imagen es la tuya. Mi mirada
es idéntica a la tuya. No me gusta mirar mi reflejo, no me
gusta mirar mis ojos. Ya no los veo bonitos como de joven.
Antes tenía unos ojos enormes y brillantes, brillantes y
radiantes, parecía que hablaban diciendo ¡soy dichosa! Pero ya
no cuentan eso. Ahora los veo demasiado feos, como los tuyos
a veces, cuando me acercaba a ti de pequeña en tu habitación,
después de que el señor padre saliera de ella abrochándose el
cinturón. Y cuánto aguantabas. Y cuánto me decías que
aguantara. He de irme ya.”
Y ella ya no tuvo historia que contar.
247
“Madre, tengo miedo.
Fran me dio anoche más fuerte que nunca. No pensaba que
un hombre podría llegar a tener tanta fuerza. No supe qué
hacer, no me salió la furia de dentro, me quedé inmóvil. ¿Por
qué me paralicé de esa manera? Tenía la mandíbula tensa,
parecía un perro con rabia, y los globos oculares desgarrados,
casi fuera de sus cuencas. Tuve pánico. Me agarró del cuello,
me empujó de forma salvaje. Parecía una cucaracha, no sabía
dónde esconderme, pretendía exterminarme; no quería eso,
no.
Madre, mis niños chillaban… ¡Qué dolor!
No quiero parecerme a ti. En el fondo, casi te odio, porque
hiciste que me pareciese a ti. Lo siento. No quiero acabar
pareciéndome a ti, como eres ahora.
Te dejo lirios blancos encima. Sé que hace días que no te
traigo flores…; ahora sí que estás descansando, cuánto lo
echaste de menos…, descansar. Te quiero más que nunca.”
248
Ella estaba acostada. Cerraba con fuerza los ojos hinchados.
No quería ver su propia sangre manar con intensidad. Tosía.
Dejaba de respirar.
Ella gimió. No se quería dejar ir, pero tenía muy poca
fuerza. Entonces abrió uno de sus ojos, y de manera turbia
visualizó la imagen de sus dos retoños, pálidos, impactados.
Y Maribel se levantó, y gritó, gritó tan fuerte que
retumbaron hasta los cimientos.
Era un domingo, un domingo cualquiera, un domingo
aburrido por tanta felicidad. Maribel estaba leyendo un libro,
acostada en su hamaca, tostándose el rostro con los rayos del
sol, rodeada de naturaleza, escuchando bailar las palabras en
su cabeza; frente al mar azul de esa ciudad sin nombre de
Galicia.
Él, no tenía ya historia que contar.
249
Yo nunca mataría a una
señora
María Tabuenca Cuevas
E
ran las doce y media de la noche de un miércoles y los
tres llevaban diez minutos en la sala. El arrestado era
un hombre. Él no hablaba; y Marga y su compañero tampoco;
sólo había un silencio ensordecedor.
Sentado a un lado de la mesa estaba Miguel. Tenía cuarenta
y pocos años; vestía bien, iba limpio, bien afeitado y con el
pelo corto. Según la información que habían podido recopilar,
era un hombre con algo de estudios y tenía un trabajo estable.
Los dos policías miraban al hombre y les desconcertaba lo
normal que parecía. Él aparentaba estar cansado, pero
tranquilo. No había ninguna denuncia por violencia ni de su
mujer, ni de nadie más. Quizás por todas estas razones,
sorprendió tanto en la comisaría la llamada de un hombre que
simplemente dijo “la he matado”, y procedió a dar su
251
dirección a la policía. Marga, que ya llevaba dos años
trabajando en la unidad de violencia de género, sabía que
debería estar acostumbrada a estas situaciones, pero esta
noche no era así.
Miró la cara de su compañero Juan, y veía reflejada la
incomprensión que ella misma sentía. Sin querer, empezó a
recordar la escena que encontraron en la casa.
La puerta de la vivienda estaba abierta, habían entrado con
cautela,
pero
Miguel
estaba
sentado
en
la
cocina
tranquilamente, esperando. En cambio, su mujer estaba tirada
en el suelo, inmóvil, cubierta de sangre. El cuchillo seguía
clavado en su espalda. Sus tres hijos pequeños estaban
sentados en el suelo, al lado del cuerpo de su madre. Sus
miradas estaban vacías. El equipo procedió a investigar la
escena del crimen más a fondo, mientras Marga y Juan
salieron para hablar con algunos vecinos. Todos decían lo
mismo:
—A veces se oían gritos, ¿pero qué pareja no discute alguna
vez?
