Tenemos que hablar. Consideraciones sobre el amor

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Lola López Mondéjar
«Tenemos que hablar». Consideraciones sobre el
amor contemporáneo
«Tuve que confesármelo a mí misma, desde lejos te
amaba más».
André Gide, La puerta estrecha
«En el amor, la entente cordial es el resultado de un
malentendido... dos imbéciles convencidos de que piensan al unísono».
Baudelaire
Podríamos decir con Denis de Rougemont (1) que existe una idea del amor en
occidente que cabe expresar así: el conocimiento del otro del amor, y la palabra que
vehicula este conocimiento, esto es, la
comunicación entre los amantes, acaban
por agostar el amor.
Esta idea, que recorre casi toda la historia del pensamiento occidental, se concreta
en las recomendaciones que en el siglo XII
hiciera Andreas Capellanus (2) en su célebre Tratado sobre el amor, en el cual, casi
con simpleza, aconseja: «Veamos ahora cómo disminuye el amor. Lo hacen menguar
la excesiva facilidad para recibir los placeres del amor y para ver a la persona amada,
el tener muchas ocasiones para conversar... ». Este consejo se repite en los preceptos de las controvertidas Cortes de Amor, y
puede rastrearse en nuestros días en la literatura o en el cine. Para nosotros, occidentales, comunicación y amor son dos palabras antónimas, la pasión amorosa se fragua en el territorio del silencio, o de la
incomunicación. Si todo lenguaje está preñado de malentendidos (malentendido como mala interpretación, equivocación en el
entendimiento de una cosa, como suposi-
ción e impostura), el lenguaje del amor, la
comunicación amorosa, por su propia estructura, se fundamenta sólidamente en
ellos. Sin malentendido no podríamos amar.
Es por lo anterior que la comunicación
amorosa, cuando se produce en el sentido
etimológico de comunicar, compartir,
comulgar, no formaría parte del amor, sino
del proceso opuesto, del desenamoramiento, del descenso de la pasión.
Para los autores clásicos que pensaron
sobre el amor, como nos cuenta J acques
Ferrand (3) en su hermoso libro sobre la
Melancolía erótica, la curación de la locura amorosa consistiría en gozar de aquella
que hace enloquecer al enamorado. El
remedio de la enfermedad del amor, es el
matrimonio, decían. Y esto es así tanto en
el siglo diecisiete, como para Stendhal (4)
en el diecinueve.
Freud y los psicoanalistas hemos pretendido bucear en la naturaleza del sentimiento amoroso, respondiendo a esta contradicción entre términos que, diréaparentemente, pues la esencia de nuestro deseo es
esquiva, desearíamos que no fuesen disyuntos, sino complementarios: comunicación y amor.
Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 1999, vol. XIX, n.o 71, pp. 437-445.
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L. López Mondéjar
COLABORACIONES
Yo no soy yo, y tú eres otro
Estamos por decir que la concepclOn
sobre al amor de Freud tiene raíces profundamente platónicas.
Las palabras de Diotima son el antecedente de la concepción de las rela~iones
afectivas en el psicoanálisis. Dice Platón
(5), por boca de Diotima, en El banquete:
«El Amor es amor de alguna cosa y en segundo lugar, de una cosa que falta» ...
«Quienquiera que desea, desea lo que no
está seguro de poseer... lo que no tiene y lo
que le falta. Esto es lo que es desear y
amar».
Lo que Aristófanes remite a una arqueología del ser humano: el andrógino, la división en dos sexos efectuada por los dioses
en los hombres a causa de su osadía, y la
búsqueda de la otra mitad como móvil del
sentimiento amoroso para alcanzar la completud perdida, Freud lo trasladará al mundo psíquico. Desplazará la tensión entre la
incompletud (la castración, la falta en Lacan), y el objeto que la colma, al interior
del aparato psíquico y a los orígenes de la
biografía del sujeto, es decir, a la infancia.
