Lola López Mondéjar «Tenemos que hablar». Consideraciones sobre el amor contemporáneo «Tuve que confesármelo a mí misma, desde lejos te amaba más». André Gide, La puerta estrecha «En el amor, la entente cordial es el resultado de un malentendido... dos imbéciles convencidos de que piensan al unísono». Baudelaire Podríamos decir con Denis de Rougemont (1) que existe una idea del amor en occidente que cabe expresar así: el conocimiento del otro del amor, y la palabra que vehicula este conocimiento, esto es, la comunicación entre los amantes, acaban por agostar el amor. Esta idea, que recorre casi toda la historia del pensamiento occidental, se concreta en las recomendaciones que en el siglo XII hiciera Andreas Capellanus (2) en su célebre Tratado sobre el amor, en el cual, casi con simpleza, aconseja: «Veamos ahora cómo disminuye el amor. Lo hacen menguar la excesiva facilidad para recibir los placeres del amor y para ver a la persona amada, el tener muchas ocasiones para conversar... ». Este consejo se repite en los preceptos de las controvertidas Cortes de Amor, y puede rastrearse en nuestros días en la literatura o en el cine. Para nosotros, occidentales, comunicación y amor son dos palabras antónimas, la pasión amorosa se fragua en el territorio del silencio, o de la incomunicación. Si todo lenguaje está preñado de malentendidos (malentendido como mala interpretación, equivocación en el entendimiento de una cosa, como suposi- ción e impostura), el lenguaje del amor, la comunicación amorosa, por su propia estructura, se fundamenta sólidamente en ellos. Sin malentendido no podríamos amar. Es por lo anterior que la comunicación amorosa, cuando se produce en el sentido etimológico de comunicar, compartir, comulgar, no formaría parte del amor, sino del proceso opuesto, del desenamoramiento, del descenso de la pasión. Para los autores clásicos que pensaron sobre el amor, como nos cuenta J acques Ferrand (3) en su hermoso libro sobre la Melancolía erótica, la curación de la locura amorosa consistiría en gozar de aquella que hace enloquecer al enamorado. El remedio de la enfermedad del amor, es el matrimonio, decían. Y esto es así tanto en el siglo diecisiete, como para Stendhal (4) en el diecinueve. Freud y los psicoanalistas hemos pretendido bucear en la naturaleza del sentimiento amoroso, respondiendo a esta contradicción entre términos que, diréaparentemente, pues la esencia de nuestro deseo es esquiva, desearíamos que no fuesen disyuntos, sino complementarios: comunicación y amor. Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 1999, vol. XIX, n.o 71, pp. 437-445. (54) 438 L. López Mondéjar COLABORACIONES Yo no soy yo, y tú eres otro Estamos por decir que la concepclOn sobre al amor de Freud tiene raíces profundamente platónicas. Las palabras de Diotima son el antecedente de la concepción de las rela~iones afectivas en el psicoanálisis. Dice Platón (5), por boca de Diotima, en El banquete: «El Amor es amor de alguna cosa y en segundo lugar, de una cosa que falta» ... «Quienquiera que desea, desea lo que no está seguro de poseer... lo que no tiene y lo que le falta. Esto es lo que es desear y amar». Lo que Aristófanes remite a una arqueología del ser humano: el andrógino, la división en dos sexos efectuada por los dioses en los hombres a causa de su osadía, y la búsqueda de la otra mitad como móvil del sentimiento amoroso para alcanzar la completud perdida, Freud lo trasladará al mundo psíquico. Desplazará la tensión entre la incompletud (la castración, la falta en Lacan), y el objeto que la colma, al interior del aparato psíquico y a los orígenes de la biografía del sujeto, es decir, a la infancia. Veamos brevemente lo que nos cuenta Freud (6) sobre el enamoramiento, siguiendo dos textos fundamentales: Introducción al narcisismo (1914), y el capítulo VII de Psicología de las masas y análisis del yo (1921) Dice Freud: «en ciertos casos el enamoramiento no es sino un revestimiento de objeto por parte de los instintos sexuales, encaminado a lograr una satisfacción sexual directa y que desaparece con la consecución de este fin...». Ahora bien, «la certidumbre de que la necesidad satisfecha no tardará en resurgir hubo de ser el motivo de la persistencia del revestimiento del objeto sexual, aún en los intervalos en los que el sujeto no sentía la necesidad de 'amar'». Aquí Freud, al igual que Plutarco (s. 11), Avicena (s. XI) o Marsilio Ficino (s. XV), concibe el amor como una pasión de los sentidos, «una emoción de la sangre» dirán los clásicos, que