A Diez mil hombres

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CUENTO
Patricio
Pron
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LETRAS LIBRES
SEPTIEMBRE 2012
Diez mil hombres
A
para Mónica Carmona
lgunos años atrás publiqué una
novela llamada El comienzo de la
primavera que ganó un premio
y fue candidata a otros dos que
no ganó y encontró sus lectores,
que es posiblemente lo mejor que
pueda decirse sobre un libro. Una parte considerable
de la historia que contaba allí transcurría en la ciudad
alemana de Heidelberg. En el departamento de filosofía
trabajaba supuestamente Hans-Jürgen Hollenbach, el
profesor que lo había visto todo y lo había hecho todo y
al que el protagonista de la novela perseguía a lo largo
del libro con la expectativa de comprender aquello que
posiblemente no podamos acabar de entender nunca.
Yo había estado en Heidelberg en un par de ocasiones
tomando notas y fotografiando las casas y las esquinas
sobre las que pensaba escribir en una novela que aún no
se llamaba “El comienzo de la primavera” y había procurado ser tan riguroso con la información acerca de la
ciudad como me fuera posible. Un tiempo después, con
la novela ya escrita, me pregunté por qué me había tomado
el trabajo de documentarme de aquella forma, puesto
que era posible que los lectores del libro –si el libro tenía
lectores algún día– no tomasen en cuenta esos detalles
y no esperasen de ellos ningún tipo de relación estrecha
con la realidad, pero pensé que eso no tenía importancia,
que caminar por Heidelberg tomando notas había sido
importante porque había hecho creíble para mí la historia
y que posiblemente ese era el único requisito realmente
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ineludible para que la historia fuese creíble para otros.
Quizá fuera así como funcionaba siempre.
Unos años después de que aquella novela fuera publicada –y después de haber editado otros dos libros con
mi nombre y de haberme visto envuelto en un matrimonio no precisamente simple y después de haber olvidado
aquella novela y la ciudad que la había inspirado– recibí
una invitación de los traductores Carmen Gómez y Christian Hansen para intercambiar opiniones con una docena
de jóvenes traductores acerca de la traslación al alemán de
mi trabajo. Gómez y Hansen –este último, mi traductor
al alemán– me avisaron con cierta alegría que el encuentro tendría lugar en Heidelberg, y yo pensé por un momento que quizá aquella era una amenaza y quizá también
la invitación a cerrar un círculo, así que no dije que no,
o lo dije con muy poca firmeza, y un día volé a Fráncfort
del Meno y después tomé un tren a Heidelberg y finalmente me vi frente a una docena de jóvenes traductores
que sabían más acerca de mi trabajo de lo que yo llegaría
a saber algún día. Yo no necesito saber sobre mi trabajo
porque lo he hecho y me pertenece, recuerdo que pensé
en algún momento de la conversación, pero pensé que el
argumento tal vez no fuera particularmente acertado y
preferí callarme. Después de la conversación hubo una pequeña recepción en el patio de la Escuela de Traducción
de la universidad en la que todos intentamos sortear a las
abejas –que ese año eran particularmente abundantes–
y comimos salchichas asadas y bebimos cerveza.
Una mujer que no había participado de la conversación
se acercó a mí en algún momento de la recepción y me dijo
que tenía algo para darme; hablaba un español excepcio-
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Ilustración: LETRAS LIBRES / Vèlia Bach
nalmente correcto, que ella atribuyó al hecho de que lo
había estudiado en el instituto. La mujer –llamémosla Ute
Kindisch, aunque posiblemente ese no fuera su nombre–
tenía unos sesenta años y me dijo que trabajaba en el departamento de filosofía de la universidad. Al decirlo, me
entregó un fajo de sobres con una expresión infantil que
hacía honor a su apellido. Me dijo que unos años atrás habían comenzado a aparecer en el buzón del departamento
unas cartas destinadas a un cierto Hans-Jürgen Hollenbach
y que el asunto la había intrigado de inmediato, ya que no
conocía a ningún colega con ese nombre: desconcertada,
había buscado en la red y había dado con una reseña de
mi novela y la había comprado en una de esas librerías
electrónicas que tan útiles resultan a veces. A mí su historia me sorprendió y me halagó a partes iguales, y no pude
evitar preguntar si finalmente había leído la novela y qué
le había parecido, pero Frau Kindisch respondió simplemente que le había parecido “interesante”. Naturalmente,
me dijo, ella no podía hacer nada por los corresponsales
del supuesto Hollenbach, pero sí podía, al menos, reunir las cartas que le destinaban y procurar entregármelas
algún día; mi visita, dijo, le había parecido una oportunidad excelente para hacerlo. Mientras me hablaba, yo sostenía el fajo de cartas entre mis manos como si hubiesen
sido escritas con una tinta pétrea o como si yo fuera incapaz de sobrellevar el peso de haber hecho pasar por una
mentira lo que era una invención literaria; cuando reuní
valor, le agradecí y le dije que no se preocupara, que siempre había lectores crédulos que confundían una ficción verosímil con la realidad, y que le agradecía su pesquisa y
ser mi lectora. Ute Kindisch –pero ahora estoy seguro de
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que no se llamaba así y que su nombre era otro– sonrió al
decirme que sí, que debían ser sin duda lectores crédulos y me dio la mano y se dio la vuelta y se perdió de vista.
