El primer hombre delgado

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Hammett escribió estas páginas en
Nueva York, en 1930, arranque de
una novela que iba a llamarse El
hombre delgado. En enero de 1934
Hammett publicó El hombre delgado,
y ya se trataba de una historia
distinta, aunque conservara rasgos,
apellidos y peripecias de algunos
personajes. En la novela publicada
aparecía además un matrimonio que
gozaría de éxito y fama en la
literatura y en el cine: Nick y Nora
Charles. Pero El primer hombre
delgado quizá sea el último intento
de genuina novela negra que
Hammett acometió.
Dashiell Hammett
El primer
hombre delgado
ePub r1.0
Ascheriit 05.05.14
Título original: The first thin man
Dashiell Hammett, 1930
Traducción: Justo Navarro
Editor digital: Ascheriit
ePub base r1.1
I
El tren se dirigió hacia el norte, entre las
montañas. El hombre oscuro de piel
cruzó las vías, se acercó a la ventanilla
de los billetes y dijo:
—¿Puede decirme cómo se va a casa
del señor Wynant? La casa del señor
Walter Irving Wynant.
El hombre de la ventanilla dejó de
escribir en un formulario. Sus ojos se
animaron, curiosos, detrás de unas gafas
que le venían pequeñas, sin montura.
Habló con vehemencia.
—¿Es usted periodista?
—¿Por qué?
Los ojos del hombre oscuro eran
muy azules. Miraban al otro como
distraídos.
—¿Eso importa?
—No, no es usted periodista —dijo
el
de
la
ventanilla.
Estaba
desilusionado. Miró el reloj de pared—.
Mierda, debería haberlo sabido. Ya no
es hora de ir allí.
Volvió a coger el lápiz que acababa
de soltar.
—¿Sabe dónde está la casa?
—Claro. En lo alto del monte —el
vendedor de billetes movió vagamente
el lápiz hacia el oeste—. Todos los
taxistas conocen el sitio, pero, si quiere
ver a Wynant, no tiene usted suerte.
—¿Por qué?
El semblante del vendedor de
billetes se animó. Puso el antebrazo en
el mostrador, encorvó los hombros, y
dijo:
—Porque el caso es que Wynant
mató a todos los de la casa y luego se
tiró al río, hace menos de una hora.
—Vaya —exclamó el hombre oscuro
sin levantar la voz.
El de la ventanilla se pasó la lengua
por los labios.
—Mató a tres, a todo el que se le
puso por delante, los cortó en pedazos
con un hacha y luego se ató una piedra al
cuello y se tiró al río.
El
hombre
oscuro
preguntó
solemnemente:
—¿Para qué?
Un teléfono empezó a sonar detrás
del vendedor de billetes.
—Si pregunta eso, es que no conocía
a Wynant —replicó mientras cogía el
teléfono—. Locos los hicieron y locos
siguieron. El milagro es que no los
matara mucho antes. ¿Sí? —contestó al
teléfono.
El hombre oscuro atravesó la sala de
espera y bajó las escaleras que daban a
la calle. Parecían de particulares los
coches aparcados junto a la estación. En
el edificio siguiente una gran señal roja
y blanca decía TAXI. El hombre oscuro
entró, bajo la señal, en una sucia oficina
donde un gordo calvo leía el periódico.
—¿Puedo coger un taxi?
—Todos están de servicio, hermano,
pero espero que en cualquier momento
vuelva alguno. ¿Es urgente?
—Un poco.
El calvo movió la silla y bajó el
periódico.
—¿Adónde quiere ir?
—A casa de Wynant.
El calvo dobló el periódico y se
levantó.
—Bueno, lo llevaré yo —dijo
efusivamente, antes de cubrirse la calva
con un sombrero marrón manchado de
sudor.
Salieron de la oficina y —después
de que el gordo se asomara a la oficina
de al lado, una agencia inmobiliaria,
para gritar: «Cógeme el teléfono si
suena, Toby»— se montaron en un coche
negro, doblaron en la primera calle a la
izquierda y siguieron cuesta arriba, en
dirección oeste.
Cuando llevaban recorrido medio
kilómetro, el gordo, en un tono tranquilo
que no encajaba con el brillo de sus
ojos, dijo:
—Debe de haber allí un lío de
cojones, y no es broma.
El
hombre
oscuro
estaba
encendiendo un cigarro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
El gordo lo miró oblicuamente.
—¿No se ha enterado?
—Lo único que sé es lo que acaba
de contarme el de los billetes —se
inclinó para devolver el encendedor a su
sitio en el salpicadero—. Que Wynant
había matado a tres con un hacha antes
de tirarse al río.
El gordo se rio sarcásticamente.
—Dios bendito, a Lew no hay quien
le gane —dijo—. Si uno se tuerce un
tobillo, él dice que se ha roto la columna
vertebral. Pero Wynant solo mató a dos.
La mujer de Hopkins se quitó de en
medio y fue la que avisó por teléfono.
Los estranguló y se pegó un tiro. Me
apuesto lo que sea a que, si ahora usted
volviera a la estación, Lew le diría que
habían matado a media docena, y con
dinamita, por lo menos.
El hombre oscuro se quitó el
cigarrillo de la boca.
—¿Entonces no es verdad que
Wynant estaba loco?
—Sí —dijo el gordo de mala gana
—, en eso no había discusión posible.
—¿No?
—No. ¡SUS santos cojones! ¿No
bajaba en pijama al pueblo este verano?
Y, cuando la gente se hartó y le pidió a
Ray que le dijera algo, ¿no se volvió
como loco y dejó de bajar radicalmente?
¿No armó un escándalo con que la gente
se metía en su propiedad, como si allí
tuviera una mina de oro? ¿No vi con mis
propios ojos cómo le tiraba una piedra a
un coche que levantó polvo al pasar a su
lado?
El hombre oscuro sonrió sin muchas
ganas.
—No puedo responderle. Yo no
conocía a Wynant.
Junto a un aviso de «Prohibido el
Paso - Propiedad Privada» abandonaron
el camino de grava por uno irregular,
retorcido y estrecho, de tierra negra que
ascendía más abruptamente, a la
derecha. La maleza rozaba los laterales
del coche y, de vez en cuando, las ramas
de los árboles golpeaban el techo. La
velocidad hacía la marcha más peligrosa
y brusca de lo necesario.
—Este es el sitio —dijo el gordo.
Se sentaba rígidamente al volante,
luchando contra los desniveles del
camino. Los ojos le brillaban de
expectación.
La casa a la que se acercaban era
una destartalada estructura de piedra
gris del lugar y madera que necesitaba
una mano de pintura gris bajo un tejado
a la holandesa. Había cinco coches
aparcados en la explanada, delante de la
casa. El hombre que se sentaba al
volante de uno de ellos, y los dos
hombres que lo acompañaban, dejaron
de hablar y observaron cómo se detenía
el coche.
—Ya hemos llegado —dijo el gordo,
y se apeó. Sus modales, de repente, eran
los de alguien importante, y, como
dándose importancia, hizo un gesto con
la cabeza a los tres hombres.
El hombre oscuro, bajándose por el
otro lado del taxi, se dirigió hacia la
casa. El gordo se apresuró a seguirlo.
Un hombre salió de la casa antes de
que llegaran. Era un gigante de mediana
edad, que vestía ropa raída y arrugada.
Tenía el pelo gris, los ojos pequeños, y
masticaba chicle.
—Hola, Fern —dijo al gordo, y
miró fijamente al hombre oscuro, que
desde
el
camino
los
miraba
imperturbable.
—Hola, Nick —dijo Fern, y se
dirigió al hombre oscuro—: Le presento
al sheriff Petersen. —Entornó un ojo
con astucia y le dijo al sheriff—: Ha
venido a ver a Wynant.
El sheriff Nick Petersen dejó de
mascar.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Me llamo John Guild —dijo el
hombre oscuro.
—¿Y para qué quería ver a Wynant?
—dijo el sheriff. El hombre que decía
llamarse John Guild sonrió.
—¿Y eso qué importa ahora que está
muerto?
—¿Qué? —preguntó el sheriff con
fuerza considerable.
—Ahora que está muerto —repitió
Guild con paciencia. Se puso un nuevo
cigarro en los labios.
—¿Y usted cómo sabe que está
muerto? —el sheriff enfatizó el «usted».
Guild miró con sus ojos azules,
llenos de curiosidad, al gigante.
—Me lo dijeron en el pueblo —dijo
alegremente. Movió el cigarro unos
centímetros para señalar al gordo—. Él
me lo dijo.
El sheriff arrugó la frente con
escepticismo y se limitó a proferir un
vago rugido. Mascaba su chicle.
—Muy bien —dijo—. ¿Para qué
buscaba usted a Wynant?
—Vamos a ver, ¿está muerto o no?
—dijo Guild.
—Por lo que yo sé, no.
—Estupendo —dijo Guild, y los
ojos le brillaron—. ¿Dónde está?
—Eso me gustaría saber a mí —
respondió el sheriff melancólicamente
—. ¿Y usted para qué lo quiere?
—Me manda su banco. Necesito
verlo por asuntos de negocios —los
ojos de Guild ahora parecían
soñolientos, confidenciales.
—¿Sí? —la frente arrugada del
sheriff demostraba más incomodidad
que irritación—. Bueno, pues ahora
ninguno de sus asuntos es confidencial
para mí. Tengo derecho a saber todas y
cada una de las cosas que cualquiera
sepa sobre Wynant.
Guild entrecerró ligeramente los
ojos. Expulsó humo.
—Es mi obligación —insistió el
sheriff en tono de queja—. Oiga, Guild,
usted no tiene derecho a ocultarme
ninguno de los asuntos de Wynant. Es un
asesino, y en este pueblo yo soy el
responsable de la ley y el orden.
Guild frunció los labios.
—¿A quién ha matado?
—A Columbia Forrest, ahí mismo —
dijo Petersen, moviendo el pulgar hacia
la casa—. La dejó seca de un tiro y se
largó, Dios sabe adónde.
—¿No mató a nadie más?
—Santo Dios —preguntó el sheriff
de mala manera—, ¿no es bastante?
—Hombre, para mí sí, pero en el
pueblo ven las cosas con más amplitud.
—Guild miró pensativamente al sheriff
—. ¿No ha dejado rastro?
—Nada —Petersen refunfuñó—,
pero estamos difundiendo por teléfono
su descripción y la de su coche. —
Suspiró, movió con incomodidad los
hombros
inmensos—.
Bueno,
continuemos con lo nuestro. ¿Qué
negocios tenía usted con Wynant? —
Pero, cuando Guild iba a contestar, el
gigante dijo—: Espere, mejor entramos
en la casa, buscamos a Boyer y Ray y
liquidamos el asunto en un momento.
Dejaron al gordo y entraron en la
casa, a una habitación agradable,
amueblada en tonos tostados, donde
pronto se les reunieron otros dos
hombres. Uno era casi tan alto como el
sheriff, un hombre rubio y huesudo, casi
recién estrenada la treintena, duras la
mandíbula y la boca y sombría la
mirada. El otro era más joven, más bajo,
con las mejillas sonrosadas como un
muchacho, los ojos penetrantes y
oscuros, y el pelo oscuro y bien
peinado. Cuando el sheriff se los
presentó a Guild, dijo que el más alto se
llamaba Ray Callaghan, ayudante del
sheriff, y que el otro era el fiscal del
distrito, Bruce Boyer. Les informó de
que John Guild era uno que quería ver a
Wynant. El joven fiscal del distrito,
cerca de Guild, sonrió, intentando ser
agradable, y preguntó:
—¿Qué asuntos le han traído por
aquí, señor Guild?
—Quería hablar con Wynant de su
cuenta bancaria —respondió lentamente
el hombre oscuro.
—¿De qué banco?
—El Seainan’s National de San
Francisco.
—Ya. ¿Y para qué? ¿Cuál era el
asunto que lo ha obligado a usted a venir
hasta aquí?
—Digamos que un descubierto —
dijo Guild, deliberadamente evasivo.
La mirada del fiscal pareció de
repente preocupada.
Guild hizo un mínimo gesto con la
mano oscura que sostenía el cigarro.
—Mire, Boyer —dijo—, si usted
quiere que yo esté con usted, usted tiene
que estar conmigo.
Boyer miró a Petersen. El sheriff le
devolvió la mirada con ojos que no
querían comprometerse. Boyer se volvió
a Guild.
—No le estamos ocultando nada —
dijo con sinceridad—. No tenemos nada
que ocultar.
Guild asintió.
—Estupendo. ¿Qué ha pasado aquí?
—Wynant descubrió que la chica,
Forrest, quería dejarlo. Le pegó un tiro y
se largó en su coche —dijo rápidamente
—. Eso es todo.
—¿Quién es esa Forrest?
—Su secretaria.
Guild frunció los labios y preguntó:
—¿Solo eso?
El huesudo ayudante del sheriff dijo
con voz ronca, tensa:
—¡Ya está bien, hombre!
Le brillaban los ojos, inyectados en
sangre.
El sheriff, evitando la mirada de su
ayudante, masculló:
—Vamos a no complicar las cosas,
Ray.
El fiscal del distrito miró impaciente
al ayudante del sheriff. Guild lo miró
muy serio.
El ayudante del sheriff enrojeció un
poco, movió los pies. Se dirigió otra vez
al hombre oscuro, con la misma voz
ronca:
—Está muerta, y lo menos que
podría hacer usted es hablar de ella con
respeto.
Guild se encogió de hombros.
—Yo no la conocía —dijo fríamente
—. Estoy tratando de descubrir qué ha
pasado. —Miró fijamente al hombre
huesudo y luego miró a Boyer—. ¿Por
qué quería dejar a Wynant?
—Para casarse. Se lo dijo cuando
volvió de la ciudad y Wynant vio la
maleta y… Se pelearon y, como no
cambiaba de opinión, le pegó un tiro.
Los ojos azules de Guild enfocaron
oblicuamente la cara del huesudo
ayudante del sheriff.
—Vivía con Wynant, ¿no? —
preguntó sin rodeos.
—¡Eres un hijo de puta! —gritó el
ayudante del sheriff, y la voz se le
quebró. Lanzó el puño derecho contra la
cara de Guild.
Guild evitó el puño dando un paso
atrás, aparentemente sin prisa. Había
empezado a retroceder antes de que el
puño iniciara el trayecto hacia la cara.
Miró muy serio cómo el puño le pasaba
cerca.
El inmenso Petersen cayó sobre su
ayudante, rodeándolo con los brazos.
—Basta, Ray —gruñó—. ¿Por qué
no te comportas? No es momento de
perder la cabeza.
El ayudante no peleó.
—¿Qué le pasa? —preguntó Guild al
fiscal.
No
demostraba
ningún
resentimiento—. ¿Estaba enamorado de
la chica, o algo por el estilo?
Boyer asintió furtivamente, y luego
arrugó la frente e hizo con la cabeza una
señal de advertencia.
—Muy bien —dijo Guild—. ¿Dónde
han conseguido ustedes la información
sobre lo sucedido?
—Nos la dieron los Hopkins.
Cuidaban de la casa de Wynant. Estaban
en la cocina y oyeron toda la pelea.
Subieron cuando oyeron los disparos y
Wynant los mantuvo a distancia con la
pistola y les dijo que volvería a
matarlos si hablaban con alguien antes
de que pasara una hora, pero llamaron
por teléfono a Rayen cuanto Wynant se
fue.
Guild tiró a la chimenea la colilla
del cigarro y encendió otro. Luego cogió
una tarjeta de un billetero marrón que
llevaba en el bolsillo interior de la
americana, y se la dio a Boyer.
JOHN
GUILD
SOCIEDAD
DE
AGENCIAS
DE
DETECTIVES
EDIFICIO
FROST, SAN
FRANCISCO
—La semana pasada Wynant ingresó
un cheque de diez mil dólares, de un
banco de Nueva York, en su cuenta del
Seaman’s National Bank —dijo Guild
—. Ayer el banco descubrió que el
cheque había sido rectificado, de mil a
diez mil dólares. Y ya ha perdido seis
mil en el asunto.
—Pero en el caso de un cheque
rectificado —dijo Boyer—, entiendo
que…
—Sí —asintió Guild—, el banco no
es responsable, teóricamente, pero
siempre hay lagunas jurídicas y…
Bueno, estamos trabajando para la
compañía de seguros que cubre al
Seaman’s National, y buscar a Wynant y
recuperar lo que podamos sería un buen
negocio.
—Me alegra que vea las cosas así
—dijo con entusiasmo el fiscal del
distrito—. Y me alegra muchísimo que
colabore con nosotros.
Le tendió la mano.
—Gracias
—dijo
Guild,
estrechándosela—. Veamos a los
Hopkins, y al cadáver.
II
Columbia Forrest había sido una joven
de largas piernas, bien proporcionada y
delgada. Incluso su cadáver, en traje
deportivo, azul, parecía ágil. El pelo,
corto, era de un castaño levemente
rojizo. Sus facciones eran pequeñas,
regulares, atractivas a pesar de que les
faltaba fuerza. Tenía tres agujeros de
bala en la sien izquierda: dos disparos
en la misma sien, y el tercero un poco
más abajo del ojo. Guild puso
suavemente la yema del dedo en el
agujero inferior.
—Calibre treinta y dos —dijo——.
Certero: cualquiera de los tres la
hubiera matado. —Dio la espalda al
cadáver—. Vamos a ver a los Hopkins.
