carlos chimal - Fondo de Cultura Económica

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CARLOS CHIMAL
Creaturas
fuego
LETRAS MEXICANAS
de
LETRAS MEXICANAS
Creaturas de fuego
CARLOS CHIMAL
Creaturas
de fuego
Primera edición, 2013
Chimal, Carlos
Creaturas de fuego / Carlos Chimal. — México : FCE, 2013
355 p. ; 21 × 14 cm — (Colec. Letras Mexicanas)
ISBN 978-607-16-1427-8
1. Novela mexicana 2. Literatura mexicana — Siglo XXI I. Ser. II. t.
LC PQ7296
Dewey M863 Ch398c
Parte de esta novela fue escrita gracias al Hawthornden Retreat for Writers
y al Sistema Nacional de Creadores de Arte
Distribución mundial
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica
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el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-1427-8
Impreso en México • Printed in Mexico
ÍNDICE
I. Que suceda
II. La ley de Murphy
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I. QUE SUCEDA
•
TODOS SOMOS LADRONES en este mundo. Algunos hurtamos cosas,
otros almas y sentimientos. Pero lo único que nadie puede robar
es tiempo. Tampoco podemos rogar por él. Aun así lo intenté
varias veces, como aquel día de verano de 1999, cuando echaba
un ojo al gato en las cercanías del cementerio parisino de Père
Lachaise, es decir, cuando me ganaba la vida vigilando los pasos
del paisano que se hacía llamar Dj Pierre Chantal. Entonces se
apareció en mi mente un garabato antiguo, dibujado tres siglos
atrás por la mano diestra de Cornelis Mahu. Era un recuerdo
extraño y recurrente de una tarde de otoño en la ciudad de Amberes, una plegaria ajena, un implante ancestral de algo que
nunca había vivido y que, no obstante, guardaba en mi cabeza.
—No puedo, no puedo con él… ¡mis hermosas manos!
—repetía una y otra vez Cornelis, mientras arrastraba en su casaca los restos calcinados del joyero Jacob.
A la distancia caminaba el jugador de backgammon que
horas antes había estado a punto de vencer al viejo joyero en
una taberna de Prekersstraat, escena que Cornelis aprovechó
para elaborar un boceto. Ahora el pintor parecía extenuado, a
pesar de que su carga era un hombre menudo con parte de su
cuerpo reducida a cenizas. Había pasado ya un buen rato desde su muerte, por lo que su desatención a las necesidades de
los vivos era absoluta. Cornelis se tomó un respiro, mientras el
jugador lo seguía con precaución, como si supiera lo que iba
a hacer.
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Si piensa que debo acudir al loquero, ser internado o hacer
algo creativo, es inútil, ya lo intenté. Además de estas pesadillas venidas de quién sabe dónde, desde muy chico también
padecí la fiebre del tablero, así que cuando fui a consultar una
enciclopedia para conocer pormenores del juego, me topé con
una reproducción del cuadro de Cornelis. Pregunté a mis padres, revisé archivos familiares, escuché historias de lavanderas, de nanas y de cocineras. Entonces un tío me platicó que
antepasados nuestros jugaban juegos de mesa de manera compulsiva al menos desde 1638. Ahora, cuando debo de permanecer más alerta, pues Dj Pierre es un tipo escurridizo, la cabeza me traiciona y se fuga en una nueva partida de backgammon.
En lo personal soy escéptico con respecto a la inmortalidad, aunque tengo mis dudas en cuanto al empecinamiento de
ciertas personas. Por alguna razón que desconocemos la vida
pasa de padres a hijos a nietos y biznietos, y en ocasiones algunos de ellos pueden recordar la vida de sus antepasados lejanos,
como si un gusano del tiempo les abriera una ventana de inmensa felicidad a veces y, sin duda, también de profunda tristeza. Yo era uno de esos memoriosos de lo ajeno, enfrascado en
una carrera por el tiempo y el espacio de alguien que no eres
tú, hasta que un buen día, si tienes suerte, te ves envuelto en
llamas. De otra manera sigues errando por este mundo, como
un reservorio de recuerdos inútiles, una ubre que sólo produce
leche amarga.
No puedo ordeñar de mi memoria aquel año de 1638,
cuando Cornelis ingresó como maestro pintor en la Fraternidad de San Lucas, la cual estaba radicada en la citada ciudad flamenca de Amberes. El que me haya asaltado aquella
noche de verano en Père Lachaise me produjo una sensación
de impotencia frente al futuro que por fin iba a tomarme entre
sus garras.
Cornelis, el endemoniado hijo de comerciantes de arte, era
versátil en cuanto a sus temas y esa tarde pezcó a mi antepa12
Carlos Chimal
sado a punto de tirar los dados en una taberna de Prekersstraat.
El marfil en el aire, las posibilidades de anticipar al adversario,
su mirada dudosa, las fichas dispuestas, la necesidad de fuego,
todo ello lo bocetó en un dos por tres el muy hábil, cosa que le
valió el reconocimiento de sus pares y pudo ingresar a la Fraternidad de San Lucas.
Lo del fuego no es gratuito. Décadas atrás, precisamente en
1613, cuando su madre dio a luz su cuerpo lechoso y pálido,
Cornelis pegó un grito destemplado y sonoro, tan amplio que
llegó a oídos del joyero de Amberes, aterrando al pobre diablo
cuyo destino infame estaba por cumplirse en las orillas de la
ciudad. De esa manera quedó sellada no sólo su suerte sino
también la de su hijo Jacob.
El hijo de mi cliente aquella noche veraniega de 1999 era,
además de escurridizo, un extravagante y con él había que irse
a tientas. Entonces la cabeza me traicionó una vez más. Apareció en mi mente el rostro de piedra que el hijo del joyero de
Amberes exhibía ante los ruegos de los compradores, quienes
buscaban alguna rebaja por sus brillantes y piedras de tonalidades embelesantes. También lo veía sacudiendo del brazo a su
hija por las calles flamencas, y no podía evitar imaginarlo en
las orillas del Scheldt en el momento en que comenzó a arder
en forma súbita, sin que una fuente de calor cercana o alguien
a su alrededor hubiese iniciado el fuego. Por eso siempre creí
que Cornelis Mahu había sido una ave de mal agüero para mis
antepasados. Y que viniera a mi mente en este momento no
anunciaba nada bueno para mi propio porvenir.
Quizá el lector me crea cuando digo que no soy religioso
pero sí supersticioso. Y es que a lo largo de todos estos años me
he acostumbrado a descubrir los signos ominosos como un
viejo cocodrilo que llora sin moverse. A lo mejor escuchó hablar de los profanadores de tumbas que entre 1998 y 1999 celebraron aquelarres sorpresivos en diversos cementerios, camposantos, necrópolis, sacramentales, nichos y catacumbas de
Que suceda
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París y sus alrededores. Tal vez no, poco importa, el hecho es
que fui uno de ellos y ésta es parte de nuestra historia, cuyos
orígenes se remontan a ese fatídico año de 1613, cuando el
mentado joyero de Amberes fue encontrado reducido a cenizas
lejos de su taller. Esa fecha es la más lejana que puedo recordar, o, mejor dicho, que me es dado recordar.
Desde muy pequeño empecé a lidiar con esta clase de eventos singulares, haciendo un esfuerzo por entender todas aquellas imágenes que, en su conjunto, parecían salir de un mal
sueño, sobre todo porque estaban llenas de detalles insulsos y
en ellas aparecían personas, objetos y animales tan vívidos como secundarios. Un recuerdo recurrente que me asaltó desde
los seis años de edad, y para colmo, por primera vez luego
de haber estado viendo por la TV La dimensión desconocida, era
el de aquella tarde de 1638, también en la ciudad de Amberes.
Mi antepasado y su patrón disputaban una partida de backgammon en presencia de un joven aprendiz de la joyería, quien
se ganaba la vida como caballerango de un soldado de una
buena familia de la ciudad.
La escena sucedía en una taberna cercana al taller de joyería y al final del primer juego el patrón sonrió, satisfecho de su
franca superioridad. Cuando estaban por iniciar la revancha
llegó Cornelis, de una caja sacó unas lentes, un trozo de papel
y carboncillo, y se puso a dibujar. A Jacob le molestó pero no
dijo nada. En el momento en que mi antepasado iba a tirar el
dado, el joyero se levantó y se lanzó contra Cornelis. Mi antepasado intervino, pudo calmarlos y salieron los tres hacia la ribera, mientras Jacob despachaba al aprendiz, quien se retiró
con una montura roja y un casco de metal, propiedad de su
empleador.
Al caer la tarde Jacob iba retrasado. De pronto, cuando voltearon a buscarlo, el hijo del joyero que veinticinco años atrás
apareció carbonizado de manera inexplicable, estaba ardiendo
sin que nada a su alrededor pareciera haberlo provocado. Sin
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Carlos Chimal
embargo, lo más extraño y horrendo fue notar que ninguna de
las extremidades se había quemado, sólo el tronco del pobre
Jacob se convirtió en cenizas, las cuales fueron puestas por el
pintor, junto con el resto del cadáver, en la casaca que se quitó
de manera instintiva mientras rezaba por el alma del maestro
tallador de piedras preciosas. Fue entonces cuando, resignado,
entendí la clase de vida que habría de llevar. Tuve que aprender a representar en mi cabeza, una y otra vez, la macabra danza del fuego inesperado con una serenidad indolente.
Con el tiempo llegaron otros recuerdos, no menos sombríos y enigmáticos para un niño que nada sabía de aquel
mundo explosivo y absurdo. Uno que surgió de la nada en mi
cabeza una noche de invierno, a la edad en que empecé a meter las manos debajo de las sábanas por horas hasta quedarme
dormido, acontecía en el año de 1744. Y la escena transcurría a
gran velocidad, igual que una película vieja sobre un proyector
de hoy, por lo que la voz del narrador sonaba chillona, como si
el tipo hubiese inhalado gas helio. Y yo, el solitario espectador
de la gran sala, observaba sobre la gigantesca pared lo que contaba aquél: “El cuerpo de un joven de Reims, hallado por el
sendero del este que conduce a la ciudad, estaba convertido en
cenizas, excepto por la cabeza y los dedos de los pies. Algunos
viajeros aseguran que llevaba un buen rato mirando al sol cuando la estrella se hallaba en su punto más alto. Dicen que intentaron advertirle del daño que se estaba haciendo, pero afirman
que él no les hizo caso”.