Veamos brevemente lo que nos cuenta
Freud (6) sobre el enamoramiento, siguiendo dos textos fundamentales: Introducción
al narcisismo (1914), y el capítulo VII de
Psicología de las masas y análisis del yo
(1921)
Dice Freud: «en ciertos casos el enamoramiento no es sino un revestimiento de objeto por parte de los instintos sexuales, encaminado a lograr una satisfacción sexual
directa y que desaparece con la consecución
de este fin...». Ahora bien, «la certidumbre
de que la necesidad satisfecha no tardará en
resurgir hubo de ser el motivo de la persistencia del revestimiento del objeto sexual,
aún en los intervalos en los que el sujeto no
sentía la necesidad de 'amar'». Aquí Freud,
al igual que Plutarco (s. 11), Avicena (s. XI)
o Marsilio Ficino (s. XV), concibe el amor
como una pasión de los sentidos, «una emoción de la sangre» dirán los clásicos, que toma fuerza poco a poco por la esperanza de
la voluptuosidad ligada a la satisfacción del
deseo sexual. El amor aparece como envoltura ideal de la sexualidad. Pero se trata de
una sexualidad que compromete a todo el
sujeto, una sexualidad de naturaleza infantil, cono ya veremos.
Freud indagará sobre el origen de este
sentimiento. En el ser humano el primer
objeto de los instintos sexuales o pulsión
son los progenitores: la madre, y el padre,
en este orden. Pero la cultura, el atravesamiento por el complejo de Edipo con la
incorporación de la ley, la aceptación del
tabú del incesto, y la identificación sexual
con uno u otro sexo, obligarán a la represión de estas pulsiones y al renunciamiento
de los fines sexuales infantiles. Los afectos
sufrirán un nuevo proceso de disociación,
ya no sólo serán de amor y odio, sino que
también se dividirán en sentimientos calificados de «tiernos» o «coartados en sus
fines sexuales», y otros en los que perduran
los fines sexuales directos. Ambos podrán
aparecer separados o unidos, y sus combinaciones darán lugar al complejo caleidoscopio del mundo amoroso.
Con el pasaje por el complejo de Edipo,
el aparato psíquico sufrirá algunas modificaciones que ya tenían sus precursores en
las fases anteriores de la libido. Estamos
refiriéndonos a la aparición de ciertas
estructuras lógicas que Freud llamó Ideal
del Yo y Super-yo. Ambas instancias formadas por la identificación e incorporación
en el niño de los padres infantiles idealizados, en sus dos vertientes, como modelos a
seguir en el proceso de socialización del
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sujeto (Ideal del Yo), o como prohibiciones
(Super-yo).
En la pubertad, con la revolución hormonal, surgirán tendencias orientadas
hacia fines sexuales directos. «Surge la ilusión de que el objeto amado sensualmente,
lo es también a causa de sus excelencias
psíquicas, cuando es la influencia del placer sexual lo que nos ha llevado a atribuirle tales excelencias (idealización)>>. El
joven o la joven enamorada, amará ese
objeto a causa de las perfecciones a las que
hemos aspirado para nuestro propio yo proyectadas en él. El objeto ocupará el lugar
del Ideal del yo. Será una supuesta réplica
de aquellos padres infantiles idealizados,
amados plenamente. La exaltación amorosa tendrá que ver con la recuperación narcisista del yo que ve disminuir, con la posesión del objeto idealizado, la distancia
entre él y su ideal, tal y como también sucede en la manía.
Otro tanto sucederá en la pareja.
Detenninantes inconscientes están en la
base de la elección amorosa, los enamorados se «eligen» a partir de ciertos rasgos
que son reconocidos en el inconsciente
como pertenecientes a los objetos de nuestro primer amor. De ahí la cantada situación
del reencuentro, del re-conocimiento, «te
amo desde siempre», desde antes de conocerte, que preside las primeras efusiones
amorosas. El amor aparece como reencuentro -«supe que era ella/él»-, porque el sujeto que lo provoca, tomado como objeto de
amor (y objeto en psicoanálisis es una
representación inconsciente), encarna a
otro objeto anterionnente perdido.
