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Aitor Ibarrola-Armendáriz – Contexto y perspectiva general del naturalismo
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ÁREA: Literaturas Extranjeras-Norteamericana
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Aitor Ibarrola-Armendáriz – Contexto y perspectiva general del naturalismo
CONTEXTO Y PERSPECTIVA GENERAL DEL NATURALISMO
ISBN- 978-84-9822-623-2
AITOR IBARROLA-ARMENDARIZ
[email protected]
THESAURUS: Naturalismo, realismo literario, determinismo filosófico, universo de
fuerzas, objetividad y materialismo, darwinismo social, Émile Zola, Stephen Crane,
Ambrose Bierce, Frank Norris.
OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS EN LICEUS: Contexto y perspectiva general
del realismo (15), Regionalismo y color local (16), Fin de siglo e historia intelectual
(19), Contexto y perspectiva general del modernismo (24).
RESUMEN: Este artículo ofrece un análisis en profundidad del contexto histórico y las
múltiples influencias tanto literarias como socio-culturales que convergieron en lo que
hoy conocemos como la corriente naturalista de la literatura norteamericana. Se hace
especial hincapié en una serie de transformaciones económicas y sociales que se
produjeron tras la Guerra Civil y que supusieron un radical cambio de paradigma en la
forma de concebir al ser humano en su relación con el entorno y con sus propios
ideales. Debido a la diversidad y complejidad de las distintas influencias —muchas
relacionadas con los cambios internos de la nación, pero otras llegadas a través de las
ciencias y de las artes desde el viejo continente— la narrativa naturalista se nos
presenta como un arte proteico que adopta diferentes formas dependiendo de las
distintas vivencias e intereses de los autores. Aunque la mayoría de ellos revelan una
clara afinidad a las tesis del darwinismo social y de un determinismo pesimista, cada
artista incorpora una serie de elementos idiosincrásicos que enriquecen su visión. En
este artículo sólo nos ocupamos de los tres o cuatro autores que produjeron sus obras
más memorables antes del cambio de siglo (1900).
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1. Introducción
Pocos periodos en la corta historia de los EE.UU. han sido testigo de la increíble
aceleración socio-económica que se produjo entre la Guerra de Secesión y la Primera
Guerra Mundial (1865-1914). Las causas de esos cambios acelerados fueron, como
veremos más adelante, muy diversas y afectaban a ámbitos tan distintos como el de la
educación, las migraciones humanas, la economía o las relaciones entre la religión y
las ciencias. En cualquier caso, de lo que no cabe ninguna duda es que el país que se
había lanzado a una lucha fratricida a mediados del XIX tenía muy poco que ver con el
que entró ya como superpotencia mundial en el siglo XX. No es de extrañar por ello
que muchos críticos e historiadores hayan definido este periodo de apenas cuarenta
años como aquel en el que la cultura estadounidense perdió los últimos vestigios de su
inocencia. Debido sobre todo a los descomunales desplazamientos demográficos, al
desarrollo tecnológico e industrial y al cambio de los valores que dominaban la vida de
una mayoría de los norteamericanos, se hizo obvio que los mitos e ideales que habían
guiado las reflexiones de pensadores y literatos como de Tocqueville, Jefferson,
Emerson o Holmes habían perdido ya buena parte de su vigencia. Los
transcendentalistas fueron los últimos en ver signos de continuidad entre la naturaleza,
el hombre y ese Ser Superior que todo lo había creado. Tras la contienda civil entre un
sur todavía agrícola y el norte más industrializado resultaba mucho más difícil
vislumbrar toda aquella red de interconexiones entre lo humano y lo divino que había
resultado tan manifiesta para Emerson y sus coetáneos.
Las tres últimas décadas del siglo XIX y la primera del XX se caracterizaron por
la eclosión de nuevas aspiraciones tanto intelectuales como literarias que intentaban
dar respuesta a los retos y preocupaciones que surgieron como consecuencia de la
gradual volatilización del idealismo y el individualismo a ultranza que habían dominado
épocas anteriores. Con la consolidación de nuevos avances tecnológicos, sociales y
sobre todo económicos, el universo había dejado de ser aquel sistema equilibrado y
armónico que había cautivado la mente de artistas y pensadores de principios del XIX.
Como Leo Marx demuestra en su clásico The Machine in the Garden, aquel paisaje
pastoril y paradisíaco de la Norteamérica de los primeros años de la república se vio
sustituido por un caos de fuerzas —con frecuencia antagónicas— que desorientaban
al individuo hasta convertirlo en víctima propiciatoria del sistema. En este contexto, la
voluntad humana perdía buena parte de su relevancia pues resultaba inefectiva frente
a una serie de condicionantes internos y externos que iban a determinar el destino de
cada persona. Mientras que los novelistas realistas creían todavía que el poder de
decisión del individuo valía para algo —véanse los ejemplos de personajes literarios
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como Huck Finn, Silas Lapham o Isabel Archer—, los naturalistas van a ofrecer una
visión más sombría de la realidad con unos personajes que difícilmente encuentran el
espacio necesario para imponer sus propios deseos. La celebración del centenario de
la Declaración de Independencia de la nueva república, que tuvo lugar en Filadelfia en
1876 y contó con la presencia de diez millones de visitantes, hizo evidente todas las
luces y sombras que acompañaban la transición del país de su tierna infancia a su
edad madura. Si bien era evidente que los EE.UU. estaban llamados a ocupar un lugar
destacado en el nuevo orden mundial por su potencial económico y su posición
geopolítica, no lo era menos que la Gilded Age (era dorada), que Twain y Warner
retrataron en su emblemática obra con el mismo nombre, ocultaba otras realidades
mucho menos cautivadoras. De hecho, la ficción, y en algunos casos el teatro y la
poesía, de los autores de finales del XIX centró su atención en los costes que
innumerables seres humanos hubieron de pagar por la transformación de una
sociedad agrícola y rural en una industrial y urbana, por la súbita erupción de un
capitalismo financiero desenfrenado que estaba hambriento de recursos naturales y
mano de obra, por la búsqueda de nuevos horizontes tras el cierre de la frontera del
oeste americano en 1893 o por la invención de novedosas máquinas que dejaban
obsoletas toda una serie de profesiones (ver la poesía de E.A. Robinson).
