SOBRE LA VIDA SECRETA DE CIERTAS NATURALEZAS MUERTAS (O SOBRE LOS BODEGONES DE MOREA) Vicente Jarque I En el fondo, debo confesar que yo no sé exactamente (ni sabré nunca) la verdadera razón por la que a José Morea le dio hace ya bastante tiempo por pintar bodegones, hasta convertirlos en una constante de su prolífica obra. Morea no es un autor fácil de reducir a producto de ninguna teoría. Como ya he sugerido en alguna que otra ocasión, no tiene nada de artista deductivo. Lo que no significa, obviamente, que no sepa lo que se hace. He ahí el enigma. En cualquier caso, somos muchos los que sabemos que casi desde el principio de su trayectoria aparecía con frecuencia en sus pinturas una suerte de gajo rojo de sandía o melón de agua, que casi se ha convertido en uno de sus emblemas. Pues bueno, pensábamos algunos: he aquí una pintura, cuando menos, fresca y refrescante, y una forma nada grandilocuente, pero especialmente llamativa, que bien podía entenderse como una auténtica y saludable declaración de intenciones. Eran los viejos años ochenta, y por entonces siempre se agradecía el viento fresco, la frescura en el mejor sentido de la palabra, que Morea ofrecía por entonces con tanta brillantez 1 como generosidad, en pinturas llenas de vida y de personajes más o menos neuróticos, o tal vez no, encerrados en interiores inquietos, y, por ende, muy poco afines al género de la naturaleza muerta. Pero también sabemos que desde entonces ha seguido pintando una buena cantidad de bodegones: muchísimas botellas, muchos vasos, tazas de café o de té, algunos bocadillos llenos de materia (no siempre apetitosos), búcaros, jarrones, flores vivas o marchitas, las frutas más diversas, recipientes con higos (o unos higos y una botella sobre una triste y casi deseca higuera), cactus sicilianos o piteras vernáculas, clóchinas solitarias en la noche (¿y por qué no?), animales en general, cebras de sobremesa (¿y por qué no?, insisto), o faisanes “ácidos” (esto no es fácil), hongos venenosos o nutricios, animales irredentos y cosas raras, y otras cosas por el estilo. ¿Y bien? Pues uno piensa que también podría haber pintado, si le hubiera dado por ahí, un característico difunto reciente volando en el horizonte, embalsamado (acaso como algunas de sus momias de El Fayyum), o (en caso de bodegón) un cuerpo presente sentado a la mesa en trance de zamparse un lagarto en forma de serpiente, o una pobre sardina requemada sobre una fea paella amarilla (¿por qué las paellas tienen que ser amarillas?), o un cíclope con sandía en una oficina bancaria (o un huevo de cíclope uncinato, es decir, con garfio de balanza romana, cosa que se le ocurrió en Italia, hacia 1991), o un personaje egipcio más o menos heráldico jugando al billar rodeado de botellas de vino tinto. Como también pintó (algo que nadie más ha hecho, ni lo hará) un verdadero Cristiano con cáncer en la oreja (1990). Éste, por cierto, sí que es una auténtica naturaleza muerta. Y no sólo por esa pobre oreja cristiana víctima del cáncer, sino, sobre todo, por las taxativas y temibles profecías del viejo Malaquías, que, 2 francamente, no auguraban nada bueno para algunos cristianos. De hecho, se diría que la gran especialidad del sabio Malaquías, con su increíblemente claro vislumbre de tantas naturalezas muertas del futuro, incluyendo a los últimos Papas. Qué se le va a hacer. Las cosas son así, no las he inventado yo. “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: ellos edificarán, y yo destruiré”. Esto se puede leer en la Biblia. Y parece verdad. (Y tal vez se me ocurren estas cosas porque el propio Morea ha pintado también cierto cuadro religioso, para una iglesia de Chiva, que no ha dejado de costarle algún disgusto). Así que, por si acaso, vayamos al grano: ¿Por