CARLOS CHIMAL Creaturas fuego LETRAS MEXICANAS de LETRAS MEXICANAS Creaturas de fuego CARLOS CHIMAL Creaturas de fuego Primera edición, 2013 Chimal, Carlos Creaturas de fuego / Carlos Chimal. — México : FCE, 2013 355 p. ; 21 × 14 cm — (Colec. Letras Mexicanas) ISBN 978-607-16-1427-8 1. Novela mexicana 2. Literatura mexicana — Siglo XXI I. Ser. II. t. LC PQ7296 Dewey M863 Ch398c Parte de esta novela fue escrita gracias al Hawthornden Retreat for Writers y al Sistema Nacional de Creadores de Arte Distribución mundial Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Comentarios: [email protected] www.fondodeculturaeconomica.com Tel. (55)5227-4672; fax (55) 5227-4694 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos. ISBN 978-607-16-1427-8 Impreso en México • Printed in Mexico ÍNDICE I. Que suceda II. La ley de Murphy 9 155 I. QUE SUCEDA • TODOS SOMOS LADRONES en este mundo. Algunos hurtamos cosas, otros almas y sentimientos. Pero lo único que nadie puede robar es tiempo. Tampoco podemos rogar por él. Aun así lo intenté varias veces, como aquel día de verano de 1999, cuando echaba un ojo al gato en las cercanías del cementerio parisino de Père Lachaise, es decir, cuando me ganaba la vida vigilando los pasos del paisano que se hacía llamar Dj Pierre Chantal. Entonces se apareció en mi mente un garabato antiguo, dibujado tres siglos atrás por la mano diestra de Cornelis Mahu. Era un recuerdo extraño y recurrente de una tarde de otoño en la ciudad de Amberes, una plegaria ajena, un implante ancestral de algo que nunca había vivido y que, no obstante, guardaba en mi cabeza. —No puedo, no puedo con él… ¡mis hermosas manos! —repetía una y otra vez Cornelis, mientras arrastraba en su casaca los restos calcinados del joyero Jacob. A la distancia caminaba el jugador de backgammon que horas antes había estado a punto de vencer al viejo joyero en una taberna de Prekersstraat, escena que Cornelis aprovechó para elaborar un boceto. Ahora el pintor parecía extenuado, a pesar de que su carga era un hombre menudo con parte de su cuerpo reducida a cenizas. Había pasado ya un buen rato desde su muerte, por lo que su desatención a las necesidades de los vivos era absoluta. Cornelis se tomó un respiro, mientras el jugador lo seguía con precaución, como si supiera lo que iba a hacer. 11 Si piensa que debo acudir al loquero, ser internado o hacer algo creativo, es inútil, ya lo intenté. Además de estas pesadillas venidas de quién sabe dónde, desde muy chico también padecí la fiebre del tablero, así que cuando fui a consultar una enciclopedia para conocer pormenores del juego, me topé con una reproducción del cuadro de Cornelis. Pregunté a mis padres, revisé archivos familiares, escuché historias de lavanderas, de nanas y de cocineras. Entonces un tío me platicó que antepasados nuestros jugaban juegos de mesa de manera compulsiva al menos desde 1638. Ahora, cuando debo de permanecer más alerta, pues Dj Pierre es un tipo escurridizo, la cabeza me traiciona y se fuga en una nueva partida de backgammon. En lo personal soy escéptico con respecto a la inmortalidad, aunque tengo mis dudas en cuanto al empecinamiento de ciertas personas. Por alguna razón que desconocemos la vida pasa de padres a hijos a nietos y biznietos, y en ocasiones algunos de ellos pueden recordar la vida de sus antepasados lejanos, como si un gusano del tiempo les abriera una ventana de inmensa felicidad a veces y, sin duda, también de profunda tristeza. Yo era uno de esos memoriosos de lo ajeno, enfrascado en una carrera por el tiempo y el espacio de alguien que no eres tú, hasta que un buen día, si tienes suerte, te ves envuelto en llamas. De otra manera sigues errando por este mundo, como un reservorio de recuerdos inútiles, una ubre que sólo produce leche amarga. No puedo ordeñar de mi memoria aquel año de 1638, cuando Cornelis ingresó como maestro pintor en la Fraternidad de San Lucas, la cual estaba radicada en la citada ciudad flamenca de Amberes. El que me haya asaltado aquella noche de verano en Père Lachaise me produjo una sensación de impotencia frente al futuro que por fin iba a tomarme entre sus garras. Cornelis, el endemoniado hijo de comerciantes de arte, era versátil en cuanto a sus temas y esa tarde pezcó a mi antepa12 Carlos Chimal sado a punto de tirar los dados en una taberna de Prekersstraat. El marfil en el aire, las posibilidades de anticipar al adversario, su mirada dudosa, las fichas dispuestas, la necesidad de fuego, todo ello lo bocetó en un dos por tres el muy hábil, cosa que le valió el reconocimiento de sus pares y pudo ingresar a la Fraternidad de San Lucas. Lo del fuego no es gratuito. Décadas atrás, precisamente en 1613, cuando su madre dio a luz su cuerpo lechoso y pálido, Cornelis pegó un grito destemplado y sonoro, tan amplio que llegó a oídos del joyero de Amberes, aterrando al pobre diablo cuyo destino infame estaba por cumplirse en las orillas de la ciudad. De esa manera quedó sellada no sólo su suerte sino también la de su hijo Jacob. El hijo de mi cliente aquella noche veraniega de 1999 era, además de escurridizo, un extravagante y con él había que irse a tientas. Entonces la cabeza me traicionó una vez más. Apareció en mi mente el rostro de piedra que el hijo del joyero de Amberes exhibía ante los ruegos de los compradores, quienes buscaban alguna rebaja por sus brillantes y piedras de tonalidades embelesantes. También lo veía sacudiendo del brazo a su hija por las calles flamencas, y no podía evitar imaginarlo en las orillas del Scheldt en el momento en que comenzó a arder en forma súbita, sin que una fuente de calor cercana o alguien a su alrededor hubiese iniciado el fuego. Por eso siempre creí que Cornelis Mahu había sido una ave de mal agüero para mis antepasados. Y que viniera a mi mente en este momento no anunciaba nada bueno para mi propio porvenir. Quizá el lector me crea cuando digo que no soy religioso pero sí supersticioso. Y es que a lo largo de todos estos años me he acostumbrado a descubrir los signos ominosos como un viejo cocodrilo que llora sin moverse. A lo mejor escuchó hablar de los profanadores de tumbas que entre 1998 y 1999 celebraron aquelarres sorpresivos en diversos cementerios, camposantos, necrópolis, sacramentales, nichos y catacumbas de Que suceda 13 París y sus alrededores. Tal vez no, poco importa, el hecho es que fui uno de ellos y ésta es parte de nuestra historia, cuyos orígenes se remontan a ese fatídico año de 1613, cuando el mentado joyero de Amberes fue encontrado reducido a cenizas lejos de su taller. Esa fecha es la más lejana que puedo recordar, o, mejor dicho, que me es dado recordar. Desde muy pequeño empecé a lidiar con esta clase de eventos singulares, haciendo un esfuerzo por entender todas aquellas imágenes que, en su conjunto, parecían salir de un mal sueño, sobre todo porque estaban llenas de detalles insulsos y en ellas aparecían personas, objetos y animales tan vívidos como secundarios. Un recuerdo recurrente que me asaltó desde los seis años de edad, y para colmo, por primera vez luego de haber estado viendo por la TV La dimensión desconocida, era el de aquella tarde de 1638, también en la ciudad de Amberes. Mi antepasado y su patrón disputaban una partida de backgammon en presencia de un joven aprendiz de la joyería, quien se ganaba la vida como caballerango de un soldado de una buena familia de la ciudad. La escena sucedía en una taberna cercana al taller de joyería y al final del primer juego el patrón sonrió, satisfecho de su franca superioridad. Cuando estaban por iniciar la revancha llegó Cornelis, de una caja sacó unas lentes, un trozo de papel y carboncillo, y se puso a dibujar. A Jacob le molestó pero no dijo nada. En el momento en que mi antepasado iba a tirar el dado, el joyero se levantó y se lanzó contra Cornelis. Mi antepasado intervino, pudo calmarlos y salieron los tres hacia la ribera, mientras Jacob despachaba al aprendiz, quien se retiró con una montura roja y un casco de metal, propiedad de su empleador. Al caer la tarde Jacob iba retrasado. De pronto, cuando voltearon a buscarlo, el hijo del joyero que veinticinco años atrás apareció carbonizado de manera inexplicable, estaba ardiendo sin que nada a su alrededor pareciera haberlo provocado. Sin 14 Carlos Chimal embargo, lo más extraño y horrendo fue notar que ninguna de las extremidades se había quemado, sólo el tronco del pobre Jacob se convirtió en cenizas, las cuales fueron puestas por el pintor, junto con el resto del cadáver, en la casaca que se quitó de manera instintiva mientras rezaba por el alma del maestro tallador de piedras preciosas. Fue entonces cuando, resignado, entendí la clase de vida que habría de llevar. Tuve que aprender a representar en mi cabeza, una y otra vez, la macabra danza del fuego inesperado con una serenidad indolente. Con el tiempo llegaron otros recuerdos, no menos sombríos y enigmáticos para un niño que nada sabía de aquel mundo explosivo y absurdo. Uno que surgió de la nada en mi cabeza una noche de invierno, a la edad en que empecé a meter las manos debajo de las sábanas por horas hasta quedarme dormido, acontecía en el año de 1744. Y la escena transcurría a gran velocidad, igual que una película vieja sobre un proyector de hoy, por lo que la voz del narrador sonaba chillona, como si el tipo hubiese inhalado gas helio. Y yo, el solitario espectador de la gran sala, observaba sobre la gigantesca pared lo que contaba aquél: “El cuerpo de un joven de Reims, hallado por el sendero del este que conduce a la ciudad, estaba convertido en cenizas, excepto por la cabeza y los dedos de los pies. Algunos viajeros aseguran que llevaba un buen rato mirando al sol cuando la estrella se hallaba en su punto más alto. Dicen que intentaron advertirle del daño que se estaba haciendo, pero afirman que él no les hizo caso”. Por un instante creí ver el inmenso astro solar emergiendo desde el horizonte. Pero la noche apenas comenzaba. Alguna otra vez tuve recuerdos angustiosos de eventos sucedidos en 1773, por lo que mis padres me llevaban a uno y otro loquero en busca de respuestas contundentes a daños irreversibles. Finalmente, ¿a quién le importaba qué controles estaban dañados dentro de mi cabeza? Durante mi primera juventud, mientras trataba de encontrar una novia que quisiera volver