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Cómo nos olvidamos de Irak, por Jon Lee Anderson
Jon Lee Anderson · Wednesday, March 20th, 2013
¿Qué podemos decir sobre Irak después de diez años? Hoy se cumplen diez años
desde la noche en que se desplegó la Operación “Shock and Awe”. Estaba con tres
reporteros más en el balcón de un hotel de Bagdad mientras mirábamos, asombrados.
Con cada explosión sentíamos que nos faltaba el aliento y soltamos un grito
involuntario cuando más de dos mil misiles norteamericanos arrasaron la ciudad que
nos rodeaba, arruinando los edificios más icónicos de la república palaciega de
Saddam. A la mañana siguiente, los iraquíes fueron a trabajar como siempre hacen.
Los trabajadores pasaban inmutables por las ruinas humeantes del palacio, sin mirar.
Era una vieja costumbre de auto-protección que los iraquíes habían aprendido durante
el régimen de Saddam: bajo posible pena de muerte, tú no podías mostrar que te diste
cuenta de cualquier cosa que él o su familia había hecho, mucho menos comentarlo. Y
así, en el primer día que se hizo evidente que el gobierno de Saddam iba a ser
finalmente pulverizado, lo más sensato para los iraquíes era seguir ignorando lo que
se presentaba frente sus ojos.
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Durante las próximas tres semanas, mientras el bombardeo iba en aumento, la
mayoría de los iraquíes continuaba observando y esperando en silencio. Lloraban de
dolor al perder a alguien cercano, pero no escuché a ninguno maldecir a los
estadounidenses –ni a Saddam. Para el momento en que las tropas estadounidenses
aparecieron el 9 de abril en el centro de Bagdad, cada uno de mis conocidos había
perdido a un familiar en una explosión o en alguno de los letales tiroteos urbanos que
ocurrieron durante las últimas 24 horas. A pesar de su “inteligencia”, hubo suficientes
bombas (mal disparadas o que fallaron sus objetivos) que mataron a cientos de civiles.
Aún así, entre las familias de los iraquíes que conocía, lloraban y atribuían sus
pérdidas a la suerte de Dios, mientras que expresaban su satisfacción de que los
estadounidenses, después de tanto tiempo, estaban allí para rescatarlos. Esperaron
que les dijesen qué hacer. Nunca llegaron las instrucciones.
En cambio, mientras los estadounidenses permitían que saquearan la ciudad,
incluyendo a los arsenales de guerra, —en muchos casos, por miembros del antiguo
régimen— y se emitían decretos que disolvían al viejo ejército y prohibían el Partido
Baath, mis amigos iraquíes se mostraban desconcertados al principio y, luego,
temerosos. En pocas semanas, el régimen “derrotado” y sus aliados yihadistas
comenzaron, por supuesto, a defenderse. Y así comenzó la verdadera guerra de Irak.
Casi todos los iraquíes que conocía tuvieron que huir del país y hoy viven en el exilio:
en Suecia, en Chipre, en el Reino Unido, en los EE.UU. y en muchos otros países.
Nos retiramos sigilosamente de Irak en 2011. Hoy en día, con menor interés por
Afganistán —la otra guerra librada por EE. UU. que ahora llega a su fin, la misma que
hace cuatro años el presidente Barack Obama creía que todavía valía la pena
combatir—, Irak se ha convertido en el Gran Innombrable Estadounidense, debido al
fiasco que fue.
Irak ha sido erradicado del discurso nacional de Estados Unidos como una piedra
caliente desde que las últimas tropas de combate estadounidenses fueron retiradas.
Su desaparición coincide con la del hombre que lanzó la guerra, George W. Bush. Casi
nadie ha dicho algo, aparte de notas conmemorativas del aniversario, desde el
discurso de Obama que cerró ese capítulo, en el que destacó sin falta los logros de
Estados Unidos en Irak. En la parte más surreal del discurso, Obama, sonando ante el
resto del planeta como el Presindente Ejecutivo de DHL, describió como un logro
loable que “miles de toneladas de equipo han sido empacados y enviados de vuelta.”
A pesar del éxito tardío que generó el surge del general Petraeus, en 2007, y el
concurrente Despertar Sunita (ambos sucesos permitieron llevar a cabo nuestra
retirada de tropas con un mínimo de decencia), la guerra de Irak representa un
desastre geoestratégico de proporciones colosales para los EE. UU., por no hablar de
la catástrofe humanitaria sufrida por los iraquíes. Irak sigue siendo un país
gravemente deteriorado. En realidad, Irak, hoy en día, es un estado finlandizado[1],
bajo la influencia de un Irán ultrajante y antioccidental.
Manteniendo la costumbre nacional (¿alguien recuerda a Vietnam?), sólo calculamos
el número de estadounidenses que murieron en Irak. Nuestros cuatro mil
cuatrocientos ochenta y seis muertos han sido cuidadosamente tabulados. En cuanto a
los iraquíes, nadie sabe cuántos murieron. Durante la guerra en sí, como es bien
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sabido, el Pentágono declaró que no llevaba las cifras de víctimas iraquíes, y así sigue.
Han diversos estimados, pero parece probable que, como mínimo, unos ciento
veinticinco mil iraquíes murieron a consecuencia de nuestra invasión y —debe
decirse— siguen muriendo en la actualidad. Pero la única película de Hollywood que
consagra nuestra experiencia de Irak, y que un número considerable de
estadounidenses vieron, fue The Hurt Locker, una película autorreferencial acerca de
nuestro dolor, no el de los iraquíes. Hay, por su parte, juegos de video populares como
Call of Duty y Full Spectrum Warrior, en los que virtualmente millones de nosotros
regresamos con regularidad a Irak y ganamos batallas que realmente perdimos o que
nunca libramos realmente.
La nueva normalidad en Irak es la de un país donde se produce petróleo y en el que en
ciertas partes de Bagdad ha recuperado su vida nocturna. Pero es también un lugar en
el que estallan bombas suicidas aquí y allá, cada dos o tres días, con la regularidad de
los tornados que azotan Oklahoma. Como muestra de esto, la facción de Al Qaeda en
Mesopotamia (la fuerza terrorista que nuestra invasión mal concebida desenterró del
cofre de horrores de Irak) salió ayer, en el aniversario del inicio de las hostilidades, y
detonó bombas que mataron a por lo menos cincuenta y siete personas. Mientras
celebramos —¿qué? ¿Ya no estar ahí?— dediquemos un momento a Irak y a los
iraquíes.
***
[1] Término peyorativo que refiere al proceso por el cual las políticas de un país son
influenciadas por las de otra potencia de mayor poder político. Proviene de la
percepción occidental respecto a Finlandia y su relación con la Unión Soviética
durante la Guerra Fría.
***
Texto publicado en The New Yorker
This entry was posted
on Wednesday, March 20th, 2013 at 6:52 pm and is filed under Actualidad
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