El naufragio de la cultura: educación y curiosidad

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Círculo de Estudios y Participación Ciudadana
Ing. Luis Rivera Terrazas a.c.
El naufragio de la cultura: educación y curiosidad
Fabrizio Andreella
I
¿Qué quiere decir educación? La etimología sugiere la necesidad de salir de una
condición deplorable gracias a la ayuda de alguien más. Ex ducere, sacar afuera, guiar
afuera: así los latinos concebían el concepto detrás del verbo educar. El prefijo ex es
fundamental para entender el sentido de la palabra, porque señala que la educación
conlleva un recorrido hacia afuera de algo que está adentro. Este simple hecho indica
que el acto de educar es una responsabilidad de quien la ofrece más de quien la recibe.
¿Y cuál es el estilo adecuado para educar? Es la conducta de la partera, nos dice uno de
los máximos educadores de la historia, Sócrates. Hijo de una comadrona, Sócrates
transforma el arte materno de hacer nacer bebés en el arte de hacer nacer al hombre
sabio. Su método educativo es la mayéutica (maieutiké), o sea el arte de la obstetricia.
Una obstetricia filosófica que, gracias a preguntas y razonamientos en diálogo, trata de
extraer del discípulo su conocimiento personal, sepultado por las opiniones y
convencimientos que ha asumido como suyos sin analizar su verdad. El conocimiento,
según Sócrates, no se puede enseñar, sino que se ayuda a descubrirlo y desenterrarlo,
porque es un estado o una condición del alma. Por eso, con la mayéutica, el maestro
(la comadrona) trata simple y pacientemente de sacar afuera la verdad escondida (el
bebé) del discípulo (la parturienta). La tarea del educador es entonces guiar el parto
de la verdad del discípulo, que es verdad solamente porque es suya.
Que la enseñanza de Sócrates es remota no sólo temporalmente sino también
ideológicamente es evidente: hoy en día no es posible desear una educación al estilo
socrático, ya que estamos obligados a aprender a pensar con los conceptos y las
formas que nos permiten ajustarnos al mundo que nos rodea. Un mundo por
esencia conservador que, insistentemente, nos quiere funcionales para la
sobrevivencia de sus estructuras fundamentales. De hecho, en la sociedad
postmoderna, creatividad (o sea el descubrimiento de los elementos para una
creación nueva y original) es una palabra mágica y un talento muy apreciado, y aún
más, su expresión se fomenta en todo lo que tiene que ver con formas inocuas y
productos redituables, pero es obstaculizada cuando elabora ideas y
comportamientos sustanciales que puedan desestabilizar la estructura social. Las
continuas alabanzas a la educación técnica y económica memorista, y la dificultad de
la ya marginada educación humanística para salir de la erudición narcisista y
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proponer y afirmar ideas desafiantes, son la prueba de esta deriva u olvido de la
educación entendida como mayéutica.
Hoy, educar no es sacar algo que hay adentro del discípulo, sino ponerle algo
adentro, introducir en su mente las nociones y las formas de pensar que lo
conformen a las necesidades del sistema socioeconómico.
Esta condición servil de los programas educativos ya sería suficiente para generar una
reflexión seria y profunda entre políticos, administradores e intelectuales sobre el
destino de una sociedad que no favorece la formación de individuos sino de
funcionarios. Mas esa importante conquista moderna, que es la educación laica,
obligatoria y gratuita para todos, se enfrenta hoy con otra autoridad formativa muy
poderosa que ha florecido en particular en los últimos treinta años. Esta institución
educativa ha logrado marginar la escuela y meter en sus pupitres a toda la población.
Son los medios masivos, en particular la televisión y las redes sociales.
II
A lo largo de la historia, los sujetos encargados de educar a las nuevas generaciones
han sido los padres, los sabios, los gurús, los eclesiásticos, los filósofos y los
preceptores. Ahora, los maestros son reemplazados por los programas
televisivos y los sitios web. Esta aseveración aparentemente exagerada e inverosímil
se sustenta en el simple hecho de que el único conocimiento que nos moldea y nos
acompaña por mucho tiempo es el conocimiento que nos fascina. Por eso el maestro
verdadero es quien sabe despertar y alimentar la pasión. El conocimiento se filtra en
el alma solamente a través de la seducción, y hoy en día el adolescente encuentra al
seductor de su intelecto más en las tardes frente a las pantallas que en las mañanas
frente a las pizarras.