a salir Que suceda 15 conmigo luego de hablarle de mis recuerdos prestados, de “mis locuras ajenas”, como las llamó alguna despechada, sin poder hacer otra cosa más que cerrar los ojos y ser presa del pasado, me asaltó el recuerdo de una mañana en el poblado de Newcastle, una mañana brumosa y húmeda, casi congelada. Entonces lo que descubría era el cuerpo de una mujer de cincuenta y dos años, a un lado de su cama, sobre el piso, en igual estado de incineración. Recuerdo con pavor la manera en que parecía haber sido alcanzada por el fuego: como si una campana invisible la hubiera aislado del mundo. Además, que yo recuerde ahora, nunca había estado en Newcastle ni en Bélgica. Tampoco tuve relación alguna con la gente de Reims, excepto por aquella ocasión en que fuimos a tocar en nombre de Jim y salimos pateados por las botas de los frustrados aficionados al rock vintage. Desde mi punto de vista, todo había sido por culpa del cuadro al óleo en el que Cornelis plasmó la debilidad de un linaje hacia el backgammon. Ese caimán pintó lo que quiso ver de mis antepasados, de mi persona, de nuestro sino ligado a los estados de exacerbación térmica, a las calamidades ígneas que nadie puede explicar. Ni siquiera una pintura. Y ese cuadro estaba a punto de subastarse en internet por unos cuantos miles de dólares. ¿No era como para llorar? Resignado a mi destino, que consistía en no despegar un ojo al hijo de mi cliente, el paisano que, como he dicho, se hacía llamar Dj Pierre Chantal, me preguntaba yo si todos esos bonzos ocasionales habían sido víctimas de un hechizo. “Tal vez eran sólo peones —seguí pensando—, pero el hecho es que todos parecen haber muerto por combustión espontánea de sus órganos internos y no por una fuente externa, como el que es rociado con gasolina o el que es alcanzado por un lanzallamas.” Del siglo XIX no he tenido ninguna memoria. En cambio un sueño que llegó en plena pubertad fue el de un operador de 16 Carlos Chimal computadoras del siglo XX. Steve Wedgood tenía veintidós años de edad en mayo de 1985 y caminaba por una calle de Londres cuando, de pronto, se convirtió en una antorcha humana. Es un recuerdo tan intenso que cuando apenas he comenzado a olvidarlo, regresa con mayor fuerza. En 1987, mientras subían por unas escaleras automáticas de un centro comercial de México, un pariente mío vio cómo otra persona empezó a emitir flamas por la nariz y la boca, sin algo que lo provocara, y luego por todo el pecho. Veinticinco minutos después el infeliz se hallaba carbonizado en el suelo. Nadie supo su edad ni dónde vivía. Mi pariente pudo olvidar el suceso pero a mí no me abandona. Para un androide como yo, adicto al juego de uno contra uno más viejo de la tierra, en el que cada oponente se halla dotado de un repertorio finito de tácticas y estrategias, enterarme de todos esos casos de combustión humana espontánea representaba una oportunidad sublime de resolver un enigma, una forma de adentrarme en una zona desconocida de la percepción humana. Si son parte de una leyenda o no, poco me toca juzgar. Si me patina el coco, por fortuna aún ando suelto y no tomo drogas de diseño. Leo, por lo general, libros de aventuras, y eso me mantiene entretenido. Que suceda 17 • LA TARDE ANTERIOR uno de los amigos de mi cliente, Kenji Shinri Aum Kyo (así se hacía llamar si lo fastidiabas), vio cómo depositaban un catafalco en un hoyo del cementerio del este de París, también conocido como del Père Lachaise, y luego lo cubrían con tierra seca. Y por eso estábamos ahora aquí, porque se nos presentaba la oportunidad de ver que un cuerpo soltara las llamitas de la descomposición. El lector tendrá que apreciar esto, pues hoy la gente se hace cremar, al igual que se imprimen tatuajes y se perforan la piel, sin pensar en las vicisitudes del fuego. Les importa un bledo la vida de los demás y votan por la ley del mínimo esfuerzo, con un poco de dolor, sí, pero nada del otro mundo. ¿Tatoo ou la Mort? ¡Que le pregunten al joyero de Amberes! Vivos o muertos, tatuados o lampiños, esa noche del verano de 1999 cuatro figuras juveniles y yo, el amante del tablero, nos acercamos por la calle del Reposo a la loma donde se encuentra el mentado cementerio y nos pusimos a esperar junto al muro de la antigua sección israelita. Se trata de uno de los sitios más concurridos de París pues ahí están enterrados muchos famosos, entre ellos Jim Morrison, el cantante del grupo de rock los Doors que hizo de las suyas entre 1965 y 1970. Para Dj Pierre los minutos transcurrían como lápidas sobre su espalda, y no solamente porque hacía un calor de los mil demonios. Álfico y donoso, sin poder resistir el silencio de los demás, se vio impulsado a hablar. 18 —De aquel lado están Gay-Lussac, Gurdjieff, Chopin... ¿les gusta Edith Piaff? Yo la mezclo con mis pistas de industrial y house... Y Morrison, ¿dónde está su tumba?… Lo miraron con el mismo gesto de intolerancia, como diciendo: “Sí, ya te escuchamos… y apestas”. En cambio para mí todo encajaba de una manera brutal. Debo decir que el viernes 28 de junio de 1969, Morrison, también conocido como el doctor Mojo Rasin’, se presentó con su versión de las Puertas de la percepción en un centro nocturno de la (a)venida de los Insurgentes, como se le decía en esa época a la vía más larga de la Ciudad de México. Los Doors fueron víctimas del surrealismo hecho en este país, encarnado por una burocracia bonachona y cínica que redujo un gran concierto masivo, fraternal y todas esas jaladas, en un show para juniors, para los sabelotodo y merecelotodo: los nerds de 1969. Del mal, el menor, pues al presidente en turno le había salido un hijo chueco que le gustaba el rock. Así que mientras la raza (más uno que otro iniciado y precoz adorador de lo vanguardista) se quedaban mirando afuera el enorme retrato de Morrison que habían pintado sobre una pared del centro nocturno que daba a un terreno baldío, adentro estaba yo, a los catorce años de edad, invitado por el hijo de un secretario de Estado, junto a su novia, la heredera de la panadería más grande de la ciudad, y mi propia morrita, Catarina Robinson, una maja salida de un cuadro de Goya que tocaba la guitarra como Atenea en sus momentos de ensueño. Lo había comprobado varias veces, la más extraña en una antigua cárcel modelo del barrio sureño de Tizapán, en San Ángel, dirigida por un ex jesuita que creía en la redención de los que no habían caído tan bajo. No poblaban, pues, esa cárcel asesinos ni otro tipo de alimañas, sólo gente que podía salir a trabajar en oficios limpios y regresar a pernoctar. Allí organizamos un concierto de rock en el que las mejores bandas del momento no pudieron prender a Que suceda 19 la raza como mi morra y sus rolas a lo John B. Sebastian, el líder de los legendarios Lovin’ Spoonful. Fue esa ocasión cuando me topé con Jim por primera vez en mi vida. Recuerdo que estábamos los cuatro de pipa y guante, esperando a que los Doors aparecieran en escena, cuando me di cuenta de que no me había bajado las valencianas de mis vaqueros para estar “de largo”, pues todo el suceso era un eufemismo que se esgrimía con intención de evadir la verdadera elegancia, la del último romántico de la historia. Entonces el baterista Densmore hizo que nuestros corazones volcaran y la banda emitió su sonido amenazante y melancólico. Abrumados por el chorro de energía luminosa, acústica, de pronto apareció él. —Aquí está su papá, el cabrón de Zapara —gritó. Yo creo que quiso decir Zapata, en referencia al revolucionario del sur. El Rey Lagarto continuó: —Soy la encarnación de Fidelo Castro, you know?... Y se arrancó cantando Five to One. Yo me eché a reír, porque las apuestas en mi vida siempre han sido así, cinco a uno en mi contra, incluso en el backgammon. Lo que no sabía entonces era que mi suerte estaría sellada por la insospechada manera como la inmortalidad de Mojo Raisin’ y mi propia vida llegarían a trenzarse. Por esa y otras razones tenía sentido para mí haber estado esa noche estival de fines del siglo XX en el cementerio del este de París, treinta años después de aquella tocada de fancy rock. Era una noche industriosa cuando me topé con los rulos rojizos del muchacho hablantín, quien era hijo de mi cliente. Como guardaespaldas, yo también podía adivinar cosas, por ejemplo, que habíamos sido embestidos por un soñador de media tijera, que el tal doctor Mojo Raisin’, cuyos restos no se hallaban tan lejos, de algo tenía que vivir, ¿sabe?, igual que yo después de haber roto con los émulos de los Doors, viajando de Hamburgo a Barcelona a Milán a Amberes a Madrid 20 Carlos Chimal a Londres… Y todo por habernos colado a los camerinos de los Doors luego del concierto, gracias al hijo del presidente, amigo de mi cuate de la prepa. Cuando Morrison me miró venir, se puso pálido. Éramos como hermanos gemelos, él un poco más pelirrojo (y panzón) que yo. Luego hicimos un viaje por el bosque de Chapultepec, las pirámides de Teotihuacan y la casa de mi amigo de la prepa, donde Morrison encontró el camino de la salamandra en el jardín de piedra volcánica e inventó su personaje mítico: el doctor Mojo Raisin’, un revoltijo de letras con su nombre porque quería hacerse el gracioso con la hermana menor de mi amigo. Así que los que quedaron de los Doors me contrataron como el doble de Jim para rolar y explotar el trademark. Según dijeron los que me querían, “la vida me estaba haciendo justicia”. Y ahora estaba yo ahí, treinta años después, aún al otro lado de la cerca del cementerio y por tanto no muy lejos de su tumba. Vivía mi propia obra de teatro marcada por la sombra de Morrison y los sueños de otros testigos del horror. Desde aquella noche en México Jim creyó que podía transmutarse en un mocoso trece años más joven que él. Pero se peló. Ahora no estaba tan seguro, era una vendetta… Tampoco Jim fue protagonista de un acto de combustión interna ni se convirtió en el primer bonzo de Anáhuac. Y ese karma me ha perseguido, pues mientras yo le contaba chistes de sardos y abuelitas coquetas, de mujeres caprichosas y solitarias, llegamos a la cima de la pirámide del Sol en Teotihuacan, donde me confesó su ambición por orar en el desierto. Yo me burlé de él, del “pajarito que sabe rezar”. Entonces Jim me encargó que continuara así, cagándome en su fama. Era un poeta simbolista y