Director Pelayo Terry Cuervo Subdirectores Oscar Sánchez Serra, Karina Marrón González y Arlin Alberty Loforte (a cargo de Granma Internacional). Subdirector administrativo Claudio A. Adams George www.granma.cu Redacción y Administración General Suárez y Territorial, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba. Código Postal 10699. Zona Postal La Habana 6. Apartado Postal 6187 Teléfono 7881-3333 e-mail [email protected] Impreso en el Combinado Poligráfico Granma ISSN 0864-0424 Titulares en tu móvil: envía SMS al 8100 con el texto granma hoy en la historia 19 de octubre 1960 Inicia el gobierno de EE.UU., el bloqueo de todo tipo de mercancías destinadas a Cuba desde ese país. 1986 Perece en un desastre aéreo cuando regresaba de Zambia, Samora Moisés Machel, presidente de Mozambique.>> PENSAMIENTO Espacios públicos, ¿cotos privados? Pedro de la Hoz Toda ciudad cuenta con espacios públicos: plazas, parques, arterias viales, pero también centros culturales, recreativos, de servicios y otros ámbitos en los que está presente el intercambio social. En unos, más que en otros, pero en todos sin excepción, opera y se manifiesta una dimensión cultural que es a su vez reflejo de conductas cívicas, actitudes éticas y nociones estéticas. Una sociedad como la nuestra, o con mayor exactitud a la que aspiramos, debe precisar el alcance conceptual de lo que esos espacios representan tanto en el plano simbólico como funcional, y en un orden mucho más puntual, hallar correspondencias entre la manera de gestionarlos y su incidencia en la calidad de vida de las comunidades donde se insertan. Cuando hablo de gestión no me refiero únicamente a la administración aun cuando en ciertos casos sea deficiente y hasta negligente, sino al uso que se les dé a partir de la comprensión de su necesidad como bien público. A la administración se debe exigir cumplir con lo que toca, pero sin el compromiso y la participación ciudadana nada será posible. Permítaseme colocar un ejemplo. En el centro de El Vedado se levanta un monumento que honra a Mariana Grajales, la madre de los Maceo. Por años parque y monumento vinieron a menos en cuanto a estado físico, hasta que por interés y voluntad de la Oficina del Historiador de la Ciudad y el órgano de gobierno de la capital se restauró la escultura y rehabilitaron el mobiliario y las áreas verdes del parque. Pero tales acciones solo se completaron cuando al darle nueva vida a ese espacio, de memoria sagrada para la Patria, se comprometieron con su cuidado a los actores de la comunidad, léase el Consejo Popular, la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, la Federación de Mujeres Cubanas y el preuniversitario Saúl Delgado. Lo que se veía y padecía poco tiempo atrás —retozos sobre la estatua, balonazos que se estrellaban contra esta, pintadas en los pasajes, maltrato a los bancos, escándalos producidos por la ebriedad— se ha reducido a la mínima expresión y cuando sucede se toman las medidas pertinentes. Mantenimiento, protección y llamadas de atención pesan, pero lo decisivo pasa por informar, orientar, educar, compulsar y comprometer: crear conciencia entre los vecinos y estudiantes acerca de los valores de ese espacio público. Hace dos años, Eusebio Leal decía: «Hoy existe una conciencia más amplia en la población del carácter patrimonial de su ciudad, no solamente del centro histórico. La patrimonialidad de La Habana desborda con creces el Centro Histórico, y existe también una gran preocupación por su preservación, para que no aumente, más bien se detenga, la degradación urbana, la descalificación de los espacios públicos». No hay ningún municipio del país, por pequeño que sea, en el que deje de existir un sitio relacionado con nuestra historia. De lo que se trata es de potenciarlos como parte de la memoria colectiva del presente y el futuro. Pero también debemos ocuparnos de aquellos espacios de uso cotidiano, donde transcurre una parte importante de nuestras vidas. Qué santiaguero no siente orgullo de la calle Enramadas, o de la trama cultural