Cuando la poesia pidio paz

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Cuando la poesía
pidió paz
Javier Ahumada Aguirre*
S
on las 18:00 del miércoles 6 de abril y en la Plaza
Lerdo (sede típica de las manifestaciones civiles
contra las autoridades) se ve a poco más de cincuenta personas, la mayoría con pancartas y cartulinas
que extienden consignas como “No más sangre” o
“Estamos hasta la madre”, uniformadas por la actitud de esperar algo que se ha retrasado, mirando
hacia las calles aledañas, concentradas en pequeños
grupos formados de repente, haciendo eco de una
misma conversación mediante preguntas sin respuesta —“¿Por dónde viene la marcha? ¿Qué ruta
tomaron? ¿Por qué no han cerrado las calles?”—; están aquí por la convocatoria que lanzó el poeta Javier Sicilia en una carta que legiones de medios impresos y electrónicos han reiterado desde el pasado
lunes 4. Allí, el autor de La presencia desierta pedía que
la sociedad inundara las calles y con su solo acto de
asistencia diera voz a esa rotunda indignación hija
de la violencia que tiene al país amordazado y con
un cañón en la sien prácticamente desde que se decretó la llamada “guerra contra el narcotráfico”.
El clamor de Sicilia fue escuchado; respondieron más de 30 ciudades de la República y las comunidades mexicanas residentes en algunas capitales extranjeras. Es por eso que los hombres y
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¡Cuídate de la víctima a pesar suyo,
del verdugo a pesar suyo
y del indiferente a pesar suyo!
CÉSAR VALLEJO
*Egresado de la Facultad de Letras Españolas de la
UV. Ha publicado cuento y reseñas literarias y cinematográficas en medios culturales como La Palabra
y El Hombre, La Nave, Paideia y Contrapunto. Ha recibido premios y menciones honoríficas en diversos
concursos literarios nacionales en la categoría de
cuento. Las fotografías fueron tomadas por Estrella
Collazo Álvarez y Victoria Collazo Álvarez.
El poeta Javier Sicilia lanzó
una convocatoria en la que pedía
a la sociedad que inundara las
calles y con su solo acto
de asistencia diera voz a esa
rotunda indignación hija de
la violencia que tiene al país
amordazado y con un cañón en la
sien prácticamente desde que se
decretó la llamada “guerra contra
el narcotráfico”.
mujeres sobre esta plancha de cemento
frente al Palacio de Gobierno, aunque
no se conozcan entre sí, se identifican
como partidarios de una causa común
y empiezan a hablarse: porque se saben
dentro de un movimiento que rebasa
los límites de esta tarde y esta ciudad
y de las formas convencionales de entablar una conversación; así, con voces y
rostros que significan “esto no puede seguir así”, se
turnan para contar historias propias o de conocidos, gente que ha visto de cerca el verdadero color
de la barbarie que sella diversas latitudes mexicanas, recuerdan aspectos atroces de algún hecho
que acaparó efímeramente la atención de la prensa
local: una camioneta se detiene frente a una casa
y desde la ventanilla disparan cuarenta balas a un
hombre que salía por la puerta; un cadáver amanece colgado de un puente peatonal transitadísimo,
un cuchillo clavado hasta la empuñadura oprime
en su pecho una cartulina, ésta señala la amistad
perdida del alcalde y del jefe de policía; un hombre
que vuelve del trabajo a su casa es secuestrado y
torturado por una patrulla sutil que lo convence de
declararse jefe de una célula local del cártel enemiLitoral e 21
Y aunque hayan ocurrido meses
o años atrás, en este momento
cada relato suena tangible y
amenazante porque esta guerra
se ha vuelto un camino en
descenso, en el que cada cierto
tramo se levanta una nueva
barrera y se cierran sucesivas
puertas y la retirada se torna
cada vez más imposible.
go, posteriormente se suicida en su celda; nada distinto a lo del resto del país,
nada nuevo bajo el sol.