romántico, por lo que entendí por qué y cómo se fue desinflando esa noche y las otras, durante su primera experiencia con la “mecánica nacional”. Luego vendría la segunda y última, el año siguiente, visita de la que no vale la pena acordarse. Que suceda 21 Los otros dos que completaban el quinteto esa noche, además del escurridizo Kenji, eran Gerard y Denys, quienes me pidieron que callara al lengua larga pues alguien podía notar que estábamos rondando el cementerio. Éstos no se cocían ya al primer hervor y andaban en sus treintas, así que hablaban con la autoridad del que come con el sombrero puesto. Y es que mi cliente se había acercado un poco a mí, exigiéndome que estuviera pegado a él, pues lo querían robar. Yo pensaba: “¿Quién quiere robar a un anoréxico como éste?” Gerard se dirigió a Denys mediante altisonantes gesticulaciones, ya que ambos eran sordomudos. De hecho, padecían una aguda debilidad auditiva y su habla era limitada. Les gustaba abrir la boca para que todo mundo admirara los implantes en oro que se habían mandado colocar. No necesitaban hacerlo, eran pelirrojos y eso hacía que todo mundo volteara a verlos de inmediato. Luego le gritaron con sus gordos dedos y sonidos guturales: —Helvético Dj Chants de Pierre Chantal, ¡ten fe! Por su parte Kenji siempre podía pretextar su mal francés y hacerse el desentendido. El vástago de mi cliente por fin cerró boca y se puso a pensar: “Vivimos en estado de tos improductiva”. Era un minero en busca de un corazón de oro. Pero como creía que las piedras tenían que cantar todo el tiempo, apenas esperó un minuto y, casi musitando, les preguntó si no sentían que el calor los aplastaba, como a él. —¿No les parece que es una noche propicia para celebrar las exequias de los fríos y los calculadores? —dijo, esta vez elevando el tono de voz. Lo odiaban pero no podían hacer nada porque allí estaba yo, una mole de noventa kilos de peso, uno noventa de estatura y pegada como con pata de mula. Les habló vagamente de lo que lo estaba matando por dentro, deseoso de convencerlos de explorar las posibilidades del fuego por fuera. Tal vez era el 22 Carlos Chimal canario del minero, cuya muerte alerta a su amo sobre la presencia de gases tóxicos alrededor. Luego se puso culto. Les platicó de un teólogo cristiano que vivió en Roma entre 354 y 430 de nuestra era, llamado Agustín, quien escribió sobre los “fuegos perpetuos” que se desprendían de las piedras con las que daban forma a las tumbas de los primeros cristianos. Los otros lo tacharon de loco, de fulero y hablador, de Dj tosco… en sus cabecitas. Yo me estaba haciendo el blando, debo confesarlo, porque quería conquistar el amor de la hermana del pequeñín hijo de Levy, paisano porque mi padre se apellidaba Mejía, es decir, Mesías, y sus antepasados eran descendientes de judíos conversos que habían emigrado a México. Con todo en contra, era un hijo de la vagancia en París que deseaba a Yaél Yurman y no podía acabar de amarrarla. Dj Pierre remató diciéndonos: “enlever la chrême, frapper fortement sur la tête”. Luego los sordomudos hicieron el tímido intento de retar al pinchadiscos y lo invitaron “a comer los desechos del dios cagón”. Todos reímos. En realidad lo que queríamos era echar abajo con la mirada la barda en esa parte del cementerio. Dj Pierre no estaba dispuesto a soportar el lenguaje altisonante de los sordomudos y siguió canturreando la canción de Jim Morrison, como si fuera el dueño de una fuente inagotable de combustible: “House upon the hill, moon is lying still, shadows of the trees, witnessing the wild breeze”. Buena voz, genial en el bricolage pero que pronunciaba mal el anglé. No obstante tenía ángel, pues podía trastocar un infierno por un cielo. Mientras seguíamos esperando a los que faltaban por llegar para sortear la barda del cementerio, Dj Pierre nos aseguró que el alquimista francés Achid Bechil había descubierto el fósforo de los fuegos en un curioso “carbúnculo” que se formaba al destilar sus orines mezclados con arcilla, caliza y diversos materiales orgánicos. Que suceda 23 Un entierro era, pues, un suceso entre los que habitábamos esa zona del mundo. La gente se tatuaba porque su periplo lo merecía. Pero el miembro más nuevo de la banda no pareció entender el mensaje y siguió parloteando sobre los personajes famosos enterrados allí. Y luego decía de vez en cuando: “¡Lo presiento, me van a robar!”, en una más de sus disgresiones circulares, muy parecidas a las mías. Los demás siguieron haciendo como si le hablara a la extensa pared, traída desde Jerusalén por cortesía de la Mairie de Ménilmontant. La fuerza del destino me obligaba a seguir recordando aquella noche de verano, cuando Catarina me besaba con sus labios carnosos, haciéndome gozar de manera inesperada y húmeda los minutos que duró el concierto de los Doors, ante el estupor de los hijos de la familia chocolatera, panadera, industrial de la nación pujante que deseaba la modernidad pero que no quería abrirse del todo. Ni sabía cómo. Catarina era cachonda y alegre pero quería casarse. Era como si el osario de ese cementerio lleno de ilustres me escuchara, ¿me explico?, como si algo resonara a lo largo de treinta o trescientos años, algo escondido en los huesos, programado para relativizar el mundo. Entonces impuse mi animalidad (y mi edad). Moví mi cabeza de manera enfática y con ella mi largo cabello castaño claro, abundante y ondulado. Apenas brilló un poco, pues las nubes cubrían la luna. Y cuando sucedió, los demás abrieron la boca, admirándolo y deseando más de su benevolencia, como la crin de un caballo olímpico montado sobre mi cabeza. La verdad, no estaba aburrido de haber doblado a Jim todos estos años para los imbéciles que nos compraban a seis mil pelas el show, sino de los inacabables siglos persiguiendo luces de diamante. Y la papa es la papa, el curro es el curro y todos a pedir que el sol suelte su luz para bañarnos a algunos más que a otros, aunque en ese momento el astro se hallaba al otro lado de la Tierra. 24 Carlos Chimal Tomé la humanidad entera de mi cliente y la llevé por los aires hasta lo alto del muro. —En este hoyanco henchido hay nichos y celdillas —dijo, dirigiéndose de nuevo a todos los miembros de la banda—, hay bóvedas y sepulturas, urnas cinerarias y raudas. Las criptas de este columbario son hijas del carnero, ¿entiendes el verbo osar? —inquirió, volteando su mirada hasídica a Denys—. La huesera, las catacumbas, las galileas, los hornos que vas a ver allá adentro… tendrás que ser fuerte… ¿Te dicen algo las exhumaciones?, quiero decir, cuando haces tu música… Empleaba un acento sureño, como si el flaco envidiara mi propio poder de seducción. ¿Era yo, el vecino de Ménilmontant, quien parecía un espicanardo, pues de noche olía mejor? ¿Era el mismo del que Jim se había enamorado en ese viaje por el noreste de México? ¿Era el mismo que las francesas de nariguilla dorada adoraban por mis arrumacos, las españolas de monumentales nalgatorios por los pellizcos en el trasero y las italianas de labios cardíticos por las mordidas que les pegaba en los pezones morenos? Sospechaba que el paisano de Ginebra y camaleón de la fe industrial jamás podría igualar mis hazañas, pero en realidad no era tan mal imitador de la piel divina que adoraban las pétreas y los tenaces desde que, seis meses atrás, había llegado para completar una residencia en una escuela de medicina de la ciudad. Por mi parte, de algo tenía qué vivir, después de haber roto con los émulos de los Doors, luego de renunciar a los viajes por Hamburgo, Barcelona, Milán, Madrid, Londres, en toda aquella ciudad o villorio donde hubiere un hoyo y cincuenta tipas y gandules dispuestos a reventar su nostalgia, muchas de ellas prestadas porque la mayoría ni siquiera había nacido cuando el doctor Mojo Raisin’ ya se había fugado de este mundo. Y todo por haberme metido con Catarina Robinson a los camerinos luego del desastroso concierto en el Fórum de la Que suceda 25 Ciudad de México, una noche de verano en la que me acerqué y lo tomé de los brazos. ¿Ya dije que cuando Morrison me miró se puso pálido como una hostia? Y si éramos casi gemelos, en realidad él se veía un poco más rollizo que yo. Luego hicimos un viaje por Jalisco, Nayarit, Sonora y Baja California, donde dijo haber encontrado el camino de la salamandra e inventó su personaje mítico: el doctor Mojo Raisin’, un revoltijo de letras con su nombre. ¿O fue en la casa de mi amigo en la Ciudad de México? Como sea, tuve la suerte de que la respetable organización que siguió imaginando a los Doors me contratara como su estrella para seguir rolando y no perder el espíritu de Jim, eso es. Y ahí estaba yo, con treinta años acumulados en la espalda, muy cerca de su tumba, escribiendo mi propia comedia, mientras otros, millones quizá, pensaban que el suyo era el melodrama que se estaba representando en tu territorio. Jim creyó que podía chupármela desde esa noche pero se peló, y me persiguió mientras yo le contaba cómo mi prima era una intérprete de espías rusos de paso por la nación azteca. Y así llegamos a Guaymas, hablando de Grozny por primera vez en su corta vida. En Caborca me reiteró su ambición por orar en el desierto y descifrar sus arenas. Hoy sería un talibán. Mis recuerdos volvieron a esfumarse cuando, en efecto, al entrar la madrugada se acercaron las que faltaban: Myrobalana, de género Terminalia, a quienes todos conocíamos como Myro, y la Isa, Isabelle, una tipa de lo más guay. Entonces Dj Pierre Chantal tuvo que interrumpir su monólogo. Ellas caminaron con parsimonia hasta detenerse frente al japonglés, quien les sonrió con su impenetrable cortesía paterna, y soltó los hombros que había mantenido tensos hasta ese instante. Era un tipo gracioso y temible al mismo tiempo. El mismo día que fui contratado por mi cliente llegó Kenji con invitaciones para un aquelarre en la embajada de los productos Living Forever. A mil morlacos por cabeza equivalía el donativo, una 26 Carlos Chimal fortuna que sólo él y mi cliente podían pagar. Yo iría como un colado, como el hijo de judío converso que soy, pues mi misión no se limitaba a protegerlo de los putos nazis que aún pululaban por ahí, sino también de las locas gachas y los despistados aficionados a esa clase de fiestas. Había, pues, una doble intención. Su padre vivía