INTRODUCCIÓN Esta historia se desarrolla en Cartagena, ciudad

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INTRODUCCIÓN
Esta historia se desarrolla en Cartagena, ciudad que se
caracteriza por la repostería artesanal, la cual por lo regular va ligada íntimamente a los apellidos. En cada familia
cartagenera que se respete existe una mujer elegida para
continuar la tradición de una exquisita fórmula secreta.
Por mencionar solo algunas de ellas: el pudín de coco, la
posta cartagenera, la empanada de huevo, o la gourmet
de huevo de codorniz, pues la arepa de huevo es nativa
de Luruaco, Atlántico. A lo anterior se le debe sumar el
culto sagrado por las letras y las artes plásticas que es
compartido por hombres y mujeres desde la infancia, sin
distinción de clase social.
Una característica que le es propia a los habitantes de
esta ciudad es la curiosidad (incrustada en su ADN, ¡es
un deporte regional!) Pensar lo impensable, los cuentos,
el embuste, lo visible hacerlo invisible, o viceversa, crear
historias o ficciones que en más de una ocasión se han
convertido en realidad para asombro de los cartageneros. Existen ejemplos que pueden ayudarnos a entender
esta cuestión, como la historia de “Botellita”, mujer de
ascendencia aristocrática que vivió en la indigencia,
recolectando envases de vidrio hasta su muerte. Alta,
delgada, de pelo rojizo y lacio, con pecas en la cara que
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revelaban el origen celta de sus nobles ancestros; ahora
tenía la piel bronceada por la inclemencia del sol, pero
esto no bastaba para ocultar los rasgos finos y delicados
del rostro, los dedos largos de sus manos, ni la belleza de
sus ojos verde esmeralda que brillaban aun más, con el
sol. La ropa era colorida y en más de una ocasión traía
tres o hasta cuatro vestidos puestos uno sobre el otro,
sin importar el tipo de corte o que combinaran unos con
otros; el pelo, desordenado, estaba apenas sujeto por una
vieja moña de colores, regalo quizá de un transeúnte; el
grosor de las plantas de sus pies mostraba la dureza del
clima y del oficio de recolectar a pleno sol canicular –del
mediodía−botellas de vidrio (de ahí su apodo), por las
calles del sector amurallado. En efecto, la falta de protector
solar en su cuerpo blanco ya había hecho estragos y en su
cara se encontraban las marcas del tiempo. Sin embargo,
la búsqueda de años y más años, parecía infructuosa, pues
no había logrado encontrar al hijo perdido, soñado, entre
los envases de vidrio; al hijo, que falleció aparentemente
en el momento de nacer. Una de la versiones asevera que
la familia, con el fin de evitar la crítica y la burla social del
nieto que estaba por nacer, pues un niño engendrado en
una noche de sexo y lujuria era inadmisible dentro la alta
sociedad y en la familia misma. El nombre del “abusador”
era desconocido y por más que insistieron, utilizando todos los argumentos psicológicos posibles y amenazas de
desheredarla, para saber el nombre del susodicho, éste,
no salió de la boca de Helena. Y para complicar más las
cosas, justo en el momento del alumbramiento, su mente
se nubló, entró en un episodio de silencio, quedó sin movimiento en su cuerpo y no respondía a las voces, gritos o
súplicas de familiares o de extraños. Pensaban que estaba
semimuerta. Respiraba (pusieron un espejo en la nariz y
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en este aparecía vapor producto de la respiración), tenía
pulso en la yugular, en los pies, en las muñecas de las
manos; quizá lo que más preocupaba era su inconsciencia.
La duda, la sospecha de algún misterioso mal, carcomía
el pensamiento de todos, no quedaba otro remedio que
consultar, después del parto, al médico de la familia. El
nacimiento del primogénito de Helena estuvo planeado
perfectamente por el padre y el hermano, con el fin de
evitar intrusos molestos; el nieto negado nació en la casa
de los abuelos. El llanto fuerte anunció su nacimiento, el
primer grito, el derecho a vivir. La misión de la partera
procedente del Alto Sinú había finalizado, lo de la mente
estaba por fuera de sus conocimientos. La discreción de
la noche sirvió de cómplice para cubrir su salida sin prisa,
sin la mirada inquisidora de los vecinos que pudiera delatarla. El silencio de la noche fue roto por el estornudo del
motor de un viejo “chevrolito” que rodaba por las calles
desiertas. El pago y el silencio se cumplieron sin mayor
contratiempo. Más tarde llamarían al médico y el resto
de la noche serviría para descansar. Al día siguiente en
la mañana sin pensarlo dos veces, la mamá de Helena
decidió hacer la llamada telefónica, pues no daba espera
la preocupación por conocer lo que le pasaba a su hija.