Es muy probable que si a cualquier estudioso de la literatura norteamericana se
le preguntase por las figuras clave del American Renaissance (romanticismo) y de la
corriente realista, no tendría mayor problema en designar a Ralph W. Emerson y a
William D. Howells como los verdaderos catalizadores de estos movimientos literarioculturales. Más difícil resultaría realizar este ejercicio con respecto al grupo de artistas
que habitualmente han sido clasificados como pertenecientes a la corriente naturalista:
Stephen Crane, Frank Norris, Ambrose Bierce, Jack London o Theodore Dreiser. En
efecto, como González Groba (2001: 130) y otros han observado acertadamente, “las
diferencias entre las características y las modalidades de ficción de estos escritores
resaltan a menudo más que las similitudes y tampoco es fácil extraer de sus obras de
crítica y de ficción una definición coincidente y consistente” de lo que cada uno de
ellos entendía por ‘naturalismo’. Si bien es verdad que la mayoría de las obras de
estos escritores comparten una serie de intereses temáticos y rasgos estilísticos,
pecaríamos de un evidente simplismo analítico si concluyésemos que todos ellos se
vieron guiados por unas pautas específicas en la representación artística. Es posible
que Pizer (1984: 9) esté en lo cierto cuando mantiene que debiéramos entender el
naturalismo literario como una ‘prolongación’ de la tradición realista, aunque, eso sí,
con una diferente orientación filosófica que pone el énfasis en un determinismo muy
pesimista que condena a los personajes a finales trágicos. Ahora bien, más allá de
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estas coordenadas tan amplias y generales, resulta complicado establecer una serie
de indicadores que nos permitiesen determinar el grado de fidelidad de los distintos
autores al naturalismo literario. Martín Gutiérrez (2003: 96) hace notar a este respecto
que desde sus inicios en la última década del XIX hasta el reformismo de cuarenta
años más tarde, “el naturalismo evolucionó al compás de las circunstancias y cambios
históricos concretos sin proponer un estilo específico”. Tanto la ausencia de un único
‘arbitro’ o catalizador entre esta joven generación de escritores como la rapidez de los
cambios de todo tipo tuvieron seguramente mucho que ver con la heterogeneidad y la
diversidad de su producción. Sin embargo, convendría también tener en cuenta las
distintas influencias —internas y llegadas del extranjero— que se conjugaron de
maneras muy particulares en cada uno de los autores para dar una forma concreta a
sus experimentos narrativos.
2. Una genealogía de la ficción naturalista
Numerosos especialistas han indagado recientemente en las influencias de distinta
índole que produjeron un radical cambio de paradigma en la forma de ver el mundo y
de representarlo de los escritores del periodo de entreguerras. Por una parte, se alude
con frecuencia a la Guerra Civil como el evento fundamental que marcó un antes y un
después en la historia del país al haber dado, paradójicamente, un impulso decisivo al
desarrollo industrial y organizativo del país. A nadie se le escapa que los conflictos
bélicos suelen tener ciertos efectos revitalizadores y la Guerra de Secesión resulta un
buen botón de muestra. En el periodo entre 1861 y 1869 se produjeron hitos históricos
tan importantes como el establecimiento del telégrafo transcontinental, la aprobación
del Homestead Act (1862) —que abrió vastas extensiones de tierras al oeste del país
a los espíritus más emprendedores y acabó por ‘arrinconar’ por completo a las tribus
nativas de aquellos territorios—, la fiebre del oro y la construcción del ferrocarril de un
extremo a otro de la nación, que atrajo cantidades ingentes de inmigrantes y pioneros
hacia esas tierras, mientras algunos empresarios empezaron a amasar incalculables
fortunas. En palabras de Mitchell (1991: 499), “el nuevo Gran Negocio hizo millonarios
a los Gould, Carnegie, Armour y Rockefeller, pero presionó a la abrumadora mayoría
de los americanos hacia la clase obrera industrial”. Resulta evidente que todos estos
movimientos de personas, capital e información produjeron profundos cambios en los
temas que iban a resultar de interés a los escritores pero, sobre todo, transformaron su
forma de ver el mundo, las relaciones humanas y las cuestiones morales. Al mismo
tiempo, parece poco probable que los autores de las dos últimas décadas del XIX en
Norteamérica vivieran ajenos a los giros copernicanos que la ficción narrativa estaba
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experimentando al otro lado del Atlántico. Casi todos los análisis de la novelística de
Norris, Garland o Dreiser comienzan por reconocer el influjo que la obra y las ideas de
escritores como Balzac, Dickens, Zola y Turgueniev tuvieron sobre sus narrativas. En
el caso de los autores naturalistas, fueron seguramente las reflexiones de Émile Zola
en los prefacios de algunas de sus novelas (véase el de Thérèse Raquin [1867], por
ejemplo) las que tuvieron una mayor incidencia en la forma de concebir el acto creativo
de los norteamericanos. Para ser concisos, dos fueron los principios fundamentales
que adoptaron de sus predecesores europeos: por un lado, el arte debía ofrecer una
representación objetiva y minuciosa de la realidad que les rodeaba y, por otro, esa
representación cuasi-científica debía evitar cualquier expresión de juicio moral acerca
de los eventos o acciones que en ella se recogían. Según Martín Gutiérrez (2003: 92),
aunque “la siembra del realismo [y naturalismo] europeo en América no produjo una
cosecha abundante, sí encontró un terreno abonado por el ambiente social en
ebullición y un momento histórico propicio”.
Pero quizás la influencia más importante sobre esta generación de escritores
no les llegó ni de su experiencia de un país en constante evolución —y expansión, ya
que fue entonces cuando se hicieron visibles los primeros signos de un incipiente
imperialismo— ni de allende los mares, pues como señala Mitchell (1991: 497), “la
mayoría de las revoluciones intelectuales europeas pasaron inadvertidas para los
naturalistas americanos”. No cabría decir lo mismo de los abrumadores avances
científicos desde el primer cuarto del siglo XIX, cuando Auguste Comte y Georges
Cuvier ya habían empezado a construir teorías más positivistas de las ‘ciencias
humanas’ que dejaban atrás tanto las constricciones de la fe cristiana como de la
ideología republicana. Pero fueron las tesis del inglés Herbert Spencer, combinadas
con las teorías de Darwin sobre la selección natural de las especies, las que a partir de
la década de 1870 cautivaron la mente de muchos norteamericanos. Para Spencer, la
sociedad habría de guiarse por dinámicas y principios similares a los que se observan
en la naturaleza, esto es, un laisser-faire a ultranza que haría que sólo los más fuertes
sobrevivieran a los inevitables conflictos sociales, económicos y culturales. Como
observa Roland Martin (1981: xi), “la idea de que la realidad es meramente un sistema
de fuerzas tuvo gran popularidad e influyó decisivamente en la América de finales del
XIX”. Ni qué decir tiene que esta nueva percepción de la realidad tuvo un impacto muy
importante en la forma de representar el entorno de los escritores naturalistas. Norris,
Cahan, Crane o Sinclair tienden a elegir personajes inadaptados o marginales del
tejido social que pierden progresivamente el control de su destino y son, finalmente,
destruidos por un universo totalmente indiferente a sus deseos y aspiraciones. “[P]ara
los escritores naturalistas”, mantienen Furst y Skrine (1971: 18), “el hombre es un
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animal cuya vida viene determinada por su herencia genética, las condiciones del
entorno y las presiones de cada momento”. Y añaden, “esta visión tan deprimente
priva al ser humano de su libre albedrío y de cualquier responsabilidad en sus
acciones ya que estas son el producto inevitable de unas fuerzas físicas y unas
condiciones que escapan totalmente a su control”. Un breve, pero muy conocido,
poema de Stephen Crane resume a la perfección esta cosmovisión naturalista:
Un hombre dijo al universo,
“Pero Señor, ¡yo existo!”
“Sin embargo”, contesto el universo,
“Ese hecho no ha creado en mí
Ningún tipo de responsabilidad”.
