MARTES 5 21’30 h. Entrada libre (hasta completar aforo) Salón de Actos de la E.T.S. de Ingeniería de Edificación LA GRAN ILUSIÓN (1937) Francia 114 min. Título Orig.- La grande illusion. Director.- Jean Renoir. Argumento y Guión.- Jean Renoir y Charles Spaak. Fotografía.- Christian Matras & Claude Renoir Jr. (B/N). Montaje.- Marguerite Renoir & Marthe Hughet. Música.- Joseph Kosma. Canciones.- “Tipperary”, “Die wacht am Rhein”, “La Marseillaise” / “Si tu veux Marguerite” de Vincent Telly & Albert Valsien, interpretada por FrouFrou. Productor.- Frank Rollmer & Albert Pinkovitch. Producción.- Réalisation d’Art Cinématographique (R.A.C.). Intérpretes.- Jean Gabin (teniente Maréchal), Pierre Fresnay (capitán De Boeldieu), Erich von Stroheim (capitán Von Rauffenstein), Marcel Dalio (Rosenthal), Dita Parlo (Elsa), Julien Carette (Cartier), Gaston Modot (el ingeniero), Jean Dasté (el profesor). v.o.s.e. Música de sala: Darling Lili (Darling Lili, 1970) de Blake Edwards Banda sonora original de Henry Mancini “LA GRAN ILUSIÓN, rodada durante el invierno de 1936, tenía la ventaja de no poner en duda la influencia de una obra maestra de la literatura. El proyecto ni siquiera tenía título. Una vez terminada la película, montada y subtitulada, se me ocurrió proponer que la llamáramos ‘La gran ilusión’. Al productor no le entusiasmaba, pero, a falta de algo mejor, aceptó. El argumento era una banal historia de huida. Siempre he dicho que cuanto más banal es un tema, más posibilidades de crear ofrece al autor. Yo no entiendo la banalidad en el sentido que le dan los productores. Para ellos, se trata de no llamar la atención. Para mí, es un simple bosquejo que ofrece la posibilidad de la invención. Una de las razones que me llevaron a convertir aquella historia en una película era mi irritación por el modo en que se solían tratar la mayor parte de los temas de guerra. ¡Fíjense! La guerra, el heroísmo, el orgullo, el ‘poilu’, los ‘boches’, las trincheras, ¡cuántos motivos para la utilización de los más lamentables cliches! El mosquetero y el ‘Soltato tel Imperio’ se lo pasaban en grande y abusaban del favor del público. Si exceptuamos Sin novedad en el frente, nunca conseguí ver una película que me ofreciera una interpretación verosímil de los combatientes. Unas veces se naufragaba en el drama y ya no se salía del fango, lo que resultaba a todas luces exagerado. Y otras veces la guerra se convertía en un decorado de opereta para héroes aparentes: el valiente tendero, vestido provisionalmente con un uniforme que no había pedido, empezaba a hablar un lenguaje heroico-realista completamente inventado por los escritores de la retaguardia. Una de las invenciones de la retaguardia que más hacía reír a “aquellos hombres sencillos” eran las sesiones de teatro para la tropa (…). Si hubiera que ponerles una etiqueta, yo diría que los combatientes de la Primera Guerra Mundial eran unos perfectos anarquistas. Les daba igual cualquier cosa. Ya no creían en las grandes ideas. La destrucción de las catedrales los dejaba indiferentes. No creían en la guerra por la libertad. Incluso la muerte les importaba un bledo porque pensaban que aquella vida no merecía la pena ser vivida. Habían llegado al límite de la existencia. Lo más curioso es que, a pesar de ese completo escepticismo, luchaban magníficamente. Habían sido atrapados por el engranaje y no conocían ningún medio para salir de él. En LA GRAN ILUSIÓN, elegí un ambiente excepcional. En la aviación se duerme en una cama, se come sentado en una mesa. No tiene nada que ver con el barro de las tricheras y las comidas rociadas de tierra por las explosiones de los abuses. Los aviadores tenían suerte, eran unos privilegiados. Lo sabían. Sabían también que no serían ellos los que cambiaran aquella diferencia monstruosa. Después, llevo a mis personajes a los campos de prisioneros. Allí también se disfrutaba de una vida especial. El gran lujo, comparado con las condiciones de vida de la infantería. No quise rodar las miserias de esta