Con dificultad intentaba marcar el número del consultorio;
el temblor de la mano no le permitía hacerlo. Por fin logró
su objetivo, timbró varias veces, contestaron del otro lado
de la línea:
−Aló, ¿Santiago?
−¿Sí?−reconoció de inmediato la voz de Santiago Infante
médico de la familia.
−Es Sara Marcela. Helenita no está bien de salud, quiero
que pases a casa a verla; no sé qué tenga la niña. Llorando
por el teléfono, con la voz entrecortada, alcanzó a decir a
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modo de suspiro que le parecía que estaba muerta en vida,
no pudo decir más y colgó con dificultad el teléfono.
Santiago no creía lo que estaba escuchando. Torpemente
colgó el teléfono, mecánicamente tomó el maletín y salió
del consultorio de prisa. Trataba de no pensar en posibles
diagnósticos…. era imposible… no podía dejar de pensar
en ella. Sí, la timidez no le había permitido decirle que
desde la adolescencia temprana se había enamorado
perdidamente de ella. Recordó cuando jugaban en el patio
de la casa, en compañía de los amigos de la cuadra salían con una olla y cucharas a pedir yuca, plátano, ñame,
carne de res y cerdo, después armaban el fogón para
preparar el sancocho y celebraban con todos los amigos
bajo el palo de mango el día de los ángeles; recordaba
la canción que entonaban juntos: “ángeles somos y del
cielo venimos…”.
Cuando acarició por primera vez sus manos en una tarde
de verano…. el primer baile de carnavales en el Club
Santa Marta, con la orquesta del maestro Lucho Bermúdez; recuerda que cuando en la tarima empezó a sonar
Carmen de Bolívar tuvo la oportunidad de tomarla por la
cintura. No podía sacarse de la cabeza la sonrisa y el brillo
de sus ojos; quiso aprovechar el momento para decirle
que la amaba, que tenía un cuerpo de ángel… deseaba
besarla. Ahora, enojado, se maldecía a sí mismo por callar,
pensaba que la cobardía había sido la peor consejera.
Rumiando el dolor y la rabia había encontrado la razón
de la soltería que llevaba dolorosamente a cuestas: había
quedado enamorado eternamente de Helena García del
Vivar (nombre verdadero de Botellita). Apretó fuertemente
sus labios y sujetó con la mano izquierda el sombrero de
palma tipo panameño, pues la brisa del mar de la tarde
podría arrancárselo de la cabeza. Antes de tomar el al12
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dabón de la casa se arregló la solapa del saco blanco
de Palm Beach, la corbata negra lisa y delgada, e hizo lo
mismo con los lentes. Lo recibió la mamá de Helenita:
−Buenas noches Santiago, la espera ha sido eterna,
gracias por venir y disculpa la interrupción de la consulta
–dijo Sara Marcela mamá de Helena con voz un tanto
conciliadora.
−No se preocupe, tranquila –dijo Santiago con una leve
sonrisa en sus labios.
Lo condujo sin demora a la habitación; mientras tanto,
al Doctor Infante lo agitaban mentalmente las ideas en
un mar de confusiones ¿Qué le pasó a Helena? ¿Será
urgente la consulta? Aguantando la ganas de gritar lo
mucho que la amaba, que la estupidez de no declararle
su amor lo llevó a sufrir la soltería de la que por mucho
tiempo renegó; ahora era tarde hacerlo, ahora tenía que
atender la urgencia de la persona amada en secreto Se
sorprendió al ver la palidez del rostro inexpresivo; los
labios rosa pálido entreabiertos dejaban ver el nácar
de sus dientes, el pelo color zanahoria recién cepillado,
contrastaba con la delgadez del cuerpo; aun así, conservada la belleza casi angelical que le era característica. La
examinó minuciosamente; con delicadeza estimulaba con
una lámpara las pupilas, que respondían positivamente.
