1 Prodavinci El arte de caminar Federico Vegas · Tuesday, April 6th, 2010 A José Antonio Velázquez lo obligó la novia a ir al ballet con un argumento imbatible: —Es un arte que sólo pueden entender los hombres tan sensibles como tú. Había que ser demasiado sincero para desmontar la trampa de esa ecuación; además, bailaría Rudolf Nureyev, cuya leyenda ofrecía unos prodigiosos brincos de olimpíada. El evento fue en el Teatro Municipal, que lucía tan viejo y cansado como el bailarín. Desde que salió a escena, Nureyev mantuvo siempre un gesto más de dolencias reprimidas que de fauno en vuelo, como si estuviera en el peor lugar del planeta para sus verdaderas necesidades. José Antonio se mantuvo estoico, con ese silencio admirable de los extasiados o los aburridos que no logran dormirse. Hubo un solo comentario de la novia, quien se resistía a poner en duda sus augurios de que el evento sería celestial: —Un poco exagerado el bojote. Lo que el novio aprovechó para asomar su descontento: —Y las debe tener de plomo. —¿Por qué de plomo? —Por lo bajito que brinca y lo duro que cae. El estrado del teatro vibraba con aquellas caídas de medio metro, como si lograr un redoble en un vasto tambor de madera fuera todo el sentido del espectáculo. El Prodavinci -1/5- 07.09.2015 2 publico aplaudiría por respeto, por nostalgia y un sano deseo de amortizar unas entradas costosas. Un vecino de asiento dijo resumiendo el drama: —Le debía a mi héroe acompañarlo hasta el final… Y añadió mirando con desprecio los hipócritas aplausos de Velázquez: —Yo lo vi tres veces con la Fonteyn. Al día siguiente, a José Antonio le tocó abrir el local de su padre en el Paseo Las Mercedes. Quedaba en un segundo piso, mirando a ese largo espacio cubierto que imita una calle exquisita. Adormecido y todavía algo atormentado por haber quedado ante la novia como un insensible a los ocasos, fumaba tratando de olvidar su domingo cultural. Mi amigo no recuerda en qué momento apareció en la planta baja un cliente fuera de horario. A las diez de la mañana no solía haber nadie mirando las vitrinas. A esa hora pocos negocios habían abierto y además era lunes. Tenía que ser un huésped del Holiday Inn. Al tercer cigarrillo, José Antonio se sorprendió al comprender —al aceptar— que estaba extasiado contemplando a un hombre. Lo miraba como a una mujer bella, minuciosamente, sin más excusa que el puro placer de observar. Le intrigaba la manera que tenía aquel peatón de girarse, de adelantar un pie lentamente y luego el otro, de detenerse, colocar una mano en su cintura y convertirse en la imagen del paseante ideal, de un flaneur que nada le concierne y todo le interesa. Gracias a aquel andar tan bello, tan apropiado, tan justo, el Paseo Las Mercedes se hizo bulevar, calle genuina, escenario de una verdadera ciudad. Puede que José Antonio haya tosido, o se le cayeran los fósforos; puede que incluso haya gritado, pues suele pasar de la indiferencia a gestos impetuosos. Lo cierto es que Nureyev levantó la mirada, molesto por sentirse espiado en su meditación, y regresó a su cuarto de hotel, a hacer las maletas e irse de este país para siempre, y esperar la muerte que, quizás, ya tendría anunciada. Mi amigo quedó agradecido, pero le tomó tiempo exclamar sin avergonzarse: —¡Ese ruso si caminaba bonito! *** Para caminar con gracia no hace falta ser un gran bailarín. Una vez le escuché a un crítico de arquitectura alabar al arquitecto navarro Rafael Moneo. Habían coincidido como jurados en un concurso y Moneo entusiasmó a todos con su serena sabiduría. El crítico era un norteamericano que no lograba ubicar en el ámbito de su cultura y espiritualidad la bonhomía de Moneo. Cuenta que sería al segundo día, al verlo regresar de un almuerzo con un colega también español, cuando pudo asomarse a la veta profunda de aquella humanidad tan latina. Fue gracias a un gesto muy simple: Prodavinci -2/5- 07.09.2015 3 caminaban los dos españoles uno al lado del otro; Moneo iba levemente atrás, con una mano apoyada en el hombro del