La seducción –los hombres y las mujeres instruidos en el arte del erotismo lo saben
bien– es una manera refinada y lúdica de avivar la curiosidad. Es esa actitud del
alma que permite al ser humano salir del reino de lo que ya conoce para zambullirse
en las aguas de lo desconocido. Por milenios, la vanguardia de cualquier conquista, la
bisabuela de invenciones, exploraciones y descubrimientos –sociales como íntimos–
ha sido la curiosidad.
Educación, seducción, pasión, curiosidad: esta es la escalera del conocimiento.
Mas en este descansillo de la curiosidad humana no hay solamente la entrada al
departamento de la educación. Los medios masivos, que saben despertar la
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curiosidad, y saben apasionar, seducir y educar en una cierta forma de ver el mundo,
tienen también su atractiva puerta en el descansillo de la curiosidad.
Por ende, la curiosidad es una disposición bicéfala: puede ser la balsa frágil y
aventurera que nos lleva a los múltiples litorales del conocimiento, o el buque
achispado que se empantana en las arenas movedizas del curioseo morboso e inútil.
Hasta la mitad del siglo pasado, los caminos de la educación habían trazado los
retratos de las culturas, y en las mentes más abiertas habían fortalecido el valor
inestimable de la curiosidad más noble y pura (incluyo en estas mentes también la de
Donatien Alphonse François de Sade). Educación proporcionada en forma de
instrucciones públicas o esotéricas, artes liberales o artes vulgares, reglas sociales o
normas interiores... conocimientos que permiten al joven novato que asoma la cara
por la puerta de la comunidad e instalarse en el mundo, concentrarse en lo que lo
rodea, aventurarse en el descubrimiento de su identidad y contribuir al bienestar
material y espiritual de la sociedad que lo ha criado.
Es claro entonces que la educación, concebida como suministro de nociones o como
mayéutica que libera la verdad interior (per via di porre o per via di levare diría ese
extraordinario autodidacta que fue Leonardo da Vinci), es un bien común que se
transmite entre seres humanos. Esta transmisión es la esencia misma de la educación
que, para sedimentarse y ser fructífera, necesita despertar la curiosidad.
III
Sin embargo, los aparatos tecnológicos audiovisuales capturan la curiosidad de las
nuevas generaciones del homo videns (G. Sartori) que, vuelto pasivo por las pantallas
anestésicas, pide a las pantallas mismas estimularlo y a la vez apagar el estímulo,
ofreciéndoles como víctima en sacrificio su atención desorientada.
Una mirada desapasionada y sincera nos devuelve la imagen de los medios
masivos como el instituto pedagógico preponderante de la postmodernidad que
está planteando la sociedad futura a nivel antropológico, social y relacional. No
habría ningún problema si esto fuera un escenario intencional, planeado y con
objetivos claros, clasificados como esenciales para el crecimiento de la sociedad y de
los individuos. Sin embargo, si descartamos las teorías conspirativas, no vemos ningún
proyecto educativo en los medios.
Tenemos un sistema formativo mediático muy poderoso, que no tiene ningún plan
educativo y que, sin embargo, adiestra a sus numerosísimos discípulos, casi la
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población mundial entera, para… ¿qué? La respuesta la dan nuestras yemas de los
dedos cuando, con el control remoto o con el ratón, en un zigzagueo sin fin, llevan
nuestra atención a cultivar la curiosidad trivial, el curioseo sin dirección, para
aturdir la mente en un nirvana de leve y constante excitación. Esta vibración
neuronal es provocada por “noticias” o “eventos” que no necesitan una
reflexión, sino solamente una afiliación maquinal e impulsiva a una
congregación de anónimos consumidores de la misma sustancia. Información
que nunca se transforma en conocimiento.