No me atreví a leer las cartas ni ese día ni el siguiente, sino hasta llegar a mi casa de Madrid. No pude dejar
de pensar en ellas en todo ese tiempo, sin embargo. Eran
ocho, seis de ellas de diferentes autores y todas relativamente próximas temporalmente entre sí, aunque la primera era de tres años atrás y la última de hacía cuatro meses.
En todas ellas los lectores manifestaban su entusiasmo por
la teoría de la discontinuidad que Hollenbach había supuestamente elaborado para explicar los hechos trágicos
del pasado histórico; en una afirmaban –es decir, lo afirmaba alguien que decía ser profesor de filosofía de Murcia– que yo había malinterpretado la teoría de Hollenbach
y que él creía haberla entendido mejor y más adecuadamente y que quería conversar con él sobre el tema. Había
una carta en la que el director de una pequeña editorial
venezolana de filosofía ofrecía a Hollenbach la posibilidad de publicar su libro Betrachtungen der Ungewissheit en una
nueva traducción a realizar por un profesor de la Universidad Central de Venezuela. Otra de las cartas era de un
joven estudiante de filosofía de la argentina Universidad
de Quilmes que deseaba saber si Hollenbach había leído
la obra de Guillermo Enrique Hudson, cuya concepción
del tiempo le parecía muy vinculada a la de Hollenbach.
En otra, un profesor de la universidad de Gante le pedía
algunas definiciones para un artículo sobre el concepto
de circularidad en la obra de Hollenbach en el que estaba trabajando. Una última carta se despedía deseándole
una buena salud y enviándoles recuerdos a su mujer y a
su hija, que eran tan ficcionales –creía yo– como el propio
Hans-Jürgen Hollenbach y su teoría de la discontinuidad.
Una tras otra, fui respondiendo las cartas en el transcurso de varias semanas; lo hacía en los ratos libres, pero
no era una actividad placentera: procuraba explicar a los
autores de aquellas cartas que Hans-Jürgen Hollenbach
nunca había existido y que ellos habían caído en una pequeña trampa de la ficción. Al hacerlo, procuraba no ofenderlos, pero sí dejarles claro que el personaje con el que
habían deseado comunicarse no existía y que era por esa
razón que él no había respondido sus cartas –de hecho,
les recordaba, tan solo había respondido breve y disuasoriamente a las cartas de Martínez, el protagonista de El comienzo de la primavera, aunque esto, naturalmente, solo había
sucedido en la ficción–, pero que yo me permitía hacerlo en su nombre agradeciéndoles su interés en mi trabajo
y deseándoles lo mejor en sus investigaciones filosóficas y
la consecución de todos sus objetivos profesionales. No
estaba seguro de no estar ofendiéndolos, sin embargo:
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alguien me había contado una vez que una de las consultas
más frecuentes a la sección de información bibliográfica de
la Biblioteca Nacional de Madrid era acerca de los papeles
de cierto Íñigo Balboa y Aguirre, amanuense imaginario de
un capitán también ficticio creado por un escritor español. Los lectores de la Biblioteca solían enfadarse mucho
cuando se les hacía ver que el amanuense nunca había
existido y achacaban el hecho de que los catálogos de la
Biblioteca no incluyeran su nombre a la vocación de las
instituciones públicas por el error o a un supuesto elitismo de las mismas, que guardarían su información más
valiosa –y aquí debía pensarse en los papeles mencionados, que resultaban valiosos para los lectores del escritor
español que habían caído en la trampa– para los investigadores profesionales.
