Hasta dónde deben llegar los defensores de DD.HH. La actitud de Serpaj frente al gobierno nacional traduce la presión medía de los actuales reclamantes por derechos humanos pero, a la vez, supone una actitud intervencionista que va más allá de! espíritu fiscal y denunciador con el que nació. El lunes 12, el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj) presentó ante la prensa su evaluación de la situación de los derechos humanos en nuestro país a través de un "Informe 2005" sobre éstos. Aunque estuvieron presentes los habituales propaladores de la voz de esta institución, se quiso jerarquizar más el acto con el punto de vista de Adolfo Pérez Esquivel, ciudadano argentino que cuenta en su curriculum con -nada menos- el titulo de Premio Nobel de la Paz. Además de persistente denunciador de violaciones a los derechos humanos, Pérez Esquivel -y también Serpaj- han enjuiciado invariablemente a los gobiernos autores de esas violaciones. Fueron sus blancos, en su mayoría, las dictaduras que gobernaron en América Latina hace algo menos de tres décadas y dejaron secuelas que promueven, aún hoy, el desvelo de cientos de agraviados. Por primera vez, este año, Serpaj se encontró con que los derechos humanos debían ser tutelados por un gobierno del mismo signo que el de aquellos militantes cuya dignidad había sido avasallada. Esta administración tendría, teóricamente, la intención de resolver con mucha mayor prontitud los misterios que sus antecesores dejaron sin resolver porque no tenían, en efecto, la voluntad de hacerlo. Puede interesar recordar, de paso, que un conspicuo miembro de la Comisión para la Paz -y representante de los familiares en ella-había sido también distinguido miembro de Serpaj. El padre Luis Pérez Aguirre, un cuestionador del sistema político y aun del poder cupular de la Iglesia universal, intentaba movilizar el mayor número posible de opciones a favor "de la verdad" cuando falleció en circunstancias que nadie se encargó de chequear con demasiada prolijidad. Esa misma organización halla hoy que el gobierno no se está moviendo con mucha celeridad en el tema de los derechos humanos y que la justicia, a su parecer, es demasiado lenta y destella reflejos de complacencia hacia quienes mantienen pesadas deudas impagas con el cuerpo social. Cada poder del Estado uruguayo, en la concepción de Serpaj, debería tener exacta noción de cuáles son los tiempos. Los ha exhortado a adoptar medidas capaces de activar la cuestión de los desaparecidos y aun de generar definiciones en lapsos bastante menores a los sugeridos por el ritmo actual de las gestiones. Al Poder Ejecutivo le ha dicho, sin muchos ambages, que asuma una actitud clara y terminante en torno al futuro de sus iniciativas reivindicadoras; al Judicial, en términos más académicos, que transite por la senda de humanismo a pesar de que éste, como se sabe, no siempre está casado con el espíritu ni la letra de las leyes. Eludiremos la tentación de decir que "debe evitarse la politización" del tema de los derechos humanos. Estos son, en sí mismos, un gran hecho político. Lo son cuando son respetados y jerarquizados, pero lo son mucho más cuando, como hicieron los dos demonios de este poema del Dante, dichos derechos son usurpados, hollados y pisoteados. La recomendación de "no politizar", además de trasnochada, esconde la maliciosa intención de hacer que no se hurgue en lo que desagrada volver a colocar sobre el tapete. Hecha la salvedad fijemos, sin embargo, lo que consideramos el alcance real de estas situaciones: Serpaj tiene todo el derecho del mundo a decir que los derechos humanos, según los datos que tiene, son burlados en tal lugar y desde hace tanto tiempo, pero cuando se trata de señalar a cada gobierno cómo tiene que proceder, se interna en un terreno resbaloso. Las organizaciones defensoras de derechos humanos han cobrado prestigio, en muchos países, por actuar como verdaderos escudos de las dignidades, pero sigue siendo objeto de intenso debate, aun hoy, hasta dónde tiene derecho a decir a los operadores políticos lo que tienen que hacer. No siempre, además, han dejado de manifiesto la ecuanimidad propia del profesional. Dejemos aparte, sin embargo, la imparcialidad. Ciñámonos al efectivo papel de los supuestos controladores exteriores de los gobiernos, esas oficinas cuyo testimonio anual -como el de Amnesty, también- deberían operar como detonantes de reacciones internacionales pero a los cuales, no obstante, se les hace caso tan omiso como a los ruegos del Papa. Ese "papel efectivo" es la denuncia, pertinaz y pública, de lo que cada centro de poder hace o dej a de hacer con los derechos humanos, pero no erigirse en un poder supuestamente provisto de tanta autoridad como para poner en tela de juicio a los gobiernos constitucionales empeñados en reparar viejos daños. Nos animamos a decir que esa soberanía impera en todo caso, y no sólo para presionar a los presidentes demócratas. No creemos que este "Informe 2005" agregue nada sustancial a la historia de las intenciones del gobierno en este delicado tema.