2.1 La cosecha de los cambios
Dado el papel primordial que las nuevas condiciones socio-económicas y fuerzas
físicas juegan en la ficción naturalista, conviene al menos realizar un somero repaso
de los factores que contribuyeron decisivamente a convertir la existencia humana en
una especie de parodia en la que la aplicación de consideraciones éticas resulta del
todo irrelevante. En su libro Harvests of Change, Jay Martin (1967: 21) explica que:
Asediada por toda clase de novedosas experiencias; enfrentándose a
profundas transformaciones en los patrones sociales y demográficos; perpleja y
deslumbrada por las nuevas fuentes de riqueza; entusiasmada con la ciencia y
los inventos, la forma de pensar norteamericana perdió su orientación y su
sentido de la realidad al no poder apoyarse ya en los valores tradicionales. Esa
forma de pensar de finales del XIX quedó fragmentada por un conocimiento
que cayó sobre ella de manera demasiado inesperada y repentina.
El primer capítulo de ese libro nos ofrece un sucinto e iluminador recorrido por
aquellos factores que ocasionaron la desaparición de la sociedad prebélica y la
aparición de un nuevo contexto en el que el sujeto había de guiarse por otros ideales.
En este sentido, era evidente que los estadounidenses ya no veían a los soldados y
aguerridos pioneros (ver la ficción de J.F. Cooper) como sus héroes culturales. Las
necesidades creadas por la Guerra Civil en los medios de transporte, industria textil,
armamento o el empaquetado de carne habían generado una actividad empresarial y
un grupo de empresarios que se iban a convertir en los verdaderos modelos a seguir.
Los relatos de Horatio Alger sobre el ascenso de héroes anónimos “de los harapos a la
abundancia” y los pasajes de los McGuffey Readers que cautivaron la imaginación de
los americanos desde 1840 hasta finales de siglo contribuyeron a la consolidación del
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nuevo mito. No es de extrañar por ello que el número de millonarios se disparase en
poco más de treinta años, pasando de ser alrededor de un centenar a sobrepasar el
número de cuatro mil para 1893. En su trilogía (The Octopus, The Pit, “The Wolf”)
sobre la producción, el transporte, la distribución y el consumo del trigo, Frank Norris
ofrece una fascinante disección de los mecanismos económicos que concentraron
más de una cuarta parte del capital de la nación en esas pocas manos. Por supuesto,
esa carrera ciega y desesperada de muchos ciudadanos hacia la riqueza dejo más
víctimas que triunfadores ya que “The Gospel of Wealth” (“El evangelio de la riqueza”),
que Carnegie propuso en su famoso opúsculo, se caracterizaba por el sacrificio de los
menos dotados y favorecidos en beneficio de los más fuertes. Figuras como la de
McTeague en la novela homónima de Norris o de Clyde Griffiths en An American
Tragedy (1925) de Dreiser revelan en toda su crudeza los terribles niveles de violencia
y degeneración a que podían llegar ciertos personajes en su incontrolada carrera hacia
un éxito material que casi siempre estaban totalmente fuera de su alcance.
El arduo batallar por la supervivencia que las nuevas industrias manufactureras
y la explotación incontrolada de los recursos naturales supusieron para una gran parte
de los norteamericanos (veáse Life in the Iron Mills de Rebecca H. Davis o The Jungle
de Upton Sinclair) se vio agravado aún más si cabe por las duras e infrahumanas
condiciones que se daban en algunas de las grandes urbes. Fue precisamente en
ciudades como Nueva York, Chicago o San Francisco donde los contrastes entre las
clases afluentes y los desfavorecidos se hicieron más patentes. En su clásico The
Theory of the Leisure Class (La teoría de la clase ociosa, 1899), el sociólogo Thorstein
Veblen analiza, no sin cierto sarcasmo, los opulentos hábitos de la clase acomodada
—que importaba castillos europeos, daba interminables fiestas o se compraba títulos
de nobleza—, mientras a pocas manzanas las clases trabajadoras sufrían todo tipo de
penurias. González Groba (2001: 158) destaca que en la narrativa naturalista, “los
escenarios se trasladaron de los recibidores y salas de estar de la burguesía a los
barrios bajos y a las factorías, y los refinados modales de la clase media dieron paso a
un mundo de lucha brutal y despiadada por la supervivencia en el ámbito de los
negocios y en la jungla urbana”. Stephen Crane fue el primero que, en su Maggie: A
Girl of the Streets (1893), mostró el coraje suficiente para plasmar en toda su crudeza
y brutalidad la existencia en los barrios más deprimidos de las ciudades. Su ‘heroína’,
que vive en el Bowery neoyorquino, se convierte en chivo expiatorio de un entorno que
nunca llega a comprender y apreciar su enorme potencial humano y la condena a
pasar por todo tipo de vejaciones —incluso la prostitución— hasta su auto-inmolación
en un río. La breve novela de Crane no sólo hace patente las difíciles condiciones de
vida de millones de ciudadanos que tuvieron que adaptarse en un par de décadas de
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una cultura agraria antes de la guerra a una industrial, sino que también muestra el
enorme impacto que la inmigración tuvo en las grandes urbes. Melville y Whitman ya
habían vislumbrado en sus obras varios lustros antes la creciente importancia que los
contingentes extranjeros iban a tener para la nación; pero mientras su adaptación a la
Norteamérica rural de la primera mitad del XIX había sido bastante fluida, su llegada a
las grandes ciudades no se caracterizó por un fácil asentamiento e incorporación
(véase la película Gangs of New York de M. Scorcese). Novelas como The Promised
Land (1912) de Mary Antin o The Rise of David Levinsky (1917) de Abraham Cahan
ofrecen una visión más edulcorada del proceso de asimilación a la cultura dominante,
pero tampoco están del todo exentas de evidentes signos de desorientación identitaria
y de referentes éticos. Pero fueron otras, como The Jungle (1906) de Upton Sinclair y
Christ in Concrete (1937) de Pietro di Donato, las que presentaron la despiadada
destrucción de inmigrantes lituanos e italianos que son literalmente engullidos por
unas industrias y ciudades con frecuencia descritas como auténticos monstruos a la
caza de nuevas víctimas:
Habían sido derrotados; habían perdido la batalla, estaban acabados.