252
—Miguel era un chico muy educado y siempre saludaba en
el ascensor.
—Su mujer era muy callada, no hablaba apenas con nadie,
pero siempre estaba con los niños y debía de ser una madre
muy entregada.
—Parecían una familia de lo más normal.
La temperatura fría de la sala la devolvió al presente, y Juan
empezó a hacer alguna pregunta:
—¿Puedes describir lo ocurrido, Miguel? Empieza desde el
momento que llegas a tu casa.
Miguel tenía una voz agradable y contestó de forma
escueta:
—Llegué a casa y no podía aguantarlo más, le había
avisado muchas veces, pero no me escuchaba, no me hacía
caso, no me respetaba. No tuve ninguna otra opción. Tuve que
matarla, no había otra solución. Añadió una pregunta: —Los
niños están con mi madre, ¿no? No quiero que se vayan con la
familia de mi mujer, son todos iguales. La contundencia de sus
253
frases era inquietante o quizás el tono razonable de su voz era
lo que admiraba.
Marga y Juan se miraron y, después de algunos minutos de
silencio, salieron de la sala para ver cómo procedían. La
forense había dejado un mensaje para que la llamaran. La
información sobre el cuerpo de la mujer despejaba muchas
incógnitas. Había sufrido dos fracturas del brazo derecho,
presentaba otras lesiones ya soldadas de tres costillas y
todavía tenía dos dedos rotos. No lo podían entender, muchas
de estas lesiones no eran de hoy, ¿cuánto tiempo llevaba esta
mujer recibiendo golpes de su marido?
Volvieron a entrar en la sala de interrogatorios y enseguida
Miguel les pidió un café o algo calentito para beber:
—Es que la sala está fría, se quejó. Juan se levantó y escuchó
una risita; de repente Miguel dijo: —Claro que iras tú. En ese
momento, un compañero entró y les dio las fotos de la escena
del crimen que estaban esperando. Marga y Juan volvieron a
salir juntos ya cada vez más convencidos de con quién se la
jugaban. Los dos miraron las fotos a fondo, y empezaron a
254
encajar todas las piezas. Juan cogió un café, y volvieron ya
listos para terminar.
—¿Cuándo os conocisteis?
—De críos, tendríamos 18 años.
—¿Cuánto tiempo lleváis casados?
—Casi veinte años, nos casamos porque ella se quedó
embarazada.
—¿Cuánto tiempo lleváis en la vivienda?
—Los mismos de casados.
—¿Había problemas en tu matrimonio?
—Sí, bastantes. Mi mujer no se comportaba como era
debido.
—¿Quieres explicarlo con más detalles?
—Vale. No era una mujer ni lista, ni callada, ni trabajadora,
ni siquiera criaba bien a mis hijos. Llevo casi veinte años
255
soportándola. Yo me merecía una señora que supiera llevar su
casa y su familia.
Marga y Juan miraron las fotos que estaban encima de la
mesa. Los detalles de la casa se podían ver perfectamente a
pesar de lo ocurrido. Cada objeto estaba en su sitio. Se veía
que todo estaba organizado en la cocina, hasta se podría decir
impecable, no se veía ni una miga de pan. Las fotos del resto
de la casa reflejaban el mismo orden y limpieza. Juan siguió
con las preguntas;
—¿Puedes darnos algún ejemplo de qué no hacía bien tu
mujer?
—Decía que estaba muy cansada y que necesitaba ayuda
con los tres hijos. ¡Ella, que no tenía nada que hacer en todo el
día! Encima, me pedía que yo acostara a los niños cuando
llegaba a casa después de trabajar todo el día.
Los dos policías lo miraban porque no acababan de casar
sus palabras con su aspecto y esa voz tan encantadora. Marga
decidió apretar un poco más.
—¿Y esto es lo que hizo esta noche, te pidió ayuda?
256
—No, hoy fue aún peor. Llegue a casa después de un cena
de empresa; y ni corta ni perezosa se atreve a decirme que ella
nunca sale y que también quiere empezar a trabajar.
¡Imagínatelo, no puede ni con lo mínimo y quiere ponerse a
trabajar!
De repente, Miguel empezó a elevar el tono de su voz; las
palabras se atropellaban, daba golpes en la mesa y por fin salió
el hombre que había matado a su mujer. Sus comentarios
serían imposibles de olvidar.