toma fuerza poco a poco por la esperanza de la voluptuosidad ligada a la satisfacción del deseo sexual. El amor aparece como envoltura ideal de la sexualidad. Pero se trata de una sexualidad que compromete a todo el sujeto, una sexualidad de naturaleza infantil, cono ya veremos. Freud indagará sobre el origen de este sentimiento. En el ser humano el primer objeto de los instintos sexuales o pulsión son los progenitores: la madre, y el padre, en este orden. Pero la cultura, el atravesamiento por el complejo de Edipo con la incorporación de la ley, la aceptación del tabú del incesto, y la identificación sexual con uno u otro sexo, obligarán a la represión de estas pulsiones y al renunciamiento de los fines sexuales infantiles. Los afectos sufrirán un nuevo proceso de disociación, ya no sólo serán de amor y odio, sino que también se dividirán en sentimientos calificados de «tiernos» o «coartados en sus fines sexuales», y otros en los que perduran los fines sexuales directos. Ambos podrán aparecer separados o unidos, y sus combinaciones darán lugar al complejo caleidoscopio del mundo amoroso. Con el pasaje por el complejo de Edipo, el aparato psíquico sufrirá algunas modificaciones que ya tenían sus precursores en las fases anteriores de la libido. Estamos refiriéndonos a la aparición de ciertas estructuras lógicas que Freud llamó Ideal del Yo y Super-yo. Ambas instancias formadas por la identificación e incorporación en el niño de los padres infantiles idealizados, en sus dos vertientes, como modelos a seguir en el proceso de socialización del «Tenemos que hablar» 439 (55) COLABORACIONES sujeto (Ideal del Yo), o como prohibiciones (Super-yo). En la pubertad, con la revolución hormonal, surgirán tendencias orientadas hacia fines sexuales directos. «Surge la ilusión de que el objeto amado sensualmente, lo es también a causa de sus excelencias psíquicas, cuando es la influencia del placer sexual lo que nos ha llevado a atribuirle tales excelencias (idealización)>>. El joven o la joven enamorada, amará ese objeto a causa de las perfecciones a las que hemos aspirado para nuestro propio yo proyectadas en él. El objeto ocupará el lugar del Ideal del yo. Será una supuesta réplica de aquellos padres infantiles idealizados, amados plenamente. La exaltación amorosa tendrá que ver con la recuperación narcisista del yo que ve disminuir, con la posesión del objeto idealizado, la distancia entre él y su ideal, tal y como también sucede en la manía. Otro tanto sucederá en la pareja. Detenninantes inconscientes están en la base de la elección amorosa, los enamorados se «eligen» a partir de ciertos rasgos que son reconocidos en el inconsciente como pertenecientes a los objetos de nuestro primer amor. De ahí la cantada situación del reencuentro, del re-conocimiento, «te amo desde siempre», desde antes de conocerte, que preside las primeras efusiones amorosas. El amor aparece como reencuentro -«supe que era ella/él»-, porque el sujeto que lo provoca, tomado como objeto de amor (y objeto en psicoanálisis es una representación inconsciente), encarna a otro objeto anterionnente perdido. No te amo a ti. En ti, amo lo que encarnas. Amo a otro. «Es el enigma del ser lo que atrae, la nostalgia de algo perdido, de algo soñado en la infancia, inconsciente», dice Carlos Gunnéndez (7). Con la palabra amor nombramos un anhelo de plenitud mítica, que soñamos perdida, una nostalgia de algo que acaso nunca existió como parte de nuestra experiencia. Plenitud, nostalgia de plenitud que tiene su origen a la lógica oposición de los conceptos una vez idealizados, o a la incapacidad intrínseca del yo para aceptar la castración, de ahí que la ignore con la producción de mitos que remiten a una etapa donde no falta. Platón la colocará en el pasado de la humanidad y Freud en el pasado del ser humano. En este momento inicial del enamoramiento, el diálogo, la comunicación, en lo que tiene de supuesto, de ficción, parece plena. En realidad se trata de un «entendimiento mutl1;o imaginario», preservado, mantenido, por la ignorancia del otro de la realidad. Después de este encuentro se inicia la comunicación y ésta, inevitablemente, mostrará que no somos lo que el otro creía o esperaba. Un sentimiento de frustración aparece acompañando toda relación amorosa, forzosamente ambivalente ya que el amor hiere nuestro narcisismo, pues hace patente al yo su incompletud, por más que la posesión del objeto amado lo restituya. Pero, al mismo tiempo, el amor logrado incrementa nuestro narcisismo al acercar -co~o