No resultaba menos trágico por ser tan sórdido, pues tenía que ver con sus
jornales y con el alquiler y la lista de la compra. Habían soñado con la libertad;
con la oportunidad de mirar a su alrededor y aprender algo; de ser pulcros y
decentes, de ver a sus hijos crecer sanos. Y ahora todo se había esfumado —
¡ya nunca ocurriría! Habían librado la batalla y la habían perdido. (La jungla,
cap. XIV)
A pesar de todas las consecuencias negativas que la irrupción de las nuevas
fuerzas y aceleradas transformaciones produjeron tras la Guerra Civil, sería erróneo
suponer que todos los artistas norteamericanos se dejaron someter a la ansiedad y el
derrotismo que invadió a muchos de sus compatriotas. De hecho, el triunfo de la causa
abolicionista en el conflicto civil sirvió de impulso a otros reformistas en el ámbito de la
educación, los derechos laborales o la igualdad entre los géneros para desarrollar sus
proyectos en un intento de combatir unos abusos e injusticias que cada vez se hacían
más notorios. Para 1872 el Tribunal Supremo ya había dictado sentencia en varios
casos para garantizar la gratuidad de la educación de todos los niños estadounidenses
y el movimiento feminista —que había dado sus primeros pasos oficiales en la Seneca
Falls Convention de 1948— experimentó una gran revitalización a finales de siglo,
cuando hubo de redefinir los papeles que la mujer era capaz de asumir en la esfera
pública. The Bostonians (1886) de Henry James describe, no sin ciertas dosis de sátira
social, la lucha de varios personajes femeninos por establecer sus derechos en
algunos ámbitos que antes les habían estado totalmente vetados. Pero son quizás
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aquellas ficciones en las que el elemento feminista se entrecruza con el de las nuevas
realidades en el mercado de trabajo las que ofrecen una visión más iluminadora de los
problemas de muchas norteamericanas para conciliar sus propias aspiraciones con las
expectativas que el resto de la sociedad tenía de ellas. Work (1873) de Alcott y The
Silent Partner (1873) de Elisabeth S. Phelps exploran el inevitable conflicto que se
producía entre las necesidades de autosuficiencia y autonomía de las mujeres y las
ataduras que todavía las ligaban a sus funciones como esposas y madres. Aunque si
hubiéramos de referirnos a una cosmovisión naturalista en algunas de las novelas
‘experimentales’ escritas por mujeres, las obras a estudiar serían quizás The Story of
Avis (1877) de la propia Phelps y The Awakening (1899) de Kate Chopin. Ambas
autoras reflejan la atormentada existencia de unas ‘heroínas’ que son incapaces de
encontrar un equilibrio entre sus necesidades de autorrealización e independencia y
las presiones que sobre ellas ejercen los personajes que las rodean. Tanto Avis como
Edna Pontellier sucumben a las fuerzas de unos códigos de conducta que les impiden
desarrollar sus potenciales tanto artísticos como emocionales.
En su trabajo seminal sobre el naturalismo en EE.UU, Charles C. Walcutt
(1956) defiende que es incorrecto interpretar la narrativa de autores como Crane o
Norris como obras lúgubres y pesimistas pues, a pesar de las premisas filosóficas en
las que se basaban, todos ellos se mostraban convencidos de las posibilidades de
mejorar las condiciones de vida de los humanos. En el mismo sentido, Pizer (1984: 11)
arguye que una de las tensiones clave en la ficción naturalista es la que se produce
entre la representación de “las inquietantes verdades que [el autor] había descubierto
en las visiones y experiencias de finales del siglo XIX, y su deseo de encontrar algún
sentido a esas experiencias que reafirmase la utilidad de la constante lucha del ser
humano”. Como veremos más adelante, en el caso de algunos de los escritores
naturalistas resulta difícil negar la existencia de este elemento moralizante que muy
probablemente les vino impuesto tanto por el impulso reformista de la época como por
la convicción de que, a pesar de que los condicionantes biológicos y sociales influían
de manera decisiva en la vida de sus personajes, aún quedaba un pequeño resquicio
para que la voluntad y los sentimientos humanos tuvieran cierta incidencia en su
destino final.
2.2 Ecos literarios de ultramar
En buena medida, la metáfora que Walcutt utiliza para describir el naturalismo literario
de finales del XIX, “a divided stream” (una corriente dividida), refleja de forma acertada
la convergencia de las dos grandes tradiciones de pensamiento y de manera de ver el
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mundo que encontraron cabida en la narrativa de sus escritores. El hecho de que su
ficción sea descrita a menudo como tentativa y experimental deriva precisamente de la
ambivalencia que se observa en la mayoría de estos autores respecto a la tradición
romántica que artistas como Longfellow, Emerson, Lowells, Whittier o Holmes seguían
representando y las nuevas tendencias de una aproximación más rigurosa y científica
que llegaban de Europa. Mientras que los primeros aún mantenían un cierto idealismo
progresista al pensar que las intuiciones del espíritu humano podían ofrecernos claves
sobre cómo relacionarnos con la naturaleza y la divinidad, los segundos sólo ponían
su confianza en la observación metódica y las leyes naturales para llegar a entender
los mecanismos y fuerzas que determinan nuestro comportamiento. Para Pizer (1984:
29), el objetivo de los naturalistas no era únicamente el demostrar la sobrecogedora
influencia de las fuerzas materiales sobre nuestras vidas, sino también representar el
tipo de resistencia que los seres humanos podían oponer a esas fuerzas poderosas:
“Los naturalistas no deshumanizan al hombre. Más bien sugieren nuevas y distintas
formas de resistencia del ser humano que se alejan de las anticuadas y caducas
fuentes de valor como el amor romántico, el heroísmo o la responsabilidad moral”.
Parece claro que personajes como el Martin Eden de London o Caroline Meeber (la
famosa Sister Carrie) de Dreiser consiguen adquirir cierta conciencia de esas formas
alternativas de resistencia, aunque su capacidad de utilizarlas con acierto sea bastante
restringida. Varios de los llamados “brahmanes de Nueva Inglaterra” anteriormente
mencionados vivieron hasta bien entradas las dos últimas décadas del siglo XIX, y es
probable que su fe en las posibilidades humanas y su idealismo innato encontrasen
cierta receptividad en los espíritus más jóvenes de los nacidos en la segunda mitad del
siglo. Como Conn hace notar (1998: 177), estos “escritores estadounidenses tendieron
hacia combinaciones eclécticas e incluso anárquicas del vocabulario científico
naturalista con las antiguas tradiciones del realismo y la novela romántica”.
Sin embargo, si algo caracterizó el periodo de entreguerras fue la expansión de
la literatura de masas y la aparición de nuevas formas de venta y distribución de libros
que hicieron accesibles para muchos estadounidenses títulos procedentes de otros
países. La venta por suscripción y la nueva fascinación por la ‘cultura’ hicieron posible
que incluso los agricultores sureños o los buscadores de oro del lejano oeste tuvieran
la posibilidad de adquirir biblias, memorias de soldados o presidentes, enciclopedias o
clásicos literarios. Fue ésta la época del fenómeno conocido como ‘book butchering’
(‘carnicería editorial’) que permitía que los mayoristas comprasen tiradas de libros a un
precio muy bajo en Nueva York y luego los vendiesen con sustanciales descuentos en
todo tipo de establecimientos —conviene recordar que la International Copyright Law
no se aprobó en los EE.UU. hasta 1891—. A pesar de las protestas de revistas como
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Publishers’ Weekly, que alegaban que estas prácticas “convertían el mercado del libro
en poco menos que un bazar y arrastraban la dignidad de la literatura por los suelos”,
lo cierto es que escritores como Stevenson, Dickens, Balzac o George Eliot llegaron
con gran rapidez a numerosas bibliotecas públicas y privadas. Además, si el número
de revistas publicadas en toda la nación en 1860 apenas rondaba las 200, para finales
de siglo su número había ascendido hasta las 1800. Escritores como Howells, Henry
James, Frank Norris o Lafcadio Hearn hacían patente su interés por otras tradiciones
literarias en publicaciones como el Atlantic Monthly, The Nation, el Cosmopolitan o
Scribner’s, en las cuales no era extraño toparse con artículos sobre Turgueniev,
Tolstoi, Zola, Maupassant o Thomas Hardy. Y lo cierto es que algunos de estos
autores extranjeros no sólo eran conocidos por las elites literarias, sino que fueron
leídos por muchos americanos —a veces con cifras de ventas que se acercaban al
millón de copias, como en el caso de Nana de Zola— en las dos décadas anteriores a
la aprobación de la ley de copyright. El propio Mark Twain manifestó sus dudas sobre
los efectos de una ley que, en principio, parecía favorecer sus propios intereses:
Ahora puedo comprar muchos de los grandes clásicos, en ediciones de
bolsillo, por entre tres y treinta centavos cada uno. Estas obras llegan a las
cocinas y las cabañas de todo el país. Una generación que se ha beneficiado
de esta clase de política editorial nos ha de convertir en una de las naciones
más ilustradas y sabias del mundo. Pero el copyright internacional nublará este
sol radiante y nos devolverá a la antigua oscuridad y a las novelillas baratas de
antaño.