última. Mi tema principal no era ése. Mi tema principal era uno de los objetivos hacia los que tiendo desde que hago películas, es decir, la reunión de los hombres.” Muchas cosas ocurren en LA GRAN ILUSIÓN, aunque parezca que son pocas las vicisitudes que viven los oficiales franceses confinados en una fortaleza militar enemiga en plena guerra del 14, y todas ellas están perfectamente plasmadas con fluidez narrativa y honestidad ideológica. En manos del cineasta francés, esta historia de reclusión y evasión, de rivalidad bélica casi caballeresca y de diferencia de clases, se convierte en una obra elegíaca que clama por una era moderna, más clemente y racional, mientras indaga en profundidad, y con inmensa ternura, en los elementos (de clase social, de cultura, de nacionalidad, de idioma, de credo) que separan la condición humana y enfrentan a unos y otros en estertores bélicos de imposible raciocinio. Para Renoir, todo debería de ser más sencillo. Conocida era su idea de la abolición de las fronteras, de una sociedad dividida horizontalmente, por afinidades culturales y sociales, y no verticalmente, por fronteras y países. Un oficial francés, de nombre Pinsard, está en el origen de LA GRAN ILUSIÓN. Renoir lo definía como el aguijón que le inyectó el veneno de este proyecto. Aviador durante la Primera Guerra Mundial, compañero de escuadrilla del propio director, Pinsard era lo que podríamos llamar un maestro en fugas. Sin ser Houdini, se escapó cerca de diez veces de los campos alemanes de prisioneros. Renoir le pidió que le contara alguna de esas huidas y, a partir de las correrías de Pinsard, urdió el esqueleto argumental de LA GRAN ILUSIÓN. Fue un simple punto de partida, pero sin duda nutrió a Renoir de los elementos necesarios para desarrollar la película con el suficiente realismo. Charles Spaak reescribió el argumento bosquejado por Renoir, y Carl Koch, en funciones de consejero técnico, aportó sus conocimientos sobre el tema. Permítame el lector una licencia, una fuga sobre lo que estamos tratando. Koch, filósofo, escritor, guionista de cine, marido de la directora Lotte Reiniger y especialista en arte románico, era un gran amigo de Renoir. Ambos combatieron, en sus respectivos bandos, en la guerra del 14. Koch fue capitán de artillería. Renoir, piloto de escuadrilla. Cuando se conocieron, una vez finalizada la contienda, llegaron a la conclusión de que la escuadrilla de Renoir había bombardeado varias veces una batería antiaérea comandada por Koch. Pudieron aniquilarse mutuamente y se convirtieron en estrechos colaboradores. A vueltas con el realismo. “El realismo me molesta, pero ayuda a adivinar un poco de la verdad interior, que es lo vital”, decía Renoir. Para él, tanto LA GRAN ILUSIÓN como La regla del juego (1939), eran una especie de documentales reconstruidos, documentos sobre las condiciones de la sociedad en un momento muy concreto. Renoir tuvo la idea de equipar a Jean Gabin, que encarna al teniente Maréchal, uno de los prisioneros franceses, con la guerrera que había utilizado él mismo durante la guerra. De esta forma quería aumentar el realismo. Por el contrario, para reforzar el papel de von Rauffenstein, el comandante de la fortaleza alemana que interpreta Erich von Stroheim, e impedir que quedara diluido frente al empaque dramático de los dos oficiales franceses, Maréchal y el capitán Boeldieu (Pierre Fresnay), no dudó en retocar y hacer más vistoso el uniforme de Rauffenstein, traicionando así el rigor histórico. Un recurso efectivo, brillante, a través del cual los personajes quedan perfectamente delimitados, tanto en su función en el relato como en el contexto histórico en el que éste se produce. Resulta imposible, hoy, pensar en LA GRAN ILUSIÓN sin evocar los andares aristocráticos, y dolidos por mil heridas de guerra, de von Stroheim enfundado en su regia y rígida casaca que parece proceder de otro tiempo, de otro mundo bien alejado del fango de las trincheras, de los campos sembrados de cadáveres cosidos a metralla y de los