Aeste tiempo Martineja, que no lograba taparle la boca, le hun-

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Pero ¡Medina estaba allí!
Miróles detenidamente yaá uno, ya á otro, sonrió con aire de desprecio, y dijo
¡Jum! Tenéis miedo. ¿Y para eso ha sido tanto hablar? ¡Cobardes! No haciéndolo ahora, digo que no sois hombres para hacerlo
—
nunca
«No sois hombres» dijo, y el Carbonerin y Martineja volvieron la
cara hacia la casa, arrebujáronse en sus capas y sin titubear llamaron á la puerta
Abrióles José Menendez, y entraron como buscando descanso y un
rato de conversación
Sentáronse en el despacho según costumbre, y llevaban ya abiertas y escondidas sendas y descomunales navajas.
Martineja debía sacar el pañuelo, ácuya señal él y su compañero,
lanzándose sobre el joven criado, le habian de privar de voz y movimiento
Martineja confesó haberle dado de puñaladas; pero también afirmó
una y otra vez que él no habia coavenido en derramar sangre sino
en caso de extrema necesidad y cuando no bastasen las violencias
que hemos dicho.
¿Vacilaba aun Martineja en el momento crítico? ¿Revelaría turbación que en concepto de su compañero pudiese comprometer el golpe
y les hiciese sospechosos para siempre? ó ¿creería este que peligraban mas y mas con dejar correr el tiempo?
Como quiera que fuere, sin haber hecho Martineja señal alguna,
levantóse el Carbonerin, acercóse al criado como para ver la hora y
preguntó en efecto:
—¿Qué hora será?
Dijo, y asió súbito del pelo al mancebo y con gran brío le tiró un
navajazo al cuello.
¡Brotó la sangre!
—¡Hermano... hermano! gritaba la víctima, que me matan
¡huye!
A este tiempo Martineja, que no lograba taparle la boca, le hundió la navaja en el costado.
Oyóse abrir un balcón; la víctima parecía alentar todavía y reci-
bió otro navajazo de Martineja, que con la otra maco daba en el hombro á su compañero para que se fijase en el ruido que se acababa de
oír en el cuarto principal. El compañero se cebaba con loca crueldad
en el criado, aserrándole el cuello con la navaja, según espresion de
Martineja. Agarróle este de la muñeca para que cesara en aquella
horrible carnicería y atendiera al riesgo común, y tales esfuerzos tuvo
que hacer para conseguirlo, que se cortó el índice con la misma navaja.
El cuerpo inerte cayó, produciendo un ruido pavoroso el choque de
la cabeza con la tarima del despacho y salpicando de sangre inocente
4 los asesinos.
Desatentados corrieron estos al cuarto principa!, dejando Martineja
tras sí el rastro de su propia sangre, que contra él había de clamar,
y marcando entrambos á tientas las ensangrentadas manos en las
paredes.
El balcón estaba abierto; elhermano de la víctima no estaba allí; se
había arrojado á la calle y pedia auxilio llorando y á grandes voces.
Los dos cómplices sintieron io inminente de su riesgo. Acudieron
á empujar hacia fuera ia puerta de entrada á fin de que no se lá
abrieran de golpe y quedasen cercados.
Un soldado de Barbastro cuyo socorro imploró el hermano del muerto y otros dos por entrambos requeridos, se dirigieron á ia casa y enteraron de paso á un guardia urbano que precisamente iba á decir
al señor B azquez Prieto que su amo le esperaba para comer en su
compañía
Los tres soldados echaron mano á las bayonetas; el guardia urbano, separándose de su novia, con quien había llegado hasta aquel
sitio, tiró del machete.
Dio el primero un violento empujón á la puerta, que cedió un poco, mas apenas entreabierta, se volvió á cerrar con violencia
—¡Hay gente dentro! gritaron;
¡ahí están los asesinos! ¡llamar
fuerza armada! ¡dar aviso a! comisario! ¡á la guardia!
Ya se habia formado un grupo de curiosos; ya se confundían las
voces
Ábrese ia puerta de improviso; lánzase á la calla el
Carbonerin
navaja en mano, descarga un tremendo golpe al guardia y,partién-
dolé el sombrero, te hiere profundamente en la cabeza, loderriba sin
sentido, y corre á todo correr.
Todoesto fué obra de un momen'o
Persiguióle uno de ios soldados dando voces; el Carbonerin le tiró
la navaja, sin darle; te tiró la capa sin hacerle caer. Habia echado por
la calle de San Ildefonso y, alarmados ios gastadores que daban guardia ó su jefe en el cuartel de Santa Isabel, lo cogieron á la carrera.
Estaba ensangrentado, como lo estaban también su capa y su nava ja
A! tiempo de salir de improviso el Carbonerin, habíase lanzado á
la calle en dirección opuesta m cómplice Martineja. Uno de los soldados, amagado de cerca por el arma fatal, dio un salto hacia atrás;
el otro, acometido á su vez con la velocidad de! pensamiento, abrió
paso y huyendo Martineja corno su compañero, atravesó la calle de
Santa Isabel, echó por la del Salitre, perdióseie de vista y llegó salvo
á la del Águila.
Allívivía su pobre madre, á quien encontró casualmente en la escalera. La anciana era lavandera; venia del rio donde habia pasado
el dia dedicada á su penoso trabajo.
—¡Madre, déme una camisa limpia! dijo Martineja al verla.