qué? Ésta es siempre la pregunta: ¿por qué? ¿Por qué este hombre -no me refiero a Malaquías, sino a Morea- pinta bodegones? Es cierto que también ha pintado y sigue pintando muchas, muchísimas otras cosas. De acuerdo. Pero ¿por qué pinta también tantos bodegones? Se supone que yo tendría que saber explicarlo, pero lo cierto es que yo mismo no me lo explico. Si yo fuera pintor del presente, tal vez en lugar de bodegones pintaría paisajes lunares o marcianos, o formas galácticas, constelaciones, o haría bonitos retratos de mi casa, o de mi hija o de mi mujer, que viven en ella, o de mis familiares o amigos y amigas (Morea lo ha hecho), o incluso de mi perro o mi perra, mejorando lo presente. O bien me consagraría a la más moderna pintura digital, concienzudamente procesada por mi ordenador (Morea no lo hace, lo que no le impide disponer de su propia página web). O no pintaría nada y haría complejas y sesudas instalaciones o acciones (a Morea le gustan), o acaso me dedicaría simplemente, si pudiera, a nada más que a mirar el curso del mundo y a contar el paso del tiempo, a constatar serenamente lo poco que va quedando antes de despedirse de todo, y de todos y todas. 3 II Pero claro está que yo no soy artista. Morea, en cambio, que sí es artista (y no meramente pintor), parece que no cuenta demasiado el tiempo que pasa en dirección a la muerte, ni piensa de momento en grandes despedidas, sino más bien al revés, piensa sobre todo en lo que le ofrece la vida presente y en encuentros inesperados, a veces incluso estridentes. Entretanto, y entre muchas otras cosas (hay que recordar que Morea no para), se dedica a pintar bodegones. Desde cierto punto de vista, esto es bastante increíble, por no decir que un punto escandaloso, por aparentemente arbitrario. En efecto: ¿por qué lo hace? Un bodegón o naturaleza muerta (still life en inglés, qué bonito) es lo que tradicionalmente, sobre todo a partir del siglo XVII en Francia, han asociado los historiadores del arte con un memento mori (“no olvides que vas a morir”, más o menos), un asunto merecedor de profunda meditación. En su momento pudo ser verdad: pintar faisanes o perdices, manzanas y verduras, flores o pepinos, era una buena manera de no pintar santos, mártires, mitos, próceres o personajes políticos, y ocuparse de la pintura sin por ello caer en la banalidad, sino todo lo contrario. En el mismo sentido habría que entender la idea de pintar paisajes, un género al que tampoco es ajeno Morea. ¿Y por qué no?, una vez más. Sólo que hoy se ha hecho bastante evidente que no queda casi nada de los supuestos valores de esos dos géneros de la pintura que en tiempos se consideraron inferiores, y que por eso mismo dieron tanto de sí. Dejando a un lado el asunto del paisaje (del que hoy se encargan artistas más bien conceptuales), un pimiento pintado o una 4 flor en un jarrón pueden seguir siendo un bodegón o una naturaleza muerta, pero nada tienen que ver con ninguna muerte relevante de la que haya que acordarse. Los seres humanos no necesitamos ya que nadie nos recuerde que vamos a morir. Lo sabemos bien, y casi nadie se hace ilusiones ni abriga grandes esperanzas en el más allá, salvo esos lamentables suicidas islamistas que se inmolan a diario por causa de la ignorancia a la que les hemos sometido. Pero es que, por otro lado, tampoco necesitamos demasiadas excusas para dedicarnos a representar flores, piezas de caza o pimientos. Hoy en el arte, faltaría más, se supone que hacemos exactamente, más o menos, lo que nos da la gana. Así que, me pregunto de nuevo: ¿por qué seguir pintando bodegones? Pues no lo sé. En el fondo, sigo sin entenderlo. Es más, creo que no lo entenderé nunca del todo. Pero la verdad es que no me preocupa mucho; en parte, porque desde hace