—¡Era una inútil! Yo tengo que trabajar para todos, y
encima tiene todo hecho un lío. Es una guarra. Si vieras la
casa, está hecha una pocilga. Pero eso le viene de familia. Toda
su familia es gentuza, y aun así yo les dejo entrar en casa, ¡eh!
Su madre es una cabrona, siempre metiéndose donde no la
llaman, y su hermano ni te cuento, un borracho de mierda al
que ya he tenido que poner en su sitio un par de veces. Le
decían a mi mujer que me dejara, ¿te lo puedes creer? Son
todos unos vagos, aprovechados, hijos de puta, si no fuera por
mí ella no tendría nada. Yo le he dado todo y no sabe
apreciarlo ni me da las gracias. Llego a casa y todo hecho un
lío, los críos todavía levantados. Y hoy cuando llego, me dice
257
que a lo mejor puede trabajar en el bar de abajo como cocinera.
¿Qué hace ella en el bar, cómo se enteró de que necesitaban
una cocinera? ¡Qué coño hacía yendo allí! Lo sabía: es una
borracha de mierda como su hermano. Hija de puta, seguro
que va allí todos los días para beber y follar con alguno. Es
una puta como su madre. Yo no me merezco esto. A veces la
tenía que meter en vereda pero hoy ya era demasiado.
¿Adónde más iba sin saberlo yo? ¿Con quién más se veía?
¿Metía a alguien en mi casa, en mi cama? La hija de puta me lo
negaba, me decía que solo era un trabajo que había visto
anunciado en un cartel.
Se detuvo un momento para respirar y tranquilizarse. Por
fin siguió con su historia: —Entiéndanlo, yo nunca pegaría a
una señora, pero ella era una borracha y una puta, una mala
madre, no tuve opción.
Fue Marga quien habló primero:
—Pero Miguel, hoy no la has metido en vereda, hoy la has
matado delante de tus hijos.
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En esa sala fría, de madrugada, en un miércoles cualquiera,
Miguel contestó, ya tranquilo con esa voz agradable:
—Yo nunca hubiera matado a una señora.
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Diorama per a un aniversari
Rosa María Tapia Alcover
C
arme complia hui 70 anys, va esperar que el primer
clevill de llum entrara per la finestra i tornar a la
realitat. A mesura que la llum prenia possessió i apartava amb
elegància els vels que l’eclipsi nocturn havia deixat oblidats,
s’adonava que no era un dia com tots. Mentre aquella claror
tènue li permetia entreobrir els ulls arrugats i secs, donava
impuls al seu cos per alçar-se d’una letargia a contrarellotge
que ja havia vençut. Dreta com hi estava recorregué amb la
mirada, pam a pam, cada centímetre de l’habitació intentant
veure un escenari diferent, perquè el dia ho era.
Quan es disposava a eixir del seu dormitori, un raig de sol
li va reflectir el rostre, i de sobte sentí la mateixa sensació de
setanta anys enrere, eixa claror que il·luminara el primer
minut de la seua vida. Per uns moments li va agradar tornar al
dia on la seua arribada portà tanta felicitat. I quieta sense
moure’s repassava aquella seqüència mentre un somriure
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malenconiós li va transmutar el semblant. Al mateix temps,
mirava de fit a fit les parets blaves d’aquell clarobscur
dormitori i, seguidament, va girar la mirada cap a l’altra
banda del capçal on “ell” romania dormit. Després de posar-se
la bata eixí per preparar el desdejuny com cada matí, unes
torrades de pa amb llet calenta. En agafar la safata es va veure
reflectida, i al rostre encara li quedaven restes de la crema
hidratant de cada nit. Eren les restes d’una derrota. El temps
havia anat sigil·losament lliurant batalles i frunzint la pell a la
seua gana.
Llavors es passà les mans per la cara intentant que la crema
s’absorbira com abans i encara que ho va aconseguir els plecs
adoptaren una actitud d’estatisme permanent.
Li va donar temps al temps i va recordar aquella dolça
joventut en què repartia frenèticament el maquillatge per una
pell estirada i fresca. No necessitava cap cosmètic per lluir els
anys de plenitud on cada dia, com un ritual, repetia per eixir a
la plaça. Al passeig i amb les amigues, tímidament es deixava
veure per la darreria de la font on les quadrilles de xics seien
cada capvespre. Elles passaven rialloses, així com si res i
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sempre per una casualitat s’encontrava amb Manel, el xic que
li llegia poemes.
