02-08 Domingo 2 – Año B I Sam.3.3-10 y 19 // I Cor.6.13-20 // Jn.1.35-42 Cuando yo tenía 19 años, tomé el hábito religioso en nuestra Orden Dominica. Los primeros años vivía en un convento, localizado en el centro de una ciudad, cuya población en aquel tiempo era en mayoría Protestante y, para más señas, Calvinista. Tanto dentro, como fuera del convento llevábamos siempre el hábito religioso. Durante la semana esto no era problema, porque vivíamos y estudiábamos dentro del recinto conventual, rodeado por una alta tapia. Pero cada martes, por la tarde, teníamos que hacer un paseo, de dos en dos, por las afueras de la ciudad, y esto, desde luego, también en hábito. Además, teníamos la cabeza rasurada en forma de la grande tonsura de los monjes medievales. ¿Por qué ese hábito? Y ¿por qué esa tonsura? En último término, para expresar simbólicamente que habíamos “salido del mundo”, como era entonces la expresión. – Ahora bien, para este paseo semanal teníamos que atravesar el pueblo. Ésta era ocasión para que los mozalbetes nos gritaran insultos e improperios, y de vez en cuando nos tiraran fango o piedras: ¡te puedes imaginar lo incómodos y avergonzados que nos sentíamos! “Salgamos afuera, donde Él” Pero, esa “vergüenza” ¡debería ser la experiencia diaria de todo Cristiano que se merece ese nombre! ¡Todos los días deberíamos encontrar insultos e improperios, por no configurar nuestra vida y nuestra persona al modo de ser y de actuar de los demás! Porque Cristo nos ha llamado para que, así como Él mismo padeció fuera de la puerta de la ciudad, así también nosotros, en cierto sentido, “salgamos afuera, donde Él, cargando con su oprobio” (Hbr.13.12-13). Pero esta ‘salida’ nuestra del mundo, no es para en adelante vivir de espalda a este mundo, o abandonarlo a su suerte. Sino precisamente para intensificar nuestro compromiso con esta humanidad, tan extraviada. Por esto, casi la última oración que Jesús formuló a su Padre, antes de comenzar su Pasión, fue: “Yo les he dado tu Palabra; por esto, el mundo les ha cogido odio: porque ya no son del mundo, como yo no soy del mundo. Pero no te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. ¡Conságralos a la verdad!” (Jn.17.14-17). Caminar con Jesús Pero estar ‘consagrados a la verdad’ requiere dos cosas. (1) Primero, - según lo vemos en el evangelio de hoy - que seamos llamados y, por este llamado, nos acerquemos a Él y “permanezcamos con Él aquel día, y veamos dónde Él mismo permanece” o mora (v.1.39). En el caso de los apóstoles, éstos eran los tres años que caminaron con Jesús durante su vida pública: “Jesús instituyó a los Doce, para que estuvieran con Él, y para luego enviarlos a predicar” (Mc.3.14). Ésta fue su gran ‘escuela’ de formación, que los ha capacitado para luego predicar el mensaje de Cristo y sobre Él por el mundo entero, según Pedro dirá después: “Dios lo dio a conocer, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él” (Hch.10.41). - Pero en el fondo, caminar con Jesús no es sólo caminar físicamente en su compañía. Sino es compartir con Él también la fuente de donde brota toda la vida y la obra de Jesús, como Él mismo confiesa: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis” (Jn.4.31). O sea, aquella fuente secreta que es su enraizamiento en el misterio de Dios. Por esto dice también a nosotros: “Yo os he sacado del mundo: para que donde yo esté, estéis también vosotros” (Jn.14.3), es decir: cogidos en mi abrazo con el Padre. (2) Y una vez profundamente impactados y compenetrados por Jesús y por su visión del Padre, y una vez bien formados en su Palabra, - hemos de salir por nuestro mundo, para contagiar a otros con nuestra alegría: “¡Hemos encontrado al Mesías!” – Por esto, observa que tanto Andrés como su hermano Simón-Pedro encuentran a Jesús por indicación de otra persona. La curiosidad inicial de Andrés quedó picada por lo que Juan Bautista dijo cuando señaló a Jesús como el “Cordero de Dios”. Y una vez entrado en contacto personal con Jesús, Andrés quedó ‘cautivado’ por Él y, a su vez, se sintió impulsado a compartirlo con su hermano Simón, y ponerlo en contacto con el Mesías. Luego, tanto