ya bastante tiempo he renunciado a entenderlo todo. Además, por fortuna, los bodegones de Morea no necesitan de demasiadas explicaciones. Él los hace, en principio, porque le da la gana. Y yo los veo así, en efecto, como bodegones que Morea pinta sencillamente porque le da la gana. Si no fuera éste el caso, no tendrían demasiado sentido. Pero, aparte de ello, podría decir algo más: ya sabemos que pintar bodegones es una manera de atenerse a la tradición de la pintura. Esto no es posible si el pintor no sabe en qué mundo vive, pero lo cierto es que Morea lo sabe bien. De modo que los bodegones son para él, como lo han sido siempre para sus predecesores, un ámbito en el que trabajar con la mayor libertad posible, ocupándose sólo de formas, colores y objetos, y prescindiendo en general de cualquier significado objetivo de pretensiones demasiado profundas, un significado cuya eventual verbalización quedaría en estos casos reducida a la condición de su máxima irrelevancia. 5 III Pero estos bodegones de Morea son también la expresión del curso de su propia vida. Responden a impulsos y estados de ánimo, derivan a veces de viajes, retiros o dislocaciones, o de experiencias tan remotas como inmediatas. Cuando uno se fija bien en ellos, nota enseguida que exhalan un hálito de vida secreta o privada. En cierto modo, son casi “naturalezas vivas”, como dijera Proust de las pinturas de Chardin. Dicho sea, por cierto, salvando las evidentes distancias: creo sinceramente que no sería justo considerar a Morea como el mejor discípulo como el que hubiera podido soñar el viejo Chardin. De hecho, son bodegones sin modelo. Éste no le hace ninguna falta en general. Sus pautas, si podemos llamarlas pautas, proceden de algún lugar interno. No representan tanto unos determinados objetos físicos, cuanto, de alguna manera, anhelos o ensoñaciones, visiones de un mundo a veces irónicamente arcádico y distendido, es verdad, pero muchas otras veces remiten procazmente (aunque no con menor ironía, dicho sea de paso) a unas situaciones de enorme tensión y violencia contenida, cuando no de una bastante patente crueldad. Por eso no es nada raro que domine en ellos el movimiento, que bullan en oculta actividad y se tensen acogiendo en sí las más insospechadas asociaciones y contradicciones sin cuento. Puesto que, en realidad, lo más interesante es que en sus bodegones puede aparecer de todo: una cabeza de cerdo junto a una granada y una bota (1992), o una escueta calavera (eso sí: con los ojos vivos) allí 6 donde uno esperaría unas manzanas o unas peras (2004), un Florero psicodélico con mundo, paleta y granada (1990), un cactus erecto allí donde uno esperaría unas frutas, una sandía instalada dentro de un jarrón (uno de sus Bodegones con botella, 1991) o una botella penetrando por detrás a otra que, a su vez penetra una sandía (Bodegón por televisión II, 1988), bodegones particularmente alegóricos (con bola del “mundo mundial” o con reloj de arena) con inscripciones, bodegones constructivistas, bodegones “entre paréntesis” dentro de un paisaje, bodegones que son casi paisajes, paisajes con bodegones, bodegones con retrato, retratos con bodegones… ¿Por qué, por tanto, Morea pinta bodegones? ¿Para mover a la meditación? ¿Para expresar desasosiego? ¿Para reflexionar sobre la pintura? ¿Para celebrar la vida? ¿Para impregnar de deseo los objetos? ¿Para mostrar lo inquietante del mundo? Seguramente por un poco de todo ello, como se demuestra, por cierto, en la ya larga serie de Paisajes, flores y cacerías, en la que hasta hace unos días seguía trabajando. La verdad es que no estoy del todo seguro, pero, ahora que lo pienso, casi creo que ya lo he explicado antes. ¿Por qué lo hace? La respuesta es: ¿y por qué no? Rocafort, verano de 2005. 7