Sin embargo, el cuerpo no lo hacía, ni siquiera los pinchazos de la aguja en las piernas y brazos eran eficaces.
No hizo ningún comentario al respecto. Sacó el recetario
del maletín y ordenó tónicos, una serie de exámenes y
radiografías de la cabeza; después de obtener los resultados daría el diagnostico. Tímidamente preguntó por
la salud del bebé; el padre contestó enérgicamente que
había muerto, pues al nacer tenía doble circular del cordón umbilical alrededor del cuello, la asfixia fue la causa
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mortal. Buscó en el bolsillo interno del saco la pluma
fuente, regalo de su padre cuando se graduó de médico
en la Universidad de Cartagena; escribió los nombres de
los medicamentos elegidos, después, en otra hoja, los
exámenes de laboratorio. Dos días más tarde, la mamá
se comunicó telefónicamente con él, informándole que
los resultados ya estaban, que los tenía en sus manos. El
doctor Infante solicitó que los leyera. Resultaron normales.
La explicación del mal era de orden mental, no podía
decir más al respecto. Recomendó ventilar la habitación,
administrarle los remedios formulados y dejar el velo de
la cortina a media luz. Él estaba seguro de que en algún
momento despertaría de este sueño profundo.
Un día cualquiera, sin esperarlo, volvió la luz a sus ojos,
el imaginario cobró vida. Pasado y presente eran uno
sólo, no existía diferencia entre el cielo y la tierra, ambos
se entrecruzaban uno con otro. Aparecieron por primera
vez voces, espectros y ángeles, quienes le aconsejaron
suavemente al oído buscar en el escritorio del padre las
llaves que le darían la libertad; mientras tanto, debía
seguir dormida, esperando la oportunidad de ser libre.
A partir de ese momento, las voces, los espectros y ángeles, fueron sus interlocutores válidos que aparecían en
los sueños, en su cuarto, fueron amigos y compañeros
perpetuos. La servidumbre de la casa decidió renunciar
pues empezaron a murmurar que la niña Helena había
sido víctima de un embrujo, producto de una “conseja”;
decían que tenía arena de mar y polvo de estrellas en los
ojos para perturbar la mente y dormirla eternamente. En
más de una ocasión escucharon decir al padre de Helenita
que si no mejoraba en un tiempo prudencial, utilizarían
“otros” recursos “non santos”. El solo hecho de imaginar
la presencia de la vieja Petra, hechicera (conocida en toda
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la Costa) del barrio Torices de Cartagena, daba escozor,
ella sería la indicada para resolver de una vez por todas el
mal que aquejaba a la niña. Anticipándose a su presencia
decían que si se atrevían a mirar a la vieja Petra de frente,
morirían fulminadas al instante. Por Petra, la servidumbre
en pleno renunció al trabajo. Solo quedó su nana fiel.
No fue tarea fácil conseguir empleados nuevos, pues la
extraña enfermedad de la niña Helena ya se empezaba a
comentar por las calles de Santa Marta. En más de una
ocasión después de las 6:00 p.m., escuchaban a Helena
emitir sonidos guturales, gemidos, entonar canciones en
lenguas extrañas, escribir palabras, trazar signos en el aire;
el diálogo con la nada era a diario, quizá a ellos rogaba lastimosamente que buscaran a César…… ¿César?
¿Quién es César? Se preguntaba la familia. Al fin y al
cabo, cualquier nombre serviría para ese hijo perdido.
Los padres abatidos por la enfermedad de la hija consultaron al párroco de la Catedral Primada, amigo de antaño
de la familia, si una misa de sanación podría facilitar la
recuperación. El párroco después de escuchar lo sucedido,
asintió con la cabeza y luego dijo:
−Es lo mejor para estos casos.
La misa se llevó a cabo dos días más tarde. Los preparativos de la liturgia los organizó la mamá, de prisa.
Los padres comentaron en la habitación de la niña Ina
la recomendación del párroco: “la misa sería el viernes
en horas de la tarde”. Por fin llegó el día esperado y la
familia y toda la servidumbre se dirigieron a la iglesia.