No te amo a ti. En ti, amo lo que encarnas. Amo a otro. «Es el enigma del ser lo
que atrae, la nostalgia de algo perdido, de
algo soñado en la infancia, inconsciente»,
dice Carlos Gunnéndez (7).
Con la palabra amor nombramos un
anhelo de plenitud mítica, que soñamos
perdida, una nostalgia de algo que acaso
nunca existió como parte de nuestra experiencia. Plenitud, nostalgia de plenitud que
tiene su origen a la lógica oposición de los
conceptos una vez idealizados, o a la incapacidad intrínseca del yo para aceptar la
castración, de ahí que la ignore con la producción de mitos que remiten a una etapa
donde no falta. Platón la colocará en el
pasado de la humanidad y Freud en el pasado del ser humano.
En este momento inicial del enamoramiento, el diálogo, la comunicación, en lo
que tiene de supuesto, de ficción, parece
plena. En realidad se trata de un «entendimiento mutl1;o imaginario», preservado,
mantenido, por la ignorancia del otro de la
realidad.
Después de este encuentro se inicia la
comunicación y ésta, inevitablemente,
mostrará que no somos lo que el otro creía
o esperaba. Un sentimiento de frustración
aparece acompañando toda relación amorosa, forzosamente ambivalente ya que el
amor hiere nuestro narcisismo, pues hace
patente al yo su incompletud, por más que
la posesión del objeto amado lo restituya.
Pero, al mismo tiempo, el amor logrado
incrementa nuestro narcisismo al acercar
-co~o va dijimos- el yo al ideal al que
aspira.
De esta naturaleza mixta, compuesta de
amor y de odio, de narcisismo y de dependencia, se nutren las incesantes disputas de
los amantes.
Para Barthes (8): «Si el exilio de lo
Imaginario es la vía necesaria para la
«curación» (del enamoramiento), debemos
convenir que aquí el progreso es triste...
Una expresión regresa sin cesar: ¡Qué lástima!».
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Es la decepción. La comunicación que
se da en la relación amorosa comporta
decepción.
«Sobre la figura perfecta y como embalsamada del otro (tanto me fascina), percibo
de repente un punto de corrupción. Este
punto es menudo: un gesto, una palabra, un
objeto, un traje, algo insólito ¡que surge
(que despunta) de una región que jamás
imaginé, y que vincula bruscamente al
objeto amado con un mundo simple... !
Estoy atónito: escucho un contrarritmo:
algo como una síncopa en la bella frase del
ser amado, el ruido de un desgarrón en la
envoltura lisa de la Imagen» (subrayado,
nuestro), sigue diciendo Barthes.
Por eso los poetas, para preservarse de
esa decepción y sostener el ideal del amor,
cantan al amor no consumado, al amor platónico, porque la consumación del amor
nos castiga, como cuenta la leyenda, con su
desaparición, mientras que el amor no
correspondido preserva el ideal, al no
poder confrontar al amado con la realidad.
De ahí que los obstáculos sean un acicate
del amor que los propios amantes cultivan,
tal y como nos enseña el análisis de la poesía trovadoresca.
Existe en nosotros un gusto aparentemente paradójico por el amor desgraciado,
porque pervive en nuestra memoria inconsciente el modelo de la primera pasión, que,
para nuestro bienestar, habrá de acabar
siempre en abandono. El sufrimiento se
constituye, así, en la otra cara del amor,
está indisolublemente unido a él, de modo
que la felicidad, la estabilidad amorosa nos
aburre. ¿Es esto amor si no comporta sufrimiento?, se pregunta el niño escondido en
el enamorado. Sin embargo, la experiencia
del amor pasión es irresistible. No soportable, conduce al aniquilamiento del yo en
favor del objeto y a la muerte.
Pero ¿por qué hablamos?, si la comunicación acabará con nuestro amor.
Hablemos, puesto que algo nos falta
De la angustia que nace de un cierto
reconocimiento de la falta, de la experiencia de la separación, de la incompletud,
surgen las palabras. Cuando la ausencia se
instaura, aparece el lenguaje. Es preciso
que el amado no esté para que se le cante.