va dijimos- el yo al ideal al que aspira. De esta naturaleza mixta, compuesta de amor y de odio, de narcisismo y de dependencia, se nutren las incesantes disputas de los amantes. Para Barthes (8): «Si el exilio de lo Imaginario es la vía necesaria para la «curación» (del enamoramiento), debemos convenir que aquí el progreso es triste... Una expresión regresa sin cesar: ¡Qué lástima!». (56) 440 L. López Mondéjar COLABORACIONES Es la decepción. La comunicación que se da en la relación amorosa comporta decepción. «Sobre la figura perfecta y como embalsamada del otro (tanto me fascina), percibo de repente un punto de corrupción. Este punto es menudo: un gesto, una palabra, un objeto, un traje, algo insólito ¡que surge (que despunta) de una región que jamás imaginé, y que vincula bruscamente al objeto amado con un mundo simple... ! Estoy atónito: escucho un contrarritmo: algo como una síncopa en la bella frase del ser amado, el ruido de un desgarrón en la envoltura lisa de la Imagen» (subrayado, nuestro), sigue diciendo Barthes. Por eso los poetas, para preservarse de esa decepción y sostener el ideal del amor, cantan al amor no consumado, al amor platónico, porque la consumación del amor nos castiga, como cuenta la leyenda, con su desaparición, mientras que el amor no correspondido preserva el ideal, al no poder confrontar al amado con la realidad. De ahí que los obstáculos sean un acicate del amor que los propios amantes cultivan, tal y como nos enseña el análisis de la poesía trovadoresca. Existe en nosotros un gusto aparentemente paradójico por el amor desgraciado, porque pervive en nuestra memoria inconsciente el modelo de la primera pasión, que, para nuestro bienestar, habrá de acabar siempre en abandono. El sufrimiento se constituye, así, en la otra cara del amor, está indisolublemente unido a él, de modo que la felicidad, la estabilidad amorosa nos aburre. ¿Es esto amor si no comporta sufrimiento?, se pregunta el niño escondido en el enamorado. Sin embargo, la experiencia del amor pasión es irresistible. No soportable, conduce al aniquilamiento del yo en favor del objeto y a la muerte. Pero ¿por qué hablamos?, si la comunicación acabará con nuestro amor. Hablemos, puesto que algo nos falta De la angustia que nace de un cierto reconocimiento de la falta, de la experiencia de la separación, de la incompletud, surgen las palabras. Cuando la ausencia se instaura, aparece el lenguaje. Es preciso que el amado no esté para que se le cante. En este sentido la génesis de la poesía amorosa, «se canta lo que se pierde», y del lenguaje en los niños son idénticas. Es la ausencia de la madre, lo que dará lugar al significante «mamá», que, a su vez, representa el objeto en tanto perdido. Pero la palabra no es el objeto. Por eso todo acto de comunicación humana, aunque siempre será estructuralmente fallida, pues deja un resto de incomunicable, implica una demanda de presencia. Una demanda amorosa. Dicen los amantes: «ven conmigo, tenemos que hablar». Las palabras de amor se dirigen a un otro del que se espera que colme la herida, un otro imaginario, irreal, ficticio, que es el receptor de una demanda que él no podrá, nunca, colmar. Porque, entre otras muchas consideraciones (la más relevante es que dicha demanda es insaciable), no es a él a quien va dirigida, sino a un otro original en cuyos rasgos el enamorado le reconoce, un otro del que el amado no es más que un triste señuelo. El amado ocupa el lugar de la fe, de ahí la similitud entre la mística religiosa y el discurso amoroso. Decía Lacan que dios es inconsciente, haciendo referencia a que aparece como una construcción para colmar el lugar de lo que nos falta. Es una fe «Tenemos que hablar» 441 (57) COLABORACIONES puesta en la recuperación de un paraíso perdido... y recuperado en ti (dios o amado/a). Así pues, tras ese encuentro cargada de proyecciones surgen las palabras, como proyecciones necesarias. Pero cada enamorado habla en su lengua materna (retengamos la expresión «lengua materna»), la lengua de la connotación, de los afectos, del inconsciente, y el otro le escucha desde la suya propia. Un diálogo en dos idiomas intraducibles. Sin embargo, más allá de las mistificaciones del amor, de sus deformaciones, existe una comunicación posible que se producirá si los amantes que logran un amor consumado sobreviven al choque de dos malentendidos (malentendido como mala interpretación, equivocación en el entendido de una cosa; también como suposición o impostura): 1. El malentendido del tú y del yo, que hasta aquí hemos pretendido reflejar. Milan Kundera (9) lo sintetiza magistralmente: «Cuando se trata de amor verdadero, el amado importa poquísimo». 