—Creo que están en el comedor —
dijo el fiscal, y se aclaró la garganta,
dubitativo. Era joven y estaba
preocupado. Tocó el codo de Guild con
el dorso de la mano y dijo—: Tenga
paciencia con Ray. Andaba un poco, me
temo que bastante, enamorado de la
chica, y lo está pasando mal.
—¿El ayudante del sheriff?
—Sí, Ray Callaghan.
—Todo irá bien si no molesta —dijo
Guild despreocupadamente—. ¿Qué tal
es el sheriff?
—¿Petersen? Estupendo.
Guild
pareció
considerar
críticamente esta afirmación.
—No es exactamente lo que
llamaríamos un cazador de hombres —
dijo.
—No, no, eso no. Un sheriff, ya
sabe, tiene otras cosas que hacer
normalmente, pero, desde luego, no
interferirá si otro se ocupa del asunto.
Boyer se humedeció los labios y
acercó la cara a Guild. Parecía animado,
como un muchacho.
—Y me gustaría que se ocupara
usted. Me alegra que trabaje conmigo en
este asunto, Guild —dijo en voz baja,
muy serio—. Es… Es mi primer
asesinato y… —se ruborizó—. Quisiera
demostrarles que no soy tan joven como
algunos han dicho.
—Formidable. Vamos a ver a los
Hopkins.
El fiscal del distrito estudió la cara
oscura de Guild un momento, incómodo,
empezó a decir algo, cambió de idea, y
salió de la habitación.
Un hombre y una mujer lo
acompañaban cuando volvió. El hombre
debía de tener unos cincuenta años, y era
de estatura media. Tenía el pelo gris,
escaso, y la cara redonda y flemática.
Llevaba unos pantalones marrones, que
se sujetaba con tirantes azules, nuevos, y
una camisa de un azul desvaído, abierta
en el pecho. La mujer tenía
aproximadamente la misma edad, y era
más bien baja, gorda, vestida
pulcramente, de gris. Usaba gafas con
montura de oro. Tenía los ojos redondos,
claros, muy vivos.
El fiscal del distrito cerró la puerta
y dijo:
—Le presento al señor y a la señora
Hopkins, señor Guild. —Se dirigió al
matrimonio—: El señor Guild trabaja
conmigo. Espero que le ayuden en lo que
puedan. —Los Hopkins asintieron al
unísono.
—¿Qué ha pasado exactamente? —y
señaló con un leve movimiento de
cabeza hacia la joven muerta.
—Siempre he sabido que Wynant
haría algo parecido —dijo Hopkins,
mientras su mujer decía—: Fue
exactamente en esta habitación, y daban
tantas voces que se oían en toda la casa.
Guild movió el cigarrillo, como
apuntándoles.
—De uno en uno. —Le dijo al
hombre—: ¿Cómo sabía que iba a hacer
una cosa así? La mujer respondió
rápidamente: —Se volvía loco de celos
en cuanto la perdía de vista un momento,
y, cuando ella llegó de la ciudad y le
dijo que lo iba a dejar para casarse,
él…
Guild usó otra vez el cigarro para
interrumpirla.
—¿Había perdido la cabeza?
—Totalmente, señor —dijo la
señora Hopkins—. Porque, cuando
entramos corriendo aquí, cuando oímos
el tiroteo, y nos dijo que no soltáramos
una palabra, estaba… Sus ojos… Una
cosa así no se ve en la vida… Y la voz.
Temblaba y se agitaba como si estuviera
a punto de desmoronarse.
—No es eso lo que pregunto —dijo
Guild—. ¿Estaba loco? —Y, antes de
que pudiera responder la mujer, hizo
otra pregunta—: ¿Cuánto tiempo
llevaban ustedes trabajando para
Wynant?
—Unos diez meses, ¿no, Willie? —
preguntó la señora a su marido.
—Sí —asintió Hopkins—. Desde el
pasado otoño.
—Exactamente —dijo la señora—,
desde noviembre pasado.
—Entonces deben de saber si estaba
loco. ¿Lo estaba?
—Bueno, le diré —respondió la
señora Hopkins despacio, arrugando la
frente—: Era, desde luego, la persona
más especial de la que haya oído hablar,
pero creo que todos los genios son así, y
no diría yo que estuviera loco de atar,
salvo con la chica.
Miró a su marido, que dijo con
indulgencia:
—Sí, así son los genios. Son…
excéntricos.
—Así que creen que era un genio —
dijo Guild—. ¿Han leído lo que
escribía?
—No, señor —dijo la señora
Hopkins, incómoda—, aunque lo he
intentado varias veces, pero era
demasiado… No le veía ni pies ni
cabeza… No tengo estudios y…
—¿Y ella con quién iba a casarse?
—preguntó Guild.
El señor Hopkins movió la cabeza
enérgicamente:
—No lo sé. Si dijo el nombre, no lo
cogí. El que daba voces era él.
—¿Para qué fue la chica a la
ciudad?
El señor Hopkins volvió a negar con
la cabeza.
—Tampoco lo sé. Iba cada quince
días y él siempre se ponía como loco.
—¿Ella conducía?
—Casi siempre, ayer no. Pero
volvió en el coche azul, nuevo, que está
aparcado ahí fuera.
Guild miró, inquisitivo, al fiscal,
que dijo:
—Estamos investigándolo. Parece
nuevo, y pronto sabremos de quién es.
Guild asintió y volvió a los Hopkins.
—¿Fue a San Francisco en tren ayer
y ha vuelto hoy en ese coche? ¿A qué
hora?
—Creo que fue a eso de las tres. A
esa hora estaba aparcando —la señora
Hopkins señaló las bolsas de viaje y la
ropa desparramada por la habitación—.
Y entonces llegó él y empezó el jaleo.
Los oía desde abajo y fui a la ventana y
le hice una señal a Willie (al señor
Hopkins, quiero decir) y desde la puerta
del comedor, al pie de las escaleras, los
oímos.
Guild se volvió para apagar el
cigarrillo en un cenicero de bronce que
había en una mesa.
—¿Ella pasaba la noche fuera
cuando iba a la ciudad?
—Casi siempre.
—Y usted tendrá alguna idea de para
qué iba a la ciudad —insistió Guild.
—No, no la tengo —dijo la mujer
con firmeza—. Nunca hemos sabido
para qué iba, ¿verdad, Willie? Él era
celoso, así que me figuro que, si ella iba
a ver a alguien, no se le hubiera
ocurrido contárselo a nadie que pudiera
decírselo, aunque Dios sabe que sé
mantener la boca cerrada tanto como
cualquiera. He visto el…
Guild dejó de encender un nuevo
cigarro para preguntar:
—¿Y el correo que recibía la chica?
Usted ha tenido que verlo alguna vez.
—No, señor Guild, nunca, y es
curioso, porque en todo el tiempo que
llevamos aquí jamás hemos visto que
recibiera correo, excepto revistas. Y
tampoco sabemos que le escribiera a
nadie.
Guild frunció las cejas.
—¿Cuánto tiempo llevaba aquí?
—Ya estaba aquí cuando llegamos
nosotros. No sé cuánto llevaba, pero
debe de ser mucho.
—Tres años —dijo Boyer—. Llegó
en marzo, hace tres años.
—Y de sus parientes o amigos,
¿qué?
Los Hopkins negaron con la cabeza.
Boyer negó también.
—¿Y los de Wynant?
La señora Hopkins volvió a mover
la cabeza.
—No tenía. Es lo que decía siempre,
que no tenía parientes ni amigos en el
mundo.
—¿Quién es su abogado?
La
señora
Hopkins
parecía
estupefacta.
—Si tenía alguno, yo no lo sé, señor
Guild. A lo mejor puede usted encontrar
algo en sus papeles o en sus cosas.
—Eso
haré
—dijo
Guild
bruscamente, con el cigarrillo en la
boca, y les abrió la puerta a los
Hopkins, que salieron de la habitación.
Cerró cuando salieron y, apoyando
la espalda en la puerta, echó un vistazo a
la habitación, y miró el cadáver tapado
con una manta, sobre la cama, y la ropa
desparramada, y las tres bolsas de viaje,
y, por fin, la mancha de sangre en la
alfombra azul celeste.
Boyer lo observaba con expectación.
Mirando la mancha de sangre, Guild
preguntó:
—¿Ha dado parte a la policía de San
Francisco?
—Sí, por supuesto. Y hemos
difundido la descripción de Wynant y la
descripción y matrícula de su coche, de
Los Ángeles a Seattle, y, al este, hasta
Salt Lake.
—¿Cuál es el número de matrícula?
Boyer se lo dijo, y añadió:
—Es un Buick descapotable, del año
pasado.
—¿Qué pinta tiene Wynant?
—No lo he visto nunca, pero es muy
alto. Puede medir muy bien uno noventa.
Y es delgado. Dicen que no llega a los
setenta kilos. ¿Sabe? Es tuberculoso:
por eso vino aquí. Anda por los cuarenta
y cinco años, y está bronceado, pero
amarillo, con los ojos castaños y el pelo
muy oscuro. Tiene bigote (de unos diez
centímetros, por lo menos), poblado y
enmarañado, y tiene las cejas pobladas y
enmarañadas.
Hay montones
de
fotografías suyas en su habitación. Puede
usted cogerlas. Llevaba un traje de
tweed gris bastante arrugado, sombrero
gris y zapatos marrones. Tiene los
hombros anchos y rectos y anda casi de
puntillas y a grandes pasos. No fuma ni
bebe y tiene la costumbre de hablar
solo.
Guild se guardó el lápiz y un sobre.
—¿Los de huellas dactilares han
examinado ya la casa?
—No. Yo…
—Podría sernos útil, sacarnos de
dudas si pone la mano por ahí. Supongo
que tenemos muestras de su letra.
Podemos, en todo caso, conseguirlas en
su banco. Intentaremos…
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo Boyer.
La puerta se abrió para que un
hombre asomara la cabeza.
—Lo llaman por teléfono —dijo.
El fiscal siguió al hombre escaleras
abajo. Durante su ausencia, Guild
fumaba y observaba sombríamente la
habitación.
Volvió el fiscal, y dijo:
—El coche pertenece a Charles
Fremont, con domicilio en Guerrero
Street, San Francisco.
—¿Número de matrícula? —Guild
sacó otra vez el lápiz y el sobre. Boyer
le dio el número. Lo apuntó, y dijo—:
Creo que voy a ir a ver a Fremont ahora
mismo.
El fiscal del distrito miró su reloj.
—Me pregunto si no podría
escaparme
un
momento
para
acompañarlo.
Guild frunció los labios.
—No sé si debería. Uno de nosotros
tendría que quedarse a examinar las
cosas de Wynant y tratar de unir cabos
sueltos. No he visto a nadie a quien
podamos confiarle un trabajo así.
—Perfecto —dijo Boyer sin vacilar,
aunque
parecía
decepcionado—.
¿Seguirá en contacto conmigo?
—Por supuesto. Déjeme la tarjeta
que le he dado y le anotaré mi dirección
y mi teléfono. ¿Y si me llevo el coche de
Fremont? —preguntó Guild con ojos
soñolientos.
El fiscal arrugó la frente.
—No sé —dijo, despacio—.
Podría… Bueno, sí, desde luego, si lo
cree conveniente. ¿Me llamará por
teléfono en cuanto vea a Fremont? ¿Me
informará de lo que sea?
—Um‐hmm…
III
Una pelirroja vestida de blanco abrió la
puerta.
—Quiero ver al señor Charles
Fremont —dijo Guild.
—Sí, señor —dijo la chica
amistosamente, con voz resonante,
gutural—. Pase.
Lo condujo a una sala de estar
confortablemente amueblada, a la
derecha del recibidor.
—Siéntese, llamaré a mi hermano —
dijo. Salió por otra puerta y llamó con
voz cantarina—: Charley, un señor
quiere verte.
—Ahora mismo bajo —contestó
desde el piso de arriba una voz de
hombre.
La chica pelirroja volvió a la
habitación donde Guild estaba.
—Bajará en un momento —dijo.
Guild le dio las gracias.
—Pero siéntese —dijo la chica,
sentándose en una esquina del sofá.
Tenía unas piernas sorprendentes,
maravillosas.
Guild se sentó en un sillón, en el
otro extremo del cuarto, pero se levantó
inmediatamente para ofrecerle un
cigarrillo y el encendedor.
—Quiero ver a su hermano —dijo
mientras volvía a sentarse— para
preguntarle si conoce a la señorita
Columbia Forrest.
La chica se rio.
—Es probable que la conozca —
dijo—. Es… Se van a casar mañana.
—Bueno, es que… —dijo Guild, y
se detuvo cuando oyó pasos que bajaban
del segundo piso.
Un hombre entró en la habitación.
Tenía unos treinta y cinco años,
superaba ligeramente la estatura media,
y, de constitución delgada, vestía traje
gris, más bien informal, y camisa azul
lavanda con un exuberante pañuelo de
bolsillo. Su cara era afilada, atractiva,
una de esas de labios finos y astutos.
—Le presento a mi hermano —dijo
la chica.
Guild se levantó.
—Estoy
intentando
conseguir
información sobre la señorita Columbia
Forrest —dijo, y le dio a Charles
Fremont una de sus tarjetas.
La curiosidad que había demostrado
la cara de Fremont ante las palabras de
Guild se convirtió en asombro y rechazo
cuando leyó la tarjeta.
—¿Qué…?
—Ha habido problemas en Hell
Bend —lo interrumpió Guild.
Los ojos de Fremont, muy claros, se
agrandaron.
—¿Wynant ha…?
Guild asintió.
—Le disparó esta tarde a la señorita
Forrest.
Los
Fremont
se
miraron
desencajados, horrorizados.
—¡Te lo había dicho, Charley! —
tartamudeó la chica a través de los
dedos de una mano, temblando. Charles
Fremont se volvió ferozmente hacia
Guild—. ¿Está herida de gravedad?
¡Dígamelo!
—Está muerta —dijo el hombre
oscuro.
Fremont sollozó y se sentó con la
cara entre las manos. Su hermana se
arrodilló a su lado, abrazándolo. Guild,
de pie, los miraba.
Levantó la cabeza Fremont, y
preguntó:
—¿Y Wynant?
—Se ha ido.
Fremont exhaló el aire con un
gemido. Se irguió en la silla,
acariciando la mano de su hermana,
liberándose de sus brazos.
—Voy a la casa ahora mismo —le
dijo, y se puso en pie.
Guild acabó de encender un cigarro.
Dijo:
—Eso está muy bien, pero sería más
útil que me contara algunas cosas antes
de irse.
—Todo lo que me sea posible —se
ofreció Fremont sin reservas.
—¿Se iban a casar mañana?
—Sí. Ella estuvo aquí anoche, con
nosotros, y la convencí. Íbamos a salir
mañana por la mañana, en coche, hacia
Portland, donde solo tendríamos que
esperar tres días para la licencia de
matrimonio, y luego pensábamos ir a
Banff. Acabo de mandar un telegrama al
hotel para hacer las reservas. Ella cogió
el coche (el nuevo, en el que
pensábamos viajar) y subió a Hell Bend
a recoger sus cosas. Le pedí que no
fuera (mi hermana y yo intentamos
convencerla) porque sabíamos que
Wynant causaría problemas, pero… No
se nos había ocurrido pensar que
pudiera hacer una cosa así.
—¿Usted lo conocía bien?
—No, solo lo he visto una vez, hace
unas tres semanas, cuando vino a verme.
—¿Para qué vino a verle?
—Para pelearse conmigo, por ella.
Para decirme que la dejara.
Guild parecía a punto de sonreír.
—¿Y qué le dijo usted?
Los finos labios de Fremont dejaron
ver sus dientes.
—¿Tengo pinta de haberle dicho
algo que no fuera mandarlo a la mierda?
—preguntó.
Asintió el hombre oscuro.
—Muy bien. ¿Qué sabe usted de
Wynant?
—Nada.
Guild arrugó la frente.
—Algo sabrá, ¿no? Ella le hablaría
de él.
La ira se borró de la afilada cara de
Fremont, dejándole solo tristeza.
—No me gustaba que me hablara —
dijo—, y no me habló.
—¿Por qué?
—¡Jesús! —exclamó Fremont—.
Ella estaba viviendo en su casa y yo
estaba loco por ella. Y sabía que Wynant
también —se mordió el labio—. ¿Cree
usted que era algo de lo que me gustaba
hablar?
Guild lo miró pensativamente antes
de dirigirse a la chica.
—¿A usted qué le contó?
—Nada. A ella le gustaba hablar de
ese hombre tampoco como a Charley.
Guild frunció las cejas.
—¿Y entonces por qué estaba con
Wynant?
Fremont, dolorido, contestó:
—Iba a dejarlo. Por eso la mató.
El hombre oscuro se metió las
manos en los bolsillos, atravesó la
habitación, llegó a la pared de las
ventanas y volvió al punto de partida,
entrecerrando los ojos un poco entre el
humo de su cigarro.
—¿No sabe a dónde ha podido ir
Wynant? ¿Con quién podría contactar?
¿Cómo podríamos encontrarlo?
Fremont negó con la cabeza.
—¿No cree que ya se lo habría
dicho si lo supiera? —preguntó con
amargura.
Guild no le contestó. Preguntó:
—¿De dónde es la familia de la
señorita Forrest?
—No lo sé. Creo que aún vivía su
padre, en algún lugar de Texas. Sé que
era hija única y que su madre había
muerto.
—¿Desde cuándo la conocía usted?