En este sentido la génesis de la poesía amorosa, «se canta lo que se pierde», y del lenguaje en los niños son idénticas. Es la
ausencia de la madre, lo que dará lugar al
significante «mamá», que, a su vez, representa el objeto en tanto perdido. Pero la
palabra no es el objeto.
Por eso todo acto de comunicación
humana, aunque siempre será estructuralmente fallida, pues deja un resto de incomunicable, implica una demanda de presencia. Una demanda amorosa. Dicen los
amantes: «ven conmigo, tenemos que
hablar».
Las palabras de amor se dirigen a un
otro del que se espera que colme la herida,
un otro imaginario, irreal, ficticio, que es el
receptor de una demanda que él no podrá,
nunca, colmar. Porque, entre otras muchas
consideraciones (la más relevante es que
dicha demanda es insaciable), no es a él a
quien va dirigida, sino a un otro original en
cuyos rasgos el enamorado le reconoce, un
otro del que el amado no es más que un triste señuelo.
El amado ocupa el lugar de la fe, de ahí
la similitud entre la mística religiosa y el
discurso amoroso. Decía Lacan que dios es
inconsciente, haciendo referencia a que
aparece como una construcción para colmar el lugar de lo que nos falta. Es una fe
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puesta en la recuperación de un paraíso
perdido... y recuperado en ti (dios o
amado/a).
Así pues, tras ese encuentro cargada de
proyecciones surgen las palabras, como
proyecciones necesarias. Pero cada enamorado habla en su lengua materna (retengamos la expresión «lengua materna»), la
lengua de la connotación, de los afectos,
del inconsciente, y el otro le escucha desde
la suya propia. Un diálogo en dos idiomas
intraducibles.
Sin embargo, más allá de las mistificaciones del amor, de sus deformaciones,
existe una comunicación posible que se
producirá si los amantes que logran un
amor consumado sobreviven al choque de
dos malentendidos (malentendido como
mala interpretación, equivocación en el
entendido de una cosa; también como
suposición o impostura):
1. El malentendido del tú y del yo, que
hasta aquí hemos pretendido reflejar. Milan
Kundera (9) lo sintetiza magistralmente:
«Cuando se trata de amor verdadero, el
amado importa poquísimo». 0, leemos en
un poema del murciano Javier Marín (10),
«Te amo, pero no tiene nada que ver contigo». Cada uno es otro para el otro.
Lacan (11) ilustra el encuentro sexual
con los círculos de Euler, mostrando que en
el punto de encuentro entre el hombre y la
mujer, en la conjunción sexual, ahí donde
debería estar presente el falo no lo está. El
falo como objeto que colma la falta, sólo
existe como ausencia, como falta, como lo
que no se es y no se tiene. Es una dialéctica de los dones donde se ofrece lo que no
se tiene. El hombre hará de la mujer el símbolo de su «omnipotencia fálica», encamará ese objeto que a él le falta. Y la mujer,
antes del análisis, se situará como siendo el
falo del hombre, su objeto de deseo.
2. El imaginario social sobre el amor.
El amor es el nombre que el orden
patriarcal ha puesto a unos sentimientos
ambivalentes, discretos, fragmentarios porque están sujetos a la aparición y a la desaparición, tiernos, agresivos y sexuales, para
encauzarlos en un determinado orden
social que es el nuestro (12). El amor, así
nombrado, es un mito, no existe, por más
que nos pese, en su forma ideal.
Cada época está inmersa y construye, en
ese recíproco generarse que es la construcción social de la realidad, unas figuras
sobre el amor. «Nadie amaría de no haber
oído hablar sobre el amor», dice La Rochefoucauld.
George Duby (13) analizó la influencia
en occidente de las formas del amor cortés,
y Denis de Rougemont insiste en la paradoja que nuestra concepción del amor
implica para la construcción de una sociedad estable. Al separar amor y matrimonio
-dirá Rougemont- los occidentales nos
debatimos entre la necesidad social de un
contrato matrimonial, de una monogamia
tan institucional o no como se quiera, y la
nostalgia de la pasión, del sentimiento
amoroso como transgresión de las leyes,
del amor pasión.