cielos rasgados por obuses. Un toque de desclasada distinción equivalente a ese geranio solitario que el comandante alemán ha cuidado mimosamente entre las piedras de la fortaleza, y que no dudará en cortar cuando Boeldieu, su rival de guerra pero compañero de rango social, expire en sus brazos, abatido tras el intento de evasión que ha servido de simple distracción para que otros dos oficiales franceses, Maréchal y Rosenthal (Marcel Dalio) logren huir. El avión ocupado por Boeldieu y Maréchal es el undécimo aparato enemigo que abate Rauffenstein. Su caída es elíptica; a Renoir le interesan las consecuencias del hecho, no éste en sí mismo. La película, en este sentido, no puede arrancar mejor. Boeldieu, un militar distinguido, educado, culto, de notable posición social, que vuelve al frente tras una estancia en sus queridos clubes nocturnos de París, dialoga con Maréchal, un oficial curtido en mil batallas, combatiente a la fuerza, intuitivo, buen piloto. Van a volar en el mismo avión de reconocimiento. En el siguiente plano, Renoir muestra a Rauffenstein entrando en su cuartel general y anunciando que ha derribado un avión enemigo. Otro corte suave, imperceptible, y ahora son Boeldieu y Maréchal, éste con el brazo herido, los que penetran en el mismo decorado como prisioneros de guerra. En esta secuencia breve y didáctica, en la que se dibuja a la perfección la relación de aprecio entre combatientes enemigos y, sobre todo, se pincela con sencillez la corriente de sentida amistad y respeto entre los dos militares de origen aristocrático y afinidades parisinas (Rauffenstein también suspira por sus noches pasadas en la ciudad), hay un travelling que se aleja de la entrada del barracón hasta el interior del mismo. Este movimiento de cámara le confiere al singular y hospitalario encuentro entre enemigos un aire también de otro tiempo, como anacrónico, aspecto acentuado por la rígida gestualidad de von Stroheim, la mirada siempre desafiante de Fresnay y los ojos de incredulidad y de sorpresa de Gabin. En LA GRAN ILUSIÓN los movimientos de cámara son abundantes e incesantes, a veces teatrales porque técnicamente aparecen algo forzados. Confieren constante movilidad entre los barracones del campo de prisioneros y, la mayoría, están repletos de sentido. Uno resulta particularmente significativo y emocionante: durante los ensayos para la representación teatral, una panorámica oscilante recorre a los prisioneros aliados que contemplan en silencio la aparición de un soldado disfrazado de mujer; Renoir elimina todo sonido -sólo se oye la voz del soldado travestido comentando lo extraño que se siente con esas ropas- y la panorámica acentúa la nostalgia y tristeza que los personajes experimentan por sus hogares, sus mujeres, su país. Antes he hablado de honestidad. LA GRAN ILUSIÓN la respira en su planteamiento, en la resolución de sus secuencias más comprometidas, en el tratamiento de las relaciones entre los oficiales antagonistas que deben asumir, a su pesar, los papeles de preso y carcelero. Pero hay un momento en concreto, cargado de tensión y de un patriotismo entendido también como dolida añoranza. Ocurre durante la secuencia de la representación teatral, en la que los prisioneros reciclados en comediantes actúan para sus propios compañeros y la oficialidad alemana. De repente, la representación se detiene y uno de los prisioneros comunica que la localidad de Douamont ha sido reconquistada por las tropas aliadas. Todos, ingleses y franceses -unificación de un ideal, abolición de las fronteras físicas-, se ponen a cantar “La Marsellesa”. Renoir plantea la escena con tanta espontaneidad, sencillez y sinceridad como lo es la reacción de los prisioneros. Después, Maréchal, el principal instigador de que se entonara el himno revolucionario, es recluido en una celda de castigo durante días. Renoir monta un plano del cartel donde se anuncia que el pueblo ha sido tomado de nuevo por los alemanes, con otro de Maréchal solo y desesperado en la celda -es, sin duda, el