arquitecto más joven. Había tantas lecciones en esa simbiosis. Moneo parecía decir: “Yo soy más viejo, más lento y en ti me apoyo, pero lo hago por cariño, para demostrarte mi afecto y respeto por tus ideas”. El crítico sintió entonces que él o sus ancestros habían perdido el secreto de esa danza tan sencilla. Soy bien capaz de ir de un punto a otro usando los pies, pero muy poco expresan mis pasos, mi ritmo, mi acompañar. En esas mínimas gestas del andar conversando era donde se habían gestado las opiniones de Moneo, tan abiertas como precisas, tan tajantes como gratas, tan originales como clásicas. *** Los venecianos dominan mejor que los navarros el arte de caminar. Mucho les ayuda no tener la tentación ni la maldición del automóvil. Algunos incluso se marean si se montan en un carro para ir a Pádova. También ayuda la coherencia y continuidad de un escenario que podríamos calificar de infinito —pues Venecia siempre es Venecia—, con una exquisita oferta de variantes para recorrerlo: fondamenta, riva, calle, corte, rio terra’, piscina, campo, salizzada, ruga, ramo, lista, sotoportego. Estas opciones conforman un enjambre de escalas y relaciones entre el pavimento y el agua que el turista no logra descifrar, pero que el veneciano comprende como un idioma cuya lógica y etimología concluye en la plaza San Marco. En un día cualquiera y acosado por una horda de turistas, el veneciano camina muy rápido, a veces viendo el suelo y nada feliz. Es en las noches y en las zonas alejadas de los invasores cuando van apareciendo los grandes artistas del caminar, como Daulo Foscolo, descendiente del escritor Hugo Foscolo. Daulo ha sido por más de medio siglo ingeniero de las corrientes venecianas, luego conoce bien los flujos y reflujos de su ciudad, la eterna amenaza del agua alta. En una noche con una de esas neblinas que Josef Brodsky tanto amaba (cuando iba a comprar cigarrillos, encontraba el camino de vuelta en un surco que aún no había vuelto a cerrarse), andaba yo con Daulo sin pensar a dónde íbamos, sin recordar de dónde veníamos. Estaba tan abstraído que no noté cuando Daulo fue aminorando la marcha hasta una parsimonia que yo no dominaba. Luego, sin detenerse, estiró un brazo y acercó la mano levemente a la trayectoria de mi cuerpo. Primero su palma señalaba hacia abajo, avisando que debía callarme porque iba a agarrar vuelo. Luego volteó la palma hacia arriba, como esgrimiendo una bandeja donde ofrecería con más énfasis y elegancia sus argumentos. De pronto, planteó una pregunta sobre un tema que sólo él dominaba. Para esta trampa se detuvo unos segundos. ¿Qué podía yo responder, si ni siquiera sabía en que parte de Venecia estábamos? Daulo se giró como si fuera a regresarse y darme chance de recoger un argumento que se me hubiera quedado en el camino. Ya me tenía dominado. Con un par de pasos hacia atrás, finalizó con maestría una exposición que usaba la calle entera como referencia y soporte. ¿Cuál era el tema? Ya no lo sé. Sólo recuerdo que cada paso puede ser una palabra, o una coma, o una interrogación, o un punto final. *** Prodavinci -3/5- 07.09.2015 4 En Caracas caminamos poco y mal. Cabrujas fue muy cruel con esta posibilidad, o con la posibilidad de engañarnos: Si comenzara diciendo que a veces recorro las calles de esta ciudad, la mentira se me caería de la boca, porque jamás en mi vida he recorrido las calles de esta ciudad. Es más: dudo que alguno de sus habitantes lo haya hecho en alguna oportunidad. Supongo que todo intento de desplazamiento en Caracas, no es sino el logro de un objetivo. Este pesimismo se puede confirmar aeróbicamente y antropológicamente. Las caminatas de algunos caraqueños se inspiran sólo en lo cardiológico, en el simple afán de conservar intacto el diámetro y la fluidez de las arterias. Por otro lado, se sabe que en Caracas menos de un 20% de las translaciones son en automóvil; el 80% son en transporte público o a pie. En resumen: se camina por necesidad o por miedo a los infartos pero muy poco, como insiste Cabrujas, por