IV
Si la curiosidad es la gasolina que antes de la revolución audiovisual llenaba los
tanques del conocimiento –metafísico o empírico poco importa– ahora, diluida y
convertida en curioseo, alimenta el chisme, el fanatismo y la ociosidad hambrienta de
junk food visual. No es difícil imaginar cuál es el papel de la televisión en esta
envilecida desviación de la curiosidad hacia lo inútil. Puedo afirmarlo con amarga
certeza, ya que tengo frente a los ojos las ruinas morales y los escombros
antropológicos de veinte años de televisión italiana sometida al dominador de la
política de mi país. Los italianos hemos comido felizmente la basura mediática
vomitada en nuestros hogares: barata, alegre, sexy, americanizada. Así, los valores
inyectados en nuestro cerebro han destruido todos los elementos comunitarios,
depositando en los corazones y en las cabezas solamente aspiraciones individuales.
Este genocidio ético y cultural ha dejado un paisaje postbélico donde los individuos
deambulan como sombras hechizadas, pisando los cadáveres de las ideas más
nobles de la civilización; vagabundean como pepenadores que inhalaron el
pegamento de las incesantes promesas del teleduce, rastreando el basurero de
las ilusiones en búsqueda de su fabuloso El Dorado privado. Así, los italianos nos
descubrimos, de repente y sin arrepentimiento, egoístas y sin sentido cívico. Fueron
suficientes veinte años de constante y progresiva desviación de la curiosidad.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras la Iglesia católica urdía lo
necesario para que aquel tirano democrático que demolía la riqueza nacional y tenía
una vida privada incontinente y humillante para la dignidad femenina, defendiera los
intereses económicos eclesiásticos y la doctrina moral pública.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras la izquierda nacional
ergotizaba y se dividía, hundida en su obtusa y perezosa soberbia.
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Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los acoquinados
partidarios del neoliberalismo cerraban los ojos frente al uso ad personam de las leyes
del Estado para defender e incrementar el monopolio de la comunicación televisiva.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los intelectuales à la page,
desde sus torres de marfil, se entretenían lucubrando sobre los programas televisivos
que abobaban a las masas, y discutiendo filosóficamente sobre la postmodernidad que
avanza.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los empresarios se
aprovechaban de la nueva moda ética que legitimaba la evasión tributaria y el uso
privado de dinero público, gracias a esa frasecita mágica –“Yo le doy trabajo a mucha
gente”– que vuelca la realidad –“Mucha gente le da su trabajo a los empresarios”.
Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras las clases subalternas
gozaban de la abundancia excrementicia de escándalos y telenovelas, de tetas y futbol
(piezas maravillosas del edén masculino antes de su mercantilización),
acostumbrándose a las agruras estomacales y a la fetidez del aire hasta no percibirlas
más.
V
Me pregunto si los mundos político, eclesiástico, empresarial y mediático mexicanos
tienen conciencia de los daños que puede ocasionar a su país y a sus mismos intereses
el naufragio cultural de la sociedad en la pereza cerebral y en el vacío ético de la
televisión basura. Sí, claro, desde el punto de vista de la realpolitik, un público es
mejor que un pueblo, un consumidor es mejor que un ciudadano, un simplón es mejor
que un crítico exigente. Empero, la devastación antropológica que una televisión
populista, cínica, amoral y oportunista puede ocasionar a una nación, es aún peor que
el aturdimiento político de sus ciudadanos tele-hechizados. Con unos medios
deshonestos se pueden ganar las elecciones, pero con unos medios que además
bombean chatarra emocional y miseria racional se pueden también destruir la
cultura y los valores que mantienen a un pueblo unido bajo su bandera.
Como decía Albert Einstein antes de la invasión de la televisión basura: “No tengo
talentos especiales, sólo soy apasionadamente curioso.” En efecto: juntas, pasión y
curiosidad, le dan vida a la inteligencia. Así pues, maestros de primaria, que nos
acogen cuando la llama de la curiosidad es todavía inmaculada; profesores de la
universidad, que nos encuentran cuando la pasión por el saber es todavía libre de
avaricias; poetas, que nos abren el portillo secreto del silencio acompañándonos en su
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reino encantado; amantes, que iluminan con un golpe de luz inesperado el cuarto
oscuro del alma, quemando todas las imágenes inútiles con las que nos rodeamos: por
favor, todos ustedes, ayúdennos a reubicar la curiosidad en el corazón y en la cabeza,
como Sócrates nos había enseñado.
Fuente; la jornada semanal, 10 de febrero 2013
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