—Desde hace cuatro o cinco meses.
—¿Dónde la conoció?
—En un bar clandestino de Powell
Street, un par de calles más abajo del
Fairmont. Estaba en una fiesta con
alguna gente que conozco, con Helen
Robier, que vive, creo, en el Cathedral,
y con un tipo que se llama MacWilliams.
Guild paseó otra vez hasta las
ventanas y volvió.
—No me gusta esto —dijo, alzando
la voz, pero aparentemente no se dirigía
a los Fremont—. No tiene sentido. Es…
Vean esto.
Se paró ante los Fremont y se sacó
del bolsillo algunas fotografías.
—¿Son buenas? —eligió tres—. Yo
solo la he visto muerta.
Los Fremont las miraron y
asintieron.
—Especialmente la del centro —
dijo la chica—. Tú tienes una igual,
Charley.
Guild separó las fotos de la chica y
desplegó dos de un hombre con bigote.
—¿Y estas?
—Nunca he visto a ese hombre —
dijo la chica, pero su hermano asintió y
dijo—: Es él.
Guild pareció satisfecho con las
respuestas de Charles Fremont. Volvió a
guardarse las fotos.
—No sé exactamente lo que es, pero
hay algo raro —miró al suelo con cara
de pocos amigos, y rápidamente levantó
la vista—. Ustedes, amigos, ¿no me la
estarán jugando, verdad?
—No diga imbecilidades —dijo
Charles Fremont.
—Muy bien, pero hay algo que falla.
—¿Qué? —dijo la chica—. A lo
mejor, si nos dice qué cree usted que
falla…
Guild negó con la cabeza.
—Si yo supiera dónde está el fallo,
ya hubiera descubierto por mi cuenta el
motivo. No importa. Lo sabré. Quiero
los nombres y direcciones de todos los
amigos de Columbia Forrest, la gente
que conocía y que ustedes conocen.
—Ya le he dicho que Helen Robier
vive en el Cathedral, estoy seguro —
dijo Fremont—. MacWilliams trabaja en
el Edificio Russ, para un agente de
bolsa, creo. Eso es todo lo que sé sobre
él y no creo que Columbia lo conozca…
—tragó saliva—. No creo que lo
conociera demasiado. Son los únicos
que conozco.
—No creo que sean los únicos —
dijo Guild.
—Por favor, señor Guild —dijo la
chica,
acercándosele—,
no
sea
desagradable
con Charley.
Está
intentando ayudarle. Estamos intentando
ayudarle, pero… —dio una patada en el
suelo y gritó irritada, entre lágrimas—:
¿No puede tener usted alguna
consideración con él?
Guild dijo:
—Por supuesto, por supuesto —
cogió su sombrero y se dirigió a
Fremont—. Le he traído su coche. Está
aparcado delante de la casa.
—Gracias, Guild.
Algo golpeó una de las ventanas,
arrancando un triángulo de cristal del
ángulo inferior izquierdo, que cayó al
suelo. Charles Fremont, frente a la
ventana, se tiró al suelo, lanzando un
sonido inarticulado. Hubo un disparo de
pistola a través del hueco en el cristal.
La bala pasó sobre la cabeza de Fremont
e hizo un pequeño agujero en la pared
pintada de verde.
Guild se lanzaba hacia la puerta de
la casa en el mismo momento en que el
agujero de bala apareció en la pared.
Llevaba una pistola negra en la mano
derecha. Afuera, aquel tramo de
Guerrero Street estaba desierto. Guild
se dirigió rápidamente, aunque echando
miradas a su espalda, a la esquina más
próxima. Y, desde allí, volvió sobre sus
pasos lentamente, deteniéndose para
escudriñar en los sombríos portales y en
las oscuras entradas a los sótanos, bajo
las escaleras de acceso a las casas.
Fremont salió para reunirse con él.
Se abrían ventanas a lo largo de la calle
y la gente se asomaba a mirar.
—Vuelva adentro —dijo, cortante,
Guild a Fremont—. Le están disparando
a usted. Entre y llame a la policía.
—Elsa la está llamando. Se ha
afeitado el bigote, Guild.
—Pues sería lo primero que ha
hecho. Vuelva a la casa.
Fremont dijo:
—No —y siguió a Guild, que
inspeccionaba la calle. Allí estaban
cuando llegó la policía. No encontraron
a Wynant. Al doblar una esquina, dos
calles más abajo de casa de los
Fremont, encontraron un cupé Buick del
año anterior, cuya matrícula coincidía
con la que Boyer le había dado a Guild:
el coche de Wynant.
IV
Después de cenar solo en el Solari, en
Maiden Lane, Guild fue a un
apartamento de Hyde Street. Lo recibió
una joven pálida, de aspecto cansado,
que se arrimó para decirle:
—Hola, John. Ya nos estábamos
preguntando qué había sido de ti.
—He estado fuera. ¿Chris está?
—Yo te dejaría entrar de todos
modos —dijo la chica, y acabó de abrir
la puerta.
Pasaron a una habitación cuadrada,
llena de libros, donde un hombre
rechoncho, con el pelo rubio y
estropeado, estaba casi enterrado en un
viejo e inmenso sillón. Dejó el libro que
leía, cogió el alto vaso de cerveza que
tenía al alcance de la mano, y dijo
jovialmente:
—Que entre el sabueso. Trae más
cerveza, Kay. Tenía ganas de verte,
John. ¿Qué te parecería escribir alguna
reseña de novelas de detectives para mi
página? Ya sabes: «El detective estudia
al detective de ficción».
—Ya me lo habías pedido —dijo
Guild—. Vete a la mierda.
—Es una buena idea, sin embargo —
dijo el gordo alegremente—. Y tengo
otra. Me la iba a reservar para un cuento
policíaco, pero quizá tú le encuentres
alguna vez utilidad para tu trabajo, así
que te la vaya dar gratis.
Guild cogió el vaso de cerveza que
le tendía Kay.
—Gracias —le dijo a la chica, y
añadió mirando al gordo—: ¿Tengo que
oírla?
—Sí. Fíjate, es un tipo sospechoso
de asesinato, un crimen que requiere un
coraje especial. Todas las pruebas
apuntan a él, ya sabes, la típica historia.
Pero el tipo es un verdadero admirador
de Sam Johnson (tiene sus libros por
todas partes), así que uno sabe que no
mató a nadie, porque únicamente a los
tímidos (esa clase de gente que dice «Sí,
señor» a sus mujeres, y «Sí, señora» a
los policías) les gusta Johnson. Ya ves.
Johnson solo es admirado por su
brutalidad y la audacia de sus groserías
y malos modos y resulta que ese es el
material que atrae a…
—Así que tengo que buscar a un tal
Sam Johnson, que es el verdadero
culpable, ¿no? —dijo el hombre oscuro.
—Chris tiene una de sus noches —
dijo Kay.
—Ríete de mí y que te jodan, pero te
estoy ofreciendo una pieza de psicología
que algún día te podría ser útil.
Recuérdalo. Es una ley. El amor por el
doctor Johnson es un signo de
mansedumbre patológica.
Guild hizo una mueca.
—Bien sabe Dios que me estoy
ganando la cerveza —dijo, y bebió—.
Si te sientes obligado a hablar, habla de
Walter Irving Wynant. A lo mejor me
viene bien.
—¿Por qué? —preguntó Chris.
—Lo estoy buscando. Mató a su
secretaria esta tarde y se largó hacia
tierras desconocidas.
—¡Imposible! —exclamó Kay.
—¡No me cuentes historias! —dijo
Chris.
Guild asintió y bebió más cerveza.
—Solo se entretuvo el tiempo
necesario para dispararle al tipo con
quien se supone que su secretaria se iba
a casar mañana.
Chris y Kay se miraron encantados.
Chris se retrepó en su sillón.
—Esa historia no hay quien la
supere. Pero, sabes, ni de lejos estoy tan
sorprendido como debiera. La última
vez que lo vi pensé que había algún
problema, aunque Wynant siempre ha
sido más bien tonto. Te comenté algo,
¿no te acuerdas, Kay? Y es evidente que
lo que ha escrito últimamente para
revistas es muy flojo. Incluso partes de
su último libro… No. Ahora me estoy
poniendo en plan intelectualoide. Me
limitaré a lo que escribí sobre su libro
cuando apareció: a pesar de sus fallos
ocasionales su «compartimentalización»
está más cerca de dar una respuesta al
dilema de Poncio Pilatos que cualquier
otra que se haya ofrecido nunca.
—¿Qué tipo de literatura hace? —
preguntó Guild.
—Esto
—Chris
se
levantó
resoplando, fue a uno de los estantes,
sacó un voluminoso tomo negro titulado,
en grandes letras de oro, «Conocimiento
y creencia», lo abrió al azar, y leyó—:
«La ciencia se relaciona con las
unidades de percepción. Una unidad de
percepción es una diferencia definida,
es decir, limitada. El dato científico de
que el blanco existe significa que el
blanco es la diferencia entre un
determinado campo de percepción y el
resto del ente perceptor. Si uno mira una
ininterrumpida extensión blanca, percibe
el blanco porque su percepción se
encuentra limitada por su campo visual:
el área extravisual de su entorno le da,
por contraste, la percepción del blanco.
No se trata de definiciones científicas.
No pueden serlo. La ciencia no puede
definir, no puede delimitar por sí misma.
Las definiciones de la ciencia deben ser
definiciones filosóficas. La ciencia no
puede conocer lo que no es cognoscible.
La ciencia no puede conocer la
existencia de lo que no conoce. La
ciencia se ocupa de lo percibido y no de
lo no percibido. Así, la teoría de la
relatividad de Einstein —según la cual
los fenómenos de la naturaleza serán
iguales, esto es, no diferentes, para dos
observadores que se desplazan a
velocidad uniforme, sea la que sea y en
relación con uno y otro— es una
hipótesis filosófica, no científica. La
filosofía, como la ciencia, no puede
definir, no puede delimitar por sí misma.
Las definiciones de la filosofía deben
ser formuladas desde un punto de vista
que, en cierto modo, mantenga la misma
relación con la filosofía que el punto de
vista filosófico mantiene con la ciencia.
Estas definiciones serían…».
—Ya es bastante —dijo Guild. Chris
cerró el libro de golpe.
—Así es todo lo que escribe —dijo
alegremente, y volvió a su sillón y su
cerveza.
—¿Y qué sabes de él? —preguntó
Guild—. Aparte de sus escritos, digo.
No empieces otra vez con eso. Quiero
saber si solo estaba loco de celos o si
había perdido totalmente la cabeza, y,
sea lo que sea, me gustaría saber cómo
cogerlo.
—No lo he visto desde hace seis o
siete meses, o incluso más —dijo Chris
—. Wynant fue siempre un poco
maniático, y menos sociable que el
demonio. Imprevisible, quizá, o quizá
algo mucho peor.
—¿Y qué sabes de él?
—Lo que todo el mundo sabe —dijo
Chris con desprecio—. Nació en algún
sitio de Devonshire. Fue a Oxford. Se
fue virgen a la India y volvió con un
libro de economía, un libro bastante
bueno, pero propio de un visionario. Se
casó con una actriz que se llamaba Hana
Drix, o algo por el estilo, en París, y allí
vivió con ella tres o cuatro años, y salió
con otro libro. Creo que tuvieron dos
niños. Después ella se divorció y él se
fue a África y, más tarde, creo, a
Suramérica. El caso es que viajó mucho
antes de instalarse en Berlín durante el
tiempo suficiente para escribir su
«Antropología especulativa» y dar
algunas conferencias. No sé dónde
estuvo durante la guerra. Cayó por aquí
un par de años más tarde con una obra
de metafísica en dos volúmenes llamada
«La deriva de la consciencia». Se ha
quedado en Estados Unidos desde
entonces, los últimos cinco años aquí, en
las
montañas,
escribiendo
«Conocimiento y creencia».
—¿Hay parientes o amigos?
Chris movió la cabeza, muy
despeinada.
—A lo mejor saben algo sus
editores, Dale&Dale.
—Y, como crítico, ¿tú qué piensas?
—Yo no soy crítico —dijo Chris—,
soy reseñador.
—Vale, lo que seas. ¿Crees que lo
que escribe es sensato?
Chris encogió perezosamente sus
hombros inmensos.
—Reconozco que algunos de sus
libros son más que buenos. Pero otros…
Puede ser que estén por encima de mi
inteligencia. Eso también es posible.
Pero las cosas de revista barata que
hace últimamente, desde «Conocimiento
y creencia», sé perfectamente que son
tonterías, o incluso algo peor. El
periódico mandó a un chico para que lo
entrevistara, hace un par de semanas,
cuando todo el mundo armaba follón a
propósito de ese antropólogo ruso, y el
chico volvió con tres o cuatro folios
terribles. No los hubiéramos publicado
si no fuera porque el nombre de Wynant
pesa, y por cómo juraba el chico que
había transcrito exactamente lo que le
habían dicho. Yo diría que, muy
probablemente, a Wynant se le había ido
la cabeza.
—Gracias —dijo Guild, y fue a
coger su sombrero. Pero entonces el
hombre y la chica empezaron a
preguntarle a él. Así que se sentaron los
tres, y hablaron y fumaron y bebieron
cerveza hasta después de la medianoche.
En la habitación del hotel sonó el
teléfono cuando Guild ya se había
quitado el abrigo. Descolgó.
—¿Sí? Sí… —esperó—. Sí, Boyer.
Se presentó en casa de Fremont y le
disparó… No, no causó daños, solo nos
dio una buena sorpresa… Sí, pero
hemos encontrado su coche… ¿Dónde?
Sí, veamos… ¿Mañana? ¿A qué hora?
Estupendo. Llámeme aquí, al hotel… De
acuerdo.
Colgó el teléfono, empezó a
desabotonarse el traje, se detuvo, miró
su reloj de pulsera, volvió a ponerse el
abrigo, cogió el sombrero y salió.
En California Street tomó un tranvía
que iba en dirección hacia el este, subió
la colina y descendió hasta Chinatown,
apeándose en Grant Avenue. Una lluvia
casi tan fina como niebla había
empezado a caer, venida del norte.
Guild se bajó de la acera para evitar a
un ruidoso grupo de borrachos que salía
de un restaurante chino, siguió la calle y,
en la primera esquina, en la acera
opuesta, se paró en otro restaurante. Era
un edificio de ladrillo rojo que intentaba
parecer oriental mediante dorados y
luces de muchos colores, cornisas y
ménsulas evidentemente falsas, tres
franjas que marcaban la separación entre
plantas, con postes a manera de pilares y
un saledizo de terracota que imitaba un
tejado, rematado por un mástil que
soportaba nueve anillos de aluminio
falso. Había un gran letrero luminoso:
MANCHU.
Se quedó mirando el llamativo
edificio mientras encendía un cigarro.
Luego entró. La chica del guardarropa
no le cogió el sombrero.
—Cerramos a la una —dijo.
Miró a la gente que se subía al
ascensor, y volvió a mirar a la chica.
—Esos están entrando.
—Van arriba. ¿Tiene usted tarjeta de
socio?
Guild sonrió.
—Por supuesto. Me la he dejado en
el otro traje.
La chica no se inmutó.
—Ah, ya, hermana. —Guild le dio
un dólar de plata, cogió el resguardo del
sombrero y se metió en el ascensor
atestado.
En el cuarto piso salió del ascensor
con los demás y entró en un gran salón,
viejo y alargado, donde, surgiendo de un
pequeño escenario, una pista de baile
alargada formaba una península entre
mesas servidas por chinos en smoking.
Había cuarenta o cincuenta personas en
el local. Algunas bailaban al ritmo de un
piano, un violín y una trompa.
Le dieron a Guild una mesa pequeña,
cerca de una ventana cerrada. Pidió un
sándwich y un café.
El baile acabó y una mujer de
mediana edad y cara de arpía, con un
precioso cuerpo y piel de satén cantó
una versión modificada de Christopher
Colombo. Bailaron una pieza más.
Entonces Elsa Fremont salió al centro de
la pista y cantó Hollywood Papa. Un
escotado vestido verde resaltaba el rojo
de su pelo e intensificaba el verdor de
sus ojos lanceolados. Guild fumaba,
bebía café y la miraba. Cuando terminó
la canción, aplaudió con los demás.
Elsa Fremont se acercó directamente
a su mesa, sonriendo, y dijo:
—¿Qué hace usted aquí?
Se sentó frente a Guild, y Guild
volvió a sentarse.
—No sabía que trabajaba aquí.
—¿No? —su sonrisa era agradable,
sus ojos escépticos.
—No —dijo Guild—, aunque quizá
debería haberlo sabido. Un tal Lane, que
vive cerca de Wynant en Hell Bend, lo
vio entrar aquí esta tarde.
—Vendría al local de abajo —dijo
la chica—. Nosotros no abrimos hasta
medianoche.
—Lane no sabía nada del asesinato
antes de llegar a casa esta noche. Llamó
al fiscal del distrito y le dijo que había
visto a Wynant y el fiscal me ha
llamado. He pensado que si me pasaba
por aquí a lo mejor pescaba algo.
—¿Y? —preguntó la chica con no
muy buena cara.
—Bueno, la he encontrado a usted.
—Pero yo no estaba en el local de
abajo esta tarde —dijo—. ¿A qué hora
fue?
—Media hora antes de que le
dispararan a su hermano.
—Ya ve —dijo triunfalmente—.
Sabe que yo estaba en casa a esa hora
hablando con usted.