Cincuenta años después de los análisis
de Rougemont, traspasadas las fronteras de
la ,sexualidad y del divorcio, el discurso
amoroso sufre la imparable trivialización
que discurre paralela a la historia de nuestra sensibilidad; es un discurso huérfano,
como dirá Barthes, fragmentario, marginal.
¿Cuáles son las figuras del amor en
nuestros días?
¿Existe un imaginario específico sobre
el mismo o asistimos a una pluralidad de
figuras? La influencia incuestionable de la
liberación de la mujer y su incorporación al
mundo del trabajo, junto con el divorcio y
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la proliferación de relaciones no institucionalizadas, han devaluado la tragedia del
amor pasión, al acabar con las leyes a las
que se enfrentaba. Ya no hay transgresión
ni culpa, Ginebra ni Lanzarote. A mi juicio,
hoy lo obsceno del amor no es el sexo, sino
el sentimiento. La sospecha de nuestra
sociedad no recae sobre el promiscuo, sino
sobre el apasionado, el loco de amor, el que
ama con amor pasión. De él se apropia el
discurso sobre la locura.
Sin embargo, el actual imaginario social
del amor está por investigar. Para lean
Baudrillard (14) en los últimos dos o tres
siglos el modelo de amor es el amor materno (amor materno cuya desmitificación, a
mi juicio, aún está por hacer). Dice: «El
amor Jou, el amor pasión está completamente muerto en su movimiento heroico y
sublime. Lo que está en juego actualmente
es una demanda de amor, de afecto, de
pasión, en una época en que su necesidad
se hace sentir cruelmente. Es toda la generación que ha pasado por la liberación del
deseo y del placer, toda esa generación fatigada por el sexo la que reinventa el amor
como suplemento afectivo o pasional. El
nuestro es amor neorromántico... Pero ya
no se trata de predestinación ni de fatalidad, sólo se trata de liberar una potencialidad entre otra y, después, de una fase tan
larga de «desublimación represiva», como
diría Marcuse, abrir el camino a una «resublimación progresiva».
A la sentimentalidad del amor materno
que impregna nuestra cultura, según
Baudrillard, sólo escapa la seducción «porque no es una demanda, sino un desafío; se
opone a él de la misma manera que el duelo
puede oponerse a lo fusional».
Sin embargo, el artificio de la seducción
es otro modo para escapar de la castración,
para negarla al nivel más imaginario ha-
ciendo del amor un fetiche con el que taponar el agujero de la falta. Nuestra época es
una época perversa. El perverso es para el
psicoanálisis aquel que pretende eludir la
diferencia entre los sexos que lo limita, para
ello intentará velar la castración y donde debería aparecer un agujero en la mujer, aparece el fetiche que hace las veces de falo.
Nuestra cultura del simulacro, donde la
realidad es virtual, la imagen sustituye a la
realidad, no precisa de referentes fuera de
ella para adquirir carácter de verdad; esta
cultura pretende eludir los límites, el modelo exportado de América implica un mandato que excluye la insatisfacción. «Sedfelices», obesos consumidores de bienes y de
amores.
La omnipotencia de la razón ilustrada
era otra forma de negar el límite de la
razón. Freud hizo que vislumbrásemos la
frontera con el descubrimiento del inconsciente, conceptualizando la intuición de los
poetas. Pero aceptar los límites de la razón,
el determinismo del inconsciente, las servidumbres de nuestra volición, no significa
renunciar a una razón crítica, a una voluntad que se enfrente a esos determinismos
que nos encadenan. Ni tampoco exaltar los
sentimientos y lo oscuro, como en la religión romántica.
Se trataría, más bien, de aceptar la participación de unos y otros, en su constante
articulación. Lo contrario es funcionar con
la lógica de los opuestos, del todo o nada,
de la omnipotencia o la impotencia infantiles.