Por un instante creí ver el inmenso astro solar emergiendo
desde el horizonte. Pero la noche apenas comenzaba. Alguna
otra vez tuve recuerdos angustiosos de eventos sucedidos en
1773, por lo que mis padres me llevaban a uno y otro loquero
en busca de respuestas contundentes a daños irreversibles. Finalmente, ¿a quién le importaba qué controles estaban dañados dentro de mi cabeza? Durante mi primera juventud, mientras trataba de encontrar una novia que quisiera volver a salir
Que suceda
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conmigo luego de hablarle de mis recuerdos prestados, de “mis
locuras ajenas”, como las llamó alguna despechada, sin poder
hacer otra cosa más que cerrar los ojos y ser presa del pasado,
me asaltó el recuerdo de una mañana en el poblado de Newcastle, una mañana brumosa y húmeda, casi congelada. Entonces lo que descubría era el cuerpo de una mujer de cincuenta y
dos años, a un lado de su cama, sobre el piso, en igual estado
de incineración. Recuerdo con pavor la manera en que parecía
haber sido alcanzada por el fuego: como si una campana invisible la hubiera aislado del mundo.
Además, que yo recuerde ahora, nunca había estado en
Newcastle ni en Bélgica. Tampoco tuve relación alguna con la
gente de Reims, excepto por aquella ocasión en que fuimos a
tocar en nombre de Jim y salimos pateados por las botas de los
frustrados aficionados al rock vintage. Desde mi punto de vista,
todo había sido por culpa del cuadro al óleo en el que Cornelis
plasmó la debilidad de un linaje hacia el backgammon. Ese caimán pintó lo que quiso ver de mis antepasados, de mi persona,
de nuestro sino ligado a los estados de exacerbación térmica,
a las calamidades ígneas que nadie puede explicar. Ni siquiera una pintura. Y ese cuadro estaba a punto de subastarse en
internet por unos cuantos miles de dólares. ¿No era como
para llorar?
Resignado a mi destino, que consistía en no despegar un
ojo al hijo de mi cliente, el paisano que, como he dicho, se hacía llamar Dj Pierre Chantal, me preguntaba yo si todos esos
bonzos ocasionales habían sido víctimas de un hechizo. “Tal
vez eran sólo peones —seguí pensando—, pero el hecho es
que todos parecen haber muerto por combustión espontánea
de sus órganos internos y no por una fuente externa, como el
que es rociado con gasolina o el que es alcanzado por un lanzallamas.”
Del siglo XIX no he tenido ninguna memoria. En cambio un
sueño que llegó en plena pubertad fue el de un operador de
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Carlos Chimal
computadoras del siglo XX. Steve Wedgood tenía veintidós años
de edad en mayo de 1985 y caminaba por una calle de Londres
cuando, de pronto, se convirtió en una antorcha humana. Es un
recuerdo tan intenso que cuando apenas he comenzado a olvidarlo, regresa con mayor fuerza. En 1987, mientras subían por
unas escaleras automáticas de un centro comercial de México,
un pariente mío vio cómo otra persona empezó a emitir flamas
por la nariz y la boca, sin algo que lo provocara, y luego por
todo el pecho. Veinticinco minutos después el infeliz se hallaba
carbonizado en el suelo. Nadie supo su edad ni dónde vivía.
Mi pariente pudo olvidar el suceso pero a mí no me abandona.
Para un androide como yo, adicto al juego de uno contra
uno más viejo de la tierra, en el que cada oponente se halla
dotado de un repertorio finito de tácticas y estrategias, enterarme de todos esos casos de combustión humana espontánea representaba una oportunidad sublime de resolver un enigma,
una forma de adentrarme en una zona desconocida de la percepción humana. Si son parte de una leyenda o no, poco me
toca juzgar. Si me patina el coco, por fortuna aún ando suelto y
no tomo drogas de diseño. Leo, por lo general, libros de aventuras, y eso me mantiene entretenido.
Que suceda
17
•
LA TARDE ANTERIOR uno de los amigos de mi cliente, Kenji Shinri
Aum Kyo (así se hacía llamar si lo fastidiabas), vio cómo depositaban un catafalco en un hoyo del cementerio del este de
París, también conocido como del Père Lachaise, y luego lo cubrían con tierra seca. Y por eso estábamos ahora aquí, porque
se nos presentaba la oportunidad de ver que un cuerpo soltara
las llamitas de la descomposición.
El lector tendrá que apreciar esto, pues hoy la gente se hace
cremar, al igual que se imprimen tatuajes y se perforan la piel,
sin pensar en las vicisitudes del fuego. Les importa un bledo la
vida de los demás y votan por la ley del mínimo esfuerzo, con
un poco de dolor, sí, pero nada del otro mundo. ¿Tatoo ou la
Mort? ¡Que le pregunten al joyero de Amberes!
Vivos o muertos, tatuados o lampiños, esa noche del verano
de 1999 cuatro figuras juveniles y yo, el amante del tablero,
nos acercamos por la calle del Reposo a la loma donde se encuentra el mentado cementerio y nos pusimos a esperar junto
al muro de la antigua sección israelita. Se trata de uno de los
sitios más concurridos de París pues ahí están enterrados muchos famosos, entre ellos Jim Morrison, el cantante del grupo
de rock los Doors que hizo de las suyas entre 1965 y 1970.
Para Dj Pierre los minutos transcurrían como lápidas sobre
su espalda, y no solamente porque hacía un calor de los mil
demonios. Álfico y donoso, sin poder resistir el silencio de los
demás, se vio impulsado a hablar.
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—De aquel lado están Gay-Lussac, Gurdjieff, Chopin...
¿les gusta Edith Piaff? Yo la mezclo con mis pistas de industrial
y house... Y Morrison, ¿dónde está su tumba?…
Lo miraron con el mismo gesto de intolerancia, como diciendo: “Sí, ya te escuchamos… y apestas”. En cambio para mí
todo encajaba de una manera brutal. Debo decir que el viernes
28 de junio de 1969, Morrison, también conocido como el
doctor Mojo Rasin’, se presentó con su versión de las Puertas de
la percepción en un centro nocturno de la (a)venida de los Insurgentes, como se le decía en esa época a la vía más larga de la
Ciudad de México. Los Doors fueron víctimas del surrealismo
hecho en este país, encarnado por una burocracia bonachona y
cínica que redujo un gran concierto masivo, fraternal y todas
esas jaladas, en un show para juniors, para los sabelotodo y
merecelotodo: los nerds de 1969.
Del mal, el menor, pues al presidente en turno le había
salido un hijo chueco que le gustaba el rock. Así que mientras
la raza (más uno que otro iniciado y precoz adorador de lo
vanguardista) se quedaban mirando afuera el enorme retrato de
Morrison que habían pintado sobre una pared del centro nocturno que daba a un terreno baldío, adentro estaba yo, a los
catorce años de edad, invitado por el hijo de un secretario de
Estado, junto a su novia, la heredera de la panadería más
grande de la ciudad, y mi propia morrita, Catarina Robinson,
una maja salida de un cuadro de Goya que tocaba la guitarra
como Atenea en sus momentos de ensueño. Lo había comprobado varias veces, la más extraña en una antigua cárcel modelo del barrio sureño de Tizapán, en San Ángel, dirigida por un
ex jesuita que creía en la redención de los que no habían caído
tan bajo.
No poblaban, pues, esa cárcel asesinos ni otro tipo de alimañas, sólo gente que podía salir a trabajar en oficios limpios y
regresar a pernoctar. Allí organizamos un concierto de rock en
el que las mejores bandas del momento no pudieron prender a
Que suceda
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la raza como mi morra y sus rolas a lo John B. Sebastian, el líder de los legendarios Lovin’ Spoonful.
Fue esa ocasión cuando me topé con Jim por primera vez
en mi vida. Recuerdo que estábamos los cuatro de pipa y guante, esperando a que los Doors aparecieran en escena, cuando
me di cuenta de que no me había bajado las valencianas de mis
vaqueros para estar “de largo”, pues todo el suceso era un eufemismo que se esgrimía con intención de evadir la verdadera
elegancia, la del último romántico de la historia. Entonces el
baterista Densmore hizo que nuestros corazones volcaran y
la banda emitió su sonido amenazante y melancólico. Abrumados por el chorro de energía luminosa, acústica, de pronto
apareció él.
—Aquí está su papá, el cabrón de Zapara —gritó.
Yo creo que quiso decir Zapata, en referencia al revolucionario del sur. El Rey Lagarto continuó:
—Soy la encarnación de Fidelo Castro, you know?...
Y se arrancó cantando Five to One. Yo me eché a reír, porque las apuestas en mi vida siempre han sido así, cinco a uno
en mi contra, incluso en el backgammon. Lo que no sabía entonces era que mi suerte estaría sellada por la insospechada
manera como la inmortalidad de Mojo Raisin’ y mi propia vida llegarían a trenzarse. Por esa y otras razones tenía sentido
para mí haber estado esa noche estival de fines del siglo XX en
el cementerio del este de París, treinta años después de aquella
tocada de fancy rock.
Era una noche industriosa cuando me topé con los rulos
rojizos del muchacho hablantín, quien era hijo de mi cliente.
Como guardaespaldas, yo también podía adivinar cosas, por
ejemplo, que habíamos sido embestidos por un soñador de
media tijera, que el tal doctor Mojo Raisin’, cuyos restos no se
hallaban tan lejos, de algo tenía que vivir, ¿sabe?, igual que
yo después de haber roto con los émulos de los Doors, viajando de Hamburgo a Barcelona a Milán a Amberes a Madrid
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Carlos Chimal
a Londres… Y todo por habernos colado a los camerinos de
los Doors luego del concierto, gracias al hijo del presidente,
amigo de mi cuate de la prepa.
Cuando Morrison me miró venir, se puso pálido. Éramos
como hermanos gemelos, él un poco más pelirrojo (y panzón)
que yo. Luego hicimos un viaje por el bosque de Chapultepec,
las pirámides de Teotihuacan y la casa de mi amigo de la prepa,
donde Morrison encontró el camino de la salamandra en el jardín de piedra volcánica e inventó su personaje mítico: el doctor Mojo Raisin’, un revoltijo de letras con su nombre porque
quería hacerse el gracioso con la hermana menor de mi amigo.
Así que los que quedaron de los Doors me contrataron como el
doble de Jim para rolar y explotar el trademark. Según dijeron
los que me querían, “la vida me estaba haciendo justicia”.
Y ahora estaba yo ahí, treinta años después, aún al otro
lado de la cerca del cementerio y por tanto no muy lejos de su
tumba. Vivía mi propia obra de teatro marcada por la sombra
de Morrison y los sueños de otros testigos del horror. Desde
aquella noche en México Jim creyó que podía transmutarse en
un mocoso trece años más joven que él. Pero se peló. Ahora no
estaba tan seguro, era una vendetta… Tampoco Jim fue protagonista de un acto de combustión interna ni se convirtió en el
primer bonzo de Anáhuac. Y ese karma me ha perseguido,
pues mientras yo le contaba chistes de sardos y abuelitas coquetas, de mujeres caprichosas y solitarias, llegamos a la cima
de la pirámide del Sol en Teotihuacan, donde me confesó su
ambición por orar en el desierto. Yo me burlé de él, del “pajarito que sabe rezar”.
