mansedumbre con la que aquellas verduras habían aceptado venir al mundo con tan dudoso regadío. Pasó el tiempo y llegaron a ser varios los días que transcurrieron sin que Rebeca acudiese a la casa de Lázaro. Se había acostumbrado a la ausencia de la veleta, aunque en algunas pesadillas se filtraran aún ruidos nocturnos procedentes del tejado, y estaba ya casi dispuesta a admitir que la obra de su padre tenía buen sitio en aquella otra morada, en busca de las remotas ondas musicales. El coraje que había excitado en ella el robo alevoso se había ido enfriando como la escarcha. Pero el compromiso adquirido con aquel trozo de metal no dejaba de pesar en su conciencia, así que, devuelto el azul al orbe sobre los confines amarillos, y resuelta la evidencia de que tampoco aquella lluvia había producido modificación alguna en el entorno rendido a la extinción, emprendió de nuevo el camino hacia la lejana casa del viejo. Completó el trayecto en compañía de perros, sin más presencia humana que la de los tres cuerpos en descomposición que enterró sin mucho esfuerzo en pergeñados barrizales. Tras la cañada salía al paso la casa con su pintoresco perfil. Al fondo, la estructura herrumbrosa erguida para los cohetes se encontraba en parte desmontada, lo que reforzó la suposición de Rebeca respecto al fin de los viajes tripulados. Llegó a la casa y golpeó suavemente la puerta, pero al encontrarla abierta, como de costumbre, entró con sigilosa familiaridad. El gran salón se hallaba más oscuro que en las anteriores visitas. El bosque de autómatas estaba detenido en su mayoría: los pocos ejemplares en funcionamiento ejecutaban sus acciones con pertinaz precisión, pero era una calma incómoda la que gobernaba la generalidad de la estancia. Rebeca dirigió su mirada al sillón del centro, bajo la campana, donde esperaba ver a Lázaro, pero allí no había nadie. De detrás del armatoste de cuero rojo salió Virgilio. 102