Pero la batalla final fue ganada por los nacionalistas literarios que vieron en la
ley una forma de proteger a los autores norteamericanos de la competencia extranjera.
De hecho, para 1894 el número de novelas publicadas por escritores estadounidenses
superó por primera vez al de aquellas que habían sido escritas por autores foráneos.
En cualquier caso, los artistas que crecieron en los años posteriores a la Guerra Civil
tuvieron la fortuna de vivir en un escenario literario mucho más cosmopolita en el que
los contactos con la ficción de los autores del otro lado del Atlántico fueron mucho más
habituales. Por este motivo cualquier análisis de los naturalistas norteamericanos ha
de tener en cuenta el significativo impacto que la literatura y la crítica llegadas del viejo
continente tuvieron sobre las opciones de cómo aproximarse a la obra artística y las
responsabilidades del escritor como figura pública. Saporta (1976: 132) explica que
sería difícil entender el realismo y el naturalismo americano sin hacer referencia a
algunas de las obras y ensayos de Zola y de los hermanos Goncourt.
Parece incontestable que el hecho de que prácticamente todos los escritores
de la generación de la posguerra diesen sus primeros pasos en el periodismo no sólo
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les hizo más receptivos al ideario del nuevo realismo literario, que abogaba por una
detallada representación de las realidades sociales, sino que les obligo a reflexionar
sobre la naturaleza de esa realidad. En palabras de González Groba (2001: 159), “el
escritor se parecía —y a menudo lo era— al reportero que da cuenta de los distintos
hechos sociales de la ciudad que habita y observa, que tiene experiencia personal de
los barrios bajos, los bloques de apartamentos, los ‘sweatshops’ donde se explotaba al
proletariado”. No es de extrañar por ello que buena parte de los naturalistas abordasen
el arte de la ficción narrativa con el mismo espíritu cientificista y experimental que Zola
describió en detalle en su ensayo “Le roman expérimental”. Al igual que él y Balzac,
todos llegaron a la convicción de que un estudio minucioso del temperamento y las
pulsiones internas de los personajes, así como de las circunstancias imperantes a su
alrededor eran las condiciones mínimas para alcanzar los niveles deseables de verdad
y honestidad. Esto implicaba por supuesto un sustancial grado de distanciamiento y
objetividad que se hacen perfectamente visibles en los relatos de Bierce o de Crane,
en los que quedan recogidas tanto las aspiraciones más ilusorias de sus personajes
como sus instintos más viles y animales. Varios especialistas han hecho notar que la
tendencia de estos autores —como también lo fue de Zola, Hauptmann o Hardy— a
colocar a sus personajes en unas circunstancias tan extremas que conseguían educir
sus pasiones más básicas e instintivas es uno de los notables deméritos de su ficción.
Sin embargo, para ellos no se trataba de que su visión fuera especialmente fatalista o
sensacionalista sino más bien de que las realidades que les habían tocado vivir daban
poco pie a representaciones más positivas del entorno. En su colección de ensayos
The Responsibilities of the Novelist (1903), Norris sitúa al escritor naturalista a medio
camino entre el realismo, que perseguía la objetividad —y, según él, la rutina— a toda
costa, y un romanticismo, que intentaba llegar a las últimas verdades del corazón y la
mente humana. Notablemente mediatizado por las ideas de Émile Zola, Norris llegó a
la siguiente conclusión:
¿No queda la Verdad en realidad “a medio camino”? ¿Y que escuela
literaria cae a medio camino entre los Realistas y los Románticos, tomando lo
mejor de cada uno de ellos? ¿No es precisamente la escuela del Naturalismo la
que persigue denodadamente tanto la precisión científica como la verdad? Por
fin hemos llegado al fondo de la cuestión, y ¿no debiéramos reconocer por ello
que el autor de La Débâcle (no el de La Terre y Fecondité) es el que merece
ilustrar el actual grado de desarrollo de la literatura de forma más adecuada,
satisfactoria y justa? (“Truth and Accuracy”)
Es bastante probable que no todos los autores de esta generación comulgasen con las
ideas de Norris de que una aplicación del método científico de Zola les iba a permitir
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acceder a los últimos recovecos del corazón humano. Sin embargo, sí parece
indudable que una mayoría de ellos sucumbieron a la gran fascinación de una nueva
narrativa capaz de representar la condición humana como si el mundo fuese un gran
laboratorio. Como escribe Walcutt (1974: 8), “la gente estaba imbuida de la idea de
una nueva era en la historia de la humanidad, una era que iba a aportar conocimiento,
control e incluso una manipulación creativa de la condición humana”. No sorprende por
ello que muchos artistas se lanzasen a retratar lo que Crane llamó unas “rebanadas de
vida” contemporánea en un intento de dar forma específica —y a menudo criticar—
buena parte de los obstáculos a los que sus compatriotas hacían frente a diario. Como
era de esperar, los editores y el público lector se mostraron muy reticentes al principio
a aceptar unas visiones tan despiadadas y amorales de vidas que parecían abocadas
a ser paulatinamente destrozadas por el entorno. Sin embargo, para finales de siglo la
novela naturalista ya había encontrado un grupo de adeptos incondicionales tanto
entre los críticos literarios como entre muchos lectores de a pie que la consideraban
una especie de hermana insurrecta del realismo. En opinión de Conn (1998: 177), “la
lógica del naturalismo y su potencial para sacudir el edificio de los prejuicios de la élite
dominante le dio cierto prestigio entre la vanguardia del país”.
2.3 Determinismo y darwinismo social
Como ya indicábamos anteriormente, toda una generación de estadounidenses
crecieron a la sombra de un exagerado ‘cientificismo’ que venía avalado por las teorías
sobre la evolución y la selección natural de las especies de Charles Darwin, la ‘filosofía
sintética’ (Synthetic Philosophy) de Herbert Spencer y los incipientes hallazgos sobre
las leyes de conservación de la energía. El esquema del universo que emergía de la
combinación de todas estas teorías era que todas las criaturas —incluida la especie
humana— estaban sujetas a una serie de fuerzas y condicionantes que determinaban
desde antes incluso de su nacimiento su devenir sobre la tierra. Parece lógico por ello
que para Conder (1984: 9) el rasgo filosófico que define más decisivamente la visión
naturalista es el de que “para todo lo que pasa en el mundo existen siempre unas
condiciones previas, dadas las cuales, las cosas no podrían haber ocurrido de otro
modo”. Obviamente, una de las consecuencias fundamentales de esta forma de ver el
mundo es que el libre albedrío del ser humano se ve profundamente cuestionado y la
posición superior del hombre frente a otras criaturas también se pone en tela de juicio.