Entonces Jim me encargó que continuara así, cagándome
en su fama. Era un poeta simbolista y romántico, por lo que
entendí por qué y cómo se fue desinflando esa noche y las
otras, durante su primera experiencia con la “mecánica nacional”. Luego vendría la segunda y última, el año siguiente, visita
de la que no vale la pena acordarse.
Que suceda
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Los otros dos que completaban el quinteto esa noche, además del escurridizo Kenji, eran Gerard y Denys, quienes me
pidieron que callara al lengua larga pues alguien podía notar
que estábamos rondando el cementerio. Éstos no se cocían ya
al primer hervor y andaban en sus treintas, así que hablaban
con la autoridad del que come con el sombrero puesto. Y es
que mi cliente se había acercado un poco a mí, exigiéndome que
estuviera pegado a él, pues lo querían robar. Yo pensaba: “¿Quién
quiere robar a un anoréxico como éste?”
Gerard se dirigió a Denys mediante altisonantes gesticulaciones, ya que ambos eran sordomudos. De hecho, padecían
una aguda debilidad auditiva y su habla era limitada. Les gustaba abrir la boca para que todo mundo admirara los implantes
en oro que se habían mandado colocar. No necesitaban hacerlo, eran pelirrojos y eso hacía que todo mundo volteara a verlos
de inmediato. Luego le gritaron con sus gordos dedos y sonidos guturales:
—Helvético Dj Chants de Pierre Chantal, ¡ten fe!
Por su parte Kenji siempre podía pretextar su mal francés y
hacerse el desentendido.
El vástago de mi cliente por fin cerró boca y se puso a pensar: “Vivimos en estado de tos improductiva”. Era un minero
en busca de un corazón de oro. Pero como creía que las piedras tenían que cantar todo el tiempo, apenas esperó un minuto y, casi musitando, les preguntó si no sentían que el calor los
aplastaba, como a él.
—¿No les parece que es una noche propicia para celebrar
las exequias de los fríos y los calculadores? —dijo, esta vez elevando el tono de voz.
Lo odiaban pero no podían hacer nada porque allí estaba
yo, una mole de noventa kilos de peso, uno noventa de estatura y pegada como con pata de mula. Les habló vagamente de
lo que lo estaba matando por dentro, deseoso de convencerlos
de explorar las posibilidades del fuego por fuera. Tal vez era el
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Carlos Chimal
canario del minero, cuya muerte alerta a su amo sobre la presencia de gases tóxicos alrededor. Luego se puso culto. Les platicó
de un teólogo cristiano que vivió en Roma entre 354 y 430 de
nuestra era, llamado Agustín, quien escribió sobre los “fuegos
perpetuos” que se desprendían de las piedras con las que daban
forma a las tumbas de los primeros cristianos. Los otros lo tacharon de loco, de fulero y hablador, de Dj tosco… en sus cabecitas.
Yo me estaba haciendo el blando, debo confesarlo, porque
quería conquistar el amor de la hermana del pequeñín hijo de
Levy, paisano porque mi padre se apellidaba Mejía, es decir,
Mesías, y sus antepasados eran descendientes de judíos conversos que habían emigrado a México. Con todo en contra, era
un hijo de la vagancia en París que deseaba a Yaél Yurman y no
podía acabar de amarrarla.
Dj Pierre remató diciéndonos: “enlever la chrême, frapper
fortement sur la tête”. Luego los sordomudos hicieron el tímido
intento de retar al pinchadiscos y lo invitaron “a comer los desechos del dios cagón”. Todos reímos.
En realidad lo que queríamos era echar abajo con la mirada
la barda en esa parte del cementerio. Dj Pierre no estaba dispuesto a soportar el lenguaje altisonante de los sordomudos y
siguió canturreando la canción de Jim Morrison, como si fuera
el dueño de una fuente inagotable de combustible: “House
upon the hill, moon is lying still, shadows of the trees, witnessing the wild breeze”.
Buena voz, genial en el bricolage pero que pronunciaba
mal el anglé. No obstante tenía ángel, pues podía trastocar un
infierno por un cielo.
Mientras seguíamos esperando a los que faltaban por llegar
para sortear la barda del cementerio, Dj Pierre nos aseguró que
el alquimista francés Achid Bechil había descubierto el fósforo
de los fuegos en un curioso “carbúnculo” que se formaba al
destilar sus orines mezclados con arcilla, caliza y diversos materiales orgánicos.
Que suceda
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Un entierro era, pues, un suceso entre los que habitábamos
esa zona del mundo. La gente se tatuaba porque su periplo lo
merecía. Pero el miembro más nuevo de la banda no pareció
entender el mensaje y siguió parloteando sobre los personajes
famosos enterrados allí. Y luego decía de vez en cuando: “¡Lo
presiento, me van a robar!”, en una más de sus disgresiones
circulares, muy parecidas a las mías. Los demás siguieron haciendo como si le hablara a la extensa pared, traída desde Jerusalén por cortesía de la Mairie de Ménilmontant.
La fuerza del destino me obligaba a seguir recordando
aquella noche de verano, cuando Catarina me besaba con sus
labios carnosos, haciéndome gozar de manera inesperada y
húmeda los minutos que duró el concierto de los Doors, ante
el estupor de los hijos de la familia chocolatera, panadera, industrial de la nación pujante que deseaba la modernidad pero
que no quería abrirse del todo. Ni sabía cómo. Catarina era
cachonda y alegre pero quería casarse. Era como si el osario
de ese cementerio lleno de ilustres me escuchara, ¿me explico?, como si algo resonara a lo largo de treinta o trescientos
años, algo escondido en los huesos, programado para relativizar el mundo.
Entonces impuse mi animalidad (y mi edad). Moví mi cabeza de manera enfática y con ella mi largo cabello castaño
claro, abundante y ondulado. Apenas brilló un poco, pues las
nubes cubrían la luna. Y cuando sucedió, los demás abrieron la
boca, admirándolo y deseando más de su benevolencia, como
la crin de un caballo olímpico montado sobre mi cabeza. La
verdad, no estaba aburrido de haber doblado a Jim todos estos
años para los imbéciles que nos compraban a seis mil pelas el
show, sino de los inacabables siglos persiguiendo luces de diamante. Y la papa es la papa, el curro es el curro y todos a pedir
que el sol suelte su luz para bañarnos a algunos más que a
otros, aunque en ese momento el astro se hallaba al otro lado
de la Tierra.
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Carlos Chimal
Tomé la humanidad entera de mi cliente y la llevé por los
aires hasta lo alto del muro.
—En este hoyanco henchido hay nichos y celdillas —dijo,
dirigiéndose de nuevo a todos los miembros de la banda—,
hay bóvedas y sepulturas, urnas cinerarias y raudas. Las criptas
de este columbario son hijas del carnero, ¿entiendes el verbo
osar? —inquirió, volteando su mirada hasídica a Denys—. La
huesera, las catacumbas, las galileas, los hornos que vas a ver
allá adentro… tendrás que ser fuerte… ¿Te dicen algo las exhumaciones?, quiero decir, cuando haces tu música…
Empleaba un acento sureño, como si el flaco envidiara mi
propio poder de seducción. ¿Era yo, el vecino de Ménilmontant, quien parecía un espicanardo, pues de noche olía mejor?
¿Era el mismo del que Jim se había enamorado en ese viaje por
el noreste de México? ¿Era el mismo que las francesas de nariguilla dorada adoraban por mis arrumacos, las españolas de
monumentales nalgatorios por los pellizcos en el trasero y las
italianas de labios cardíticos por las mordidas que les pegaba
en los pezones morenos?
Sospechaba que el paisano de Ginebra y camaleón de la fe
industrial jamás podría igualar mis hazañas, pero en realidad
no era tan mal imitador de la piel divina que adoraban las pétreas y los tenaces desde que, seis meses atrás, había llegado
para completar una residencia en una escuela de medicina de
la ciudad.
Por mi parte, de algo tenía qué vivir, después de haber roto
con los émulos de los Doors, luego de renunciar a los viajes
por Hamburgo, Barcelona, Milán, Madrid, Londres, en toda
aquella ciudad o villorio donde hubiere un hoyo y cincuenta
tipas y gandules dispuestos a reventar su nostalgia, muchas de
ellas prestadas porque la mayoría ni siquiera había nacido
cuando el doctor Mojo Raisin’ ya se había fugado de este mundo. Y todo por haberme metido con Catarina Robinson a los
camerinos luego del desastroso concierto en el Fórum de la
Que suceda
25
Ciudad de México, una noche de verano en la que me acerqué
y lo tomé de los brazos. ¿Ya dije que cuando Morrison me miró
se puso pálido como una hostia?
Y si éramos casi gemelos, en realidad él se veía un poco
más rollizo que yo. Luego hicimos un viaje por Jalisco, Nayarit,
Sonora y Baja California, donde dijo haber encontrado el camino de la salamandra e inventó su personaje mítico: el doctor
Mojo Raisin’, un revoltijo de letras con su nombre. ¿O fue en
la casa de mi amigo en la Ciudad de México? Como sea, tuve la
suerte de que la respetable organización que siguió imaginando a los Doors me contratara como su estrella para seguir rolando y no perder el espíritu de Jim, eso es.
Y ahí estaba yo, con treinta años acumulados en la espalda,
muy cerca de su tumba, escribiendo mi propia comedia, mientras otros, millones quizá, pensaban que el suyo era el melodrama que se estaba representando en tu territorio. Jim creyó que
podía chupármela desde esa noche pero se peló, y me persiguió mientras yo le contaba cómo mi prima era una intérprete
de espías rusos de paso por la nación azteca. Y así llegamos a
Guaymas, hablando de Grozny por primera vez en su corta
vida. En Caborca me reiteró su ambición por orar en el desierto y descifrar sus arenas. Hoy sería un talibán. Mis recuerdos
volvieron a esfumarse cuando, en efecto, al entrar la madrugada
se acercaron las que faltaban: Myrobalana, de género Terminalia, a quienes todos conocíamos como Myro, y la Isa, Isabelle,
una tipa de lo más guay. Entonces Dj Pierre Chantal tuvo que
interrumpir su monólogo.
Ellas caminaron con parsimonia hasta detenerse frente al
japonglés, quien les sonrió con su impenetrable cortesía paterna,
y soltó los hombros que había mantenido tensos hasta ese instante. Era un tipo gracioso y temible al mismo tiempo. El mismo
día que fui contratado por mi cliente llegó Kenji con invitaciones para un aquelarre en la embajada de los productos Living
Forever. A mil morlacos por cabeza equivalía el donativo, una
26
Carlos Chimal
fortuna que sólo él y mi cliente podían pagar. Yo iría como un
colado, como el hijo de judío converso que soy, pues mi misión
no se limitaba a protegerlo de los putos nazis que aún pululaban por ahí, sino también de las locas gachas y los despistados
aficionados a esa clase de fiestas.