Cuando el discurso de los medios de comunicación nos propone «Necesito amor»,
el mensaje que se difunde es engañoso pues
el amor aparece como respuesta a una insatisfacción que tiene su frente en muchos órdenes. Es un mensaje conformista. El amor
así expresado es conformista porque da
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«sentido a la vida», es, según algunos, «el
sentido de la vida». Un sentido pleno, totalitario, que se asemeja al fanatismo religioso. El fanático, como el amante apasionado
(15), encuentra el sentido pleno en su religión, ella satisface todas sus respuestas como la del amante lo hace con las demandas
del amado. En ambos casos el sujeto queda
anegado, arrasado por el objeto, sea éste el
amante o la religión. La agresividad contenida en esta confrontación con el objeto
que aliena se manifiesta en la violencia del
fanático y en el crimen pasional.
Sigue Baudrillard: «el amor no existe».
Debería existir pero no existe. Los amantes
de la época romántica no han tenido otra
solución que suicidarse juntos para absolutizar un intercambio imposible. La sublimidad del amor reside en su propia muerte. El
amor-pasión sólo puede realizarse en este
vértigo antierótico, antinatural, que nunca
es una manera de vivir.
Ahora bien, ¿por qué es este vértigo
antierótico, antinatural? Lo es porque el
amor-pasión tiene que ver con el goce, y
por tanto, con la muerte, con la aniquilación
del sujeto en un goce mítico que aspira a la
unidad. Es un goce inconmensurable, contrario a la posible cuantificación del placer.
El encuentro sexual entristece porque nunca es lo que promete ser. Como mucho, da
placer y el placer no es lo que buscan los
apasionados. El placer es algo que puede
medirse, que está o no está, es grato versus
lo ingrato. El gozo aspira al todo, la pasión
es todo sufrimiento, todo goce.
Los hombres y las mujeres que aman así
sienten su sentimiento amoroso como una
enfermedad, una convulsión que los arrastra «fuera de sí», y se quejan de su depen.dencia, de su humillación, de su alienación
en el otro que desean. En algún lugar de
ellos mismos quieren, sobre todo, librarse
de esa carga, de esa repetición sine die que
les lleva a la búsqueda de una simbiosis
perfecta con el objeto (¿materno?).
Por otra parte, esta búsqueda es de un
objeto que ya está perdido, es más, de un
objeto que nunca se tuvo totalmente. La
experiencia de la unidad con el otro, de la
plenitud, no es vivida por el niño... nunca.
Sin embargo aparece en nosotros como una
nostalgia de un paraíso perdido, como el
encuentro añorado con el andrógino que
fuimos. De lo que tenemos experiencia es
de la separación y de la ausencia, que nos
hace reclamar una presencia que nunca fue
ni será del todo satisfactoria, porque en lo
vivo existe siempre la tensión. Cabe entonces una cierta identificación entre la pasión
y la compulsión a la repetición, o la pulsión
de muerte.
La sexualidad sobre la que se edifica el
amor-pasión no es una sexualidad genital,
es una sexualidad total, perversa polimorfa,
que compromete a todo el cuerpo, como la
que caracteriza al niño pequeño en las primeras fases de la libido. Es a esto a lo que
aspira el amor pasión, no a un placer de
órgano, sino a un goce más allá, trascendente, que roza la muerte.
Podemos decir que, sociológicamente,
existe una imparable tendencia al incremento de los divorcios y las separaciones.
pos de cada tres parejas se separan al cabo
de siete años de relación, según datos tanto
de Europa como de Estados Unidos.
Vivimos en una sociedad que privilegia
lo imaginario, la cultura del simulacro, en
un intento perverso por borrar la falta, ellímite, la diferencia. El pensamiento único
pretende homogeneizar, eludir las diferencias que muestra la alteridad. Es una sociedad que crea fetiches para ocultar la angustia que produce el descalabro de la razón.
Allí donde deberíamos intentar rodear el
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malestar nombrándolo, lo clausuramos con
un acto o con un objeto, eludiendo saber de
él.