—Sube conmigo, hijo mió, y fe la daré en seguida, que iimpita la
traigo
—Ahora ha de ser y aquí mismo
La viejecita, acostumbrada quizás á los caprichos de su hijo, sacó
del talego una camisa. Quitóse ó! entre tanto la que llevaba puesta,
endosó ia limpia y, sin hacer advertencia alguna á su madre, se dirigió
á la taberna deja Corredera Baja donde él y el Carbonerin habían
comenzado aquel horrible dia.
Presumió que si este habia logrado escapar allí le encontraría,
preguntó por él y dijéronle que no le habian vuelto á ver.
Allí estaba, empero, una vecina de aquel barrio; vivía en la travesía de la Ballesta, y su casa era refugio de las mas desdichadas mujeres. Era ella amiga íntima de Martineja y sentía por él gran predilección, según de público se decía ya entonces. Brindóle primero
con una copado vino, que él bebió, y dióle además una peseta para
que á su salud la gastase. Martineja aceptó, y probablemente no se-
ría la primera vez que recibía de ella finezas semejantes. La vecina
se despidió á poco rato.
¡Estraña y poderosa atracción!
Los criminales se encuentran sin buscarse. Aquella mujer fué presa á los pocos dias y reprendida al entrar en la cárcel por un sacerdote que le afeaba sus desórdenes y su trato con la gente mas
perdida, rompió á llorar esciamando:
¡Es mi sino! ¡es desgracia que me persigue! Yo no tengo ia culpa... ¡ay! ¡no he puesto los ojos en hombre que no haya muerto asesinado, ó en presidio, ó en garrote!
En casa de esa mujer habia sido preso Marrón, cómplice del Cabezudo y la Bernaola, que habian asesinado recientemente á un prestamista.
Y en casa de esa mujer prendieron á Martineja. El. entró estando
ausente ella; de suerte que cuando á las doce de la misma noche se
presentaron los agentes de justicia preguntando quien habia en la
casa, el ama contestó que solo sus huéspedas; y una de ellas que le
habia abierto, sin sospechar que entregaba un hombre al verdugo, re-
—
plicó:
—No; que estando tú fuera, vino Martineja y se ha acostado.
Penetraron los agentes en la habitación donde estaba Martinejasolo, acostado y durmiendo á pierna sueita.
Así le sorprendieron y llevaron á la cárcel, donde negó aquella
noche, pero nada mas que aquella noche, Al dia siguiente confesó.
Habíanle buscado primero en su casa, y su pobre madre, que de
nada estaba advertida, dijo:
—Aquí estuvo; pidióme una camisa para mudarse y volvióse
—Veamos la camisa que ha dejado.
La desdichada madre ni siquiera la había mirado. ¡Llena estaba
de manchas de sangre reciente!
Adivinólo todo como por un relámpago de inteligencia... Adivine
quien pueda su amargo quebranto.
Dirigiéronse acto continuo los agentes á la taberna de la Corredera Baja; supieron allí que había hablado con su amiga, y Martineja
fué descubierto.
El Carbonerin ¿Martineja y Medina
volvieron^ reunirse
bajo el te-
de la cárcel; este fué condenado á presidio: nos ocuparemos solo de aquellos.
Su entrada en e! Saladero fué un acontecimiento. Se contaban con
impaciencia las horas, esperando que seles pusiera en comunicación.
Todo aquel mundo deseaba conocerles
Su proceso fué breve; mas dio tiempo para que se determinasen
los respectivos caracteres de aquellos dos hombres que habian compartido un empeño ¡an bárbaro y horriblemente consumado.
Era el Carbonerin hombre, como dice el pueblo, de mucho sentido; mas propenso á obras que á palabras; en todo grave y compuesto, y bien dio á conocer la sobriedad de su lengua y el poder con
que sabia dominarse durante su permanencia en el Saladero.
Martineja era vivaracho, moreno, decidor, no falto de gracia y sobrado de malicia, cínico sobre todo encarecimiento y no por alarde,
sino de corazón. Aquel joven no había hecho estancias en ia cárcel;
habia recibido un solo castigo por abandono de la guardia de la Cárcel de mujeres, siendo sargento en el ejército.
Pero Martineja, aunque habia vivido ageno al crimen, no mostró
repugnancia al lenguaje, á los pormenores ni á lo mas torpe y bárbaro del delito: sentíase criminal, como Napoleón Ise sentía soberano
A primera vista parecía que á él y no á su compañero debía atribuirse la iniciativa del cruel asesinato; mas en una controversia que
hubo entre ios dos, acabó el Carbonerin por confesar que él habia
herido el primero sin esperar la seña convenida, y que Martineja no
se proponía matar sino caso de ser necesario para salvarse.
—Di la verdad como fué, esclamaba Martineja: yo hice Santo como tú; fui hombre para ello y me toca la misma culpa; mas veamos
¿quién dio primero? Tú fuiste.
Martineja no quería que allí se creyese que por flojo habia sido
inferior á su compañero; eso repugnaba á su vanidad; mas tampoco
quería dejar en duda que su propósito no habia sido asesinar sin
peligro de su propia vida.
Este fué el hombre objeto de admiración en la cárcel, y su memo-
cho
común
ria será funesto estímulo para muchos.