de la calle Heredia. A ninguno habrá que decirle cómo comportarse, mantener limpio el ambiente, dar muestras consuetudinarias de civilidad y respeto. Lo que no puede ocurrir es algo que observé el año pasado en el Parque de la Libertad, de Matanzas, donde la apertura de una zona de conexión inalámbrica (wifi) se traducía en el agrupamiento de decenas de personas sobre los símbolos del lugar, o lo que en fecha más reciente ví en el parque Ignacio Agramonte, de Camagüey, en el que no hay momento del día y parte de la noche sin la emisión de músicas urbanas de pésima calidad reproducidas por bicitaxistas a todo meter. En este último caso es deplorable que un esfuerzo tan afanoso como el que llevan a cabo las autoridades locales y la Oficina del Historiador de la Ciudad —entre el 2016 y 2017 se acomete un programa inversionista de notable magnitud para el cuidado, mantenimiento y protección del patrimonio tangible de la villa— se empañe por indisciplinas sociales. Ni que en una trama cultural que sobresale a escala nacional, como la Calle de los Cines, que alienta un inédito proyecto para la educación de los jóvenes en el universo digital con fines estéticos, se convoque, en el cine Casablanca, a una llamada discofiñe, donde la música dista de ser de la mejor calidad. Es quizá la utilización de la música en los espacios públicos la asignatura de más baja calificación en el país. Pareciera territorio de nadie, aunque se sabe que se halla a merced del gusto o el mal gusto de los operadores de audio. Suele confundirse animación con estridencia. Vaya usted a la pizzería de la Marina Hemingway un fin de semana para que se aturda con el volumen indiscriminado de los reguetones más pedestres. No es cuestión de género, aunque cabría en otro momento analizar de dónde viene y de qué va el reguetón. Rock, pop, salsa, o esas indefiniciones que ahora pasan por músicas tropicales, en vivo, en grabaciones o en pantallas, a todo volumen y arbitrariamente programados, agreden oídos y degradan sensibilidades, ya sea en espacios gestionados por el estado o por el emergente sector no estatal. Al Instituto Cubano de la Música le cabe el encargo de establecer regulaciones y normas válidas para ambos sectores, pero se ha dilatado en demasía su dictado. No se trata de prohibir ni aplicar absurdas o inviables restricciones, sino humanizar el disfrute de la diversidad sonora de nuestro entorno. Si hemos llegado al consenso, explícito en la actualización de los Lineamientos Económicos y Sociales aprobados por el 7mo. Congreso del Partido y asumidos por los diputados que nos representan en la Asamblea Nacional del Poder Popular, de que estamos en la obligación de promover y reafirmar la adopción de los valores, prácticas y actitudes que deben distinguir a nuestra sociedad, no podemos darnos el lujo de desatender el tema que nos ocupa. La ideología existe Rolando Pérez Betancourt Bastante ha llovido desde que Antoine-Louis-Claude Destutt, marqués de Tracy, acuñara durante la Revolución Francesa el término «ideología». Aristócrata, político, soldado y filósofo de la Ilustración, el marqués definió la ideología como una ciencia de las ideas, «base de todas las ciencias». Al cuestionarse de dónde provenían nuestras ideas y cómo se desarrollaban y elaborar, como respuesta a sus inquietudes, la teoría de que la conducta humana es formada por ciertos elementos ideológicos, de Tracy se convierte— según no pocos especialistas— en un antecesor del concepto de superestructura de la filosofía marxista. Napoleón le estrechó un día la mano, pero terminó por no soportarlo cuando los iluministas del Instituto de Francia, con Tracy a la cabeza, empezaron a criticarle sus guerras imperiales. «Los ideólogos —dijo un Bonaparte airado— son todos aquellos intelectuales que no avalan mis planes políticos y que carecen de sentido realista y práctico». Y Tracy fue conducido a la Bastilla durante casi un año, tiempo tras el cual, exiliado en Bruselas, escribió en cuatro tomos su trascendental Eléments D’Idéologie (1801-1815). Muchas