—Sí, eso lo sé —dijo Guild.
V
La mañana siguiente, a las diez, Guild
fue al Seaman’s National Bank. Se
dirigió a la mesa que, según una placa,
pertenecía al señor Coler, interventor. El
hombre, rubio y bronceado, saludó
efusivamente a Guild.
Guild se sentó y dijo:
—Me figuro que ha visto los
periódicos esta mañana.
—Sí. Gracias a Dios había un
seguro.
—Tendremos que cogerlo pronto
para recuperar algo —dijo Guild—. Me
gustaría echarle un vistazo a su cuenta y
a los cheques anulados, si están
disponibles.
—Muy bien. —Coler se levantó y se
fue. Cuando volvió, traía un delgado
paquete de cheques en una mano y un
folio en la otra. Se sentó, miró el folio y
dijo—: Esto es lo que pasó: el día dos
Wynant ingresó este cheque por diez mil
dólares…
—¿Lo trajo él mismo?
—No. Siempre hacía los ingresos
por correo. El cheque lo firmaba la
Modern Publishing Company, y el banco
era la Madison Trust Company de Nueva
York. Wynant tenía un saldo de mil
ciento sesenta y dos dólares con
cincuenta y cinco centavos: el cheque lo
aumentó a algo más de once mil. El día
cinco un cheque —cogió uno del
paquete— por nueve mil dólares a favor
de Laura Porter llegó a través de la
cámara de compensación. —Miró el
cheque—. Fechado el tres, lo depositó
el día siguiente. —Miró el dorso del
cheque—. Lo depositó en la Golden
Gate Trust Company. —Se lo pasó a
Guild a través de la mesa—. Esta
operación lo dejó con un saldo de dos
mil ciento sesenta y dos dólares con
cincuenta y cinco centavos. Ayer
recibimos un telegrama notificándonos
que el cheque de Nueva York había sido
aumentado de mil a diez mil dólares.
—¿Les permiten a sus clientes
cobrar los cheques de fuera de la ciudad
antes de que haya tiempo para
comprobarlos?
Coler enarcó las cejas.
—A cuentas antiguas de la categoría
del señor Wynant, sí.
—Ahora tiene una categoría
sensacional —dijo Guild—. ¿Y qué
otros cheques tenemos ahí?
Coler los repasó y le brillaron los
ojos. Dijo:
—Hay dos más a favor de Laura
Porter: por mil y por setecientos
cincuenta.
Los
demás
parecen
simplemente pagos y gastos de la casa.
Se los pasó a Guild.
Guild
examinó
los
cheques
despacio, uno a uno. Luego dijo:
—Mire a ver si averigua desde
cuándo viene ocurriendo esto y a cuánto
asciende el total.
Coler se levantó con gusto y salió.
Estuvo fuera media hora. Cuando volvió
dijo:
—Por lo que he podido saber, Laura
Porter lleva cobrando cheques desde
hace, por lo menos, varios meses,
prácticamente todo lo que ingresaba
Wynant, exceptuando más de lo
necesario para cubrir sus gastos
ordinarios.
—Gracias —dijo Guild en voz baja,
a través del humo del cigarro.
Desde el Seaman’s National Bank,
Guild se dirigió a la Golden Gate Trust
Company, en Montgomery Street. Una
chica dejó de escribir a máquina para
llevar su tarjeta al despacho del
interventor, a donde inmediatamente lo
acompañó. Guild intercambió un apretón
de manos con un hombre gordo, de pelo
blanco, que dijo:
—Me alegro mucho de verlo, señor
Guild. ¿A qué criminal busca entre
nosotros?
—No sé si esta vez busco a alguien.
Tienen a una clienta que se llama Laura
Porter. Me gustaría saber su dirección.
La sonrisa del gordo se convirtió en
una mueca.
—Bueno, bueno, amigo mío, siempre
es un placer hacer cuanto está en mis
manos por ayudarle, pero…
Guild dijo:
—Porter ha podido tener algo que
ver con una estafa de ocho mil al
Seaman’s National.
La curiosidad ablandó un poco la
sonrisa congelada del interventor.
Guild dijo:
—No sé si ha metido mano en el
asunto, pero estoy aquí porque pienso
que cabe la posibilidad. Lo único que
quiero son sus señas, por el momento, y,
a menos que esté totalmente seguro, no
necesitaré nada más.
El interventor se acarició los labios,
arrugó la frente, se aclaró la garganta y
dijo por fin:
—Bueno, si le doy las señas, se
entiende que es…
—Estrictamente confidencial —dijo
Guild—,
exactamente
como
la
información de que han estafado al
Seaman’s National.
Cinco minutos después salía de la
Golden Gate Trust Company llevando en
el bolsillo una nota con una dirección:
Laura Porter, Leavenworth 1157.
Cogió un tranvía hasta California
Street. Cuando pasaba por los
Apartamentos Cathedral se levantó de
improviso y se bajó del tranvía en la
esquina siguiente. Rehizo el camino
hasta el edificio de apartamentos.
—¿La señorita Helen Robier? —
dijo en la conserjería. El hombre al otro
lado del mostrador negó con la cabeza.
—Aquí no hay nadie con ese
nombre, a no ser que esté visitando a
alguien.
—¿Podría decirme si vivió aquí,
digamos, hace cinco meses?
—Lo intentaré.
Se volvió para hablar con otro
empleado. El otro se acercó a Guild y
dijo:
—Sí. La señorita Robier vivió aquí,
pero ha muerto.
—¿Muerto?
—Murió en accidente de coche el 4
de julio.
Guild frunció los labios.
—¿Se
aloja
aquí
un
tal
MacWilliams?
—No.
—¿Nunca se ha alojado?
—Creo que no. Lo comprobaré.
Cuando volvió fue categórico:
—No.
Fuera
de
los
Apartamentos
Cathedral, Guild miró el reloj. Eran las
doce menos cuarto. Volvió a pie al hotel.
Boyer se levantó de un sillón en el
vestíbulo y fue a su encuentro, diciendo:
—Buenos días. ¿Cómo está usted?
¿Algo nuevo? Guild se encogió de
hombros.
—Algo hay que algo podría
significar, sí. Mejor lo hablamos
comiendo —dijo, y guio al fiscal hacia
el restaurante del hotel.
Ya sentados, después de pedir la
comida, Guild informó a Boyer de su
conversación con los Fremont, el
disparo que los había interrumpido, y su
busca de Wynant que lo había conducido
hasta su coche; de su conversación con
Chris —«Chistopher Maxim», dijo,
«crítico literario del Dispatch»—; de su
visita al Manchu y su encuentro con Elsa
Fremont; y de sus visitas, esa mañana, a
los dos bancos y al edificio de
apartamentos. Habló con rapidez, sin
malgastar palabras, sin que se le
escapara nada relevante.
—¿Cree usted que Wynant fue al
restaurante chino, sabiendo que la chica
trabajaba allí, para enterarse de dónde
vivían ella y su hermano? —preguntó
Boyer cuando Guild hubo terminado.
—No, si es verdad que estuvo en
casa de los Fremont armando un
estropicio hace un par de semanas.
Boyer se puso rojo.
—Es verdad. Entonces…
—Dígame lo que usted ha estado
haciendo —contestó Guild— y a lo
mejor podemos hacer juntos nuestras
suposiciones. Vamos a esperar a que nos
sirva el camarero.
Cuando tuvieron la comida delante y
volvieron a quedarse solos, el fiscal del
distrito dijo:
—Ya le dije que Lane había visto a
Wynant cuando iba al local chino.
—Sí. ¿Y las huellas dactilares? —
dijo Guild, y se metió comida en la
boca.
—Examiné la casa y tomamos las
huellas de todos los que sabíamos que
estuvieron allí, pero las comprobaciones
no se habían hecho todavía cuando salí
esta mañana temprano.
—¿Tomaron las de la chica muerta?
—Por supuesto. Y usted estuvo allí.
Mándenos las suyas.
—Muy bien, aunque me preocupé de
no tocar nada. ¿Ha dado resultado la
alarma general?
—Ninguno.
—Sabemos, de todas formas, que
vino a San Francisco. ¿Y las circulares
que se iban a mandar?
—Se están imprimiendo ahora: foto,
descripción, muestras de la caligrafía de
Wynant. Haremos una nueva tirada en
cuanto tengamos las huellas dactilares,
pero quiero difundir rápidamente algo.
—Estupendo. Le pedí a la policía de
aquí que tomara huellas en el coche.
¿Algo más por su parte?
—Eso ha sido todo.
—¿Han encontrado algo en los
papeles de Wynant?
—Nada. Aparte de lo que parecía
ser notas de trabajo, no había mucho
material.
Puede
verlos
cuando
volvamos.
Guild, sin dejar de comer, asintió
como si estuviera plenamente satisfecho.
—Lo primero para esta tarde es
hacerle una visita a la señorita Porter —
dijo—, y a lo mejor sacamos algo más.
—¿Cree que lo chantajeaba?
—La gente chantajea a la gente —
admitió Guild.
—Solo hablo por hablar —dijo el
fiscal del distrito, un poco avergonzado
—; dejo salir las ideas que me pasan
por la cabeza.
—Déjelas, déjelas —lo animó
Guild.
—¿Cree que podría ser la hija que
tuvo en París con la actriz?
—Podríamos intentar descubrir qué
fue de la mujer y los niños. A lo mejor
Columbia Forrest era su hija.
—Pero usted sabe la situación que
había en la casa del monte —protestó
Boyer—. Eso hubiera sido incesto.
—Cosas así ya han pasado otras
veces —dijo Guild gravemente—. Por
eso tienen nombre.
Guild
pulsó
el
timbre
correspondiente al nombre de Laura
Porter en el portal de un pequeño
edificio de apartamentos de piedra
caliza, en el número 1157 de
Leavenworth Street. Boyer, respirando
con dificultad, lo acompañaba. No hubo
respuesta. No hubo respuesta ni la
segunda ni la tercera vez que tocó el
timbre, pero cuando pulsó el marcado
con la palabra GERENTE el cierre
automático zumbó.
Abrieron la puerta y entraron en un
vestíbulo poco iluminado. Una puerta se
abrió frente a ellos y una mujer dijo:
—¿Sí? ¿Qué quieren?
Era pequeña, de rasgos marcados,
pelo gris, nariz aguileña y ojos vivos.
Guild avanzó hacia ella diciendo:
—Queremos ver a la señorita Laura
Porter, del trescientos diez, pero no
contesta al timbre.
—Creo que no está —dijo la mujer
del pelo gris—. No suele estar. ¿Quieren
dejarle algún mensaje?
—¿Cuándo cree que volverá?
—Pues no lo sé.
—¿Sabe cuándo se fue?
—No, señor. Algunas veces veo a
mi gente entrar y salir, y otras veces no.
No los vigilo, y a la señorita Porter la
veo menos que a nadie.
—Ah, ¿no pasa aquí mucho tiempo?
—No lo sé, caballero. Mientras
paguen el alquiler y no armen demasiado
ruido, no me preocupan.
—¿No le preocupan? ¿No estaba
sola? ¿Vivía con alguien?
—No. Quiero decir mi gente, mis
clientes, los del edificio…
Guild se dirigió al fiscal.
—Déle una tarjeta.
Boyer se hurgó en los bolsillos
buscando las tarjetas, sacó una y se la
pasó a Guild, que se la dio a la mujer.
—Necesitamos
una
pequeña
información sobre la señorita Porter —
dijo el hombre oscuro en voz baja y
confidencial mientras la encargada
entornaba los ojos para leer la tarjeta a
la luz debilísima—. No tiene ningún
problema, por lo que sabemos, pero…
La mujer levantó la vista. Los ojos,
inquisitivos, estaban muy abiertos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Guild se inclinó sobre ella,
abrumándola.
—¿Desde cuándo vive ella aquí? —
murmuró como en un aparte.
—Desde hace unos seis meses. Hace
seis meses.
—¿Recibía muchas visitas?
—No lo sé. No recuerdo haber visto
a nadie, pero no prestamos demasiada
atención y cuando veo a gente entrar no
sé a qué apartamento viene.
Guild se enderezó, alargó la mano
izquierda y pulsó el interruptor de la luz,
iluminando el vestíbulo. Metió la mano
derecha en el bolsillo interior de su
abrigo y sacó las fotos de Wynant y su
difunta secretaria. Se las dio a la mujer.
—¿Los ha visto alguna vez?
Miró la foto del hombre y negó con
la cabeza.
—No —dijo—, y, de haberlo visto,
no es un hombre que se me hubiera
olvidado.
Miró la foto de Columbia Forrest.
—¡Es…! ¡Es la señorita Porter! —
exclamó.
VI
Boyer miraba a Guild con los ojos muy
abiertos. El hombre oscuro, después de
una breve pausa, le habló a la mujer:
—Es Columbia Forrest, la chica que
fue asesinada ayer en Hell Bend.
La mujer abrió tanto los ojos como
el fiscal.
—Nunca habría pensado que fuera
una ladrona —exclamó, volviendo a
mirar la foto—. Era tan agradable, tan
bonita…
—¿Una ladrona? —preguntó Boyer
con incredulidad.
—Sí —la gerente levantó la vista de
la foto, confundida—. Por lo menos, eso
decía el periódico, que había…
—¿Qué periódico?
—El periódico de ayer —su
expresión se animó, expectante—, ¿no lo
ha visto?
—No. ¿Lo tiene?
—Sí. Se lo enseñaré —se volvió
rápidamente y salió por la puerta que
había a su espalda.
Guild, frunciendo ligeramente los
labios y levantando las cejas, miró a
Boyer. El fiscal del distrito murmuró de
manera bien audible:
—¿No estaba chantajeando a
Wynant? ¿Le robaba?
Guild negó con la cabeza.
—Todavía no sabemos nada —dijo.
La mujer volvió muy pronto con un
periódico. Se lo tendió bruscamente a
Guild, y se inclinó sobre las páginas,
golpeando con el dedo un titular.
—Aquí está —los nervios hacían
que su voz sonara metálica—. Aquí está.
Lean esto.
Boyer se situó detrás, al otro lado de
la mujer, muy cerca de Guild, casi
cogido de su brazo, intentando ver mejor
el periódico. Leyeron:
ASESINADA SECRETARIA
FICHADA POR LA POLICÍA DE N. Y.
NUEVA YORK, Sept. 8 (A. P.). Columbia
Forrest, en relación con cuyo asesinato
ayer, en Hell Bend, California, la
policía busca a Walter Irving Wynant,
famoso científico, filósofo y escritor,
fue condenada por hurto hace tres años
en Nueva York, según el antiguo juez de
lo penal Erle Gardner.
El antiguo juez afirmó que la joven
se
declaró
culpable
de
los
cargos
presentados en su contra por dos grandes
almacenes y fue condenada a seis meses
de cárcel, aunque la sentencia fue
suspendida gracias a la intervención de
Walter Irving Wynant, que se ofreció a
indemnizar a los almacenes y a contratar
como secretaria a la joven. Esta había
trabajado
como
mecanógrafa
en
una
agencia de corredores de bolsa de Wall
Street.
Boyer empezó a hablar, pero Guild
se
le
adelantó
dirigiéndose
resueltamente a la mujer:
—Es
interesante.
Muchísimas
gracias. Ahora nos gustaría ver su
habitación.
La mujer, casi temblando de
emoción, los precedió por las escaleras
y les abrió la puerta del apartamento
310. Entró antes que Boyer y Guild,
pero el hombre oscuro, manteniendo la
puerta abierta, le lanzó una clara
indirecta:
—Volveremos a verla antes de irnos.
La gerente se fue de mala gana y
Guild cerró la puerta.
—Empezamos a conseguir algo —
dijo Boyer.
—Puede ser —asintió Guild.
Las palabras brotaron con fluidez de
labios del fiscal.
—¿Cree usted que la chica utilizó
los datos bancarios de Wynant, falsificó
los cheques a nombre de Laura Porter y
amañó los libros de contabilidad? Él no
gastaba mucho y creería tener un buen
saldo. Y, luego, cuando dejó seca la
cuenta, la chica extendió el último
cheque, lo cobró y salió pitando.
—Puede ser, pero… —Guild
clavaba pensativamente la vista en los
pies del fiscal.
—¿Pero qué?
Guild levantó la vista.
—¿Por qué no huyó directamente, en
vez de volver a la casa en el coche de
otro hombre para decirle a Wynant que
se iba con otro?
Boyer respondió rápidamente:
—Los ladrones son imprevisibles y
las mujeres también, y, cuando tropiezas
con una ladrona, no hay forma de
averiguar lo que hará ni por qué. Puede
haberse peleado con Wynant y luego ir a
restregarle que se iba. Puede haberse
dejado algo en la casa. O pudo
ocurrírsele que así eliminaba por el
momento las sospechas de la estafa en el
banco. Puede tener multitud de razones,
y no es necesario que fueran sensatas.
Pudo haber…
Guild sonrió cortésmente.
—Veamos lo que nos dice la
habitación.
En la mesa de la sala de estar
encontraron un llavín que abría la puerta
del apartamento. No encontraron nada
más que pudiera interesarles, salvo en el
cuarto de baño. Allí, en una mesa,
encontraron una maquinilla de afeitar
evidentemente nueva con una cuchilla en
la que aparecían incipientes marcas de
óxido, un tubo abierto de crema de
afeitar prácticamente lleno, una brocha
nueva que había sido usada pero no
enjuagada, y unas tijeras. Encima del
lavabo había una toalla con manchas de
espuma seca.
