LA SUPUESTA ESPADA DE SAN IGNACIO El noble afán de poseer recuerdos y reliquias de personajes que hayan brillado de algún modo en la Humanidad, ha hecho que con excesiva frecuencia se prescinda de la lógica que nos demuestra que muchas de las atribuciones dadas a algunos objetos no resisten a un serio análisis. La crítica actual, más concienzuda que lo era en los tiempos pasados (y no hay que remontarse siquiera un siglo), va depurando mucho, aun cuando queda bastante por depurar y a ello debemos contribuir en la medida de nuestras fuerzas, pues la Historia no debe componerse de fantasías, siquiera éstas sean amparadas por la piedad o la poesía, las cuales han hecho pasar como dogmas, infinidad de ficciones. Así oimos hablar a todas horas del «pendón morado de Castilla» sin que haya bastado a echar por tierra este error, las eruditas disertaciones de D. Antonio Cáno vas del Castillo, los Generales Suarez Inclán y Fernández Duro, el Conde de las Navas y otros prestigiosos críticos que de ello se han ocupado. Los poetas son los que por regla general, más contribuyen a sostener estas fábulas. Bien reciente está el estreno de una obra dramática, cuya acción se desarrolla en el siglo XVI en una histórica ciudad castellana. Entre las acotaciones anacrónicas que en el libreto se hallan, está la de aparecer las calles adornadas con gallardetes de los colores nacionales rojo y gualda. El autor ignoraba, sin duda, que estos colores como enseña española, datan solamente de mediados del siglo XIX, aun cuando para la marina fueron adoptados por Carlos III. Ninguna artista teatral, desde las tiples de ópera hasta las cupletistas, prescindirá de la enorme peineta de teja, cuando trate de vestirse de maja de la época de Goya, sin tener en cuenta que la aparición de ese adorno femenino coincida poco más o menos con la época del fallecimiento, en Burdeos, del insigne artista, el cual jámás pintó una peineta de teja en sus cartones de tapices, retratos ni otros cuadros, en los que figuraran mujeres de las distintas clases de la sociedad. Larga tarea sería la de enumerar los infinitos anacronismos y —141— errores que han sido tomados como indiscutibles verdades por el vulgo, más o menos ilustrado; así es que nos limitaremos por ahora, a presentar un caso que pudiéramos llamar de actualidad, por tratarse de un objeto que se supone perteneció a un personaje español que obtuvo los honores del culto y cuya memoria va a honrarse en estos días. Nos referimos a una supuesta espada del fundador de la Compañía de Jesús, Iñigo Yáñez, o sea Ignacio de Loyola. Hace algunos años que por cierta personalidad catalana nos fué consultada la certeza de la atribución de una espada que existía en la Iglesia de Belén, en la ciudad condal, y que tradicionalmente se suponía haber pertenecido a San Ignacio, antes que el Santo fundador trocara en humildes hábitos los mundanales arreos. A la vista de la fotografía que de la espada se nos mostró, dudamos desde luego de la exactitud de la atribución, pues las características del puño y del pomo, que es lo que únicamente conserva de la guarnición, responden más a un arma del siglo XVII, que no a una del siglo anterior, como necesariamente había de ser la que Iñigo Yáñez usara como Capitán al ser herido en el asedio de Pamplona (1521). Cabía no obstante aventurar la hipótesis de que al arma la hubieran colocado una guarnición en época posterior. Pasemos al examen de la hoja de acero. El nombre del espadero, Gonzalo Simón, que firma la hoja, nos era conocido si bien entonces carecíamos de datos ciertos respecto a la época en que este artífice trabajó en Toledo; pero al hallar otras obras suyas fechadas en 1617, es decir, casi un siglo después de que pudiera la espada de que tratamos ser usada por Iñigo, toda la tradición cae por tierra y resulta inocente el otorgar a esta arma honores de reliquia, como se hizo en el pasado año con ocasión de las fiestas del cuarto centenario de la conversión del Santo. Por entonces, hasta se dió una conferencia pública que tuvo por tema el de la autenticidad de esta espada. Confesamos con pena el no haber asistido a oir la disertación, pues de haberle hecho, el virtuoso sacerdote, a cuyo cargo estuvo, no se hubiera atrevido a exponer afirmaciones como las que por referencia supimos, esto es, que dos marcas que se ven en el canto del recazo corresponden a las iniciales de Iñigo Yáñez; que era la costumbre de los caballeros poner estas o su nombre en tal sitio y que esto lo afirmaban entre otras personalidades, la de quien esto escribe. Ahora bien, ni nosotros conocemos un solo caso en que así se haya hecho y huelga decir que mucho menos podíamos haberlo afirmado sin conocerle. Con los datos expuestos y a la vista de los tipos de espadas del siglo XVI y del XVII, creemos que bastará para demostrar lo in- —142— fundado de la piadosa tradición y para evitar que se exponga al culto y tributen honores de reliquia a una espada que Gonzalo Simón tendría que haber forjado antes que nacer. Esto nos trae a la memoria un gracioso caso de atribución. Un coleccionista del pasado siglo, el Sr. Romero Ortiz, reunió un sinnúmero de recuerdos históricos, más o menos fantásticos. Parte de ellos figuraron en una exposición retrospectiva que se celebró en Santiago de Galicia. Allí había entre otros anacronismos unas pistoleras bordadas del siglo XVIII, atribuídas a los Reyes Católicos, pero lo que más nos maravilló, fué el ver un cigarro puro intacto, metido en un estuche, con un epígrafe que decía así aproximadamente: “Ultimo cigarro que fumó el General D. Diego de León al ir a ser fusilado„. Algo parecido a esto podría ser el epígrafe de esta pseudo reliquia: “Espada que pudiera haber pertenecido a San Ignacio, si Gonzalo Simón hubiese nacido al mismo tiempo que Carlos V„. JOSÉ M.ª FLORIT. Bol. Soc. esp. de excursiones.