¿Tienes fuego, Jack? Hacía un calor húmedo y pegajoso, soportado

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¿Tienes fuego, Jack?
Hacía un calor húmedo y pegajoso, soportado sólo por los zancudos que intentaban colarse
por los mosquiteros. Abalanzado sobre el acantilado, el hotelucho deslumbraba en blancura
a los que se internaban en la oscuridad de la roca. Abajo, en la cala, un caserío agitado se
movía como un hormiguero alrededor de un malecón partido por un huracán con nombre de
mujer que habían olvidado; era el mismo ciclón caribeño que llegaba a la isla tres veces al
año, y que ya nadie salía a recibir por la costumbre de ver cómo cada vez dejaba su parte de
destrucción. También pasaban por el hotel del acantilado los contrabandistas, los sin nombre
que huían de la cámara de gas y los europeos que siempre decían venir corriendo delante de
la Gestapo. Alemania era el terror, pero nadie en la isla estaba seguro de si aquellos hombres
de fugaz presencia eran nazis, judíos o comunistas, pues todos hablaban inglés con acento
alemán. En la isla, todos ellos recibían el mismo trato, el de clientes.
-Unos persiguen y otros huyen, pero todos pasan corriendo -dijo a Mortimer el hotelero-, y a
veces no se nota quien corre delante y quien va detrás.
-Porque no te fijas, García -respondió Jack Mortimer, el crepuscular americano dueño de la
motora-, lo van gritando.
-¿Pues yo no los oigo? -se encrespó García.
-No hace falta oírlos, sólo hay que mirarlos a los ojos -terció una voz de mujer, grave,
pausada y segura-; los que huyen esconden el miedo en su mirada furtiva, los perseguidores
tienen los ojos quietos, abiertos en círculo por el odio.
Jack Mortimer se dio la vuelta para ver a la mujer que hablaba detrás de él. Era una
jovencita rubia, delgadísima y tocada con una especie de boina de lana de la que brotaba una
melena ondulada que le ocultaba la mitad del rostro.
-Perdone -dijo ella con displicencia-, suponga que me llamo ... ¿qué nombre de mujer le
gusta más?
-Eva, así se llamaba mi madre -contestó Jack, atajándola.
-Pues llámeme de cualquier manera, menos Eva -dijo ella-, no me gustaría ser su madre.
-No podrías serlo, flaca; creo que te llamaré Betty.
La muchacha se marchó despacio, atravesando entre contoneos insinuantes la habitación que
hacía de vestíbulo. Jack y García la miraban desde el mostrador de recepción. Al llegar al
comienzo de la escalera, ella se volvió, sonriente:
-Ocupo la habitación que está enfrente de la tuya -empezó ella a tutearlo-; si me necesitas,
sólo tiene que silbar.
Los dos hombres se quedaron embobabos, mirándola.
-Betty -dijo García-, ya tengo un nombre para el registro.
-Voy a tumbarme un rato antes de llevar a la isla del Diablo al viajero que tienes en el sótano
-dijo Jack-; esa isla es una ratonera de la que no se sale, pero no es mi guerra. Sean nazis,
judíos o comunistas, para mí son viajeros que pagan.
Jack se hacía el duro, y García se daba cuenta. El americano subió a su habitación y se
tumbó. Sonrió con malicia y silbó. En seguida la puerta se abrió y entró Betty, esta vez
debajo de una gorra de marinero, mientras se llevaba a los labios un cigarrillo apagado.
-¿Tienes fuego, Jack?
-No sabes cuánto, flaca -dijo Jack, mientras buscaba su mechero en el bolsillo del pantalón y
cerraba la puerta.
***
TODO EMPEZÓ CON la película Tener y no tener, en la que, siendo casi una adolescente, Lauren
Bacall entró en el cine de la mano de Howard Hawks. Luego ya siempre fue La Flaca, la otra mitad de
Bogart y su sombra prolongada en el tiempo.
Emilio González Déniz. 1995.
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