Mientras las personas honradas se horrorizaban solo al represen-
tarse en la imaginación lo que
debia haber ocurrido entre los dos
víctima,
la
y
asesinos
él triunfaba del horror y del miedo; y quizás
una voz secreta le halagaba diciéudole que, para no quedar vencido
en el trance, supremo, su naturaleza tenia altos privilegios.
Rodeábanle admiradores, antiguos amigos
Entre vatios de estos encontró allí á un hombre acusado de haber dado muerte poco antes á una señora en la calle de la Justa.
Este hombre gozaba y goza aun hoy (1), pues aun no se ha visto su
causa en última instancia, fama de callado, de discreto y de tener
espaldas para muchas penas. Sabemos de él que, no teniendo mas
que una camisa, ha ido sin ella por la cárcel, reservándola para el
caso en que tuviese que ir al cadalso, pues quería presentarse aseado ante la numerosa muchedumbre que asiste á semejantes espectáculos
De este hombre y de m antigua amistad hizo grande aprecio Martineja, y estando en capilla, quiso celebrar con él ¡a última cena,
después de haberle obsequiado varías veces con algunos de sus manjares y con cigarros., recibiendo con placer lo que el otro cortegrnen te le enviaba de cuando en cuando para corresponderse.
Afortunadamente no llegó á ser un hecho el proyecto de aquella
horrible Pascua. Se hizo presente al reo que no le era lícito cenar en
compañía de aquel amigo, y tuvo que contentarse con enviarle tres
platos de su mesa para memoria suya.
Quiso también obsequiar á otro individuo, acusado de haber dado
muerte á un sereno, y á so mismo compañero el Carbonerin, que,
meditabundo y callado, atento siempre el oído á los- sacerdotes, se
diferenció de él muv notablemente.
Martineja gozaba con tener relaciones entre ios hombres que creia
á su altura en cuanto á temple de alma y á fortaleza para soportar
grandes penalidades.
Su espíritu no decayó un solo momento. Hablaba con animación y
naturalidad, se mostró propenso al gracejo como siempre; comia con
apetito; se acostó media hora antes de salir al fatal viaje; durmió
tranquilo sin que se le hubiese alterado el pulso, segon afirmó el
médico y ¡misterios de ia naturaleza! ¿quién sabe si tuvo sueños gratos...?
Quejóse mas de una vez de que, siendo él cristiano «desde ia punta de los cabellos hasta las uñas de los pies,» no se apartasen de
su iado ios sacerdotes, sabiendo que le irritaban en vez de consolarle. Mucha paciencia hubieron menester estos para coullevar su humor. El que mas simpatías le mereció fué el señor Lavilla, capellán
del Saladero, acaso por estar este mas acostumbrado que los oíros á
hacer uso de toda la longanimidad que requiere la feligresía careelaria
Martineja, á pesar de su carácter y de su audacia ante ia muerte,
lloró
¡Arcano recóndito, bello reflejo de ios puros afectos del alma!
Acordóse de los úitimos momentos de su padre, y lloró.
Acordóse de su anciana madre y... lloró.
Rezó arrodillado cuantas oraciones le indicaron, y cuando ya los
circunstantes se iban á levantar, dijo él á su vez:
¡A hora,. señores, un Padre nuestro por los valientes que murieron en la guerra de África!
Yrezó claro y distintamente el Padre nuestro, llamando la atención por la eficacia que ai parecer trataba de comunicar á su rezo.
La víspera de su muerte pidió permiso para despedirse de él un
hermano que tenia preso en la misma cárcel.
Por loque contrasta con la conversación que tuvieron los dos hermanos, el empeño de la solicitud, vamos a transcribirla íntegra y
—
textual
Dice asi:
«Sor Alcavde 1.° de esta cárcel.
»Muy Sor mío y de toda mi mayor consideración;
«Mucho siento tener que molestar á V. pero me es indispensable
«tenerlo que hacer y es que me conceda la gracia de dejarme ablar
»ami ermano José Martínez que se halla en encierros á fin depoder»!e dar el último á Dios por si es su desgracia concluir con su bida
»ó no puedo bolberlo aber. Sor, os suplico encarecidamente por lo
«que mas en estima tenga no me niegue esta gracia pues no tema ni
»figure nada malo tendré balor y resistiré el dolor de una desgracia.
»Sor, os suplico rendidamente no me neguéis este mi afán os tendré
»en el fíente de mi memoria eternamente no me de V. desconsuelo
crepito conceda esta gracia y mande á este su subordinado
«Ramón Martínez
«Cárcel de Villa patio grande 11 de Abril de 1862.»
En efecto, se concedió á Ramón io que solicitaba y, al verse juntos
se abrazaron los dos hermanos; mas no se vislumbró afecto en sus
palabras y quizás, por lo que respecto al vivo, pasaríamos en silencio este incidente, sí de éi no se hubieran ocupado ios periódicos de
la corte.
Echáronse en cara uno á otro sus malas costumbres; quiso Martineja encargar á Ramón que dejase de frecuentar tabernas y sitios de
perdición, y este le replicó:
Si tú hubieras hecho io que me aconsejas, no te verías ahora
como te ves
Martineja, que no le habia mostrado mucho cariño, tampoco le
mostró enojo por ese cargo que solo podía dirigírselo un hombie incapaz de comprender lo que es tener horas contadas de vida y un
—
verdugo esperando la última para marcarla.