Guild lanzó una bocanada de humo
por la mesa y dijo:
—Parece que nuestro hombre
delgado vino aquí a afeitarse el bigote.
Boyer, arrugando la frente, perplejo,
preguntó:
—¿Y cómo sabía…?
—Puede que se lo sacara a la chica
antes de matarla y entrara aquí con la
llave que hay encima de la mesa, la
llave de la chica. —Guild señaló las
tijeras con el cigarrillo—: Todo esto
encaja con Wynant y no, por ejemplo,
con Fremont. Lo necesitaría para el
bigote, y todo está nuevo, como si lo
hubiera comprado viniendo para acá. —
Se inclinó para examinar la mesa, el
interior del lavabo, el suelo—. Pero no
veo pelos.
—¿Y eso qué significa? —preguntó
el fiscal con ansiedad.
El hombre oscuro sonrió levemente.
—Algo debe significar —dijo. Se
puso derecho después de examinar el
suelo—. Ha debido tener mucho cuidado
para no dejar pelos del bigote cuando se
lo cortó, aunque sabe Dios por qué.
Miró pensativamente los utensilios
para afeitarse sobre la mesa.
—Adelantaremos más si hablamos
con el novio de la chica.
Encontraron abajo a la gerente,
esperándolos en el vestíbulo. Lucía una
espléndida sonrisa que invitaba a la
conversación. Guild dijo:
—Muchísimas
gracias.
¿Hasta
cuándo tenía pagado el alquiler?
—Hasta el día quince.
—Entonces no tendrá inconveniente
en impedir que entre nadie hasta ese día.
Impídalo. Y, si entra usted, no toque
nada. Habrá policías arriba. ¿Está
segura de que no vio a nadie anoche, a
primera hora?
—Sí, señor. Estoy segura de que no
vi a nadie entrar ni salir del
apartamento, aunque Dios sabe que, de
haber tenido llave, habrían podido
entrar sin que yo…
—¿De cuántas llaves disponía la
chica?
—Le di una, pero ella pudo hacer
más, todas las que quisiera, y
probablemente las hizo si era una…
¿Qué ha hecho?
—No lo sé. ¿Recibía mucho correo?
—Bueno, no demasiado, y la
mayoría tenía pinta de ser propaganda y
cosas así.
—¿Recuerda la procedencia de
alguna carta?
La mujer se ruborizó.
—Nunca, nunca miro el correo de
mis clientes. De lo único que me
preocupo es de mis asuntos, mientras
paguen el alquiler y no armen más ruido
que los demás.
—Eso está bien —dijo Guild,
dándole su tarjeta—. Muchísimas
gracias. Probablemente volvamos, pero,
si ocurriera algo, algo que pareciera
guardar relación con la chica, ¿le
importaría llamarme? Déjeme un
mensaje, si no estoy.
—Por supuesto, señor, lo haré —
prometió—. ¿Hay…?
—Muchísimas gracias —repitió
Guild, y salió con el fiscal del distrito.
Estaban acomodándose en el coche
del fiscal cuando Boyer preguntó:
—¿Para qué cree que Wynant dejó la
llave en el apartamento, si era de ella y
él la usaba?
—¿Por qué no iba a dejarla? Solo
entró a afeitarse y quizás a registrar el
apartamento. No iba a tener ocasión de
volver, y dejarla encima de la mesa era
más cómodo que tirada en la calle.
Boyer asintió, dubitativo, y puso el
coche en marcha. Guild lo guio hasta la
zona de la Golden Gate Trust Company,
donde aparcaron. Después de unos
minutos de espera, les hicieron pasar al
despacho del interventor del pelo
blanco.
Se levantó cuando entraron. Ni su
sonrisa ni un bromista «Es usted mi
sombra» ocultaron su inquietud y
curiosidad.
—Señor Bliss —dijo Guild—, le
presento al señor Boyer, fiscal del
distrito de Whitfield County.
Boyer y Bliss se estrecharon las
manos. El interventor les señaló dos
sillas a sus visitantes.
Guild dijo:
—Nuestra Laura Porter es la
Columbia Forrest que fue asesinada ayer
en Hell Bend.
La cara de Bliss se puso roja. Había
algo próximo a la indignación en la voz
con la que dijo:
—Eso es ridículo, Guild.
La malicia empequeñecía la sonrisa
del hombre oscuro.
—¿Quiere usted decir que en cuanto
alguien se convierte en uno de sus
clientes se asegura una vida larga y
feliz?
El interventor sonrió entonces.
—No, pero… —dejó de sonreír—.
¿Está implicada en la estafa al Seaman’s
National Bank?
—Fue ella —contestó Guild. Y
añadió con sonriente malicia todavía—:
A menos que esté seguro de que ninguno
de sus clientes tocaría un solo céntimo
ajeno.
El interventor, sin prestar atención a
las últimas palabras de Guild, se
retorció en su sillón y miró nervioso a la
puerta.
El hombre oscuro dijo:
—Necesitaríamos un extracto de su
cuenta y quiero mandar un perito
calígrafo para que vea los cheques, pero
ahora tenemos prisa. Quisiéramos saber
cuándo abrió la cuenta, qué referencias
presentó, y el saldo.
Bliss pulsó uno de los botones que
tenía en su mesa, pero antes de que
nadie entrara en el despacho, se levantó
y salió, murmurando:
—Perdónenme.
Guild sonrió.
—Perderá cinco kilos antes de saber
si lo han estafado o no, y diez si
descubre que sí.
Cuando el interventor volvió, cerró
la puerta, apoyó en ella la espalda y
habló como si hubiera estado buscando
las palabras:
—La cuenta de la señorita Porter
presenta un saldo de treinta y ocho
dólares con cincuenta centavos. Retiró
doce mil dólares en metálico ayer por la
mañana.
—¿Ella en persona?
—Sí.
Guild se dirigió a Boyer:
—Le enseñaremos al cajero su foto
cuando salgamos para estar doblemente
seguros.
Volvió a hablar al interventor:
—¿Y sobre la fecha de apertura de
la cuenta y las referencias que presentó?
El hombre del pelo blanco consultó
una ficha que tenía en la mano.
—Abrió la cuenta el ocho de
noviembre del año pasado —dijo——.
Presentó referencias de Francis X.
Kearny, propietario del Restaurante
Manchu, en Grant Avenue, y de Walter
Irving Wynant.
VII
—El Manchu solo está a cinco o seis
calles de aquí —le dijo Guild a Boyer
cuando salían de la Golden Gate Trust
Company—. Deberíamos pasarnos por
allí ahora, a ver qué podemos sacarle a
Francis Xavier Kearny.
—¿Lo conoce?
—Bueno, a distancia. Se lleva
estupendamente con la policía de aquí y
se supone que es intocable.
El fiscal asintió. Se mordió los
labios, arrugó la frente, en silencio,
hasta que llegaron al coche. Entonces
dijo:
—Lo que hemos sabido hoy parece
relacionarlos a él, a la chica, a los
Fremont y a Wynant.
—Sí —asintió Guild—, eso parece.
—¿O cree usted que ella podría
haber dado el nombre de Wynant
porque, como secretaria suya, sabía que
le era posible coger la carta del banco
pidiendo informes y contestarla, sin que
él supiera nada del asunto?
—Eso parece bastante razonable —
dijo el hombre oscuro—, pero tenemos
la visita que Wynant hizo ayer al
Manchu.
Las arrugas de la frente del fiscal se
hicieron más profundas.
—¿Para qué cree que Wynant fue
al…? ¿Estaba de acuerdo con ellos?
—No lo sé. Sé que alguien tiene los
doce mil dólares que la chica retiró
ayer. Sé que quiero seis mil para el
Seaman’s National. Doble a la izquierda
en la próxima esquina.
Entraron juntos en el Restaurante
Manchu. Una sonriente camarera china
les dijo que el señor Kearny no estaba, y
que no se le esperaba hasta las nueve de
la noche. No sabían dónde podían
encontrado antes de las nueve. Salieron
del restaurante y volvieron al coche de
Boyer.
—Vamos a Guerrero Street —dijo
Guild—, aunque tenemos que parar
antes en alguna cabina para que llame a
la policía por lo del apartamento de
Leavenworth Street y a la oficina para
que recojan los cheques anulados en
ambos bancos, así sabremos si alguno es
falso.
Rodeó con las manos el cigarrillo
que estaba encendiendo, y añadió:
—Ahí mismo, pare aquí.
El fiscal se detuvo ante el Mark
Hopkins.
—No tardo —dijo Guild, saltando
del coche para entrar en el edificio.
Cuando salió diez minutos más
tarde, parecía pensativo.
—La policía no encuentra huellas en
el coche de Wynant, y me gustaría saber
por qué.
—Puede haberse tomado la molestia
de…
—Sí, sí —asintió el hombre oscuro
—, pero me pregunto por qué. Bueno,
vamos a Guerrero Street. Si Fremont no
vuelve de Hell Bend, veremos qué
podemos sacarle a la chica. Debe de
saber dónde anda Kearny durante el día.
Un criado filipino les abrió la puerta
de los Fremont.
—¿El señor Charles Fremont está?
—No, señor.
—¿La señorita Fremont?
—Veré si todavía está arriba.
El criado los acompañó a la sala de
estar y subió. Guild señaló hacia el
cristal roto de la ventana.
—Es el disparo contra Fremont —
señaló al agujero en la pared verde—.
Ahí dio.
Sacó del bolsillo de su chaqueta un
proyectil deformado y se lo enseñó a
Boyer:
—Aquí está.
La expresión de Boyer se había
animado. Se acercó a Guild y empezó a
hablarle en voz baja, nerviosa.
—¿Cree
posible
que
todos
participaran en el mismo juego y que
Wynant descubrió que su secretaria lo
traicionaba
además
de
estar
preparándose para irse con…?
Guild hizo un gesto brusco con la
cabeza, hacia la puerta del vestíbulo.
—Shhh.
Pasos ligeros bajaron las escaleras y
Elsa Fremont, en un entallado y
luminoso haori azul sobre un pijama de
seda verde claro, entró en la habitación.
—Buenos días —dijo, tendiéndole
la mano a Guild—. Para mí todavía es
temprano.
Usó la otra mano para ocultar a
medias un bostezo, y añadió:
—No hemos cerrado el local hasta
cerca de las ocho de la mañana.
Guild le presentó al fiscal del
distrito, y preguntó:
—¿Su hermano ha subido a Hell
Bend?
—Sí, se iba cuando llegué a casa —
se dejó caer en el sofá, con la pierna
doblada, sentándose sobre un pie. No
llevaba medias y usaba zapatillas
bordadas—. Siéntense.
El fiscal del distrito se sentó en una
silla, frente a Elsa Fremont. El hombre
oscuro se sentó en el sofá, junto a ella.
—Venimos del Manchu —dijo.
Los ojos lanceolados de la chica se
empequeñecieron un poco.
—¿Han comido bien? —preguntó.
Guild sonrió y dijo:
—No fuimos a eso.
—Ah —dijo ella. Ahora su mirada
era franca y confiada.
—Fuimos a ver a Frank Kearny —
dijo Guild.
—¿Lo consiguieron?
—¿Verlo? No.
—Es difícil encontrarlo allí durante
el
día
—dijo
la
chica
despreocupadamente—, pero está en el
local todas las noches.
—Eso nos han dicho. —Guild sacó
los cigarrillos del bolsillo y le ofreció
—. ¿Dónde cree que podríamos
encontrarlo a estas horas?
La pelirroja negó con la cabeza y
cogió un cigarro.
—Pueden registrarme. Vivía en Sea
Cliff, pero no sé adónde se mudó —se
inclinó hacia Guild para que le
encendiera el cigarro. Cuando estuvo
encendido, preguntó—: ¿Y qué más les
da esperar a la noche para verlo?
Guild le ofreció tabaco al fiscal, que
negó con la cabeza y murmuró:
—No, gracias.
El hombre oscuro se puso un
cigarrillo entre los labios y lo encendió
antes de contestarle a la chica:
—Lo estamos buscando para que nos
diga qué sabe de Columbia Forrest.
Elsa Fremont, impasible, dijo:
—No creo que Frank la conociera.
—Sí —dijo Guild—, por lo menos
como Laura Porter.
La sorpresa de la chica pareció
auténtica. Se acercó a Guild.
—Repítalo.
—Columbia Forrest —dijo Guild
con voz deliberadamente monótona—
tenía un apartamento en Leavenworth
Street donde era conocida como Laura
Porter. Frank Kearny la conocía.
La chica, arrugando la frente, dijo
muy seria:
—Si no pareciera tan seguro de lo
que dice, no lo creería.
—¿Lo cree?
Elsa Fremont dudó y, por fin, dijo:
—Bueno, conociendo a Frank, yo
diría que es posible.
—¿Sabe usted algo del apartamento
de Leavenworth?
Negó con la cabeza, mirando a Guild
a los ojos, cándidamente.
—No.
—¿Sabía que se hacía llamar Laura
Porter?
—No.
—¿Había oído hablar de Laura
Porter?
—No.
Guild aspiró y expulsó humo.
—Me parece que la creo —dijo en
un tono de despreocupación—. Pero su
hermano sí debe de haber sabido algo
del asunto.
La chica miró con las cejas
fruncidas el cigarrillo que tenía en la
mano, el pie sobre el que no se sentaba,
y por fin la cara oscura de Guild.
—No tiene por qué creerme —dijo
despacio—, pero, sinceramente, no creo
que mi hermano sepa nada.
Guild sonrió cortésmente.
—Puedo creerla y seguir pensando
que se equivoca —dijo.
—Me
gustaría
—dijo
con
ingenuidad— que me creyera y pienso
que tengo razón.
Guild hizo un vago gesto con el
cigarro.
—¿Qué hace su hermano, señorita
Fremont? —preguntó—. Para ganarse la
vida, me refiero.
—Es el manager de un par de
boxeadores —dijo la chica—. Uno no
vale nada. El otro es Sammy Deep.
—El peso gallo chino —asintió
Guild.
—Sí. Charley cree que tiene un
campeón.
—Es un buen chico. ¿Quién es el
otro?
—Un desastre, Terry Moore. Si
suele ir al boxeo, seguro que lo ha visto
perder por K. O.
Boyer habló por primera vez desde
que había rechazado el cigarro:
—Señorita Fremont, ¿dónde nació
usted?
—Aquí, en San Francisco, en Pacific
Avenue.
La respuesta pareció decepcionar a
Boyer, que preguntó:
—¿Y su hermano?
—También aquí, en San Francisco.
La decepción se hizo más profunda
en la expresión del joven fiscal del
distrito, y, cuando volvió a hablar, su
voz traslucía poca esperanza.
—¿Su madre también era actriz,
artista de variedades?
La chica negó con la cabeza.
—Era maestra. ¿Por qué?
La explicación de Boyer iba dirigida
a Guild.
—Estaba pensando en el matrimonio
de Wynant en París.
El hombre oscuro asintió.
—Fremont es demasiado mayor.
Solo es diez o doce años más joven que
Wynant —sonrió sin mala fe—. ¿Quiere
otra idea para especular? Fremont y la
chica muerta tienen las mismas iniciales:
C. F.
Elsa Fremont se echó a reír.
—Todavía
más
—dijo—.
Celebraban el cumpleaños el mismo día,
el veintisiete de mayo, aunque, por
supuesto, Charley es mayor.
Guild sonrió al oír este dato
mientras los ojos del fiscal se llenaban
de preocupación.
El hombre oscuro miró su reloj.
—¿Le dijo su hermano cuánto
tiempo iba a estar en Hell Bend? —
preguntó.
—No.
Guild se dirigió a Boyer:
—¿Por qué no llama para ver si está
allí? Si está, pídale que nos espere. Si
se ha ido, lo esperaremos nosotros a él
aquí.
El fiscal del distrito se levantó de su
silla, pero, antes de que hablara, la
chica le preguntó con inquietud:
—¿Quieren ver a Charley por algo
en especial? ¿No es nada de lo que yo
pueda informarles?
—Ya nos ha dicho que no sabe nada
—dijo Guild—. Queremos información
sobre Laura Porter.
—Ah —dijo, y parecía menos
preocupada.
—Su hermano conoce a Frank
Kearny, ¿no es así? —preguntó Guild.
—Sí, sí. Por eso trabajo en su local.
—¿Hay por aquí algún teléfono que
podamos usar?
—Claro —se levantó y abrió una
puerta que daba a la habitación contigua.
Cuando el fiscal del distrito salió, Elsa
cerró la puerta a su espalda, volvió a su
sitio en el sofá, al lado de Guild, y
preguntó—: ¿Han sabido alguna otra
cosa, además de que se hiciera llamar
Laura Porter y tuviera el apartamento?
—Cosas sueltas —dijo Guild—,
pero, antes de atar cabos, es demasiado
pronto para decir lo que significan. No
le he preguntado si Kearny y Wynant se
conocen, ¿verdad?
Negó rotundamente con la cabeza.
—Si se conocen, yo no lo sé. No lo
sé. Le estoy diciendo la verdad, señor
Guild.
—Estupendo, pero a Wynant lo
vieron entrar en el Manchu.
—Lo sé, pero… —interrumpió la
frase con un estremecimiento. Se acercó
más a Guild—. ¿No pensará que Charley
ha hecho algo que no debería haber
hecho, verdad?
La expresión de Guild demostraba
tranquilidad.