Y aunque hayan ocurrido meses o
años atrás, en este momento cada relato suena tangible y amenazante porque
esta guerra se ha vuelto un camino en
descenso, en el que cada cierto tramo
se levanta una nueva barrera y se cierran sucesivas puertas y la retirada se
torna cada vez más imposible. Además
hay un tema que salta de boca en boca:
hace 10 días, la madrugada del 27 de
marzo, en el puerto de Veracruz, de
acuerdo con la versión oficial, dos sicarios que habían chocado su vehículo
contra un taxi abrieron fuego sobre un convoy de
militares que pretendía acordonar los derredores
del accidente automovilístico; esto derivó en una
persecución y una balacera a lo largo de una avenida céntrica, que a su vez desató el pánico entre
quienes en ese momento asistían a un concierto
cercano al lugar de los hechos. El balance final: tres
muertos y un número indeterminado de heridos
que quedaron atrapados entre el fuego cruzado.
Nueva confirmación de que no sólo el norte del
país amanece con las balas nuestras de cada día.
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Ya son las 18:10 y sobre la avenida Enríquez el
flujo vehicular aún es constante, lento y numeroso,
como normalmente es a media tarde de un día entre semana; se supone que en cualquier momento
aparecerá el contingente que a las 17:00 salió desde
la Facultad de Economía para manifestarse frente
a la sede del poder estatal, pero no se ven agentes
de Tránsito que desvíen la circulación ni se escuchan siquiera a lo lejos las voces del tumulto que
más tarde gritará su enojo e impotencia por la cotidiana cuota de sangre.
Todos saben que esta marcha
no será el fin de la historia
brutal que actualmente vive
el país, pero saben también
que urge involucrarse,
levantar la voz, clamar
porque el país recupere la
cordura, decidirse a actuar
aunque el camino a seguir
aún sea impreciso.
Entonces alguien me habla. Es un muchacho
igual que yo, a medio puente entre los veinte y
treinta años, que estaba fotografiando la calle desde distintos peldaños de las escalinatas de la Catedral; por una cámara que cuelga de mi hombro y
una audiograbadora en el estuche de ésta, seguramente asume que soy reportero y me pregunta si
estuve en Economía al iniciarse la marcha y si sé
cuánta gente vendrá. Niego con un gesto y él responde: “Si vienen mil, sería ganancia”. Le digo que
estoy de acuerdo y ambos recordamos plantones,
protestas estudiantiles, marchas en silencio, lecturas poéticas y performances de convocatoria masiva
a los que asistieron muchas menos personas de las
esperadas (tal vez porque el terremoto de violencia
que sacude al país aún no golpea a Xalapa con la
intensidad vivida en otras ciudades, o porque aquí
las manifestaciones frente a Palacio de Gobierno
son parte de la escenografía local y muchos xalapeños están acostumbrados a ver que con ellas difícilmente se resuelve algo).
De repente, por la esquina de Carrillo Puerto,
aparecen los primeros; él tenía razón: al final serán
apenas quinientas personas. La mayoría viste ropas
blancas. Al frente brillan las pancartas más grandes, sostenidas entre tres o cuatro pares de manos;
también son visibles otras que incluyen fotografía,
nombre y apellido de alguna víctima inocente de
esta guerra, “daño colateral” que engrosa las estadísticas. Muchos niños traen flores y veladoras
prendidas; algunos, libros de poesía. Es una escena
emocionante que pide ser observada con atención:
la multitud se acerca sacudida, como si viniera a
una especie de fiesta, con los sentidos febriles.
En el momento en que la calle y la Plaza se ven
copadas por la gente, incluso antes de que se repitan
a gritos las primeras consignas que alguien dirigirá
por un megáfono, se inflama y crece el sentimiento
de unidad, la identidad masiva. Estar inmerso en
la multitud durante estos minutos, ser testigo de
su entusiasmo y de sus puños levantados, es sentir
hasta qué punto es real la fuerza y la entrega de estas personas que se han reunido hoy; todos saben
que esta marcha no será el fin de la historia brutal
que hoy vive el país, pero saben también que urge
involucrarse, levantar la voz, clamar porque el país
recupere la cordura, decidirse a actuar aunque el
camino a seguir aún sea impreciso.