Había, pues, una doble intención. Su padre vivía en Ginebra pero el muchacho era un pata de perro y le gustaba Barcelona, Londres, París, sitios donde había terrenos baldíos para
vivir un western momentáneo, como el que escenificó con Kenji
aquella ocasión. De émulo de Jim Morrison a guardaespaldas de
un frágil lector del Talmud, esquizoide radical utopista, ése era
mi sino. No estaba tan lejos del asesino de Sbrinca, quien pasó
de exterminador a charlatán alternativo. Nunca dejaré de preguntarme por qué un androide como yo hizo ese viaje con el
doctor Mojo Raisin’. Como quiera que sea, el daño estaba hecho.
Que suceda
27
•
KENJI ME SACÓ DE MIS RECUERDOS, pues comenzó a moverse con
garbo, sin prisa, bien erguido, disfrutando de cada paso que
daba. Tenía el don de predecir acontecimientos y adivinar datos, aunque a veces le pasaban por encima y no se daba cuenta.
Volvió a mirar a una de las mujeres del grupo, de pequeños y
rasgados ojos negros, y dijo, dirigiéndose a mí como si quisiera
prevenirme de algo que podía hacerse crónico:
—¿Tienes para comprar una cerveza?
—¿Qué, estás chiflado?, ¿vas a caminar hasta el metro,
donde el viejo Rénard puede venderte al triple algo de dotación nocturna?
Kenji dudó. Era una empresa riesgosa, pues el viejo podía
haberse ausentado, y los fuegos fatuos no esperan, y la luna
cambia de postura con caprichosa rapidez porque es pequeña…
—Vamos, es… estúpido.
En medio de la noche mezquina, cuando no soplaba ni
una brizna de aire, Gerard y Denys esperaron su oportunidad.
Quizá sea pertinente que les hable de estos amigos, a los
que el hijo de mi cliente conoció hace poco más de un año y a
los que ayudó a levantar un par de negocios, ambos rentables:
uno consistía en hacer parafernalia punk y venderla en varias
ciudades de Europa, y el otro en producir fósforos de uso casero, sobre todo para los empedernidos fumadores de porros.
Todo ocurría muy rápido. El mismo día que nos conocimos se
acercaron a mí a contarme la historia de un hombre muerto
28
por tifoidea, en 1866, quien había sido enterrado en la cripta
de una iglesia no lejos de su casa, en la bahía de St.-Brieric. Un
año más tarde el ataúd explotó, literalmente, derramando líquidos pestilentes, por lo que fue cubierto con arena y tierra.
Un día después, cuando los trabajadores contratados por los
sacerdotes de la iglesia regresaron a remover el desastre, fueron
testigos de cómo de los restos corpóreos emanaban flamas azules. No sé por qué vinieron a mí a contarme semejante historia
pero todo encajaba con aterradora claridad.
Dj Pierre Chantal, quien seguía esperando en lo alto del
muro, nunca había aprendido las señales de los sordomudos y,
no obstante, podía entender lo que Gerard y Denys querían
decir. O eso creía él. Se imaginaba cómo habría de usar todo
“el material” que estaba viendo y escuchando la siguiente ocasión que pudiera presentarse en el club del metro Odeón.
Luego lo traducía en números. Era un adicto a la numerología.
Una repentina angustia binaria la despachó en un dos por tres.
Luego lo atacó una extraña sensación de alivio. No era religioso
pero sí supersticioso, como yo, aunque no podía admitirlo en
privado. Por eso cuando miró en un bolsillo de su mochila
para cerciorarse de que aún llevaba una pequeña cámara que
usaría a discreción, pensó en tirarla. No lo hizo.
Yo había controlado a las hordas que querían ver reproducida la tormenta del doctor Mojo Raisin’ pero que sólo obtenían una ligera tormenta tropical, así que estaba acostumbrado
a percibir el peligro antes de que éste llegue. Pero esa vez no
pude hacer nada para evitar lo inevitable. Quizá estaba ante la
gran oportunidad de probar que los alienígenas ya se encontraban entre nosotros y ardían de manera inopinada, como mi
compañero de escuela Jorge Futre, quien después de haber visto a Jim retorcerse en aquel sitio de la avenida de los Insurgentes, años más tarde se hizo el bonzo ante la mirada atónita de
sus padres y aterrorizada de la servidumbre, en Villa Baviera,
una colonia de inmigrantes alemanes en las colinas de Chile.
Que suceda
29
Volteé a ver a Kenji, como diciéndole: “grita o muere”, y
éste me entendió: “grita y muerde”, pero como no estaba dispuesto todavía, sólo asintió y respiró profundamente. Luego
hizo un ademán para animarlos a sortear el muro que separaba
el cementerio de la vía pública. Dj Pierre hizo espacio y saltó al
interior del cementerio, mientras cargaba sobre mis hombros a
Kenji, quien se parapetó sobre la barda. Enseguida ayudé a trepar a las mujeres. Su altura y esbeltez les hizo fácil el camino,
no en balde eran entrenadoras de anoréxicas militantes. Más
tarde vinieron los dos muchachos gruesos y chaparros, Gerard
y Denys que, como buenos bretones, estaban dispuestos a todo.
En silencio me tendieron la mano y caí pesadamente sobre el
césped, igual que después de la bacanal aquella madrugada
con Jim y compañía. Corrimos a ocultarnos detrás de un mausoleo, pues los guardias del sitio, uno de los más visitados de la
ciudad, eran muy celosos de su trabajo.
Ahí esperamos a que terminaran de hacer su rondín y, una
vez que los vimos alejarse, caminamos sigilosos por la tumba
de Héloise y Abelard hasta alcanzar la breve vereda que nos
condujo a un camino de fresnos. Kenji llamó nuestra atención,
actuando como si fuese un turista japonés:
—Milen, tumba de caídos en Blunswick.
Kenji sabía de eso porque entre los amigos de su padre
había una pareja de viejos piadosos y seminómadas alemanes
que pudieron llegar a Chile después de la segunda Guerra. Seguimos adentrándonos en aquella necrópolis cobijada ahora
por un grupo de tilos que, como centinelas mudos, guardaban
nuestros pasos rumbo al aquelarre. Desplazábamos nuestros
cuerpos sobre la vereda iluminada por los reflejos de la luna,
excitados por el evento de esa noche, la más larga del último
verano del segundo milenio. Pasamos por un mausoleo de una
tal familia Simpson, a la que un ortodoxo había agregado con
chorros de tinta roja automotiva los nombres Marge y Homero.
Sin salirnos de un eje imaginario de ceniza y residuos fatuos, el
30
Carlos Chimal
grupo de amigos de las tumbas comenzó a levantar un censo
redimible, cada uno sospechando de los datos que aportaban
los otros. ¿Me explico? Yo era un viejo cascado por las necesidades atávicas de una generación consentida, una rebanada de
jamón endiablado en el emparedado de la inocencia.
Tomamos láudano y bajamos dando saltos por la tumba de
la cantante Edith Piaff, donde Gerard y Denys se quedaron contando los pétalos sangrantes de la mujer que, según ellos, sólo
estaba dormida. Qué curioso, pensé, eso mismo creí los meses
posteriores a aquella noche con Catarina, Jim y el resto de la
banda. Sólo estamos dormidos. El desierto había sido una dura
experiencia y ahora me parecía que todo a mi alrededor se alejaba con extrema rapidez. De pronto me di cuenta de que estaba
frente a la tumba del pintor Modigliani, junto a mi cliente. Por
fortuna sólo una carroza cibernética como yo podía sufrir un
desliz y cumplir con su deber. Pero apenas bastó un día infernal de verano para hacerme sentir decepcionado e inútil como
Modigliani, consciente de que era incapaz de capturar la verdadera belleza. Las mujeres siguieron bajando y se detuvieron en la
tumba del mariscal Suchet, sin tratar de inventar recorridos
complicados, esperando a que los demás nos uniéramos a ellas.
Minutos más tarde, entre cedros blancos y del Líbano, descubrí a Dj Pierre usando su pequeña máquina de video, cosa
que me encendió como el viento húmedo y caliente que se levantaba, mientras las nubes que nos habían cubierto por un
instante abrían paso de nuevo al resplandor de la luna. “No es
bueno exponer, querido primo…”, quise decirle. Con angustia
vi cómo lo iluminaba todo, evidenciando los pretextos y los
objetivos de ese puñado de amigos. Obnubilado por los humores del láudano Dj Pierre no sintió mi presencia y siguió adelante, tratando de encontrar la mejor imagen. En mi cabeza
rondaban los versos de una canción de Jim: “Dead President’s
corpse in the driver’s car, the engine runs on glue and tar;
come on along, not goin’ very far, to the East to meet the Czar”.
Que suceda
31
Lo vi desplazarse como un mayate por las calles despanzurradas del cementerio, mientras contaba las cruces, los motivos
bucólicos, sin importale un comino lo que estuviese pensando
nadie. El láudano lo hacía mecerse en el crepúsculo. Yo sabía
algo de eso, pues conocía el alumbre, y por aquella tarde no
lejos de las playas de noreste mexicano, cuando el doctor Mojo
Raisin’ encontró la fórmula de quemarse sin oxidarse. Mezclado con azúcar era un astringente eficaz, como cualquier buen
médico lo sabía. Dejé que Dj Pierre siguiera regodeándose con
sus videos y sonidos ambientales, y me encaminé en busca de
la tumba elegida esa noche.
Así pasaron varios minutos, cuando nada más parecía inflamarse. La agobiante humedad obligó a Kenji a buscar un
poco de vino helado, el cual bebió ansiosamente de un termo
que llevaba en su mochila. Yo di por fin con el sitio del entierro que se había llevado a cabo y prometía fuegos fatuos de
primera calidad, o no, nadie podía saberlo. Esos pequeños
triunfos me hacían sentirme orgulloso de haber sido émulo de
Jim, quien me enseñó el sentido de la fe salamándrica, a pesar
de ser bien pinche ateo, el güey.
Giraban mis recuerdos sobre su encanto con los simbolistas
rusos, su obsesión con la censura y la exaltación de sus virtudes,
entre corazones idos, yemas del fracaso, entrañas malogradas,
ombligos nunca vistos, vórtices de lo probable, focos de infección, interioridades sin sentido. La manía por los Doors, digamos, estaba a punto crudo con lo que el doctor Mojo Raisin’
entendía por verdadero. Entonces vi venir a los hermanos sordomudos Gerard y Denys, arrastrados por el olor a fósforo. Los
recursos y los prejuicios eran un laxante obligatorio de su estirpe, matemáticamente real, pensé, tratando de adivinar qué
había sido de Catarina Robinson, cuándo habíamos separado
nuestros destinos, qué extraño animal había trenzado nuestros
cuerpos, sin voluntad para separarlos después de semanas, hasta
que finalmente sueltas el último aliento.