—No le mentiré —dijo—. Creo que
todos los que están relacionados con el
caso han hecho algo que no deberían.
La chica hizo una mueca de
impaciencia.
—Creo que está tratando de
confundir las cosas, según le conviene
—dijo—. Así parecerá que hace algo,
aunque sea incapaz de encontrar a
Wynant. ¿Por qué no lo encuentra? —su
voz se iba elevando—. Es lo que tiene
que hacer. ¿Por qué no lo encuentra, en
vez de molestar a todo el mundo? Él es
el único que ha hecho algo. La mató e
intentó matar a Charley, y es la única
persona que usted busca. No yo, ni
Charley, ni Frank. Es Wynant.
Guild se rio con indulgencia.
—Tal como usted lo dice, parece la
cosa más sencilla del mundo —dijo—, y
me gustaría que acertara.
A la chica se le pasó la indignación.
Apoyó la mano en la mano de Guild. Los
ojos le brillaban, asustados.
—No hay nada más, ¿verdad? —
preguntó—. ¿Algo que no sepamos?
Guild, con la mano que tenía libre,
le dio unas palmadas en el dorso de la
mano.
—Hay… —le aseguró con voz
agradable—. Hay muchas cosas que
ninguno de nosotros sabe y las que
sabemos no tienen sentido.
—Entonces…
El fiscal del distrito abrió la puerta,
sin llegar a entrar. Estaba pálido y
sudoroso.
—Fremont no está en Hell Bend —
dijo, desorientado—. No ha ido.
—¡Dios mío! —murmuró Elsa
Fremont.
VIII
La noche caía entre las montañas cuando
Guild y Boyer llegaron a Hell Bend. El
fiscal del distrito condujo directamente
al pueblo.
—Vamos a ver a Ray —dijo—.
Volveremos a casa de Wynant más tarde,
si quiere.
—Muy bien —dijo Guild—.
Fremont podría estar allí.
—No, si subió a ver el cadáver. Está
en la funeraria de Schumach.
—¿Mañana es la instrucción
judicial?
—Sí, a menos que haya alguna razón
para suspenderla.
—Que yo sepa no hay ninguna —
dijo Guild, y miró oblicuamente a Boyer
—. ¿Procurará que en la instrucción
salga a relucir lo menos posible?
—Ah, sí.
Habían llegado a Hell Bend, y
circulaban entre desperdigadas casas de
campo hacia luces que brillaban a lo
largo de los raíles del tren, pero, antes
de alcanzar la vía, doblaron a la derecha
y se detuvieron frente a una casa
cuadrada y pequeña, con las luces
encendidas, suaves tras las persianas
amarillas.
Callaghan, el huesudo ayudante del
sheriff, les abrió la puerta.
—Hola, Bruce —le dijo al fiscal. A
Guild lo saludó con la cabeza, por
educación, sin afecto.
Pasaron al interior, a una habitación
de muebles baratos donde tres hombres,
sentados a una mesa, jugaban al poker.
Un pastor alemán permanecía atento en
un rincón. Boyer se dirigió a los tres
hombres para presentarles a Guild
mientras el ayudante del sheriff se
sentaba y cogía sus cartas.
Uno de los jugadores —delgado,
encorvado, viejo, con el pelo y el bigote
blancos— era el padre de Callaghan.
Otro —bajo y fuerte, de anchas cejas
sobre unos ojos claros y muy separados,
quemado por el sol, con la piel casi tan
oscura como Guild— era Ross Lane. El
tercero
—pequeño,
pálido
y
absolutamente pulcro— era Schumach,
el dueño de la funeraria.
Boyer,
después
de
las
presentaciones, se dirigió a Callaghan:
—¿Estás seguro de que Fremont no
ha aparecido por aquí?
El ayudante del sheriff respondió sin
levantar la vista de las cartas.
—No ha aparecido por casa de
Wynant. King ha estado allí todo el día.
Y tampoco ha aparecido por el local de
Ben, para ver a la chica. ¿Adónde más
podría haber ido, si hubiera subido al
pueblo? —Puso una ficha en la mesa—.
Esta partida es mía.
Tenía dos reyes en la mano.
Schumach dio un golpe en la mesa y
dijo:
—No, señor, no apareció por aquí
para ver el corpus delicti.
Lane dejó sus cartas en la mesa,
boca abajo. El mayor de los Callaghan
puso una ficha y cogió la baraja.
—Tres cartas —pidió su hijo, y le
dijo a Boyer—: Puedes llamar a King, si
te parece.
Movió la cabeza para señalar al
teléfono, junto a la puerta.
Boyer miró inquisitivamente a
Guild, que dijo:
—¿Por qué no?
Guild le hizo una pregunta a Lane
mientras los otros tres hombres
apostaban y Boyer usaba el teléfono.
—¿Fue usted el que vio a Wynant
entrar en el Manchu?
—Sí. —Lane tenía voz de bajo,
tranquila.
—¿Nadie lo acompañaba?
—No —dijo Lane, seguro; luego
dudó, pensativo, y añadió—: A menos
que entraran antes que él. No lo creo,
pero es posible. Estaba entrando
precisamente cuando lo vi, y puede ser
que se hubiera entretenido para cerrar el
coche o sacar la llave o cualquier otra
cosa y que quien estuviera con él
hubiera entrado antes.
—¿Lo vio usted lo suficiente como
para estar seguro de que era él?
—En eso no me equivocaría nunca,
aunque solo lo hubiera visto de
espaldas. Mi casa está cerca de la suya,
y me temo que lo he visto mucho más
que la mayoría de la gente de por aquí,
y, además, alto y flaco, con esos
hombros altos y esa manera de andar tan
rara, es inconfundible. Y allí estaba su
coche.
—¿Se había afeitado ya el bigote o
todavía lo tenía? Lane abrió mucho los
ojos y se echó a reír.
—Dios mío, no tengo ni idea —dijo
—. He oído que se ha afeitado el bigote,
pero ni se me ocurrió pensar en eso. Ahí
me ha cogido. Wynant me daba la
espalda y como no le sobresaliera por
los lados o me asomara para mirarlo, yo
no podía verle el bigote. No recuerdo
habérselo visto, pero a lo mejor se lo vi
y ni me di cuenta. Si le hubiera visto la
cara sin bigote, por supuesto que me
habría dado cuenta, pero… En eso me
tiene cogido, hermano.
—¿Conoce bien a Wynant?
Lane tomó las cartas que le repartía
el joven Callaghan y sonrió.
—Bueno, me temo que nadie podría
decir que lo conoce bien.
Se apartó un poco para desplegar y
ver las cartas.
—¿Y a la Forrest la conocía bien?
La cara del ayudante del sheriff
empezó a ponerse roja. Le dijo un tanto
bruscamente al dueño de la funeraria:
—¿Vas?
El de la funeraria golpeó la mesa
con los nudillos y dijo que no iba.
Lane tenía doble pareja de seis y
cuatros. Dijo:
—Yo voy.
Puso una ficha, y contestó a la
pregunta del hombre oscuro:
—No sé exactamente a qué se
refiere. La conocía. Venía algunas veces
a verme entrenar a los perros cuando los
sacaba al campo, cerca de su casa.
Boyer había terminado de llamar por
teléfono y había ido a quedarse de pie al
lado de Guild.
—Ross cría y adiestra perros
policía —explicó.
El viejo Callaghan dijo:
—Espero que la chica no te largara
el cuento de que Ray era suyo.
Su voz era un gemido nasal.
El hijo tiró las cartas sobre la mesa.
Tenía la cara roja e hinchada. A voces,
en tono acusador, empezó a decir:
—Creo que yo sí tendría que
largarme a por…
—¡Ray! ¡Ray!
Una mujer con el pelo blanco, sucio,
vestida de un azul desteñido, se había
asomado desde la habitación contigua.
Regañaba al ayudante del sheriff:
—No deberías…
—Pues diles que dejen de
chismorrear sobre ella —dijo el
ayudante—. Era tan buena como
cualquiera y mucho mejor que la
mayoría de la gente que conozco.
Clavaba en la mesa una mirada
feroz.
En el silencio incómodo que siguió,
Boyer dijo:
—Buenas noches, señora Callaghan,
¿cómo está usted?
—No estamos mal —dijo—. ¿Cómo
está Lucy?
—Bien, como siempre, gracias. Le
presento al señor Guild, señora
Callaghan.
Guild
hizo
una
reverencia,
murmurando algún cumplido. La mujer
agachó la cabeza y retrocedió un paso.
—Si no sabéis jugar a las cartas sin
pelearos, quiero que lo dejéis —dijo a
su marido y a su hijo mientras se iba.
Boyer se dirigió a Guild:
—King, el ayudante que está de
guardia en casa de Wynant, dice que no
ha visto ni sombra de Fremont en todo el
día.
Guild miró su reloj.
—Ha tenido once horas para
aparecer por allí. O una ventaja de once
horas si ha tomado otra dirección.
El de la funeraria se apoyó en la
mesa.
—¿Cree usted que…?
—No sé —dijo Guild—. No sé
nada. Eso es lo asqueroso del asunto.
Que no sabemos nada.
—No hay nada que saber —dijo el
ayudante del sheriff quejumbrosamente
—, excepto que Wynant estaba celoso,
la mató y se largó y ustedes han sido
incapaces de encontrarlo.
Guild, mirando impávido al
Callaghan más joven, no dijo nada.
Boyer se aclaró la garganta.
—Bueno, Ray —empezó—, el señor
Guild y yo hemos encontrado algo más
que pruebas confusas en el…
El mayor de los Callaghan pinchó a
su hijo con un nudoso índice.
—¿Les has dicho lo del chico ese,
Smoot?
El ayudante del sheriff apartó
irritado el dedo de su padre.
—Eso no tiene nada que ver —dijo
—, y, además, ¿he tenido ocasión de
decir algo con toda la cháchara que
tenéis montada?
—¿Qué es? —preguntó con ansiedad
el fiscal.
—No tiene nada que ver. Solo es
que ese chico (puede que lo conozcas, el
hijo de Pete Smoot) recibió un telegrama
para Wynant y se lo subió a su casa.
Llegó allí a las dos y cinco. Anotó la
hora porque nadie abrió y tuvo que
echar el telegrama por debajo de la
puerta.
—¿Eso fue ayer al mediodía? —
preguntó Guild.
—Sí —respondió agriamente el
ayudante del sheriff—. Bueno, el chico
dice que el coche azul, el que la chica
trajo de la ciudad, estaba allí entonces, y
el de Wynant, no.
—¿Conocía el coche de Wynant? —
preguntó
Guild.
Desdeñando
ostentosamente a Guild, el ayudante del
sheriff dijo:
—Dice que allí no había ningún otro
coche, ni en el cobertizo ni fuera. Lo
hubiera visto, si hubiera estado allí. Así
que echó el telegrama por debajo de la
puerta, cogió su bicicleta y volvió a la
oficina de telégrafos. A la vuelta, por la
carretera, dice que vio a los Hopkins
que cortaban camino campo a través.
Habían estado comprando un traje para
Hopkins en la tienda de Hooper. El
chico dice que no lo vieron y estaban
demasiado lejos de la carretera para
decirles a gritos lo del telegrama. —La
cara del ayudante del sheriff volvía a
ponerse roja—. Si todo es verdad, y
creo que lo es, calculo que debieron de
llegar a la casa sobre las dos y veinte,
en ningún caso antes de esa hora. —
Cogió las cartas y empezó a barajarlas,
aunque ya las había repartido en la mano
anterior—. Ya ven, eso ni cuenta, ni nos
sirve para nada.
Guild había acabado de encender un
cigarro. Le preguntó a Callaghan antes
de que Boyer pudiera hablar:
—¿Qué cree usted? ¿La chica estaba
sola y no le abrió al chico porque estaba
haciendo el equipaje a toda prisa, antes
de que Wynant llegara a la casa, o
porque estaba ya muerta?
Boyer, en un tono de absoluta
sorpresa, empezó a decir:
—Pero los Hopkins dijeron que…
Guild dijo:
—Espere. Deje que Callaghan
responda.
Callaghan dijo con la voz ronca de
rabia:
—Deje que Callaghan responda si
Callaghan quiere, y da la casualidad de
que no quiere. ¿Qué le parece? —Miró
desafiante a Guild—. No tengo nada que
ver con usted —añadió, y miró
desafiante a Boyer—. Usted no tiene
nada que ver conmigo. Soy ayudante del
sheriff y Petersen es mi jefe. Diríjase a
él para lo que necesite. ¿Entendido?
La cara oscura de Guild permanecía
impasible. Su voz, también.
—No es usted el primer ayudante de
sheriff que ha intentado pasar a la
historia por ocultar información. —
Empezó a llevarse el cigarrillo a los
labios, volvió a bajarlo, y dijo—: Usted
recibió la llamada de los Hopkins, fue el
primero en acudir al lugar de los hechos,
¿no? ¿Qué encontró que se ha reservado
para usted?
Callaghan se puso en pie. Lane y el
dueño de la funeraria se levantaron
inmediatamente de sus asientos.
Boyer dijo:
—Esperen, señores. Es absurdo que
nos peleemos.
Guild, sonriendo, se dirigió al
ayudante del sheriff como si no pasara
nada.
—No está usted en una situación
precisamente agradable, Callaghan. Se
moría por la chica. Probablemente se
pondría tan celoso como Wynant al oír
que se iba con Fremont. Y tiene la
sangre caliente, como un niño. ¿Dónde
estaba usted ayer a las dos de la tarde?
Callaghan, mascullando maldiciones
ininteligibles, arremetió contra Guild.
Lane y el de la funeraria se
interpusieron rápidamente entre los dos
hombres, forcejeando con el ayudante
del sheriff. Lane volvió la cabeza para
darle una orden apaciguadora al perro
que rugía en un rincón. El mayor de los
Callaghan no se levantó, pero se inclinó
sobre la mesa para lanzar quejumbrosos
reproches a su hijo, que le daba la
espalda. La señora Callaghan irrumpió
en la habitación y empezó a regañar a su
hijo.
Boyer, nervioso, le dijo a Guild:
—Creo que es mejor que nos
vayamos.
Guild se encogió de hombros.
—Como usted diga, aunque me
gustaría saber qué hacía Callaghan ayer
a primera hora de la tarde.
Pasó tranquilamente la mirada por la
habitación y siguió a Boyer hacia la
puerta de la calle.
Fuera, el fiscal del distrito exclamó:
—¡Santo Dios! ¡No creerá que Ray
la mató!
—¿Por qué no? —Guild lanzó al
asfalto, en un amplio arco rojo, lo que
quedaba del cigarro—. No lo sé.
Alguien la mató, y le diré un secreto:
que me jodan si creo que fue Wynant.
IX
Hopkins y un hombre alto, más joven y
con bigote pelirrojo, salían de la casa de
Wynant cuando Boyer detuvo el coche
ante la puerta.
El fiscal del distrito se apeó,
diciendo:
—Buenas noches, señores.
Y, señalando al del bigote pelirrojo,
le dijo a Guild:
—Señor Guild, le presento a King,
ayudante del sheriff. El señor Guild —
explicó— trabaja conmigo.
El ayudante del sheriff asintió,
mirando de arriba abajo al hombre
oscuro.
—Sí —dijo—, he oído hablar de él.
Buenas, señor Guild.
El saludo con la cabeza de Guild iba
destinado a Hopkins y a King.
—¿No hay señales de Fremont
todavía? —preguntó Boyer.
—No.
Guild habló:
—¿La señora Hopkins sigue arriba?
—Sí, señor —dijo su marido—.
Está cosiendo.
Los cuatro hombres entraron en la
casa.
La señora Hopkins, que, sentada en
una mecedora, le hacía el dobladillo a
un pañuelo de lino crudo, empezó a
levantarse, pero se sentó otra vez,
saludando a los que llegaban, cuando
Boyer dijo:
—No se levante. Cogeremos sillas.
Guild no se sentó. De pie, junto a la
puerta, encendió un cigarrillo mientras
los otros cogían sillas. Luego se dirigió
a los Hopkins:
—Ustedes nos dijeron ayer que eran
más o menos las tres de la tarde cuando
Columbia Forrest volvió de la ciudad.
—No, no, señor —la señora dejó la
costura sobre sus rodillas—. O por lo
menos no fue eso lo que quisimos decir.
Lo que dijimos fue que serían más o
menos las tres cuando los oímos…
cuando oímos a Wynant pelearse.
Pueden preguntarle al señor Callaghan
qué hora era cuando lo llamamos y…
—Les estoy preguntando a ustedes
—dijo Guild en un tono amable—.
¿Estaba ella aquí cuando ustedes
volvieron del pueblo, de comprar el
traje, a las dos y veinte?
La mujer lo miró con ojos miopes y
nerviosos a través de las gafas.
—Bueno, sí, señor, sí estaba, si era
esa hora. Yo creía que era más tarde,
señor Guild, pero, si usted dice que era
esa hora, me figuro que es porque lo
sabe, aunque ella acabaría de llegar a
casa.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella lo dijo. Nos llamó desde el
piso de arriba para ver si habíamos
llegado y dijo que hacía un minuto que
había vuelto.
—¿Había un telegrama bajo la
puerta cuando ustedes entraron?
Los
Hopkins
se
miraron
sorprendidos y movieron la cabeza al
unísono.
—No —dijo el hombre.
—¿Él estaba aquí?
—¿El señor Wynant?
—Sí. ¿Estaba aquí cuando ustedes
llegaron?