Ahora inicia el movimiento de verdad. Como en
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veladoras que rodean una manta con la
leyenda “No más sangre”; una muchacha que se finge muerta —la silueta de
su cuerpo trazada por un gis— a cuyo
lado alguien escribió “Porque todos son
mis hijos”; otro falso cadáver que yace
con una sangrienta bandera de México
cubriéndole el rostro.
Al final, antes de que la gente se retire, todo es un torbellino de gritos y de rostros
conmovidos. Sobre todo, ha sido muy notorio un
cierto contraste entre los asistentes: por un lado,
gritos iracundos contra el gobierno; por otro, lágrimas derramadas por un luto familiar que es, si se
suma uno más uno hasta llegar a 40 mil, un luto
nacional.
Al final, también, si algo tangible dejó esta marcha, fue la semilla para un movimiento ciudadano
real, capaz de organizarse sin intromisión política y
de tocar todas las esquinas del país; un movimiento
que ya acapara cientos de primeras planas (también
allende las fronteras nacionales), debido a la ingente
cantidad de ciudadanos que han expresado su repudio a la situación de inseguridad cotidiana.
Desde ese 6 de abril, o tal vez, a raíz de ese 6 de
abril, el gobierno ha presentado a un inverosímil
culpable de la muerte de Juan Francisco Sicilia
(cuya versión de los hechos incurre en visibles falacias), quien desde el principio fue impugnado por la
sociedad civil como un mero chivo expiatorio. Asimismo, consecuencia de esa manifestación nacional
y del silencio de las autoridades, el poeta Javier Sicilia ha lanzado una nueva convocatoria para realizar
una protesta similar en el zócalo capitalino, a la que
Felipe Calderón ha respondido diciendo que ese clamor popular —ese “Ya basta”— no tiene por qué ser
dirigido a él o a su estrategia militar.
Posdata: conforme los días se transforman en
semanas, este movimiento civil deja de ser una noticia explotable para muchos medios de comunicación y, por ende, se vuelve un fácil objeto de crítica
o escarnio. Las voces que señalan su inutilidad o
ineficacia han ido en aumento (pero las que lo defienden también).
Si algo tangible dejó esta marcha, fue la semilla para un movimiento ciudadano real, capaz de organizarse sin intromisión
política y de tocar todas las esquinas del país; un movimiento
que ya acapara cientos de primeras planas (también allende las
fronteras nacionales), debido a la ingente cantidad de ciudadanos que han expresado su repudio a la situación de inseguridad
cotidiana.
un coro, primero resuenan las voces que piden vivir
en paz, que exigen el regreso del ejército a los cuarteles, que culpan directamente al gobierno federal
por las 40 mil muertes hasta hoy reconocidas; y una
vez que han sido replicados a gritos los lemas que
cientos de pancartas exhiben, cambia el discurso:
a través del megáfono se escuchan oraciones largas que son respondidas con aplausos, una arenga
interrumpida que la multitud escucha y no repite;
después, finalmente, es el turno de la poesía: entre
dos lectores se turnan para llenar el ambiente con
las palabras de Javier Sicilia, que son escuchadas
como si un viento de silencio las hubiera precedido.
Mientras esto ocurre, una faceta distinta de la protesta se ha extendido: poco a poco los asistentes se
han acostado sobre el asfalto y las banquetas para
que sus siluetas queden dibujadas en el piso, símbolo lúgubre de la muerte violenta que cada vez más
impune camina a nuestro lado cada día.
Las múltiples voces, dispersas y simultáneas, las
muchas formas de rechazar la militarización de las
calles, dejan en claro que éste no es un movimiento
con líderes, sino que cada quien actúa por iniciativa
propia, sin instrucciones gremiales ni hilos que los
manipulen desde arriba: cada quien ha venido por el
sincero afán de desahogarse y de enviar un mensaje,
por la liberación que proviene de expresar sin cortapisas un sentimiento largamente reprimido.
Eventualmente, la protesta se tranquiliza y se
retrae como una ola que ha golpeado la costa; aún
resuenan en el aire los versos de Sicilia y se ven
pancartas con mensajes dolorosos, pero ya todo
puede resumirse en una misma imagen que se repite en el espejo de la realidad: la de los altares fúnebres improvisados sobre el asfalto: crisantemos y
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