La comunicación, el conocimiento del
otro nos confronta con su límite, con el
nuestro de pasada, y no parecemos muy
contentos con él. Preferimos, seguir buscando insistentemente. No es él/ella, pero
existe otro/a, nos consolamos.
El desenamoramiento inevitable, el
pequeño punto en la nariz de Barthes que
inicia el descenso de la idealización del
amado, no dará lugar al conocimiento del
otro de la realidad, no dará lugar al desvelamiento de la verdad de la falta, que es
irreparable, sino a una cadena de sustitutos,
a un consumo de amantes que mantengan
vivo el engaño de que la -completud, la
satisfacción plena, la felicidad permanente,
es posible. Cadena que mantenga intacta,
en suma, la ficción de nuestro narcisismo.
Este «autoengaño» sobre el paraíso en la
tierra, sobre la posibilidad de un encuentro
con el otro que nos complete y nos libere
_de la angustia de existir, esta ilusoria
creencia en una virtual sutura de la falta,
implica la repetición de la estructura edípica en los adultos que no renuncian a la
idealización de los padres interiorizados, ni
a la idealización del otr%tra del amor.
Esto es, pretenden zafarse de la conciencia
del conflicto permanente entre la realidad y
el deseo. Nuestra educación sentimental,
heredera del amor pasión, ha obviado
transmitir esta faceta desmitificadora del
amor, manteniéndolos en el engaño.
La constatación inevitable de la falta en
el otro, de su inadecuación para colmarnos,
no lleva consigo el aprendizaje de la castración universal, sino de una castración contingente, que permite mantener la esperanza de la no-falta. El engaño nos aboca a un
«consumo» de objetos amorosos tanto co-
mo de productos de mercado, en un esfuerzo digno de Sísifo: enamoramiento-desilusión, nuevo enamoramiento-desilusión....
donde lo único que cambia es la apariencia
ilusoria de la roca, puesto que su naturaleza
es siempre la misma. Un desplazamiento
infinito, una metonimia incesante.
La comunicación amorosa, de producirse sin devastar tras ella el amor, sino modificándolo al intentar reducir lo que comporta de imaginario, sería aquella practicada entre dos sujetos conscientes de su castración, un lugar íntimo «en el que aún sea
posible hablar de las heridas», Julia
Kristeva (16), desprendiéndose de la imagen narcisista, tolerando el conocimiento
del otro en lo que tiene de diferente, de
defectuoso, y también de especular.
Este proceso de comunicación es una
lucha, un logro, una construcción de los
participantes, que se desprenden de su velo
imaginario para iniciar su mutuo conocimiento. Es un acto de la voluntad y de la
razón, de una razón crítica, un proceso simbólico. Los obstáculos serán muchos, a
cada paso aparecerá el otro infantil demandando lo que tuvo en demasía, o lo que
nunca tuvo, y las demandas de uno y otro
se entrecruzan. André Green (17) nos alerta: «No es coherente afirmar la alienación
total, definitiva e incurable del deseo en su
narcisismo, tesis no menos ideológica que
sostener que el objeto se revelará un día en
su verdadera luz». Las variaciones entre
una y otra posibilidad son infinitas; en la
base de su elección se encuentra la ineludible responsabilidad del sujeto que ha de
decidir si quiere lo que desea, distinguiéndose o no de su determinismo inconsciente.
La elaboración de un lenguaje del amor
requiere tiempo para descifrar una lengua
materna y otra, para identificar los malentendidos y despojarlas de supuestos. Es un
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lenguaje que está reñido con la tragedia, tan
cara a la pasión, pues se inscribe en lo cotidiano de la existencia, en lo que tiene de
más vulgar e intercambiable. No tiene trovadores que le canten, porque su génesis
reside en la presencia, ya que sin encuentro
no h.ay verdadero diálogo.
BIBLIOGRAFÍA
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Lola López Mondéjar. Psicóloga. Psicoanalista.
Correspondencia: Lola López Mondéjar. Gran Vía, 28, 3. 8 izda, 30005 Murcia.
Fecha de recepción: 27-X-1998.
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