El rellotge del microones avisà que la llet estava a
temperatura. En obrir la porta s’adonà que també les mans
havien canviat d’aparença, abans amb un tacte tou com de
vellut i ara velles i convulsives. Així i tot, va posar tot a la
safata per anar a la tauleta del menjador. Mentre untava la
torrada de pa amb melmelada, va tornar als desdejunis que
feia acompanyada per sos pares que s’immiscien en preguntes
sobre els admiradors, la qual cosa la feia ruboritzar-se.
Moments d’abans, alegres i tristos com quan a son pare li
donaren la plaça definitiva i hagué d’acomiadar-se de les
amigues. El dia que marxava va regar diverses vegades la pell
tova de què gaudia, i en l’eixida del poble va veure per última
vegada a Manel, que li féu un somriure i un adéu amb el braç.
En sentir el primer glop de café als llavis, va notar que hi
estava gelat, com el d’aquell bar al poc temps de l’arrivada al
nou poble. Havia demanat un café i en notar-lo gelat, va cridar
al cambrer perquè l’escalfara. Aquest tenia la intenció de
portar-li-lo, llavors un xic molt amable li pregà que li
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permetera fer-ho ell. Eixa va ser la primera vegada que Carme
el va veure. De la resta el destí va ser l’encarregat.
En anar cap al menjador per retirar les restes del desdejuni,
intentà afanyr-se ja que tenia algunes tasques pendents que
havia de fer al matí. S’arreglà i es disposà a eixir cap a la
tintoreria per deixar un vestit. Esperant que la xica li
prenguera nota de les dades, va entrar una joveneta amb un
vestit de núvia. Es va quedar immòbil i en un tres i no res es
traslladà al dia del seu casament, radiant del braç de son pare,
i ell al fons de l’església esperant-la. El dia més feliç de la seua
vida… -pensava ella.
—Senyora Carme…?
—Ai !! filla perdona, no sé en què estava pensant.
En realitat, sí que ho sabia… però eren coses seues. Es va
posar el tiquet a la bossa i tornà cap a casa. En obrir la porta
s’adonà que “ell” ja s’havia alçat, entrà al menjador i li donà el
“bon dia”, ell contestà —“Bon dia”…, i poc més.
Va penjar l’abric a l’armari i sentí que l’ànima l’ofegava…
tornava a experimentar la necessitat de tornar al passat, de
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respirar l’oxigen que feia temps trobava a faltar. De sobte va
escoltar…
—Carme… vaig per la premsa… ixes?
—Si, si espera ja vaig.
Va eixir tan ràpid com el seu cos cansat i dolent li va
permetre, el va despedir fins i tot aguaità a la finestra i li envià
un bes volat, ell es va girar li féu un mig somriure i seguí en
davant. Amb suavitat estirà el cristall i tornà a l’habitació amb
la idea d’endreçar-la.
En obrir l’armari d’estil clàssic que tenia a mà dreta per
penjar la roba que s’havia llevat i en apartar la jaqueta que
tenia davant es va quedar observant la capsa de ferro amb
dibuixos xinesos. En ella entre les mans, cautelosa va seure al
llit. En obrir-la, un poc de rovell es va desprendre de la
tapadora –feia tants anys que estava tancada… Diversos
llibrets de cuina s’amuntonaven un damunt de l’altre, però al
fons hi havia dos sobres engroguits pel temps, un temps que
ara necessitava tornar enrere una vegada més.
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Amb la convulsió que la mà li causava no li permetia llegir
amb la tranquil·litat desitjada les paraules que aquell full tenia
impreses, i que li feien bategar el cor a un ritme febril. Aquells
poemes es mantenien frescs amb la veu dolça de Manel…
Malenconiosament alçà la mirada i mirà el rellotge de nou
que seguia impulsant les seues agulles sense parar.
—Quant de temps ha passat… mesos, anys, fins i tot mitja vida.
El soroll de la porta del carrer li produí un esglai.
Ràpidament plegà els fulls i els posà al fons de la capsa
cobrint-los totalment pels llibrets de cuina. En això “ell” va
entrar i va dir:
—Carme, fes un cuitet que m’abellix menjar de calent.
Ella acceptà sense més, com sempre feia, a més perquè des
que va tindre aquell accident que l’havia deixat impedit d’un
braç i li havia provocat la baixa laboral definitiva intentava
complaure’l amb tot el que volia.
—Pobre… prou té.