Juan Bautista como Andrés fueron instrumentos en la mano de Jesús para darse a conocer a otros. - De la misma manera quiere el Señor servirse también de nosotros para manifestarse a la humanidad como Mesías, y como “Cordero de Dios” para salvación del mundo. El Cordero de Dios Hoy, al principio del Evangelio, Juan Bautista lo llama el “Cordero de Dios” por dos razones: pues Jesús será (1) tanto el inocente Cordero sacrificial que en su Pasión “no abrió la boca, cuando el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros, que andábamos como ovejas descarriadas” (vea Is.53.6-7): así será víctima por nuestros pecados, y en lugar nuestro; - y (2) será también el Cordero Pascual, comido cada vez de nuevo para celebrar con alegría y acción de gracias (éste es el sentido de la palabra griega “eucaristía”) nuestra liberación de la tiranía del Enemigo (vea Ex.12). – Además, el Evangelista San Juan que hoy, al principio de su Evangelio ya lo llama Cordero, muy a propósito vuelve al final de su Evangelio a aludir a Jesús como Cordero Pascual, cuando escribe: “No se le quebrará hueso alguno” (Jn.19.36, vea Ex.12.46). Así, la imagen de Cristo como Cordero Pascual, sacrificado y comido, forma la grande paréntesis de este Evangelio del amor: pues “nadie tiene amor más grande que él que da su vida por sus amados” (15.13), y “tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito, para que quien cree en él no perezca, sino tenga vida eterna” (3.16). Dónde Permanece Jesús Es muy significativo que la palabra ‘permanecer’ sale tres veces en el pasaje evangélico de hoy: v.38 y v.39 (2x). Y observa: hay una aparente incongruencia, pero muy significativa. Pues cuando los dos discípulos le preguntan: “¿Dónde permaneces?”, y Jesús contesta: “Venid y veréis”, continúa el texto: “Vinieron, pues, y vieron donde permanece, y con él quedaron aquel día”. Observa, lo normal habría sido decir: “Vieron donde permanecía” (y la traducción litúrgica, desde luego, cae en esta trampa). Pero aquí hay una incongruencia gramatical, no por algún descuido, sino a propósito. Porque, desde luego, Jesús, que vive en Nazaret, no se refiere al albergue material donde Él aquella noche quizá haya pernoctado (por mucho que, en esa área desértica, no había albergues públicos). Sino se refiere a su morada eterna en el seno del Padre: durante todos los treinta y tres años de su vida terrestre, y hasta en los momentos más ‘desesperados’ de su Pasión, Jesús, como Hijo del Padre, seguía estando en las profundidades insondables del corazón de Dios, como lo dicen muchos MSS: “Nadie ha subido al cielo, sino Aquél que ha bajado del cielo: el Hijo del hombre, que está en el cielo” (3.13). Aun en el momento más desesperado en la cruz, cuando exclamó: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” permanecía imperturbable en el abrazo del Padre. ¿Cómo explicar esto? Aquí tocamos el misterio, del cual se nos permite vislumbrar algo, cuando el evangelista a propósito usa la forma verbal del presente: sugiriendo así algo de su eterna condición divina, donde no hay ni pasado ni futuro, sino sólo el presente eterno. Buscar y Seguir Jesús pregunta a los dos que lo siguen: “¿Qué buscáis?” (v38). Esta palabra, en los salmos y los profetas, expresa el anhelo visceral de los genuinos buscadores de Dios que ansían vivir bajo su mirada amorosa: “Oigo en mi corazón: ‘Buscad mi Rostro’. Sí, Señor, tu rostro buscaré: no me escondas tu rostro” (Ps.27.8). Dios mismo nos suplica: “¡Buscadme a Mi y viviréis!” (Am.5.4). El evangelio de Juan termina con la ‘búsqueda’ de la Magdalena. Cuando el Resucitado le preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” (Jn.20.15), ella “se asió a sus pies” (Mt.28.9). – ¡Vivamos asidos a los pies del Resucitado! Tres veces (v.37. 38 y 40) se dice que los discípulos “seguían” a Jesús. Sí, ésta es la esencia de la vida cristiana: caminar en las pisadas de Jesús mismo. De ahí su llamado: “¡Sígueme!”, y su mandato: “¡Detrás de mí!” y “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”(Mt 16.24). Pues entonces “donde yo esté, estará también mi servidor” (Jn.12.26): ¡en la cruz y en la gloria! -