El mismo' Ramón, antes de despedirse de su hermano, le dijo:
—Bien podrás darme los cigarros que tengas. A tí ya no te van á
servir
Véase en estas palabras un acto de bárbara crueldad cometido contra un hermano, acto abominable, que ningún tribuna! castigará y
que es obra de la ignorancia y de la rudeza de los afectos.
¡Y sin embargo, por otras faltes cometidas, también sin voluntad,
pero menos graves que esta, castigan severamente las leyes al individuo!
No sabemos que Martineja volviese á hablar de su hermano desde
aquel momento.
No era desafecto á la familia, pues hemos visto que le conmovió
la memoria de sus padres. Sabemos también que trató de reconocer
á un hijo habido con una joven á quien quería y ofreció á esta su mano; mas no vio satisfechos sus deseos. Personas agenas á ciertos lazos, y de bastante autoridad sobre la madre, le aconsejaron que, para
evitar murmuraciones del mundo, dejase al niño sin nadre conocido
y no buscase para él ni para ella un apellido que iba á cubrirse para siempre de infamia.
Después un periódico hizo presente quedebia averiguarse
qué distribución se haría de los fondos que se hubiesen recogido en nombre de dicho reo, para que no se abusara de ellos con perjuicio de
tercero, y suponemos que aludiría al huérfano.
No sabemos si se evitó ese perjuicio merced á la publicidad que
se dio al aviso.
La hora fatal se acercaba y no por eso decaía el ánimo de Martineja, ni salía de su silencio y su profunda atención el Carbonerin.
Notificáronles la triste sentencia; preguntó este al capellán si era
posible apelar, yrespondiéndole que no, puso al pié del documento su
firma, conkeguro pulso.
inmediatamente fué corriendo la notificación de mano en mano; todo el mundo quería conjeturar algo sobre el Carbonerin por el carácter de su letra y la mayor ó menor perfección de su forma.
Martinejafyd. por chasquear á los curiosos, cosa muy propia de
su genio, ya por otra cualquiera causa, se negó afirmar. Preguntáronle por qué, y dijo con indolencia:
—¿Qué se yo?. Pero ya que nada puedo en el mundo, á lo menos no se digajrae he firmado mi propia muerte.
Manifestó deseos de salir de la cárcel afeitado y, como era natural,
no se le pudieron satisfacer.
Tratóse de la confesión y dijo:
Encargo á Vds. que llamen á un sacerdote prudente y que no
me dé voces.
Como en la cárcel no hay mas que una capilla y los reos eran
dos, se habilitó como capilla para el Carbonerin el cuarto del llavero, que ala noche siguiente acaso, rendido de cansancio, quedó dormido al echarse en la cama donde aquel buscó en vano el descanso
por última vez
¿Pero qué mucho? Ya hemos dicho que Martineja mismo habia
dormido, media hora antes de salir para el cadalso.
Hubo que gritar para despertarle, y no quería ponerse en pió, ni
abrirlos ojos.
El Sr. cura La villa llamó al escribano de la causa D. Cándido
..
—
Capilla y le rogó que le ayudare, uniéndoselos dos para rogarle
que se pusiera en pió y se acordara de su alma.
Hízolo así en efecto, yprotestando repetidas veces de ser cristiano,
pidió que no le enojasen tantos á la vez, pues te producían dolor de
cabeza, en vez de hacerle pensar en ta religión.
Durante los últimos preparativos, díjole una persona que estaba
—
—
allí de oficio:
Ea, ánimo y confia en Dios
Y él llevándose la mano al corazón, replicó
Lo que es este no me ha de faltar.
Antes de salir cié ia capilla hizo llamar al juez de su causa señor
Prida y al escribano señor Capilla, y les suplicó que le perdonasen,
con toda la cortesía de que era capaz, súplica que también les hizo el
Carbonerin.
Alabogado D. Carlos Massa Sanguinetti, defensor de Medina, le
dijo Martineja:
—Le agradezco á Vd. todo lo que ha hecho por el pobre Medina
Ya sé que se ha portado V. muy bien.
Alllegar al altarito de la puerta le hicieron rezar una Salve.
El trascordado comenzó diciendo:
«Dios te salve, María,plena eres de gracia...»
No es así, le interrumpieron, sino: «Dios te salve, reina y madre de misericordias....»
Y ¿quéjnas da? replicó él con su desenfado de siempre, y terminó la oración que comenzara.
Elmomento habia llegado. Desde hora muy temprana se habia
trasladado medio Madrid al trecho que media entre la puerta de
Santa Bárbara y la pradera de Guardias.
Vendedores ambulantes, artesanos, ociosos, mujeres de todas las
clases sociales y en gran número, no temieron confundirse entre aquellas oleadas que levantaba la curiosidad mas torpe, el atractivo mas
inhumano. A cada momento se repelían los aves arrancados por una
contusión, los gritos de gente que, empujada en dos opuestos sentidos,
se estrujaban unos á otros; que a! aproximárseles coches y caballos preferían estrechar las filas á perder una pulgada de terreno.
Salían de los grupos niños llorando, mujeres con el velo hecho gi-
—
—
—
viejos, sacudidos de la masa común por violentas oleadas
¿Haría falta en aquel cuadro el grito tradicional de
roñes,
—¿A dos reales al patíbulo?
De todas partes llegaban á la carrera millares de curiosos á pié y
á caballo.
¡Los reos eran dos!
