Hilos invisibles. universales Gestos Por Sofía Espul “El desarrollo es un banquete con escasos invitados, aunque sus resplandores engañan, y los platos principales están reservados a las mandíbulas extranjeras”. “Las venas abiertas de América Latina” Eduardo Galeano Hay situaciones que nos hacen ver la enormidad del mundo y al mismo tiempo cuán pequeño puede ser, como cuando encontramos a algún conocido en un lugar remoto, pero encontrar “lo” conocido en un lugar remoto es aún más sorprendente, más chocante, y hace que se vea la enormidad del sistema en el que vivimos, su instalación tan arraigada por tantos años de historia, por tantos años de dominación de unos y tantos años de aniquilación e invisibilización de otros. Esos unos y otros son siempre los mismos, sin importar de qué lado del Atlántico o del Pacífico nos encontremos, al norte o al sur del trópico, hablando español, inglés o japonés. “…tené cuidado al salir de noche, después de las 6 de la tarde están ellos y son agresivos, temperamentales…”. Advertencias, sensación de miedo, paranoia que paraliza, el ellos y el nosotros. Todas palabras y mecanismos de acción que resultan familiares, que remiten a un discurso muy difundido en América Latina porque lo tenemos presente en el día a día, al prender la tele, al salir a la calle. Pero estas palabras las escuché ni bien puse un pie en Bourke (Australia), pueblo de 2000 habitantes, ubicado en el centro del país, alejado de todo. Lo que siguió fue la explicación de porqué era necesario brindar esas advertencias a quienes llegaban: “este es un pueblo de aborígenes”. Quedó resonando en mi cabeza todo el día, no la advertencia, sino la necesidad de realizarla por el sólo hecho de que este es un pueblo habitado mayoritariamente por aborígenes. Contar con esa información no me hizo estar más alerta a los posibles robos o ataques que podría sufrir, pero si fue de gran valor porque sin vueltas, sin tener que preguntar ni buscar demasiado, explicó en tres palabras por qué este lugar se veía bien diferente a lo que había conocido de Australia hasta el momento, a lo que cualquiera sin siquiera estar físicamente en este país puede imaginarse que encontrará aquí. Lo que en líneas generales podemos saber de Australia es que es un país de habla inglesa, de los que se consideran del ´primer mundo´, donde habitan canguros y koalas. Pero Bourke es mucho más que eso, es un pueblo de casas humildes, de perros sueltos en la calle, de niños que andan en bicicleta y se reúnen en las esquinas, de riñas callejeras, de peleas en el bar, de familias hablando a los gritos. No tiene más de dos cuadras de centro comercial, en el que hay dos bancos, dos supermercados, dos bares, una biblioteca, el correo y dos o tres cafés; pero además tiene tres agencias de trabajo, una dependencia gubernamental de ayuda contra la violencia familiar, una casa/refugio para mujeres y niños víctimas de violencia familiar, un centro de cuidados comunitarios, un hospital y un centro de atención médica para aborígenes. No es casualidad que se implementen políticas sociales, que haya centros de ayuda comunitaria, campañas gráficas acerca del embarazo adolescente y otras que advierten acerca de la violencia familiar y de género. Las distinciones están marcadas tanto en lo físico, por el color de piel, por el tono de voz, por la pronunciación, en lo espacial, por los lugares que frecuentan; pero principalmente en lo discursivo, lo que se dice de ellos suena conocido: “son vagos, no quieren trabajar”, “reciben subsidios que pagamos nosotros”. Todo un discurso y una lógica que opera de la misma manera en Argentina y América Latina, quienes hace años se apropiaron de “sus” tierras, decidieron que “su” cultura e idioma no servía, que “su” color de piel y sus rasgos no entraban dentro del estereotipo de belleza aceptado, ellos, sí porque son ELLOS, ahora quienes se quejan de que no sean lo educados que deberían ser, que no sean lo trabajadores que deberían ser. La repetición de causas y efectos es exactamente la misma, la colonización hizo los mismos estragos: vaciamiento cultural, ideológico, invisibilización, estigmatización social. La misma huella de un entramado social hecho a la medida de las necesidades de quienes se apropiaron de estas tierras hace ya más de doscientos años. Un discurso tan poderoso que aún hoy después de siglos de lucha sigue logrando que se asocien palabras como delincuencia, mala educación, vagancia y muchas otras más, a un color de piel, a una manera de hablar y de vestirse. Sarmiento hubiese escrito “Civilización y Barbarie” en estas tierras casi sin tener que cambiarle ni un punto, ni una coma. Quienes supieron ser dueños de la tierra son hoy sólo dueños de la fama que se hace de ellos, fama muchas veces fundada en hechos concretos, pero con la diferencia de que esos hechos supieron ser difundidos con mayor alcance que todos los otros hechos que provocaron que aún hoy en el siglo XXI sigan teniendo que depender de un subsidio estatal para sobrevivir. Lo hermoso, reconfortante, invaluable, y principalmente lo que hace que la posibilidad de revertir la historia esté latente, es que esos a quienes llaman “los otros”, los aborígenes de ceño fruncido, de gestos hoscos, de aspecto desaliñado; responden a una sonrisa con gesto de sorpresa, con ese asombro de quien no espera ser visto, pero una vez que sienten la empatía, que encuentran en otros ojos aquello que no suelen encontrar, se les ilumina el rostro, amplían la sonrisa, preguntan tu nombre, te saludan por la calle cuando vuelven a verte. Los protagonistas de la historia y los roles que ocupan son los mismos en Argentina que en Australia, y el poder de la sonrisa es proporcional a la distancia que nos separa. Es en ese simple intercambio, donde el discurso cae por su propio peso, cuando todo se reduce a la simplicidad de un gesto, cuando se logra traspasar años de historia, al sonreírle a ese “otro”, así abrimos el pequeño agujerito por el que podemos comenzar a destejer, donde sea que estemos: la sonrisa es el arma.