Jesucristo se queda con nosotros

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JESUCRISTO SE QUEDA CON NOSOTROS EN LA EUCARISTÍA
Dos discípulos de Jesús van de camino y no precisamente buscando el encuentro con Él. Van
desorientados hacia su lugar de origen pero sin esperanzas: había muerto Aquél en quien habían creído.
Vieron cómo lo sepultaron y vivieron el desánimo de sus compañeros sintiendo el latido del fracaso.
Para nada extraña que discutieran por el camino. Estos dos discípulos representan a cuantos han tenido
contacto con Jesús, pero no con el Resucitado, sino con el Cristo de los milagros, el de la entrada triunfal a
Jerusalén. Pero no aciertan a comprender que el Jesús de la Cruz, el que es desafiado durante el
sufrimiento, «¿no eres tú Dios? Pues baja de la cruz…»; el que sangra y padece, sea ese Dios que ellos se
imaginan. El dolor y el sufrimiento son extremos a los que nadie quiere arribar. Los cristianos no
disfrutamos ante el dolor: el dolor es malo, pero puede ser motivo de salvación. Aquellos dos iban por el
camino llenos de dolor sin resurrección.
Dice el relato que estaban tristes. Jesús les salió al paso pero no lo reconocieron. El dolor por el fracaso
les vendó los ojos y el corazón. Sólo percibieron el fracaso. Se sentían rotos por dentro porque todo había
quedado en palabras. Desesperanzados narraron a Jesús lo que había ocurrido. Las palabras de Jesús les
animaban pero su muerte les dejó vacíos y surgió en ellos la soledad y el desconcierto.
Jesús comenzó a explicarles nuevamente todo lo que de Él se decía en las Escrituras. Escuchan pero ya sin
convencimiento. Siguen su camino. Llegan al pueblo y Jesús hizo como si fuera a seguir más delante, pero
ellos le invitan a quedarse. Se sientan a la mesa y de nuevo Jesús toma el pan y dando gracias a Dios, lo
partió y se lo dio. Dice la Escritura que en ese momento se les abrieron los ojos y reconocieron a Jesús;
pero Él desapareció.
El último gesto que tuvo Jesús con sus Apóstoles fue la Cena. Ahora, después de su Resurrección hace de
nuevo el gesto de la Fracción del pan, que alimenta, que salva une con Él. La Eucaristía es el lugar
privilegiado para el encuentro con Jesús. Él se les muestra entregándose nuevamente, esta vez de una
manera incruenta. Parte para ellos y con ellos el Pan y bendice a Dios. Y ellos le descubren… La vida
cristiana estará siempre enlazada entre Eucaristía, Cruz y Resurrección. Una y otra vez en la vida del
discípulo de Cristo estarán presentes estos tres momentos.
Hay una pregunta que aún muchos suelen hacer: si Jesús resucitó, ¿Dónde está ahora? Jesús no está en el
sepulcro. Tampoco la Resurrección es un retorno al pasado. El verdadero encuentro con Cristo está hoy
en la Palabra, en la Eucaristía y en la profesión de fe. El Señor está en la vida nueva que ha llegado en la
transformación del sufrimiento de este mundo. Encontrarlo es encontrar el camino de la salvación.
Jesús resucitado está en la Eucaristía. La Eucaristía es el lugar preferente de la presencia de Cristo.
Participar en la Eucaristía significa tener un encuentro personal con Cristo resucitado.
También el Resucitado está presente donde las personas se sienten hermanadas; está entre los más
débiles y pobres de la sociedad, aquellos que siempre llevan las de perder. Jesús con la superación de la
muerte les hace ganar fuerzas para el camino de la vida, consuelo y alegría para su corazón, y ver, sobre
todo ver que Él va siempre a nuestro lado en todos los momentos de caminar por nuestra existencia y,
además, que permanece entre nosotros. Jesucristo, con su Cruz y Resurrección nos ha hermanado… El
Señor de la Piedad, el mismo Jesús, también nos hermana en fe, piedad y devoción. Él está con nosotros,
¡ha aceptado quedarse con nosotros!
La gloria de Dios revela su santidad en la caridad y el amor que nos tenemos los cristianos. Los santos y,
particularmente, la Virgen María, son gloria de Dios porque son manifestación de la santidad única de
Dios. Es en esa gloria que son los cristianos a imagen de Cristo donde el amor de Dios se ofrece a los
hombres. De modo que, cuanto atenta contra el amor que viene de Dios y a Él conduce, con nuestras
divisiones, las faltas de coherencia, los atentados a la caridad y a la unidad, los rencores y envidias,
impiden que en la Iglesia y en nuestras familias, brille la gloria de Dios, ocultando con nuestra conducta el
rostro de Cristo y su Evangelio, y siendo obstáculo para que la santidad, el amor de Dios toque los
corazones de nuestros hermanos, glorificando a Jesús.
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