en Ginebra pero el muchacho era un pata de perro y le gustaba Barcelona, Londres, París, sitios donde había terrenos baldíos para vivir un western momentáneo, como el que escenificó con Kenji aquella ocasión. De émulo de Jim Morrison a guardaespaldas de un frágil lector del Talmud, esquizoide radical utopista, ése era mi sino. No estaba tan lejos del asesino de Sbrinca, quien pasó de exterminador a charlatán alternativo. Nunca dejaré de preguntarme por qué un androide como yo hizo ese viaje con el doctor Mojo Raisin’. Como quiera que sea, el daño estaba hecho. Que suceda 27 • KENJI ME SACÓ DE MIS RECUERDOS, pues comenzó a moverse con garbo, sin prisa, bien erguido, disfrutando de cada paso que daba. Tenía el don de predecir acontecimientos y adivinar datos, aunque a veces le pasaban por encima y no se daba cuenta. Volvió a mirar a una de las mujeres del grupo, de pequeños y rasgados ojos negros, y dijo, dirigiéndose a mí como si quisiera prevenirme de algo que podía hacerse crónico: —¿Tienes para comprar una cerveza? —¿Qué, estás chiflado?, ¿vas a caminar hasta el metro, donde el viejo Rénard puede venderte al triple algo de dotación nocturna? Kenji dudó. Era una empresa riesgosa, pues el viejo podía haberse ausentado, y los fuegos fatuos no esperan, y la luna cambia de postura con caprichosa rapidez porque es pequeña… —Vamos, es… estúpido. En medio de la noche mezquina, cuando no soplaba ni una brizna de aire, Gerard y Denys esperaron su oportunidad. Quizá sea pertinente que les hable de estos amigos, a los que el hijo de mi cliente conoció hace poco más de un año y a los que ayudó a levantar un par de negocios, ambos rentables: uno consistía en hacer parafernalia punk y venderla en varias ciudades de Europa, y el otro en producir fósforos de uso casero, sobre todo para los empedernidos fumadores de porros. Todo ocurría muy rápido. El mismo día que nos conocimos se acercaron a mí a contarme la historia de un hombre muerto 28 por tifoidea, en 1866, quien había sido enterrado en la cripta de una iglesia no lejos de su casa, en la bahía de St.-Brieric. Un año más tarde el ataúd explotó, literalmente, derramando líquidos pestilentes, por lo que fue cubierto con arena y tierra. Un día después, cuando los trabajadores contratados por los sacerdotes de la iglesia regresaron a remover el desastre, fueron testigos de cómo de los restos corpóreos emanaban flamas azules. No sé por qué vinieron a mí a contarme semejante historia pero todo encajaba con aterradora claridad. Dj Pierre Chantal, quien seguía esperando en lo alto del muro, nunca había aprendido las señales de los sordomudos y, no obstante, podía entender lo que Gerard y Denys querían decir. O eso creía él. Se imaginaba cómo habría de usar todo “el material” que estaba viendo y escuchando la siguiente ocasión que pudiera presentarse en el club del metro Odeón. Luego lo traducía en números. Era un adicto a la numerología. Una repentina angustia binaria la despachó en un dos por tres. Luego lo atacó una extraña sensación de alivio. No era religioso pero sí supersticioso, como yo, aunque no podía admitirlo en privado. Por eso cuando miró en un bolsillo de su mochila para cerciorarse de que aún llevaba una pequeña cámara que usaría a discreción, pensó en tirarla. No lo hizo. Yo había controlado a las hordas que querían ver reproducida la tormenta del doctor Mojo Raisin’ pero que sólo obtenían una ligera tormenta tropical, así que estaba acostumbrado a percibir el peligro antes de que éste llegue. Pero esa vez no pude hacer nada para evitar lo inevitable. Quizá estaba ante la gran oportunidad de probar que los alienígenas ya se encontraban entre nosotros y ardían de manera inopinada, como mi compañero de escuela Jorge Futre, quien después de haber visto a Jim retorcerse en aquel sitio de la avenida de los Insurgentes, años más tarde se hizo el bonzo ante la mirada atónita de sus padres y aterrorizada de la servidumbre, en Villa Baviera, una colonia de inmigrantes alemanes en las colinas de Chile. Que suceda 29 Volteé a ver a Kenji, como diciéndole: “grita o muere”, y éste me entendió: “grita y muerde”, pero como no estaba dispuesto todavía, sólo asintió y respiró profundamente. Luego hizo un ademán para animarlos a sortear el muro que separaba el cementerio de la vía pública. Dj Pierre hizo espacio y saltó al interior del cementerio, mientras cargaba sobre mis hombros a Kenji, quien se parapetó sobre la barda. Enseguida ayudé a trepar a las mujeres. Su altura y esbeltez les hizo fácil el camino, no en balde eran entrenadoras de anoréxicas militantes. Más tarde vinieron los dos muchachos gruesos y chaparros, Gerard y Denys que, como buenos bretones, estaban dispuestos a todo. En silencio me tendieron la mano y caí pesadamente sobre el césped, igual que después de la bacanal aquella madrugada con Jim y compañía. Corrimos a ocultarnos detrás de un mausoleo, pues los guardias del sitio, uno de los más visitados de la ciudad, eran muy celosos de su trabajo. Ahí esperamos a que terminaran de hacer su rondín y, una vez que los vimos alejarse, caminamos sigilosos por la tumba de Héloise y Abelard hasta alcanzar la breve vereda que nos condujo a un camino de fresnos. Kenji llamó nuestra atención, actuando como si fuese un turista japonés: —Milen, tumba de caídos en Blunswick. Kenji sabía de eso porque entre los amigos de su padre había una pareja de viejos piadosos y seminómadas alemanes que pudieron llegar a Chile después de la segunda Guerra. Seguimos adentrándonos en aquella necrópolis cobijada ahora por un grupo de tilos que, como centinelas mudos, guardaban nuestros pasos rumbo al aquelarre. Desplazábamos nuestros cuerpos sobre la vereda iluminada por los reflejos de la luna, excitados por el evento de esa noche, la más larga del último verano del segundo milenio. Pasamos por un mausoleo de una tal familia Simpson, a la que un ortodoxo había agregado con chorros de tinta roja automotiva los nombres Marge y Homero. Sin salirnos de un eje imaginario de ceniza y residuos fatuos, el 30 Carlos Chimal grupo de amigos de las tumbas comenzó a levantar un censo redimible, cada uno sospechando de los datos que aportaban los otros. ¿Me explico? Yo era un viejo cascado por las necesidades atávicas de una generación consentida, una rebanada de jamón endiablado en el emparedado de la inocencia. Tomamos láudano y bajamos dando saltos por la tumba de la cantante Edith Piaff, donde Gerard y Denys se quedaron contando los pétalos sangrantes de la mujer que, según ellos, sólo estaba dormida. Qué curioso, pensé, eso mismo creí los meses posteriores a aquella noche con Catarina, Jim y el resto de la banda. Sólo estamos dormidos. El desierto había sido una dura experiencia y ahora me parecía que todo a mi alrededor se alejaba con extrema rapidez. De pronto me di cuenta de que estaba frente a la tumba del pintor Modigliani, junto a mi cliente. Por fortuna sólo una carroza cibernética como yo podía sufrir un desliz y cumplir con su deber. Pero apenas bastó un día infernal de verano para hacerme sentir decepcionado e inútil como Modigliani, consciente de que era incapaz de capturar la verdadera belleza. Las mujeres siguieron bajando y se detuvieron en la tumba del mariscal Suchet, sin tratar de inventar recorridos complicados, esperando a que los demás nos uniéramos a ellas. Minutos más tarde, entre cedros blancos y del Líbano, descubrí a Dj Pierre usando su pequeña máquina de video, cosa que me encendió como el viento húmedo y caliente que se levantaba, mientras las nubes que nos habían cubierto por un instante abrían paso de nuevo al resplandor de la luna. “No es bueno exponer, querido primo…”, quise decirle. Con angustia vi cómo lo iluminaba todo, evidenciando los pretextos y los objetivos de ese puñado de amigos. Obnubilado por los humores del láudano Dj Pierre no sintió mi presencia y siguió adelante, tratando de encontrar la mejor imagen. En mi cabeza rondaban los versos de una canción de Jim: “Dead President’s corpse in the driver’s car, the engine runs on glue and tar; come on along, not goin’ very far, to the East to meet the Czar”. Que suceda 31 Lo vi desplazarse como un mayate por las calles despanzurradas del cementerio, mientras contaba las cruces, los motivos bucólicos, sin importale un comino lo que estuviese pensando nadie. El láudano lo hacía mecerse en el crepúsculo. Yo sabía algo de eso, pues conocía el alumbre, y por aquella tarde no lejos de las playas de noreste mexicano, cuando el doctor Mojo Raisin’ encontró la fórmula de quemarse sin oxidarse. Mezclado con azúcar era un astringente eficaz, como cualquier buen médico lo sabía. Dejé que Dj Pierre siguiera regodeándose con sus videos y sonidos ambientales, y me encaminé en busca de la tumba elegida esa noche. Así pasaron varios minutos, cuando nada más parecía inflamarse. La agobiante humedad obligó a Kenji a buscar un poco de vino helado, el cual bebió ansiosamente de un termo que llevaba en su mochila. Yo di por fin con el sitio del entierro que se había llevado a cabo y prometía fuegos fatuos de primera calidad, o no, nadie podía saberlo. Esos pequeños triunfos me hacían sentirme orgulloso de haber sido émulo de Jim, quien me enseñó el sentido de la fe salamándrica, a pesar de ser bien pinche ateo, el güey. Giraban mis recuerdos sobre su encanto con los simbolistas rusos, su obsesión con la censura y la exaltación de sus virtudes, entre corazones idos, yemas del fracaso, entrañas malogradas, ombligos nunca vistos, vórtices de lo probable, focos de infección, interioridades sin sentido. La manía por los Doors, digamos, estaba a punto crudo con lo que el doctor Mojo Raisin’ entendía por verdadero. Entonces vi venir a los hermanos sordomudos Gerard y Denys, arrastrados por el olor a fósforo. Los recursos y los prejuicios eran un laxante obligatorio de su estirpe, matemáticamente real, pensé, tratando de adivinar qué había sido de Catarina Robinson, cuándo habíamos separado nuestros destinos, qué extraño animal había trenzado nuestros cuerpos, sin voluntad para separarlos después de semanas, hasta que finalmente sueltas el último aliento. 