32
Carlos Chimal
Kenji los regañó con vigor. Aquéllos se disculparon. Les
recordó que las reglas no eran subterfugios ni las leyes, evasivas. Los mandó a ponerse un supositorio de láudano detrás del
monumento de Josefina. El nipón estaba enchilado. Los tipos
parecían haber salido de un pozo negro. Aun así, con las manos y algunos sonidos guturales, Gerard y Denys nos dieron a
entender que podíamos contar con ellos. Dj Pierre ya había
guardado la cámara y se había acercado al grupo en silencio.
Reunidos otra vez, nos dirigimos hacia la tumba elegida.
Mientras nos acercábamos Kenji le pidió prestada a Myro una
mascada ligera y casi transparente que traía enredada al cuello.
En la tumba aún no había lápida, pues el interfecto había sido
enterrado apenas unos cuantos días antes. Kenji colocó sobre
la tierra floja un estuche de lentes, también negro, y como si
estuviera curándose en salud empezó a decir a Isa:
—Ando buscando el punto céntrico, el metacentro, ¿sabes?,
el punto de gravedad, el homocentro que da nombre a la banda
que quiero formar con tu paisano: Cri de la Mouche, el Llanto
de la Mosca, ¿puedes ayudar a encontrarlo?
Isa no se negó, le gustaba el cara de palo. Mi humanidad
siguió los pasos del hiperbólico y cacareador Dj Pierre Chantal,
quien había logrado exacerbar la sesión de fuegos fatuos con su
artefacto. Mi sistema visual sintió pena por él cuando lo vi convertir el sepulcro de algunos músicos famosos en un excremental, negándose a limpiar su batidero. El láudano no era lo suyo,
me confesó mientras lo cargaba en vilo. Quiso contarme su
sueño, quería que supiera cómo se veía a sí mismo impulsado
a reparar el techo de su casa; y cuando lo estaba haciendo, un
martillo se le caía de las manos e iba a parar a la cabeza de su
padre. Al bajar, su madre lo consolaba, animándolo a asumir
su papel. Y luego lo besaba. Y entonces despertó en mis brazos.
Por su parte, Gerard y Denys pasaron a revista las deyecciones con fervor, como una forma de disculparse con los peritos en bemoles y llaves; expertos que, como Frédéric Chopin,
Que suceda
33
aseguró Gerard, apestaban. ¿Y Franz Lizt?, ¿no había apuñalado
su instrumento hasta volverse goma elástica? Que él supiera,
ninguno había experimentado arrepentimiento alguno. Su hermano estuvo de acuerdo. Fue otra vez Dj Pierre quien salió al
paso, aduciendo que el mismo Edgar Allan Poe había pasado
buena parte de su labor periodística resolviendo claves, como
las que aparecen en “El escarabajo de oro”. Confesó su devoción por las claves, esa fuente inagotable de informes valiosos.
“Y sublimes cagadas”, les aclaró.
—¿Saben? Conocer algo del desorden más allá de nuestras
puertas y domesticarlo es misión no sólo de la ciencia, sino
también del arte y la literatura —terminó diciendo.
—Voy a llorar —agregó Myro y se alejó del grupo.
Isa la siguió, pensando que su amiga tenía razón cuando le
había afirmado que Dios creó primero a los hombres que a las
mujeres porque los experimentos se hacen primero con ratas y
luego con humanos. Detrás venía yo, parsimonioso, escuchando
cada palabra que salía de su hermosa boca. Y aunque en mi natal
ciudad yo era una radio humana, esa noche seguí sin abrir el
pico. En realidad le caía bien a las mujeres porque en el fondo
era tímido y porque, además, era fiel al juramento que le había
hecho al padre de Dj Pierre: “Te pegarás a Moisés como una
lapa, ¿entiendes?”. Así se llamaba originalmente Dj Pierre Chantal, Moshes. Y cuando un androide de mi generación hace un
juramento, lo cumple hasta que se lo llevan al próximo deshuesadero. Isa, por su parte, seguía confirmando sus sospechas: ellos apenas tenían dos neuronas en la cabeza, una de
ellas estaba comiendo y la otra, satisfaciendo sus necesidades
básicas. Pero reconocía que el androide bien valía un polvo de
toda la noche.
El estado compulsivo en el que vivía esos días Dj Pierre lo
hizo hablar una vez más, ahora de los mamíferos. Aseguró que
los bimanos eran insoportables. Confesó su admiración por los
proboscidios, como los elefantes. También dijo que hubiera pre34
Carlos Chimal
ferido ser un paquidermo, como los unicornios y los rinocerontes. Se empeñaba en cultivarlos. Myro e Isa comenzaron a
verlo con cara de esquirol, de ardilla que acepta sustituir al
macho cabrío por unas cuantas monedas. Y se lo dijeron al guardaespaldas, quien arremetió contra Denys, acusándolo de infame galopino de bistro, apodándolo “el caracol” y luego “la ostra”. Gerard pensaba que le gustaba hacerse el marica durante
la tarde y bajo destemplado por la noche. Pero se trataba de su
hermano gemelo y permaneció en silencio. Kenji se unió a la
perorata y preguntó:
—¿Crees que el Llanto de la Mosca es poner una linda
cara? —alzó los brazos al cielo y entonces alzó la voz—: ¡Mil
megavatios de potencia todas las noches en el metro Odeón
para el señor Wilde! Allá arriba está su monumento… sin
miembro.
Lo habían conocido Kenji y Dj Pierre un año antes junto
con su hermano, animando la noche en un club cercano a esa
estación del metro mientras llegaban los grupos estelares. Un
fenómeno, aquellos sordomudos haciendo un escándalo de
hordagos. El hijo de mi cliente no era nadie sino un “calentador”, pero algún día las cosas cambiarían. Los gemelos se interesaron de inmediato en Dj Pierre Chantal y Kenji con tan sólo
verlos pararse en la barra. Él había hecho una mezcla genial,
según ellos, y dado que necesitaban alguien para apoyar a una
banda de música trans, pensaron de inmediato en él. No querían agarrarlo de marranito pero tenían hambre…
Esta noche, un año después, las cosas habían cambiado.
Por ejemplo, Denys se disponía a enseñarles sus colmillos, los
cuales no tenía antes. Y lo hizo. Le advirtió a Gerard que si él
no era capaz de limpiar su alma, una maldición caería sobre
el causante de su retraso, es decir, su propio culo. Luego le
mostró un talismán antiguo, un zafiro que llevaba colgado en
el cuello, cosa que hacía cada vez que el hermano “menor” intentaba rebelarse contra él.
Que suceda
35
Le dijo a Dj Pierrre que lo había adquirido en el antiguo
barrio de Belleville a un comerciante judío, cuya vivienda estaba atestada de anaqueles y entrepaños, y ahí le había mostrado documentos que comprobaban la veracidad del maleficio
mediante una determinada combinación de números y fechas.
Al examinarlo con detalle, me distrajo la textura y color de la
piel del muchacho. Me di cuenta de que, al igual que el hijo de
mi cliente, Denys tenía la piel rosácea y el bocio característico
de los semitas. Le vi cara de nalga disputable, parecida a los
colonos de Sión. Ambos iban vestidos de gris pardo. Y, sorpresa, Denys también cargaba una cámara con la que nos había
estado grabando.
De pronto la noche se hizo más oscura. Sentí que caían
manzanas medio mordidas. Un olor a plátanos maduros me
produjo náusea. Enseguida el helvético Dj Pierre recibió una
pedrada en el parietal izquierdo que lo dejó con la lengua suelta
y el cerebro hecho una chacota. Sólo emitió un leve quejido y
se desplomó.
36
Carlos Chimal
•
UN QUEBRADERO DE CABEZA inundó el ambiente. Isa se dio la vuelta, horrorizada. Se abrazó de Myro, quien miraba a los demás
con una mezcla de fastidio y resignación. El homicida hurgó
en los bolsillos del cadáver y extrajo la cámara, que enseñó a
los demás, y un llavero de claves gordas y dientes elaborados.
Al amparo de la noche los amigos del té verde, los socios de la
parafernalia punk se acercaron a la tumba del cantautor Jim
Morrison, la cual no se hallaba muy lejos de ahí, removieron
losas y tierra, depositaron el cuerpo aún caliente de Dj Pierre y
volvieron a cubrir el hoyo.
Gracias al entusiasmo del androide casi cavaron una cuenca, tan honda que apareció una caja con osamenta. A Kenji,
quien ya había visto muchos cadáveres en la morgue de su escuela de alta moda tenebreuse, le pareció un digno tributo a la
memoria del Dj hablantín, porque además estaba seguro de
que, a estas alturas, al Rey Lagarto no le importaría recibir un
visitante más, él, quien alguna vez había cantado:
Some outlaws live by the side of a lake,
The minister’s daughter’s in love with the snake,
Who lives in a well by the side of the road
Wake up, girl, we’re almost home!
Volvieron a colocar las losas de piedra y huyeron por donde habían llegado. Cuando estuvieron al otro lado del muro
37
acordaron no volver a comer del mismo plato ni amistarse entre ellos, a pesar de los negocios que mantenían juntos desde
un año atrás. El androide les dijo que eso no sería posible, pero
que trataran, a ver hasta dónde llegaban. De cualquier manera
él no se separaría de las mujeres del grupo, como se lo había
pedido su bolsillo y su corazón, pues tarde o temprano tendría que rendirle cuentas al padre de Moisés.
Intentarían negar haber partido alguna vez el pan, aunque
sabían que se trataba de una fantasía que los haría sentir mejor.
Por lo pronto, Gerard y Denys juraron encargarse del próximo
embarque de camisetas negras y de administrar las tiendas de
parafernalia punk que, junto con Kenji y Dj Pierre, habían
montado en varias ciudades de Europa del Este, ayudados por
la fama como súper modelos de Isa y Myro. Serían no sólo la
hermandad muda más silenciosa sino la más ciega que había
visto la costa del norte de Francia. Antes de separarse, al amanecer, los hermanos sordomudos le recordaron a Kenji que no
podía esfumarse sin reintegrarles el dinero que ellos habían invertido en la banda, lo cual era independiente de lo que estaban ganando con la venta de trapos para vestir a los inadaptados sociales.
Las mujeres también desobedecieron la regla porque tenían una misión que cumplir en favor de los demás. ¿Y éstos
confiaban en ellas? Seguramente no, pero tenían mecanismos
de respuesta, algunos conducentes al mismo estado en que se
encontraba ahora el muchacho hablantín. Kenji, el androide
y las mujeres entraron al metro y abordaron el primer tren,
cambiaron en la plaza de Italia, se bajaron en la estación Campo Formio y caminaron presurosos hasta el departamento de
Dj Pierre Chantal, que se hallaba a unas cuantas cuadras.
Antes de entrar al lugar se cubrieron las manos con la mascada de Myro hecha jirones. Luego fueron directamente a la
cocina y cogieron una bolsa de comida china que estaba en el
refrigerador. Salieron y se alejaron del lugar. Un rato después
38
Carlos Chimal
volvieron a quebrantar sus propias reglas y se encontraron en
el barrio de Belleville con los hermanos gemelos. Gerard y Denys
admiraron una y otra vez el contenido de la bolsa. Incrédulos,
descubrieron las facetas burlonas de un diamante que a todos
hizo sonreír, una piedra cristalina que podía provocar hilaridad
hasta llevarte a la muerte.
