MATERNIDAD DIVINA DE SANTA MARÍA PENSADA POR DIOS PARA SER MADRE Por Alfonso Martínez Sanz Lecturas: Números 6, 22-27; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2,16-21 1. Dios es grande, muy grande, el más grande. Es tan grande que es infinito y todopoderoso. Ésta es la razón por la que todas sus obras creadas son grandes, aunque a una distancia infinita de Él. Grande es la naturaleza que contemplamos con los ojos, grande es el maravilloso mundo de las estrellas, de las cuales sólo podemos ver un puntito encendido por la noche, cuando está clara y miramos hacia arriba. Todo lo que ha salido de las manos de Dios es grande y admirable, pero hay una criatura, hechura divina, que sobresale por encima de cuanto Dios ha creado. Es una mujer llamada María, nacida en Nazaret unos quince años antes del Nacimiento de Cristo en Belén. Fue educada en la lectura de los libros santos y en la obediencia a la ley de Dios. Hizo voto de virginidad y se desposó con José, estando ambos de acuerdo en permanecer vírgenes por amor a Dios, nos dice un autor siguiendo el pensamiento de la Iglesia. A simple vista llama la atención que una joven galilea, haciendo voto de virginidad y renunciando a la posibilidad de ser madre del Mesías salvador anunciado en el paraíso y por los profetas, cuando el deseo de cualquier mujer del pueblo elegido era poder ser madre del Redentor. 2. Pero los caminos de Dios son distintos a los de los hombres. Precisamente, la que, por entregarse del todo a Dios, había decidido permanecer siempre virgen, estaba sin pretenderlo cumpliendo los planes de Dios que, desde toda la eternidad, había decido que su Madre, en el tiempo, lo iba a ser, siendo también Virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Las dos glorias de una mujer cristiana son la virginidad por y para Dios y la maternidad. Pero, por naturaleza, la una excluye a la otra, no pueden darse las dos en la misma hija de Dios. Grande es ser virgen por el reino de los cielos, y grande es también ser madre, engendrando hijos para el cielo. Poder ser madre sin dejar de ser virgen fue lo que ocurrió con María Santísima, por especial intervención de Dios, cuyo poder es superior a las leyes de la naturaleza. 3. Siguiendo con esta reflexión, ha de añadirse que la grandeza que estamos considerando se revaloriza y se agranda, al saber con certeza por la fe de la Iglesia, que la elegida por Dios para ser madre y virgen, a la vez, lo fue nada menos que para ser Madre del Hijo eterno del Padre, cuando en la plenitud de los tiempos decidió acampar, poner su tienda entre nosotros. Se encarnó en el seno virginal de María sin intervención de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Realmente las grandezas de Dios son grandezas inefables, además de incomprensibles. En consonancia con la conocida frase de la gran Santa Teresa, según la cual, la humildad está en la verdad, la humilde esclava del Señor, siempre dispuesta a cumplir la voluntad de Dios, desbordada de alegría en el canto del Magnificat, proclama y ensalza la grandeza del Señor… porque ha mirado la humillación de su esclava. Y, a continuación, afirma que la van a llamar bienaventurada todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mi o, si se quiere, por mí. Caben ambas traducciones. Esta gran mujer, la más grande de todas, la bendita entre todas ellas, la que, porque iba a ser Madre del Dios humanado, fue preservada del pecado original y llena de gracia, la que fue dichosa porque siempre creyó y dijo fiat al Señor, María, lleva en su frente una corona de grandeza, porque ha sido elevada a la más alta dignidad: es la Madre de Cristo, es la Corredentora de la humanidad. 4. La fe cristina nos enseña también que, a la que lleva en su frente una corona de grandeza por ser la Madre de Dios, le nacieron otros hijos al pie de la cruz, cuando Jesús nos la dio como madre nuestra. Mujer, he ahí a tu hijo, le dijo a su Madre y, dirigiéndose a Juan, en el que estábamos todos representados, añadió: ahí tienes a tu madre. Es una maravilla que cada uno de nosotros, admirados, podamos exclamar con toda propiedad: ¡la Madre de Dios es mi Madre! ¿Quién lo podía sospechar? Es una más de las obras grandes que sólo Dios podía hacer y la hizo por puro amor. Al celebrar, en este primer día del Año Nuevo, la Maternidad divina de Santa María, la felicitamos y le agradecemos su generosidad y sus desvelos por su Hijo y por sus hijos, cada uno de nosotros. Pero la contemplación de la Madre de Dios y Madre nuestra necesariamente tiene que removernos por dentro. No podemos olvidar lo que San Josemaría escribía en Es Cristo que pasa. Decía él: El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Amor a la Santísima Virgen que ha de traducirse, en primer lugar, en un esfuerzo permanente por parecernos a Ella en el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios, cada uno en su estado y circunstancias personales, familiares y sociales. Este será el mejor regalo y obsequio que podemos hacerle cada día. Amor a la Madre de Dios y Madre nuestra, que debe mostrarse y crecer, a la vez, acudiendo a su protección, invocándola, rezando el santo rosario, haciendo algún pequeño sacrificio por Ella, propagando su devoción… y otros muchos detalles que harían muy larga la lista. 5. Que de verdad recibamos a la Virgen en la casa de nuestra vida, como San Juan la recibió en la suya.