A excepción de una de ellas, nunca recibí respuesta a
mis cartas, pero tampoco la esperaba realmente. Cuando ya me había olvidado del asunto, sin embargo, recibí
una carta con el membrete del departamento de filosofía de la universidad de Heidelberg. Era una carta de Ute
Kindisch, en la que me pedía disculpas por la broma que
decía haberme gastado; afirmaba que le había gustado
mucho El comienzo de la primavera y que había pensado que
la inclusión en la novela de la dirección real del departamento y, en general, la verosimilitud que desprendía el
relato, podían alentar a alguien a escribir preguntando
por Hollenbach, incapaz de comprender que era un personaje completamente ficcional, así que había escrito las
cartas y le había pedido a sus conocidos y amigos que
las despacharan desde los sitios donde se marchaban de
vacaciones, aunque una de ellas –aclaraba, como si el dato
fuese relevante por alguna razón–, la del supuesto profesor murciano, la había enviado ella misma en su último
viaje antes de nuestro encuentro. Siempre había pensado,
decía, que los personajes que resultan fascinantes para el
lector son para él tan reales como la identidad del autor
que los ha creado, y que este no debería arrebatar al lector su derecho a creer en la existencia de estos y en la posibilidad de encontrarlos algún día; esa era, terminaba,
la finalidad de su pequeña broma literaria, por la que me
pedía disculpas.
Aún tardé varias semanas en responderle: mi mujer y
yo estuvimos en la isla de Malta tratando de poner orden
en nuestro matrimonio y, mientras pensábamos cómo se
había estropeado todo y si había algo que aún pudiera ser
salvado –lo que parecía improbable al menos en Malta,
que es una de las islas más horribles del Mediterráneo–,
estuve lejos de pensar en el asunto de Heidelberg. Al regresar a Madrid, sin embargo, me dije que algo tenía que
responder, al menos en nombre de una cierta deporti-
vidad y para demostrarle a Frau Kindisch –fuese ese su
nombre o no– que no me dolía haber sido engañado. Escribí una carta cordial y fingidamente ligera en la que le
agradecía a Frau Kindisch la broma que me había gastado, y le decía que yo también creía que había personajes
que merecían vivir más allá de la autoridad y de la misma
existencia de sus autores, y que le agradecía mucho que
pensase que uno mío podía ser uno de ellos. También le
agradecía que me hubiese enseñado la valiosa lección de
que también un autor puede ser a veces un lector crédulo y que esa credulidad es un mérito de la ficción y no un
defecto de lectores escasamente formados, y me despedía
cordialmente y la invitaba a visitarme si un día pasaba por
Madrid; cuando firmé, mi mano temblaba.
Unos cuatro días después de haber despachado mi carta
recibí una respuesta del departamento de filosofía de la
universidad de Heidelberg en la que me decían escuetamente que lamentaban informarme que no había ninguna
Ute Kindisch trabajando en la universidad y a continuación –pero esto ya parecía inevitable– se despedían cordialmente. Cuando acabé de leer la carta –yo estaba de
pie en el pasillo que conduce al ascensor de mi casa junto
al buzón del correo, instalado en la ligera oscuridad que
tiene ese pasillo y que a mí, al salir, me recuerda a veces al
de una casa en la que viví en Alemania– pensé que había
sido engañado dos veces y sentí asombro y algo de admiración por la mujer que para mí siempre iba a ser Ute Kindisch y por su defensa práctica y eficaz de una potencia de
la ficción y pensé que me habría gustado conocer su verdadero nombre y su dirección para escribirle diciéndole
que yo también creía a veces que los libros y sus habitantes pertenecen menos a sus autores que a aquellos que les
dan vida con la lectura. Pensé aún un momento más en
ello y estaba a punto de guardarme la carta en el bolsillo
y de marcharme –iba a encontrarme con mi mujer, que
ya no vivía conmigo pero parecía dispuesta a empezar de
nuevo, como si eso fuese posible; ella ya no solía llevar el
anillo de casados y yo también había empezado a pensar que el matrimonio era una ficción deficiente– cuando
descubrí que había una segunda carta en el buzón. Había
sido despachada en la localidad argentina de Quilmes y
la abrí con vértigo: en ella, alguien me decía –con amabilidad pero también con cierta impaciencia– que su autor
no entendía a qué me refería cuando decía en mi carta que
Hans-Jürgen Hollenbach no existía realmente y que había
sido creado por un escritor argentino que residía en Madrid, como quiera que se llamase, ya que el autor –quien,
por cierto, era un joven estudiante de filosofía– había recibido carta del profesor alemán Hans-Jürgen Hollenbach
esa misma semana. ~
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