Enseguida salieron y tomaron su camino. Kenji y la Isa se
encerraron en el piso que habían compartido los últimos seis
meses. Después de un largo baño se metieron a la cama. Convinieron en tomar al día siguiente el tren rápido a Londres. Isa
se durmió abrazada a la bolsa. Kenji buscó pluma y papel, y
comenzó a escribir una carta.
“Mon petit Cochon bleu,
”con un pie en el estribo del tren y lo mejor de mi belleza
en mi maleta, te escribo unas líneas a la luz de una amarillenta
vela de gas luminoso e incandescente, hecha a propósito por
algún desastrado industrial, empeñado en desacreditar la agencia de colocaciones explosivas más chic que puedas imaginar.
Por ejemplo, mi compañera tiene una hermana que trabaja
preparando físicamente muchachas para una de estas agencias
donde la prudencia es anoréxica y la intimidad es una lengua
de fuego. Imagínala roncando en su catre de fierro villano. Y yo,
sentado ahora en un cajón de sales y naftalina, adonde irá a
sumergirse en breve el último resto de mi guardarropa, me entretengo en trazar garabatos y renglones para pasar la noche,
esa intratable. Hago como ustedes, los señores del bien y del
mal; hombres que, a falta de champagne y borgoña, beben ese
líquido espeso y tenebroso que se llama tinta.
”Acaba de terminar el espectáculo en Père Lachaise y tengo
una gran parte de la madrugada a mi disposición por un suceso que tiene el sello de Salomón. Pero no me desviaré por una
piedra en el camino. Recordarás que los fuegos fatuos, esas llamitas que despiden los cadáveres de tanto en tanto y que hay
Que suceda
39
que aprender a observar, como hacen los mirones con los pájaros y los enamorados con el cielo, las disfruté por primera vez
contigo en el mismo cementerio, donde también tuviste a bien
mostrarme la gran cripta de los saprofitos. Cuando finalmente
deseaste halagarme, me mostraste el mundo de los extremófilos. ¿Aún tienes tus discos de María Callas?
”Recuerdo bien que una tarde, junto a la tumba de Gurdjieff,
Isa y yo descubrimos el cadáver de un persona que había muerto
de cáncer en los huesos, luego de haberse expuesto a una pequeña dosis de torio que, como sabes, tiene larga vida radiactiva hasta que termina convirtiéndose en plomo estable. Indagando un poco más nos enteramos de que ese hombre formaba
parte de una ya larga cadena de ex banqueros desocupados que
se empleaban como pepenadores de basura radiactiva durante
dos horas, lo suficiente para empaquetar una buena cantidad de
desechos peligrosos y recibir por ello una pensión de veinte mil
billetes el resto de su miserable existencia. El tipo tenía poco
de haber sido enterrado, supimos después. Pero lo mejor de
todo fue que sus vasos linfáticos resistieron hasta el final.
”Especialmente durante estos días, en los que todo mundo
se hace incinerar, es un acontecimiento enterarse de una exhumación y asistir al entierro de un nuevo cadáver. A deshoras es
cool, es chido, como dicen en la tierra de mi compañero. Tú
mejor que yo sabes que si uno es paciente, en cualquier momento mirarás el leve fuego que emana de la tierra. Yo, acostumbrado a derrochar el capital ajeno, despilfarro las noches y
los días, que tampoco me pertenecen, pues son del tiempo.
”Si hubiera tenido la fortuna de la Isa, mi compañera que
ronca a Dios dar; si la suerte, esa loca, más loca que nosotros,
me hubiera remitido en forma de álbum familiar al Olimpo, no
sería el japonglés hijo de probeta trimurti muñeco ninfo enerve
que vaga por las Tullerías; no sería el afectado que se pavonea
por el recibidor del Ritz gracias a los cien mil billetes que tuviste
a bien enviarme disfrazados del premio gordo en la lotería na40
Carlos Chimal
cional. He repartido billetes de cincuenta para promover el
Llanto de la Mosca.
”Por los contactos en el Instituto de Geología de Francia
que la Isa mantiene desde hace no sé cuánto, nos hicimos de
piedras meteóricas, las cuales son como un seguro eclesiástico
si quieres celebrar un verdadero aquelarre en Père Lachaise. O
en cualquier otra necrópolis. Si no hubiera sido por un centinela llamado la Isa, nunca hubiera tomado la pluma para escribir mis confesiones. Los hombres escriben cuando agotan el
dinero y las mujeres, cuando quieren pedir algo. Como le sucedió a la misma Isa con una loca llamada Myro.
”A falta, pues, de otro entretenimiento, hablemos de mí.
Voy a satisfacer tu curiosidad, por no mirarte más tiempo de
puntillas asomándote a la ventana de mi vida íntima. El alma
que, como yo, tiene el cinismo de presentarse en el tablado con
el traje económico autorizado para penetrar en el Paraíso, puede perfectamente relatar a su padre, sin resquemor, su propia
vida. No hard feelings, ah?
”Hagamos un repaso, sin ganas de que se retuerza el hígado.
No sé dónde nací. ¿Tuve madre? Todos mis recuerdos comienzan en el ahumado cubil que vio correr mis primeros años, de
espaldas a las colinas de la colonia La Esperanza, mientras me
acompaña una vieja chilena, cascada y cuarentona, quien aún
aparecía los días de fiesta con sus encendidas y perfumadas
flores artificiales entre los chinos engomados hasta antes de
volverse arcilla. Casi siempre venía en purim y se iba semanas
más tarde, cuando mis padres adoptivos regresaban de sus
constantes viajes a los Andes. Nunca pude aprender el caló
chileno… Dirás que estoy distorsionando la historia, pero así
crecí yo en Villa Baviera, aquella hermosa colonia en las colinas
del sur de Chile, cerca de Bulnes. Y todo gracias a un visionario
y poeta, hijo de Seigberg, y por tanto hombre de autoridad, el
querido Paul Schaeffer. Tú sabes de todo esto, pues debiste haber sido ‘amigo de la Colonia’, ¿o estoy alucinando?
Que suceda
41
”Un día la vieja dijo que había entendido por qué la eternidad podía pensarse simplemente como un minuto muy intenso
y nunca volvió, el servicio secreto, usted sabe… A lo demás
coloca puntos suspensivos, pues como ha dicho el viejo Hugo,
que no se cansa de sostener la escalinata del Pantheón:
En los zarzales de la vida, deja
alguna cosa cada cual: la oveja,
su blanca lana; el hombre, su virtud.
”Si pudieras ver la foto que tengo a mi lado... Está fechada
el día de mi graduación. Media docena de jactanciosos posan
para la lente. ¿Quién quiere que su gloria sea una multitud sudada? Kenji, mención especial en París VI, toma vacaciones en
Miami Beach, considerando que su belleza es como una mujer
que vive fascinada con su figura. Lleva una vida sensual fabricada de una somnolencia húmeda, pegajosa, que invita a languidecer frente a la bahía. ¿Crees que me he encontrado en la
peor situación de agonizar junto a un desconocido? Entonces
no hay momento que perder. Tengo fe en la superficialidad del
presente.
”Luego pasé por Epcot Center, donde conocí a Isa y a Myro, estudiantes de modelismo in extravaganza. Retoño de una
hembra de Neanderthal y un Cromagnon, el papá de Myro solía cazar borregos cimarrones en el desierto de Sonora y rinocerontes negros en Kenya, se quedaba con los cuernos, los pulía y los enviaba a su compadre Tom, cuya tienda de Fort
Lauderdale los remitió a las bandas más exclusivas de aquí y allá.
Piensa en tu nihilista favorito o en tu romántica genial y acertarás, tiene uno.
”Pero tú no tienes nihilistas ni románticas en la nómina de
tu negocio de almas muertas, ¿verdad, padre? Yaél no canta
mal las rancheras, como dice la Isa. Cuando hizo su servicio
militar como cirujana de almas perdidas en la ciudad del amor,
42
Carlos Chimal
se ganó un apodo: ‘La carnicera del Hebrón’. Formaban una
pareja de antología, un éxito editorial típico de esta ciudad.
Un día veíamos juntos por la televisión un juego de futbol
americano que a Myro le parecía como un terrón de azúcar en
la boca de un diabético. Te cambio mi genio por un libro que
se venda con las letras al revés; los lectores se agolparían en las
librerías de la rue des Écoles (de la médisance), consumando
su revolución íntima.
”Tú me lo advertiste: ‘Sufrirás la pequeña tormenta pasional que asalta a todos los adolescentes’. Pero, ¿sabes?, ya está
hecho. Quiero decir que voy a salvarme, junto con Isa. Llegaremos a otra ciudad, habitaremos en un mundo donde todo estará perfectamente organizado, los mejores jóvenes, los cuerpos
hermosos, los grandes espíritus. A propósito de espíritus, ayer
soñé que me cortaban dos dedos de una mano, no recuerdo
cuál, y todo lo demás pasaba como parte de un juego para esquivar mis propios miedos y mi apego a lo divino, representado por el efebo que yace en la habitación a la que llamamos
desde hace seis meses ‘la tiranía del mudo’.
”Frisaba la noche cuando, después de los fuegos por el 14
de julio en la explanada de los Inválidos, me encaminé a mi
cueva por la rue de Rivoli. Ahí encontré al androide y a Dj Pierre:
alegres, eufóricos, en apresurada carrera hacia el baño y las sábanas de seda. Isa me explicó más tarde que la seda le facilitaba
el éxtasis amoroso, cosas de mujeres. ¿Conoces a las mujeres?
Quien lo afirme, habrá disfrutado de uno de esos triunfos raros
que, por un momento, nos hacen pensar que la empresa de los
hombres tiene alguna cabida en el Universo.
”Como hijo de probeta que soy, implantado en un macho
cabrío, ¿qué soy? Tú dirías: ‘eres como yo, déjate de idioteces,
eres como yo. Repítelo’. Pero ya no tengo que escucharte. Sólo
oigo una sirena en la madrugada húmeda y caliente. Quizá entibie al amanecer, quizá no. De cualquier manera, conforme
avance la mañana, las palabras, los sentimientos, los gestos y las
Que suceda
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ideas se cocinarán a fuego en la gran caldera parisina, y yo tendré que ir a La Sorbona con rabia y cansancio, una escuela
nueva como el cementerio de Père Lachaise, aunque más mezquina, anónima y abyecta que este camposanto.
