Carta 3 Pococo Pococo era el apodo de un

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Carta 3
Pococo
Pococo era el apodo de un muchacho de mi pueblo. El sobrenombre se lo puso un
parroquiano que solía pasar gran parte del día en la puerta de su negocio, tratando
de conversar con alguien y poner de manifiesto su presuntuoso ingenio.
Unos decían que le había adjudicado ese mote porque el pobre Pococo, por esas
cosas raras del destino, era tartamudo. –¿Es cierto que sos tartamudo..? –le
preguntaban y él respondía… -Un po… coco na… nada ma… más! Otros, en
cambio, pensaban que el sobrenombre daba a entender que a Pococo le faltaban
cinco para el peso y que por diferente, tenía poco en el coco. Casi todos coincidían,
entonces, que el bromista había acertado.
Pococo trabajaba en el mercadito que tenían mis padres. Un cambalache de
artículos de almacén, frutas y verduras en escala mínima. Había llegado al negocio
por doña Rosa, tía de Pococo y amiga de mi madre. Rufina, la hermana de Rosa,
había quedado viuda y enferma. Para subsistir debió colocar a su hijo en relación de
dependencia. Mi padre lo tomó para darle una mano a esa pobre gente.
En ese momento Pococo tendría unos veinticinco años, aunque no los
representaba. Era de mediana estatura y un tanto delgado, el rostro duro, nariz
aguileña sobre un bozo que no alcanzaba a ser bigote, frente estrecha y orejas
grandes tapadas por una cabellera renegrida. Bastaba mirarle a los ojos para darse
cuenta que, además de tartamudo, tenía algunos problemas de entendimiento. Sin
embargo era guapo y fuerte. Cargaba bultos, bolsas y también despachaba en el
mostrador. Mientras trabajaba vestía un guardapolvo gris, con algunas manchas,
que mi padre le había regalado.
Yo, con apenas doce años, también colaboraba en la atención de la despensa. A
pesar de la diferencia de edad y que yo era el hijo del patrón, nuestra trato era
igualitario. Cariñosamente y a media lengua, él me llamaba: -Pa… pa… jarito… -y
yo reía. Con placer lo observaba mientras se desempeñaba en su trabajo sin
descanso. Era tímido y solo actuaba con torpeza cuando debía atender a mujeres
jóvenes. En especial cuando venía al mercadito La Pechugona. Una rubia
cuarentona de pechos grandes, que parecía burlarse del pobre Pococo, haciéndole
preguntas con doble sentido.
1 -¿Cómo te anda hoy Pococo? – le preguntaba con sorna. “Pococo” se ponía blanco,
luego colorado y ya en verde, le respondía a media lengua: -Bi… bi… bien… se…
señora…
Mi mamá miraba a La Pechugona con un gesto de reprobación, haciéndole señas
para indicarle mi presencia. La dotada mujer siempre buscaba para sus bromas
algún artículo que connotaba con lo fálico. Luego, haciéndome el distraído,
escuchaba los reproches de mamá a papá y los comentarios de éste: -A mi no me
engaña… a La Pechugona le gusta el Pococo… lo anda buscando… ¿no viste que
al entrar se desabrochó un botón de la blusa para resaltar su escote?. –Shhh… el
nene… -susurraba en reproche mi madre.
Yo reía en mis adentros, pero no de Pococo, sino de las situaciones que lo tenían
como principal protagonista. Me reía, sin maldad, de sus “metidas de pata”, de sus
errores y graciosos despistes, de sus ingenuidades. Reía sin burlarme. Demasiadas
chanzas recibía el pobre infeliz de los muchachones que, sin saber lo que era
“bullying”, se juntaban en la esquina del club. Eso me ponía mal porque, en el
fondo, apreciaba a Pococo en sus debilidades y falencias como si fuese mi hermano
mayor.
Pero, en ánimo de ser sincero, también lo admiraba en algunas de sus habilidades y
aptitudes. Pococo, respondiendo al pedido de los clientes, sabía calcular el peso de
los artículos antes de llegar a la balanza. El corte exacto de la horma de queso o de
la barra de dulce de membrillo. El kilo de azúcar que sacaba del cajón de sueltos.
Eso a mí me costaba y no lograba acertar, cortaba de menos o de más, o cargaba
en forma errónea la palita y debía alargar el proceso con nuevos pasos. Pococo,
para estos menesteres, tenía un sexto sentido.