La sociedad brindaba á la sociedad con un doble espectáculo de
muerte. Lúculo comia en casa de Lúcuio.
Alllegar el último cuarto de hora, se estendió un rumor particular desde la cabeza de aquella enorme masa de carne humana, situada frente á la puerta de la cárcel, hasta sus eslremidades que
llegaban como á enroscarse en el cadalso.
Martineja habia sido dócil y nada pesado en el tocador. Elmismo
ayudó á que le vistieran la túnica y de un manotón característico
inclinó el birrete á la oreja.
El rumor de la gente aglomerada era incesante, crecía y tomaba
cuerpo á cada momento. Todos daban codazos ai que tenían delante
v se ponían de puntillas para que no se les escapase un incidente,
un ademan, un gesto. Los presos, encaramados unos sobre otros, estaban asidos fuertemente de ios hierros de las rejas.
Ai asomar ios reos por la puerta, la inmensa multitud experimentó
fuertes vaivenes al tiempo de producir el murmullo con que siempre acoge ai desdichado héroe de tragedias semejantes.
Los que no tes veían querían aprovechar el momento y hacían esfuerzos para colocarse entre los de las primeras filas;los ginetes, colocados allí para tener ia gente á raya, pasaban por la primera fila
casi rasando con aquella quebradiza muralla el enorme cuerpo
de su cabalgadura
Martineja atrajo toda la atención.
Se presentó despejado, mirando á un lado y á otro; sentóse á cabalgar con desembarazo; quería aguijar á la bestia; su espresion natural era la sonrisa.
marcha, por encima del
Ya ana vez montado y al emprender la
monótono, solemne y acompasado canto de la Salve, sobresalió una
voz destemplada diciendo:
—¡Adiós, chico! contestó este volviendo el rostro hacia las rejas
No era su hermano el que le daba la ultima despedida: era sin
duda un admirador entusiasta de aquel hombre que, lleno deiuventud, no despojado de cierta gracia que recordaba los tiempos de la
manolería y con un porvenir como el que entre los suyos le prometían sus prendas de valiente y rumboso; dejaba el mundo sin pena y como cosa de poco valer, y se encaminaba sonriendo hacia una
muerte inmediata, infalible y afrentosa.
Hubo desalmado que le brindó con una bota de vino, y Martineja
habria bebido de ella si se lo hubieran consentido.
Martineja fué hasía el postrer momento escándalo de la humanidad y sarcasmo horrible de la pena capital. El espectáculo de su camino al cadalso fué mas desmoralizador que la impunidad de cíen
delincuentes.
La sociedad oficial quedó completamente defraudada por el crimen.
La justicia quería mostrar la altivez humillada; y la patentizó triunfante; quería que aquel hombre la ayudara á probar su tesis de que
el crimen ltóta consigo siempre la vergüenza y el remordimiento,
y el reo te negó su auxilio y se presentó desvergonzado y con el
pulso tan seguro como el que va á dormir satisfecho de sus buenas
obras.
El Carbonerin iba sereno, pero violento; bebió agua varias veces
por el camino
El otro iba provocador, sin tener un momento la vista fija en un
punto, volviendo la cabeza en todas direcciones.
Un espectador le llamó por su apodo en la carrera
Adiós, le dijo, ¡soy tu amigo como siempre!
—Adiós, contestó él mirándole, como si no recordase quien era;
y añadió, de modo que fué oído de cerca: «¡Valiente amigo serás
cuando vas á verme en el palo!»
Ni aun sentado en el banquillo dejó de ser Martineja tal cual habia sido hasta entonces.
El ejecutor de Albacete, llamado á desempeñar su oficio en Madrid, ajustó mal los terribles aparatos, de suerte que no producían
perfectamente su efecto.
El reo, en vez de enojarse, lo tomó á burla y llegó á cansar al eje-
—
calor imposibilitándole de cumplir sus deberes, hasta que sujetándole la cabeza los ayudantes, le impidieron todo movimiento.
El curioso pueblo madrileño imaginaba que allí, en lo alto del tablado, se hacia padecer inhumanamente á un hombre, y como la ejecución terminó, quedando muchos en tan grave error, se tes despertó algo el sentimiento de ia humanidad y no hallaban palabras bastante duras para calificar la ligereza con que se consentía ó daba
margen á que tales cosas sucediesen.
Cuando se averiguó la verdad del caso, la sorpresa fué tan grande como habia sido el enojo, y en todas partes se habló de aquel
hombre como de un ser extraordinario, horrible, pero incomprensible,
El Carbonerin se extinguió del mismo modo con que habia empezado á agotarse, Su energía toda la comunicó al brazo, cuando ciego
y obcecado se ensangrentaba en el pobre Menendez; después su vida se fué apagando como un sonido que se aleja.
Martineja, no hay que dudarlo: es hoy el bello ideal en las regiones patibularias. La gente de su estofa espera que haya una
ejecución para comparar al nuevo reo con el que le ha precedido.
El dia que llegue ese lamentable caso, el nombre de Martineja
correrá de boca en boca por la cárcel y se evocará su historia y serán particularizados sus recuerdos y se formará un corro de oyentes
muy sensibles en torno del que mas sabrosamente sepa narrar los
últimos pormenores de su vida, que es muy fácil sea alguno de los
que presenciaron de cerca su muerte, después de haber corrido mucho para verle dos ó. tres veces por la carrera.