0, leemos en un poema del murciano Javier Marín (10), «Te amo, pero no tiene nada que ver contigo». Cada uno es otro para el otro. Lacan (11) ilustra el encuentro sexual con los círculos de Euler, mostrando que en el punto de encuentro entre el hombre y la mujer, en la conjunción sexual, ahí donde debería estar presente el falo no lo está. El falo como objeto que colma la falta, sólo existe como ausencia, como falta, como lo que no se es y no se tiene. Es una dialéctica de los dones donde se ofrece lo que no se tiene. El hombre hará de la mujer el símbolo de su «omnipotencia fálica», encamará ese objeto que a él le falta. Y la mujer, antes del análisis, se situará como siendo el falo del hombre, su objeto de deseo. 2. El imaginario social sobre el amor. El amor es el nombre que el orden patriarcal ha puesto a unos sentimientos ambivalentes, discretos, fragmentarios porque están sujetos a la aparición y a la desaparición, tiernos, agresivos y sexuales, para encauzarlos en un determinado orden social que es el nuestro (12). El amor, así nombrado, es un mito, no existe, por más que nos pese, en su forma ideal. Cada época está inmersa y construye, en ese recíproco generarse que es la construcción social de la realidad, unas figuras sobre el amor. «Nadie amaría de no haber oído hablar sobre el amor», dice La Rochefoucauld. George Duby (13) analizó la influencia en occidente de las formas del amor cortés, y Denis de Rougemont insiste en la paradoja que nuestra concepción del amor implica para la construcción de una sociedad estable. Al separar amor y matrimonio -dirá Rougemont- los occidentales nos debatimos entre la necesidad social de un contrato matrimonial, de una monogamia tan institucional o no como se quiera, y la nostalgia de la pasión, del sentimiento amoroso como transgresión de las leyes, del amor pasión. Cincuenta años después de los análisis de Rougemont, traspasadas las fronteras de la ,sexualidad y del divorcio, el discurso amoroso sufre la imparable trivialización que discurre paralela a la historia de nuestra sensibilidad; es un discurso huérfano, como dirá Barthes, fragmentario, marginal. ¿Cuáles son las figuras del amor en nuestros días? ¿Existe un imaginario específico sobre el mismo o asistimos a una pluralidad de figuras? La influencia incuestionable de la liberación de la mujer y su incorporación al mundo del trabajo, junto con el divorcio y (58) 442 L. López Mondéjar COLABORACIONES la proliferación de relaciones no institucionalizadas, han devaluado la tragedia del amor pasión, al acabar con las leyes a las que se enfrentaba. Ya no hay transgresión ni culpa, Ginebra ni Lanzarote. A mi juicio, hoy lo obsceno del amor no es el sexo, sino el sentimiento. La sospecha de nuestra sociedad no recae sobre el promiscuo, sino sobre el apasionado, el loco de amor, el que ama con amor pasión. De él se apropia el discurso sobre la locura. Sin embargo, el actual imaginario social del amor está por investigar. Para lean Baudrillard (14) en los últimos dos o tres siglos el modelo de amor es el amor materno (amor materno cuya desmitificación, a mi juicio, aún está por hacer). Dice: «El amor Jou, el amor pasión está completamente muerto en su movimiento heroico y sublime. Lo que está en juego actualmente es una demanda de amor, de afecto, de pasión, en una época en que su necesidad se hace sentir cruelmente. Es toda la generación que ha pasado por la liberación del deseo y del placer, toda esa generación fatigada por el sexo la que reinventa el amor como suplemento afectivo o pasional. El nuestro es amor neorromántico... Pero ya no se trata de predestinación ni de fatalidad, sólo se trata de liberar una potencialidad entre otra y, después, de una fase tan larga de «desublimación represiva», como diría Marcuse, abrir el camino a una «resublimación progresiva». A la sentimentalidad del amor materno que impregna nuestra cultura, según Baudrillard, sólo escapa la seducción «porque no es una demanda, sino un desafío; se opone a él de la misma manera que el duelo puede oponerse a lo fusional». Sin embargo, el artificio de la seducción es otro modo para escapar de la castración, para negarla al nivel más imaginario ha- ciendo del amor un fetiche con el que taponar el agujero de la falta. Nuestra época es una época perversa. El perverso es para el psicoanálisis aquel que pretende eludir la diferencia entre los