momento más doloroso de todo el film, el que expone con mayor crudeza el horror de la guerra, el aislamiento de la conciencia-. Renoir subraya así la inutilidad de un acto y la irracionalidad de la contienda bélica: una pirueta del destino. Inútil es también el túnel que están cavando en su barracón Maréchal, Boeldieu y demás oficiales. Antes de terminarlo son trasladados a otro campo; los nuevos inquilinos del barracón son ingleses que no entienden ni una sola palabra de francés cuando Maréchal intenta explicarles la existencia del túnel: otra pirueta del destino. Un diálogo ilustrativo sobre enfermedades de clase. Fue uno de los temas predilectos en el cine de su autor, de Los bajos fondos (1936) a La regla del juego. La diferencia de clases está presente siempre en LA GRAN ILUSIÓN, apartando por momentos la contemplación del hecho bélico del primer plano al que parecía abocado sin que nada pudiera hacerle sombra. Boeldieu, es obvio, se entiende mejor con su enemigo, Rauffenstein, unidos por la oficialidad de carrera, la aristocracia de sus respectivos linajes y el recuerdo de las noches parisinas, pero no duda ni un momento en sacrificar su vida para que dos oficiales de su ejército, que prefieren el vino de taberna al champagne de los clubes, consigan evadirse de la fortaleza comandada por su aliado de clase. Renoir se esfuerza en todo momento en mostrar los rasgos distintivos de cada personaje, pero es en ese diálogo sobre las enfermedades donde los concretiza mejor. “La gente bien suele tener viruela”, comenta Maréchal, a lo que Boeldieu contesta: “Sí, antes era un privilegio, pero hasta eso se democratiza. La gota y el cáncer no son enfermedades de obreros, pero lo serán”. Alguien pregunta por los intelectuales: “¿Nosotros? La tuberculosis”, responde el oficial que se pasa el día leyendo al poeta griego Píndaro. “¿ Y los burgueses?”. “Hígados, intestinos, comen demasiado. En resumen, cada uno moriría de su enfermedad de clase si la guerra no reconciliara a todos los microbios”, sentencia Rosenthal. La escritura de Spaak y Renoir en LA GRAN ILUSIÓN es tan ágil y envolvente como lo son los constantes movimientos de cámara. En el campo de prisioneros se vive al día, lento e inexorable. La rutina se impone, pero los personajes agudizan el ingenio, y no lo hacen solamente para depositar en el jardín exterior, sin ser vistos por las guardias, la tierra del túnel que acumulan durante la noche en el barracón. Otra muestra de la sabiduría popular. Uno de los oficiales que comparte dormitorio con Maréchal, Boeldieu y Rosenthal, asegura estar en esta situación por el hecho de ser vegetariano: “Mi hermano y yo estábamos enfermos del estómago. Un médico nos dijo que moriríamos si comíamos carne. Yo me hice vegetariano y me curé. Mi hermano continuó comiendo carne y le licenciaron por inútil...”. La guerra es inútil. En LA GRAN ILUSIÓN hay dos actores que desbordan la pantalla con su sola presencia, Gabin y von Stroheim, destacando sobre un conjunto en el que los intérpretes comedidos deben convivir con los comediantes exultantes que tanto gustaban a Renoir, actor también, caso del gesticulante y parlanchín Julien Carette, uno de los fijos de la troupe de Renoir en esta época junto a Marcel Dalio y Gaston Modot. Jean Gabin fue vital para la realización del film. Renoir había intentado, sin éxito, involucrar en el proyecto a Alexandre Kamenka, el productor de su anterior película, Los bajos fondos. De compañía en compañía, terminaron contactando con Gabin, al que le gustó realmente la historia y, en especial, su personaje. El interés del actor resultó decisivo para encontrar la financiación necesaria. Renoir se lo agradecería de por vida: “Gabin es el hombre más honesto que he encontrado en mi vida”, dijo en una ocasión. Aún fue más contundente en otra: “Creo que Dios inventó el cine porque antes había creado a Gabin”. “Stroheim apenas hablaba alemán. Se veía obligado a estudiar sus textos como un alumno aprende en el colegio un texto en lengua extranjera. Sin