Aunque a algunos pensadores y artistas les costó admitir que esos habían de ser los
resultados de ver el mundo a través del prisma del nuevo conocimiento científico y de
una causalidad que respondía al sentido común, al final tuvieron que reconocer que
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elementos tales como la libertad moral del individuo o su responsabilidad tenían poco
que aportar respecto a su devenir en el mundo (R. Martin, 1981: 94). Bierce resume a
la perfección en uno de sus relatos, “One of the Missing” (“Uno de los desaparecidos”),
esta nueva concepción de la existencia humana:
Pero estaba escrito desde el principio de los tiempos que el soldado
Searing no iba a matar a nadie aquella mañana soleada de verano, ni que él
iba a anunciar la retirada de las tropas confederadas. A lo largo de periodos
inmemoriales, los hechos habían encajado unos con otros de tal manera hasta
llegar a formar ese sorprendente mosaico del cual algunas de sus partes,
vagamente discernibles, nosotros llamamos historia, que las acciones que
quería llevar a cabo hubiesen echado a perder la armonía del modelo.
Ese modelo al que el autor del Diccionario del diablo se refiere no es otro que el de
concebir el universo como un conjunto de fuerzas físicas y biológicas que abocan a
una interpretación mecanicista —e inevitablemente determinista— del mismo. En un
principio, como era previsible, varios filósofos y teólogos se esforzaron por dar un giro
más esperanzador a las teorías científico-sociales de Darwin y Spencer (véase su obra
First Principles) en base a una reconciliación de los axiomas evolucionistas con otros
de corte más teísta o que al menos abogaban por la superioridad del hombre frente a
otras especies. Nombres como Henry W. Beecher, John W. Powell, Lyman Abbot y,
sobre todo, John Fiske llenaron páginas y páginas con reflexiones acerca de cómo la
maquinaria del universo, a pesar de su aparente indiferencia y crueldad, siempre nos
llevaba hacia el bienestar y el progreso. Ni qué decir tiene que varios de los magnates
industriales y multimillonarios de la época, Andrew Carnegie y J.P. Morgan entre ellos,
se agarraron a estas visiones más entusiastas y progresistas del universo de fuerzas
para justificar las abusivas condiciones laborales y un capitalismo salvaje. Aunque los
personajes que interesaron a Norris, Dreiser o Sinclair no eran precisamente aquellos
que triunfaban en este contexto de lucha sin cuartel por la supervivencia, sino más
bien aquellos que se veían empujados a callejones sin salida en los que sus acciones
no hacían sino acelerar su caída. Según Mitchell (1989: 7), “el naturalismo ilustra el
principio de que el impulso a actuar de manera predecible socava totalmente nuestra
presunción del valor y sentido de la acción humana. Abandonamos progresivamente
esa presunción, ya que todo lo que necesitamos ahora para explicar una acción es
una serie de condiciones, no un ser responsable”. Resulta relativamente sencillo
encontrar pasajes en la ficción naturalista en los que el individuo es dibujado como si
fuese un diminuto insecto a merced de unos elementos que parecen conjurarse para
aplastarlo. En el relato “The Blue Hotel” (“El hotel azul”) de Crane nos encontramos
con unas condiciones de este tipo, que en este caso rodean al ‘Sueco’:
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Pudiera haber estado en un pueblo fantasma. Siempre nos imaginamos
el mundo desbordante de humanidad y repleto de hazañas, pero aquí, con las
trompetas de la tormenta rugiendo, era difícil imaginarse una tierra habitada.
Uno se daba cuenta entonces de lo precaria que era la existencia humana, y se
maravillaba ante la visión de esos piojos que se agarran como pueden a una
bombilla ardiente, que gira sin parar, atrapada en el hielo y llena de ponzoñas.
La prepotencia del hombre se hacía perfectamente visible en esta tormenta que
era el verdadero motor y reflejo de la vida. Uno debía ser un estúpido para no
dejarse morir en ella. Pero el Sueco encontró un bar.
El destino final del Sueco demuestra que, efectivamente, quizás hubiese sido más
sabio morir en el inhóspito entorno de la tormenta de nieve, pues su ‘reencuentro’ con
la civilización no va sino a ocasionar mayores daños colaterales. Sin embargo, ni
siquiera esa decisión de poner fin al constante batallar de su existencia parece estar
en sus manos. El naturalismo viene a representar sobre todo el poder de los eventos
para ‘incrustar’ —e incluso hacer desaparecer— a los personajes en ese sistema de
fuerzas en que el mundo se ha convertido. Como dice R. Martin (1981: xiv), aunque
resulta incontestable que los escritores de finales del XIX se vieron profundamente
influidos por los conceptos científicos y por esta visión mecanicista del universo, la
verdadera batalla tuvo lugar en su imaginación creativa, “donde la verdad lógica o
falsedad de esos conceptos y su utilidad o ineficacia no importa tanto como la calidad
de las intuiciones, el sentido estético y la visión simbólica que son capaces de generar
en las distintas obras”. En la siguiente sección vamos a observar que lejos de producir
una especie de parálisis creativo o estilístico en los autores —como algunos críticos
han defendido—, el determinismo filosófico y darwinismo social que uno descubre en
muchas de estas novelas ha abierto nuevas posibilidades interpretativas al poner en
suspenso varias de las presunciones más comunes de las que partimos al descodificar
cualquier texto narrativo. “De hecho”, según mantiene Mitchell (1989: 15), “cuando el
naturalismo tiene éxito en sus intentos por alienarnos de algunas de esas suposiciones
culturales puede conseguir que nos apercibamos de que nuestro propio sentimiento de
independencia y libertad se está viendo amenazado”. Los giros irónicos que algunos
de los relatos de Crane y Bierce (véanse “The Open Boat” o “Chickamauga”) incluyen
en sus desenlaces son buena muestra de que el lector puede tornarse también en
víctima propiciatoria en este tipo de ficciones.
3. Los padres del naturalismo norteamericano y sus singularidades
Carme Manuel (2006: 303) explica en la introducción a la corriente naturalista de su
libro que los autores pertenecientes a la misma muestran al menos tantas diferencias y
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singularidades en sus obras como rasgos comunes. Si bien es cierto que casi todos
presentan al ser humano como una pieza más en un universo de fuerzas y la libertad
del individuo se ve constantemente cuestionada por los condicionantes genéticos,
sociales, económicos o culturales que lo impulsan, no lo es menos que cada uno de
ellos centra su atención en los distintos resortes que sus personajes son capaces de
oponer a esas fuerzas y lastres. Como bien señala Walcutt (1974: 9), “cualquiera que
fuera el poder de las fuerzas en una novela y el entusiasmo con el que el escritor las
celebrase, nunca se podía liberar del todo de ese interés innato en la libertad del
personaje que se movía ‘impotente’ entre esas fuerzas”. Algunos autores como Bierce
y Crane no pudieron eludir del todo las tramas, imágenes y el tono de aquella tradición
más romántica y metafísica con la que entraron en contacto a través de sus lecturas.
