AMECDOTAS DE RENTERIA

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AMECDOTAS
DE R E N T E R I A
Por M. L.
PICARDIAS EN EL FRONTON
CONTH ABAN 1)0 IIUMEDO
Hacia los años diez, existía en R en tería el
Café de la A m istad, d on d e aho ra se ab re una
zap atería que hace esquina ro n la calle V iteri.
Al parecer, había indicios suficientes para sospechar que el tal C afé de la A m istad era el
centro de las actividades de algunos c o n tra b andistas que pasaban co nstantem ente bebid as
francesas de m atute.
El celoso encargado de los a rb itrio s m u n icipales estaba sobre e llo , y u n bu en día, r e q u irió la ayuda del enton ces alguacil y luego
o rd en anza del A yu ntam iento, al que sirvió
fielm ente d u ra n te m edio siglo, A lberto E lo rza,
que es q uien hace unas sem anas m e contaba
el sucedido.
— Ven conm igo A lberto le dijo el de los
a rb itrio s— , tenem os que hacer un im p o rtan te
servicio. Muy im p o rta n te . Se trata de cazar
a u n os co n trab an d istas, así es q ue, p o r si
acaso, tom a este rev ólver y si hace falta d ispara a d a r. P o r lo m enos, tira a las piernas.
No hace falta m atar a nadie.
— B ien, b ie n ,—resp o n d ió A lberto m irando
con m uchas prevenciones el arm a qu e había
puesto en sus m anos.
E n trada la noche, m archaro n los dos hacia
el lu g ar d onde hoy se levanta la E sm altería
G uip u zcoan a, en el que entonces había un
lavadero público rodeado por un m aizal sin
cerca ni alam b radas. No se veía nada, el sitio
carecía de alu m b rad o y era el m ás ap ro piad o
para p re p a ra r una em boscada. Se colocaron uno
a cada lado de un poste de la luz clavado
en la o rilla del cam ino y em pezaron su centinela.
— A hora—u ltim ó sus in struccion es el con su m ero —, tenem os que estar a q u í hasta las tres
de la m adrugada, o así. ^ a v en d rán , po rq u e
siem p re pasan po r a q u í. M ientras tanto , que
no nos vea nad ie, así que tú, A lb erto, estáte q u ieto , sin m overte, pase lo que pase .. y
cuando lleguen saltam os a p o r ellos.
A llí estuvieron oyendo son ar el re lo j de la
p arro q u ia y pasaba el tiem po sin que a p a re ciese un alm a p o r el cam ino solitario y negro com o boca de lo bo.
L levaba nu estra p areja varias horas de in ú til esp era, cuando del Café de la A m istad salieron tres individuos q u e, p o r los bandazos
que daban no era a venturado c o n je tu ra r que
habían trasegado bastante más de cuatro copas.
Sin m ás vacilación que la de sus inseguros
pasos, se d irig ie ro n al poste don d e m ontaban
la guardia los dos p robos fu n cion arios, am bos
agazapados y rev ólver en m ano, d ispuestos p a ra c u alq u ier e ven tualid ad
m enos para una.
E fectivam ente. Los tres «m oskorras», a tra ídos p o r el poste como c u alq u ier can d e sa p re n sivo, a liv iaro n el exceso de líq u id o que sob re
sí llevaban.
— Yo cu m plí la o rd e n —term ina su relato
A lberto Elo iza , y aguanté o u ieto , sin p estañear, el ch ap arró n . Mi com pañero tam bién re cibió lo suyo y los dos tuvim os que m arc h arnos después em papaditos a casa. Ese fué todo
el co ntrab ando que cogim os
K u sk u llo , T im ita y L apa. T res b uen o s e je m plares. Los tres convencidos de qu e el que
trab aja es p o rq u e no sirv e para o tra cosa.
El tra b a ja r, para ellos, era como el cólera o
la v iru ela, un m al al que h ab ía que co m b atir. Un azote de la H um an id ad.
Y
h acían h o no r a sus convicciones p o rq u e
no d iero n ni p iq u e en su vida.
Eso sí, en el fro n tó n eran v erd ad ero s m aestros. Jug ab an a m ano m agníficam ente. Y co n v irtie ro n el juego de pelota en una in d u stria
re n ta b le . El m étodo era sencillo e in falib le.
Les bastaba con ten ta r a c u a lq u ie r infeliz
que se acercaba por la cancha del fro n tó n p ú blico de R en tería do n d e ten ían su feudo. M ontada la apuesta, eran el novato y cu alqu iera de
ellos con él em p arejad o q u ien es se llevaban
el p artid o de calle y tam bién las pesetillas
q ue se cruzab an .
Los co n trario s habían jugado rem atad am en te
m al, term in an d o en fingida b ro n ca, in su ltá n dose y echándose la culpa del desastre m u tu a -
m ente. La pro po sició n de la revancha era in m ediata, un a vez despertada la codicia del e n tusiasm ado incauto ante tanta facilid ad .
El segundo p artid o era fatal. Para la «víctim a», n a tu ra lm e n te , que q uedab a con los b o lsillos lim p ios, pasando su co ntenid o a los «gerentes», tras un a e x hib ición m anista digna de
dos cam peones, m ientras el tercero en d isc o rdia fallaba ahora lam en tab lem en te.
B ernardo K u sk u llo , Joshe Ju a n T im ita y
E ulogio L apa le sacaron tanto jugo al fron tón
re n te ria n o como el que pueda sacar al de
M iam i el m ás avispado in te n d e n te .
ALPONSHO OQUERRA
«A lponsho O qu erra» era un h o m b re grandote, fortach ón y tu erto . A dem ás de eso, era
c an tero , a u n q u e, en h o n o r a la v erd ad , d ire mos que no fué precisam ente u n virtuoso en
el oficio.
T rab ajab a A lponsho en las obras de encauzam iento del río O yarzun, am argada su ex istencia p o r la constante p ersecución de un sob restante q u isq u illo so , h om bre de talla m in ú scu la, que se había con v ertid o en su som b ra. P ie dra que colocaba A lponsho, p ied ra a la que
subía de un salto el so b restan te, q uien con
un h ábil juego de p iern as la hacía b a ila r como d em ostració n de su deficiente asiento.
C ansado A lponsho O q u erra de tanta re p rim enda, sintió deseos de venganza y no se le
o cu rrio m ejo r cosa que p o n er, bajo uno de los
p edruscos recién colocado, un p a litro q u e p re p a rado al efecto.
El so b restan te, una vez m ás, quiso d em o stra r a A lponsho lo m al cantero que era y,
como de costu m b re, subió ág ilm en te sobre
la p ied ra . P ara cuando quiso darse cuenta,
ésta basculó y allí se fué nuestro sobrestante
de cabeza al río .
A lponsho O q u e rra, encogido de risa su
único o jo, cuando asom ó el otro la cabeza
en el agua, exclam ó con acento so carró n : —«Sí,
pues, párese que u n poco ya se m ovía el p ie d ra ... ¿eh?»
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SANGRE Y ARENA
A lponsho O q uerra fué a A stigarraga. E ran
fiestas y había «corrida de toros». Los m aletas de turn o se las veían y deseaban para
a cabar con los b ichos... U n o , dos, tres, cuatro , cinco
pinchazos y allí no se m oría n a die.
A lponsho, in d ign ado , 110 pudo contenerse
m as y al grito de « ¡ C asuen la m ar, no te hay
d e re c h o !» saltó al ru edo , cogió al toro p or un
cuerno y se lo llevó am orosam ente al co rra l,
ante el alborozo del resp etab le y el asom bro
y aliv io — de los diestros.
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