32 Carlos Chimal Kenji los regañó con vigor. Aquéllos se disculparon. Les recordó que las reglas no eran subterfugios ni las leyes, evasivas. Los mandó a ponerse un supositorio de láudano detrás del monumento de Josefina. El nipón estaba enchilado. Los tipos parecían haber salido de un pozo negro. Aun así, con las manos y algunos sonidos guturales, Gerard y Denys nos dieron a entender que podíamos contar con ellos. Dj Pierre ya había guardado la cámara y se había acercado al grupo en silencio. Reunidos otra vez, nos dirigimos hacia la tumba elegida. Mientras nos acercábamos Kenji le pidió prestada a Myro una mascada ligera y casi transparente que traía enredada al cuello. En la tumba aún no había lápida, pues el interfecto había sido enterrado apenas unos cuantos días antes. Kenji colocó sobre la tierra floja un estuche de lentes, también negro, y como si estuviera curándose en salud empezó a decir a Isa: —Ando buscando el punto céntrico, el metacentro, ¿sabes?, el punto de gravedad, el homocentro que da nombre a la banda que quiero formar con tu paisano: Cri de la Mouche, el Llanto de la Mosca, ¿puedes ayudar a encontrarlo? Isa no se negó, le gustaba el cara de palo. Mi humanidad siguió los pasos del hiperbólico y cacareador Dj Pierre Chantal, quien había logrado exacerbar la sesión de fuegos fatuos con su artefacto. Mi sistema visual sintió pena por él cuando lo vi convertir el sepulcro de algunos músicos famosos en un excremental, negándose a limpiar su batidero. El láudano no era lo suyo, me confesó mientras lo cargaba en vilo. Quiso contarme su sueño, quería que supiera cómo se veía a sí mismo impulsado a reparar el techo de su casa; y cuando lo estaba haciendo, un martillo se le caía de las manos e iba a parar a la cabeza de su padre. Al bajar, su madre lo consolaba, animándolo a asumir su papel. Y luego lo besaba. Y entonces despertó en mis brazos. Por su parte, Gerard y Denys pasaron a revista las deyecciones con fervor, como una forma de disculparse con los peritos en bemoles y llaves; expertos que, como Frédéric Chopin, Que suceda 33 aseguró Gerard, apestaban. ¿Y Franz Lizt?, ¿no había apuñalado su instrumento hasta volverse goma elástica? Que él supiera, ninguno había experimentado arrepentimiento alguno. Su hermano estuvo de acuerdo. Fue otra vez Dj Pierre quien salió al paso, aduciendo que el mismo Edgar Allan Poe había pasado buena parte de su labor periodística resolviendo claves, como las que aparecen en “El escarabajo de oro”. Confesó su devoción por las claves, esa fuente inagotable de informes valiosos. “Y sublimes cagadas”, les aclaró. —¿Saben? Conocer algo del desorden más allá de nuestras puertas y domesticarlo es misión no sólo de la ciencia, sino también del arte y la literatura —terminó diciendo. —Voy a llorar —agregó Myro y se alejó del grupo. Isa la siguió, pensando que su amiga tenía razón cuando le había afirmado que Dios creó primero a los hombres que a las mujeres porque los experimentos se hacen primero con ratas y luego con humanos. Detrás venía yo, parsimonioso, escuchando cada palabra que salía de su hermosa boca. Y aunque en mi natal ciudad yo era una radio humana, esa noche seguí sin abrir el pico. En realidad le caía bien a las mujeres porque en el fondo era tímido y porque, además, era fiel al juramento que le había hecho al padre de Dj Pierre: “Te pegarás a Moisés como una lapa, ¿entiendes?”. Así se llamaba originalmente Dj Pierre Chantal, Moshes. Y cuando un androide de mi generación hace un juramento, lo cumple hasta que se lo llevan al próximo deshuesadero. Isa, por su parte, seguía confirmando sus sospechas: ellos apenas tenían dos neuronas en la cabeza, una de ellas estaba comiendo y la otra, satisfaciendo sus necesidades básicas. Pero reconocía que el androide bien valía un polvo de toda la noche. El estado compulsivo en el que vivía esos días Dj Pierre lo hizo hablar una vez más, ahora de los mamíferos. Aseguró que los bimanos eran insoportables. Confesó su admiración por los proboscidios, como los elefantes. También dijo que hubiera pre34 Carlos Chimal ferido ser un paquidermo, como los unicornios y los rinocerontes. Se empeñaba en cultivarlos. Myro e Isa comenzaron a verlo con cara de esquirol, de ardilla que acepta sustituir al macho cabrío por unas cuantas monedas. Y se lo dijeron al guardaespaldas, quien arremetió contra Denys, acusándolo de infame galopino de bistro, apodándolo “el caracol” y luego “la ostra”. Gerard pensaba que le gustaba hacerse el marica durante la tarde y bajo destemplado por la noche. Pero se trataba de su hermano gemelo y permaneció en silencio. Kenji se unió a la perorata y preguntó: —¿Crees que el Llanto de la Mosca es poner una linda cara? —alzó los brazos al cielo y entonces alzó la voz—: ¡Mil megavatios de potencia todas las noches en el metro Odeón para el señor Wilde! Allá arriba está su monumento… sin miembro. Lo habían conocido Kenji y Dj Pierre un año antes junto con su hermano, animando la noche en un club cercano a esa estación del metro mientras llegaban los grupos estelares. Un fenómeno, aquellos sordomudos haciendo un escándalo de hordagos. El hijo de mi cliente no era nadie sino un “calentador”, pero algún día las cosas cambiarían. Los gemelos se interesaron de inmediato en Dj Pierre Chantal y Kenji con tan sólo verlos pararse en la barra. Él había hecho una mezcla genial, según ellos, y dado que necesitaban alguien para apoyar a una banda de música trans, pensaron de inmediato en él. No querían agarrarlo de marranito pero tenían hambre… Esta noche, un año después, las cosas habían cambiado. Por ejemplo, Denys se disponía a enseñarles sus colmillos, los cuales no tenía antes. Y lo hizo. Le advirtió a Gerard que si él no era capaz de limpiar su alma, una maldición caería sobre el causante de su retraso, es decir, su propio culo. Luego le mostró un talismán antiguo, un zafiro que llevaba colgado en el cuello, cosa que hacía cada vez que el hermano “menor” intentaba rebelarse contra él. Que suceda 35 Le dijo a Dj Pierrre que lo había adquirido en el antiguo barrio de Belleville a un comerciante judío, cuya vivienda estaba atestada de anaqueles y entrepaños, y ahí le había mostrado documentos que comprobaban la veracidad del maleficio mediante una determinada combinación de números y fechas. Al examinarlo con detalle, me distrajo la textura y color de la piel del muchacho. Me di cuenta de que, al igual que el hijo de mi cliente, Denys tenía la piel rosácea y el bocio característico de los semitas. Le vi cara de nalga disputable, parecida a los colonos de Sión. Ambos iban vestidos de gris pardo. Y, sorpresa, Denys también cargaba una cámara con la que nos había estado grabando. De pronto la noche se hizo más oscura. Sentí que caían manzanas medio mordidas. Un olor a plátanos maduros me produjo náusea. Enseguida el helvético Dj Pierre recibió una pedrada en el parietal izquierdo que lo dejó con la lengua suelta y el cerebro hecho una chacota. Sólo emitió un leve quejido y se desplomó. 36 Carlos Chimal • UN QUEBRADERO DE CABEZA inundó el ambiente. Isa se dio la vuelta, horrorizada. Se abrazó de Myro, quien miraba a los demás con una mezcla de fastidio y resignación. El homicida hurgó en los bolsillos del cadáver y extrajo la cámara, que enseñó a los demás, y un llavero de claves gordas y dientes elaborados. Al amparo de la noche los amigos del té verde, los socios de la parafernalia punk se acercaron a la tumba del cantautor Jim Morrison, la cual no se hallaba muy lejos de ahí, removieron losas y tierra, depositaron el cuerpo aún caliente de Dj Pierre y volvieron a cubrir el hoyo. Gracias al entusiasmo del androide casi cavaron una cuenca, tan honda que apareció una caja con osamenta. A Kenji, quien ya había visto muchos cadáveres en la morgue de su escuela de alta moda tenebreuse, le pareció un digno tributo a la memoria del Dj hablantín, porque además estaba seguro de que, a estas alturas, al Rey Lagarto no le importaría recibir un visitante más, él, quien alguna vez había cantado: Some outlaws live by the side of a lake, The minister’s daughter’s in love with the snake, Who lives in a well by the side of the road Wake up, girl, we’re almost home! Volvieron a colocar las losas de piedra y huyeron por donde habían llegado. Cuando estuvieron al otro lado del muro 37 acordaron no volver a comer del mismo plato ni amistarse entre ellos, a pesar de los negocios que mantenían juntos desde un año atrás. El androide les dijo que eso no sería posible, pero que trataran, a ver hasta dónde llegaban. De cualquier manera él no se separaría de las mujeres del grupo, como se lo había pedido su bolsillo y su corazón, pues tarde o temprano tendría que rendirle cuentas al padre de Moisés. Intentarían negar haber partido alguna vez el pan, aunque sabían que se trataba de una fantasía que los haría sentir mejor. Por lo pronto, Gerard y Denys juraron encargarse del próximo embarque de camisetas negras y de administrar las tiendas de parafernalia punk que, junto con Kenji y Dj Pierre, habían montado en varias ciudades de Europa del Este, ayudados por la fama como súper modelos de Isa y Myro. Serían no sólo la hermandad muda más silenciosa sino la más ciega que había visto la costa del norte de Francia. Antes de separarse, al amanecer, los hermanos sordomudos le recordaron a Kenji que no podía esfumarse sin reintegrarles el dinero que ellos habían invertido en la banda, lo cual era independiente de lo que estaban ganando con la venta de trapos para vestir a los inadaptados sociales. Las mujeres también desobedecieron la regla porque tenían una misión que cumplir en favor de los demás. ¿Y éstos confiaban en ellas? Seguramente no, pero tenían mecanismos de respuesta, algunos conducentes al mismo estado en que se encontraba ahora el muchacho hablantín. Kenji, el androide y las mujeres entraron al metro y abordaron el primer tren, cambiaron en la plaza de Italia, se bajaron en la estación Campo Formio y caminaron presurosos hasta el departamento de Dj Pierre Chantal, que se hallaba a unas cuantas cuadras. Antes de entrar al lugar se cubrieron las manos con la mascada de Myro hecha jirones. Luego fueron directamente a la cocina y cogieron una bolsa de comida china que estaba en el refrigerador. Salieron y se alejaron del lugar. Un rato después 38 Carlos Chimal volvieron a quebrantar sus propias reglas y se encontraron en el barrio de Belleville con los hermanos gemelos. Gerard y Denys admiraron una y otra vez el contenido de la bolsa. Incrédulos, descubrieron