”Dormimos los tres en el piso de ella, a pocos pasos del
metro Odeón. Por la mañana, la pareja se encaminó hacia su
escuela, la de medicina, y yo bajé a tomar el tren. Una cortés
fraternidad nos unió de inmediato. Isa se mudó a mi lugar y
Myro nos llamó ‘melosos’. Dijo que nos regodeábamos en el
absurdo sueño francés entre mahgrebíes, paisanos y orientales,
fermentando en nuestro piso de Bellevile una mezcla distinta
de sudor y sangre, de rayos solares y gases flotando en el ambiente. Nos retó a dejar nuestra grosera pubertad. Isa la consoló siempre que pudo.
”La última vez que los vi juntos, sus ojos suavemente azules se clavaron en la tez blanca de Myro y finalmente encontraron los ojos negros que ella lucía entre los hombres y mujeres
de blanco. El alma exquisita de Isa iba envuelta en un pedazo de
pergamino viejo, donde había algunas frases del Talmud que
Myro nos tradujo, entre ellas recuerdo una: ‘¡Que el cielo demuestre si la halajá está de acuerdo conmigo!’ Las peripecias
de mi estancia aquí, mientras me repongo en sutil aislamiento,
me han abierto camino por las miasmas, perdido entre las atroces inquietudes de otros.
”Tu hijo, Kenji.”
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Carlos Chimal
•
UN GATO SE HABÍA MARCHADO de este mundo y un garabato de
Cornelis Mahu me recordaba la deuda que otros antes que yo,
parecidos a mí, habían contraído con el tiempo. Por eso siempre detesté los pantalones vaqueros, por hacernos sentir inmortales. El día que conocí a Jim me puse uno por esnob, pues
quería impresionar a mi maja. En realidad siempre preferí la
ropa de dandy, una deformación heredada de mi padre. A los
cincuenta de edad el viejo aún creía verse bien enfundado en
trajes brillantes al estilo Hugo Boss y en chamarras de cuero
cortadas por Hermenegildo Zegna. Yo tanbién. Fachada para encontrarme con los mejores tahúres de la ciudad. Desde muy
niño me dio por ser un macho alfa, al fin Aries, y caballo según
los vecinos del papá de Kenji. Realmente sabía poco de mi persona, de mi pasado reciente.
Recordar cosas de 1613 y 1744 no compensaba el estado
precario en que se encontraba mi memoria corta. Me veía a mí
mismo como un trapezoide encontrado en el salón de remates
para salvar mujeres de cáncer, diversos tipos de cáncer. En eso
coincido con Yaél, el verdadero riesgo para la humanidad es
que más mujeres que hombres están siendo atacadas por los
diversos males que llamamos cáncer. Como la mujer de mi
papá, atacada por un extraño virus y condenada a vivir en una
silla de ruedas por el resto de sus días. Entonces mi padre
conoció a mi madre, una robótica y espectacular coneja, así
que procrearon varios robots, algunos de cuyos modelos se
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mostraron el verano pasado en la Fundación Cartier de París,
durante la primera exhibición mundial de ciencia inútil y tecnología para nada, cuando aún éramos libres pero no podíamos estar juntos. Mi instinto me dice que Yaél se trae algo entre manos, luego de estos dos meses escondidos. Intento sacar
el backgammon pero ella me reprende.
Para aliviar la presión, abordamos el autobús que recorre
una ruta abierta por los romanos, en un rincón del Reino Unido, no lejos de donde se levantaba la muralla de Adriano. Yaél
y yo a veces caminamos de la mano por los caminos vecinales
que sólo son transitados por niñas de clase alta y sus profesoras
de equitación. La ruta del autobús nos lleva al pueblo más cercano, donde puedo hacer uso en forma discreta y anónima del
internet localizado dentro de la biblioteca pública, mientras
ella va al Sommersfield, un súpermercado que está en lucha
contra el cáncer. Compra comestibles para aguantar otra semana
y evitar la circulación a deshoras. Si tiene la suerte de encontrarse con los tipos que mi ex cliente, es decir, su padre, al menos
permanecerá de este lado de la barda algunas horas más que
yo, mientras el viejo logra averiguar qué sucedió aquella noche
de verano de 1999. Creo que estaba más enojado porque Yaél
le había mandado una foto Polaroid de su brazo tatuado con el
siguiente lema en letras góticas: “Ut honesto otio quiesceret”.
Las dos tintas que había usado la mujer de Edimburgo, cuando logramos escapar de la razia en la estación de Haymarket, se
veían realmente atractivas, dada la piel tan blanca de Yaél.
Luego nos hospedamos en un pequeño hotel de Portobello, de
cuya habitación frente al océano no salimos en tres días. Llámame infiel o simplemente androide. Llámame papacito, bruto,
cruel, cosita rica; llámame Judas, infantil, santo, bonzo. Abusaste de mí, me sacaste hasta la última píldora, me orillaste, me
hiciste añorarte, mentí, bebí, mentí, me endeudé, sudé para
cantar, canté para estar vivo. Llámame ingrato, llámame mentiroso, embustero, cabrón pero eso es otra cosa que jamás haría,
46
Carlos Chimal
tatuarme, ponerme aretes y rentar bagatelas. O dejar de comer
más de setenta y dos horas. Aunque ella era algo especial, cualquier cosa que deseara o quisiera, yo accedería como perro cibernético, aquellos pobres diablos que carecen de la capacidad
de errar.
Tampoco me operaría nada que no fuera mortal. En eso
coincidimos ella y yo: somos lo que somos. Yo, desde luego,
un androide que siempre luchó contra su buena suerte, trastocándola una y otra vez, revolviéndola con una fantasía vivida
en otra parte de este mundo, pequeño como el culo de Yaél,
quien ahora me pide poner atención porque ya está por llegar
el autobús que nos devolverá al encierro incierto. Es septiembre, quizá un poco más caluroso que de costumbre opinan los
lugareños. Los árboles lo resienten. Los que cambian de hojas
no saben si tirar las viejas o retenerlas en este plácido y suave
cambio de estación. De todos modos el invierno llegará y todo
será imposible. Un androide como yo debería saber cómo tener
contenta a la ninfómana que se había empeñado en elegir como
pareja. Y ahora me parece que el vientre ha empezado a crecerle.
Ella me regaña, la empiezo a ver fea. No, al contrario, replico,
más apetecible que nunca, con una emoción extraña cuando
llegamos juntos al orgasmo, una especie de arrebato sexual y
ternura por lo que le pertenece a uno. Pero entonces pienso
que mi ex cliente debe pensar lo mismo. Yaél me pertenece.
Ella examina mi mirada, adivina en mis ojos qué estoy
pensando. Me vuelve a reñir. Su estado de ánimo cambia en
cada parada del autobús, le digo que debe calmarse y no pensar en lo que vendrá, que de todos modos un androide no podría vivir más de ciento cincuenta años. Ella cree que me afectó el año y medio que pasé al lado de su hermano, aunque si
somos francos, diría que sucedió poco después, precisamente
la noche que conocimos a Gerard y Denys. Desde entonces los
gemelos desarrollaron una natural empatía conmigo, en particular Denys, pues mi sensibilidad binaria me permite distinQue suceda
47
guir los ligeros matices que marcan la diferencia entre individuos prácticamente iguales. Empezaron por contarme aquella
historia del cementerio, luego se burlaron de sus propios tíos
por el lado materno, igual de gemelos que ellos dos. Se llamaban Mercier y Recamier y un día se lanzaron a ese viaje increíble, de ida y vuelta, el cual duró dos largos años, ¡aunque nunca salieron de su pueblo! Me cayeron bien esos gemelos del
diablo. Entonces Denys salió con eso de que creía poder comprar una fábrica de chocolate en el sur de Suiza, no lejos de la
ciudad de Lyon, convertir una parte en una empresa clandestina de fósforos y venderlos como tulipanes en Ámsterdam y
Rótterdam. Para ello era necesario falsificar grafías flamencas
y sobornar a uno que otro empleado. La ganancia se duplicaría
en un año, me aseguraron. Yo les creí, fui hasta el departamento de Dj Pierre en la pequeña calle de Campo Formio y le hice
manita de puerco. Luego de un rato de discutir el asunto Moisés fue a la cocina, abrió el refrigerador y extrajo una bolsa de
comida cantonesa.
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Carlos Chimal
•
A PARTIR DE AQUELLA NOCHE de verano en el cementerio de Père
Lachaise todos intentaron huir. Gerard y Denys lo hicieron a su
manera. Quedaron de encontrarse para dar su cotidiano paseo
por el Jardín de Plantas de la ciudad, como si nada hubiera
pasado. Gerard había llegado temprano y aún temía que por el
boulevard del Hospital se acercaran Dj Pierre y su lapa, el androide, pues el departamento de Campo Formio se encontraba
a una estación del metro. Denys se había detenido en el puente
de la esclusa, donde la lluvia caía sin hacer ruido sobre el canal. Gerard ya no se sentía seguro de ellos mismos (en plural,
sí, pues nunca se había imaginado la vida sin su hermano gemelo, juntos eran una “fuerza potencial”; separados, nada más
que la sombra del Otro).
Tampoco estaba eufórico como hasta hace unas horas,
pues aunque el negocio de fósforos les había permitido lanzar
otro igualmente productivo, el de la parafernalia para los decenas de miles de punkies de toda Europa, sospechaba que alguno de esos oscuros trabajadores finalmente se atrevería a denunciarlos. Antes de aquella noche fatídica Gerard y Denys
disfrutaban de su infinita libertad. O quizá la padecían, pues
muchas veces no sabían qué hacer con ella. Trabajaban sin
chistar en el taller de un escultor, famoso en la ciudad por sus
singulares naderías. “Del espacio no sale nada”, afirmaba, y
ellos lo creían a pie juntillas. Y se sentían libres como el mar.
Para completar sus ingresos habían montado en una vieja ca49
sona de las afueras de París una empresa procesadora, Icy Noctiluca, que, entre otras actividades, ofrecía espectáculos pirotécnicos para quien lo necesitara, un millonario excéntrico el
día de su boda o el ayuntamiento de la ciudad con motivo del
próximo 14 de julio. Pero hasta ahora nadie los había contratado, excepto para fabricar fósforos a bajo precio.
Lo que más les gustaba es que desde el segundo piso podía
verse el Estadio de Francia. No era fanáticos del futbol pero sí
de los grandes monumentos, y ellos pensaban que ese podía
ser un monumento al ardor. Gerard y Denys no eran capaces
de hablar ni tampoco tenían buen oído pero podían oler, tocar
y ver. Y lo que veían era cómo los frascos de pomadas con rastros de fósforo se iban directo a las manos de los consumidores, sin que nadie pudiera hacer nada para evitarlo. Eso los hacía sentir doblemente libres. Se sabían hijos del tónico tóxico,
el afrodisiaco que podía convertirse en veneno para ratas. ¿Qué
era un poco de fósforo en el estómago de un comensal sino
una simple flatulencia?, se decían ellos. Eso sí, una flatulencia
con un olor muy característico, ríspido, como el paisaje en el
que habían nacido los gemelos pelirrojos.