el puro placer de recorrer la ciudad. Cuando fui profesor de diseño urbano les inventé a mis alumnos una caminata obligatoria desde Petare hasta Catia. Debían buscar la ruta ideal de un peatón, una gesta que titulamos con una frase de Boris Vian: El atajo más largo. Le pedí a Dios que los cuidara de asaltos y extravíos, de falsas esperanzas e imágenes preconcebidas, de referencias mal digeridas, juanetes, frigidez urbana o de una sensualidad descontrolada. Debían anotar todo lo que observaran en esa gran jornada con brújula y cantimplora: las especies biológicas, las perspectivas, lo que se gesta y lo que agoniza, los lugares sin plaza y las plazas sin lugar, las brechas a vadear, las zonas de calma y de fastidio, los hallazgos y las razones de su valor, las sombras generosas y las denegadas, los recodos y los meandros, los cantos de sirena, las seducciones fatuas, las especies que nacen y las que se extinguen, las sensaciones inexplicables, las zonas de desastre, los sitios donde creemos estar en otra ciudad y, por supuesto, los restaurantes buenos y baratos. Llegaron felices, algunos peligrosamente alucinados y hasta enviciados con la ciudad. Pero no puedo proponer hoy la misma aventura. Ya Cheo Carvajal y Juancho Pinto andan proponiendo suficientes maravillas e insensateces. Después que me asaltaron subiendo a Quebrada Quintero, una tarde que estuve a punto de llevar a mis nietos, me he vuelto muy pudoroso con mis propuestas. Si alguien me insiste, apenas me atrevo a recomendar un paseo por la Ciudad Universitaria. Como un sábado en la mañana que compré un par de Tarkovskys y un jugo de mandarina en el pasillo de ingeniería, fui al Aula Magna a un ensayo de Saglimbeni, y coroné con un pabellón en el restaurante de la piscina olímpica, mientras observaba a unas clavadistas haciendo tirabuzones y mortales más bien veniales. La mejor caminata en la historia de la UCV ocurrió en los años cincuenta. En ese entonces, Jesús Alberto Manrique trabajaba con unos electricistas montado en las torres del Estadio Universitario, para ajustar los faros de luz en la posición correcta y definitiva. Era la primera vez que se iluminaba el campo de Béisbol y habían subdividido todo la inmensa extensión de grama con estacas y cordeles en recuadros de 10 metros cuadrados. Un ingeniero iba, recuadro por recuadro, asegurándose con un fotómetro de que la iluminación fuera homogénea. Los operadores en las torres debían mover los faros según las instrucciones que les daba el ingeniero por radio y fijarlos para siempre con grandes tuercas. El trabajo era lento y prometía llevarse la Prodavinci -4/5- 07.09.2015 5 noche entera. A las tres de la madrugada, cuando el ingeniero ya iba por el left field, apareció por el back stop un hombre calvo en flux y corbata. Caminaba mirando el espacio iluminado, semejante a una boca prodigiosa que desafía a la oscuridad. El intruso abría los brazos cada vez más y no le importaban los recuadros y sus cabuyas. Caminaba como un poseído, llevándose por delante la frágil trama. El ingeniero y cada uno de sus ayudantes en las torres le gritaron advertencias, luego insultos, hasta le lanzaron un alicate, pero aquel hombre seguía con pasos firmes y sin inmutarse. Al principio las cuerdas parecieron el velo de una novia, luego la estela de un barco. Ya en el medio de aquel templo de luz, donde aún nadie había jugado ni corrido, el hombre inauguró los gritos de emoción que tantas veces se han sentido en el Universitario: —¡Qué grandiosidad! ¡Qué bello es todo! Para entonces ya el ingeniero había reconocido a Carlos Raúl Villanueva y lo ayudaba a salir de su telaraña. He contado muchas veces esta historia de Manrique, pero nunca pensé que terminaría asociando a Villanueva y Nureyev. ******* Foto: evelyne This entry was posted on Tuesday, April 6th, 2010 at 4:30 am and is filed under Ciudad You can follow any responses to this entry through the Comments (RSS) feed. You can leave a response, or trackback from your own site. Prodavinci -5/5- 07.09.2015