sexos que lo limita, para ello intentará velar la castración y donde debería aparecer un agujero en la mujer, aparece el fetiche que hace las veces de falo. Nuestra cultura del simulacro, donde la realidad es virtual, la imagen sustituye a la realidad, no precisa de referentes fuera de ella para adquirir carácter de verdad; esta cultura pretende eludir los límites, el modelo exportado de América implica un mandato que excluye la insatisfacción. «Sedfelices», obesos consumidores de bienes y de amores. La omnipotencia de la razón ilustrada era otra forma de negar el límite de la razón. Freud hizo que vislumbrásemos la frontera con el descubrimiento del inconsciente, conceptualizando la intuición de los poetas. Pero aceptar los límites de la razón, el determinismo del inconsciente, las servidumbres de nuestra volición, no significa renunciar a una razón crítica, a una voluntad que se enfrente a esos determinismos que nos encadenan. Ni tampoco exaltar los sentimientos y lo oscuro, como en la religión romántica. Se trataría, más bien, de aceptar la participación de unos y otros, en su constante articulación. Lo contrario es funcionar con la lógica de los opuestos, del todo o nada, de la omnipotencia o la impotencia infantiles. Cuando el discurso de los medios de comunicación nos propone «Necesito amor», el mensaje que se difunde es engañoso pues el amor aparece como respuesta a una insatisfacción que tiene su frente en muchos órdenes. Es un mensaje conformista. El amor así expresado es conformista porque da «Tenemos que hablar» 443 (59) COLABORACIONES «sentido a la vida», es, según algunos, «el sentido de la vida». Un sentido pleno, totalitario, que se asemeja al fanatismo religioso. El fanático, como el amante apasionado (15), encuentra el sentido pleno en su religión, ella satisface todas sus respuestas como la del amante lo hace con las demandas del amado. En ambos casos el sujeto queda anegado, arrasado por el objeto, sea éste el amante o la religión. La agresividad contenida en esta confrontación con el objeto que aliena se manifiesta en la violencia del fanático y en el crimen pasional. Sigue Baudrillard: «el amor no existe». Debería existir pero no existe. Los amantes de la época romántica no han tenido otra solución que suicidarse juntos para absolutizar un intercambio imposible. La sublimidad del amor reside en su propia muerte. El amor-pasión sólo puede realizarse en este vértigo antierótico, antinatural, que nunca es una manera de vivir. Ahora bien, ¿por qué es este vértigo antierótico, antinatural? Lo es porque el amor-pasión tiene que ver con el goce, y por tanto, con la muerte, con la aniquilación del sujeto en un goce mítico que aspira a la unidad. Es un goce inconmensurable, contrario a la posible cuantificación del placer. El encuentro sexual entristece porque nunca es lo que promete ser. Como mucho, da placer y el placer no es lo que buscan los apasionados. El placer es algo que puede medirse, que está o no está, es grato versus lo ingrato. El gozo aspira al todo, la pasión es todo sufrimiento, todo goce. Los hombres y las mujeres que aman así sienten su sentimiento amoroso como una enfermedad, una convulsión que los arrastra «fuera de sí», y se quejan de su depen.dencia, de su humillación, de su alienación en el otro que desean. En algún lugar de ellos mismos quieren, sobre todo, librarse de esa carga, de esa repetición sine die que les lleva a la búsqueda de una simbiosis perfecta con el objeto (¿materno?). Por otra parte, esta búsqueda es de un objeto que ya está perdido, es más, de un objeto que nunca se tuvo totalmente. La experiencia de la unidad con el otro, de la plenitud, no es vivida por el niño... nunca. Sin embargo aparece en nosotros como una nostalgia de un paraíso perdido, como el encuentro añorado con el andrógino que fuimos. De lo que tenemos experiencia es de la separación y de la ausencia, que nos hace reclamar una presencia que nunca fue ni será del todo satisfactoria, porque en lo vivo existe siempre la tensión. Cabe entonces una cierta identificación entre la pasión y la compulsión a la repetición, o la pulsión de muerte. La sexualidad sobre la que se edifica el amor-pasión no es una sexualidad genital, es una sexualidad total, perversa polimorfa, que compromete a todo el cuerpo, como la que caracteriza al niño pequeño en las primeras fases de la libido. Es a esto a lo que aspira el amor pasión, no a un placer de órgano, sino a un goce más allá, trascendente, que roza la muerte. Podemos decir que, sociológicamente, existe