Se preciaban de estar exentos de la enfermedad del cerillero, que consistía en perder los dientes, las encías y los huesos de la mandíbula por efecto del fósforo. No así algunas de
sus trabajadoras, todas ellas africanas, búlgaras, rumanas, latinoamericanas que no tenían papeles y, por tanto, identidad.
Claro, no eran tan ruines como los dueños de las fábricas de
cerillos en el East End de Londres de 1880, quienes mantenían
un ambiente sórdido de muerte, fuego y desesperación entre
los miles de desempleados de la industria textil y los judíos
que huían de los pogroms en Europa oriental. Ciento veinte
años más tarde Gerard y Denys tampoco usaban fósforo blanco
sino rojo, y se veían a sí mismos como empresarios modernos
en busca de su primer millón antes de los veinticinco años de
edad. Admiraban a Arthur Albright y su socio, John Wilson,
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Carlos Chimal
quienes habían amasado grandes fortunas con este letal y maravilloso elemento químico. Su fascinación los había llevado a
considerar horas enteras el hecho de que el fósforo es el verdadero umbral de la vida. Cuando éste desaparece de un ser vivo,
se lleva consigo el último eslabón que lo une a este mundo.
Como buenos negociantes conocían la ley del mínimo de
Liebig, según la cual la población de una especie crece o disminuye sólo en función del nutriente más escaso. Este factor
limitante los obsesionaba. Por eso nunca llegaríamos a las estrellas, pues existe un factor limitante insuperable, en este caso
de combustible. Gerard y Denys también despreciaban a los
que creían en los extraterrestres, pues ellos tampoco alcanzarían a llegar a nosotros por la misma razón universal. Curiosamente, entre sus empleados había varios que sí creían en los
muertos vivientes y en otras formas de vida inteligente que nos
acecha. Y como a Gerard y Denys, por supuesto, les horrorizaba, decidieron darles un trato especial. Se interesaron entonces
en llevar a cabo una investigación meticulosa sobre el proceso
que siguen las mandíbulas con el paso del tiempo en su camino a la putrefacción. Y no había nada que pudieran hacer. Ahora
todo parecía diluirse, se alejaba la posibilidad de incendiar
también ese mercado algún día, de alguna endemoniada manera. Por fin Denys se apareció a la distancia. Su alma descansó,
experimentando un “mejoramiento vespertino”, como les gustaba llamarle a su reiterado encuentro.
Quisieron entrar al pequeño zoológico que hay en el jardín
pero estaba cerrado, ya que algunas aves tenían que ser protegidas del intenso frío. Entonces comenzaron a imaginar las especies que estarían confinadas en aquel sitio. El primero fue
Gerard, el menos sordo de los dos hermanos.
—Mira las aves rapaces. Mira allá, un águila calzada —dijo,
emitiendo algunos sonidos guturales y apoyándose en los gestos de sus manos.
—¿Y ésa será un águila bastarda? —agregó Denys.
Que suceda
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—Loros de Brasil, ora pro nobis —replicó Gerard.
—Las avestruces de América se sirven en los restaurantes
de moda de Estambul —intervino Denys.
—Hay que tener agallas —comentó Gerard.
—¡Un cóndor! —volvió a decir Denys, regresando al juego
de invierno.
—Gran buitre de las Indias, ora pro nobis —dijo ahora su
hermano, imitándolo.
—Mira, el águila blanca recoge los despojos de... ¿qué es
aquello? —Denys lanzó esa pregunta como si en verdad la carroña lo estuviese encandilando.
—El buche y la molleja… Ya me dio hambre —siguió
Gerard.
—Cómo te has metalizado —replicó Denys.
—Mentalizado, querrás decir. Soy un avaro con un plumaje
de ideas —dijo, a su vez, el gemelo.
—Martín Pescador, ora pro nobis.
Gerard y Denys dejaron de pontificar con sus gesticulaciones y susurros a la altura de la jaula de los gavilanes araniegos,
cuyo aspecto malhumorado era explicable por el maldito frío,
mientras el resto de los visitantes se encaminaban a la salida.
Los gemelos se dispusieron a entrar en la casa de los crótalos
y los pitones. Una vez adentro se quitaron los abrigos para admirar la fastuosa belleza de la enorme y letal cerasta, con sus
carcaterísticos cuernecillos delante de los ojos.
—Si te quieres reproducir, es tu oportunidad —dijo
Denys, mirando de reojo a su hermano.
—Ponte blando como guante, y ya verás —contestó Gerard.
De pronto quedaron viéndose a los ojos y luego se echaron
a reír. Una risa macabra y doliente. Deseaban convertirse en los
perfectos mentirosos y seductores. Denys se sentía halagado de
que semejante bestia, a quien había conocido en el mismo
vientre materno, fuera uno del gremio en el que la loca realidad había decidido detenerse un momento de sus vidas. ¿Y qué
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Carlos Chimal
decir de Dj Pierre y el androide? Uno ya no estaba y el otro
había desaparecido con Yaél.
La gente los miraba con morbosa curiosidad. Ellos preferían ocuparse de la fecundación, del criamiento y de la propagación de los reptiles. Al final de la manaña comenzaron a sentir que estaban yendo cuesta arriba, una y otra vez. Cuando
salieron del museo de la evolución y se detuvieron a mirar en
la boutique, Gerard seguía sin entender por qué tanto sermoneo sobre la sexta extinción.
—Lo que será, será, ¿no? —le dijo a su hermano Denys,
quien miraba un libro de fósiles.
—Y tú estarás ahí, ¿verdad?
Gerard hubiera querido que estuvieran todos, incluido Dj
Pierre. Significaría la redención para cualquier joven semidios
que no tiene hijos, que procede de una familia acomodada y
percibe ingresos que le permiten pensar en el futuro como una
red de historias pasadas que se trenzaron en algún momento
del presente continuo.
—Según tú, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina?
—La gallina, creo —especuló Denys.
Gerard siguió especulando sobre lo que hubiera pasado si,
por ejemplo, el australiano que un día iba en el mismo tren en
el que viajaba su padre a Bruselas no lo hubiera hecho porque
se le pegaron las sábanas o porque estaba enfermo. Este australiano con cuerpo de huevo puesto por una enorme gallina, era
fanático de los Yanquis y el corned beef, y a sus veintidós años
de edad era ya un tipo obeso que, por suerte para él y por desgracia para los demás, sudaba a mares. Además padecía de flatulencias. Su extensa piel era blanca; su cuerpo, rollizo como el
de un bebé gigantesco. Escupía de vez en cuando sobre el cristal a media luz y siempre anteponía una maldición a toda sentencia. Según se lo dijo su mismo padre, el tipo se despidió
con un apretón de manos. Luego le extendió su tarjeta, la cual
llevaba impreso un pequeño canguro que brindaba con una
Que suceda
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cerveza australiana: “Sean Granti. Lawyer. 1313 Sunset Boulevard. LA”, rezaba la tarjeta. No estaría mal hacerle una llamada, pensó.
Sin que lo notara Denys se acercó a él y lo miró, comprensivo. Creía adivinar en su mirada la tristeza de los insulares.
—Puedes contármelo todo si quieres.
Gerard sólo le sonrió, sin decir nada, pues sabía que era
inútil. Eran tan gemelos que lo sabían todo sin siquiera decírselo. En ese instante les indicaron que estaban por cerrar el sitio, y se fueron tras los últimos visitantes. Entraron a la mezquita de París a tomar té de menta y pastas de almendras y
dátiles, considerando lo que una tía empresaria de Madrid les
acababa de comunicar, es decir, que se había confirmado que
el mayor vendedor de camisetas y demás parafernalia entre los
punkies era Guillén Pego, un tío que se había montado una
docena de fábricas por Francia y España, haciendo que las familias de tipos de Bilbao reventados por las drogas y las emociones, niñas disfuncionales de Madrid, adolescentes incorregibles de la clase media toulousana, antiguos miembros de sectas
que proliferaban en Berlín le pagaran por ponerlos a trabajar
imprimiendo camisetas de grupos como los Elektroduendes,
Banaketa Alternatiboa y Cri de la Mouche. Era tan majo el tipo
que los tenía contentos aprendiendo el oficio de troquelar toda
clase de puntas para perforar la piel humana.
Los gemelos se vieron a los ojos y se rieron, con una sonrisa
macabra, pues sabían que, de una u otra forma, ellos ganarían.
Así que estuvieron de acuerdo en que la carga era cerrada,
pero, ¿por qué tenían ellos que ser los que debían sentir la animadversión en su propio pellejo? Guillén Pego los había contagiado y ahora ambicionaban su mano de obra. Los gemelos
estuvieron de acuerdo en considerar lo reprensible del asunto
como un acto de amor. La policía ya habría tomado cartas en el
asunto. Ahora cualquiera de los interesados podía cobrar venganza contra ellos.
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Carlos Chimal
Recordaron los días que dedicaron a esperar candidatos a
laborar en Icy Noctiluca. Los que dudaban a la entrada del local terminaban decidiéndose al ver la entusiasta recepción que
les daba Kenji. Estaba dispuesto a utilizar todos sus encantos
orientales con tal de que se quedaran a troquelar pines y a estampar camisetas negras. Y los inmigrantes sin papeles caían,
entre otras cosas porque no tenían más remedio. Poco tiempo
después ya estaban en posibilidades de surtir a dos cadenas de
tiendas punk del norte de Francia: “El retorno de los fósiles” y
“Venenos estremecedores”, eran las marcas que ellos comerciaban sobre todo en Lyon.
Esa noche Icy Noctiluca fue incendiada por un grupo pronazi, según algunas versiones. Lo cierto es que se encontraron
calcinadas por lo menos veintitrés personas de origen africano
y latino, quienes pernoctaban allí mismo y nunca nadie, ni siquiera el artista que les rentaba el espacio a Gerard y Denys, los
vio salir alguna vez del establecimiento. Entre los cuerpos consumidos por el fuego estaban los de los gemelos. Fueron identificados días más tarde por las piezas dentales de oro que se
hallaron entre los restos humanos esparcidos en los escombros
del siniestro.
Que suceda
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Octavio Paz calificó a Carlos Chimal como una “rara avis” de
la literatura mexicana. Esta novela lo confirma. Quijotesca
y rabelasiana, Creaturas de fuego es una sutil broma alrededor de quienes están imposibilitados de morir durante centurias y viven bajo el lema: actúa como si ya fueras un cadáver.
El viaje posmoderno ha terminado, sólo resta prepararse
para explorar parajes ignotos y nunca volver. Para ello habrá
que llevar un diario.
Esta novela de fino trazo poético es un elogio de aquellos
que viven en el límite de su indolencia y experimentan
combustión externa de manera espontánea, como una antigua alegoría de las vicisitudes del fuego en su camino por el
Universo. Bonzos sin causa, androides desmemoriados, gemelos vampirescos, supermodelos zombies, japongleses surgidos de animés y mangas desfilan ante la mirada impasible
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del tiempo, el que todo lo disuelve.
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