las facetas burlonas de un diamante que a todos hizo sonreír, una piedra cristalina que podía provocar hilaridad hasta llevarte a la muerte. Enseguida salieron y tomaron su camino. Kenji y la Isa se encerraron en el piso que habían compartido los últimos seis meses. Después de un largo baño se metieron a la cama. Convinieron en tomar al día siguiente el tren rápido a Londres. Isa se durmió abrazada a la bolsa. Kenji buscó pluma y papel, y comenzó a escribir una carta. “Mon petit Cochon bleu, ”con un pie en el estribo del tren y lo mejor de mi belleza en mi maleta, te escribo unas líneas a la luz de una amarillenta vela de gas luminoso e incandescente, hecha a propósito por algún desastrado industrial, empeñado en desacreditar la agencia de colocaciones explosivas más chic que puedas imaginar. Por ejemplo, mi compañera tiene una hermana que trabaja preparando físicamente muchachas para una de estas agencias donde la prudencia es anoréxica y la intimidad es una lengua de fuego. Imagínala roncando en su catre de fierro villano. Y yo, sentado ahora en un cajón de sales y naftalina, adonde irá a sumergirse en breve el último resto de mi guardarropa, me entretengo en trazar garabatos y renglones para pasar la noche, esa intratable. Hago como ustedes, los señores del bien y del mal; hombres que, a falta de champagne y borgoña, beben ese líquido espeso y tenebroso que se llama tinta. ”Acaba de terminar el espectáculo en Père Lachaise y tengo una gran parte de la madrugada a mi disposición por un suceso que tiene el sello de Salomón. Pero no me desviaré por una piedra en el camino. Recordarás que los fuegos fatuos, esas llamitas que despiden los cadáveres de tanto en tanto y que hay Que suceda 39 que aprender a observar, como hacen los mirones con los pájaros y los enamorados con el cielo, las disfruté por primera vez contigo en el mismo cementerio, donde también tuviste a bien mostrarme la gran cripta de los saprofitos. Cuando finalmente deseaste halagarme, me mostraste el mundo de los extremófilos. ¿Aún tienes tus discos de María Callas? ”Recuerdo bien que una tarde, junto a la tumba de Gurdjieff, Isa y yo descubrimos el cadáver de un persona que había muerto de cáncer en los huesos, luego de haberse expuesto a una pequeña dosis de torio que, como sabes, tiene larga vida radiactiva hasta que termina convirtiéndose en plomo estable. Indagando un poco más nos enteramos de que ese hombre formaba parte de una ya larga cadena de ex banqueros desocupados que se empleaban como pepenadores de basura radiactiva durante dos horas, lo suficiente para empaquetar una buena cantidad de desechos peligrosos y recibir por ello una pensión de veinte mil billetes el resto de su miserable existencia. El tipo tenía poco de haber sido enterrado, supimos después. Pero lo mejor de todo fue que sus vasos linfáticos resistieron hasta el final. ”Especialmente durante estos días, en los que todo mundo se hace incinerar, es un acontecimiento enterarse de una exhumación y asistir al entierro de un nuevo cadáver. A deshoras es cool, es chido, como dicen en la tierra de mi compañero. Tú mejor que yo sabes que si uno es paciente, en cualquier momento mirarás el leve fuego que emana de la tierra. Yo, acostumbrado a derrochar el capital ajeno, despilfarro las noches y los días, que tampoco me pertenecen, pues son del tiempo. ”Si hubiera tenido la fortuna de la Isa, mi compañera que ronca a Dios dar; si la suerte, esa loca, más loca que nosotros, me hubiera remitido en forma de álbum familiar al Olimpo, no sería el japonglés hijo de probeta trimurti muñeco ninfo enerve que vaga por las Tullerías; no sería el afectado que se pavonea por el recibidor del Ritz gracias a los cien mil billetes que tuviste a bien enviarme disfrazados del premio gordo en la lotería na40 Carlos Chimal cional. He repartido billetes de cincuenta para promover el Llanto de la Mosca. ”Por los contactos en el Instituto de Geología de Francia que la Isa mantiene desde hace no sé cuánto, nos hicimos de piedras meteóricas, las cuales son como un seguro eclesiástico si quieres celebrar un verdadero aquelarre en Père Lachaise. O en cualquier otra necrópolis. Si no hubiera sido por un centinela llamado la Isa, nunca hubiera tomado la pluma para escribir mis confesiones. Los hombres escriben cuando agotan el dinero y las mujeres, cuando quieren pedir algo. Como le sucedió a la misma Isa con una loca llamada Myro. ”A falta, pues, de otro entretenimiento, hablemos de mí. Voy a satisfacer tu curiosidad, por no mirarte más tiempo de puntillas asomándote a la ventana de mi vida íntima. El alma que, como yo, tiene el cinismo de presentarse en el tablado con el traje económico autorizado para penetrar en el Paraíso, puede perfectamente relatar a su padre, sin resquemor, su propia vida. No hard feelings, ah? ”Hagamos un repaso, sin ganas de que se retuerza el hígado. No sé dónde nací. ¿Tuve madre? Todos mis recuerdos comienzan en el ahumado cubil que vio correr mis primeros años, de espaldas a las colinas de la colonia La Esperanza, mientras me acompaña una vieja chilena, cascada y cuarentona, quien aún aparecía los días de fiesta con sus encendidas y perfumadas flores artificiales entre los chinos engomados hasta antes de volverse arcilla. Casi siempre venía en purim y se iba semanas más tarde, cuando mis padres adoptivos regresaban de sus constantes viajes a los Andes. Nunca pude aprender el caló chileno… Dirás que estoy distorsionando la historia, pero así crecí yo en Villa Baviera, aquella hermosa colonia en las colinas del sur de Chile, cerca de Bulnes. Y todo gracias a un visionario y poeta, hijo de Seigberg, y por tanto hombre de autoridad, el querido Paul Schaeffer. Tú sabes de todo esto, pues debiste haber sido ‘amigo de la Colonia’, ¿o estoy alucinando? Que suceda 41 ”Un día la vieja dijo que había entendido por qué la eternidad podía pensarse simplemente como un minuto muy intenso y nunca volvió, el servicio secreto, usted sabe… A lo demás coloca puntos suspensivos, pues como ha dicho el viejo Hugo, que no se cansa de sostener la escalinata del Pantheón: En los zarzales de la vida, deja alguna cosa cada cual: la oveja, su blanca lana; el hombre, su virtud. ”Si pudieras ver la foto que tengo a mi lado... Está fechada el día de mi graduación. Media docena de jactanciosos posan para la lente. ¿Quién quiere que su gloria sea una multitud sudada? Kenji, mención especial en París VI, toma vacaciones en Miami Beach, considerando que su belleza es como una mujer que vive fascinada con su figura. Lleva una vida sensual fabricada de una somnolencia húmeda, pegajosa, que invita a languidecer frente a la bahía. ¿Crees que me he encontrado en la peor situación de agonizar junto a un desconocido? Entonces no hay momento que perder. Tengo fe en la superficialidad del presente. ”Luego pasé por Epcot Center, donde conocí a Isa y a Myro, estudiantes de modelismo in extravaganza. Retoño de una hembra de Neanderthal y un Cromagnon, el papá de Myro solía cazar borregos cimarrones en el desierto de Sonora y rinocerontes negros en Kenya, se quedaba con los cuernos, los pulía y los enviaba a su compadre Tom, cuya tienda de Fort Lauderdale los remitió a las bandas más exclusivas de aquí y allá. Piensa en tu nihilista favorito o en tu romántica genial y acertarás, tiene uno. ”Pero tú no tienes nihilistas ni románticas en la nómina de tu negocio de almas muertas, ¿verdad, padre? Yaél no canta mal las rancheras, como dice la Isa. Cuando hizo su servicio militar como cirujana de almas perdidas en la ciudad del amor, 42 Carlos Chimal se ganó un apodo: ‘La carnicera del Hebrón’. Formaban una pareja de antología, un éxito editorial típico de esta ciudad. Un día veíamos juntos por la televisión un juego de futbol americano que a Myro le parecía como un terrón de azúcar en la boca de un diabético. Te cambio mi genio por un libro que se venda con las letras al revés; los lectores se agolparían en las librerías de la rue des Écoles (de la médisance), consumando su revolución íntima. ”Tú me lo advertiste: ‘Sufrirás la pequeña tormenta pasional que asalta a todos los adolescentes’. Pero, ¿sabes?, ya está hecho. Quiero decir que voy a salvarme, junto con Isa. Llegaremos a otra ciudad, habitaremos en un mundo donde todo estará perfectamente organizado, los mejores jóvenes, los cuerpos hermosos, los grandes espíritus. A propósito de espíritus, ayer soñé que me cortaban dos dedos de una mano, no recuerdo cuál, y todo lo demás pasaba como parte de un juego para esquivar mis propios miedos y mi apego a lo divino, representado por el efebo que yace en la habitación a la que llamamos desde hace seis meses ‘la tiranía del mudo’. ”Frisaba la noche cuando, después de los fuegos por el 14 de julio en la explanada de los Inválidos, me encaminé a mi cueva por la rue de Rivoli. Ahí encontré al androide y a Dj Pierre: alegres, eufóricos, en apresurada carrera hacia el baño y las sábanas de seda. Isa me explicó más tarde que la seda le facilitaba el éxtasis amoroso, cosas de mujeres. ¿Conoces a las mujeres? Quien lo afirme, habrá disfrutado de uno de esos triunfos raros que, por un momento, nos hacen pensar que la empresa de los hombres tiene alguna cabida en el Universo. ”Como hijo de probeta que soy, implantado en un macho cabrío, ¿qué soy? Tú dirías: ‘eres como yo, déjate de idioteces, eres como yo. Repítelo’. Pero ya no tengo que escucharte. Sólo oigo una sirena en la madrugada húmeda y caliente. Quizá entibie al amanecer, quizá no. De cualquier manera, conforme avance la mañana, las palabras, los sentimientos, los gestos y las Que suceda 43 ideas se cocinarán a fuego en la gran caldera parisina, y yo tendré que ir a La Sorbona con rabia y cansancio, una escuela nueva como el cementerio de Père Lachaise, aunque más mezquina, anónima y abyecta que este camposanto. ”Dormimos los tres en el piso de ella, a pocos pasos del metro Odeón. Por la mañana, la pareja se encaminó hacia su escuela, la de medicina, y yo bajé a tomar el tren. Una cortés fraternidad nos unió de inmediato. Isa se mudó a mi lugar y Myro nos llamó ‘melosos’. Dijo que nos regodeábamos en el absurdo sueño francés entre mahgrebíes, paisanos y orientales, fermentando en nuestro piso de Bellevile una mezcla distinta de sudor y sangre, de rayos solares y gases flotando en el ambiente. Nos retó a dejar nuestra grosera pubertad. Isa la consoló siempre que pudo. ”La última vez que los vi juntos, sus ojos suavemente azules se clavaron en la tez blanca de Myro y finalmente encontraron los ojos negros que ella lucía entre los hombres y mujeres de blanco. El alma exquisita de Isa iba envuelta en un pedazo de pergamino viejo, donde había algunas frases del Talmud que Myro nos tradujo, entre ellas recuerdo una: ‘¡Que el cielo demuestre si la halajá está de acuerdo conmigo!’ Las peripecias de mi estancia aquí, mientras me repongo en sutil aislamiento, me han abierto camino por las miasmas, perdido entre las atroces inquietudes de otros. ”Tu hijo, Kenji.” 44 Carlos Chimal • UN GATO SE HABÍA MARCHADO de este mundo y un garabato de Cornelis Mahu me recordaba la deuda que otros antes que yo, parecidos a mí, habían contraído con el tiempo. Por eso siempre detesté los pantalones vaqueros, por hacernos sentir inmortales. El día que conocí a Jim me puse uno por esnob, pues quería impresionar a mi maja. En realidad siempre preferí la ropa de dandy, una deformación heredada de mi padre. A los cincuenta de edad el viejo aún creía verse bien enfundado en trajes brillantes al estilo Hugo Boss y en chamarras de cuero cortadas por Hermenegildo Zegna. Yo tanbién. Fachada para encontrarme con los mejores tahúres de la ciudad. Desde muy niño me dio por ser un macho alfa, al fin Aries, y caballo según los vecinos del papá de Kenji. Realmente sabía poco de mi persona, de mi pasado reciente. Recordar cosas de 1613 y 1744 no compensaba el estado precario en que se encontraba mi memoria corta. Me veía a mí mismo como un trapezoide encontrado en el salón de remates para salvar mujeres de cáncer, diversos tipos de cáncer. En eso coincido con Yaél, el verdadero riesgo para la humanidad es que más mujeres que hombres están siendo atacadas por los diversos males que llamamos cáncer. Como la mujer de mi papá, atacada por un extraño virus y condenada a vivir en una silla de ruedas por el resto de sus días. Entonces mi padre conoció a mi madre, una robótica y espectacular coneja, así que procrearon varios robots, algunos de cuyos modelos se 45 mostraron el verano pasado en la Fundación Cartier de París, durante la primera exhibición mundial de ciencia inútil y tecnología para nada, cuando aún éramos libres pero no podíamos estar juntos. Mi instinto me dice que Yaél se trae algo entre manos, luego de estos dos meses escondidos. Intento sacar el backgammon pero ella me reprende. Para aliviar la presión, abordamos el autobús que recorre una ruta abierta por los romanos, en un rincón del Reino Unido, no lejos de donde se levantaba la muralla de Adriano. Yaél y yo a veces caminamos de la mano por los caminos vecinales que sólo son transitados por niñas de clase alta y sus profesoras de equitación. La ruta del autobús nos lleva al pueblo más cercano, donde puedo hacer uso en forma discreta y anónima del internet localizado dentro de la biblioteca pública, mientras ella va al Sommersfield, un súpermercado que está en lucha contra el cáncer. Compra comestibles para aguantar otra semana y evitar la circulación a deshoras. Si tiene la suerte de encontrarse con los tipos que mi ex cliente, es decir, su padre, al menos permanecerá de este lado de la barda algunas horas más que yo, mientras el viejo logra averiguar qué sucedió aquella noche de verano de 1999. Creo que estaba más enojado porque Yaél le había mandado una foto Polaroid de su brazo tatuado con el siguiente lema en letras góticas: “Ut honesto otio quiesceret”. Las dos tintas que había usado la mujer de Edimburgo, cuando logramos escapar de la razia en la estación de Haymarket, se veían realmente atractivas, dada la piel tan blanca de Yaél. Luego nos hospedamos en un pequeño hotel de Portobello, de cuya habitación frente al océano no salimos en tres días. Llámame infiel o simplemente androide. Llámame papacito, bruto, cruel, cosita rica; llámame Judas, infantil, santo, bonzo. Abusaste de mí, me sacaste hasta la última píldora, me orillaste, me hiciste añorarte, mentí, bebí, mentí, me endeudé, sudé para cantar, canté para estar vivo. Llámame ingrato, llámame mentiroso, embustero, cabrón pero eso es otra cosa que jamás haría, 46 Carlos Chimal tatuarme, ponerme aretes y rentar bagatelas. O dejar de comer más de setenta y dos horas. Aunque ella era algo especial, cualquier cosa que deseara o quisiera, yo accedería como perro cibernético, aquellos pobres diablos que carecen de la capacidad de errar. Tampoco me operaría nada que no fuera mortal. En eso coincidimos ella y yo: somos lo que somos. Yo, desde luego, un androide que siempre luchó contra su buena suerte, trastocándola una y otra vez, revolviéndola con una fantasía vivida en otra parte de este mundo, pequeño como el culo de Yaél, quien ahora me pide poner atención porque ya está por llegar el autobús que nos devolverá al encierro incierto. Es septiembre, quizá un poco más caluroso que de costumbre opinan los lugareños. Los árboles lo resienten. Los que cambian de hojas no saben si tirar las viejas o retenerlas en este plácido y suave cambio de estación. De todos modos el invierno llegará y todo será imposible. Un androide como yo debería saber cómo tener contenta a la ninfómana que se había empeñado en elegir como pareja. Y ahora me parece que el vientre ha empezado a crecerle. Ella me regaña, la empiezo a ver fea. No, al contrario, replico, más apetecible que nunca, con una emoción extraña cuando llegamos juntos al orgasmo, una especie de arrebato sexual y ternura por lo que le pertenece a uno. Pero entonces pienso que mi ex cliente debe pensar lo mismo. Yaél me pertenece. Ella examina mi mirada, adivina en mis ojos qué estoy pensando. Me vuelve a reñir. Su estado de ánimo cambia en cada parada del autobús, le digo que debe calmarse y no pensar en lo que vendrá, que de todos modos un androide no podría vivir más de ciento cincuenta años. Ella cree que me afectó el año y medio que pasé al lado de su hermano, aunque si somos francos, diría que sucedió poco después, precisamente la noche que conocimos a Gerard y Denys. Desde entonces los gemelos desarrollaron una natural empatía conmigo, en particular Denys, pues mi sensibilidad binaria me permite distinQue suceda 47 guir los ligeros matices que marcan la diferencia entre individuos prácticamente iguales. Empezaron por contarme aquella historia del cementerio, luego se burlaron de sus propios tíos por el lado materno, igual de gemelos que ellos dos. Se llamaban Mercier y Recamier y un día se lanzaron a ese viaje increíble, de ida y vuelta, el cual duró dos largos años, ¡aunque nunca salieron de su pueblo! Me cayeron bien esos gemelos del diablo. Entonces Denys salió con eso de que creía poder comprar una fábrica de chocolate en el sur de Suiza, no lejos de la ciudad de Lyon, convertir una parte en una empresa clandestina de fósforos y venderlos como tulipanes en Ámsterdam y Rótterdam. Para ello era necesario falsificar grafías flamencas y sobornar a uno que otro empleado. La ganancia se duplicaría en un año, me aseguraron. Yo les creí, fui hasta el departamento de Dj Pierre en la pequeña calle de Campo Formio y le hice manita de puerco. Luego de un rato de discutir el asunto Moisés fue a la cocina, abrió el refrigerador y extrajo una bolsa de comida cantonesa. 48 Carlos Chimal • A PARTIR DE AQUELLA NOCHE de verano en el cementerio de Père Lachaise todos intentaron huir. Gerard y Denys lo hicieron a su manera. Quedaron de encontrarse para dar su cotidiano paseo por el Jardín de Plantas de la ciudad, como si nada hubiera pasado. Gerard había llegado temprano y aún temía que por el boulevard del Hospital se acercaran Dj Pierre y su lapa, el androide, pues el departamento de Campo Formio se encontraba a una estación del metro. Denys se había detenido en el puente de la esclusa, donde la lluvia caía sin hacer ruido sobre el canal. Gerard ya no se sentía seguro de ellos mismos (en plural, sí, pues nunca se había imaginado la vida sin su hermano gemelo, juntos eran una “fuerza potencial”; separados, nada más que la sombra del Otro). Tampoco estaba eufórico como hasta hace unas horas, pues aunque el negocio de fósforos les había permitido lanzar otro igualmente productivo, el de la parafernalia para los decenas de miles de punkies de toda Europa, sospechaba que alguno de esos oscuros trabajadores finalmente se atrevería a denunciarlos. Antes de aquella noche fatídica Gerard y Denys disfrutaban de su infinita libertad. O quizá la padecían, pues muchas veces no sabían qué hacer con ella. Trabajaban sin chistar en el taller de un escultor, famoso en la ciudad por sus singulares naderías. “Del espacio no sale nada”, afirmaba, y ellos lo creían a pie juntillas. Y se sentían libres como el mar. Para completar sus ingresos habían montado en una vieja ca49 sona de las afueras de París una empresa procesadora, Icy Noctiluca, que, entre otras actividades, ofrecía espectáculos pirotécnicos para quien lo necesitara, un millonario excéntrico el día de su boda o el ayuntamiento de la ciudad con motivo del próximo 14 de julio. Pero hasta ahora nadie los había contratado, excepto para fabricar fósforos a bajo precio. Lo que más les gustaba es que desde el segundo piso podía verse el Estadio de Francia. No era fanáticos del futbol pero sí de los grandes monumentos, y ellos pensaban que ese podía ser un monumento al ardor. Gerard y Denys no eran capaces de hablar ni tampoco tenían buen oído pero podían oler, tocar y ver. Y lo que veían era cómo los frascos de pomadas con rastros de fósforo se iban directo a las manos de los consumidores, sin que nadie pudiera hacer nada para evitarlo. Eso los hacía sentir doblemente libres. Se sabían hijos del tónico tóxico, el afrodisiaco que podía convertirse en veneno para ratas. ¿Qué era un poco de fósforo en el estómago de un comensal sino una simple flatulencia?, se decían ellos. Eso sí, una flatulencia con un olor muy característico, ríspido, como el paisaje en el que habían nacido los gemelos pelirrojos. Se preciaban de estar exentos de la enfermedad del cerillero, que consistía en perder los dientes, las encías y los huesos de la mandíbula por efecto del fósforo. No así algunas de sus trabajadoras, todas ellas africanas, búlgaras, rumanas, latinoamericanas