embargo, a los ojos del mundo, continúa siendo el prototipo perfecto del militar alemán. Su talento prevalece sobre la copia literal de la realidad”. Renoir vivió algunas situaciones contradictorias durante el rodaje de LA GRAN ILUSIÓN. Von Stroheim era uno de sus ídolos declarados y consideraba Avaricia (Greed, 1923) como una de las cotas máximas a las que había llegado el arte cinematográfico, pero su relación con el director y actor vienés no fue nada plácida a causa de las constantes divergencias en el enfoque de las escenas interpretadas por él. En su autobiografía, Renoir asegura que estuvo a punto de abandonar el rodaje para no tener que enfrentarse con von Stroheim. Con todo, parece que el cineasta francés siguió varias de las indicaciones del vienés, algunas muy pertinentes. Renoir le dio a escoger entre interpretar al aviador alemán que abate el aparato francés en la escena inicial, o al comandante de la fortaleza convertida en campo de prisioneros. Fue von Stroheim quien sugirió convertir a los dos personajes en uno solo: él tenía más papel protagonista, por supuesto, pero, lo que es más importante, se creaba un estrecho vínculo de amistad y solidaridad de clase que Renoir podía prolongar y desarrollar mucho mejor a lo largo de la película. El recurso de guión para transformar al as aéreo en carcelero fue muy sencillo: Rauffenstein es derribado en pleno combate y ha sufrido fracturas diversas en la columna y la rodilla, lleva placas de plata en la columna y ambas piernas y un grueso collar en el cuello. Pese a haber dejado de ser un combatiente para convertirse en un funcionario carcelero, según sus propias palabras, Rauffenstein conserva el porte, la elegancia prusiana, la dignidad y el orgullo, aspectos que refuerzan su relación con el vencido Boeldieu. La escena del reencuentro en la fortaleza, el comentario sobre la carencia de guantes blancos con que presentarse ante sus rivales -Boeldieu lava cuidadosamente sus guantes blancos antes de colaborar en la huida final-, la pronunciación pausada de von Stroheim, su dicción en francés y en inglés, resulta de una extraña fascinación. Son los últimos signos de vida del viejo orden y, también, de un concepto civilizado de la guerra. Personalmente, me resulta inimaginable esta escena, y todas las que tienen a von Stroheim como protagonista, sin el concurso de este formidable cineasta. LA GRAN ILUSIÓN termina en la fortaleza, cuando Boeldieu expira, Rauffenstein corta el geranio y comprendemos que la guerra será un poco menos caballerosa, menos civilizada. Renoir, sin embargo, no quiere desprenderse de sus otros dos personajes, Maréchal y Rosenthal. Muestra su huida y lanza un último alegato: el primero se enamora de la mujer alemana que les ha dado refugio y cobijo. La guerra les separa, pero juran reencontrarse cuando termine. Finalmente, los dos oficiales cruzan la frontera con Suiza, tan blanca que no se perciben los límites entre los países, como le gustaría a Renoir. La gran ilusión de Maréchal es que ésta sea la última guerra. La gran ilusión de Rauffenstein es seguir sirviendo a su patria aunque sea como un funcionario. La gran ilusión de Jean Renoir era, sin duda, no tener que hacer ninguna otra película sobre una guerra. Mientras él estrenaba LA GRAN ILUSIÓN, Hitler invadía una parte de Checoslovaquia. Renoir tuvo que realizar en 1962 otro film sobre guerras y evasiones, El cabo atrapado (1962), cuya acción se desarrolla en la que se dio en llamar Segunda Guerra Mundial. Texto: Quim Casas, “La gran ilusión”, en Jean Renoir, rev. Nosferatu, nº 17-18, marzo 1995. Tal como se indica en una de las múltiples replicas ingeniosas que puntuan la película, LA GRAN ILUSIÓN de Jean Renoir cuenta la historia de una serie de niños que juegan a los soldados en los patios exteriores de un campo de prisioneros, mientras que, en los espacios interiores una serie de soldados prisioneros juegan como niños. Los soldados alemanes, que en la película asumen el papel de vigilantes, llevan a la