Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino

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Prelatura de Ayaviri
IV Dom. de T.O.: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino
de los Cielos»
Lecturas
Primera Lectura
Lectura del libro del profeta Sofonías 2, 3; 3,12-13
«Buscad a Yahveh, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la
humildad; quizá encontréis cobijo el Día de la cólera de Yahveh.Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, y
en el nombre de Yahveh se cobijará el Resto de Israel. No cometerán más injusticia, no dirán mentiras, y no más
se encontrará en su boca lengua embustera. Se apacentarán y reposarán, sin que nadie los turbe.»
Segunda Lectura
Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 1,26- 31
«¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni
muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios
lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para
reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en
Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que,
como dice la Escritura: El que se gloríe, gloríese en el Señor.»
Evangelio
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5,1-12a
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«Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les
enseñaba diciendo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque
ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados
seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y
regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos.»
Pautas para la Reflexión Personal
El vínculo entre las lecturas
El tema central de este domingo es el discurso de las bienaventuranzas. En ellas Jesús, como nuevo legislador,
nuevo Moisés, nos ofrece el camino de la salvación y de auténtica felicidad en medio de un mundo fracturado por el
dolor y el pecado de los hombres. Un giro inesperado y sorprendente cambia los esquemas y las seguridades de la
persona humana en la búsqueda de la felicidad y de la paz. Es el pobre, el que sufre, el necesitado que es merecedor
de la bienaventuranza de Dios. El profeta Sofonías que canta con tonos dramáticos y apocalípticos el «día del Señor»,
nos ofrece en la Primera Lectura un urgente mandato: «Buscad a Yahveh, vosotros todos, humildes de la tierra, que
cumplís sus normas». San Pablo en su carta a los Corintios, tomando conciencia de su propia miseria personal, nos dice
que el Señor ha escogido lo más despreciable y frágil ante los ojos de este mundo para hacer brillar en ellos su gloria.
El texto del Evangelio de este domingo deja en evidencia con más claridad que ninguno otro pasaje, el contraste entre
los criterios que rigen el mundo y los criterios evangélicos propuestos por Jesús: «Porque la necedad divina es más
sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1Cor 1,25).
« ¡Buscad a Yavheh, vosotros todos!»
A lo largo de la vida el hombre debe encontrar un centro interior que oriente y dé sentido a su existir humano.
Debe descubrir ese núcleo de verdades fundamentales que lo sostengan y le permitan permanecer en el bien aún
cuando muchas de sus esperanzas vayan desapareciendo. Esto se aplica no sólo a las personas de edad, sino también
a muchos jóvenes que han perdido la ilusión de vivir. Se trata de encontrarse nuevamente con la razón de la propia
existencia, con el amor de Dios, el sentido de la propia dignidad como persona e Hijo de Dios, y de descubrir que yo
tengo una misión en la vida y que mi paso por la tierra es temporal y muy breve. Las bienaventuranzas justamente nos
invitan a revisar nuestra jerarquía de valores. Nos ayudan a comprender, a la luz de la eternidad, lo relativo y pasajero de
todo lo creado y de los bienes materiales; la relatividad e incongruencia de la búsqueda exclusiva del placer y de la
comodidad, la relatividad de los sufrimientos de esta vida. «Buscad al Señor todos vosotros» nos propone el profeta
Sofonías .
Este profeta vivió en Judá durante el reinado del rey Josías (639-609 a.C.) y advirtió al pueblo sobre el futuro juicio de
Dios, si seguía adorando a los ídolos y desobedeciendo las leyes de Dios. Advirtió también de la destrucción que
sobrevendría sobre los vecinos de Israel. La injusticia será castigada pero para aquellos que «vuelvan nuevamente» a
Dios, habrá un brillante futuro. La predicación de Sofonías preparó la gran reforma religiosa que realizó el rey Josías .
La búsqueda de la felicidad
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A todos nos llama la atención ver tanta gente que es poco feliz o decididamente infeliz, gente que vive
permanentemente insatisfecha o que se quejan continuamente de su suerte. Es que buscan la felicidad en cosas que
aunque las poseyeran, no pueden concederles la felicidad anhelada. La gente en general busca la felicidad en el dinero
y en la fama. Pero una vez que los hombres han alcanzado la riqueza y la notoriedad; se encuentran con la sorpresa de
que siguen estando insatisfechos, de que basta que algo les salga mal, para sumirse, a pesar de su dinero y su fama,
en la mayor infelicidad.
El anhelo de felicidad en el hombre no se sacia sino con la posesión del Bien infinito, es decir, de aquel Bien que lo es
en todo sentido y sin limitación. El hombre por el hecho de ser hombre no puede sino desear el Bien que le dará la
felicidad plena. Una vez alcanzado este Bien ya no le deja nada más que desear, porque ese Bien lo concede todo.
Este Bien es justamente Dios. San Agustín, que vivió la búsqueda de la felicidad de manera afanosa, cuando encuentra
el camino hacia ella, escribe: «Nos creaste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti»
(Confesiones, I,1,1).
«Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres...»
Las bienaventuranzas son tan importantes dentro de la ley de Cristo que el Concilio Vaticano II no vacila en
afirmar: «El mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas ». Una
bienaventuranza es una expresión idiomática antigua en la Sagrada Escritura.