páginas han sido entintadas tratando de definir un concepto exacto de ideología, mancillada ella misma por manipulaciones espurias provenientes del poder, como en sus días lo hizo el nazismo. Si aquella ideología terminó por ser derrotada a cañonazos y costó mucho sufrimiento y vidas, un papel meritorio correspondió a las fuerzas progresistas del pensamiento, adheridas a principios y valores civilizadores, lo que condujo a gran parte de los intelectuales a comprometerse —en sintonía con el marxismo— con la lucha antifascista. Las ideologías existen en todas las sociedades, se hacen evidentes (y algunas exportables) tanto en las ideas como en las prácticas personales y es necesario conocerlas y explicárselas, más allá de la creencia de que constituyen un asunto exclusivo de los estudios filosóficos. Al referirse al poder de la ideología, el brasileño Paulo Freire (1921-1997), uno de los más significativos pedagogos del siglo XX, remarcó la «miopía» de los que «no quieren ver cómo son manipulados para aceptar dócilmente que lo que vemos y oímos es lo que en verdad es, y no la verdad distorsionada. La capacidad que tiene la ideología de ocultar la realidad, de hacernos “miopes”, de ensordecernos, hace, por ejemplo, que muchos de nosotros aceptemos con docilidad el discurso cínicamente fatalista neoliberal que proclama que el desempleo en el mundo es una fatalidad. O que los sueños murieron y que lo válido hoy es el “pragmatismo” pedagógico». A la par del neoliberalismo, la ideología que lo defiende se globaliza y se hermana en un discurso beligerante, o de trivial disfraz (que es el que nos interesa), presente en los más diversos temas sociales, políticos y culturales aparecidos en los medios. No existen rangos a la hora de hablar del hambre mundial, de los daños colaterales causados por la aviación estadounidense en tierras lejanas, o de la última conquista amatoria de una estrella de la farándula. Es más, receptores hay que, dispuestos a quitarse de encima abrumadoras informaciones referidas al aplastamiento de la condición humana en diversos lugares del mundo, apartan la mirada y buscan alivio en un titular menos gravoso a su sensibilidad. «No quiero ser apocalíptico —escribió José Saramago— pero el espectáculo ha tomado el lugar de la cultura. El mundo está convertido en un enorme escenario, en un enorme show». La banalización es la gran estrella de ese show diario presente en los medios y en gran parte de los productos procedentes de la gran industria del entretenimiento, interesada ella tanto en amasar dinero como en domesticar el pensamiento crítico ante lo que ofrece. (Luego de presenciar el segundo debate entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos y sopesar parte de lo que allí se dijo y se hizo, busqué en una larga lista de filmes «presidenciales» realizados por Hollywood escenas que superaran en fantasía a la realidad de los exhibidos por televisión, y tuve la certeza de que, en todos los casos, la ficción se había quedado por debajo de lo insólito real acontecido ante las cámaras). Lo superfluo se extiende como una plaga y la bacteria ideológica que lo acompaña cumple perfectamente su cometido de que la gente piense cada vez menos y acepte como natural la representación «ligera» de hechos trascendentes, o relacionados a la vida pública o privada de aquellos a los que la fama ha convertido en personajes Y de esa trivialidad, superfluidad, banalidad, surge una mercancía de moda acuñada por la insistencia y el machaqueo publicitario de una seudo cultura que hace del consumo frívolo la máxima felicidad individual a partir de la persuasión de que «tengo que tener, para valer». ¿Qué hacer entonces para apartar lo genuino de lo falaz en esa revoltura de mareas que a diario se nos viene encima? Aunque no vivió en estos días, se me ocurre pensar que al marqués de Tracy no le hubieran faltado proposiciones, entre ellas, pensar, analizar y actuar ante las impunidades invasivas de una ideología que —interesada en seducir a incautos— se disfraza de todas las maneras.