Rey de piedra La estatua de bronce del Caballero Arrodillado se levantó de su pedestal, despojose de su pesada armadura, cruzó los veinte pasos que lo separaban de la esfinge de su rey y cercenó de lleno su pétrea e insigne cabeza, con formidable y precisa maestría, dejando atónita a la multitud que -por pura casualidad- se hallaba reunida en el lugar de los hechos. Enseguida, agolparonse todos para apreciar, mejor, aquella incomprensible e irrepetible escena. Antes de volver a su lugar, y de adoptar la misma quietud y posición que le diera el artista -su creador-, la estatua, pronunció -con gravísima voz- lo que consideraba una explicación perfectamente razonable del por qué de su conducta: -Desde hace al menos cuatro siglos que me miraba con incesante y soberano desprecio. No era menester el seguir soportando semejante maltrato. Federico G. Rudolph, Argentina federicorudolph.wordpress.com [email protected]