—Sí, creo que sí.
—¿No lo sabe?
—Bueno… —la mujer miró a su
marido con expresión suplicante—.
Estaba aquí cuando los oímos pelearse
no mucho después, así que debía de
estar…
—¿O llegó después de que ustedes
volvieran?
—No, no lo vimos llegar.
—¿Lo oyeron?
Negó con la cabeza, rotunda.
—No, señor.
—¿Estaba su coche aquí cuando
volvieron ustedes?
La mujer empezó a decir sí, se
detuvo,
miró
a
su
marido
inquisitivamente. Su cara redonda
mostraba confusión e inquietud.
—Nosotros… No nos dimos cuenta
—balbuceó.
—¿Lo habrían oído llegar en el
coche si hubieran estado aquí?
—No lo sé, señor Guild. Creo que…
No lo sé. Si yo hubiera estado en la
cocina con el grifo abierto… Y como
Willie, el señor Hopkins, quiero decir,
tampoco oye mucho… Puede ser que…
Guild le dio la espalda y se dirigió
al fiscal del distrito.
—Lo que cuentan es absurdo. Si yo
fuera usted, los metería en chirona y los
acusaría de asesinato.
Boyer lo miró boquiabierto. Hopkins
se puso amarillo. Su mujer se inclinó
sobre la costura y se echó a llorar. King
miró al hombre oscuro como si fuera una
cosa rara que se ve por primera vez.
El fiscal del distrito fue el primero
en hablar.
—Pero… ¿por qué?
—Usted no les cree, ¿verdad? —
preguntó Guild con tono divertido.
—No sé. Yo…
—Si de mí dependiera, los
encerraría —dijo Guild muy afable—,
pero, si quiere esperar a que
localicemos a Wynant, estupendo.
Necesito más muestras de la caligrafía
de Wynant y la chica.
Se volvió hacia los Hopkins y
preguntó con indiferencia:
—¿Quién era Laura Porter?
El nombre parecía no decirles nada.
Hopkins negó con la cabeza, como
atontado. Su mujer no dejó de llorar.
—No pensaba que pudieran saberlo
—dijo Guild—. Vamos arriba a por esas
muestras de garabatos, Boyer.
La cara del fiscal del distrito,
mientras subía las escaleras con Guild,
era un teatro donde la angustia
interpretaba el papel principal. Clavaba
en el hombre oscuro una mirada de
preocupación y súplica.
—Quiero que me diga por qué cree
que Wynant no lo hizo —dijo con voz
aduladora—, y por qué piensa que Ray y
los Hopkins están mezclados en el
asunto —hizo un gesto de desesperación
con las manos—. ¿Qué es lo que
verdaderamente piensa, Guild? ¿De
verdad sospecha de esa gente?…
La cara se le encendió bajo la
mirada firme e impenetrable del hombre
oscuro. El fiscal bajó los ojos.
—Sospecho de todo el mundo —
dijo Guild con una voz desprovista de
emoción—. ¿Dónde estaba usted ayer
entre las dos y las tres de la tarde?
Boyer se sobresaltó y sus rasgos
juveniles reflejaron el susto. Luego se
echó a reír tímidamente y dijo:
—Sí, supongo que tiene razón. Me
gustaría que comprendiera, Guild, que,
si insisto en mis preguntas, no es porque
crea que ha perdido el norte, sino
porque considero que usted sabe mucho
más que yo sobre esta clase de asuntos.
Guild estaba en San Francisco a las
dos de la mañana. Fue directo al
Manchu.
Elsa Fremont estaba cantando
cuando Guild salió del ascensor. La
chica llevaba un vestido de tafetán —
corpiño ceñido y amplia falda—, con
grandes rosas rojas estampadas sobre
fondo azul pálido, y dos broches de
pedrería falsa que sostenían en su sitio
un fajín exuberante. En la canción que
interpretaba, un verso se repetía y se
repetía: «¡Boom, túmbalo, túmbalo!».
Acabó el segundo bis, y se acercaba
a la mesa de Guild cuando dos hombres
y una mujer y otra mesa que se interpuso
en su camino la entretuvieron, y pasaron
diez minutos o más antes de que Guild y
ella se reunieran. Su mirada era
sombría, y la cara y la voz reflejaban su
nerviosismo.
—¿Ha encontrado a Charley?
Guild, de pie, dijo:
—No. No fue a Hell Bend.
Se sentó. Le daba vueltas a un
pañuelo que llevaba en la muñeca como
un brazalete, se mordía los labios,
arrugaba la frente.
El hombre oscuro se sentó y
preguntó:
—¿Creía usted que iría a Hell Bend?
La chica sacudió la cabeza con
indignación.
—Ya le dije que sí. ¿Nunca cree
nada de lo que le dicen?
—Algunas veces, sí, y me equivoco
—dijo Guild. Golpeó un cigarrillo en la
mesa—. Haya ido a donde haya ido,
lleva un coche nuevo y un día de
ventaja.
Elsa Fremont puso de repente las
manos sobre la mesa, las palmas
extendidas en actitud de súplica.
—¿Pero por qué iba a querer ir a
otro sitio?
Guild le miraba las manos.
—No lo sé, pero fue —se inclinó
más sobre las manos, como si estudiara
sus líneas—. ¿Está Frank Kearny?
¿Puedo hablar con él?
La chica emitió una risilla gutural.
—Sí.
Dejando las manos en el aire, como
si reposaran sobre la mesa, volvió la
cabeza y captó la atención de un
camarero que pasaba.
—Lee, dile a Frank que venga.
Miró otra vez al hombre oscuro, con
algo de curiosidad.
—Le dije que usted quería verlo.
¿Hice bien?
Guild seguía estudiando sus palmas.
—Sí,
por
supuesto
—dijo
alegremente—. Eso le habrá dado
tiempo para pensar.
Elsa Fremont se rio otra vez y retiró
las manos de la mesa.
Un hombre se acercó. Medía más de
un metro ochenta, pero la anchura de los
hombros le hacía parecer más bajo.
Tenía la cara ancha y carnosa, los ojos
pequeños, los labios grandes y gordos,
y, al sonreír, exhibía unos dientes
torcidos y desiguales. Andaba entre los
treinta y cinco y los cuarenta y cinco
años.
—Frank, te presento al señor Guild
—dijo Elsa Fremont.
Kearny alargó la mano derecha con
estudiada efusividad.
—Encantado de conocerle, Guild.
Se dieron la mano y Kearny se sentó.
La orquesta tocaba «El amor es así»
para los que bailaban.
—¿Conoce a Laura Porter? —
preguntó Guild a Kearny.
El propietario movió la fea cabeza.
—Nunca he oído hablar de ella. Elsa
me lo preguntó.
—¿Conocía a Columbia Forrest?
—No. Todo lo que sé es que es la
chica a la que mataron en Whitfield
County, y lo sé por los periódicos y por
Elsa.
—¿Conoce a Wynant?
—No, y, si alguien lo vio entrar
aquí, todo lo que tengo que decir es que,
si no entraran aquí montones de gente a
la que no conozco, me arruinaría.
—Todo eso está muy bien —dijo
Guild en tono agradable—, pero
tenemos esto: cuando Columbia Forrest
abrió una cuenta hace siete meses bajo
el nombre de Laura Porter, usted fue una
de las referencias que dio al banco.
Kearny no se inmutó.
—Pues podría ser, claro que sí —
dijo—, pero eso no significa que yo la
conozca.
Con un brazo muy largo paró a un
camarero.
—Dile a Sing que te dé una botella y
trae también ginger ale —volvió a
dedicarle a Guild toda su atención—.
Mire, Guild, mi negocio es un tugurio.
Suponga que alguien del ayuntamiento
que puede alegrarme o amargarme la
vida, o alguien que se gasta aquí su
dinero, viene y me dice que tiene un
amigo, o una amante, que está buscando
trabajo o quiere abrir una cuenta o
necesita un avalista para una fianza.
¿Pueden usar mi nombre? Por supuesto,
qué cojones. Pasa todos los días.
Guild asintió.
—Claro. Muy bien, ¿quién le pidió
que ayudara a Laura Porter?
—¿Hace siete meses? —Kearny hizo
un gesto de burla—. ¡Qué estupenda
oportunidad para ejercitar la memoria!
A lo mejor ni siquiera entonces oí ese
nombre.
—A lo mejor, sí. Intente recordar.
—No, imposible —insistió Kearny
—. Ya lo intenté cuando Elsa me dijo
que usted quería verme.
Guild dijo:
—El otro nombre que dio como
referencia fue Wynant. ¿Le sirve esto de
ayuda?
—No. No lo conozco, ni conozco a
nadie que lo conozca.
—Charley Fremont lo conocía.
Kearny movió despreocupadamente
sus anchos hombros.
—No lo sabía —dijo.
Llegó el camarero, le tendió al
propietario una botella opaca, de a litro,
puso vasos con hielo en la mesa, y
empezó a abrir botellas de ginger ale.
Elsa Fremont dijo:
—Ya le dije que no creía que Frank
supiera nada.
—Sí —dijo el hombre oscuro—, y
ahora me lo ha dicho él. —Adoptó una
expresión solemnemente pensativa—.
Me alegro de que no la contradiga.
Elsa lo miró fijamente mientras
Kearny servía whisky y el camarero
añadía a los vasos ginger ale.
El propietario, tapando otra vez la
botella con un golpe de la palma de la
mano, preguntó:
—¿Piensa usted que el tipo ese,
Wynant, sigue rondando por San
Francisco?
Elsa, en voz baja, ronca, dijo:
—¡Tengo miedo! Ya ha intentado
matar a Charley. ¿Dónde…? —puso la
mano en la muñeca de Guild—. ¿Dónde
está Charley?
Antes de que Guild respondiera,
Kearny le dijo:
—Estaría bien que cantaras algo de
vez en cuando, teniendo en cuenta toda
la pasta que ganas.
La siguió con la vista mientras se
dirigía a la pista de baile, y le dijo a
Guild:
—La niña está preocupada. ¿Cree
que le ha pasado algo a Charley? ¿O
tenía razones para largarse?
—¡Mira que pregunta cosas la gente!
—dijo Guild, y bebió un trago.
El propietario cogió su vaso.
—La gente pierde cantidades
enormes
de
tiempo
—dijo
reflexivamente— en cuanto se le ocurre
que la gente que no sabe nada sabe algo
—se llevó de repente el vaso a los
labios, vació en su garganta la mayor
parte del contenido, dejó el vaso otra
vez, y se secó la boca con el dorso de la
mano—. Usted metió en la cárcel a un
amigo mío hace un par de meses. A
Deep Ying.
—Me acuerdo —dijo Guild—. Era
el más gordo de los tres chinos que
intentaban propagar la guerra de los
Tong, incluyendo el atraco a un banco
japonés.
—Probablemente había una manera
Tong de ver el asunto, con armas por
medio y esas cosas.
—Probablemente —dijo el hombre
oscuro con indiferencia, y volvió a
beber.
Kearny dijo:
—Su hermano está aquí en este
momento.
Algo de la indiferencia de Guild
desapareció.
—¿También participó en el golpe?
El propietario se echó a reír.
—No —dijo—, pero uno nunca sabe
lo unidos que pueden estar dos hermanos
y he pensado que a usted le gustaría
averiguarlo.
El hombre oscuro pareció sopesar
detenidamente esta afirmación. Luego
dijo:
—En ese caso, a lo mejor usted
puede decirle que me lo explique.
—Por supuesto. —Kearny se levantó
sonriendo, alzó una mano y se sentó.
Elsa Fremont estaba cantando «Kitty,
la de Kansas City».
Un chino regordete, de cara redonda,
lisa y alegre, se acercó, esquivando
mesas, a la mesa. Podía andar por los
cuarenta, su estatura era inferior a la
media y, aunque su traje, gris, era de
buena calidad, no le sentaba bien. Se
detuvo junto a Kearny y dijo:
—¿Cómo estás, Frank?
El propietario dijo:
—Señor Guild, quisiera presentarle
a un amigo mío, Deep Kee.
—Soy su amigo, seguro que sí.
El chino, con una amplia sonrisa,
inclinó enérgicamente la cabeza ante
Guild y Kearny.
Guild dijo:
—Kearny me ha dicho que usted es
el hermano de Deep Ying.
—Seguro que sí —los ojos de Deep
Kee brillaron alegremente—. He oído
hablar de usted, señor Guild. El
detective «Número Uno». Usted trincó a
mi hermano. Se la jugó a mi hermano.
Seguro que sí.
Guild asintió y dijo solemnemente:
—No se la jugué. No lo trinqué.
Seguro que no.
El chino se rio con ganas.
Kearny dijo:
—Siéntate y tómate una copa.
Deep Kee se sentó ofreciéndole una
sonrisa radiante a Guild, que encendía
un cigarrillo, mientras el propietario
sacaba la botella de debajo de la mesa.
Una mujer, en la mesa de al lado,
estaba diciendo con gran oratoria:
—Puedo decir en todo momento
cuándo me estoy emborrachando porque
se me pone tirante la piel de la frente,
pero eso no me ayuda en absoluto
porque en ese momento estoy demasiado
borracha para que me importe si me
estoy emborrachando o no.
Elsa Fremont estaba terminando su
canción. Guild le preguntó a Deep Kee:
—¿Conoce a Wynant?
—No, lo siento.
—Un hombre delgado, alto, que
solía llevar bigote antes de que se lo
afeitara. —Guild continuó—. Ha matado
a una mujer en Hell Bend.
El chino, sonriendo, movió la cabeza
de lado a lado.
—¿No ha estado nunca en Hell
Bend?
El chino sonriente siguió moviendo
la cabeza de lado a lado.
Kearny dijo, divertido:
—Deep Kee es un asesino de
primera clase, Guild. Nunca aceptaría
un trabajo en el medio rural.
Deep Kee se echó a reír con gran
alegría.
Elsa Fremont se acercó a la mesa y
se sentó. Parecía cansada y bebió
ansiosamente de su vaso.
El chino, sonriendo, haciendo una
reverencia, dejó la copa casi intacta y se
fue.
Kearny, mirándolo, le dijo a Guild:
—Es un buen chico, si le caes bien.
—¿Es un pistolero Tong?
—No lo sé. Lo conozco bastante
bien, pero eso no lo sé. Ya sabe usted
cómo son.
—No lo sé —dijo Guild.
Había empezado una pelea en el otro
extremo del salón. Dos hombres, de pie,
se insultaban con una mesa por medio.
Kearny se giró en la silla para
observarlos un momento. Luego
refunfuñó:
—¿Dónde se creen esos mierdas que
están?
Se levantó y fue a su encuentro.
Elsa Fremont miraba su vaso,
taciturna. Guild vio cómo Kearny iba a
la mesa de los dos hombres que
discutían, los tranquilizaba y se sentaba
con ellos.
La mujer que había hablado sobre la
tirantez de la piel de la frente ahora
decía en el mismo tono:
—Una actriz de carácter… Es el
pretexto de siempre. Es exactamente el
mismo tipo de actriz de carácter que yo
era. Hace papeles insignificantes…
cuando puede.
Elsa Fremont, sin dejar de mirar
fijamente su vaso, murmuró:
—Tengo miedo.
—¿De qué? —preguntó Guild como
si no le interesara demasiado.
—De Wynant, de lo que podría… —
levantó la mirada, angustiada y sombría
—. ¿Le ha hecho algo a Charley, señor
Guild?
—No lo sé.
Elsa puso un puño apretado sobre la
mesa y exclamó con rabia:
—¿Por qué no hace algo? ¿Por qué
no encuentra a Wynant? ¿Por qué no
encuentra a Charley? ¿No tiene sangre
en las venas, ni corazón, ni entrañas?
¿No puede hacer otra cosa que no sea
estar ahí sentado como un…? —se
interrumpió con un sollozo. La expresión
de rabia desapareció y los dedos que
habían estado cerrados se abrieron
suplicantes—. Yo… Lo siento… No
quería decir… Pero, por favor, señor
Guild, estoy tan…
Bajó la cabeza y se mordió el labio
inferior. Guild, impasible, dijo:
—Eso está muy bien.
Un hombre se levantó tambaleante
de una mesa próxima y se colocó detrás
de la silla de Elsa. Le puso una mano
gorda en el hombro y dijo:
—Vamos, vamos, cariño. —Le habló
a Guild—: No puedes molestar así a
esta chica. No puedes. Debería darte
vergüenza… Un hombre de tu tamaño.
—Se echó bruscamente hacia delante
para mirar detenidamente la cara de
Guild—: Dios mío, yo creo que eres
mulato. Estoy seguro.
Elsa, moviéndose bajo la gorda
mano de borracho, le soltó al hombre un
«Déjenos en paz». Guild no dijo nada.
El gordo, vacilante, miró a uno y a otro
hasta que un hombre algo menos
borracho,
mascullando
disculpas
ininteligibles, fue y se lo llevó.
Elsa miró humildemente al hombre
oscuro.
—Voy a decirle a Frank que me voy
—dijo con una vocecilla cansada—.
¿Puede llevarme a casa?
—Por supuesto.
Se levantaron y se dirigieron a la
puerta. Kearny estaba junto al ascensor.
—No me siento en condiciones de
trabajar esta noche, Frank —le dijo la
chica—. Lo dejo.
—Muy bien —dijo Kearny—.
