Las leyes de muerte digna

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Las leyes de muerte digna: mareando la perdiz,
perdiendo el tiempo.
Fernando Marín
Médico de ENCASA, especialista en Cuidados Paliativos y presidente de
DMD Madrid
Tras la iniciativa pionera andaluza de la ley 2/2010 de Muerte Digna,
seguida
por
Navarra
(ley
8/2011)
y
Aragón
(ley
10/2011), Canarias, Baleares, Galicia y País Vasco están tramitando
normas similares.
La razón y punto de partida de estas leyes son los mismos en todo el
Estado: hoy en día se muere bien, regular o mal, dependiendo del
médico que a uno le toque, una situación que la Asociación Derecho a
Morir Dignamente (DMD) lleva años denunciando (Manifiesto Santander,
2008).
Obviamente la intención de mejorar la calidad de muerte de los
ciudadanos es buena, pero “el camino del infierno está empedrado de
buenas intenciones”, y los hechos demuestran que las declaraciones
grandilocuentes sobre la dignidad de nada sirven si no se
acompañan de medidas que garanticen el respeto a los derechos del
ciudadano, especialmente a protagonizar su proceso de morir y al alivio
del sufrimiento.
En este punto, cabe preguntarse: ¿Las leyes cambian la sociedad o, más
bien, son un reflejo de una realidad que va evolucionando de una forma
relativamente independiente de la legislación? ¿Cómo promover esa
nueva cultura de la muerte (digna)? ¿Cómo democratizar la relación
clínica, pasando del paternalismo médico al respeto mutuo? ¿Por qué la
ley de autonomía de 2002 no ha servido para garantizar los derechos al
final de la vida? ¿Para qué sirve otro texto legal?
La experiencia de Navarra o Aragón es una prueba de que legislar en
este ámbito no sirve para nada si no se tiene voluntad política de
mejorar la sociedad. Un fraude de ley que ya no escandaliza al
ciudadano, harto de que los políticos ignoren sus compromisos con la
ciudadanía y hasta la legalidad vigente (como la Constitución, por
ejemplo). Más allá de la palabrería en la exposición de motivos,
¿Qué garantías contienen los textos que ahora se proponen? Ninguna.
Excusándose en posteriores regulaciones, los políticos no proveen
medidas de difusión, implantación y sobre todo evaluación de la ley,
cuestiones complejas que deberían abordarse desde el principio, so pena
de caer, una vez más, en la farsa democrática de hacer leyes para que
nada cambie.
En contraste con estas comunidades, Andalucía, que “se lo creyó”
desde el principio, ha elaborado el informe Cómo mueren los andaluces,
que aún no aporta datos significativos, pero que demuestra que algo se
está haciendo. Menos es nada.
Para DMD, es frustrante la posición de los textos sobre la eutanasia,
sobre la que afirman que no existe demanda social -cuando la inmensa
mayoría de la población está a favor de su despenalización-,
ni consenso ético. Desde los años 90, numerosos foros de referencia
en justicia y bioética se han posicionado claramente a favor de regular la
eutanasia y en las últimas décadas jamás se ha reconocido un derecho
ciudadano sin la oposición de un sector de una sociedad que es plural,
por lo que esta referencia al consenso no es más que una excusa para
no abordar el debate (más o menos como condicionar la eutanasia a la
reforma de la Constitución, dependiendo de improbables mayorías
parlamentarias).
Las Comunidades Autónomas no pueden modificar el Código Penal, así
que en lugar de poner la venda antes que la herida y rechazar la
eutanasia para no inquietar a los sectores fundamentalistas, lo que se
espera de un estado democrático es que se haga eco de las
preocupaciones de los ciudadanos, reconociendo que la disponibilidad
de la propia vida es un derecho tan fundamental como el
reconocimiento de la idiosincrasia de cada pueblo. ¿Cómo se puede
pretender la independencia de los pueblos sin reconocer la libertad de
cada individuo para gobernar y disponer de su vida?
Una ley de muerte digna debería partir no sólo del hecho de que se
muere mal, sino de un análisis pormenorizado de la realidad, que no
existe, ni aparece por ningún sitio. Una forma sería constituir
un Observatorio de la Muerte Digna que haga un diagnóstico a partir
de la experiencia de la enfermería a la cabecera del enfermo y un
seguimiento de la ley, un organismo dependiente de la Consejería de
Salud, con capacidad de solucionar conflictos asistenciales, como por
ejemplo la negativa a ser atendido por una organización confesional
católica o por un profesional que anteponga su creencia personal en la
santidad de la vida a su compromiso de respeto a la voluntad del
paciente. Con una carta de derechos clara, los Comités de Ética
Asistencial de cada centro son tan innecesarios como sus informes no
vinculantes.
Por último, una ley de derechos de los pacientes no debería prestar
tanta atención a los profesionales, sino empoderar a los ciudadanos, por
ejemplo recogiendo la negativa a recibir malas noticias (la conspiración
de silencio) como una situación excepcional, incongruente con la
autonomía, o retirando toda mención a la doctrina católica del doble
efecto en la sedación paliativa.
Si a los gestores de lo público les preocupa la calidad de la muerte, cinco
años después de la ley andaluza, copiarla no basta, lo mejor que pueden
hacer es dejar de marear la perdiz, tirar los borradores a la basura y
empezar de nuevo.
http://blogs.publico.es/estacion-termino/2014/09/24/las-leyes-de-muerte-dignamareando-la-perdiz-perdiendo-el-tiempo/
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