De ahí que algunos críticos hayan tenido serias dificultades para desligar su obra de la
de varios autores que les precedieron y con los que sin duda estaban adeudados. Los
relatos de Garland y Norris, por otro lado, estaban más impregnados de una tradición
del regionalismo y el reformismo que prestaba mayor atención a las circunstancias
específicas en que el individuo había de luchar por su supervivencia y a las cualidades
que podían ayudarle a superar las distintas pruebas con éxito.
Sean cuales fuesen sus ascendentes, de lo que no cabe duda es que todos los
escritores consiguieron que sus lectores se implicasen emocionalmente en sus obras
al hacerles sentir diversos tipos de pena y frustración ante las evidentes limitaciones
de sus ‘héroes’. Para conseguirlo recurren a distintas formas de expresión y recursos
estilísticos que les van a permitir preservar su propia idiosincrasia artística sin por este
motivo desconectar del todo de los asuntos que resultaban especialmente acuciantes
para todos ellos. En resumen, “si el determinismo evoca a veces ciertos temas, o
ciertos problemas sociales, o un contraste marcado entre la vida y el arte, el
naturalismo norteamericano consiguió ofrecer toda una gama de expresiones literarias
explorando estas preocupaciones” (Martín Gutiérrez, 2003: 101).
3.1 Stephen Crane: Recopilador de imágenes e impresiones
Aunque a veces se nos presenta a Crane como el verdadero padre del naturalismo
americano, lo cierto es que sus obras no dependen tanto como las de Norris, Garland
o Dreiser de una documentación exhaustiva de los hechos que retrata. De hecho su
narrativa resulta mucho más densa y sugerente precisamente porque de unos pocos
brochazos y con unas contadas imágenes es capaz de describir en profundidad a sus
personajes y los contextos en que se mueven. No es casual, en este sentido, que
muchos críticos hayan optado por comparar sus relatos a las obras de los grandes
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pintores impresionistas, más que a las de otros escritores de la época. Como Berthoff
(1981: 227) explica, “los motivos de Crane para escribir no eran describir condiciones
o establecer verdades universales sino producir un cierto tipo de escritura, un retrato
lleno de vivacidad de una serie de impresiones en el estilo más adecuado”. Los rasgos
que mejor definen la narrativa craniana son la concisión y una rigurosa selección de
los colores e imágenes que mejor transmiten las percepciones y sentimientos de sus
personajes. Conn (1998: 173) describe su opera prima, Maggie, como “una pesadilla
impresionista” más que como una novela documental y el siguiente párrafo de su
relato “The Open Boat” (1897) revela con claridad sus mejores cualidades narrativas:
En la luz mortecina, los rostros de los hombres debieran parecer grises.
Sus ojos debieran brillar de forma extraña mientras miraban fijamente a popa.
Observados desde una terraza, toda la escena hubiese parecido curiosamente
pintoresca. Pero los hombres en la barcaza no tenían tiempo de verla, y si lo
hubiesen tenido, había cosas más importantes que ocupaban su mente. El sol
se mecía de un lado a otro del cielo, y sabían que aún era de día porque el
color del mar cambiaba del gris pizarra al verde esmeralda, rayado con toques
luminosos de ámbar y una espuma que parecía nieve deslizándose por una
ladera. (Parte I, “The Open Boat”)
Este relato, considerado por algunos como el mejor de Crane, conjuga a la perfección
su gran interés por el misterioso mundo interior de las fantasías y temores de sus
personajes con su profundo respeto hacia ese mundo exterior lleno de fuerzas que
escapan a la comprensión humana. Buena parte de la ironía que encontramos en The
Red Badge of Courage (1895) o “The Blue Hotel” (1898) derivan sobre todo del hecho
de que ni Henry Fleming, el joven recluta que protagoniza su famosa novela, ni el
‘Sueco’ son conscientes en ningún momento de los inminentes peligros que les
acechan. Adormilados en ocasiones por los analgésicos de la religión, la moralidad
convencional o el idealismo —que Crane consideraba terriblemente dañinos—, se ven
abocados a descubrir su verdadera posición en un universo lleno de fuerzas azarosas
de la manera más cruenta. Como muchos de sus contemporáneos, Crane estaba
fascinado por el determinismo observable en los más diversos contextos —la guerra,
las barriadas de inmigrantes, el oeste americano, etc.— y por cómo la mayoría de las
personas “respondían al asedio de fuerzas con una constelación de deseos e ilusiones
muy similares, aunque siempre carecían de la voluntad necesaria para resistirse a sus
instintos y modificar sus conductas” (Mitchell 1989: xii).
A pesar de las terribles dificultades que Crane tuvo para ver Maggie publicada,
el poeta John Berryman ha manifestado que esta novela, que el autor escribió cuando
apenas contaba veinte años, debiera considerarse como el “inicio de la novela norteamericana moderna”. En efecto, hay aspectos de la prosa y la poesía de Crane —su
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concisión, el poder de sus imágenes o su nihilismo— que anticipan algunos de los
grandes experimentos que autores como Hemingway, Anderson o Fitzgerald iban a
introducir en la narrativa del siglo XX. Puestos a elegir el rasgo más idiosincrásico de
su narrativa, éste sería su capacidad de sorprender al lector con unas imágenes y
percepciones chocantes que resultan muy reveladoras sobre las limitaciones que sus
personajes muestran a la hora de comprender la realidad en su totalidad.
3.2 Hamlin Garland y Ambrose Bierce: Los horrores del campo y de la
guerra
Mientras Crane había nacido y vivió la mayor parte de su corta vida en la costa este de
los EE.UU., Garland y Bierce son hijos del midwest y muchos de sus relatos tienen
lugar en esta región del país o incluso en la parte más occidental del mismo. Ambos
autores eran hijos de granjeros que pasaron por momentos difíciles durante sus años
más jóvenes y, finalmente, ambos abandonaron la América rural para buscar su futuro
en los diarios de las grandes ciudades. Al contrario que Crane, para quien cualquier
tipo de intención moralización era anatema, las obras de estos dos autores contienen
evidentes elementos reformistas y aleccionadores. En la que es probablemente su
obra más destacada, Main-Travelled Roads (1891), Hamlin Garland hace un retrato
fidedigno y a menudo despiadado de la vida de los granjeros— y, sobre todo, de sus
mujeres— en los inhóspitos territorios que le habían visto crecer. Influido por sus
lecturas de Darwin y Spencer, así como por las teorías económicas de Henry George,
tanto su primera colección de relatos como Prairie Folks (Gente de las praderas, 1893)
recibieron palabras laudatorias de Howells por su enorme impulso al realismo y a la
mejora de las condiciones de vida de un segmento de población que había quedado
muy olvidado. Junto con otros pocos autores como Edward Eggleston, Joseph Kirkland
y Harold Frederic, Garland dio forma a algunas sombrías historias sobre la vida más
allá del Mississippi, donde las fuerzas de la naturaleza se convertían en el factor clave
a la hora de determinar el devenir de las gentes. Como el rústico Grant confiesa al
refinado urbanita Howard McLane al final del relato “Up the Coulé”:
“La vida aquí no tiene mayor valía para mí. Soy demasiado viejo para
empezar de nuevo. Soy un fracaso total. He llegado a la conclusión de que la
vida es un fracaso para el noventa y nueve por ciento de nosotros [granjeros].