Lo que nos atrevemos á asegurar es que muchos criminales, temerosos de ser condenados á la última pena, se habrán acordado de
él diciendo:
¡Solo quisiera que Dios me diese igual jalor en aquel trance!
Concíbese y esplí case fácilmente este deseo... difícil de realizar
A los que van á morir en el cadalso no se les presenta medio de
ejercitar la voluntad, ni compensación de iodo lo que pierden, sino
muriendo con valor. Ya han sido ingratos, ofensores, avergonzados,
despreciados, sentenciados.?, á lo menos evitemos que se diga: «y al
fin murió como un cobarde,» Así raciocinan.
—
Sobre todo para los caracteres vanidosos, impetuosos y dominadores es gran tormento la idea de que aquellos á quienes han arrollado puedan hacerles burla, viéndoles temblar ante el suplicio.
Y sin embargo, así acaban los mas fuertes
Líbrenos Dios de que se repitiera dos veces seguidas el espectáculo de la audacia de Martineja; elinstinto de imitación es muy poderoso en las clases menos cultas; todos los ejemplos de actos varoniles estimulan extraordinariamente su amor propio, que tienen muy
desarrollado, y nadie sabe los enormes esfuerzos de que serian ca paces muchos criminales para eclipsar á los que les hubiesen precedido, escitando la pública admiración con su entereza ó su cinismo.
No es muy de temer, empero, que llegue tan desgraciado caso
Generalmente hablando, los que van á morir en holocausto á ia
vindicta pública, salen de la capilla sin fuerzas ni conocimiento; agenos al mundo y á sí mismos. Si á la mitad del camino del cadalso
se les devolviera la vida y ia libertad, pocos serian los que recobrasen el uso de sus facultades.
La ley condena á un vivo; el verdugo solo magulla á un muerto.
Hemos hablado del Naranjero, que pagó con la vida el arrebato á
que le llevara la defensa de su propio hermano.
Ocho ó diez dias antes de su ejecución estaba ya tan abatido, que
parecía presentir su próxima y desgraciada suerte.
Sentado estaba cierta mañanaren un banco de la Portería. Un batallón salia por ia puerta de Santa Bárbara, y al sonar la música asomáronse al balcón principal de la cárcel varios presos y dependientes.
Contemplando estábamos á aquel desgraciado cuando se le acercó
—
—
el alcaide diciendo:
¿Qué haces ahí, solo? Anda, asómate y te distraerás.
¡Ay, D. Miguel, replicó el Naranjero, no sé porque se me figuque
ya no volveré á oir música!
ra
Y en efecto, notificado muy en breve, se le llevó á encierros, y puede decirse que dejó de existir.
Víraosle atravesar desde ia capilla al aitarito que se coloca junto
á la puerta, y no era sombra de sí mismo.
Pesábanle los párpados carnosos, cual si fueran de hierro; su
semblante se habia abultado extraordinariamente, sobresaliéndole los
labios, y el cuello no podia sostener
la cabeza. La mirada sin brillo,
caídos,
derribados los hombros, el cuerpo vacilante; imlos brazos
al
vocerío
de
los curiosos y á las exhortaciones, dejóse meter
pasible
entre las manos, inútilmente atadas, la estampa de un santo y, sostenido por un lado y otro, hizo su camino
Otros padecen antes de morir tormentos peores
Apodérase de ellos ia fiebre; avívanseles ciertas facultades; sienten y'perciben con mas delicadeza que nunca; no hallan reposo; se
agitan en continua fatiga y el sueño huye de sus ojos.
En tal estado se puso desde que entró en capilla cierto cochero
que, por la pasión de los celos, dio muerte á un título de Castilla, á
quien servia.
Su inquietud no empezó á calmarse hasta después de mucho tiempo en queun sacerdote de abundante palabra, genio vehemente y larga práctica, le estuvo ponderando la excelencia y la inevitable necesidad de la resignación, la inefable virtud del arrepentimiento que
recibía inmediatamente en el cielo una recompensa dulcísima y eterna, y lainfalibilidad del cumplimiento de esta promesa hecha en nombre Dios.
El sacerdote echó á un lado toda idea terrorífica; habló al reo con
ia blandura persuasiva que comprendió habia de ser eficaz en aquella ocasión, y variando de tono al momento en que su sagacidad le
indicaba que era menester producir nuevas emociones, tranquilizó
poco á poco el espíritu del desgraciado.
En esta tarea agotó el sacerdote su ingenio y sus fuerzas, de suerte que cuando aquél le prometió no pensar ya en otra cosa que en la
infinita bondad de Dios, que te perdonaba para siempre, tuvo que
acostarte porque su salud se habia quebrantado.
Mas de una hora permaneció el Cochero quieto y meditabundo;
pero ia soledad, el aspecto de ia capilla,, aquella lúgubre tristeza
que por todas partes te rodeaba, comenzaron á insinuar el terror en
su ánimo; le atraian al dominio de las ideas mundanas y, azorado y
Heno de angustia, pidió que sin demora volviese el sacerdote. Con-
testáronle que habia ido á descansar; que su salud no era muy buena, y replicó que se lo pidieran por Dios.
Yolvió en efecto el confesor á su lado, y apenas oyó el preso el
cariñoso celo con que llamándole hermano suyo le reprendía por su
debilidad, prorumpió en llanto, espresando así el consuelo que sentia.