que no tenían papeles y, por tanto, identidad. Claro, no eran tan ruines como los dueños de las fábricas de cerillos en el East End de Londres de 1880, quienes mantenían un ambiente sórdido de muerte, fuego y desesperación entre los miles de desempleados de la industria textil y los judíos que huían de los pogroms en Europa oriental. Ciento veinte años más tarde Gerard y Denys tampoco usaban fósforo blanco sino rojo, y se veían a sí mismos como empresarios modernos en busca de su primer millón antes de los veinticinco años de edad. Admiraban a Arthur Albright y su socio, John Wilson, 50 Carlos Chimal quienes habían amasado grandes fortunas con este letal y maravilloso elemento químico. Su fascinación los había llevado a considerar horas enteras el hecho de que el fósforo es el verdadero umbral de la vida. Cuando éste desaparece de un ser vivo, se lleva consigo el último eslabón que lo une a este mundo. Como buenos negociantes conocían la ley del mínimo de Liebig, según la cual la población de una especie crece o disminuye sólo en función del nutriente más escaso. Este factor limitante los obsesionaba. Por eso nunca llegaríamos a las estrellas, pues existe un factor limitante insuperable, en este caso de combustible. Gerard y Denys también despreciaban a los que creían en los extraterrestres, pues ellos tampoco alcanzarían a llegar a nosotros por la misma razón universal. Curiosamente, entre sus empleados había varios que sí creían en los muertos vivientes y en otras formas de vida inteligente que nos acecha. Y como a Gerard y Denys, por supuesto, les horrorizaba, decidieron darles un trato especial. Se interesaron entonces en llevar a cabo una investigación meticulosa sobre el proceso que siguen las mandíbulas con el paso del tiempo en su camino a la putrefacción. Y no había nada que pudieran hacer. Ahora todo parecía diluirse, se alejaba la posibilidad de incendiar también ese mercado algún día, de alguna endemoniada manera. Por fin Denys se apareció a la distancia. Su alma descansó, experimentando un “mejoramiento vespertino”, como les gustaba llamarle a su reiterado encuentro. Quisieron entrar al pequeño zoológico que hay en el jardín pero estaba cerrado, ya que algunas aves tenían que ser protegidas del intenso frío. Entonces comenzaron a imaginar las especies que estarían confinadas en aquel sitio. El primero fue Gerard, el menos sordo de los dos hermanos. —Mira las aves rapaces. Mira allá, un águila calzada —dijo, emitiendo algunos sonidos guturales y apoyándose en los gestos de sus manos. —¿Y ésa será un águila bastarda? —agregó Denys. Que suceda 51 —Loros de Brasil, ora pro nobis —replicó Gerard. —Las avestruces de América se sirven en los restaurantes de moda de Estambul —intervino Denys. —Hay que tener agallas —comentó Gerard. —¡Un cóndor! —volvió a decir Denys, regresando al juego de invierno. —Gran buitre de las Indias, ora pro nobis —dijo ahora su hermano, imitándolo. —Mira, el águila blanca recoge los despojos de... ¿qué es aquello? —Denys lanzó esa pregunta como si en verdad la carroña lo estuviese encandilando. —El buche y la molleja… Ya me dio hambre —siguió Gerard. —Cómo te has metalizado —replicó Denys. —Mentalizado, querrás decir. Soy un avaro con un plumaje de ideas —dijo, a su vez, el gemelo. —Martín Pescador, ora pro nobis. Gerard y Denys dejaron de pontificar con sus gesticulaciones y susurros a la altura de la jaula de los gavilanes araniegos, cuyo aspecto malhumorado era explicable por el maldito frío, mientras el resto de los visitantes se encaminaban a la salida. Los gemelos se dispusieron a entrar en la casa de los crótalos y los pitones. Una vez adentro se quitaron los abrigos para admirar la fastuosa belleza de la enorme y letal cerasta, con sus carcaterísticos cuernecillos delante de los ojos. —Si te quieres reproducir, es tu oportunidad —dijo Denys, mirando de reojo a su hermano. —Ponte blando como guante, y ya verás —contestó Gerard. De pronto quedaron viéndose a los ojos y luego se echaron a reír. Una risa macabra y doliente. Deseaban convertirse en los perfectos mentirosos y seductores. Denys se sentía halagado de que semejante bestia, a quien había conocido en el mismo vientre materno, fuera uno del gremio en el que la loca realidad había decidido detenerse un momento de sus vidas. ¿Y qué 52 Carlos Chimal decir de Dj Pierre y el androide? Uno ya no estaba y el otro había desaparecido con Yaél. La gente los miraba con morbosa curiosidad. Ellos preferían ocuparse de la fecundación, del criamiento y de la propagación de los reptiles. Al final de la manaña comenzaron a sentir que estaban yendo cuesta arriba, una y otra vez. Cuando salieron del museo de la evolución y se detuvieron a mirar en la boutique, Gerard seguía sin entender por qué tanto sermoneo sobre la sexta extinción. —Lo que será, será, ¿no? —le dijo a su hermano Denys, quien miraba un libro de fósiles. —Y tú estarás ahí, ¿verdad? Gerard hubiera querido que estuvieran todos, incluido Dj Pierre. Significaría la redención para cualquier joven semidios que no tiene hijos, que procede de una familia acomodada y percibe ingresos que le permiten pensar en el futuro como una red de historias pasadas que se trenzaron en algún momento del presente continuo. —Según tú, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? —La gallina, creo —especuló Denys. Gerard siguió especulando sobre lo que hubiera pasado si, por ejemplo, el australiano que un día iba en el mismo tren en el que viajaba su padre a Bruselas no lo hubiera hecho porque se le pegaron las sábanas o porque estaba enfermo. Este australiano con cuerpo de huevo puesto por una enorme gallina, era fanático de los Yanquis y el corned beef, y a sus veintidós años de edad era ya un tipo obeso que, por suerte para él y por desgracia para los demás, sudaba a mares. Además padecía de flatulencias. Su extensa piel era blanca; su cuerpo, rollizo como el de un bebé gigantesco. Escupía de vez en cuando sobre el cristal a media luz y siempre anteponía una maldición a toda sentencia. Según se lo dijo su mismo padre, el tipo se despidió con un apretón de manos. Luego le extendió su tarjeta, la cual llevaba impreso un pequeño canguro que brindaba con una Que suceda 53 cerveza australiana: “Sean Granti. Lawyer. 1313 Sunset Boulevard. LA”, rezaba la tarjeta. No estaría mal hacerle una llamada, pensó. Sin que lo notara Denys se acercó a él y lo miró, comprensivo. Creía adivinar en su mirada la tristeza de los insulares. —Puedes contármelo todo si quieres. Gerard sólo le sonrió, sin decir nada, pues sabía que era inútil. Eran tan gemelos que lo sabían todo sin siquiera decírselo. En ese instante les indicaron que estaban por cerrar el sitio, y se fueron tras los últimos visitantes. Entraron a la mezquita de París a tomar té de menta y pastas de almendras y dátiles, considerando lo que una tía empresaria de Madrid les acababa de comunicar, es decir, que se había confirmado que el mayor vendedor de camisetas y demás parafernalia entre los punkies era Guillén Pego, un tío que se había montado una docena de fábricas por Francia y España, haciendo que las familias de tipos de Bilbao reventados por las drogas y las emociones, niñas disfuncionales de Madrid, adolescentes incorregibles de la clase media toulousana, antiguos miembros de sectas que proliferaban en Berlín le pagaran por ponerlos a trabajar imprimiendo camisetas de grupos como los Elektroduendes, Banaketa Alternatiboa y Cri de la Mouche. Era tan majo el tipo que los tenía contentos aprendiendo el oficio de troquelar toda clase de puntas para perforar la piel humana. Los gemelos se vieron a los ojos y se rieron, con una sonrisa macabra, pues sabían que, de una u otra forma, ellos ganarían. Así que estuvieron de acuerdo en que la carga era cerrada, pero, ¿por qué tenían ellos que ser los que debían sentir la animadversión en su propio pellejo? Guillén Pego los había contagiado y ahora ambicionaban su mano de obra. Los gemelos estuvieron de acuerdo en considerar lo reprensible del asunto como un acto de amor. La policía ya habría tomado cartas en el asunto. Ahora cualquiera de los interesados podía cobrar venganza contra ellos. 54 Carlos Chimal Recordaron los días que dedicaron a esperar candidatos a laborar en Icy Noctiluca. Los que dudaban a la entrada del local terminaban decidiéndose al ver la entusiasta recepción que les daba Kenji. Estaba dispuesto a utilizar todos sus encantos orientales con tal de que se quedaran a troquelar pines y a estampar camisetas negras. Y los inmigrantes sin papeles caían, entre otras cosas porque no tenían más remedio. Poco tiempo después ya estaban en posibilidades de surtir a dos cadenas de tiendas punk del norte de Francia: “El retorno de los fósiles” y “Venenos estremecedores”, eran las marcas que ellos comerciaban sobre todo en Lyon. Esa noche Icy Noctiluca fue incendiada por un grupo pronazi, según algunas versiones. Lo cierto es que se encontraron calcinadas por lo menos veintitrés personas de origen africano y latino, quienes pernoctaban allí mismo y nunca nadie, ni siquiera el artista que les rentaba el espacio a Gerard y Denys, los vio salir alguna vez del establecimiento. Entre los cuerpos consumidos por el fuego estaban los de los gemelos. Fueron identificados días más tarde por las piezas dentales de oro que se hallaron entre los restos humanos esparcidos en los escombros del siniestro. Que suceda 55 Octavio Paz calificó a Carlos Chimal como una “rara avis” de la literatura mexicana. Esta novela lo confirma. Quijotesca y rabelasiana, Creaturas de fuego es una sutil broma alrededor de quienes están imposibilitados de morir durante centurias y viven bajo el lema: actúa como si ya fueras un cadáver. El viaje posmoderno ha terminado, sólo resta prepararse para explorar parajes ignotos y nunca volver. Para ello habrá que llevar un diario. Esta novela de fino trazo poético es un elogio de aquellos que viven en el límite de su indolencia y experimentan combustión externa de manera espontánea, como una antigua alegoría de las vicisitudes del fuego en su camino por el Universo. Bonzos sin causa, androides desmemoriados, gemelos vampirescos, supermodelos zombies, japongleses surgidos de animés y mangas desfilan ante la mirada impasible www.fondodeculturaeconomica.com del tiempo, el que todo lo disuelve.