Tómate algo caliente y una aspirina. —
Le tendió la mano a Guild—: Encantado
de conocerle. Déjese caer por aquí de
vez en cuando. Y dígame cualquier cosa
que pueda hacer por usted. ¿Va a llevar
a la niña a casa? ¡Estupendo! Sed
buenos.
X
Elsa Fremont era una figura oscura al
lado de Guild, en el taxi que los subía
hacia Nob Hill, al oeste. Sus ojos
brillaron a la luz de una farola. Tomó
aire y preguntó:
—Piensa que Charley ha huido,
¿verdad?
—Es probable —dijo Guild—, pero
a lo mejor está en casa cuando
lleguemos.
—Así lo espero —dijo Elsa, muy
seria—. Así lo espero, aunque… Tengo
miedo.
Guild la miró oblicuamente.
—Ya lo ha dicho antes. ¿Es miedo a
que le pase algo a Charley o a que le
pase algo a usted?
Elsa se estremeció.
—No lo sé. Solo tengo miedo —
apoyó la mano en la de Guild,
preguntando quejumbrosamente—: ¿No
van a coger a Wynant?
—Tiene la mano fría —dijo Guild.
Retiró la mano. La voz no era alta,
pero la intensidad la volvía estridente.
—¿No es usted humano? —preguntó
—. ¿Siempre es así, o es una pose? —
Se retiró a una esquina del taxi—. ¿Es
usted un cadáver asqueroso?
—No lo sé —dijo el hombre oscuro.
Parecía un poco confundido—. No sé lo
que quiere decir.
Elsa no volvió a hablar, y
permaneció enfurruñada en su esquina
hasta que el taxi llegó a la casa. Guild,
sentado cómodamente, fue fumando
hasta que el taxi se detuvo. Entonces se
apeó y dijo:
—Me entretendré lo justo para ver si
está en casa.
La chica cruzó la acera y abrió la
puerta mientras Guild le pagaba al
chófer. Había entrado, dejando la puerta
abierta, cuando Guild subía los
peldaños del portal. La siguió al
interior. Había encendido las luces de la
planta baja y, al pie de las escaleras,
llamó:
—¡Charley!
No hubo respuesta.
Lanzó
una
exclamación
de
impaciencia y subió corriendo las
escaleras. Cuando volvió a bajar, se
movía como si estuviera muy cansada.
—No está —dijo—. No ha venido.
Guild asintió. Aparentemente no
estaba decepcionado.
—La llamaré cuando me despierte
—dijo, camino de la puerta de la calle
—, o si tengo noticias suyas.
La chica se apresuró a contestar:
—No se vaya todavía, por favor, a
menos que tenga algo que hacer. Yo
no… Me gustaría que se quedara un
momento.
—Muy bien —dijo Guild, y pasaron
a la sala de estar. Cuando Elsa se hubo
quitado el abrigo, lo dejó a solas unos
minutos, fue a la cocina y volvió con
whisky escocés, hielo, limones, vasos y
un sifón. Se sentaron en el sofá con
vasos en la mano. Entonces, mirándolo
con curiosidad, Elsa Fremont dijo:
—Repito lo que dije en el taxi. ¿Es
usted humano? ¿No existe manera de
llegar a usted, de llegar a lo que
verdaderamente tenga en su interior?
Creo que es la persona más… —arrugó
la frente, eligiendo las palabras—…
más inaccesible e irreal que he conocido
en mi vida. Intentar tener un auténtico
contacto con usted es como intentar
coger un puñado de humo.
Guild, que había escuchado con
atención, asintió.
—Creo que sé lo que quiere decir.
Es una ventaja cuando estoy trabajando.
—No le pregunto eso —protestó
Elsa, moviendo el vaso en la mano,
impaciente—. Le pregunto si esa es su
verdadera forma de ser o si solo simula.
Guild sonrió y movió la cabeza sin
comprometerse.
—Eso no es una sonrisa —dijo la
chica—. Es fingida.
Se inclinó hacia él en un movimiento
rápido y lo besó, manteniendo su boca
en su boca durante un tiempo
considerable. Cuando despegó los
labios, sus pequeños ojos verdes
examinaron la cara de Guild con
detenimiento. Elsa hizo una mueca.
—Ni siquiera eres un cadáver: eres
un fantasma.
Guild dijo amablemente:
—Estoy trabajando —y bebió un
trago.
Elsa se puso roja.
—¿Piensa que estoy tratando de
conquistarlo? —preguntó con calor.
Guild se rio.
—Me gustaría, sí, pero no me he
referido a eso.
—No le gustaría —dijo Elsa—. Le
daría miedo.
—Uh,
uh —exclamó
Guild,
tontamente—. Estoy trabajando. Me
sería más fácil manejarla.
No respondió a la broma la cara de
Elsa, que dijo pacientemente, con
gravedad:
—Con que me escuchara y creyera
cuando le digo que no sé más que usted,
sería bastante. Está desperdiciando su
tiempo, cuando lo que debería hacer es
buscar a Wynant. No sé nada. Charley no
sabe nada. Los dos le diríamos lo que
supiéramos. Ya le hemos dicho todo lo
que sabemos. ¿Por qué no me cree
cuando se lo digo?
—Lo siento —dijo Guild, como si
no tuviera importancia—. Eso es
absurdo. —Miró el reloj—. Son más de
las cinco. Es mejor que me vaya.
Elsa Fremont tendió una mano para
detenerlo, pero, en vez de hablar, miró
fija y pensativamente al pañuelo que le
envolvía la muñeca y movió los labios.
Guild encendió otro cigarro y esperó
sin ningún signo de impaciencia.
Entonces Elsa encogió los hombros
desnudos y dijo:
—Esto no es importante —volvió la
cabeza para mirar a su espalda, nerviosa
—, pero querría… ¿querría hacerme un
favor antes de irse? Vea la casa y
compruebe que todo está bien. Estoy
nerviosa, trastornada.
—Claro —dijo Guild, servicial, y
añadió, insinuante—: Si no tiene nada
que contarme, la próxima vez nos irá
mejor.
—No, no tengo nada que contar. Ya
se lo he dicho todo.
—Muy bien. ¿Tiene una linterna?
Asintió y le trajo una de la
habitación de al lado.
Cuando Guild volvió a la sala de
estar, Elsa Fremont seguía donde la
había dejado. Lo miró a la cara y la
angustia desapareció de sus ojos.
—Era una tontería por mi parte, pero
quiero darle las gracias.
Guild dejó la linterna en la mesa y
buscó sus cigarrillos.
—¿Por qué me ha pedido que mire?
Elsa
sonrió,
avergonzada,
y
murmuró:
—Ha sido una tontería.
—¿Por qué me ha traído a su casa?
Lo miró fijamente con ojos en los
que despertaba el miedo.
—¿Qué quiere decir? ¿Hay…?
Guild asintió.
—¿Qué es? —exclamó Elsa—. ¿Qué
ha encontrado?
—He encontrado algo en el sótano.
La chica se llevó la mano a la boca.
—Su hermano —concluyó Guild.
—¿Qué dice? —Elsa Fremont gritó.
—Está muerto.
—¿Lo han matado? —la mano sobre
la boca amortiguaba la voz.
Guild asintió.
—Suicidio, o eso parece. La pistola
podría ser la misma que mató a la chica.
La… —se interrumpió y la cogió por el
brazo cuando intentaba apartarlo para
alcanzar la puerta—. Espere. Habrá
tiempo de sobra para que lo vea. Quiero
hablar con usted.
Elsa se quedó inmóvil, mirándolo
fijamente con los ojos muy abiertos, sin
comprender.
—Y quiero que usted hable conmigo.
No daba señales de oírlo.
—Su hermano mató a Columbia
Forrest, ¿no es así?
Elsa Fremont seguía mirándolo sin
entender, y apenas movió los labios.
—Está loco, loco —murmuró con
voz plana, cansada.
Guild todavía la sujetaba por el
brazo. Se pasó la punta de la lengua por
los labios y preguntó en un tono bajo y
persuasivo:
—¿Cómo sabe que no la mató?
Elsa empezó a temblar.
—No hubiera podido —gritó. La
vida había vuelto a sus ojos y a su cara
—. No hubiera podido.
—¿Por qué?
Liberó el brazo, con una sacudida,
de la mano de Guild, y se encaró con él.
—No hubiera podido, imbécil. No
estaba allí. Puedes averiguar dónde
estaba sin ningún problema. Lo habrías
averiguado mucho antes si tuvieras algo
de cerebro. Esa tarde estaba en una
reunión de la Comisión de Boxeo,
arreglando la licencia o algún asunto de
Sammy. Te lo habrían dicho allí. Hay
acta de la reunión.
El hombre oscuro no pareció
sorprenderse. Los ojos azules meditaban
bajo unas cejas un poco juntas.
—No la mató, pero se suicidó —
dijo lentamente y con aire de estar
oyéndose a sí mismo—. Lo que también
es absurdo.
Epílogo
Cuando ideaba al «Hombre Delgado»,
un
hombre
tan
delgado
que
probablemente ni existía, Dashiell
Hammett se miró al espejo y se vio alto,
tuberculoso y con bigote, y exactamente
así hizo a su «Hombre Delgado», su
último gran sospechoso. Hammett se
afeitó el bigote cuando fue a la cárcel en
diciembre de 1951, un héroe, víctima de
la caza de rojos en los Estados Unidos
de América. Hammett es un escritor
mítico, fabuloso en una época fabulosa.
Nació en Maryland en 1894, y vivió los
años veinte, tiempo de revolución
mundial, gángsteres, plutócratas y
políticos que prohibían el alcohol,
mientras se llenaban los cines y la banda
tocaba jazz. Se hizo marxista trabajando
antes de la Gran Guerra para la Agencia
de Detectives Pinkerton, policía privada
rompehuelgas
y
linchadora
de
huelguistas. Soldado en una compañía
de ambulancias, no salió de América,
cogió la tuberculosis y se casó con la
enfermera como si fuera un personaje de
Hemingway.
Volvió a trabajar para Pinkerton,
ocho años más, y luego escribió
anuncios para una joyería y, desde 1922,
fue cuentista barato. Inventó una nueva
forma de escribir, de ver el mundo.
Publicó su primera novela de verdad en
1929, Cosecha roja, y tuvo su primer
gran éxito en 1930 con El halcón
maltés. Creó dos detectives populares,
el Agente de la Continental y Sam
Spade. Fue el hombre de moda en Nueva
York y Hollywood, famoso por sus
seriales radiofónicos, el tebeo del
Agente Secreto X-9, y películas como El
halcón maltés y El hombre delgado, que
generó una verdadera industria, como
dice Diane Johnson en su biografía de
Hammett. El autor francés de novelas
negras Jean-Patrick Manchette ha
definido el método literario de
Hammett: decir lo que aparece a la vista
y deducir la realidad de las apariencias,
no de la dudosa interioridad de la gente.
Porque todo el mundo miente, y quienes
creen decir la verdad son los ingenuos.
Hammett, agente de la Pinkerton en
Baltimore y San Francisco, tenía oído
callejero y ojos hábiles en la
observación de sospechosos. Era
encantador, feliz favorito de las mujeres,
bebedor imprevisible e inagotable e
insoportable. Enfermo crónico, sin
esperanza de vivir al día siguiente
aunque no se murió hasta los primeros
días de 1961, se lanzaba a la euforia
alcohólica, rey de fiestas que
destrozaban hoteles y casas. Tuvo suerte
en los primeros años treinta, un tiempo
de general mala fortuna. Fue rico.
Raymond Chandler se lo encontró una
noche, en una cena de escritores
policíacos, en 1936, y lo consideró un
tipo correcto, elegante, discreto, de pelo
canoso y tremenda capacidad para el
whisky escocés: un hombre auténtico. Se
parecía físicamente al «Hombre
Delgado», sospechoso de asesinato.
Inspiraba confianza. Estando entre los
mejor pagados por los estudios, montó
sindicatos de escritores en Hollywood.
Recaudó dinero para la República
Española.
Dijo que el día más feliz de su vida
fue el de su admisión en el Ejército, en
septiembre de 1942, para luchar contra
Hitler. Acabó destinado en Alaska, en
las Islas Aleutianas. Veterano de dos
guerras mundiales sin pelear en ninguna,
un periódico de Chicago lo acusó de
agente ruso en Alaska. Acabó la guerra
mundial, y participó en campañas contra
la guerra de Corea. No escribía, se
negaba a volver a publicar los viejos
cuentos. Había alcanzado una nueva
notoriedad: las revistas de Hollywood
lo catalogaban como el más peligroso e
influyente comunista de América, uno de
los cerebros rojos de la nación, magnate
de la alta y distinguida sociedad del
caviar y el vodka. Los inspectores de
Hacienda y el FBI lo acosaban.
Llevaba sin publicar una novela
quince años. Terminar La llave de
cristal (1931) le había costado mucho,
por pereza, borracheras y enfermedad.
Empezó una novela llamada El hombre
delgado, la dejó, y las páginas que
llevaba escritas pasaron de mano en
mano, se perdieron, y ahora son El
primer hombre delgado. Volvió a
empezar con el mismo sospechoso, otra
vez el hombre delgado, el intelectual
Wynant, metido en un caso de
secretarias asesinadas, suplantación de
personalidad y familias difíciles y
posiblemente incestuosas. En el primer
intento perdido y en el definitivo El
hombre delgado (1934) se repite casi
literalmente una frase: «El incesto
existe, por eso tiene nombre», le dice en
la versión definitiva el detective
retirado Nick Charles a su mujer, la
millonaria Nora, ingeniosa como la gran
compañera de Hammett, Lillian
Hellman, que convertiría al autor
policíaco en personaje literario. Gracias
a la obra de Hellman y al director Fred
Zinnemann, que la llevó al cine,
Hammett llegó a ser héroe de película,
en Julia (1977). Jason Robards
interpretaba a Dashiell Hammett, que
también tuvo el cuerpo del actor
Frederic Forrest en Hammett (El
hombre de Chinatown, 1982), de Wim
Wenders, según la novela de Joe Gores.
El apellido de Forrest coincidía con el
de la chica asesinada en El primer
hombre delgado.
Cuando Hammett publicó por fin la
novela El hombre delgado, era muy
distinta de las páginas escritas y
perdidas en 1930. El detective
profesional se había transformado en
millonario aficionado a la investigación
criminal: Nick Charles, un detective
retirado por el dinero de una esposa
rica. El ruido de la calle y el tugurio
había sido sustituido por la risa y la
violencia en el salón, humor y copas
incesantes de la mañana a la mañana
siguiente. El detective de El primer
hombre delgado, Guild el oscuro,
callejeaba y fumaba sin fin, metiéndose
sin invitación en viviendas y locales
nocturnos de San Francisco. Hammett lo
abandonó cuando el editor Alfred Knopf
aplazó hasta 1931 la aparición de La
llave de cristal. Entonces Hammett se
fue a Hollywood, fracasó en varios
proyectos de dejar la bebida y en un
intento
de
suicidio,
y triunfó
rotundamente cuando publicó el segundo
Hombre delgado. No volvió a publicar
nunca más.
Había inventado la literatura de una
época que se acababa. Hammett, en
1950, dio la novela negra por liquidada,
o así lo declaró en un periódico: la
novela negra pertenecía a los años del
contrabando de licores y el crimen
organizado. En 1950 el mejor de los
novelistas policíacos era un belga que
escribía en francés, Georges Simenon,
dijo Hammett. El primer hombre
delgado probablemente sea el último
testimonio de novela negra auténtica, tal
como Hammett la inventó.
J. N.
DASHIELL HAMMETT. Nació el 27 de
mayo de 1894 en el condado de St.
Mary’s (Estados Unidos). Sin una
educación formal, trabajó como
mensajero para los ferrocarriles de
Baltimore y Ohio, fue dependiente, mozo
de estación y trabajador en una fábrica
de conservas entre otros oficios. En
1915, entra en la «Pinkerton’s National
Detective Agency» de Baltimore. En
Junio de 1918, abandona Pinkerton y se
alista en el ejército. Después de servir
en la Primera Guerra Mundial, se instaló
en San Francisco en donde trabajó como
detective y en publicidad.
Consiguió prestigio literario y sus
novelas aparecieron con los honores de
la tapa dura entre 1929 y 1931; así, la
más popular de todas, El halcón maltés,
y las también excelentes Cosecha roja y
La llave de cristal. Es el inventor de la
figura
del
detective
cínico
y
desencantado de todo. Corrían los
tiempos del nacimiento de la novela
negra, un movimiento literario en que se
adoptaba el enfoque realista y
testimonial para tratar los hechos
delictivos. Fue el fundador de tal
corriente y su más egregio representante.
No solo gozó del reconocimiento
popular, también críticos serios
elogiaron su trabajo.
En 1942 vuelve ejército durante la
Segunda Guerra Mundial. Siendo un
veterano físicamente disminuido y
víctima de la tuberculosis, luchó por ser
admitido y pasó la mayor parte de la
guerra como sargento en las Islas
Aleutianas.
En 1937 se afilió al Partido Comunista
de los Estados Unidos de América.
Reconocido como izquierdista, en 1951
pasó seis meses en la cárcel por
rechazar atestiguar en el Civil Rights
Congress. En 1953, volvió a rechazar
contestar a preguntas del comité del
senador Joseph McCarthy.
Su compañera sentimental fue la
escritora Lillian Hellman con la que
vivió más de treinta años.
Dashiell Hammett falleció el 10 de
enero de 1961 en el Hospital Lennox
Hill en Nueva York, debido a un cáncer
de pulmón.
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