Y lo vieras, en aquellos tiempos en que no había bolsitas de polietileno, armar
paquetes de porotos utilizando una hoja de papel estraza. Unía los cuatro
extremos y haciendo girar el contenido, los porotos quedaban en un saco cerrado
con un repulgue similar al de una empanada. Perfecto en imagen y hermeticidad.
Mis fracasadas imitaciones llenaban de porotos el mercadito.
Sin embargo, lo que mejor sabía hacer, era cortar el hilo cuando terminaba de atar
los paquetes. Con notoria habilidad colocaba los artículos en cuadratura sobre la
hoja de papel, la plegaba hasta cubrir las superficies y pasaba el cordel cruzándolo
en los lugares adecuados. Luego ataba los extremos con un doble nudo en
mariposa… y allí venía su toque artístico… como si nada, cortaba el hilo con un
leve tirón. Yo trataba, sin éxito, de hacer lo mismo pero no podía. Comenzaba
2 dándole unas vueltas al hilo alrededor del dedo índice, como él lo hacía, extendía
el hilo de algodón sobre el paquete y lo sujetaba más o menos bien, hacía el nudo,
pero fracasaba cuando debía cortarlo. Me quedaban los dedos pálidos y sin sangre,
con la huella roja de la cuerda marcando el ajuste. Entonces, Pococo venía en mi
ayuda con una tijera.
Un día quise gastarle una broma. Cambié el carretel del blanco hilo de algodón por
un piolín fuerte y retorcido. Llegó un cliente con un pedido, lo atendió
despachando su compra, y cuando estaba a punto de liar el paquete, observé
discretamente desde detrás de una estantería. Llegó al nudo. Lo hizo, y tiró del
piolín para cortarlo. Para mi íntima satisfacción fracasó en el intento. Sonreí solo un
instante. Porque Pococo, sin inmutarse, miró la cuerda con sutil desprecio, y con un
hábil movimiento cortó el piolín que habría podido sujetar a un caballo desbocado.
Me di por vencido.
Tiempo después, mi padre vendió el mercadito y nuestra familia salió del pueblo
buscando otros rumbos. El día de la partida amaneció muy frío y una brisa del sur
calaba los huesos. En la vereda de casa se habían juntado vecinos y amigos. Allí
también estaba Pococo vistiendo su guardapolvo gris un tanto raído. Aunque mi
madre me consolaba, yo no podía contener el llanto. En la despedida, al pie del
camión de la mudanza, Pococo se acercó, me miró con sus grandes ojos llorosos y,
al abrazarme me dijo… -Vo… vo… lá alto pa… pa… jarito. Y se quedó en medio
de la calle hasta que el camión, que llevaba nuestras cosas, tomó por la avenida
ancha.
Con el tiempo y en la ciudad, asumí nuevos objetivos: estudio, trabajo, amor,
familia… Y también, por ingratitud, me llené de “sin tiempos” y de olvidos. Entre
ellos olvidé al bromista que daba motes, a La Pechugona y sus atributos. El
mercadito de los viejos quedó en el pasado y poco supe de los burlones muchachos
de la esquina. También se volvió difusa la imagen de Pococo, sin saber de su vida y
su destino.
Sin embargo, hace un par de años, un amigo del pueblo al que encontré
casualmente, me comentó que Pococo había partido al más allá, solo y muy pobre,
luego de padecer una larga enfermedad. Apenas había pasado los cuarenta.
Seguramente Dios necesitaba a alguien especial por sus habilidades allá en el Cielo.
Ahora, a la distancia y recordando a ese buen amigo, aún con lo que lo hacía
diferente, pienso que todos los hombres somos distintos, que todos tenemos
3 defectos y virtudes, más allá del dinero y del estudio alcanzado. También creo que
Dios es un gran compensador. A todos nos da habilidades y aptitudes que nos
distinguen. Por eso, las suelas de nuestros zapatos dejan huellas diferentes en la
tierra que transitamos, aun yendo hacia el mismo lado.
Con ricas experiencias de vida y agradeciendo a mis padres y a todos quienes me
acompañaron y continúan a mi lado, debo reconocer que nunca pude calcular el
peso exacto de alguna cosa, como lo hacía Pococo; que todavía me cuesta armar
un paquete y que me duelen los dedos cuando debo cortar el más simple hilo de
una atadura.
Carlos – Villa Allende (Provincia de Córdoba)
Tema solicitado: “Candilejas” de Charles Chaplin
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