“Como un hombre es consolado por su madre” (Is 66,13) Homilía en la fiesta de la Virgen de Lourdes Mar del Plata, Gruta de Lourdes, 11 de febrero de 2015 Nos convoca la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, en una de las manifestaciones de fe más fervorosas y tradicionales de esta ciudad de Mar del Plata. El número de fieles que acude a este lugar para honrar a la Virgen e invocar su protección, constituye un acontecimiento poco frecuente y muy conmovedor. Aquí venimos a celebrar la Eucaristía y desde aquí saldremos en procesión hasta el puerto, con la sagrada imagen de la Virgen inmaculada, para retornar llenos de consuelo, con el gozo de haber proclamado nuestra fe. El acontecimiento histórico de las apariciones de la Virgen en la gruta de Lourdes en 1858, tiene todas las señales de la autenticidad evangélica. La Madre de Jesús aparece como el rostro humano que hace visible la misericordia de Dios con los enfermos y pecadores. Ella viene a recordar a todos el Evangelio de su Hijo. Aunque los destinatarios somos todos nosotros, el medio elegido es una niña pobre entre los más pobres. El mensaje que le toca transmitir, por el cual se verá expuesta a la burla y al sufrimiento, es puro Evangelio: oración, cambio de vida y obras de penitencia. En la periferia del país que fue el centro de una cultura que excluía a Dios de la vida pública, Dios sabe abrirse paso a través de una niña de catorce años, analfabeta y de salud precaria, que sólo más tarde aprenderá a leer y escribir, y adquirirá instrucción. ¡Cómo nos recuerda esto las palabras de San Pablo, quien así resumía la lógica divina!: “Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale” (1Cor 1,27-28). El pedido de la Virgen de acudir a ese lugar, los relatos de milagros resonantes de curaciones físicas sin explicación humana posible, y los milagros morales de conversión de ateos e indiferentes, hicieron de Lourdes un centro de peregrinaciones en número creciente, y un lugar de exquisita atención a los enfermos. También de esmerada atención al sacramento de la penitencia o confesión, donde muchos recuperan la paz espiritual. Con el paso del tiempo, la gruta de Lourdes será en forma sostenida un lugar donde las afirmaciones de la Sagrada Escritura sobre la compasión y ternura de Dios adquieren forma concreta. Escuchábamos en la profecía de Isaías: “Sus niños de pecho serán llevados en brazos y acariciados sobre las rodillas. Como un hombre es consolado por su madre, así yo los consolaré a ustedes, y ustedes serán consolados en Jerusalén” (Is 66,12-13). En ese lugar privilegiado, del cual nuestra gruta es una réplica, se vuelven actuales las palabras del Evangelio: “Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males” Mc 1,34. También se vuelve palpable el resumen que el apóstol San Pedro hace de la vida de Jesús: “Él pasó haciendo el bien” (Hch 10,38). En su sabiduría y su bondad, Dios ha querido asociar estrechamente a María en la obra redentora y misericordiosa de su Hijo. Lo mismo que en Caná, ella está presente, siempre atenta y sensible, con corazón de madre. Sabe como tal que puede interceder por las necesidades de quienes el mismo Jesús le entregaría en la Hora de la cruz a su cuidado como hijos suyos, cuando dijo al discípulo amado: “Aquí tienes a tu madre” (cf. Jn 19,27). Como nos recordaba el Papa Francisco en el Angelus del domingo pasado (8 de febrero), en preparación a la XXIIIª Jornada Mundial del Enfermo, predicar y curar son dos actividades que ocuparon el tiempo del ministerio de Cristo. Él demostró “una predilección especial por los que están heridos en el cuerpo y en el espíritu: los pobres, los pecadores, los endemoniados, los enfermos, los marginados”. “Pero la obra salvífica de Cristo no se acaba con su persona y en el arco de su vida terrena: continúa a través de la Iglesia, sacramento del amor y de la ternura de Dios por los hombres. Jesús, enviando en misión a sus discípulos, les confiere un doble mandato: anunciar el Evangelio de la salvación y curar a los enfermos. Fiel a esta enseñanza, la Iglesia siempre ha considerado la asistencia a los enfermos parte integrante de su misión”. Deseo agradecer vivamente a todos los que trabajan en la Pastoral de la salud, sobre todo en los hospitales y geriátricos, y a cuantos dedican sus vidas a cuidar y consolar a los enfermos, a aliviar a las personas no sólo en sus dolencias físicas, sino también psíquicas y espirituales. De un modo especial saludo a las Pequeñas Hermanas de la Divina Providencia, vinculadas con esta gruta desde su inicio en 1937, y que brindan en silencio su servicio de caridad. Al mismo tiempo expreso mi agradecimiento al Servicio Sacerdotal de Urgencia por todo el bien que se viene realizando en horas nocturnas. La ocasión es propicia para invitar a un nuevo impulso en la pastoral de atención a los enfermos, a fin de perfeccionar nuestro servicio de presencia habitual en el mundo del dolor, y de respuesta ante la demanda del sacramento de la unción en 2 horas diurnas, según propuestas que este año deseo estudiar y así convertir más plenamente en realidad la enseñanza apostólica: “Si alguien está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración que nace de la fe salvará al enfermo, el Señor lo aliviará, y si tuviera pecados, le serán perdonados” (Sant 5,14-15). La curación milagrosa de los males físicos es excepcional y tiene un sentido en la Providencia de Dios, pero como decía el Papa Francisco: “La Iglesia madre, a través de nuestras manos, acaricia nuestros sufrimientos y cura nuestras heridas, y lo hace con ternura de madre”. Jesús nos enseñó a dar al dolor un sentido redentor. Nos pidió abandono en la Providencia y nos invitó a acudir a él: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11,28-30). Pero también nos invitó con su palabra y con su ejemplo a no pasar indiferentes ante la miseria de nuestros hermanos: “«¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?». Y el Rey les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo»” (Mt 25,39-40). El ejemplo de la Virgen en la Visitación a Isabel y su preocupación en las bodas de Caná deben servirnos de modelo. No cesemos de invocarla como Salud de los enfermos, Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos. Y bajo su amparo pongamos voluntad en ser como ella para los demás imagen de misericordia. Por último, queridos hermanos, en esta semana vocacional, no nos cansemos de pedir por las vocaciones de especial consagración. Todas las vocaciones son un don precioso de Dios. Pero para celebrar la Eucaristía, perdonar los pecados y ungir a los enfermos; para guiar, enseñar y consolar al Rebaño de Dios” (1Ped 5,2), necesitamos más sacerdotes. Asimismo, para despertar a nuestra sociedad del sueño y del encierro exclusivo y dañino en las cosas temporales, necesitamos del variado testimonio de los carismas de la vida consagrada. Pidamos también hoy a Jesucristo esta gracia, y hagámoslo por la intercesión amorosa de su Madre. ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3