práctica, mediante sus rituales marciales, los artificios preliminares al juego de la guerra, mientras que en el interior de la cárcel los prisioneros alemanes confraternizan con sus compañeros franceses y preparan una representación. Dentro de la obra de Jean Renoir, podríamos llegar a emparentar LA GRAN ILUSIÓN con esa comedia cuartelera, con aires de vodevil frívolo, rodada al final de su periodo mudo titulada Escurrir el bulto. No obstante, a pesar del tono ligero con que nos es presentada la situación de encierro durante la guerra, el cineasta intenta articular desde la ligereza uno de los más profundos y contundentes manifiestos sobre la absurdidad de las fronteras nacionales, sobre los vínculos de clase y la inutilidad de las guerras. La diversión y la aparente frivolidad que marcan el tono de la película son los elementos que enmascaran el sentimiento trágico que acompaña a la condición humana, son los rasgos estilísticos que sirven para diluir la tragedia de la división política de la que son víctimas todos los miembros del heterogéneo grupo de prisioneros protagonistas. Renoir revela la tragedia de forma puntual, mediante una serie de subrayados poéticos que sirven para unificar la estructura abierta que dispone el relato. En LA GRAN ILUSIÓN, Jean Renoir pretende situarse más allá de los acontecimientos históricos que puntuaron la tragedia colectiva de la Primera Guerra mundial para componer su película como un discurso humanista contra la ilusión de la guerra y una reflexión sobre la difícil convivencia de las existencias individuales cuando son forzadas a asumir la experiencia de la vida en una colectividad. En el momento de afrontar el tema de la guerra, Renoir no concibió LA GRAN ILUSIÓN como una película sobre los horrores del frente, sino sobre las consecuencias que esta guerra puede tener en una serie de tipologías sociales, que funcionan como arquetipos de Francia durante el período. El mensaje antimilitarista, que con los años se ha convertido en uno de sus principales reclamos, no se pone de manifiesto a partir de la creación de una serie de procedimientos maniqueistas que culpan a los alemanes y redimen a los soldados franceses, ni mediante la búsqueda de la adhesión del público a unos postulados antibelicistas y anticapitalistas propios de lo que podría ser el pensamiento de izquierdas en la Francia del periodo, sobre todo si tenemos en cuenta que en el momento en que se realiza la película Jean Renoir estaba involucrado activamente en las acciones del Partido comunista. Renoir evita toda denuncia dogmática y prefiere llevar a cabo una disección milimétrica de la conducta de sus personajes. El cineasta parte de la observación de los lazos existentes entre los personajes, para observar de qué modo existe más proximidades electivas entre dos aristócratas -uno alemán y otro francés- o entre dos carpinteros de los respectivos países, que entre los seres de un mismo país. Todo el peso de LA GRAN ILUSIÓN radica en el análisis minucioso de cómo las barreras impuestas por los Estados se alzan como barreras ficticias, mientras que la solidaridad puede ser posible entre los seres de una misma clase social. En el momento de analizar de qué modo los destinos individuales chocan frente a las forzadas comunidades impuestas en situaciones excepcionales, el cineasta parece prolongar la reflexión de su película anterior Los bajos fondos, apócrifa adaptación de una pieza de Gorki, centrada en la observación de un grupo. En LA GRAN ILUSIÓN, los principales protagonistas son presentados como miembros de una colectividad artificial. Dentro del campo de prisioneros, los seres humanos luchan para poder llegar a afirmar el peso de propia individualidad. El campo de prisioneros es visto como si fuera una Torre de Babel en la que conviven unos seres representativos de la diversidad, en la que los pocos vínculos de unión -entre ellos, el más fuerte sea quizás el deseo de fuga y de libertadson menos significativos que los rasgos que los separan. Las clases