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Qualsevol argument era bo per complir els seus desitjos.
“Ell” tenia el control d’ella quasi les vint-i-quatre hores del
dia, tan sols algunes hores de la nit les sentia com a pròpies
per ser conscient de la vida tan insulsa que havia tingut al
costat d’ell. Llavors eixes hores privades eren sols d’ella,
d’aquelles amigues rialloses que ell, poc a poc, l’havia
allunyat, del xic dels poemes bonics i de moments amb la
família que ara ja eren història.
Carme, amb complicitat amb la Lluna gaudia d’aquells
records, la resta del temps els ofrenava exclusivament a ell,
complint al peu de la lletra allò que va escoltar el dia del seu
casament: “En la salud y en la enfermedad, hasta que la
muerte os separe”.
Quasi no parlaven, no perquè estigueren malament no, sols
que “ell” no ho necessitava, aleshores preferia escoltar la
ràdio, llegir premsa, qualsevol cosa l’entretenia més que tindre
xarradisses amb la seua esposa. Això va causar en ella un
aïllament de tot i de tots, perquè no podia eixir amb amics per
si “ell” la necesitaba, encara que sols fos per portar-li un got
d’aigua, però “ell” no li dedicava ni una fracció de segon per
dir-li un “t’estime”, la qual cosa la donava per entesa.
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Carme no havia sigut mare, mai no va saber perquè la
natura no li ho va oferir, però com que “ell” no li donava
massa importància, es resignava pensant “—No convindrà”,
volent llevar així tot tipus de interés, encara que ben al seu
interior sentia no saber per què ella no.
De vegades necessitava sentir-se bella, aleshores gastava
prou cura amb la seua persona, encara que ell no la mirara.
Quan ella pasaba per davant per sentir la opinió del vestit que
acabava de comprar-se per a algun esdeveniment, ell sempre
feia el mateix semblant, un indiferent somriure i en això estava
tot dit. Després, el dia de l’esdeveniment ella, s’omplia la boca
fent elogis del seu marit, cosa que “ell” assentia amb el cap i la
rialleta que feia a tots els presents.
Carme així era feliç, tenia assumit que “ell” era l’home que
havia elegit, De vegades, pensava en solitud que era una reina,
que era l’ama dels diners, que feia i desfeia tot el que li abellia,
però tot dins del seu castellet fortificat.
I en això deia la veritat, s’encarregava de tots els assumptes
de casa, “ell” no se’n sabia de res, tan sols es dedicava a
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marmolar-li per qualsevol ximpleria com si fos una errada
irreparable.
Ella engolia saliva, tremolava més del normal, i damunt
encara li pesava el sentiment de culpabilitat per no fixar-se
més i ser tan trapatroles.
El seu marit gastava molt mal geni, donava la impressió
que estava enfadat amb el món sencer. No se n’adonava que
ella també existia, llavors quan la notava afectada després
d’alguna de les discusions que de vegades ell provocava, com
si d’un nadó es tractara, es posava a plorar com un xiquet, i li
demanava perdó, la qual cosa feia que Carme es desmuntara
com un castellet d’arena sentint de seguida una llàstima
descontrolada en què sempre acabava pensant que calia tindre
més cura. Mai li hauria passat pel cap que podria estar rebent
maltractament psicològic, no això no, més be que cadascú
tenia el seu caràcter.
Fins i tot va pensar que tal vegada no li feia ningun bé
tornar el temps enrere tantes vegades, sobretot ara, quan hui
complia setanta anys i allò quedava tan llunyà i tan
empolsegat… i així havia de seguir. Però donà un colp d’ull al
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rellotge, portava un gran descompte de les vegades que
l’havia mirat al llarg del dia… hui no era un dia qualsevol, era
singular, el seu aniversari, però amb l’últim minut que
quedava per finalitzar el dia, el rellotge li va fer memòria que
aquest any tampoc hi havia tingut premi, en canvi no s’havia
oblidat de demanar que li ficara una bossa d’aigua calenta al
llit, per tindre’l templadet quan es gitara.
Carme anà al dormitori entristida, tampoc aquest any havia
tingut el detall de regalar-li un bes, una flor, un t’estime…
aleshores s’arrimà a la finestra i va mirar cap al cel abans de
tancar la persiana i s’adonà que hi havia una nit meravellosa,
la Lluna, les estreles relluïen com mai ho havia vist, era com
un regal abstracte per a ella, i es va gitar dient-se :
—Pobre,… prou té!
FI.
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