LA JUSTICIA ES COSA DE HOMBRES Una de las esencias de la democracia es la igualdad. Las constituciones se cuidan de proclamar este valor universal y de exigir de todos, poderes y ciudadanos, su respeto y protección. Así lo hace la nuestra que, tras atribuirle en el primero de sus artículos la condición de valor superior del ordenamiento jurídico -junto a los de libertad, justicia y pluralismo político-, en su artículo 14 nos reconoce a todos los españoles ser iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por cualquier razón o circunstancia personal o social, la de sexo tampoco, y en su artículo 9.2 reclama de los poderes públicos tanto la promoción de las condiciones para que la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sea real y efectiva, como la remoción de los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud. Es claro, pues, que se trata de un pilar básico de la convivencia democrática y que, en consecuencia, ha de cimentar la vida pública y privada de un país. Por eso, cuando la Constitución describe los derechos de los ciudadanos, uno de los que perfila como fundamental es el de acceso en condiciones de igualdad a funciones y cargos públicos. Si este sencillo anhelo de ética constitucional se compara con la realidad sociológica de uno de los tres poderes del Estado, el judicial, la conclusión desoladora que se obtiene con facilidad es que la igualdad como valor organizativo todavía no ha calado lo suficiente en la judicatura española; por desgracia, los datos hablan por sí solos: pese a que aproximadamente el 40 % de quienes integran el Poder Judicial son ya mujeres, sólo tres de ellas presiden alguna de las 52 audiencias provinciales existentes, ninguna ostenta alguna de las 17 presidencias de tribunales superiores de justicia en las Comunidades Autónomas, y sólo una se sienta en la actualidad en el Tribunal Supremo, integrado por 95 jueces. Son datos que, por cierto, se parecen mucho a los que da la Carrera Fiscal –el 47 % son mujeres y, sin embargo, no hay ninguna mujer fiscal de Tribunal Supremo y, de más de 70 jefaturas, sólo dos están servidas por mujeres- y a los que ofrece la abogacía –aunque el 31 % son mujeres, sólo un 9 % de decanatos los llevan ellas-, porcentajes similares a los de órganos o corporacione s que hacen directa o indirectamente política judicial: el CGPJ cuenta con 21 miembros, de los que 2 son mujeres, y sólo el 11 % aproximadamente de las ejecutivas nacionales de las asociaciones judiciales y fiscales actualmente están ocupadas por mujeres. A nadie se le escapa que ese estado de cosas debe de cambiar, y cambiar drásticamente, si queremos que la convivencia en igualdad deje de ser un mero deseo constitucional y pase a formar parte de nuestro panorama institucional cotidiano. Y que cambie para que los poderes se nutran de una paridad enriquecedora y para que esa paridad sea espejo de identidad de la sociedad. Es verdad que puede haber razones históricas e incluso sociológicas para explicar esa carencia de la democracia. Así, la tardía incorporación de la mujer a las profesiones jurídicas (en España, las primeras jueces y fiscales llegan en la década de los 70) hace que la culminación de su carrera llegue por fuerza más tarde, o la dificultad endémica que la mujer jurista tiene para conciliar su vida familiar con la profesional. 1 Pero no es menos cierto que esa desviación, que es desviación de la democracia como constantemente nos recuerda la Constitución, cuenta ya hoy, en un Estado democrático y social de Derecho como el nuestro, con variados y eficaces mecanismos correctores que tienden a promover de manera decidida la participación en igualdad de la mujer en la vida pública. Y uno de ellos, acaso el más directo y necesario, sea el de “confiar” a ella, y no a él, el puesto de responsabilidad judicial en disputa en aquellos “raros” casos en que ella, con iguales méritos que él, se “aventura” a presentar su candidatura. Es una sana manera de equilibrar la desequilibrada balanza de la justicia para la igualdad. Justo lo contrario de lo que recientemente acaba de hacer el Consejo General del Poder Judicial al preferir a un hombre militar antes que a una mujer catedrática a la hora cubrir una vacante existente en el Tribunal Supremo para juristas de reconocido prestigio. Se ve que la justicia en España aún hoy, 25 años después de que entrara en vigor la Constitución, y como ocurría con aquel popular brandy del franquismo tardío, también es cosa de hombres. Juan Luis Rascón es magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia 2