una imparable tendencia al incremento de los divorcios y las separaciones. pos de cada tres parejas se separan al cabo de siete años de relación, según datos tanto de Europa como de Estados Unidos. Vivimos en una sociedad que privilegia lo imaginario, la cultura del simulacro, en un intento perverso por borrar la falta, ellímite, la diferencia. El pensamiento único pretende homogeneizar, eludir las diferencias que muestra la alteridad. Es una sociedad que crea fetiches para ocultar la angustia que produce el descalabro de la razón. Allí donde deberíamos intentar rodear el (60) 444 L. López Mondéjar COLABORACIONES malestar nombrándolo, lo clausuramos con un acto o con un objeto, eludiendo saber de él. La comunicación, el conocimiento del otro nos confronta con su límite, con el nuestro de pasada, y no parecemos muy contentos con él. Preferimos, seguir buscando insistentemente. No es él/ella, pero existe otro/a, nos consolamos. El desenamoramiento inevitable, el pequeño punto en la nariz de Barthes que inicia el descenso de la idealización del amado, no dará lugar al conocimiento del otro de la realidad, no dará lugar al desvelamiento de la verdad de la falta, que es irreparable, sino a una cadena de sustitutos, a un consumo de amantes que mantengan vivo el engaño de que la -completud, la satisfacción plena, la felicidad permanente, es posible. Cadena que mantenga intacta, en suma, la ficción de nuestro narcisismo. Este «autoengaño» sobre el paraíso en la tierra, sobre la posibilidad de un encuentro con el otro que nos complete y nos libere _de la angustia de existir, esta ilusoria creencia en una virtual sutura de la falta, implica la repetición de la estructura edípica en los adultos que no renuncian a la idealización de los padres interiorizados, ni a la idealización del otr%tra del amor. Esto es, pretenden zafarse de la conciencia del conflicto permanente entre la realidad y el deseo. Nuestra educación sentimental, heredera del amor pasión, ha obviado transmitir esta faceta desmitificadora del amor, manteniéndolos en el engaño. La constatación inevitable de la falta en el otro, de su inadecuación para colmarnos, no lleva consigo el aprendizaje de la castración universal, sino de una castración contingente, que permite mantener la esperanza de la no-falta. El engaño nos aboca a un «consumo» de objetos amorosos tanto co- mo de productos de mercado, en un esfuerzo digno de Sísifo: enamoramiento-desilusión, nuevo enamoramiento-desilusión.... donde lo único que cambia es la apariencia ilusoria de la roca, puesto que su naturaleza es siempre la misma. Un desplazamiento infinito, una metonimia incesante. La comunicación amorosa, de producirse sin devastar tras ella el amor, sino modificándolo al intentar reducir lo que comporta de imaginario, sería aquella practicada entre dos sujetos conscientes de su castración, un lugar íntimo «en el que aún sea posible hablar de las heridas», Julia Kristeva (16), desprendiéndose de la imagen narcisista, tolerando el conocimiento del otro en lo que tiene de diferente, de defectuoso, y también de especular. Este proceso de comunicación es una lucha, un logro, una construcción de los participantes, que se desprenden de su velo imaginario para iniciar su mutuo conocimiento. Es un acto de la voluntad y de la razón, de una razón crítica, un proceso simbólico. Los obstáculos serán muchos, a cada paso aparecerá el otro infantil demandando lo que tuvo en demasía, o lo que nunca tuvo, y las demandas de uno y otro se entrecruzan. André Green (17) nos alerta: «No es coherente afirmar la alienación total, definitiva e incurable del deseo en su narcisismo, tesis no menos ideológica que sostener que el objeto se revelará un día en su verdadera luz». Las variaciones entre una y otra posibilidad son infinitas; en la base de su elección se encuentra la ineludible responsabilidad del sujeto que ha de decidir si quiere lo que desea, distinguiéndose o no de su determinismo inconsciente. La elaboración de un lenguaje del amor requiere tiempo para descifrar una lengua materna y otra, para identificar los malentendidos y despojarlas de supuestos. Es un 445 (61) «Tenemos que hablar» COLABORACIONES lenguaje que está reñido con la tragedia, tan cara a la pasión, pues se inscribe en lo cotidiano de la existencia, en lo que tiene de más vulgar e intercambiable. No tiene trovadores que le canten, porque su génesis reside en la presencia, ya que sin encuentro no h.ay verdadero diálogo. 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