sociales reunidas en el espacio de la prisión son muy divergentes. Entre los principales personajes arquetípicos que nos muestra Renoir están un aristócrata, un burgués rico, un obrero, dos profesores y un actor. Una serie de personajes que pretenden crear una clara identificación con el espectador. Unos arquetipos que no funcionan según una voluntad de demostración ideológica, sino muchas veces a partir de un deseo de articulación estética de un universo. Mediante una serie de elementos significativos como las ropas, los movimientos del cuerpo, el lenguaje y los objetos que decoran los pequeños espacios individuales que los seres se forjan dentro de lo colectivo, Renoir no cesa de acentuar las diferencias. De este modo, del interior de LA GRAN ILUSIÓN acaba emergiendo uno de los grandes temas del cine de Renoir: en un universo marcado por la diferencia el orden no puede imponerse desde la ley -desde los principios propios del mundo apolíneo- sino que siempre debe surgir desde abajo, desde el desorden de la existencia y sobre todo desde el respeto hacia la alteridad. LA GRAN ILUSIÓN a la que se refiere el título es, sobre todo, la lucha por conseguir la tolerancia, para llegar a crear la armonía colectiva. A pesar de haber sido rodada en 1937, LA GRAN ILUSIÓN no es una película vieja, sino al contrario. Unos años después de su estreno continúa siendo un claro reflejo de una modernidad y de una apertura, que acaba cuestionando muchas de las propuestas del cine contemporáneo -sobre todo de determinado cine español- que pretenden ser modernas cuando sus estructuras narrativas no cesan de remitir a lo viejo y lo convencional. En la película, Renoir destruye la dramaturgia tradicional orientada a convertir a los personajes en el elementos claves del desarrollo narrativo de las acciones. Ningún personaje se constituye en el centro de la representación, sólo el teniente Maréchal estará presente durante todo el metraje, pero su función no es siempre central ya que en algunos momentos el centro de atención de la escena recae en otros personajes. Renoir no se siente satisfecho con la creación de seres perfectamente definidos como arquetipos, sino que ofrece a todos los personajes, incluso a los secundarios, la posibilidad de realizar una evolución psicológica, a partir de un proceso constante de reequilibrio entre las acciones. La estructura narrativa se desarrolla en tres partes, con un prólogo y un epílogo. Las dos primeras partes transcurren en campos de concentración -el campo de Hallsbach y la fortaleza de Winersbon- mientras que la tercera, que se desarrolla después de la fuga de los dos principales protagonistas, tiene como escenario una granja donde vive una mujer, torturada por el dolor de la pérdida de sus seres queridos. Cada una de las partes del relato se estructura en torno a una celebración -el teatro, el concierto de cacerolas y una celebración navideña-. Esta celebración se presenta como momento de fusión de esa comunidad integrada por seres dispares, después de cada celebración se nos muestra un plan de fuga. En LA GRAN ILUSIÓN no existe una intriga frontal sino un juego de puesta en escena, en torno a diferentes instantes observados como momentos de vida, como partes dispersas de una realidad que desde la dispersión acaba dando coherencia al relato. A pesar de ser una película que habla de unos seres encarcelados, la puesta en escena de Renoir está llena de aperturas hacia el exterior. La cámara no cesa de cruzar puertas y ventanas, como si quisiera afirmar su poder para diluir los espacios fronterizos que separan los seres de ejércitos diferentes. En determinados momentos parece como si este deseo de reencuadrar los mundos a través de puertas y ventanas acabara convirtiendo el acto de puesta en escena en una invitación a la evasión, como una invitación a la ruptura de las barreras arquitectónicas para privilegiar la fuga. Texto: Ángel Quintana, “La gran ilusión”, en “50 obras maestras del cine europeo, 3ª parte”, rev. Dirigido, noviembre 2005.