CAPÍTULO 1 ―Marenis, nuestro pueblo sufre. No habrá esperanza para nuestros hijos si continuamos esperando la decisión del Gobierno Central ―Udgan Bjorkland abordó el tema en tono conciliador, mientras se acercaba a la mujer―. Ese maldito Habol nunca ha pisado otro suelo que no sea el de la Tierra, jamás comprenderá por lo que estamos pasando. No cederá, y si lo hace, será demasiado tarde. Debemos unirnos a Tenzin. ―Sabes bien que no soy partidaria de la guerra, no tengo la menor intención de arrastrar a miles de inocentes a una muerte segura ―exhaló Marenis Sharma apenada, ya que había parte de verdad en las palabras de su compañero en la presidencia de Venus. ―¿A una muerte segura? ¡Morirán de todas formas si no hacemos nada! ―gritó Udgan exasperado, agarrando a la mujer por los brazos, clavando sus ojos azul gélido en la mirada temerosa de ella. Aflojó la mano y soltó con delicadeza a Marenis al percatarse de su exceso. Se volvió y comenzó a dar pasos lentamente, retomando la cordura, ofreciendo a la presidenta la espalda. Lo intentó de nuevo: ―Las erupciones solares son cada vez más fuertes y constantes; el planeta se está consumiendo. Para cuando alguien 15 tome la decisión de trasladar a los habitantes de Venus y Mercurio a otros planetas, no quedará nada que mover, salvo cenizas. ―Llevas meses intentando que cambie de opinión, pero deberías darte cuenta de que no lo voy a hacer. No voy a unirme a un par de dictadores cabreados que pretenden tomarse la justicia por su mano ―masculló Marenis enfurecida―. Las cosas no funcionan así, Udgan. A pesar de que Habol es un hueso duro de roer, fuentes cercanas a los otros dos presidentes en la Tierra, Salomé y Ngoma, me han filtrado que apoyan nuestra causa. ―No te enteras de nada, ¿verdad? Si Habol dice que no, es que no. La opinión de las otras dos marionetas no importa nada. Tú sabrás lo que haces, pero yo no me voy a quedar aquí mirando, esperando a que una catástrofe como la del 21 vuelva a suceder. Adiós. Udgan se despidió malhumorado y abandonó la sala dejando a su compañera con la palabra en la boca. ―Adiós ―respondió Marenis en voz baja, pensativa. Se giró con la mirada perdida y se dirigió hacia el ventanal de la alta torre desde la que se veía casi toda Aphros. Miles de edificios se extendían ocupando toda la circunferencia que dibujaba la gran cúpula blanca que protegía la metrópoli de las pésimas condiciones del exterior. Las palabras de su compañero le habían hecho recordar los relatos que su padre le había contado alguna vez cuando era joven: una gran explosión solar sumió el planeta en el caos, causando la muerte de miles de personas, incluido su abuelo. El pobre hombre había muerto asfixiado en el tren en el que volvía de la planta de extracción de basalto situada en el exterior de la ciudad, al dejar de funcionar el sistema de aireación. La deflagración había generado un poderoso campo electromagnético que inutilizó la mayoría de los aparatos 16 electrónicos, dejando a casi toda la población a oscuras, sin agua corriente, encerrada en casas, ascensores e, incluso, en vehículos que perdían el control al quedar anulados los dispositivos de comunicación y geolocalización. Además, una gran sensación de asfixia les angustió durante días, ya que las plantas consumidoras de CO2 no eran por sí solas suficientes para transformar la gran concentración de este gas en la atmósfera. ―Tiene que haber otra solución ―resolvió la presidenta, emergiendo de su corto ensimismamiento. 17 CAPÍTULO 2 Durante el último año terrestre ―unidad de tiempo estándar en todos los planetas del Sistema Solar―, Udgan Bjorkland, al que le gustaba autoproclamarse descendiente puro de las antiguas razas vikingas, se había reunido con el único presidente de Mercurio, Padma Tenzin, para tratar de afrontar el problema que azotaba sus planetas. Tenzin, como era conocido en todos los rincones del Sistema Solar, llevaba los últimos 25 años solicitando el traslado de los habitantes de Mercurio a otros planetas, poniendo principal empeño en que sus ciudadanos fueran acogidos en Marte, donde las condiciones de vida y las actividades laborales ―principalmente ingeniería militar y explotaciones de metal, roca y mineral― eran muy similares, lo que propiciaba enormemente su adaptación al nuevo entorno. El presidente de Mercurio era considerado el último monje budista tibetano, cuya estirpe fue exterminada durante la expansión de China. El país oriental se extendió por toda Asia, excepto las regiones del Sur que, bajo el liderazgo de la antigua India, se aliaron para evitar la invasión. Este conflicto pasó a la historia como la Cuarta Guerra Mundial, en la que China, quizá dolida por el desenlace de la última gran guerra, demostró que su tecnología militar no tenía igual y su gran ejército, incluyendo 19