Desde aquei instante no cesó de hablar el sacerdote con tal encanto para el reo, que se te adhería cuanto le era posible, y de cuando
en cuando le miraba maravillado con una espresion de gozo en el
semblante, como si en efecto estuviera viendo la augusta majestad
del cielo solemnizando su arrepentimiento con prodigios nunca imaginados.
¡Dichoso él como pocos!
Penetróse su alma de eternidad y de esperanzas inmensas, y durante loa lúgubres preparativos, estuvo siempre atento á la voz del
sacerdote. Tampoco se distrajo un momento durante la carrera; desde la puerta de la cárcel abarcó con una mirada de cristiana conmiseración á la muchedumbre, y sin temor ni sobresalto se encaminó
á la breve muerte.
Al pié del cadalso, se deslizó en muestras de vivo reconocimiento
á aquél á quien debia la bienaventuranza, y le rogó que le permitiera besarle en el rostro.
El sacerdote puso ante sus ojos un crucifijo, diciendo
¿A miserable criatura incierta de su salvación, estimas tanto?
Olvídame en presencia de! Salvador del mundo; que si por él no fuera,
pereciéramos tú y yo de muerte eterna.
Besó con efusión el Crucifijo y aplicólo á los labios del reo, que no
se saciaba de hacer otro tanto prodigándole los mas afectuosos dictados, y cuando le avisaron que debia subir la escalera del cadalso,
dirigió una Menté mirada al sacerdote como si quisiera decir:
—¿Tan pronto voy al cielo?
Ese hombre que santamente murió después de haber llorado con
honda amargura su estravío; ese hombre que con aves de vivísimo
dolor pidió perdón al mundo y mil y mil veces se arrepintió del mas
leve pensamiento con que hubiese podido ofender á sus semejantes,
habia sido calificado pocos dias antes de ingrato, hasta la perversión,
de malvado, de monstruo de crueldad
—
En sus últimas horas reconoció y proclamó la sociedad sus cristianas virtudes y sus bellos sentimientos, y cuando estuvo bien penetrada de que era bueno... le mató
El recuerdo del Cochero no es de los que adquieren carácter de
permanencia en la cárcel.
Para los presos no era un cobarde, supuesto que habian presenciado actos que mostraban todo lo contrario; pero como al mismo
tiempo le vieron humilde, resignado, y mas que resignado contento,
no sabían como juzgarle.
En vano lo habrían intentado; no estaba á su alcance el fenómeno
que en el espíritu del reo se verificó en la capilla.
Por otra parte como no se sentían capaces de llegar al estado de
aquel hombre, estado que no era de los que llaman la atención en el
teatro del mundo, no le envidiaban gran cosa, y hoy no se le cita para nada en aquellas conversaciones de calabozo, donde se hace examen de las prendas que poseyeron los ajusticiados.
Mas bien recuerdan la serenidad inesplicable de un soldado que
no hace muchos años fué á la muerte por haber dado de puñaladas á
su ama en la calle del Barquillo, una noche que la acompañaba á
su casa
Este mal aconsejado mozo hizo el triste viaje con serenidad, sin
altivez y sin miedo, á io menos, sin ese miedo que, en trasluciéndose,
desprestigia al que lo experimenta á los ojos de los criminales.
La última noche le visitaron algunos oficiales de su cuerpo; dijéronle que era cristiano, y que por io tanto debia conformarse con su
suerte yponer la esperanza en Dios; pero que no olvidase que habia
sido soldado español y se mostrase digno de ello, muriendo con va-
lor y ageno á toda flaqueza.
Ofreció hacerlo así el desgraciado y ¿quién sabe? acaso el recuerdo
de su bandera le prestó fuerzas para cumplir su promesa.
Durante la cena hizo una observación que, si mucho nos parásemos
en ella, acabaría por distraernos de nuestro propósito.
Aquel hombre, sabedor de que ibaá morir á las pocas horas, notó
en alta voz «que en toda su vida habia tenido una cena tan escalente. »
Esta observación seria de poca importancia en uno de esos crimí-
nales que hacen alardes de sentimientos groseros; ó en un hombre
cuyos grandes proyectos y sucesos hubieran sido tales, que acostumbrado á ver la muerte de cerca, no solo no ia temiera, sino que la
tuviera en poco, embargada su activa imaginación en pensamientos
gigantescos.
Pero en aquel infeliz, que no se hallaba en caso semejante; en
aquel hombre, que no tenia mas que la vida; que no enunció jamás
una idea propia, no comprendemos ese refinamiento de paladar y
esa buena disposición de estómago, sino atribuyéndola al trastorno
completo de ciertas facultades.
Muy diferentemente acabó sos dias el cabo Collado
Reciente está su proceso y lo deben recordar muchos lectores
Reprendido por su teniente por una falta de policía en que ai parecer incurriera ya otras veces, y abofeteado por este, según se dijo,
hubo de concebir el proyecto de vengarse. Aquella misma tarde fué
á ver á su novia y volvió al cuartel aun mas alentado que nunca al
cumplimiento de su venganza. Después de la lista, a! atravesar
eon la compañía un pasillo oscuro, se acercó al teniente y ie dio un
navajazo en el corazón. Prorumpió ia víctima en una interjección
terrible y tiró de la espada al mismo tiempo, mas no acabó de desenvainarla: cayó exánime.