Antes de partir arreglaron la habitación de la enferma,
cambiaron sábanas y fundas de almohadas por unas de
lino blanco recién almidonadas y perfumadas. Helenita
escuchó el sonido de la cerradura de la puerta principal de
la casa,−doble llave− eso indicaba que había quedado
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sola, abrió los párpados, sus ojos se iluminaron, se levantó
de la cama lentamente y fue directamente al despacho del
padre, buscando afanosamente entre los cajones del viejo
escritorio alguna señal que le diera el indicio anhelado
del paradero de su hijo; encontró un manojo de llaves
de la casa, el pulso se aceleró y palideció, era su día de
suerte,−como en el juego de dados, cuando se tiran en
una ocasión y te favorecen, o lo aprovechas, o pierdes−.
Tomó con firmeza y decisión las llaves, pues estaba sola en
casa, y con el corazón en la mano corrió sudorosa hasta la
puerta principal que la llevaría a la libertad. Instintivamente
seleccionó la llave, la introdujo en la cerradura, esta giró
suavemente, abrió con esfuerzo; el viejo portón pesado
de madera maciza rechinó al abrirse, no importaba, nadie
iba a escuchar el ruido de la puerta principal de la casa.
Abrió, echó a correr sin rumbo fijo y jamás regresó.
No se supo más de ella. Sin embargo, existe una variante
de este drama familiar−la otra versión de los hechos−.
Por una infidencia de la cocinera se comentó que Helena
estaba embarazada y esto la llevó a la locura a manera
de castigo divino por el pecado cometido pues concibió
un hijo sin estar casada por la Iglesia; Que el hijo de la
niña Helena en realidad no falleció, que el padre de Ina
planeó llevarla a Cartagena en compañía del hermano;
que este se hizo pasar por el marido y la atendieron en
el Hospital Universitario por urgencias. Sin embargo, las
cosas no resultan como las habían planeado, relata la
cocinera quien dice que todo esto lo escuchó con puntos y
comas de boca del padre, cuando se hallaba husmeando,
detrás de la puerta de la habitación de los papás de la
niña Helenita.
Hospitalizada en la sección de maternidad, lejos de ser
un parto corriente, se produjeron una serie de eventos no
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esperados. Su comportamiento cambió de un momento
a otro, sus carnes temblaban, sudorosa pedía a gritos a
su hijo, la sujetaron de pies y manos, las pastillas e inyecciones ordenadas por el psiquiatra que trató el caso,
no doblegaron la voluntad de seguir exigiendo a gritos
e insultos al médico y las enfermeras que le trajeran a su
hijo. No hubo poder humano ni quien atendiera su pedido.
Después entró en un período de silencio, le quitaron las
ataduras a la cama y curaron las marcas de la sujeción;
el psiquiatra pudo respirar con tranquilidad, pues había
contemplado la posibilidad de choques eléctricos para
terminar con el caso que tantos dolores de cabeza le había producido. Cuentan que Helena esperó sabiamente
el cambio de turno de las enfermeras de fin de semana
para burlar la seguridad del Hospital –se puso la ropa y
la bata blanca de una médica de la guardia− y salió a la
calle a buscar a su hijo. Inútil la búsqueda; caminó libre,
sin afanes, descalza, las calles de cemento del barrio de
Zaragocilla, estas no detuvieron su camino hacia el sector
amurallado. No existen argumentos claros que indiquen
por qué Helenita eligió el Teatro Heredia para buscar
entre las botellas, a César. Las hipótesis sugeridas quizá
puedan dar luz a la historia, una de ellas, quizás la de
mayor peso sería que el encuentro con el hijo perdido le
devolvería la lucidez mental de inmediato. Otros agregan
algo más: que César ya convertido en un joven estudió
medicina y hoy es un connotado clínico de Cartagena,
pero éstas son variables que pueden darse en un mismo
acontecimiento. Quizá faltaría agregar que su madre antes
de morir en Santa Marta, pidió que buscaran a Helena,
pero su hermano guardó silencio con el fin de quedarse
con la fortuna en tierras y ganado que la familia tenía en
el Magdalena y el Cesar.
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