Es un hecho innegable que la violencia –cuyo objeto es alterar la
naturaleza de las cosas en contra de su propio ser- en todos sus géneros
y formas, es una compañera de viaje en la larga ruta de la opresiónemancipación de la raza humana. Está presente en todos y cada uno de
los mitos fundantes de las más diversas religiones; se encuentra presente
en todas y cada una de sus formas en todo tiempo histórico y lugar; se
ejecuta sobre todo tipo de sujetos históricos, sexuales o étnicos; se sufre
en todas las latitudes del mundo y; hasta ahora, muy a pesar de los
honestos esfuerzos de los buenos hombres y mujeres, se resiste a
abandonarnos.
La vieja discusión acerca de la verdadera naturaleza humana se cuela
entre las sombras para explicar su origen, inmanente o foránea,
invitándonos a buscar su génesis en la naturaleza misma del ser
humano o en las condiciones socio económicas y culturales en las que
habita. Mientras tanto pervive la discusión, miles, millones de hombres,
mujeres y niños son el objeto perdido de la violencia.
Medio oriente, Ucrania, Somalia, la Araucanía, son lugares donde la
violencia se enseñorea y se hace tan obvia como macabra, enseñándonos
a un costo inaudito para los miles de años que llevamos sobre la tierra,
que cuando la última razón instrumental cancela la política el diálogo y
la otredad, aparece la obscura obscenidad de la violencia.
Existe más allá de la violencia explícita y obscena, una violencia
subliminal que avanza dejando en el camino a sus víctimas. Se trata de
la violencia simbólica, gestual. Se trata de la violencia de género que
niega la otredad de los demás, que se niega a dialogar con la diferencia,
que se utiliza como arma predilecta para reemplazar el diálogo.
Y sin embargo, habita la esperanza entre los artesanos albañiles
esparcidos por el mundo. Porque aún persisten quienes la exponen a
pesar de su intento por pasar desapercibida; porque aún hay buenos
hombres y mujeres que trabajan por erradicarla del mundo y de
nuestros corazones.