El Antiguo Testamento está lleno de estas expresiones. La primera la encontramos en boca de Moisés,
cuando bendijo a las tribus de Israel antes de morir: «¡Dichoso tú, Israel! ¿Quién como tú, pueblo salvado por
Yahveh?» (Deut 33,29). La segunda ocurrencia está en boca de la Reina de Saba, que asombrada ante el esplendor
de la corte de Salomón, exclamó: «Dichosas tus mujeres, dichosos tus servidores, que están siempre en tu presencia y
escuchan tu sabiduría. Bendito Yahveh tu Dios que se ha complacido en ti y te ha colocado en el trono de Israel para
siempre» (1Re 10,8-9). El libro de los Salmos comienza con una bienaventuranza: «Dichoso el hombre que no sigue el
consejo de los impíos... todo lo que él hace sale bien» (Sal 1,1.3) y éstas recorren todo el libro de los Salmos.
En el Antiguo Testamento encontramos más de cuarenta bienaventuranzas. En hebreo la bienaventuranza
suena así: «Ashré ha ish, asher...» («Dichoso el hombre, que...»). La palabra principal (ashré) es un sustantivo plural en
una forma que le exige apoyarse en otro sustantivo. La traducción literal es: «¡Ah, las dichas del hombre, que....!». En la
traducción griega y en nuestras lenguas se adopta un adjetivo: «Dichoso el hombre que...». La estructura es siempre la
misma: se llama dichoso a alguien, y se indica el motivo de su dicha.
En el Nuevo Testamento encontramos más de cincuenta bienaventuranzas. En la lengua griega en que se
escribió originalmente el Nuevo Testamento, el adjetivo correspondiente es «makarios». Por eso, a estas expresiones se
suele llamar «macarismos». La primera en ser objeto de una bienaventuranza es la Virgen María: «Dichosa la que creyó
que se cumpliría lo que le fue anunciado de parte del Señor» (Lc 1,45).
Sólo en boca de Jesús las encontramos agrupadas en una serie de nueve. Pero no es esto lo que más
sorprende; lo que más sorprende es su contenido, porque trastorna todos los criterios humanos. Si se colocaran en
hebreo, Jesús habría dicho: «¡Ah, las dichas de los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos! ¡Ah, las
dichas de los mansos, porque ellos heredarán la tierra! ¡Ah, las dichas de los que lloran, porque ellos serán
consolados!...». Jesús admira la dicha de quienes están en una condición reconocida más bien como desdichada.
¿Cómo es posible? En realidad, lo que Jesús quiere enseñar es que esas categorías de personas son las que poseen el
Reino de los cielos, son las que heredarán la tierra (se entiende «la tierra prometida»), son las que serán consoladas
(por Dios).
Por eso, aunque a los ojos del mundo parecen desdichadas, a los ojos de la fe, impresiona su dicha. El premio
eterno, que poseerán en plenitud en el futuro, anticipa su acción beatificante al tiempo presente; lo poseen ya en prenda.
Es decir, lo poseen ya verdaderamente, y con la garantía de que será plenificado en el futuro. Si tal es la convicción de
Jesús, nuestro anhelo y nuestro empeño cristiano debe ser llegar a contarnos entre los pobres de espíritu, entre los
mansos, entre los que lloran y tienen hambre y sed de justicia, entre los misericordiosos, entre los limpios de corazón,
entre los que trabajan por la paz, entre los que son perseguidos por causa de la justicia y por causa de Cristo. Si
lográramos este objetivo, entonces conoceríamos la verdadera felicidad.
Podemos decir que si el fin del hombre es la felicidad eterna, entonces la moral cristiana se puede expresar en
esta forma: son buenas las acciones que nos conducen a la felicidad eterna; son malas las acciones que nos alejan de
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la felicidad eterna; y son intrínsecamente malas las acciones que por su propia naturaleza no son ordenables a la
felicidad eterna. Jesús nos revela que las bienaventuranzas son la expresión de la verdadera felicidad ya que ellas son
el camino seguro que nos conduce a la vida eterna. Esta felicidad no la entiende «el mundo» y ese es precisamente el
mensaje que San Pablo quiere dar a la comunidad de Corinto que, al ser puerto, está permanente expuesta a los falsos
valores.
Una palabra del Santo Padre
«Bienaventurados los pobres de espíritu». Es el grito de Cristo que hoy debería escuchar todo cristiano, todo creyente.
Hacen mucha falta los pobres de espíritu, es decir, las personas dispuestas a acoger la verdad y la gracia, abiertas a las
maravillas de Dios; personas de gran corazón, que no se dejen seducir por el resplandor de las riquezas de este mundo y
no permitan que los bienes materiales se apoderen de su corazón. Son realmente fuertes, porque poseen la riqueza de la
gracia de Dios. Viven con la conciencia de que todo lo reciben siempre de Dios.
«No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, camina» (Hch 3, 6). Con
estas palabras los apóstoles Pedro y Juan respondieron a la petición del tullido. Le dieron el mayor bien que hubiera
podido desear. Al ser pobres, le dieron al pobre la mayor riqueza: en el nombre de Cristo le devolvieron la salud. De esa
manera proclamaron la verdad que han anunciado los confesores de Cristo a lo largo de todas las generaciones. Los
pobres de espíritu, sin poseer ni plata ni oro, gracias a Cristo tienen un poder mayor que el que pueden dar todas las
riquezas del mundo. De verdad, son felices y bienaventurados, porque a ellos les pertenece el reino de los cielos.
Amen».
Juan Pablo II. Homilía en su visita pastoral a Polonia, 8 de junio 1999
Vivamos el Domingo a lo largo de la Semana
1. La práctica de las Bienaventuranzas constituye una línea divisoria entre el auténtico seguidor de Cristo y el
«cristiano sociológico o de domingos». ¿Yo las vivo? ¿De qué manera concreta?
2. Las Bienaventuranzas son las guías que Jesús nos ha dejado para nuestra felicidad. Revisemos nuestra jerarquía
de valores y prioridades a la luz de las Bienaventuranzas.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 577- 582.1716-1729.
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