Diéronse voces: Collado huia, pero fué alcanzado en breve
Hemos tenido en la mano elarma asesina, cuyo chirrido al abrirse
parece un quejido humano; cuya hoja puntiaguda y estrecha, se va
ensanchando hasta llegar á parecer cuchilla. Estaba llena de sangre
hasta la mitad del mango. Armas semejantes no pueden
fabricarse ni
comprarse sino con el objeto de derramar sangre humana.
En muy breve tiempo fué condenado aquel hombre á ia pena de
muerte
Reconoció la justicia de la sentencia, y como casi todos los criminales, decia que estaba muy bien hecho que el que mate muera.
Parecería natural que los hombres que se sienten capaces de quitar á otro la vida, se rebelasen por previsión y
egoísmo contra la
pena de muerte, y sin embargo no es así.
Acaso por saber ó sentir que en ellos no es gran violencia el matar,
consideren que la justicia no se ha de hacer ninguna para lo mismo.
El desgraciado de quien hablábamos experimentó gran decaimiento
al acercarse al. término de su carrera.
Estando en la capilla convidó á cenar á dos compañeros de igual
graduación que él, mas en aquellos momentos todavía estaba sostenido por la escitacíon de su espíritu y mostraba, mas serenidad que
sus compañeros, los cuales le dijeron que el verle en tan amargo trance les causaba honda pena y les quitaba todo apetito. Despidiéronse,
pues, en extremo conmovidos, y éi cenó bien y tomó cafó. Dictó con
serenidad su testamento, dejó dinero para misas por su alma y la de
su víctima, y durmió. Al dia siguiente hizo muchas exclamaciones
echándose en cara su bárbara venganza, pidió á voces perdón á su
víctima cuya vida habia segado en flor; oyó misa y tomó chocolate.
A las once almorzó y tomó café. Salió de la cárcel contrito y reconciliado; presentóse con apariencias de serenidad, y oyó las grandes
voces de perdón que partían de iodos lados.
También aquel dia y en aquel momento hubo violentos remolinos
en la muchedumbre, alaridos y desmayos.
Alsalir por la Puerta de Sania Bárbara bebió agua el reo y lloré.
A muy corto trecho hubo que confortarle y se le subió á un carruaje
porque desmayaba.
Mientras la multitud procuraba averiguar ó adivinar su estado,
otra escena inesperada y extraordinaria se producía entre los mismos
espectadores, llenando de dolor, de asombro y ele piedad á muchos.
La novia de Collado, aquella infeliz á quien el rumor público atribuía influencia en la venganza tomada por él, estaba allí, atraída
por un inconcebible prestigio, por una de esas fuerzas desconocidas,
funestas, pero siempre poderosas en las naturalezas incultas.
Formóse un ancho círculo a! rededor de aquella desgraciada que
daba gritos y se revolvía en convulsiones como una loca furiosa, y
mientras que dos guardias civiles la llevaban á viva fuerza de aquel
sitio, su desventurado amante se iba aproximando entre desmayos
al horrendo catafalco.
Volvió á brotar el llanto de sus ojos, y al fin, haciendo un esfuerzo
supremo, pareció que habia recobrado el aliento.
De pié sobre el tablado, quiso dirigir la voz al público, yen efecto
sus
comenzó recomendando á todos sus oyentes el cumplimiento de
deberes, mas interrumpióse y no pudo continuar. «Se me va la cabeza, dijo, me falta valor...»
Tales fueron sus ultimas palabras. Entre la muchedumbre estaban
prendiendo á un ladrón joven que allí mismo quiso robar á un cunoso
La funesta repetición de los espectáculos de muerte es, en nuestro
concepto, tan perniciosa, que no hallamos con que compararla.
Dentro de la cárcel misma es causa de la mas honda desmoralización. Hombres en quienes aun podia mucho el horror del patíbulo y
que están presos dos y tres años por causas leves, pierden todo respeto á la personalidad humana y se acostumbran á ver con mas curiosidad que pavor los pormenores materiales para la ejecución de las
terribles sentencias,
A los mismos desgraciados que han de abandonar la vida dentro
de un plazo breve, no siempre se les trata con todo el miramiento
debido, tanto por ellos, como por los que ven lo que allí pasa.
Merino, Martineja y otros se han quejado de ciertas impertinencias
que deberían evitarse; pues, por satisfacer una vana y no recomendable curiosidad, se permite la entrada en la capilla á personas que ningún servicio pueden hacer en aquel sitio, ni reportar provecho alguno atendible de su visita.
La cárcel asienta en un libro la entrega que hace de! reo y se observa la práctica tradicional de señalar aquella partida, que lo es
de muerte, con una cruz.
Algunas partidas van señaladas sencillamente con dos plumadas
que se cruzante" indican muerte. Otras tienen una cruz bien formada
con el I. Jf.|B. I. áda cabeza y una calavera á los pies. A veces se
encuentra también una cruz, verdadero trabajo caligráfico, adornada con gusto, y acabada á la perfección, que así puede ser
indicio
de la cristiana paciencia del autor, como de su simple deseo de entretener ocios y ejercitarse en su arte
Otras partidas llevan al pié una estampilla de un crucifijo, grabado
enmadera yque parece haber sido hecho á proposito para
objeto.
Cuando los que han salido para el patíbulo son dos
ó mas y sus
partidas constan en una misma página, al pié
de ella van manuscritas ó estampadas tantas cruces cuantos han sidollos reos.
aquel
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