Usted ya no me puede ayudar. Es demasiado tarde”. (Parte IV, “Up the Coulé”)
Los mejores relatos de Bierce tienen lugar, por otra parte, sobre el campo de batalla,
donde los combatientes se ven constantemente sorprendidos por encuentros y
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coincidencias que ponen de manifiesto el inefable discurrir de su fatal destino. Al igual
que la famosa novela de Crane sobre la Guerra Civil, las breves anécdotas en Tales of
Soldiers and Civilians (1891) se interesan bastante más por los efectos del terror y la
violencia en la mente de los soldados que por los hechos objetivos de la contienda. No
debiera de extrañarnos por ello que Bierce experimente repetidamente con técnicas
literarias como el fluir de la conciencia, la subjetivación del tiempo o incluso otras de
corte más surrealista. En relatos como “An Occurrence at Owl Creek Bridge” o “Killed
at Resaca”, el autor yuxtapone con enorme maestría la realidad de luctuosos eventos
sobre el campo batalla con los pensamientos de los personajes principales mientras
estos ocurren. En el primero de ellos, por ejemplo, se nos narra la esperanzada huída
de Peyton Farquhar hacia su mansión sureña tras conseguir escapar de una ejecución
segura en el puente del título. Sin embargo, las dos últimas líneas del relato nos hacen
conscientes de que durante su desarrollo hemos sido prisioneros simplemente de las
últimas ensoñaciones del hombre implicado en la “empresa de ser colgado”.
3.3 Frank Norris: De los instintos animales y la voluntad de poder
De entre los naturalistas norteamericanos mencionados en este capítulo, Norris fue
probablemente el más ecléctico y versátil con obras como McTeague y Blix, ambas
publicadas en 1899, que oscilaban desde el más lúgubre naturalismo biológico á la
Zola de la primera hasta un cierto optimismo sobre la vida norteamericana á la Howells
en la segunda. En el caso de Norris, por lo tanto, al contrario que en el de Crane, la
visión naturalista no deriva necesariamente en un determinismo fatalista que condena
al ser humano al fracaso y la destrucción. Aunque como a Crane y Bierce, a él también
le gustaba desenmascarar todos esos hábitos de pensamiento y formas de conducta
de la clase media que esconden las verdaderas pulsiones de los personajes, Norris
estaba convencido que en último término la lucha por la supervivencia contribuiría a
una mejora del orden social. Para Martín Gutiérrez (2003: 100), “el optimismo latente
en las novelas de Norris acerca su orientación determinista hacia el empeño reformista
y socialista que define a las de Jack London”. Sin embargo, aunque algunos de sus
ensayos críticos auguraban ese futuro glorioso a la estirpe humana, sus primeras
novelas presentaban un aquí y ahora del fin de siècle en el que el hombre no podía
ocultar su innata animalidad. Tanto McTeague como Vandover and the Brute (1914)
tuvieron serios problemas para ver la luz pública precisamente por la explicitud con
que trataban la lujuria, la avaricia, la envidia o la ira del ser humano. En ambos casos,
aunque por motivos diferentes, los ‘héroes’ son víctimas de unos instintos heredados
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que chocan frontalmente con los códigos de conducta a su alrededor y les causan un
profundo sentimiento de desazón y de culpa.
Si bien las novelas más tempranas de Norris se vieron claramente marcadas
por ese determinismo de corte biológico —indudablemente insuflado por las teorías
evolucionistas—, que indagaba en las raíces animales e instintivas de las luchas de
poder, las que publicó a comienzos del nuevo siglo como parte de la “Trilogía del trigo”
mostraban unas aspiraciones más altas. Estas tres novelas —de las que sólo pudo
completar dos antes de su prematura muerte— pasan a estudiar las fuerzas socioeconómicas y los enfrentamientos colectivos que se desatan cuando un mercado
capitalista nace y comienza a crecer. Según Manuel (2006: 305), la trilogía coincide
con el credo del autor sobre lo que la “Gran Novela” norteamericana debía ofrecer:
“una épica que describiese la lucha, el choque de los grandes intereses, las batallas
por el control de la riqueza y de la tierra, y los esfuerzos inútiles de los individuos por
entender y rehuir los poderes que manipulaban sus vidas”. Pero como adelantábamos
antes, para Norris los avances colectivos fueron siempre mucho más importantes que
las ‘pequeñas crisis’ individuales y, por lo tanto, todos estos movimientos llevaban
inexorablemente hacia un perfeccionamiento de la sociedad humana.
4. Conclusiones
Tres han sido los objetivos fundamentales de este capítulo. En primer lugar, ofrecer
una visión panorámica de las profundas transformaciones que los EE.UU. estaban
experimentando en el periodo de entreguerras, tanto en el ámbito económico y social
como en el cultural y artístico. Teniendo en cuenta que la práctica totalidad de los
escritores de esta generación comenzaron sus vidas profesionales como aprendices y
colaboradores en periódicos, sería ingenuo pensar que su obra artística no se vio
influida por su trabajo como reporteros. En el caso de algunos de los relatos tardíos de
Crane o de Norris resulta incluso difícil establecer una frontera clara de dónde termina
su trabajo como periodistas y donde comienza a tornarse en una obra artística. De lo
que no cabe duda es que todos estos autores en raras ocasiones escribieron de
espaldas a la realidad que les había tocado vivir —e intentar interpretar—. En segundo
lugar, hemos dedicado también bastante espacio a considerar las posibles influencias
tanto formales y estilísticas como ideológico-filosóficas que tuvieron un mayor impacto
en los artistas de este periodo. Aún admitiendo que resulta imposible establecer una
serie de rasgos estilísticos y en cuanto a los temas abordados que sean igualmente
válidos para la mayoría de los escritores, si hemos llegado a una serie de principios
que sirvieron de guía para buena parte de ellos. Así por ejemplo, prácticamente todos
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estaban convencidos de la necesidad de dejar atrás todas esas aproximaciones a la
realidad que la revestían de una moralidad victoriana que la hacía más fácilmente
digerible. Para algunos de ellos, incluso el realismo de Howells y James mostraba esa
tendencia a circunvalar aquellos aspectos de la experiencia humana que no resultaban
especialmente placenteros. No es extraño pues que muchos optasen por representar
principalmente la parte más oscura y desarreglada de una sociedad que a menudo se
mostraba demasiado autocomplaciente. Por último, hemos visto también que, a pesar
de que la visión del ser humano en la literatura de esta época es fundamentalmente
pesimista ya que se encuentra ‘enjaulado’ en un sistema de fuerzas tanto internas
como externas, no es menos cierto que cada escritor busca una forma de expresión
para este universo tan inhóspito e indiferente en la que nuestro comportamiento
merezca algún tipo de atención. A veces, como se observa en los relatos de Garland y
Bierce, quedan pequeños espacios para la resistencia en los que la voluntad humana
todavía parece contar para algo; en otras ocasiones, el propio combate entre distintas
fuerzas puede convertirse en objeto estético, aunque en el camino haya de consumir
un número significativo de vidas humanas.
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